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COFRADES EN LA FE Hermandad Santa Vera Cruz + Martos (Jaén) | Nº 7 | ABRIL | 2013 ¡Creo!

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núm 7 - abril 2013, revista de la Hermandad de la Santa Vera Cruz de Martos (Jaén)

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COFRADES EN LA FEHermandad Santa Vera Cruz + Martos (Jaén) | Nº 7 | ABRIL | 2013

¡Creo!

GRUPO PARROQUIAL

PRIMITIVA HERMANDAD DE LA

SANTA VERA CRUZ Y COFRADÍA DE PENITENCIA Y SILENCIO DE NUESTRO PADRE JESÚS DE PASIÓN Y NUESTRA SEÑORA MARÍA DE NAZARETH

Diputación de Formación y Convivencia

Diputación de Publicaciones

¡Creo! COFRADES EN LA FE

Número 7 · abril 2013

EDICIÓN DIGITAL:www.issuu.com/veracruzmartos

CAPELLÁN Y PÁRROCO:Rvdo. José Checa Tajuelo Pbro.

REDACCIÓN:Miguel Ángel Cruz Villalobos, María Inmaculada Cuesta Parras, Manuel

Márquez Herrador y Gabriel Zurera Ribó

COLABORADORES:Andrés Borrego Toledano, Eduardo

Ant. de Diego Amate, José M. Espejo Martínez, Mons. Ramón del Hoyo López,

Francisco León García Pbro., Bernardo Olivera, Hno. Abdón Rodríguez Hervás. Mons. Atilano Rodríguez, Manuel Sán-chez Barranco y Nicolás Vargas Melero

FOTOGRAFÍA:Juan Carlos Fernández López,

Antonio Martínez Izquierdo y Foto Rafael

DISEÑO Y MAQUETACIÓN:Antonio Moncayo Garrido

EDICIÓN DIGITAL:Antonio García Prats

PORTADA:Francisco Caballero Cano

DIRECCIÓN POSTAL:Parroquia de San Juan de DiosPlaza de San Juan de Dios, 1

23600 Martos (Jaén)[email protected]

DEPÓSITO LEGAL:J-1.292-2012

La revista ¡Creo! Cofrades en la Fe no participa necesariamente de las opiniones expresadas por nuestros colaboradores, limitándose solamente a reproducirlas.

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 2

Cuando de su mano salió una jo-ven en una estación con una maleta de piel de cocodrilo, ya apuntaba mane-ras Paco Caballero a los doce o trece años. Después, cuando ganó el premio al cartel de las fi estas de la aceituna siendo un jovencito post-adolescente, confi rmó su valía al humanizar, en su tronco, a un olivo. Ahora Paco es todo un doctor en Bellas Artes, con múltiples

exposiciones, publicaciones e imparte su docencia en la Facultad de idem de Murcia.

Como siempre, nos sorprende con esta reproducción de una obra suya en pan de oro policromado, sobre tabla y fotografi ada en plena luminosidad solar, que da esa sensación de fulgor.

Es la luz que amanece, es el resplandor de quien, muerto al pecado, resurge como ave fénix de sus cenizas. Es la representa-ción de un ser vivo que renace cada año con la primavera, como en la celebración anual de la muerte de un Dios hecho hombre, que aparece resplandeciente de las tinieblas para dar vida, para dar esperanza… para hacerlo todo nuevo (Ap. 21, 5).

Para hacerlo todo nuevo

REDACCIÓN

La HERMANDAD DE LA SANTA VERA CRUZ de Martos (Jaén) os desea, a todos los lectores de la revista ¡Creo! Cofrades en la Fe, una muy feliz Pascua de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra Corporación cofrade quiere manifestar su agradeci-miento, a través de estas páginas, por los donativos recibidos para sufragar el coste de producción de la revista digital ¡Creo! Cofra-des en la Fe. También, expresa su público agradecimiento a las entidades y empresas colaboradoras, que con su patrocinio hacen posible que mes a mes podamos editar la revista.

Asimismo, ruega a nuestros amigos y lectores que, en la me-dida de sus posibilidades, realicen alguna pequeña aportación para continuar sufragando el coste de la publicación. Muchas gracias.

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 3

en abril ...

Comunión delos santos

ANDRÉS BORREGOTOLEDANO

Cuarta llave: humildad

PIERRE-MARIEDELFIEUX

La vida enCristo

FRANCISCO LEÓN GARCÍA

La alegríade la fraternidad

MANUEL SÁNCHEZ BARRANCO

4. ¡Creo!Cofrades en la fe

13. Dar razón de nuestra oración

19. MartosEucarístico

25. Rito mozárabe y Año de la Fe

5.EL CREDO DIEZ LLAVES

PARA ORAR

11.

EXPERIENCIA

DE FE

7.CATECISMO

IGLESIA

23.

La clave de las palabras, de las palabras trascendentes, de un logos dinámico y auténtico, se encuentra en lo profundamente original y primario, para lo cual se hace necesario liberarlas, vaciarlas de la semántica superpuesta a lo largo de la historia y de las interpretaciones que res-balan como el agua que le sobra a las riberas de los ríos.

Piensa, busca, descubre, querido lector de nuestra pequeña ventana llamada “Creo” sobre los misterios que se nos revelan y de los cuales somos nosotros los coprotagonistas. Y en defi nitiva, como fi nalidad última, en este tiempo pascual reconocemos la amplitud inabarcable de la vida en tono de alfa y omega.

Rompiendo moldes inservibles, la Pascua, que ha sido focalizada de manera desmesurada en torno a la vuelta a la vida del cadáver de Jesús, se refi ere claramente a un acontecimiento más amplio que tiene como autores a las tres Personas de la Santísima Trinidad y del que parti-cipa también el cosmos y la humanidad entera. Por ello, alejándonos de lo realizado, urge ya, como quien asume el “hágase” en toda su plenitud, determinar el contenido de este término como EXPERIENCIA PASCUAL.

Y es que el signifi cado válido de la Resurrección sólo será accesible tras un obligado pro-ceso de desmitologización realizable a través de una hermenéutica existencial, puesto que fi jar el objeto de la esperanza en el plano exclusivo de lo trascendente parece llevar a infravalorar la realidad material y terrestre de la que formamos parte, junto al compromiso con la transforma-ción del mundo que presentará un modelo de hombre incapaz de asumir su fi nitud, refugiándose en el poder de un Dios capaz de salvarlo de la muerte y la caducidad.

Todo el Nuevo Testamento está impregnado de esa experiencia pascual, que no puede ser reducida a un suceso marginal, como si no fuera más que un milagro, razón por la cual se colo-ca en el centro del relato, no por motivos casuales. A través de la narración neotestamentaria se descubre una doble dimensión del acontecimiento pascual, lo que afecta a la corporeidad o manifestación de Jesús como fenómeno o experiencia de nuestro mundo, así como a la trascen-dencia divina, en la que Jesús existe actualmente, todo lo cual apunta a la eternidad, al modelo de existencia de Dios, dimensiones éstas perfectamente compatibles.

Pero la dimensión histórica de la Pascua se expresa en los relatos evangélicos de dos modos: la tumba vacía, que es un signo sometido a interpretaciones diversas, y las apariciones o Cristofanías que son la presencialización del mismo Jesús glorifi cado que encuentra, por su propia iniciativa, a sus discípulos. Así a través de una ausencia (tumba vacía) se llega irremedia-blemente a una presencia (apariciones o Cristofanías).

La tumba vacía queda incorporada de esta forma al relato pascual por la fuerza de Ke-rigma, cuya consecuencia es la conclusión de que sin las apariciones la tumba no hubiera podido generar la enseñanza que nos ofrece el Nuevo Testamento. Todo ello pone de manifi esto incan-descentemente que la iniciativa personal del Resucitado es un elemento irreductible de la Pas-cua, sin que haya referencias equiparables que puedan servir de referencia o comparación en las que los hombres sean los auténticos destinatarios del “heme aquí” de Jesús. Son los hombres los llamados, los interpelados, los perdonados, los transformados y por ello protagonistas de una historia nueva que se inicia sobre presupuestos radicalmente distintos a los de la caducidad del tiempo pasado. Jesús pretendió hacerles, hacernos percibir que sigue vivo y con nosotros, apelan-do a nuestra libertad que puede hacer posible una relación nueva y una transformación profunda.

La fe en el Resucitado no es, sino el momento interior de encuentro, consecuencia de la experiencia, no del razonamiento, de la prueba o la argumentación. Él es el mismo Crucifi cado Glorifi cado, precisamente por las heridas de la cruz, de modo que la Pascua no nos lleva a otro mundo, pues por el contrario transforma, transfi gura este mundo en Jesús como garantía de salvación y esperanza, que hace de todos nosotros reconocernos en la alegría del encuentro y en el horizonte de la misión.

Es la Pascua el cumplimiento de la Nueva Alianza por el Dios Trinitario: es el Padre que engendró al Hijo resucitado por la fuerza del Espíritu, quien actualiza lo que fue su acción en el amanecer de la creación.

