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Crecimiento integral y Palabra de Dios Orlando E. Costas EN UN ARTICULO previo (ver MISIÓN No. 2) planteamos la importancia y complejidad del crecimiento de la iglesia, así como su posible deformación. Propusimos, además, un modelo de crecimiento integral basado en el hecho teológico de la iglesia como creación de Dios y comunidad de personas de fe. El mismo exige la correlación de tres cualidades que la iglesia deriva de su naturaleza divina con cuatro dimensiones que se desprenden de su vida y misión. Cuando la iglesia posee esas cualidades en cada dimensión de su desarrollo, entonces se da un crecimiento saludable. En esta oportunidad queremos explorar detenidamente el sentido bíblico y la fundamentación teológica de tal crecimiento eclesial. Si en el artículo anterior nos preguntábamos cómo crece la iglesia, en éste nos preguntaremos en qué sentido, y por qué, debemos anticipar su crecimiento integral. Para ello tendremos que acudir a la revelación en su fuente escrita, la Biblia, y razonar a partir de su mensaje, puesto que la fe cristiana se fundamenta en la Palabra de Dios, la que entendemos como el proceso por medio del cual Dios se da a conocer y transmite su voluntad a la humanidad. La Biblia es el registro fidedigno de ese proceso; no sólo nos dice cómo se comunica Dios con hombres, mujeres y niños, sino qué es lo que les dice. De ahí la necesidad de examinar más detenidamente como la Biblia entiende el crecimiento integral de la iglesia y explicar teológicamente, a partir de su mensaje, por qué se debe esperar el mismo como consecuencia de su vida en misión.

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interesante tema sobre el crecimiento integral de la iglesia.

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Crecimiento integral y Palabra de Dios

Orlando E. Costas

EN UN ARTICULO previo (ver MISIÓN No. 2) planteamos la importancia y complejidad del crecimiento de la iglesia, así como su posible deformación. Propusimos, además, un modelo de crecimiento integral basado en el hecho teológico de la iglesia como creación de Dios y comunidad de personas de fe. El mismo exige la correlación de tres cualidades que la iglesia deriva de su naturaleza divina con cuatro dimensiones que se desprenden de su vida y misión. Cuando la iglesia posee esas cualidades

en cada dimensión de su desarrollo, entonces se da un crecimiento saludable.

En esta oportunidad queremos explorar detenidamente el sentido bíblico y la fundamentación teológica de tal crecimiento eclesial. Si en el artículo anterior nos preguntábamos cómo crece la iglesia, en éste nos preguntaremos en qué sentido, y por qué, debemos anticipar su crecimiento integral. Para ello tendremos que acudir a la revelación en su fuente escrita, la Biblia, y razonar a partir de su mensaje, puesto que la fe cristiana se fundamenta en la Palabra de Dios, la que entendemos como el proceso por medio del cual Dios se da a conocer y transmite su voluntad a la humanidad. La Biblia es el registro fidedigno de ese proceso; no sólo nos dice cómo se comunica Dios con hombres, mujeres y niños, sino qué es lo que les dice. De ahí la necesidad de examinar más detenidamente como la Biblia entiende el crecimiento integral de la iglesia y explicar teológicamente, a partir de su mensaje, por qué se debe esperar el mismo como consecuencia de su vida en misión.

VISIÓN BIBLÍCA DEL CRECIMIENTO INTEGRAL DE LA IGLESIA

En un artículo de autoexamen crítico, el conocido misionólogo y fenomenólogo de la religión, Raimundo Panikkar, ha sugerido la categoría de crecimiento como básica para una correcta comprensión de todo fenómeno religioso. Dice Panikkar que "la religión está esencialmente inclinada hacia el futuro... En la vida de la religión, así como en la vida de una persona, en lo intelectual, así como en otras esferas, [si] no hay crecimiento hay deterioro: parar significa estancamiento y muerte" (1973: 135).

Esta visión de la religión concuerda con el carácter dinámico de la religión de Israel. Ya lo vemos en el pacto abrahámico que (por lo menos en el orden del canon) aparece como presupuesto del estatuto formal de la religión israelita. El llamado de Abraham, ¿qué es sino una respuesta de amor al juicio de las naciones, la promesa de una nueva humanidad a partir de la "simiente" de Abraham (Gn. 12.1-3; 10-11)? ¿Qué es la

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constitución de Israel como pueblo dedicado a la religión de Yahveh (pacto sinaítico), sino un signo de su reino universal y un llamado a la proclamación de ese reino entre las naciones (Ex. 19.3-6)? ¿Qué significa la liturgia del templo jerosolimitano, que confiesa a Yahvéh como Señor y anuncia su salvación, sino que su reino está por encima de los reinos de la tierra y que su salvación se extiende a todas las naciones? (Cf., p.ej., Sal. 97; Is. 40-55; Zac. 8.23). ¿Qué significa la afirmación de Dios como creador del cielo y de la tierra (Gn. 1-9), sino que Dios es el autor de la vida y reclama la obediencia de todos los pueblos, habiéndoseles revelado (Sal. 19.1 7) y habiéndolos incluido en su plan de salvación (Sal. 86.9)? ¿Cuál es el sentido de las historias de Naamán, Rut y Jonás, sino que el Dios de Israel es también el Dios de las naciones y quiere incorporarlas en la nueva humanidad? (Cf. Sundkler: 1 l-17; Blauw 15-54; Rowley: passim; Costas 1973:19-33).

