cráneo de vaca

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La Isla de los Robles

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Cráneo de Vaca Gerardo Bleier

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La Isla de los Robles

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Capítulo I

Emilia

Ella se acercó sin prisa hasta el lugar desde el que había surgido mi voz y

luego de tocar pausadamente lo que fuese que veía a mi alrededor dijo que

sentía deseos de estar sola.

Durante esos pocos segundos fui, con placer, apenas una temperatura

humedecida por el rocío.

- “Los hombres tienen mala memoria”, me pareció que murmuró, cuando me

dio la espalda.

En primavera la bahía de las Tres Marías se llena de ballenas. Desde los

voluminosos peñascos rocosos que sobresalen frente a la costa retumba el

sonido de sus cantos extraños. En invierno en cambio, es un lugar que anda

todo el día como enojado, y los sonidos son otros y suben y se van.

Ella terminó de irse sin prisa, sinuosa y frágil como músculos de una bailarina

en la sala de masajes. Sin prisa y no es imposible que gruñendo.

Yo había llegado a la Isla de los Robles la noche anterior. Encendí el fuego.

Fumé. Observé a mis brazos armar la carpa. Volví a fumar. Afiné la guitarra.

Ella se había acercado descuidadamente hasta el esqueleto derrumbado de la

Isla de los Robles –el rancho que miraba al mar, no el balneario que algunos

vecinos desearon llevara ese nombre- se había acercado como quien pasa por

ahí, silbando. Silbando propiamente, como un antiguo pastor o un caminante

nocturno en un barrio arrabalero de cualquier ciudad con alma.

Y así como se había acercado, del mismo modo despreocupado y un poco

altanero con el que me había observado, así como se había escapadazo volvió,

ataviada con un largo vestido de gasa blanco y acompañada por un violín y un

perro. Y otra vez silbando.

“La angustia es el único estado de animo que no es bueno para construir

venganzas”, me explicó una vez una feroz tía mía. Estuve esperando el milagro

de su reaparición durante un día con su larga noche, así que decidí ignorarla.

Ella se sentó sirena sobre una piedra y empezó a tocar una muy reconocible

música gitana. En un momento, ante un giro leve de la nuca su perfil quedó

recortado adentro de la luna y el brazo del violín metido en la noche. Y colgada

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sobre el vestido blanco su rojiza cabellera gitana. ¡De padre y madre gitanos! Y

eso lo explicaba todo. Había decidido tomarme prestado alguna vez, desde que

en una noche de farra alocada en Budapest, ella, de largas trenzas y varios

años menor, nos hizo campana a su hermana y a mí, que nos abrazábamos y

mordíamos casi como animales, a modo de despedida, y sólo unos días

después de que su padre y un tío amenazaran con matarme si en lugar de

quedarme con ellos me la llevaba. En su falda, luego, yo deposité mi cabeza

llena de polvo mientras juntos veíamos correr a Loren. Con la trenza me limpió

la cara y con un canto como venido de otro mundo me adormeció,

protegiéndome del mareo y el miedo.

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Capítulo II

La Isla de los Robles

Cuando yo era pequeño mi padre me había traído a este lugar entonces casi

desértico. Pura piedra cayendo al mar. Y quedándose ahí. Fabricábamos naves

de papel a las que poblábamos con luciérnagas. Cuando lográbamos que la

contracorriente arrastrara los barcos unas cuantas decenas de metros mar

adentro, el espectáculo de las lucecitas de pronto escapando del naufragio nos

ponía a bailar, él más niño que yo, y el aire se llenaba de risas y de

luminosidades sueltas.

A pesar de mi insistencia nunca construyó los barcos si el mar no se

presentaba lo suficientemente tranquilo como para asegurar el éxito de la

operación.

“No es la persistencia de la lluvia la que dibuja el arco iris”, me dijo un día de

mar agitado, mientras abría la caja de zapatos para dejar volar a las

luciérnagas que con fingida paciencia yo había recogido durante horas.

Mediante qué extrañas adivinaciones llegó Emilia hasta la Isla de los Robles,

un día antes que yo según supe luego, no tiene importancia ya saberlo, pero

llegó sola y evadió con monosílabos mis preguntas sobre Szeged, el pueblo a

orillas del Tisza en el que su comunidad habitaba.

Casi no habló de Loren, ni de su familia –como si le doliera- y yo tuve la

sensación de que habían muerto, quizá asesinados.

