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Grupo SI(e)TE.Educación

Crítica y desmitificación de la educación actual

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Colección Universidad

Título: Crítica y desmitificación de la educación actual

Primera edición: agosto de 2013

© Grupo SI(e)TE.Educación

© De esta edición: Ediciones Octaedro, S.L.

C/ Bailén, 5 - 08010 BarcelonaTel.: 93 246 40 02 • Fax: 93 231 18 68

http://www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar

o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-407-8Depósito legal: B. 16.708-2013

Diseño y relización: Editorial Octaedro

Impresión: Grupo Ulzama

Impreso en España - Printed in Spain

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Índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

1 El desarrollo cívico y moral de la ciudadanía: mitos y retos educativos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15Petra M.ª Pérez Alonso-Geta 1. Acerca del marco moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162. Los fines de la educación: mitos y desmitificación. . . . . . . . . . . . . . 213. El desarrollo cívico y moral de la ciudadanía en una sociedad

plural, como reto de la educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 274. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

2 Sistema educativo e igualdad social: propuestas de mejora . . . . . . . . 41José-Luis Castillejo Brull 1. Las desigualdades humanas básicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 422. Las desigualdades y la educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 443. El sistema educativo en la etapa obligatoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 464. Conclusiones y propuestas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52

3 ¿Enseñar áreas culturales o educar con las áreas culturales? . . . . . . . 57José Manuel Touriñán López1. Revolución educativa o reforma educativa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 642. La educación es una tarea con carácter y sentido inherente

a su significado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 683. Conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación

no son lo mismo, porque el segundo determina el concepto de ámbito de educación sobre el primero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74

4. Consideraciones finales: transformar áreas culturales en ámbitos de educación es una nueva encrucijada del sistema educativo . . . . . 87

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4 Profesores y alumnos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93Teófilo R. Neira1. Las máscaras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 952. El rol de profesor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 963. El desentendimiento y el desinterés de los alumnos . . . . . . . . . . . . 984. Incertidumbres y riesgos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1025. Las islas y las fortificaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1036. Los desencantos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1067. ¿Qué pueden hacer los docentes? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1098. La autoridad de los profesores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

5 Familia y escuela: hacia la ruptura de un compromiso . . . . . . . . . . . 119Gonzalo Vázquez Gómez1. ¿Cómo se transmite la competencia personal dentro de la familia

a través de las generaciones? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1212. ¿Cómo influye la educación-ocupación de los padres en

los resultados escolares de los hijos? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1253. ¿Cuál es el efecto de la interacción de los padres-hijos sobre

el desarrollo cognitivo de los niños? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1264. ¿Cómo se implican las familias en las escuelas? ¿Por qué no

se implican más y mejor? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1275. ¿Cuáles son los riesgos y amenazas a la capacidad formativa

de las familias? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1296. Compromiso de familia y escuela ante la formación de capacidades

y la igualdad de oportunidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1347. La ruptura intergeneracional en la familia y en la escuela . . . . . . . . 1368. Propuesta conclusiva: hacia distintos modelos de escuela

y de relación con la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138

6 Elogio de la educación y crítica de la educación intercultural . . . . . . 143Antoni J. Colom Cañellas1. Crítica y elogio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1432. Acerca de la identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1483. La solución aportada por la educación general . . . . . . . . . . . . . . . . 1504. Pedagogía como vivencialidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1555. Final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162

7 Mitos y posibilidades de la evaluación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163Jaume Sarramona1. La complejidad de la evaluación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1632. La evaluación como medida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1663. Y ahora se trata de evaluar competencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170

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índice

4. El caso del PISA como ejemplo de una evaluación debatida y con trascendencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173

5. Las evaluaciones externas del sistema educativo español . . . . . . . . . 1806. Las implicaciones de las evaluaciones externas . . . . . . . . . . . . . . . . 1847. El problema de la publicación de las evaluaciones externas . . . . . . . 1868. La cuestión de los estándares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1899. Y aún nos queda la autoevaluación… . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195