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 4

¡Creo! Cofrades en la fe

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 5

En el Credo, profesamos que nos adherimos, creemos y confi amos en la comunión de los santos. La expresión “comunión de los santos” tiene dos signifi cados estrechamente relacionados: “comu-nión de las cosas santas”, y ante todo la Eucaristía, “que signifi ca y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (Lumen Gentium, 3) y “comunión entre las personas santas” en Cristo que ha “muerto por to-dos”, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

Los santos, en un sentido general de la pa-labra, son entendidos por el pueblo como nuestros hermanos que han vivido el Evangelio en plenitud, los que han sido como héroes de la fe, excelentes cristianos, ejemplo para todos. Ellos, desde el Cie-lo, interceden por nosotros y nos estimulan con su entrega, con su testimonio y su creatividad. Son lo mejor de nuestra familia que es la Iglesia. Para San Pablo, santos son los elegidos, los marcados por el bautismo cuyos nombres están inscritos en el Libro de la Vida. En cierta medida, en el pensamiento paulino todos somos santos porque somos consagra-dos a Dios y propiedad suya.

La santidad no es un asunto de suerte, ni de voluntad, ni de privilegio, sino de gracia y de liber-tad. Uno no nace santo, ni le toca la lotería de ser un cristiano ejemplar, ni tampoco se levanta una mañana y lo decide y lo consigue en un plazo de tiempo razonable. Todos estamos llamados a la san-tidad, cada cual con un camino propio. Dios ofrece su llamamiento a todo creyente y cada cual usa su

libertad y sus recursos y los pone a disposición de Dios para el bien de la humanidad.

Cada iglesia local, cada diócesis, cada región y cada país también tienen sus grandes hijos e hi-jas distinguidos como baluartes de santidad. En este tiempo de convergencia y camino compartido para los cristianos, los católicos tenemos dónde y a quién mirar. Varios son los creyentes que han encarnado los valores del Evangelio y el sentir de la Iglesia y que se nos proponen como ejemplo y estímulo de fe, como patrones particularmente de jóvenes y ma-yores marteños: San Amador, tan querido y vene-rado entre sus paisanos tuccitanos, martirizado en Córdoba en el siglo IX por su amor a Cristo, primer Santo de la Diócesis de Jaén y patrón de su ciudad natal, en cuyo honor se levantó la Iglesia Parroquial de San Amador y Santa Ana. Santa Marta, amiga del Señor, copatrona y protectora de los marteños, em-blema del escudo de Martos con su hisopo levantado contra dragones y serpientes malintencionadas. San José de la Montaña, protector y guía de las Ma-dres de los Desamparados, asilo para afl igidos. San Bartolomé, uno de los doce apóstoles del Mesías y mártir por su causa, a cuya memoria se dedica la feria de agosto. Santa Lucía, joven cristiana de Si-racusa martirizada a principios del siglo IV, que, por la devoción que se le profesa, goza de ermita propia en el barrio de San Amador. San Francisco de Asís, “il poverello”, el pobre entregado a los pobres, fun-dador de la Orden Franciscana en el siglo XIII, cuya devoción junto con la de San Antonio de Padua, amigo de San Francisco y hermano de congregación, arraigaría en el alma de los marteños de la mano del

6. Comunión de los santos

ANDRÉS BORREGO TOLEDANO

El “Símbolo de los Apóstoles” como fórmula con la que la

Iglesia expresa su fe y la transmite con un lenguaje común.

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 6

carisma de sus frailes afi ncados en la Ciudad. San Juan de Dios, santo del siglo XVI que residiera en Granada, muy querido por su entrega incondicional a los enfermos y fundador de la Orden Hospitalaria que tuviera casa en Martos desde el siglo XVII. Casa que hoy se traduce en templo parroquial erigido en el “Nuevo Martos” donde tiene su sede canónica y actividad pastoral esta Cofradía. La caridad de San Juan de Dios sigue presente con su nombre e imbo-rrable recuerdo en el hogar que cobija las imágenes de los titulares de tan insigne Hermandad de Nues-tro Padre Jesús de Pasión y Nuestra Señora María de Nazareth. Un recuerdo especial merecen testimo-nios del pasado siglo: Manuel Aranda, seminarista del Monte Lope Álvarez y madre Victoria Valverde, nacida en Vicálvaro (Madrid) pero estimada y recor-dada por su labor como religiosa de la Divina Pasto-ra, de cuya comunidad marteña fuera superiora; y otro testimonio, que ha sido reconocido, es el de la Beata Francisca de la Encarnación, monja Trinitaria hija de Martos.

Quizá sea el momento de reconocernos unos en otros más allá de las devociones particulares trazando también un camino de comunión eclesial

entre todos los católicos. El cristianismo es raíz de nuestra civilización, y la comunión de bienes espiri-tuales es necesaria, más que nunca, en este tiempo donde a veces las fronteras culturales, económicas o políticas se alzan precisamente impidiendo u obs-taculizando la comunión (común-unión) de cuantos dones se nos han concedido para la consecución de la comunicación solidaria de bienes tanto materia-les como espirituales. Desde esta perspectiva toma especial relevancia la concepción mística de vasos comunicantes conectados entre todas las gracias compartidas por cuantos anhelamos colaborar en la construcción de un mundo mejor y más justo al es-tilo del Maestro, el Santo de los santos.

De este modo podemos concluir asintiendo con el Papa Pablo VI: “Creemos en la comunión de todos los fi eles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifi can tras la muerte y de los que gozan de la bienaven-turanza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comu-nión está a nuestra disposición el amor miseri-cordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones”.

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San José de la Montaña Beata Francisca de la EncarnaciónSanta Marta

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 7

Mi vocación franciscana se debe, en gran me-dida, a las provincias franciscanas de la OFM Bética y de Granada. Por eso les estoy agradecido.

A los seis años, por circunstancias laborales de mi padre, llegué a Fuente Obejuna (Córdoba) y tuve la suerte de ir a vivir a la calle Maestra, casi en frente del convento de los franciscanos. Al ir a la Eucaristía con mi padre descubrí que no había mo-naguillos, se lo comenté y él me dijo que fuera yo. Así que me animé, llamé a aquella puerta grande del convento y, desde aquel momento, Dios-Padre me regaló mi vocación franciscana. Se abrió la puer-ta y descubrí la alegría de la Fraternidad.

En aquel convento me encontré con una Fra-ternidad de tres hermanos de la Provincia Bética que vivían allí, pero además… descubrí a los santos franciscanos de la Provincia de Granada: los herma-nos mártires de Fuente Obejuna, Fray Félix Echeve-rría y sus compañeros. Estaban enterrados bajando una escalera, cerca de donde estaba la cuerda de tocar las campanas. A mí me daba miedo, pero eran hermanos santos y eso era muy especial, me llama-ba la atención Fray Simón Miguel Rodríguez, quizás por el nombre.

Estuve dieciocho meses en Fuente Obejuna. En ese tiempo descubrí plenamente el signifi cado de Fraternidad. Podría contar infi nidad de anécdotas, pero voy a centrarme en unas pocas relativas a los siguientes aspectos:

• Acogida.- Siempre fui bien acogido y, a pesar de mis seis años, jamás sentí que molestara, todo lo contario.

• Sencillez y simplicidad.- Unos de los frailes, el más mayor, me transmitía mucha ternura. Un día fue a Sevilla al médico y no me com-pró nada. Al día siguiente me trajo unos pas-

teles… ¡pero el papel que los envolvía ponía Fuente Obejuna!

• Austeridad.- El día de Reyes los frailes me regalaron un camión, lleno de animales que, tirando de una cuerda, movían la cabeza. Al mismo tiempo, en mi casa los Reyes me deja-ron un pedazo de coche de carreras con pe-dales, última moda. Sin embargo yo me ena-moré del camioncito (que por cierto, lo había visto por el convento y era de una lotería be-néfi ca que ponían los frailes).

• Fraternidad.- Nos regalaron, mejor dicho, le regalaron a los frailes una tele (yo tenía en casa). Aquella fue una de las mejores tardes de mi vida, montando el aparato y pensan-do que durante la cena veríamos la fi nal de la copa de Europa que jugaba aquel día el Madrid. Justo después de la bendición de la mesa el guardián dijo que se apagaba la tele y se comía en fraternidad. Reconozco que me sentó fatal, pero me enseñó un montón. Hoy en mi casa hay tele en dos salitas, pero no donde se come.

• Seriedad.- Nunca fueron ñoños conmigo, todo lo contrario. El guardián me regañó bastantes veces: por meterme en los charcos, por no ser obediente a mis padres…

• Alegría.- Siempre me transmitieron alegría y me regalaban continuamente sonrisas.

• Paz.- Nunca transmitieron violencia y cuando me hablaban de los mártires era de su santi-dad. Nunca hablaron mal de sus asesinos.

• Servicio y disponibilidad.- De ellos aprendí a estar siempre dispuesto, sin escaquearme de las responsabilidades.

Experiencia de fe

Mi vocación: la alegría de la fraternidad

MANUEL SÁNCHEZ BARRANCO o.f.s.

Al fi nal de mi estancia con los frailes me caí del campanario. Sentí que me mataba y recé. No me pasó nada. Por supuesto aquella fue una caída tam-bién por dentro: tenía que aprender a ser humilde. Me fui de Fuente Obejuna con dos grandes regalos: mi vida (quizás se la deba a esos santos francisca-nos) y mi vocación de franciscano.