“Ustedes los occidentales creen que la ley de gravedad fue inventada por Dios

para que los hombres puedan defecar placenteramente”, me dijo con los ojos

de otra persona cuando yo, quizá frívolamente, y deseándola en el fondo más

que a sus palabras, trataba de convencerla de que “el peor de los pasados

puede convertirse en olvido”. Y ella que no seas estúpido, que si la imaginaba

sin su violín o sin su cara.

- Definir tempranamente la mejor forma de morir, quizá así pueda enmendarse

al pasado. Dije sabiendo que el asunto era un poco más complejo.

- ¿No te paree soberbio pretender no dejar el desenlace en manos de Dios?

¿Dudas de Dios? Inquirió.

- Ya le otorgamos el don de decidir sobre nuestras vidas…

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- La mejor forma de morir no ha sido creada.

- Hablo de definir el sentido de la vida, la voluntad de asumir riesgos.

- ¿Si? Dijo, y entretuvo la boca con una ramita entre los dientes y se sacó la

pañoleta que llevaba alrededor del cuello.

Y como luego permaneció callada y sentada sobre el pasto, y como una luz

que no sé de dónde venía dejaba ver sus senos entre escondidos detrás de los

bucles dorados yo decidí asegurar el silencio besándola. Besándola un poco

salvajemente, para que olvidara las palabras. Y ella me retiró sin tocarme. Y

luego tomó mi cabeza con sus manos largas y con sus rodillas me empujó

haciéndome caer de espalda y cubrió con su cabello mi cara. Y me miró como

me había mirado años atrás. Y yo la dejé hacer, pero esta vez mirándola. Y a

mi boca vinieron a caer ahora sus lágrimas.

“No es cierto que resulte posible ahuyentar tempranamente a la muerte

meramente abrazando un sentido, pero difícilmente exista forma mejor de

buscar la felicidad para quienes somos hijos de asesinados”, alcancé a decir, o

creí decir, mientras Emilia, con una lentitud llena de vida, se secaba las

lágrimas y empezaba a desnudarme.

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Capítulo III

Budapest

Los gitanos escriben con música, preservan su historia en música. Fueron

elegidos por Dios para templar el espíritu de los hombres con su música. El

violín tocaba a Emilia desde los cuatro años. Loren en cambio prefería bailar.

Aunque en realidad no bailaba. Hacía música con el cuerpo. Combatía. Las

conocí una noche en una taberna del centro de Budapest en la que yo solía

emborracharme mientras trataba de aprehender a mi padre, la razón profunda

de su violenta ternura. Pero ese día el viaje no parecía posible. Yo estaba por

irme a buscar aire al Danubio cuando vi acercarse a Loren con Emilia tomada

de la falda. Depositó un pequeño vaso de vidrio con pálincka un aguardiente

húngaro al que no es recomendable mezclar con vodka, que es lo que venía de

tomar- silbó a los dos violinistas que en el fondo tocaban – y que después supe

era su padre y su tío- y mientras se acercaban comenzó a bailar. Yo me mandé

cinematográficamente la pálincka de un trago y me paré a aplaudir. Pero no

llegaron mis palmas a juntar sus diferentes sudores, el del miedo en la una, el

de la vergüenza en la otra – la taberna estaba repleta de gente- cuando con un

manotazo ya me había hecho caer en la silla. Sentó a Emilia sobre una mesa,

puso una risa inmensa en la comisura de sus labios y volvió a ponerse a bailar,

todo sin dejar de mirarme.

En muy buen español, un poco tímida, un tantito altiva, Emilia me dijo

entonces:

- “Sólo quédese quieto”.

Las piernas de Loren hacían temblar el piso de madera y su cuerpo formaba

figuras caprichosas en el humo, y yo quieto y lejos.

Doña Ana tomó mi mano y mirando la sala vacía del sanatorio donde

convalecía – afuera a unos metros la familia intercambiaba las noticias del día-

ordenó con un susurro: - “Trae aquí tu oído”.

“Ser judío es un destino, hijo…leí anoche, sabes. Nos han perseguido, sabes,

nos han perseguido. Ya sabrás”, murmuró. “Y cuando sepas no olvides”,

agregó en húngaro y en un tono más alto. Y otra vez en español: “un día, en

Auschwitz – Birkenau, mi hermana y una gitana gracias a la cual supe cómo

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Marika murió recibieron jabón de manos de los carceleros. Jabón. Jabón, Dios

mío. Hacía meses que no se lavaban más que con agua…sabes, agua fría. Así

que disfrutaron ese jabón como si fuese pan. Pan recién salido del horno… (El

ahogo que le produjo esa frase no podré dejar de sufrirlo nunca). De noche,

otras detenidas les hicieron saber que el jabón había sido hecho con la grasa

de decenas de niños judíos y gitanos asesinados. Experimentos. Jabón.