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Presentación

El mito es un vocablo de origen griego; se define en el diccionario de la RAE como «relato o noticia que desfigura lo que realmente es una cosa y le da apariencia de ser más valiosa o más atractiva» y también «persona o cosa rodeada de extraordinaria estima», que se conceptualiza así por la posibilidad humana de simbolizar. Su interés trasciende gracias a las apor-taciones de los antropólogos F. Boas y B. Malinowski, que permitieron que estos dejaran de ser percibidos como narraciones fosilizadas y empezaran a entenderse como elementos culturales funcionalmente inmersos en la rea-lidad sociocultural de la que llegan a ser un principio sancionador, justifi-cador y sacralizador. Así, B. Malinowski (1964) escribía que el mito no es un símbolo, sino la expresión directa de su realidad; no es una explicación que satisfaga un interés científico, sino la resurrección de una realidad pri-mitiva mediante el relato, para satisfacer convicciones y reivindicaciones sociales. Llega incluso a cumplir una función indispensable en la cultura: expresa, exalta y codifica las creencias; custodia y legitima la moralidad; garantiza la eficiencia del ritual y contiene reglas prácticas para aleccionar al hombre. Es, pues, en este sentido, como se expresa el profesor C. Lisón (2008: 10) al afirmar que el mito es «un modo de conocimiento cultural en el que la variedad de función y significado es suma, en el que las cosas son y no son lo que son».

Los mitos, efectivamente, expresan creencias y valores culturales; po-nen en marcha la imaginación y ofrecen también evasión, esperanza y emoción. Enseñan modos de conducta, y en definitiva, el «deber ser» que la sociedad quiere transmitir. García Morente (1996: 531-532) entiende que la vida del hombre no es nunca tal y como quisiera que fuese, «siempre es imperfecta en comparación con las imágenes que nuestros deseos acari-cian y que nuestros temores repelen. Pues bien, esas imágenes del ensueño,

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condensadas en una ficción de la realidad, organizadas en formas fijas, in-dividuales y combinadas, según las mismas normas de nuestra existencia verdadera, eso es el mito».

Lévi-Strauss convirtió el análisis de los mitos en uno de sus focos de interés. En la lectura estructuralista, los mitos constituyen un len-guaje, o mejor dicho, un metalenguaje, que posee su propia gramática y su sintaxis especifica, y reflejan en última instancia la lógica interna de funcionamiento de la mente humana. En los mitos suelen aparecer oposiciones binarias (bien/mal), contrastes entre dos polos que pueden resolverse a través de figuras mediadoras que, de alguna forma superan los conflictos.

Como se ve, los mitos cumplimentan diversas funciones (Mircea, 1968), hasta tal punto que constituyen modelos o paradigmas tanto para el conocimiento, como para la acción. Su carácter ontológico reside preci-samente en su capacidad de integrar coherentemente una visión del mun-do y de la vida, con el modelo normativo y ético, dirigido a regular, el comportamiento individual y social en un grupo cultural. Se imponen por la necesidad humana de clasificar, de establecer orden en las relaciones. Como señala Levi-Strauss, la necesidad de imponer orden mueve tanto la clasificación de la ciencia como el desarrollo de los mitos, tienen la mis-ma raíz y motivación. Los mitos y las teorías científicas son estrategias del pensamiento para generar en un caso ideas de mundos imaginables y en el otro, hipótesis de realidades contrastables.

Los mitos se deben a un contexto histórico en el que se producen y reproducen. Cuando en ese contexto dejan de ser reconocidos de forma efectiva, desaparecen o languidecen; por eso, una nueva visión de las cosas descubre mitologías nuevas adaptadas a su saber. Los mitos cambian y evo-lucionan con la sociedad y afectan a la totalidad de los niveles culturales y de las actividades humanas; por eso, nos encontramos hoy con mitos eco-lógicos, tecnológicos, sociales, políticos, ideológicos, educativos e incluso pedagógicos.

Los mitos tienen su momento, hay gente que los propaga, hay quienes los escuchan y conviene, sobre todo en el contexto educativo, estar atentos a las consecuencias que pueda tener tal difusión y seguimiento, ya que también existen mitos que circulan en este ámbito y crean un estado de opinión que oculta la verdadera realidad y que, por ello, conviene desmiti-ficar. Además, en el mito, al igual que en la educación, se conjugan pala-bra –teoría– y acción –práctica– tal como de nuevo nos recuerda Carmelo Lisón (2008: 9): «nos acerca a trasfondos didácticos, satíricos y políticos», pues en el mito se constata el mantenimiento de dos elementos que confor-man su esencia: palabra y acción.

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presentación

Pero ¿qué interés tiene reflexionar sobre mitos y desmitificaciones en educación en la edad e imperio del «logos», de la eficacia tecnológica y la racionalidad científica? El interés es indudable si pensamos con M. De-tienne (1985: 159) que el mito es una tela de araña por cuyo intermedio la sociedad se piensa. En este sentido podríamos intuirlo como algo pro-visorio, un lugar abierto, o una puerta a lo imaginado. Sin embargo tiene también un valor pragmático en cuanto que, como señala B. Malinoswski, son una influencia vital, para la vida, que de otro modo quedaría vacía de estímulos para la acción moral y el idealismo social. Se justifica su esencia de «palabra y acción» dentro del discurso educativo, cuando sirven a la mejora.