Mi vida siguió normal en Peñarroya. Luego me fui a Sevilla, a estudiar Matemáticas. Tenía 18 o 19 años. Un día, paseando por la calle Carlos Cañal en-tré a una iglesia y vi un hábito, como los de Fuente Obejuna. Ahí dije: ¡Son los míos! Y así es como vol-ví a descubrir en San Buenaventura la Fraternidad. En esa época leí muchísimo, quería descubrir todo acerca de la Orden Franciscana, por supuesto lo pri-mero en leer fue la vida de San Antonio (me acuerdo que las mujeres de Fuente Obejuna le rezaban, lo toqueteaban… y al otro, San Francisco, ni caso). De todos los libros que leí ninguno fue mejor que el libro de mi vida, aquellos frailes de Fuente Obejuna me habían enseñado todo lo referente al carisma franciscano desde la experiencia.

A los 22 años, llegó la crisis. Fue una crisis pequeña, sencilla… El Señor no me tiró del caba-llo como a San Pablo, sino más bien del borriquillo. Como todo el mundo me planteé: “¿Dónde voy?”. Y a esa pregunta le añadí otra: ¿Por qué no ser fraile franciscano?

Recuerdo tres momentos claves en este pro-ceso vital:

• En la Biblioteca del Colegio Mayor Universita-rio Guadaira, del Opus Dei (un orgullo el ha-ber sido colegial de allí) en una enciclopedia

encontré ‘Orden Tercera Franciscana’, con la descripción: “hombres y mujeres que vivían la espiritualidad de San Francisco sin ser reli-giosos”. Para mí, en ese momento, aquello se me planteó como una posibilidad.

• Todas las noches le pedía a Virgen María que me dijera qué quería el Señor de mí. Y nun-ca me contestaba, pero una noche tuve un sueño especial. En San Buenaventura estaban en misa, todo lleno de frailes con sus hábitos y un fraile dijo: “subid al Altar” y subieron todos. En ese instante, el fraile me dijo sube Manolo, tú también eres de la Familia. Me desperté contentísimo, pero había una cosa que no entendía todos vestidos de frailes y yo no. Algo no estaba claro en mi sueño.

• En verano me iba con las religiosas de la Pre-sentación de María de Peñarroya de campa-mento y nos fuimos a Chipiona. Estando allí fui a por formas para la Eucaristía y volví a encontrarme con la FRATERNIDAD, en el con-vento franciscano de esta localidad gaditana. Y otra vez mis preguntas y dudas. El sacer-dote que estaba en el campamento me dijo que era la hora de plantearme todo, que me fuera delante de Nuestra Señora de Regla y no me levantara de allí hasta que decidiera mi vocación. Allí estuve bastante rato y lloré, pero descubrí que Dios me llamaba para ser Franciscano Seglar.

Cuando ya estaba todo claro, fui preguntando por la Orden Franciscana Seglar. Empezaron a surgir difi cultades:

• En San Buenaventura me dijeron eso está un poco caducado y “tú ya eres franciscano vi-viendo así”.

• En Madrid fui a hablar con los franciscanos-capuchinos y después de contar mi vida me dijo un fraile: “Aprueba las oposiciones, vete a la mili, cásate y luego ven por aquí”.

• Lo hice todo y por ese orden. Entonces escribí una carta a un convento próximo de Arjona y nunca me contestaron.

• Por fi n en Córdoba un franciscano-capuchino me llevó a su convento y me presentó a la OFS, allí ingresé y profesé. Soy franciscano seglar por pesado.

Ya siendo franciscano conocí a la hermanas clarisas, sin ellas no estaría completa mi vocación. Estoy muy unido a ellas, son claves para mí

Y os digo que es tiempo de EMPAPAR la socie-dad de franciscanismo. No es posible ser franciscano sin tener esa pequeña locura franciscana. Hay que abrir todos los grifos, mangueras, aspersores… de-jar que la tierra se empape de franciscanismo. Es tiempo de vivir a tope nuestra vocación franciscana y dejarnos de superfi cialidades.

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 8

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 9

En nuestros días muchas personas han dejado de creer en Dios o viven como si no existiese, porque no han tenido la dicha de conocerlo, porque no están ver-daderamente seguros de lo que creen y porque tienen miedo de poner su vida ante la luz de la Palabra para dejarse juzgar por ella. Como decía muy bien el Papa Benedicto XVI, muchos tienen miedo a creer en Dios y a seguirle, porque piensan equivo-cadamente que puede quitarles algo de lo que ellos consideran importante en sus vidas.

En algún momento todos podemos dudar de las verdades de la fe, especialmente si pretende-mos demostrarlas con los mismos métodos que uti-liza nuestra razón para llegar al conocimiento de las cosas materiales. En el camino de la fe, nos en-contramos con momentos de gran claridad y de luz intensa, pero también podemos pasar por situacio-nes de oscuridad, en las que Dios parece haberse ausentado de nuestra vida.

¿Cómo resolver las dudas de fe? ¿Cómo res-ponder a Dios en los momentos de oscuridad? Si nos fi jamos en la vida de los santos, podemos descubrir que ellos resuelven sus dudas de fe reafi rmando su confi anza en aquel, en quien creen. La verdadera

La oscuridad de la feMons. ATILANO RODRÍGUEZ MARTÍNEZ

Obispo de Sigüenza-Guadalajara

Carta pastoral de Mons. Atiliano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara

confi anza en Dios, como funda-mento de la existencia, tiene el poder de disipar las dudas. Aun-que aquello que es objeto de fe pueda resultar incomprensible en algún momento, prevalece siempre la confi anza en Dios, en su amor y salvación.

En el camino de la fe, a los cristianos nos ocurre algo si-milar a lo que le sucede al niño en la relación con sus padres. Al igual que el niño se deja lle-

var por el cariño y la mano segura de sus padres, aunque en ocasiones no entienda sus decisiones, el cristiano debe dejarse conducir por Cristo y por sus enseñanzas. Él mismo nos recuerda en el Evangelio que, si no nos hacemos como niños, es decir desde la confi anza y la humildad, no podremos entrar en el Reino de los cielos.

Si esto es así, para afrontar las dudas de fe, tendríamos que revisar nuestra concepción de Dios. ¿En vez de acoger a Dios como el absoluto, como el origen y meta de la existencia, no estaremos con-siderándolo como un objeto más, al que podemos acudir, si lo necesitamos, y relegar a un segundo plano, si nos conviene? Cuando pretendemos poner la santidad y la omnipotencia de Dios al servicio de nuestros intereses personales y mundanos, estamos jugando con Él y nos engañamos a nosotros mismos. Este Dios, inventado por nosotros, no es el Dios que se ha revelado en Jesucristo.

Los cristianos, si aceptamos como verdade-ro lo que Dios nos revela, es porque previamente hemos creído en Él y lo hemos acogido en nuestro corazón como el único Salvador. La fe en Dios lle-va consigo aceptar su divinidad, su soberanía y, por lo tanto, vivir con el deseo de que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo. El verdade-ro creyente, como hizo Jesús a lo largo de su vida, siempre debe acercarse a Dios, anteponiendo la vo-luntad del Padre celestial a la propia. Que el Señor aumente nuestra fe para que nos convirtamos de verdad a Él y nos dejemos guiar por sus enseñanzas.

Con mi cordial saludo, feliz día del Señor.

Que los católicos, y quienes apre-

cian la labor de la Iglesia en la so-

ciedad, contribuyan al sostenimien-

to de la Iglesia para que pueda

seguir haciendo mucho por tantos

que todavía necesitan tanto.

La Iglesia en misión:

Que las iglesias locales de los

territorios de misión sean signos

e instrumentos de esperanza

y de resurrección.

Que los cofrades se sientan

llamados a evangelizar

con ardor misionero y

con testimonio sincero

en su espacio vital.

Abba, Padre

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 10

La liturgia, fuente de vida:

Que la celebración pública y

orante de la fe

sea fuente de vida

para los creyentes.

ABRIL

Oremos por las intenciones del

Santo Padre y la Conferencia Epis-

copal propuestas al Apostolado

de la Oración, a las que le hemos

sumado una de la Hermandad.

A GENERAL

A MISIONERA

A CEE

A COFRADE

Coloquio de un alma pobre

SECCIÓN DEDICADA A LA ORACIÓN, COORDINADA POR HNO. ABDÓN RODRÍGUEZ HERVÁS, MONJE JIENNENSE DEL MONASTERIO CISTERCIENSE DE SANTA MARÍA DE LAS ESCALONIAS. HORNACHUELOS (CÓRDOBA).

Señor, cuando me siento ciego y sin luzPara comprender lo que debo hacer yoO sugerírselo a los demás,Vienen a mis labios las palabrasDel ciego del Evangelio:“Señor, que vea”.

Dame, sobre todo, sensibilidadY prontitud para escuchar,Para que pueda oírteCuando llamas a mi puerta:“Mira que estoy a la puerta y llamo”.

A veces, Señor, me encuentroInteriormente tan pobre,Tan sucio, tan lleno de heridas.Extiéndeme tu mano,Como hiciste con el leproso del Evangelio:“Si quieres puedes limpiarme”.

Danos tu fuerzaPara cumplir nuestra misión,La misma fuerzaQue diste a los apóstoles, Cuando los llamaste para seguirte,La que diste a MateoCuando le dijiste: “Sígueme.Y él se levantó y le siguió”.