Ciertamente esta visión veterotestamentaria de difusión y expansión misional llega a través de múltiples vías y tiene mayormente un carácter centrípeto. Tanto en los profetas como en los salmos se presenta a las naciones acudiendo al Monte de Sión porque allí, en el monte santo, se congregarán para rendir culto al Dios de Israel. La visión crece, sin embargo, hasta abordar en el centrifuguismo que se hace evidente en el Nuevo Testamento, donde el énfasis recae en el cruce de fronteras socioculturales. El Antiguo Testamento pone en claro que el Dios de Israel no es un Dios tribal sino el creador y sustentador del mundo; que Israel no es un fin sino un instrumento misional; que el reino de Dios, que es un hecho universal, no es reconocido por todos los pueblos; que la esperanza de salvación tiene un alcance universal. De ahí que se requiera el testimonio y el anuncio de Israel antes las naciones (Is. 42.6-7; 43.10-12; 49.6; 52.7-10; 61.1-2) y se prevea una expansión futura del conocimiento de Yahvéh sin fronteras ni limites (cf. entre otros, Is. 11.9; 40-55; 60-66; Dt. 7.14).

Esta visión es clarificada y concretada en el Nuevo Testamento. Este proclama la presencia del reino en la historia: "he aquí el reino de Dios está entre vosotros" (Lc. 17.21). La expectativa mesiánica de la manifestación salvífica del señorío de Dios sobre toda la creación se hace realidad en Jesús de Nazaret. Jesús no sólo anuncia la proximidad del reino (Mr. 1.15), sino que lo personifica (Jn. 1; Lc. 7.22-27). Jesús proclama la liberación de la creación de su estado de esclavitud y cautividad, la restauración de la humanidad y el cosmos a su vocación; una nueva creación. De ahí que asocie su misión con aquellos que dan la mayor evidencia de la tragedia del pecado; los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos. A todos estos Jesús proclama con palabras y signos el año de jubileo: la liberación de la historia (cf. Lc. 4.18-19).

EL CRECIMIENTO INTEGRAL EN LA IGLESIA PRIMITIVA

El reino que Jesús proclama y personifica es, pues, un nuevo orden de vida que irrumpe sobre el presente (Pannenberg: 53-54). De ello da testimonio la nueva comunidad formada alrededor de Jesús: una comunidad de amor, justicia y paz (cf. Costas 1975:122-129). La formación de tal comunidad supera las deficiencias de Israel por lo menos en tres aspectos: (1) Se fundamenta en una nueva alianza caracterizada por la iniciativa divina del perdón de los pecados e inaugurada en el sacrificio de Cristo en la cruz (cf. p.ej., Mt. 26.28; 2 Co. 3.6; Ro. 11.27; He. 8.10-12; 9.15s; 1 Jn. 5.20). (2) Consiste tanto de judíos como de gentiles; en otras palabras, se trata de una comunidad intensa y extensamente universal (cf., p.ej., Mt. 28.19ss.; Hch. 1.8; 10; Gá. 3.28; Ef.

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2.14ss.), mientras que la universalidad en Israel era implícita e intensa. (3) Es el resultado, signo e instrumento de un movimiento salvífico que parte de la cruz – del siervo crucificado – y se extiende, por el poder del Señor resucitado hecho presente por el Espíritu, en la proclamación del perdón de los pecados (Lc. 24.46-49) a todos los confines de la tierra, De ahí que la iglesia sea concebida como pueblo del camino, llamada a encontrarse con Jesús "fuera del campamento", llevando "su vituperio" y formando comunidad en el desierto (He. 13.13s.). Su meta última es Jesús (He. 12.1-2) y la manifestación plena y definitiva de su reino (Tito 2.13). Pero en su peregrinaje (He. 13.14) ha de experimentar un proceso de expansión y crecimiento que es, a la vez, resultado de su labor y señal de la presencia del reino que viene y que ella espera.

Ciertamente se trata de un don de Dios (1 Co. 3.7; Hch. 2.47). Pero es un don que ha de esperarse como primicias del futuro y evidencia del poder del Espíritu. Ello surge de las numerosas referencias a lo largo del Nuevo Testamento que directa o indirectamente, implícita o explícitamente transmiten la imagen de crecimiento (cf. Tippett: 12ss.).