Los mitos en educación deben hacer referencia a modelos o paradig-mas para el conocimiento y la acción en relación con el «deber ser»; han de apuntar a ganancia, a reto. De igual forma, la desmitificación apunta, en otro sentido también, a un reto de ganancia. Los retos, por su parte, señalan así mismo al «deber ser», son empeños difíciles de llevar a cabo y constituyen por ello un estímulo y desafío para quienes los afrontan.

La cultura pedagógica se basa en gran parte en verdades que por ser modernas –de estos últimos años– nos parecen inamovibles, así como en prácticas que al mismo tiempo nos parecen pertinentes. Con ello se cons-tituyen nuevas teorías o se elevan a tal grado meras opiniones. Es pues ne-cesario que en algún momento se haga un ejercicio crítico y nos paremos a pensar sobre la pertinencia de la mitología pedagógica en una época como la actual en que lo pedagógico, y por ende lo educativo, es de interés públi-co y social. Puede suceder entonces que acaso, sedientos de innovación, al-gunos aspectos pedagógicos se hayan mitificando dando apariencia valiosa a cuestiones que creemos merecen una revisión aunque estas «seguridades mitificadas» satisfagan convicciones e incluso necesidades de aula.

La Pedagogía, en general, ha codificado algunas teorías y prácticas edu-cativas que, si bien han ayudado a sistematizar cultura pedagógica y orien-taciones educantes, creemos que merecen una revisión seria y crítica para valorar en su justa medida el valor que han ido aportando. Y es que en Pedagogía también existen mitos que han expresado valores y sedimentado creencias, ayudando a crear, como dijera Levi-Strauss, el lenguaje peda-gógico y aun modelos y paradigmas, o acaso, parte de la teoría educativa misma.

Por todo ello ha surgido este libro que posee una vocación crítica y desmitificadora orientada a valorar en su justa medida aspectos pedagógi-cos que con convicción se dan como seguros. Es, al mismo tiempo, abrir una puerta al debate, porque no a todo el mundo le gusta que se muevan cimientos y se promuevan dudas en las creencias. Tal ejercicio debiera ser

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común en la Academia como un reto intelectual más, máxime cuando en el fondo se trata de volver sobre el pasado y analizarlo a los ojos de la expe-riencia y de la evolución que se ha ido dando en la realidad social y escolar. Es en este viaje donde se descubren mitos que es necesario desmitificar y aspectos que son merecedores de una adecuada y ponderada crítica.

En esta ocasión nos hemos preocupado por siete temáticas que, de al-guna manera, cubren aspectos no solo importantes sino fundamentales de la educación actual y que centran su interés en cuestiones que han tenido un gran impacto social. Y si no, que el lector juzgue por sí mismo, ya que en las próximas páginas encontrará reflexiones sobre la educación para la ciudadanía, la educación y la equidad social, el papel cultural y educador de la escuela, así como las problemáticas que se inscriben en las relaciones entre profesores y familias con el propio centro educativo; el libro conclu-ye con la problemática educativa de la multiculturalidad, así como con el papel técnico, escolar y social de la evaluación que los informes PISA han puesto en boca de todos.

Creemos que no cabe añadir nada más porque en definitiva será preci-samente de todo ello, de mitos, de desmitificaciones y retos (educativos y pedagógicos), de lo que nos ocuparemos en este libro.

SI(e)TE.Educación1

1. SI(e)TE.Educación es un grupo flexible de pensamiento constituido en esta ocasión por los ca-tedráticos de Pedagogía: J. L. Castillejo; A. J. Colom; P. M.ª Pérez-Alonso; T. Rodríguez; J. Sarramona; J. M. Touriñán y G. Vázquez, de las Universidades Valencia-Estudi General, Islas Baleares, Oviedo, Autónoma de Barcelona, Santiago de Compostela y Complutense de Madrid.

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El desarrollo cívico y moral 1 de la ciudadanía: mitos y retos educativos

Petra M.ª Pérez Alonso-Geta Universitat de València

Creo que de todos los hombres que nos encontramos, nueve de cada diez son lo que son, buenos o malos, útiles o inútiles, gracias a la educación.