Siguiendo el consejoDe tu Madre en Caná:“Haced lo que Él os diga”,Estamos ciertos de que,Si acogemos tus palabras,Tu fuerza todopoderosaNo sólo cambiará el agua en vino,Sino que haráDe nuestros corazones de piedraCorazones de carne.Por eso te pedimos:“Ayuda mi falta de fe”.

Padre Arrupe, SJ

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 11

Ninguno de nosotros sabe orar, pero Jesús nos ha enseñado cómo hacerlo.

Después de tantas y tantas generaciones, sus discípulos intentan imitarle, y han ido desarrollando y precisando, un cierto número de leyes para actualizar y concretar

las enseñanzas del Evangelio.

Enseñanzas que, a lo largo de los siglos, numerosos maestros espirituales han confi rmado.

Estas enseñanzas nos abren las puertas del mundo interior de la contemplación.

Aquí tienes, hermano, hermana, diez llaves para la oración.

El espíritu de la niñez nos abre al espíritu de la humildad. Y la humildad nos hace entrar en la oración más verdadera.

La cuarta llave de la oración consiste, efectivamente, en orar humildemente, como un pobre. El mismo Jesús nos instruye en esto con gran elocuencia mediante la parábola del fariseo y el publicano:

“A todo el que se encumbra lo abajarán y al que se abaja lo encumbrarán” (Lc 18, 14).

¡Qué claro está!

El problema de la oración queda reducido aquí a una cosa muy sencilla: hay que rechazar toda pretensión, toda autosufi ciencia, toda autosatisfacción.

La oración del justo orgulloso no llega hasta Dios; ella misma es la causa de que no siga adelante.

Por el contrario, la oración del pobre se hace escuchar por Dios, pues llama con toda la fuerza de su humildad:

“El Señor escucha la súplica del pobre y le hace justicia inmediatamente” (Eclo 21, 5).

La oración humilde es la oración verdadera; la que no se hincha, sino que se achica. La oración de un corazón que se dice pecador, porque de verdad lo es, pero que no tiene miedo de reconocerlo, porque sabe muy bien que Dios está siempre dispuesto a perdonarle.

Diez llaves para orarPIERRE-MARIE DELFIEUX

Abba, Padre + Abba, Padre + Abba, Padre

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 12

Es la oración de aquél o de aquélla que, en lugar de lamentarse o menospreciarse, se tiene en lo que debe tenerse:

“En virtud de lo que he recibido, aviso a cada uno de vosotros, sea quien sea, que no se tenga en más de lo que hay que tenerse, sino que se tenga en lo que debe tenerse, según la medida

de la fe que Dios haya repartido a cada uno” (Rom 12, 3).

Así podrá cantar como María, las maravillas que Dios ha hecho en ella o en él, fi jándose en su humilde servidor, o en su humilde esclava (cf. Lc 1, 48-49).

La oración humilde es la oración del pobre que se sabe frágil, inconstante, distraído e incluso lite-ralmente incapaz por sí mismo de orar (cf. Rom 8, 26). Pero esta verdad nos hace libres. Y esta libertad conmueve el corazón de Dios.

“Dichosos los que eligen ser pobres, porque ésos tienen a Dios por Rey” (Mt 5, 3).

Estos piensan, quieren y actúan según el Espíritu de Dios. Y esta pobreza elegida les abre a las riquezas del Reino de Dios.

“El primer grado de la oración, consiste en rechazar las sugestiones, con un pensamiento o una palabra sencilla y fi rme... El segundo grado es mantener nuestro pensamiento únicamente en lo

que decimos y pensamos... El tercer grado, es el recogimiento del alma en el Señor”(San Juan Clímaco).

Nada más humilde y más pobre. Pero el alma rendida así a Dios, abandonada a él, está totalmente habitada por Dios, iluminada, colmada. Puede avanzar en la humildad.

Esta es la cuarta llave de la oración verdadera.

1. INTRODUCCIÓN

He cometido una gran imprudencia: ¡he acep-tado dar razón de mi oración a quien me lo pidiere! Bien digo imprudencia, pues no pregunté para acla-rar lo pedido, ni medí mis fuerzas, ni tuve en consi-deración las consecuencias. Sólo me basé en esto: lo haríamos juntos, con el Señor a mi lado.

Me doy cuenta que “dar razón” es explicar-me, y no como un maestro sino como un testigo. En cierta medida he aceptado revelarme, pero con la esperanza de revelarlo a Él.

Me resultó y resulta interesante el cambio de “oración” en vez de “esperanza”, tal como dice el texto bíblico. En efecto, en el contexto de una doble invitación: a vivir bien y la paciencia, Pedro aconseja: dar respuesta a todo el que os pida ra-zón de vuestra esperanza; y agrega: pero hacedlo con dulzura y respeto... (I Ped.3:15-16). No me pa-san desapercibidas algunas traducciones que dicen: esté siempre dispuestos a defenderse si alguien les pide explicaciones de su esperanza, pero háganlo con modestia y respeto...

Pues bien, quiero dar razón de mi oración, sin defenderme y con dulzura, modestia y respeto. Y si hablo algunas veces en plural, o en forma im-personal, en lugar de usar la primera persona del singular, es por simple motivo de pudor espiritual. Estoy detrás de lo que digo.

Soy monje desde hace cincuenta años, me siento bien inculturado en lo monástico, lo que no impide una rica apertura a la interculturalidad re-ligiosa y congregacional. Soy, básicamente, un bus-cador del rostro del Señor, siguiendo sus huellas, y algo y a Alguien he encontrado.

Esta búsqueda, y también los encuentros, se sitúa en un ámbito muy concreto y tangible: una vida consagrada a Dios-Trinidad, vivida bajo un Abad y una Regla, la de San Benito; una vida comunitaria en comunión fraterna estable y simple; una vida as-cética, es decir: humildad, obediencia, discreción en el uso de la palabra, vigilias, ayunos, trabajo, pobreza y castidad; una vida de autoconocimiento, aceptación de mí mismo, conversión y sentido del humor.

Dar razón de nuestra oracióna quién nos la pidiere (Cf. I Ped.3:15)

BERNARDO OLIVERAMonje de Azul (Argentina)

2. PRESUPUESTOS

En cuanto personas humanas somos “uno en relación”, somos, por lo mismo, seres dialogales. Nuestra capacidad inherente de comunicación re-clama comunión existencial. Nuestra exigencia de comunión sólo se sacia en la unión con el ser Abso-luto: Dios.

Nadie ignora que nuestro vivir es relacionar-se, y relacionarse bien es amar. En este entramado de relaciones, en el cual existimos y nos relaciona-mos, oramos.

La oración es una actividad teologal antes de ser psicológica. Es una comunicación que comienza en la Trinidad, Ella toma la iniciativa. La oración es una gracia, un don: Cristo-Dios hablándonos nos ca-pacita como interlocutores, dándose nos posibilita darnos.

La fe es un abandonarse en la verdad de la Palabra de Dios, sabiendo y aceptando humildemen-te que sus designios son insondables y sus caminos inescrutables. Podemos decir que ella es como un auricular para escuchar al Señor y, de modo comple-mentario, un micrófono para responderle. No hace falta decir que cuando la fe es débil, es poco lo que se escucha, y nuestra voz es apenas amplifi cada. Aunque Él tiene buen oído y siempre escucha. La experiencia creyente de un orante oscila entre la luz y las tinieblas, la certeza y el abismo. La purifi -cación de la fe consiste en un despojo de represen-taciones y en un mero aferrarse. Nada más glorioso y nada más crucifi cante que creer. En defi nitiva: ¡ay de nosotros si no creyéramos!

Cuando oramos en estado de gracia, como amigos de Cristo-Dios, nos relacionamos con Él me-diante la fe viva; es decir: una fe vivifi cada por el amor o, en otras palabras, una fe enamorada.

La gracia o favor del Señor se traduce en amor al cercano abierto al lejano. Concretamente, y al menos: servicio en sus necesidades, misericordia en sus miserias, gozo en sus felicidades, apoyo en sus pruebas, orientación en sus despistes. En otros términos, benevolencia y benefi cencia: queriendo afectivamente el bien de los demás y haciéndoles efectivamente el bien. Sin esto, todo lo demás es palabrería.

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 13

Cuando oramos en estado de pecado o des-gracia, como quien ha negado a Cristo-Dios, oramos con fe pero sin amor; es decir: una fe muerta pues no está vivifi cada por el amor.

Sea como sea, el Espíritu viene en nuestra ayuda, resulta que no sabemos orar como conviene. Y lo hace con gemidos inenarrables, por eso tantas veces nos despista, supera nuestra razón, nos deja incapaces de dar razón de nuestra oración.

3. FORMAS

Nuestra comunión con Cristo-Dios se funda-menta en nuestra comunicación con Él. La celebra-ción Eucarística, prolongada en la Liturgia de las Horas, en la lectio divina y la oración silenciosa son las formas habituales en las que se encarna nuestro diálogo orante con el Señor. Es así como vivimos ha-bitualmente el amor contemplativo hacia Él, fuente del amor a nuestros prójimos, sabiendo que éste úl-timo verifi ca la autenticidad del primero.