Tomemos, por ejemplo, la vida y ministerio de Jesús en relación a los cuales abundan las metáforas de crecimiento. Según los Evangelios, Jesús llama a los discípulos a seguirlo para hacerlos instrumentos de la gracia salvadora (Mr. 1.17). Compara el reino de los cielos con una red que al lanzarse al mar recoge peces de todas clases (Mt. 13.47, 48). El mundo es una mies blanca para la siega (Jn. 4.35). Sus discípulos deben pedirle a Dios que envíe obreros a su mies (Mt. 9.38; Lc. 10.2), y Él los manda a que vayan a recoger la cosecha (Mt. 10.1-5). Jesús se ve a sí mismo como la vida, y a los que ha llamado, como pámpanos (Jn. 15.5, 8). Por consiguiente, ellos han de dar fruto. Este fruto se concibe como su servicio para el reino. Sirven al reino obedeciendo el mandato del Rey y reclutando gente "por las plazas y los caminos" para el gran banquete que se aproxima (Lc. 14.21-24), penetrando con la luz del mundo a los lugares más oscuros (Mt. 5.16; Jn. 8.12; 9.5).

Jesús considera el crecimiento de la nueva comunidad no sólo en sentido cuantitativo, sino como el almacenamiento de la cosecha, la interacción fructífera entre Él y la comunidad, y la incorporación de los que se arrepienten y creen a la vida del reino. El reino, dice Él, "es como una semilla de mostaza" (Mt. 13.31). Crece orgánicamente, de una semilla pequeñísima a un árbol enorme. Aunque debe enfrentar la resistencia (la semilla cae a veces a la vera del camino, en las piedras, o entre espinas), experimenta un crecimiento saludable cuando cae en buena tierra (Lc. 8.5-8, 11-15; Mt. 13.1-8, 18-23; Mr. 4.1-9, 13-20).

Además de las imágenes ligadas a la vida y ministerio de Jesús, el Nuevo Testamento presenta otras imágenes de crecimiento integral de la iglesia, sobre todo en las epístolas paulinas, Tomemos, por ejemplo, el concepto paulina de la iglesia como un edificio que va creciendo para formar un templo santo (1 Co. 3.9-11; Ef. 2.22), o de la iglesia como una familia, que crece por el "Espíritu de hijos" (Ro. 8.15; Ef. 1,5; cf. Ef. 4.14s.). Pedro usa imágenes semejantes. Los cristianos deben crecer hacia la salvación bebiendo la leche espiritual pura (1 P. 2.26). Además, deben edificarse, como piedras vivas, para formar una casa espiritual (1 P. 2.4ss.).

Quizás una de las imágenes más fuertes del crecimiento eclesial integral es la que se nos sugiere en el Nuevo Testamento con el concepto de administrador, y especialmente con la idea del colaborador. En 1 Corintios 3.9 y de nuevo en 2

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Corintios 6.1 Pablo se refiere a los cristianos como "colaboradores de Dios". En el primer caso, emplea el término para referirse a la iglesia como un campo y un edificio. En el segundo, lo emplea en relación con la obra reconciliadora de Dios. En el capítulo 5 Pablo habla del ministerio de la reconciliación que Dios le ha confiado a la iglesia. Este ministerio, añade, hace del creyente un embajador de Dios. Esta tarea esta implícita en la del "colaborador" de 6.1: "Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios".

El ser colaborador de Dios es un enorme privilegio, pero también una gran responsabilidad. Es una persona responsable a quien Dios ha hecho un pequeño socio, confiriéndole la supervisión de su obra, y de quien espera que rinda cuentas responsablemente (cf. 1 Co. 4.2). Esta es la idea que subyace en las parábolas de las minas (Lc. 19.11-28) y de los talentos (Mt.25.14-30); y en las figuras del viñador (Lc. 13.6-9), los pescadores de hombres (Mt.4.19 los segadores (Jn. 4.35) y los sirvientes del banquete (Mt. 22.8-10), A esta idea de un socio responsable se vinculan las imágenes paulinas del soldado (Ef. 6.11-18; 2 Ti. 2.3,4), el atleta (2 Ti. 2.5), y el labrador (2 Ti. 2.6); y el concepto de Pedro respecto al pastoreo (1 P. 5.2-4; cf. Jn. 21,15-17).

Tras la idea del colaborador se halla no sólo el concepto de la responsabilidad, sino también de los recursos. Dios no nos confía una tarea sin darnos los recursos necesarios para cumplirla. Tanto en la parábola de las minas como en la de los talentos se advierte la importancia de invertir fielmente los recursos que Dios pone a nuestra disposición para el avance del reino. Pablo habla de los dones que se dan a la iglesia "en orden a las funciones del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo" (Ef. 4.11, 12). Podemos dar por sentado que si Dios ve a sus colaboradores como labradores, constructores, soldados, pescadores, administradores, segadores y pastores, con toda seguridad proporcionará los recursos que hemos de necesitar en la expansión del reino bajo la guía de su Espíritu.