John Locke

El interés por evitar las consecuencias que conlleva la ruptura entre la moral individual y la ética pública ha llevado a plantear en nuestro país, como en otros de nuestro entorno europeo, la necesidad de que la escuela se ocupe de la formación moral y cívica de los ciudadanos. Se trata de con-seguir una competencia cívico-moral que apuntale los fundamentos del comportamiento ético personal, ya que la ética pública, entendida como el conjunto de normas que han de cumplir los ciudadanos para el correcto funcionamiento de las instituciones públicas, no puede separarse de la mo-ral privada que responde a las convicciones personales de cada individuo.

No tratamos de adentrarnos, ni sería posible aquí, en planteamientos y aproximaciones fundamentales de la formación de ciudadanos (Aristóteles, Rawls), ni en la polémica liberal-comunitarísta (Naval, C., 1995; Colom, A. y Rincón, J., 2007; Rodríguez Neira, T., 2001; Puig, J. M., 2004; Cor-tina, A., 1994); ni pretendemos buscar terceras vías teóricas. Tratamos, más bien, de acercarnos a la formación cívica y moral de los ciudadanos a un nivel más micro del pensamiento y acción en relación con el desarrollo cívico moral

En torno a la educación moral y cívica de la ciudadanía ha surgido en nuestro país, más allá de planteamientos teóricos, cierta controversia y una

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serie de mitos que, como todos, pueden llegar a crear un estado de opinión aceptado por muchos, pero que pueden ocultar la verdadera realidad. Pue-den satisfacer necesidades o reivindicaciones sociales y legitimar la norma; pero, de igual forma, pueden entorpecer la labor educativa mitificando pa-radigmas que se asumen sin valorar su verdadero alcance. Los mitos tienen un momento histórico; pero, sobre todo en educación, conviene estar aten-tos a las consecuencias que puede tener su difusión, alertando, en su caso, sobre la necesidad de su desmitificación.

Los mitos en la educación de la ciudadanía se plantean hoy, básicamen-te, alrededor de una serie de cuestiones: ¿Una educación de calidad debe contemplar la educación moral de la ciudadanía? y por ello ¿ha de formar parte de la enseñanza escolar?, o contrariamente ¿la escuela solo debe ins-truir, dejando esta tarea para la familia? Para unos, la escuela es el ámbito natural de la educación moral de la ciudadanía, mientras que otros piensan que el entorno para estas enseñanzas no puede ser más que el familiar.

Una segunda cuestión gira en torno a ¿cómo deben ser los contenidos que han de abordarse en una materia educativa como esta, que debe res-petar por ley los principios constitucionales y la pluralidad ideológica? En una tercera vía, más académica, el mito se consolida, desde nuestra pers-pectiva, en relación con la posibilidad misma de desarrollar un tema clave en este ámbito, como es la autonomía moral. A modo de itinerarios nos proponemos diversos recorridos de análisis y crítica de esta parcela educa-tiva para finalizar en los retos que, a nuestro juicio, en torno a esta materia deberían plantarse.

1. Acerca del marco moral

El entorno en el que se desarrolla el ser humano es fundamental para en-tender su comportamiento cívico y moral. Es el medio social el que ense-ña si la acción eficaz, en ese contexto, es el altruismo, el comportamiento prosocial y moral o, por el contrario, la violencia, la agresión y el compor-tamiento asocial, ya que, está dotado, por su indeterminación al medio, tanto para el altruismo como para la agresión; ambos son biológicamente posibles. Por ello, para entender los mitos y retos que hoy se plantean en la educación de la ciudadanía, es necesario conocer el papel que tiene el marco moral en la socialización de los individuos.

Para vivir en sociedad y relacionarse, los individuos siguen normas y principios morales. Pero, como ha mostrado Piaget (1930: 18), hay dos ti-pos de moral: una moral heterónoma, en la que las normas se sostiene por la presión que se ejerce desde fuera, basada en el respeto unilateral a los

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1. el desarrollo cívico y moral de la ciudadanía

referentes significativos, y una moral de autonomía, basada en los propios principios y en el respeto mutuo, en la que las normas se establecen por la necesidad de establecer reglas que formen la conducta mediante relaciones de cooperación entre iguales. Piaget señala, así mismo, que la moral he-terónoma y el respeto unilateral corresponden sobre todo a las relaciones, prohibiciones rituales (tabúes), etc.; son más propios de las sociedades a pequeña escala, donde predomina el respeto a la costumbre encarnada en la autoridad, que representa el poder. Mientras que la moral de autono-mía, que se establece mediante las relaciones de cooperación es producto de la vida social de las sociedades a mayor escala (Piaget, 1930: 18). Como vemos, aunque con diferente signo, el contexto se muestra relevante para conocer la ética y los principios morales de un grupo social y para poder, en su caso, establecer los supuestos deseables desde los que formar a la ciu-dadanía.