Lo “célebre” de la celebración litúrgica es el Cristo pascual entre y en nosotros. Acción y signo, fi esta de salvación y comunión. Buena noticia que rompe los moldes cuando inspira la gracia genuina y original del Espíritu. Lugar de oración y contempla-ción que alcanza su cumbre en el éxtasis de la Eu-caristía, cuando somos llevados todos juntos hacia el Padre común.

Jesús enseñó a orar a sus discípulos, y su en-señanza sobre la oración fue totalmente coheren-te con su vida, palabra y misión. No enseñó ora-ciones, sino que enseñó a vivir orando y a orar la vida. Cuando Jesús nos enseñó a orar, ¡nos entregó su vida orante! Básicamente, Jesús nos dejó la Ora-ción Eucarística como memorial de su vida pascual, y nos enseñó a orar diciendo “Padre nuestro” a fi n de apresurar la venida del Reino. Toda la vida de Jesús fue un constante desvelo y pasión por la im-plantación de este Reinado del Padre. Oramos según vivimos y vivimos según oramos.

La literatura sobre la Eucaristía, el Opus Dei y la lectio divina abunda en nuestros días. Lo más evidente –y por lo mismo resulta fatal perderlo de vista– es esto: el Misterio Eucarístico es la fuente y manantial del que surge nuestra vida cristiana y co-munitaria. La Eucaristía forma y reforma al creyen-te y a la Iglesia, su ausencia culpable, los deforma.

Me permito una palabra sobre el sacramento de la Eucaristía y otra, muy breve, sobre lo que he llamado “oración silenciosa”.

Sabemos que con el correr de los años y de los siglos se enfatizaron diferentes dimensiones del Misterio Eucarístico. La teología tradicional subrayó lo esencial, la Eucaristía como: celebración sagra-da, sacrifi cio sacramental, banquete sacrifi cial y la presencia real de Jesucristo. Nuestro propio siglo volvió a descubrir otros aspectos conocidos pero ol-

vidados: el “memorial” de la pascua, la edifi cación de la Iglesia y de la comunión eclesial, el sacerdocio eucarístico de todo bautizado, como así también la “epíclesis” o invocación del Espíritu. Más reciente-mente han afl orado otras dimensiones: la participa-ción en el Resucitado, la presencia orante de María Asunta, la dimensión esponsal, la divinización del cosmos, la parusía anticipada y el compromiso so-cial. Y podemos ciertamente creer que otros aspec-tos ocultos hoy serán revelados aún.

Ahora bien, si la oración es dialogar y comul-gar con Cristo-Dios, se entiende que la Eucaristía favorezca la oración. Más aún, podemos decir que la Eucaristía fue instituida para hacer de la comunidad eclesial un cuerpo orante. La celebración eucarís-tica llega a su cumbre en las palabras del Señor: “Tomad y comed, tomad y bebed”. Tomar es acoger, pero no sólo acoger, sino también ser acogido. La oración eucarística es comunión en la mutua entre-ga y la mutua acogida. De este modo se cumple la palabra de Jesús: “Vosotros en mí y Yo en vosotros”. El Cristo Eucarístico es el Cristo glorioso y en plena comunión con el Padre en el Espíritu Santo. Comerlo es comulgar en la comunión trinitaria. Cuando cual-quiera de nosotros se acerca a la Eucaristía con fe enamorada, Jesús le dice al Padre: “que también ellos sean uno en Nosotros”.

Afi rmo sin vacilación, con la fe de la Iglesia, que la comunión eucarística es la puerta real para entrar en el Misterio y ser místicamente transfor-mados. Ella es, además, el lugar privilegiado de la experiencia mística. Siendo Jesucristo un fuego de-vorador, es normal que ardan nuestros corazones en la obscuridad de la fe cuando el Pan partido ha sido compartido y comido.

Alguna corriente de psicología nos ofrece una explicación humana a lo que puede suceder y suce-de a quienes creen y aman, comen y beben al Señor Pan y Vino. Se entra fácilmente en un nuevo estado de percepción o consciencia de transición entre la realidad cotidiana (sensorial, motora racional, exis-tencial) y la realidad transpersonal. En este ámbito de transición se experimenta una conjunción entre el sujeto (yo) y el objeto (Jesús-Pan), entre fuera y dentro; pero, al mismo tiempo, se puede percibir la frontera entre el propio cuerpo y el entorno.

En los pasos del proceso evolutivo de la cons-ciencia, algunos psicólogos consideran la expe-riencia recién descrita como el nivel de la mística natural, séptimo grado en una escala evolutiva de nueve escalones. No hace falta decir que esta mís-tica natural, se convierte en sobrenatural, gracias a la comunión sacramental con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Podemos imaginar lo que sucede cuando del séptimo grado se pasa al octavo. Y, obviamen-te, no podemos ni imaginar lo que acontecerá en el banquete de bodas del Reino de los Cielos.

La oración silenciosa es una oración en pri-vado y con más recogimiento. Hay muchas maneras

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de identifi carla o de nombrarla, digamos que es un presentarse y mostrarse para hablar familiarmente y adherirse amorosamente al Señor. Diría también que es una tensa y distendida atención al Señor.

Esta oración ha de ser frecuente y breve, la brevedad ayuda a la intensidad, la frecuencia facili-ta la adhesión. El silencio de la noche o de la madru-gada son los momentos más propicios. No se precisa demasiado tiempo para un requiebro de amor, un poco más, sí, para holgar en Él. Y es evidente que hay circunstancias y momentos que son más o me-nos propicios.

Cuando esta oración tiene lugar luego de la celebración de la Eucaristía, se convierte en una acción de gracias por el inmenso Don recibido. Agra-decimiento que se traduce en melodioso silencio, obscura visión, toque impalpable, sabor de saber sin saber, motivación al amor y obrar consecuente. Algunas veces, cuando Él quiere, la unión es espon-sal: amor recíproco en comunión fecunda. Sed, heu, rara hora et parva mora!

4. MÉTODOS

Toda la vida monástica, y lo mismo vale para cualquier otra forma de vida consagrada, es en sí misma un “método” de oración, es un camino a tra-vés del cual nos unimos con el Señor. Esto explica porqué San Benito, respecto a la oración silenciosa y personal del monje, sólo ofrezca este consejo: ¡en-tre en el oratorio y ore!

Respecto a los métodos de oración, de cual-quier tipo que sean, es importante tener en cuenta lo que la sabiduría religiosa africana enseña:

• Los métodos preparan, pero no substituyen; orientan hacia la comunión, pero no la crean: no es la mano la que da, es el corazón el que dona.

• El Espíritu Santo es libre para soplar cuando, como y donde quiere. Por eso: si el ritmo del tamboril cambia, también ha de cambiar nuestro paso de danza.

• Los métodos son relativos, hay quien los pre-cisa más, hay quien los precisa menos, no obstante: cargado a la espalda de su madre el niño no siente la fatiga del camino.

• No vacilemos en consultar personas con letras y experiencia: el anciano sentado ve más le-jos que el joven de pie.

Quizás, para resultar más equilibrados, po-demos resumir todo lo referente a los métodos en estos dos principios claves para la unión con Cristo-Dios: ante todo, saber que todos los métodos y to-dos nuestros esfuerzos no pueden nada; luego, obrar como si no conociéramos el principio precedente.

Me contaron una vez un cuento ilustrativo y que viene al caso. Abreviado, suena así. Un docto “maestro de oración”, (sí, tal como suena, valga la estupidez), egresado de un Instituto de Espiritua-lidad, fue a encontrarse con un par de monjecitos que vivían pobremente en una provincia del interior del país, cerca de un río, y de cuya ortodoxia se sospechaba. El letrado, que tenía muchas letras y libros, emprendió el viaje, río abajo, y llegó con un arsenal de gruesos volúmenes. Se encontró que no había problemas de heterodoxia, pero sí una gran ignorancia sobre el arte de la oración. Todo lo que sabían y hacían los dos indoctos era esto: repasa-ban los nudos de una larga cuerda diciendo: “Señor, piedad, que venga tu Espíritu, queremos amarte”, “Señor, piedad, que venga tu Espíritu, queremos amarte”... hasta que habían recorrido el centenar de nudos del cordel. Y así, muchas veces al día, y desde hacía ya años. Nuestro doctor sacó de su ar-senal literario cantidad de recetas, métodos y arti-fi cios... Habló, habló y habló. Nuestros dos monjes provincianos confesaban su ignorancia y agradecidos atendían con lo mejor que tenían al ilustre visitan-te. Finalmente, vista la poca capacidad intelectual de los mismos, el Egresado del Instituto, dio por concluida la instrucción, y un tanto decepcionado, abordó la lancha y regresó a su ciudad. Pero, he aquí, que estando aún navegando, sentado en cu-bierta, y aprovechando el ocio para ultimar su obra magna, “El arte de la oración umbilical”, sintió la voz de los dos monjitos que lo llamaban. Levantó los ojos y he aquí que vio a nuestros dos iletrados orantes, parados sobre el agua, con la mano exten-

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dida, entregándole un libro que inadvertidamente había olvidado.

5. DESAFÍOS

No nos engañemos, quienes desean avanzar en el camino de la oración han de determinarse a hacerlo con una muy determinada determinación. El camino de la oración ha de atravesar varias puertas estrechas, que por angostas, angustian. Cuando las difi cultades las encaramos de frente se convierten en desafíos y ocasiones de amor.