Además de las imágenes mencionadas, el Nuevo Testamento provee numerosos ejemplos de una misión que conduce al crecimiento integral de la comunidad de fe. Estos ejemplos ponen de manifiesto que la expansión de la comunidad debe esperarse como resultado del comunicar las buenas nuevas del reino.

El primer ejemplo es el propio ministerio de Jesús. Marcos conecta su primer sermón (en Galilea) con la vocación de Simón, Andrés, Santiago y Juan (Mr, 1.14-20). Jesús anda predicando el evangelio y a la vez formando una comunidad de discípulos (Mr. 3.13ss.). Los entrena (Mr. 13.13, 14; Mt. 5.1; Lc. 6.12ss.; Jn. 6.3), los manda a predicar con autoridad y a expulsar demonios (Mr. 3.14, 15), y finalmente los envía hasta los confines de la tierra a hacer discípulos "a todas las naciones" (Mt. 28.19).

Nótese que la formación de su comunidad, que sin duda tiene en cuenta la expansión numérica, se limita a unos cuantos. Al final de su ministerio, Jesús tenía sólo 120 seguidores (Hch. 1.15), pero había habido crecimiento. Crecían en conocimiento, como lo revelan los epílogos de los Evangelios de Lucas y Juan (cf. Lc. 24.13ss.; Jn. 20.30-21.25).[1] Crecían en su estructura interna, como lo enseña Hechos 1, y en su participación en el ministerio hacia el mundo, como parecen indicarlo los hechos milagrosos que fueron autorizados a realizar (Mr. 6,7-13) (p.ej. las curaciones, la alimentación de los cinco mil, etc.) y las palabras de Jesús (p. ej. las parábolas del Buen Samaritano y del Juicio de las Naciones).

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Un segundo ejemplo de la misión que conduce al crecimiento integral de la comunidad, y corolario de esto, es el caso de la acción del Espíritu Santo en la primitiva congregación de Jerusalén. Esta fue la comunidad que creció a partir del ministerio directo de nuestro Señor. De hecho, es aquí donde podemos apreciar la interrelación de las diferentes dimensiones del crecimiento. Si bien el crecimiento numérico fue algo lento en la primera comunidad, y a pesar de la impresión de que el crecimiento en conocimiento hubiera tomado ventaja sobre el número de personas que ingresaban a la compañía de los creyentes, se nos dice que en un solo día 3.000 personas abrazaron la fe, fueron bautizadas, e incorporadas a la iglesia (cf, Hch. 2.41). A partir de entonces el crecimiento numérico continuó día tras día: "Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos" (Hch, 2.47b). Pero la expansión iba acompañada del crecimiento en la enseñanza apostólica, la vida en común, el culto, y el servicio (Hch. 2.42-45).

Desde luego, es imposible comprender la formidable expansión de la primitiva iglesia de Jerusalén aparte de la presencia del Espíritu Santo. Jesús les había ordenado a los discípulos permanecer en Jerusalén hasta que viniera el Espíritu (Hch. 1.4, 8). Fue, pues, la acción del Espíritu por medio de los apóstoles que produjo ese fantástico crecimiento.

No obstante la experiencia de Pentecostés, y a pesar de que Jesús había dicho que en cuanto recibieran la promesa del Espíritu se volverían testigos suyos en Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines de la tierra (Hch. 1.8), la congregación de Jerusalén permaneció en la ciudad capital, aparentemente sin mayor interés en extender su testimonio a las regiones de más allá. El Espíritu tuvo que luchar con ella haciendo que la murmuración de los miembros de habla griega de la iglesia condujera a la elección de los siete que servirían como diáconos, y moviendo a uno de ellos, Esteban, a predicar el evangelio entre los judíos que se habían asentado en Jerusalén provenientes de otros lugares del mundo. Permitió entonces que la predicación de Esteban terminará en una tremenda persecución, y se sirvió de la huida de varios miembros de la iglesia desde Jerusalén para difundir el evangelio en Judea, Galilea y Samaria (Hch. 9.31). Después del llamado de Saulo en el camino a Damasco, el Espíritu actuó sobre Pedro por medio de Cornelio y luego se sirvió de Pedro para convencer a la renuente congregación de Jerusalén acerca del propósito universal de Dios. Hacia el final de Hechos 11 se informa de un núcleo de creyentes en Antioquia y probablemente en Fenicia y Chipre (Hch. 11.19). Especialmente en Antioquia prosperó sobremanera la Palabra, tanto que Bernabé y Pablo fueron enviados por el Espíritu, mediante la iglesia, para ministrar el evangelio al mundo gentil (Hch. 13.2).

La acción del Espíritu en la primitiva congregación de Jerusalén condujo a la misión, y la misión produjo crecimiento en la iglesia y de la iglesia. Conforme la iglesia fue creciendo comenzó a experimentar esa misma acción cada vez más expansiva de la iglesia de Jerusalén. La misión llevó así al crecimiento de la iglesia, y la expansión de la iglesia dio origen a un movimiento misionero mayor y más profundo.