1.1. La ética perfeccionista de las sociedades a pequeña escala

El entorno en el que la especie humana ha vivido la mayor parte de su his-toria, y en el que viven todavía hoy muchos grupos humanos, es un hábitat muy cercano a la naturaleza, en el que sus miembros se conocen personal-mente y, utilizando una tecnología rudimentaria, suelen vivir de la caza, la pesca, la recolección o el pastoreo. Un entorno en el que el tamaño de los grupos se relaciona directamente con la subsistencia, según la capacidad de carga del territorio. Las divisiones de los grupos, siguiendo los lazos familiares, se llevan a cabo cuando alcanza entre los 300 y 600 miembros. Poco a poco, estos subgrupos acaban por partir y ocupar otro territorio. Se diferencian y pasan a desarrollar nuevas formas culturales, e incluso, dialectos (Erikson, 1966). En estos grupos se fijan las normas de compor-tamiento en cuanto a conceptos éticos, valores y normas, contando con las preadaptaciones filogenéticas que refuerzan la solidaridad de la familia y la identificación con el grupo y con el rol de las personas del mismo sexo. Esta identificación con el grupo se facilita culturalmente por las creencias y símbolos compartidos y desempeña un importante papel en la solidari-dad, cohesión y defensa del mismo (Eibl-Eibesfeldt, 1999).

En este contexto, la posibilidad y disposición humana para la identi-ficación con el grupo resulta tremendamente adaptativa, potenciada por la ventaja que conlleva pertenecer al mismo. Supone el sentimiento del «nosotros» frente a los «otros», con el consiguiente fortalecimiento del sentimiento de unión, la creación de imágenes del «otro» como «enemi-go» y el fomento de la lealtad intragrupal. Se comprende la importancia

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del grupo, ya que ante la fuerte competencia intergrupal un individuo tiene pocas posibilidades de sobrevivir fuera de él. La identificación con el grupo se lleva a cabo por la endoculturación, mediante la inmersión y los ritos de iniciación. Además de la identificación con el grupo, los indi-viduos se vinculan también al territorio, a la tierra con su luz, su paisaje, su olor (a hierba cortada, a mies, a mar). De ahí la añoranza cuando se abandona.

El relato de las hazañas del héroe o del fundador de la estirpe sirve, en este proceso de adquisición-transmisión cultural mediante leyendas, cuen-tos, etc., para inculcar los valores de la lealtad y los sentimientos de grupo necesarios para la vida en común. Los valores del héroe contemplan un repertorio de virtudes, un ideal de perfección al que se ordenan las normas y modos de conducta sociales. El eidos y el ethos forman un todo cultural.

Se trata, en realidad, de la apuesta por una ética perfeccionista, desde la que se asume que existe una base para juzgar los deseos y acciones hu-manas. Se presenta a los individuos un repertorio de virtudes, una ima-gen y un camino, de lo que pueden y deben llegar a ser cuando alcancen la perfección. En esta idea están presentes sentimientos motivacionales de identificación, de cooperación, etc. Se convoca a las personas a la unión y a la adhesión a las tradiciones propias del grupo. Las personas se conocen cara a cara y comparten una tradición moral, religiosa, etc., común. Las normas tienen validez porque son acordes con los valores y la tradición histórica del grupo. La formación moral consiste en ayudar a la gente a identificar el modelo de la perfección y motivar para que se dirijan hacia él. El liderazgo del modelo, en este sentido, es muy importante, porque ejerce funciones comunitarias y de integración cultural. Se impone con la fuerza primaria de todo lo que sirve a la supervivencia.

No existe sistema educativo, pero sí la finalidad de formar a los más pequeños en los valores del grupo, dentro de su modelo de perfección que se sabe valioso y se hace sentir por lo que es, y donde el comportamiento ético es eficaz, en términos sociales.

1.2. La visión de la polis griega

En la «polis» griega se dan también las condiciones que permiten estable-cer una teoría de las virtudes cuyo desarrollo se puede realizar por inmer-sión, de acuerdo a los modelos ejemplares que la tradición de la ciudad proporciona. La ciudad antigua es una sociedad que en parte es «omnia-barcante» y engloba a la totalidad de las relaciones entre sus miembros. Es (o al menos está pensada como) una sociedad de comunicación directa en

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1. el desarrollo cívico y moral de la ciudadanía

la que, al menos las personas que cuentan (no los esclavos, niños, etc.) se relacionan entre ellas y comparten una tradición moral común.