El confl icto de fondo consiste sencillamente en esto: dos fuerzas opuestas que en nuestro inte-rior luchan entre sí. El hombre viejo que pretende subyugar al hombre nuevo, el pecado que se opone a la gracia. El orgullo y el egoísmo que combaten contra la humildad y el amor. Los vicios que desin-tegran la afectividad. La concupiscencia que desvía el deseo de Dios. Y, por otro lado, la caridad o amor de ofrenda gratuita que ayudada por la fuerza del Espíritu, combate y vence.

Recuerdo, a propósito de lo que acabo de decir, lo que le sucedió a Luis José, un joven que se había decidido muy determinadamente, a orar a Cristo-Dios. A las pocas semanas, estando oran-do en el claroscuro de la capilla, muy recogido y con sus ojos cerrados, vio delante de sí, justo a la altura de su cara, una gran araña. Se asustó, pero perseveró. Y, a medida que iban pasando los días, la araña volvía a aparecérsele, cada vez un poco

más grande. Finalmente, al borde del colapso de su decisión, decidió consultar a un anciano. El consejo de éste fue sencillo: ¡persevera!; pero, además, le dio un puñal diciéndole: “cuando vuelva a aparecer la araña le hundes el puñal entre los dos ojos”. La araña volvió a aparecer. Cuando el joven principian-te blandió el puñal y lo levantó para dar el golpe mortal... he aquí que alguien que se había acercado quedamente, el anciano, le sujetó fuertemente la mano: ¡estaba por clavarse el puñal en el pecho! ¿Hace falta decir que la araña se llamaba Luis José y que era la mera proyección del orgullo-egoísmo de nuestro joven que interfería su diálogo con Dios?

Hay otro desafío que no lo puedo omitir, tengo harta experiencia al respecto: sueño, distracciones, alternancia entre consolación y desolación, seque-dad, desierto... Viene al caso una palabra sobre la alternancia y la sequedad-desierto. Se trata, típi-camente, de un desafío que podemos llamar “con-templativo”. Si la “vida contemplativa canónica” lo ignora, se vacía de contenido y se convierte en un mero muro que urge clausurar.

Nuestro caminar orante hacia el Señor se nos hace consciente en forma de consolaciones y deso-laciones, presencias y ausencias, esperanza y temor. Estas experiencias son necesarias para la madura-ción personal y espiritual. La tradición monástica nos enseña, en síntesis, que la consolación es muy buena y la desolación muy instructiva; con la prime-ra evitamos la desesperación y se motiva la perse-verancia; con la segunda, evitamos la arrogancia y domesticamos el orgullo. Desde otro punto de vista, la alternancia purifi ca el deseo de toda codicia y posesividad.

De hecho, sin esta alternancia de consolacio-nes y desolaciones no hay crecimiento posible en la escuela de la virtud y tampoco hay purifi cación del ojo interior y del deseo de Cristo-Dios. Aún más, sin este continuo alternar entre una y otra experien-cia no se llega a ese amor gratuito que no busca su propio interés ni los dones del Espíritu, sino a Él mismo. En defi nitiva, todo es ganancia para quien busca verdaderamente al Señor.

Además, la experiencia continua de alternan-cia entre consolaciones y desolaciones es en sí mis-ma un criterio de la autenticidad de nuestra vida orante en el Espíritu. En efecto, el Señor es impre-visible y nosotros somos mudables y necesitados de purifi cación y de apoyo. La ausencia hace crecer el deseo y dilata el corazón. Y el Señor es más grande que nuestro corazón

Las “sequedades” que padecen todos los oran-tes suelen experimentarse como una difi cultad en el libre uso de las facultades (memoria, inteligencia, afectividad) durante el tiempo explícito de oración. ¿Qué hacer al respecto? Ante todo, descartar las po-sibles causa físicas, psíquicas (fatiga, falta de sue-ño, preocupaciones, circunstancias inapropiadas...) y espirituales (tibieza en el amor, vanidades mun-

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danas, auto complacencia, enemistad con Dios...). Luego, recordar: siempre es posible orar de alguna forma; mejor aún: siempre es posible orar como se es. ¡Muchos problemas en el camino de la oración desaparecerían si oráramos no porque amamos la oración sino porque amamos a Cristo-Dios!

Hay otra variedad de sequedad que llamo “desierto”. Se trata de una profunda y prolongada impotencia en el uso de las facultades. Cuando esta experiencia viene acompañada de: ausencia de gus-to sensible en las cosas de Dios y del mundo; re-cuerdo solícito y penoso de Él, con sentimiento de retroceso y deseos efectivos de progreso; y algún tipo de paz profunda y oculta en Dios; entonces po-demos reconocer su causa: una mayor infusión de fe, esperanza y caridad, infusión que purifi ca a la fe y despoja al amor para hacernos más capaces de Cristo-Dios.

¿Qué hacer en esta dolorosa y gloriosa situa-ción? Perseverar con humildad y sometimiento al Señor; abandonarse con paz y amor en sus manos; cooperar, cuando es posible, con sencillos actos de fe y amor.

En fi n, ¡cuántas ocasiones para hacer de la necesidad, virtud; y para acortar distancias en me-dio de la noche! Cuántas oportunidades para decirle al Señor, con la cabeza inclinada y tomando la mano de la Virgen Madre: ¡hágase en mí según tu Palabra, engrandece mi alma al Señor!

6. FRUTOS

He escuchado decir, sobre la vida de oración: ¿vale la pena, tanto esfuerzo, por tan poco fruto? La primera respuesta a este interrogante suena así: ¡tanto más pena conlleva la simple vida y, tantas veces, sin fruto alguno!

Veamos ahora los frutos, ya hemos visto las penas, transformadas en oportunidades. Uno de los primeros frutos de una vida orante es que se com-prende el misterio de la oración a Cristo-Dios de una nueva forma. Por eso se pueden decir, sin vacilación alguna, cosas como estas:

• Nuestra falta de tiempo para la oración sue-len ser falta de amor: siempre hay tiempo para lo que se ama.

• No poder orar y querer orar es orar: amar es querer y no tanto sentir amor.

• Ora como puedas, y si no puedes, ríete de ti mismo y verás que puedes.

• En vano habla con Dios quien no escucha al hermano.

• Las apariencias engañan: la presencia sentida es sólo superfi cial presencia, mientras que la ausencia sufrida es honda presencia.

• En la vida de oración, perseverancia y éxito se identifi can.

Pero hay mucho más que lo recién dicho. Sien-do la oración una peculiar tipo de relación dialogal, hace salir de nosotros mismos, a fi n de centrarnos en el Otro. De este modo, nos hace pasar de lo pro-pio a lo común, de lo fi nito a lo ilimitado. Siendo más concreto, la oración libera nuestra libertad de la tiranía del propio yo, y nos regala la libertad del Espíritu. Todo esto, en sí mismo, no es poca cosa, por el contrario, es mucha. Se trata, avanzando ya el proceso, de una original deifi cación, pneumatiza-ción y cristifi cación.

En este contexto, se comprende el “orar sin cesar” de una nueva manera. El orante se vuelve consciente de ser imagen de Dios en Cristo: ya no es él quien vive, sino que Cristo vive en él. La unión y la mutua presencia son permanentes. De aquí mana un servicio continuo, en y con Cristo, para gloria del Padre y salvación de todos.

Hay también frutos que no son permanentes, sino puntuales, tales como las consolaciones. Ellas nos sacan de nuestra soledad para estar a solas con Él. Pero no quiero hablar de esto sino de otra reali-dad fructuosa que de intermitente se va convirtien-do en estable. Pero lo voy a describir en clave “psi” más que teológica, aunque sin olvidar ésta última.

Se trata del regalo de una “consciencia in-tegradora”, la cual acepta las diferencias, ve las relaciones y se goza con las conveniencias, tanto a escala grupal cuanto universal. Si esto lo aplicamos a la comunidad concreta en la que uno convive, sur-ge decir: estamos justamente quienes el Señor ha llamado y hemos respondido a dicho llamado, gran diversidad de personas, que se complementan y producen un “todo” armónico abierto a nuevas in-clusiones... Todo tiene sentido y valor: los diferen-tes temperamentos, capacidades y carismas. A todo lo cual podemos hasta sumar las “taras personales”, las cuales también encuentran un equilibrio mara-villoso en la comunión con la “normalidad” de los otros. ¿No será así como Cristo-Dios nos ve?

En fi n, ya he hablado por demás. Concluyo con el diálogo que tuvo lugar entre un curioso turis-ta y un devoto anciano judío que pasó muchos años rezando ante el Muro de los Lamentos en la ciudad de Jerusalén. Pregunta del curioso: ¿cuánto años hace que viene a rezar aquí? Respuesta del devoto: cincuenta años. Nueva pregunta: ¿y qué ha sentido y visto, siente y ve luego de tantos años? Respuesta del lacónico anciano: es como si estuviera hablando a una pared. Y el curioso turista se retiró sonrien-do y un tanto confuso, pero sin percibir que el par-co, devoto y creyente anciano había elevado la voz cuando dijo: COMO SI... Y en eso estaba el secreto de su perseverancia, había buscado y había encon-trado. Yo puedo decir algo semejante, pero no ante un muro, sino ante un pedazo de pan y una copa de vino puestos sobre un altar.