Sobrepasados límites de este artículo el recordar cómo Pablo y sus colegas fueron de Antioquía a Chipre y al sur de Asia Menor, regresaron a Jerusalén, pasaron luego a Europa, de nuevo a Jerusalén y finalmente a Roma predicando el evangelio, discipulando a los que respondían, mediante la predicación, visitas periódicas, cartas pastorales, y el envío de emisarios como Timoteo y Tito. Baste con señalar que la

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misión paulina marca en la comunidad primitiva el clímax de la formidable expansión que Jesús había comenzado con sus discípulos. De ahí que el Espíritu, como la fuerza motriz de la misión de Cristo, se moviera y actuara soberanamente tanto en la congregación de Jerusalén como en los esfuerzos misioneros de Pablo. La presencia del Espíritu se manifestaba especialmente en la conversión de hombres y mujeres al Dios trino, su incorporación a la iglesia mediante el bautismo y su participación en su vida y misión. Asimismo, se mostraba en el crecimiento en la fe de la comunidad de fieles y en el servicio de amor a sus semejantes.

EL CARÁCTER MULTIDIMENSIONAL DEL CRECIMIENTO

La noción de crecimiento es, pues, básica a la experiencia y expectativa misional de los primeros cristianos, de Jesús y del Antiguo Testamento. Es igualmente fundamental el carácter multidimensional de dicho crecimiento. Lo numérico es apenas una de las diferentes dimensiones del proceso de expansión misional. Ciertamente es una dimensión esencial que no permite reducciones de ninguna clase. La misión de Dios tiene que ver con la salvación de los pueblos. El evangelio está orientado hacia los muchos. La fe cristiana tiene una proyección universal; no es una fe particularista ni provincialista. Busca extenderse a todos los confines de la tierra porque proclama un mensaje de buenas nuevas para toda la humanidad. Como bien ha dicho la Iglesia Evangélica Metodista de Bolivia; "todo ser humano que viene a este mundo... [Tiene] el derecho de conocer a Jesucristo y su evangelio liberador". La iglesia es deudora de todo "hombre o mujer, [de] todo niño que viene a la existencia" por cuanto el evangelio "no es una propiedad, es una mayordomía" (IEMB: 2).

Pero, precisamente, por cuanto el evangelio es una "mayordomía", no puede reducirse a un activismo evangelístico. El evangelio requiere reflexión, comunión, encarnación.

La iglesia es llamada no sólo a proclamar el misterio de Dios en Cristo (Ef. 4.7), sino a comprender su "anchura y... longitud, [su] altura y... profundidad..." (Ef. 3.18) hasta que llegue "a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, el estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef. 4.13). Es decir, necesita pensar la fe que le da origen y la sustenta, acompañando y profundizando cada vez más su actualización en la historia. De ahí que el contenido de esa fe (Padre, Hijo y Espíritu Santo, hombre y pecado, historia y salvación, reino e iglesia, palabra, tradición y futuro) necesite ser continuamente analizado, interpretado y traducido a las categorías que emanan de la realidad histórico-social de la iglesia, al calor de la Palabra revelada y la iluminación del Espíritu.

Que este "crecimiento reflexivo" o conceptual es parte intrínseca de la misión se hace evidente en la visión de la iglesia como comunidad peregrina y discipuladora, enviada a bautizar a las naciones en nombre del Dios trino y a enseñarles a observar los mandamientos de Cristo (Mt. 28.18-19). Se hace también claro en la práctica misional paulina (cf. "el misterio [de] Cristo... al cual...anunciamos, amonestando e instruyendo..." Col, 1.27, 28), y en la experiencia misional de la comunidad primitiva de Jerusalén (Hch. 2.42).[2] En otras palabras, si bien es cierto que lo numérico no admite reducción, es igualmente cierto que lo reflexivo no puede ser

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relegado a un plano secundario en la vida de la iglesia, desligado de la misión ni dejado en las manos de una minoría privilegiada (los teólogos). La iglesia toda es llamada a crecer en el conocimiento de la fe. Su reflexión es parte y parcela de su obediencia misional.[3]

Tampoco puede menospreciarse el carácter misional del desarrollo orgánico de la comunidad de fe. Si algo hace claro el libro de los Hechos y las epístolas del Nuevo Testamento es que el reino toma forma en el sistema de relaciones que produce el llamado a la fe y el arrepentimiento. La celebración litúrgica, la disciplina interna, la mayordomía, la formación de líderes –todos los aspectos de la vida interna de la iglesia– no son elementos extraños a la misión, sino parte esencial e indispensable de la misma. La evidencia y objetivo del crecimiento en la fe se halla en la participación de todo el cuerpo en la misión. Asimismo, el anuncio del reino conlleva una invitación a participar ya de la vida del reino en la experiencia comunicaría de la fe. Sin una comunidad vibrante que respalde el anuncio y reciba a los llama-dos, lo numérico se convierte en una mera producción consumerista.