Así, podemos ver a través de la visión de Cicerón de la «communi-tas deorum et hominu» o de la propuesta agustiniana de la «civitas dei», cómo el pensador antiguo ha permanecido aferrado a esa imagen de la sociedad y ha ajustado a ella sus reflexiones acerca de la «vida buena». La misma visión de Aristóteles acerca de las virtudes no es, en gran parte, sino una visión estilizada de la tradición griega acerca de lo valioso, tanto en la historia como en la actividad política de la ciudad (Montoya, J. y Conill, J., 1985). Es decir, de una comunidad relativamente pequeña de comunicación directa, donde tiene perfecto sentido concebir el compor-tamiento moral como «prudencia» y la búsqueda del propio bien como la motivación moral por excelencia. En una comunidad así concebida, se puede suponer que la virtud es la mejor inversión, al menos para la perso-na que considera como máximo premio la estima y aprecio en su entorno social. La identificación (parcial) entre excelencia moral (virtud) y felicidad por parte de Aristóteles, y en gran parte de la ética antigua, reflejan esta realidad. Tampoco parece arriesgado mantener que en la vida de la polis la importancia prestada a pensar por cuenta propia, al sentido crítico, era prácticamente nula. Lo dice Aristóteles: «Pues la ley manda todo aquello que enseñan también la razón y la virtud, manda por ejemplo ser modera-do en los placeres». Pero con ello, resulta claro que el papel de la libertad en la vida moral queda reducido al mínimo (Montoya, J., 1996: 227). En la misma línea se concedía gran importancia a disciplinar la inconsciencia y arrogancia de los más jóvenes a fin de poder iniciarles en la vida social, respetar la autoridad de los maestros y los mayores y arraigar hábitos que fueran fructificando en el tiempo (Ibáñez Martín, 1969).

Aristóteles «tan solo atribuía al individuo la función de encontrar el medio correcto quoad nos, es decir, el punto medio entre los vicios opues-tos que es el adecuado a nosotros: por así decir, nuestro modo individual de realizar una serie de “virtudes”, una serie de pautas de comportamiento socialmente establecidas» (Montoya, J., 1996: 227). Deja un mínimo mar-gen de decisión al individuo, un mínimo margen de autonomía. En este sentido, la ética antigua ofrece espléndidos ejemplos de un modelo teórico de moral social; entendida esta como un conjunto de pautas generalmen-te establecidas y que dejan un margen mínimo de decisión al individuo. Consecuentemente, no se pueden contraponer los presupuestos de una éti-ca como la aristotélica a la ética tal y como la concebimos hoy, porque el diferente entorno hace inaplicable la misma al momento actual.

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1.3. La socialización en las ciudades de las sociedades avanzadas. El sentido ético de contenido racionalista

Los seres humanos, tanto en las sociedades a pequeña escala como en la polis griega o en la ciudad de nuestras sociedades avanzadas, están llamados a formar grupos sociales del tipo «nosotros», por su naturaleza biológica. La identificación con el grupo se resuelve culturalmente por los valores y sím-bolos compartidos y se facilita con los sentimientos de desconfianza y au-sencia de obligación moral ante cualquiera fuera del «grupo». Esta identi-ficación con el «nosotros» se produce mediante el aprendizaje cultural. Sin embargo, en nuestra sociedad, gracias al avance de la civilización técnica, la subsistencia no depende de la carga que permite el territorio; los límites territoriales se difuminan y, entre distintos grupos sociales, políticos, etc., se mantienen distancias profundas. Los individuos se aíslan, desconfían unos de otros y tratan de imponer sus propios intereses por encima de los de los demás. Pero el individualismo y la desconfianza hacía el «otro», lejos de servir en la sociedad actual, se convierten en un lastre para el desarrollo de la ciudadanía.