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COFRADÍA SANTA MARÍA DE LA VILLA

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Horarios de exposición del San! simo Sacramento en templos marteños

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ADORACIÓN NOCTURNA · ANECapilla Sacramental de la Iglesia Parroquial de San Juan de DiosInicio 20:45 h.

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Queridos hermanas y hermanos:

1. Al dirigirme, un año más, al nu-meroso grupo de fi eles que, en toda la geografía diocesana, celebráis pronto vuestras fi estas titulares, siguiendo arrai-gadas costumbres locales y familiares, debo, antes de nada, animaros y compar-tir vuestra alegría y la de vuestras fami-lias. Dios les sonríe en sus devociones a través de la Santísima Virgen y los Santos de vuestra devoción. Os bendice y escu-cha vuestras súplicas. Pedid también por mí, como lo hago por vosotros.

2. El Papa Pablo VI en Evange-lii nuntiandi, nos dice que en la piedad popular se manifi esta “una sed de Dios que sólo pueden conocer los sencillos y los pobres”. Por otra parte, subraya, esta religiosidad “hace capaz de generosidad y sacrifi cio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comparte un hondo sentido de los atributos de Dios: la paternidad, la providencia, la presen-cia amorosa y constante. Engendra acti-tudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devo-ción” (Evangelii nuntiandi, 48).

3. Acerquémonos también en su vigésimo aniversario al Catecismo de la Iglesia Católica, podemos leer que: “Ade-más de la liturgia sacramental y de los sacramentales, la Catequesis debe tener en cuenta las formas de piedad de los fi e-les y de religiosidad popular. El sentido religioso del pueblo cristiano ha encon-trado, en todo tiempo, su expresión en formas narradas de piedad en torno a la vida sacramental de la Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las visitas a los santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas reli-giosas, el rosario, las medallas, etc.” (n, 1674).

Esta doctrina procede de los Con-cilios de Nicea y de Trento, con la ad-

vertencia siempre de que estas ricas ex-presiones de religiosidad nunca deberían sustituir a la vida litúrgica, sino ser, más bien prolongación de la misma, como se indica asimismo en el Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Con-cilium, nº 13.

4. Os invito y exhorto para que des-de la preparación conveniente de estas fi estas religiosas afl ore y se acreciente la fe de cada bautizado y la de todo el pue-blo de Dios.

En este Año de la Fe nos indica el Papa emérito Benedicto XVI: “Por la fe, hombres y mujeres de toda edad… han confesado a lo largo de los siglos la be-lleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los ca-rismas y ministerios que se le confi aban. También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en nuestra historia” (Porta fi dei, nº 13).

Finalmente, en la Homilía del San-to Padre Francisco, el reciente regalo del Señor a nuestra Iglesia, el día de la in-auguración de su Pontifi cado, nos decía a todos los católicos del mundo:

“Hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custo-diar la creación, cada hombre y mujer, con mirada de ternura y de amor, abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes, llevar el calor de la esperanza… para nosotros los cristianos la esperanza que llevamos tome el horizonte de Dios, que nos ha abierto en Cristo y está fun-dado sobre la roca que es Dios” (Homilía, Día de S. José).

Fe y esperanza, que se traduce en amor a nuestros hermanos. Bajo coorde-nadas tan seguras celebremos la alegría de nuestra fe, compartiendo con los de-más.

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En el Año de la Fe

MENSAJE PASCUAL

Mons. RAMÓN DEL HOYO LÓPEZ, Obispo de Jaén

Con mi saludo y bendición.

Nº 1 · ������! 2012

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INTRODUCCIÓN

Me han solicitado la tarea, a la que gustosa-mente correspondo, de escribir unos artículos con motivo de la celebración de este Año de la Fe, en el que conmemoramos el 50 aniversario del Conci-lio Vaticano II, y los 20 años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, -al que a partir de ahora nos referiremos con la siglas CEC-.

Siguiendo el índice del CEC, vemos que está dividido en cuatro partes: 1. La profesión de fe, de cuyos artículos ya se ha escrito. 2. La celebración del misterio cristiano. 3. La vida en Cristo. 4. La oración del cristiano.

Por nuestra parte, nos vamos a detener en la parte tercera, primera sección, que versa sobre la vocación del hombre: la vida en el Espíritu, como así lo hemos titulado y que, a lo largo de tres capí-tulos, se va desarrollando. Podemos seguirlos con la lectura atenta del CEC, los números 1691 al 2082, así como las numerosas citas que contienen de la Palabra de Dios, de los Santos Padres, del Conc. Vat. II y del Magisterio de la Iglesia.

No pretendemos exponer grandes ideas, sino proponer con sencillez y haciendo una lectura con-tinuada del CEC, las ideas que hacen grande al hom-bre que ha sido amado por Dios, redimido por Cristo y vivifi cado con la gracia del Espíritu Santo. Decía San León Magno: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora perteneces a la naturaleza divi-na, no degeneres volviendo a la bajeza de la vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasla-dado a la luz del Reino de Dios” (Leer CEC. N 1691).

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

a) El hombre, imagen de Dios

Podemos leer el Salmo 8 donde se reconoce la grandeza del hombre, ser creado; el salmista se pregunta: “¿Qué es el hombre para que te acuer-des de él, el ser humano para darle tanto poder?”.

La grandeza humana le viene de Aquél que le ha creado, como dice la Biblia, “a su imagen y seme-janza” (Gén. 1,26). Este es el origen de la grandeza y la dignidad del hombre, de todo ser humano, un ser original y diferente en medio de todas las cosas creadas.

El hombre, creado a “imagen de Dios”, con capacidad de conocer y amar a Dios, su Creador, de quien ha recibido el poder y el señorío de la crea-ción entera para gobernarla, transformarla y usarla glorifi cando a Dios. Esta imagen divina está presen-te en el hombre aunque él no lo reconozca ni sea consciente de ello y lo convierte en alguien único, insustituible, necesario y con valor en sí mismo. El hombre es la única criatura amada por Dios por sí mismo.

La vida en Cristo

FRANCISCO LÉON GARCÍA, Pbro.Párroco de Santa Marta de Martos (Jaén)

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 23

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 24

b) Nuestra vocación a la Bienaventuranza

Todos los seres humanos poseemos en nuestro interior un deseo legítimo de felicidad puesto por Dios, para que nosotros seamos capaces de buscar a Dios y encontrar en Él la respuesta y la satisfac-ción en medio de las adversidades, contradicciones y errores de nuestra vida.

Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesu-cristo en los evangelios (véase Mt. 5, 3-12), expre-san esa vocación del hombre, a la que todos somos llamados por Dios a ser felices, poniendo nuestro corazón, escuchando y siguiendo el camino propues-to por Jesucristo, su Hijo, que el “camino, verdad y vida”. Las Bienaventuranzas son las promesas de Dios a su pueblo y para todos aquellos que quieran vivir el gozo y la alegría de poder descansar un día en Él, porque Dios nos ha hecho para Él, como nos lo recuerda San Agustín.

Este camino nos exige tomar opciones mora-les decisivas en la vida purifi cando nuestro corazón de nuestros bajos y malos instintos y encaminarlo hacia Él, única fuente de todo bien, de todo amor y de toda felicidad.

c) La libertad del hombre

El Conc. Vat. II dice: “La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hom-bre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontánea-mente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección” (G.S. n. 17).

La libertad no es, pues, el hacer cualquier cosa que al hombre le venga en gana, sino que esta libertad crece en la medida en que se acerca a su plenitud, al bien y, por el contrario, se ve amenaza-da por el pecado y el hombre caído se va haciendo esclavo, destruyendo sus relaciones fundamentales con Dios, con el prójimo y con la misma naturaleza a la que manipula y destruye. Por eso, la dignidad humana requiere que el hombre actúe movido e in-ducido por la convicción interna y no bajo presión de un impulso ciego o coacción externo.

“En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia.

La elección de la desobediencia y el mal es un abuso de la libertad que conduce a ‘la esclavitud del peca-do’ (Rom. 6,17)” (Léase CEC. n. 1733).

d) La moralidad de los actos humanos

En la medida que el hombre actúa libremente es dueño de sus actos y éstos pueden ser califi cados moralmente como bueno o malos. La moralidad de estos actos depende de tres elementos: 1. El objeto, es el acto considerado en sí mismo. 2. La intención, que es el fi n que se desea conseguir con determina-do acto. 3. Las circunstancias que rodean la misma acción. Estas tres fuentes o elementos constituyen la moralidad de los actos humanos.

El objeto es el acto considerado en sí mis-mo, es el qué de la cuestión. La intención o fi n a conseguir con ese acto es el objetivo buscado en la acción como movimiento de la voluntad. Ambos han de coincidir en la bondad, pues, como decimos con frecuencia, el fi n no justifi ca los medios, aunque esto, por lo que estamos viendo, también se haya relativizado; una intención buena, no justifi ca nun-ca una acción mala. De la misma manera, una in-tención mala pervierte la acción que objetivamente podía ser considerada buena.