De ahí también la importancia vital del servicio de amor. Sin vidas comprometidas hasta lo último con Cristo en el servicio al prójimo, la obediencia misional de la iglesia carece de autenticidad. Porque en la misión no se trata simplemente de ir a las naciones y discipularlas, ni meramente de establecer congregaciones que celebran el evangelio y reflexionan sobre su significado. Antes bien, se trata de "salir a Cristo fuera del campamento llevando su vituperio" en el servicio del mundo (He. 13.13-16). Ello exige un cuestionamiento y una evaluación continua de la presencia cristiana en el mundo. Sin un crecimiento en la eficacia de la participación de la iglesia en los problemas y las luchas personales y colectivas, estructurales e históricas de la sociedad, la labor evangelizadora, el desarrollo orgánico y la reflexión de la iglesia se convierten en reducciones de la misión. Porque, como bien ha dicho José Míguez Bonino: "La misión... no es un mero conjunto de actos sino la manifestación de una nueva realidad, la nueva vida que se ofrece y se comunica en Cristo..." (1975:85).

EL CRECIMIENTO COMO FUNDAMENTO TEOLÓGICO

La Biblia pone el crecimiento integral del pueblo de Dios en el centro mismo de la misión. Esto hay que afirmarlo claramente, a la luz de la crítica que hace más de treinta años hiciera el finado misionólogo holandés, J. C. Hoekendijk, a la idea del crecimiento como meta de la misión de la iglesia. De acuerdo con Hoekendijk, la misión no se realiza por la extensión de la iglesia, por su multiplicación, sino por la manifestación de la paz mesiánica, la shalom que se proclama en el corazón del evangelio (kerigma), se vive en la comunión (koinonía) y se demuestra en el servicio (diaconía) (1964:25). Esta crítica, que ha sido reiterada de una u otra forma por colegas latinoamericanos como Adolfo Ham (1977:284), René Padilla (1975: 159), Juan Luis Segundo (1975: 233ss.; 1973:53ss.) y Gustavo Gutiérrez (1972:193ss.), va dirigida a aquellos que han definido el crecimiento de la iglesia básicamente en términos numéricos, llegando prácticamente a hacer de la evangelización un proceso de iglesificación en línea con la ideología de la cristiandad, según la cual la iglesia establecida es el centro de la sociedad (cf. McGavran, 1969:32; 1972:59). La crítica es, por tanto, válida en tanto cuestiona una evidente mutilación del concepto bíblico de la misión, una deformación del crecimiento de la iglesia y una evangelización que perpetúa la ideología de cristiandad.

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Cabría preguntar, sin embargo, sobre el papel que ocupa la iglesia en la misión de Dios, ¿Es la iglesia, como argumenta Hoekendijk (1964: 42), un "acontecimiento" pasajero en la manifestación del reino de Dios? ¿Es su origen y crecimiento parte del objetivo mismo de la misión o un fruto inesperado, una de las muchas "sorpresas" del obrar de Dios en la historia? ¿Debemos esperar que la iglesia crezca, anticipar su crecimiento como una señal de la presencia y revelación futura del reino mesiánico y considerar su expansión como criterio para medir nuestra fidelidad misionera? ¿O debemos concebir el crecimiento de la iglesia como un don que debe ser recibido con alabanza y gratitud pero no esperado? En otras palabras, ¿es la referencia a lo último y definitivo del reino de Dios todo lo que hay que decir en torno a la meta de la misión de Dios, o podemos hablar de una (o más) meta(s) penúltima(s) y provisional(es) que podemos anticipar para el aquí y ahora, que verifica(n) nuestra fidelidad misional y da(n) testimonio de la realidad presente del reino venidero?

Nuestra respuesta a estos interrogantes es que el material bíblico .introducido hasta aquí demuestra que la iglesia no es ni un mero acontecimiento ni la meta última de la misión de Dios, pero si una comunidad visible, llamada a "crecer en todo" hasta llegar a "la plenitud de Cristo" (Ef. 3.15, 13). Consecuentemente, su crecimiento integral es una señal y una meta penúltima, o provisional, de la misión de Dios. Ello hace del crecimiento de la iglesia un fundamento teológico. Como tal, debe ser no sólo anticipado, sino aceptado como criterio evaluativo para la práctica misional de la iglesia. Hay varias razones teológicas que justifican esta aseveración.

Respuesta obediente al amor del Padre

En primer lugar, el crecimiento integral de la iglesia, como hemos dicho, no se da por cuenta propia. Es provocado por Dios mismo. La iglesia surge como resultado del amor inagotable e incesante del Padre, que busca, cual pastor desesperado, las ovejas perdidas de su redil para conducirlas al redil; que desciende hasta las regiones extremas para liberar a una creación cautiva; que crea un nuevo pueblo de los escombros de una raza humana corrompida (por el pecado) como primicias de una nueva creación. La invitación a formar parte de ese pueblo no se origina, por lo tanto, en el corazón humano, sino en el corazón de Dios. Ni tampoco se lleva a cabo por la astucia y persuasión humanas, sino por el poder de Dios: "Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trajere", dijo Jesús (Jn. 6:44). Luego, la iglesia no es sólo primicias de la nueva creación, sino instrumento del Padre en la difusión de su amor.