Vivimos en sociedades anónimas formadas por miles o millones de personas en ambientes urbanos; en ciudades donde nos agrupamos para vivir, pero en las que podemos no conocer a los que viven en los espacios más cercanos a nosotros. Los niños tienen pocos hermanos, no conocen a sus vecinos; sus primos, abuelos, etc., viven lejos y a sus amigos, que suelen ser los compañeros del colegio, solo los ven en el entorno escolar. En general, no disponen de espacios de juego libre, ni de otros niños con quien jugar. No tienen, en general, que compartir juguetes, ropa, etc., y pasan mucho tiempo ante la televisión y otras pantallas, donde poco se les enseña de civismo y conducta prosocial. No desarrollan, en términos generales, mediante la interacción social en el juego, competencias socia-les y emocionales básicas, como aprender a superar la frustración sin de-rivarla en agresividad. No desarrollan valores ni actitudes compartidas, ni se sienten responsables de alcanzar objetivos comunes. Por las pocas oportunidades que tienen de aprender a trascender sus intereses particu-lares, no aprenden a generar sentimientos de cooperación y pertenencia a una comunidad de iguales. Niños que tienen pocas oportunidades de aprender a trascender sus intereses particulares. Niños que, en su fami-lia, difícilmente se encuentran con límites, prescriben consumo y están acostumbrados a tomar decisiones «autónomas», que sus padres toleran, a veces, por evitar el conflicto. En estas condiciones, el «egocentrísmo» tiende a configurar su socialización desde el inicio. (Pérez Alonso-Geta, P. M., 1996, 2006, 2008, 2010).

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1. el desarrollo cívico y moral de la ciudadanía

En las sociedades avanzadas de nuestro entorno, las formas cultura-les generalmente no se identifican con una ética de sentido perfeccionista. Nuestro sentido ético tiene, de hecho, un contenido más racionalista y au-tónomo, inspirado en los planteamientos kantianos. Por ello, la educación, dentro de la mitología actual del desarrollo, se dirige a desarrollar en los ciudadanos una moral de autonomía de contenido universal. Formar a los individuos para que piensen por cuenta propia (Piaget, Kolberg, etc.), para que, de forma racional y autónoma, lleven a cabo comportamientos moralmente competentes. Sin embargo, nada nos garantiza, en la sociedad actual, que se alcance sin más la auténtica autonomía y que de ello se de-rive el comportamiento adecuado, que un razonamiento moral elevado se resuelva en un comportamiento cívico moral competente.

Desde esta perspectiva, el problema radical de la ética y la educación moral y cívica consiste en indagar e indicar qué reglas morales, qué institu-ciones educativas o políticas, qué supuestos harían posible la cooperación voluntaria entre individuos no ligados previa y naturalmente al grupo so-cial por lazos naturales, afectivos y emocionales. En definitiva, el problema que se plantea es cómo se hace posible el comportamiento cívico moral, como es posible la colaboración entre individuos a los que no podemos su-poner previamente unidos por lazos grupales. No debemos olvidar que a la autonomía, base de la conducta moral, debe sumarse la necesidad social de cooperar con el grupo para la ayuda mutua, ya que la autonomía implica tomar decisiones, pero no hacerlo sin los otros. Se trata de poder cooperar para superar los obstáculos o alcanzar objetivos con individuos de nuestro entorno, con los que tenemos el deber moral de llevar a cabo un comporta-miento prosocial, que no se garantiza sin más en el momento actual, pero que permitiría sentar las bases, desde los primeros años, de la conducta moral y cívica de la ciudadanía

2. Los fines de la educación: mitos y desmitificación

Educar y ser educado son proceso y resultado derivados de dos caracterís-ticas esenciales, la indeterminación e inmadurez de la naturaleza humana, aunque varíen los contenidos de un grupo cultural a otro. No puede ha-ber un fin universal de la educación; cada sociedad tiene sus propios fines, que, incluso de manera no explícita, ejercita de acuerdo con los objetivos sociales. En las sociedades a pequeña escala, los fines son más unitarios. En las sociedades más avanzadas existe una mayor imprecisión y variabi-lidad de los fines, como resultado de la mayor complejidad a la hora de determinar los objetivos de la conducta social, no siempre compartidos

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por todos y de las tensiones sociales inherentes a la lucha de interés entre grupos sociales, posiciones ideológicas, etc.

No es posible aquí ocuparnos, ni siquiera someramente, de los fines de la educación (Marín Ibáñez, 1998; Gervilla, 2010; Touriñán, 1989; Fullat, 1991; Rodríguez Neira, 1998, 1999). Cada sociedad tiene sus fines, aunque puede haber características compartidas, de alguna forma, por determi-nadas sociedades. Los fines de la educación hay que relacionarlos con los ideales socialmente compartidos contando con el enorme potencial para aprender del ser humano y sus necesidades de formación.