La tercera, las circunstancias pueden agravar o disminuir la bondad o malicia de los actos huma-nos.

e) La moralidad de las pasiones

Las pasiones designan emociones o impulsos de la sensibilidad, que inclinan nuestra voluntad ha-cia lo bueno o lo malo. Son componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu. La principal es el amor que despierta la atracción del bien con la esperanza de obtenerlo.

Desde el punto de vista moral, las pasiones no son buenas o malas, su moralidad depende de la razón y de la voluntad. Son buenas cuando contribu-yen a una acción buena y malas en el caso contrario. Por esto, los sentimientos o emociones pueden ser asumidos en las virtudes o pervertidos en los vicios.

Cuando se vive en Cristo, los sentimientos hu-manos pueden alcanzar su consumación en la cari-dad y la bienaventuranza divina.

¡Creo! Cofrades en la Fe X Hermandad de la Santa Vera Cruz X Número 7 X Abril 2013 X Página 25

El Año de la Fe, recién estrenado, se presenta, en palabras del Papa Benedicto XVI, como «una peregrina-ción en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo sola-mente lo que es esencial (...) el Evangelio y la Fe de la Iglesia» (Homilía en la Misa del inicio del Año de la Fe, 11-10-2012). Conviene, por tanto, centrarse en lo esencial, retornar a las fuentes. En otras palabras, se trata de poner a Cristo mismo en el centro de toda la acción de la Iglesia: Él es la garantía de que el de-sierto contemporáneo se trasformará en un vergel.

La fe es un don del Espíritu que nos fortalece y nos hace crecer, pero nos hace crecer en comuni-dad, y no como miembros aislados, ya que sólo se crece en comunión; y sólo así estaremos prepara-dos para anunciar, con palabras y obras, el mensaje de Cristo. Pero el anuncio del mensaje de Cristo no puede reducirse a una simple enseñanza; el anuncio lleva a quien lo oye a dar una respuesta, negativa o positiva; esta última será una palabra de fe, que implica una aceptación de Jesucristo y un compro-miso, para que se cumpla la Alianza entre Dios y su pueblo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1102)

Cristo nos ha revelado el rostro de Dios, nos ha revelado el rostro de la nueva humanidad que, en el Cristo que padece, encuentra la verdadera belle-za que salva el mundo, porque Él es el cumplimiento y el intérprete defi nitivo de la Escritura, Él es «au-tor y perfeccionador de la fe» (Heb 12,2). El hom-bre, por tanto, no está sólo, está sostenido por la gracia divina, sabe que puede fi arse completamente de Dios y acoger su Verdad, porque Él es la Verdad misma (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 143).

Pero ese gran fruto del Concilio Vaticano II, que es el Catecismo de la Iglesia Católica, subraya con gran agudeza: «Des-de siglos, a través de mu-chas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confe-sar su única fe, recibida de un solo Señor, trans-mitida por un solo bau-tismo» (Ibidem, 172). Se nos está diciendo así que hay una unidad en la fe, pero a la vez que existe también diversidad en sus expresiones, ya que la riqueza del misterio

de Cristo es tan inmensa que ninguna tradición la puede agotar. De modo que «desde la primera co-munidad de Jerusalén hasta la Parusía, las Iglesias de Dios, fi eles a la fe apostólica, celebran en todo lugar el mismo Misterio Pascual. El Misterio celebra-do en la liturgia es uno, pero varían las formas en las cuales es celebrado» (Ibidem, 1200).

En esa rica diversidad se encuentra la antiquí-sima Liturgia Hispano-Mozárabe, un tesoro aún por descubrir en la Iglesia por muchos. En la mente y el corazón de los Padres hispanos nacía el deseo de difundir la “Buena Noticia”, con la certeza de que la lex orandi hispana concordaba con la lex credendi; y el criterio que aseguró todo esto fue la fi delidad a la Tradición Apostólica, es decir, la comunión en la fe y en los sacramentos recibidos de los Apóstoles, signifi cada y garantizada por la sucesión apostólica (cfr. Ibidem, 1209).

El año 1992 es un año a recordar en la historia de esta venerable liturgia: era la primera vez que un sucesor de san Pedro celebraba con los mismos textos con los que habían celebrado generaciones y generaciones de cristianos en tierras hispanas. Después de haber llevado a término las reformas

Del corazón a los labiosy de los labios a las obras

Mons. BRAULIO RODRÍGUEZ PLAZAArzobispo de Toledo, Primado de España y

Superior Responsable del Rito Hispano Mozárabe

Año de la fe X Parroquia de San Juan de Dios X Número 7 X Abril 2013 X Página 26

promovidas por la Sacrosanctum Concilium, bajo la dirección del Cardenal Marcelo González Martín, el mismo Papa Juan Pablo II quiso presidir la San-ta Misa en el Altar de la Confesión de la Basílica Vaticana. El Beato Juan Pablo II, en la homilía de la Misa, exhortaba a pasar de la celebración a la acción, siguiendo el camino trazado por cuantos, con su ejemplo, se convirtieron en fe viva: «los venerables ritos litúrgicos hispano-mozárabes (lex orandi) deben reforzar la fe cristiana de quienes los celebran (lex credendi), de tal manera que su vida (lex vivendi) siga emulando a aquellos que, en el pasado, dieron ejemplo de perseverancia en el ser-vicio al Señor y a su verdad» (Homilía en la Conce-lebración Eucarística en el Rito Hispano-Mozárabe, 28-05-1992).

Justo antes de la proclamación del Credo, que contiene la fe de la Iglesia, el Misal Hispano-Mo-zárabe presenta esta monición: «Profesemos con los labios la fe que llevamos en el corazón» (cfr. Rom 10,9-10), exhortación que sintetiza hermosamente las palabras de la citada homilía: el que cree debe celebrar su propia fe, debe llevarla a sus quehaceres cotidianos, debe hacerla vida, en defi nitiva, pasarla del corazón a los labios y de los labios a las obras. En esta perspectiva, es el mismo Benedicto XVI el que en Porta Fidei, retomando la imagen paulina, dice: «... el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es sufi ciente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto a la gracia que permite tener ojos para mirar en pro-fundidad y comprender que lo que se ha anunciado es Palabra de Dios. Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromi-so público» (n. 9).

Este año de gracia considero que es muy im-portante dar a conocer los contenidos de la fe de la Iglesia; a ello, sin duda, nos puede ayudar el ahon-dar en la lex credendi que nos muestra nuestra pro-pia tradición, la hermosa tradición litúrgica del Rito Hispano-Mozárabe. Una fe que ha forjado una cultu-ra, nuestra cultura; y para una continua y verdadera renovación han de tenerse en cuenta la vuelta a las fuentes y el conocimiento de sí mismo: «Esta anti-gua Liturgia hispano-mozárabe representa, por tan-to, una realidad eclesial, y también cultural, que no puede ser relegada al olvido si se quieren compren-der en profundidad las raíces del espíritu cristiano del pueblo español» (Homilía, 28-05-1992).

Consideremos algunos ejemplos tomados de la Liturgia Hispano-Mozárabe. Si Benedicto XVI en la carta apostólica Porta Fidei nos presenta a María como ejemplo de «obediencia en su entrega» (n. 13), como aquella que es «dichosa por haber creí-do» (Lc 1, 45), nos está diciendo que Nuestra Seño-ra es el más vivo ejemplo de que la fe trasciende el tiempo. He aquí lo que dice la Liturgia Hispano-Mozárabe: «En lo profundo del corazón, la fe acoge con calor el anuncio del ángel, el oído recibe la pa-labra que no deja lugar a dudas y la seguridad de su fe queda confi rmada con la esperanza de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete» (Oratio Admonitionis de la «Solemnidad de Santa María»).

En este Año de la Fe tenemos, por tanto, mu-chos motivos por los cuales dar gracias a Dios, espe-cialmente por poder conocer mejor la belleza y la plenitud de nuestra fe católica; también muchos por los que pedir perdón, ya que en la historia nuestra muchas veces se entrecruza la santidad y el pecado. Y tenemos también la oportunidad de intensifi car el testimonio de la caridad (cfr. Porta Fidei, n. 13-14) ya que la fe sin obras es vana, no da fruto, es estéril (cfr. Sant 2, 14-18). El Santo Padre nos ha trazado todo un plan de conversión para que nuestro tes-timonio de fe sea creíble y sea capaz de abrir el corazón y la mente de muchos que quieren conocer a Dios y vivir una vida verdadera.

A nosotros no nos queda sino elevar, desde lo más profundo del corazón, nuestra oración por la Iglesia en este Año de la Fe. Lo hacemos con esta hermosa profesión de fe en nuestro Rito Hispano-Mozárabe, tomada además de la celebración tan característica de la Solemnidad de Santa María del día 18 de diciembre: «Proclamamos, Señor, lo que creemos, no nos lo callamos, suplicándote de todo corazón que así como has concedido a tu Madre ser madre y virgen, concedas a tu Iglesia ser incorrupta por la fe y fecunda por la castidad» (Oratio post Pridie de la «Solemnidad de Santa María»).

[Publicado en l’Osservatore Romano el 18-XII-2012; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López, sacerdote

incardinado en la Diócesis de Toledo, que ha presidido la celebración en rito hispano-mozárabe en Martos (Jaén),

en la iglesia parroquial de San Amador y Santa Ana]

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