Fruto de ese amor redentor, la iglesia ha sido constituida en comunidad, o (en lenguaje del Nuevo Testamento) "familia de Dios". Sus miembros no son individuos y extraños, sino hermanos e hijos de un mismo Padre. De ahí que sean convocados a crecer en la gracia que les dio origen y en la práctica del amor fraterno. Ello es necesario, por una parte, porque la iglesia no es un producto acabado sino una familia en formación, en la que sus miembros van aprendiendo a relacionarse responsablemente. Es necesario, por otra parte, porque es en la acción fraterna donde se vive la nueva humanidad que el Padre está creando. La iglesia no es so1o primicias, sino paradigma de esa nueva raza.

La iglesia crece en tanto pueblo y comunidad como respuesta al amor de Dios. Ese crecimiento se profundiza en la comprensión de "la anchura, la longitud, la profundidad y la altura" del amor que el Padre ha revelado en su hijo Jesucristo (Ef. 3.18-19). En la

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reflexión sobre el misterio del amor divino, la iglesia va descubriendo el sentido profundo, la magnitud y la urgencia de su participación en la misión de Dios y de la vivencia de su amor. Lejos de desviarla de la práctica y difusión de ese amor, la reflexión teológica la incentiva, la inquieta y la desafía a una evangelización más fidedigna y a una experiencia comunitaria más madura.

El amor que se difunde en la evangelización, que se vive en la comunidad eclesial y que se profundiza en la reflexión teológica, se encarna en el servicio desinteresado al prójimo y en la lucha por la justicia. En el contexto de la fe cristiana, el amor sin la justicia carece de sentido. Este hecho es subrayado a lo largo de la revelación bíblica, desde los profetas hasta los apóstoles. El amor a la misericordia y el hacer justicia están inseparablemente vinculados con la humillación delante de Dios, dice Miqueas 6.8. No puede haber entrega a Dios sin amor, y no puede haber amor sin justicia. La justicia es la otra cara del amor, así como la diaconía (servicio) es el correlato de la koinonía (comunión) y la encarnación el fundamento de la proclamación kerygmática. Amor sin justicia es sentimiento abstracto; comunidad sin servicio no es nada más que un ghetto evasivo; y proclamación sin encarnación es como el "metal que resuena" (1 Co. 13.1). Luego el crecimiento diaconal de la iglesia es también respuesta obediente al amor del Padre.

Verificación histórica de la fe en el Hijo

En segundo lugar, el crecimiento integral de la iglesia es un fundamento teológico porque verifica históricamente la fe en el Hijo de Dios. La iglesia en crecimiento no sólo proclama la buena nueva de salvación, sino que es paradigma de esa salvación en tanto está formándose con hombres y mujeres que están siendo liberados, por la fe en Cristo, del poder de la muerte y el pecado y están dando testimonio de esa liberación en las situaciones concretas del diario vivir, La iglesia en crecimiento no sólo se extiende como el grano de mostaza por todos los contornos de la tierra, en todas las cultura y a través de todos los sectores de la sociedad, sino que da muestras, por su liderazgo, mayordomía, organización y culto, de ser una comunidad autóctona y santa, peregrina y encarnada. El crecimiento integral de la iglesia garantiza la continuidad histórica de la comunidad que Cristo fundó en tanto produce congregaciones que escuchan y viven su palabra, observan fielmente sus sacramentos y ponen en práctica su significado. Verifica, por lo demás, la fe en Cristo en la medida en que la iglesia es capacitada para reconocer e interpretar los signos históricos del reino, o sea, aquellos acontecimientos seculares que esclarecen y manifiestan características fundamentales del nuevo orden de vida introducido por Jesucristo. (Por ejemplo, iniciativas de paz entre las naciones, la defensa de los derechos humanos y la lucha en contra de la pobreza, el racismo, el colonialismo, el machismo y la contaminación atmosférica serían en nuestros días signos del reino, porque esclarecen el sentido de la paz, el amor y la justicia que caracterizan al nuevo ardían de vida que anuncia el evangelio.)

La fe cristiana se basa en el hecho de que Cristo se encarnó, murió y resucitó para la salvación del mundo, por su resurrección fue investido de toda autoridad en el cielo y en la tierra y por esa autoridad entregó a sus seguidores la tarea de hacer discípulos a todas las naciones y prometió acompañarles hasta el fin del mundo. Si esa fe implica que la iglesia no es un accidente histórico sino la continuidad de la comunidad que Jesucristo fundó y la realización del mandamiento que Él dejó, y si el reino que Él proclamó no se agota en la esperanza del más allá sino que es un orden de vida que irrumpe sobre el

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presente, luego el crecimiento de la iglesia, en el sentido que lo hemos definido, verifica históricamente la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios.