En su ensayo sobre los «fines de la educación», Whitehead (1957) seña-laba que solo hay una materia para la educación, y es la vida en todas sus manifestaciones. Sin embargo, en lugar de esa sola unidad, que es la vida, ofrecemos a los niños un montón de materias sin conexión alguna. Por su parte, Hebert Spencer (1861) nos decía que el fin de la educación es prepa-rarnos a vivir con vida completa, y poco antes se había preguntado: ¿cómo debe vivirse? Esta es una cuestión capital que responde cada sociedad de acuerdo con los ideales y las expectativas sobre la finalidad de la vida. Por eso no pueden existir fines y objetivos eternos, ni comunes; cambian de acuerdo con los ideales socialmente compartidos, el tipo de ser humano que se desee formar y los conocimientos que cada sociedad considere que se deben saber.

Pero, si hemos de atender a los anteriores supuestos para la formación de la ciudadanía, si hemos de tener en cuenta entre los fines de la educa-ción, la vida, en todas sus dimensiones, debemos plantearnos desmitificar algunos mitos que se han desarrollado en nuestro país en relación con la misma. Uno de estos mitos se ha generado a partir de formulaciones como «en la escuela el fin es la adquisición de conocimientos; debe primar la ins-trucción de contenidos apoyados en el saber científico». Todo lo que tiene que ver con creencias, valores, principios etc., es competencia de la familia, que es a quien corresponde, en sentido estricto, el deber de educar. Esta diferenciación entre educación e instrucción ha sido algo recurrente en la historia de las prácticas educativas, pero la fractura se hace mayor en el momento actual, a medida que se incrementa el papel que la ciencia y los conocimientos tienen en la vida social.

El aumento de conocimientos en la escuela, fruto de la extensión del conocimiento científico, la amplitud de saberes que se transmiten no con-lleva una visión más integrada y rica de la realidad, sino que, en general, se trata más bien de una acumulación de conocimientos fragmentarios que no facilitan la comprensión de la vida como un todo integrado; aunque se piense que estos aprendizajes servirán para algo y que dejan un poso en la cultura del individuo.

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1. el desarrollo cívico y moral de la ciudadanía

Sabemos, sin embargo, muchas cosas de cómo funciona la mente hu-mana. Sabemos, por ejemplo, que el conocimiento no se recibe ya hecho, que el sujeto construye modelos o representaciones del ambiente en el pro-ceso de socialización (interaccionismo simbólico) y dentro de ellas organi-za su conducta. Sabemos que, a lo largo del desarrollo, los sujetos elaboran representaciones de la realidad que, en general, no coinciden con los con-tenidos que se transmiten en la escuela. Sabemos que el aumento de cosas que se enseñan en ella no ha ido unido a mejorar la comprensión, de forma que la mayoría de los alumnos ni las entienden, ni las recuerdan al cabo de algún tiempo.

Otro de los mitos establecidos, pero desde la vertiente opuesta, es que el fin de la educación para la ciudadanía, en tanto que educación del civis-mo, se enmarca dentro de lo político, y debe ser impulsar un cambio en la mentalidad social ciudadana para avanzar en el progreso y la libertad de todos y suministrar a las nuevas generaciones instrumentos para enten-der y transformar la realidad social. En definitiva, se consolida el mito de que la educación para la ciudadanía permite avanzar socialmente en un determinado camino y no mantenernos en el pasado, «lastrados por las fuerzas poderosas que imponen y reproducen el orden social establecido» en distintos ámbitos de la existencia humana. Desde esta perspectiva, la educación para la ciudadanía debe impulsar la transmisión de una nueva mentalidad, como si se tratara de una especie de promotores del dogma de lo políticamente correcto, dictado por el poder establecido que se opone a cualquier pensamiento diferente, cuando detecta en él la más mínima desviación.

Sintetizando, la educación en el momento actual no puede ser solo ins-trucción. De hecho, en las sociedades occidentales, la ciudadanía y la con-vivencia se han convertido en ejes fundamentales de la educación, porque representan los ámbitos externo e interno de la educación de la responsa-bilidad con sentido democrático (Touriñán, 2008e). No puede olvidarse del desarrollo cívico y moral de sus ciudadanos, como tampoco puede ser de ninguna forma un instrumento ideológico al servicio de los intereses de nadie ya que ha de partir, a un nivel de mínimos, del consenso de todos. Todos los ciudadanos deben aprender y tener valores prosociales, aunque individualmente la fuente en que se sustente su prosocialidad pueda tener raíces tan diferentes como el humanismo cristiano o el humanismo mate-rialista ecologista.