Celebración de la esperanza mediante el Espíritu

El crecimiento integral de la iglesia debe ser considerado parte funda-mental de la estructura teológica de la fe cristiana, en tercer lugar, porque por su crecimiento la iglesia celebra la esperanza. ¿Cuál esperanza? La esperanza de la reunión última y definitiva del pueblo de Dios, congregado de "toda nación, razas, pueblos y lengua" (Ap. 7.9; 15.2-5). El crecimiento numérico de la iglesia es una celebración del cumplimiento final de esta promesa; indica que la gran siega que la Biblia contempla para el fin de los tiempos ya ha comenzado. El crecimiento orgánico indica que ya ha comenzado la integración y coordinación perfecta de todas las partes del cuerpo. El crecimiento conceptual celebra el momento cuando la iglesia conocerá a plenitud como es conocida (1 Co. 13. 12). El crecimiento diaconal celebra la consumación del reino, el día cuando se realice a plenitud la promesa de una nueva tierra donde mora el amor, la justicia y la paz; da testimonio de que ese nuevo mundo ya ha comenzado y que se anticipa su revelación final. En fin, el crecimiento integral de la iglesia celebra la participación plena de toda la iglesia en el servicio del reino.

Esa esperanza se mantiene viva por obra del Espíritu Santo. E1 Espíritu, que hace a la iglesia "nacer a una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos" (1 P. 2.3) y la sella para el día de la redención (Ef., 1, 14), también intercede por ella "con gemidos indecibles", ayudándole a anticipar el día de la redención (Ro. 8.26, 22). La iglesia crece por su poder (Hch. 1.8).

¿En qué sentido, y por qué, se puede y debe, entonces, anticipar el crecimiento de la iglesia? A la luz de la Palabra, podemos decir que debemos anticipar el crecimiento de la iglesia como meta penúltima de la misión de Dios porque éste es un tema central en la visión bíblica de la misión, refleja la experiencia de la comunidad fundada por Jesús y continuada por el Espíritu Santo a través del ministerio de los apóstoles, y es parte fundamental de la estructura trinitaria de la teología cristiana (ya que responde al amor del Padre, verifica la fe en el Hijo y celebra la esperanza mediante el Espíritu). La salvedad que hemos hecho respecto a esta afirmación, sin embargo, es que no es cualquier tipo de crecimiento eclesial el que puede anticiparse como meta de la misión de Dios, sino aquel que muestra fidelidad a la obra de Dios, encarna la presencia redentora de Cristo en la historia y es motivado por la experiencia del Espíritu. Asimismo, tal crecimiento será integral en la medida en que sea multidimensional. Sólo cuando se reproduce el pueblo de Dios por la fe en Jesucristo, se fortalece la vida interna de su cuerpo, se profundiza la reflexión sobre la Palabra y se encarna la presencia del Espíritu en la acción diaconal de la comunidad de creyentes se puede hablar del crecimiento de la iglesia como un verdadero anticipo de la manifestación definitiva del reino de Dios y meta provisional de su emisión en el mundo.

NOTAS

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1. El Evangelio de Juan, especialmente, revela el crecimiento que los discípulos experimentan en lo que atañe a la comprensión de su fe. Nótese, por ejemplo, los dos paréntesis que aparecen en el libro para explicar que, aunque los discípulos no entendieron el significado de un acontecimiento o de una palabra en un momento inicial, lo entendieron después de la resurrección (cf. Jn. 2.22; 12.16). Nótese también la referencia al Espíritu Santo como maestro y testigo Gn. 14.26; 15.26; 16.7, 13).

2. La insistencia de McGavran en cuanto a dividir la gran comisión (o proceso de cristianización) en dos etapas, una relacionada con la acción evangelizadora (discipular) y la otra con la enseñanza (perfeccionar) carece de fundamento. Cf. Costas 1974: 142ss.; Yoder: 41-43.

3. Juan E. Stam ha subrayado este imperativo en su artículo "Teología: ¿irresponsabilidad de quién?" Dice muy acertadamente: "Como todo ser pensante filosofa de alguna manera, también todo cristiano teologiza de alguna manera – consciente o inconscientemente, coherente o incoherentemente, responsablemente o sin asumir la responsabilidad de su misión y su apostolado. Pero como cristiano, entiende de alguna manera su fe, y la pertinencia de esa fe para el mundo que le rodea. Es perfectamente obvio que esta tarea no puede relegarse a una élite de expertos. El laico, muchas veces más que el teólogo, está inserto en esa realidad histórica que le reclama en cada momento un compromiso donde una y otra vez se pondrá a prueba la autenticidad y la profundidad de su fe" (1977:2).

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Iglesia y Misión, no.4, 1982; nota 1 (edición impresa: vol.2; no.1)