¿Entiendes? (Respiro todo lo hondo que podía) Marika. Entonces. Entonces

Marika cayó al suelo y sin llorar…me cuentan que sin llorar…tomó el resto de

jabón de la caja de zapatos en la que lo habían guardado y lo besó, y lo besó, y

lo masticó, pequeños trozos, lo masticó… (Me tomó el pelo. Entreveró sus

dedos con mis rulos, miró hacía la puerta, tragó aire). – “Entre mayo y julio de

1944, 437.402 judíos húngaros fueron deportados hacia Auswitz en 48 trenes,

sabes. Tu padre me aseguró que fueron 437.402… Hay tiempos en los que

Dios oculta su rostro divino…sabes… Indígnate con Dios cuando eso suceda,

pero respeta su ley. Y cuando te digan que no eres judío tu diles que quizá no,

pero que respetas su ley…” ¿Entiendes? Me preguntó mientras ponía en mi

mano el libro que conmigo llevaba esa noche en Budapest y que

cuidadosamente guardé antes de que el alcohol y la danza de Loren

terminasen con lo que de conciencia de sí todavía tenía mi cuerpo estremecido.

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Capítulo IV

Szeged

Dice Emilia que era sábado en la taberna cuando Loren me vio y ella luego. Y

que caí como muerto cuando recién había comenzado el domingo. Y ya era

lunes cuando la camioneta en la que me habían cobijado empezó su viaje

hacia Szeged, un pueblo húngaro cercano a la frontera con Rumania y

Yugoslavia donde el tiempo transcurre sin hacerse notar. Cuenta que para

cubrirse, Loren dijo que me dejaran en un Hospital, pero que cuando lo dijo

contaba con que su padre y su tío estaban demasiado apurados por llegar y no

tenían ninguna gana de vérselas con autoridad alguna.

Cuando desperté se oía, oí, un rumor de voces riendo alrededor del fuego. Y

cerca de mí, detrás, arriba, una otra risa leve, como las que se liberan sin

mover los labios.

- ¿Loren, revivió ese judío?

Preguntó portentosamente desde el fogón una voz gangosa de timbre quizá

femenino. Y luego un alud de carcajadas y un paréntesis en el que Loren

respondió desde mi cabeza:

- El gaje sigue más muerto que vivo y no es judío!!!

“Es judío y no será gitano”, respondió la anciana entrando jovialmente a la

tienda y tendiéndose a mi lado.

Afuera alguien empezó a contar – a propósito de judíos, dijo, un relato sobre

por qué los judíos y los gitanos son enemigos.

- ¿Por qué dices que no es judío?

Preguntó a Loren la anciana cuyas arrugas sonreían misteriosamente.

- Porque leí sus manos.

- Y desde cuándo lees tú las manos, mojigata que ya ni trenzas usas y andas

mostrando las piernas sin pelos por ahí.

- No empieces abuela y ve a decirle al tío que termine con sus cuentos contra

otros.

La anciana tomó a Loren de la blusa, la atrajo bruscamente hacia su regazo y

puso mi mano a un lado.

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- “Tú vete”, le dijo a Emilia que detrás de un sofá desvencijado espiaba.

Loren no se movió. Emilia tampoco. La anciana escudriñaba mi mano derecha.

“Fue en tiempos del rey gitano Faraón”, relataba la voz de afuera. “El jefe judío

Moisés sugirió a Faraón que él y su pueblo rindieran culto al Dios de los judíos.

Faraón le contesta que antes de decidir su conversión, Moisés debía

demostrarle mediante un milagro que su religión era la verdadera y organizaron

una reunión para el día siguiente”.

- Nadie va a aceptar a este muchacho Loren. Deja ya de soñar con lo que no te

pertenece.

- ¿Qué dice su mano abuela?

- Que vive un muerto, acaso su padre…pero deja ya de escapar hija…

Afuera la voz seguía: “Los ingenieros del Faraón estaban trabajando en la

construcción de unas instalaciones en el Nilo. Cuando Moisés se presentó al

día siguiente Faraón le preguntó si era capaz de hacer que las aguas del Nilo

corrieran en dirección contraria. Moisés no pudo conseguirlo. Sin embargo, los

ingenieros del Faraón sí lo lograron, y el rey dijo: ¿ves? Nuestros cerebros

pueden más que tu Dios.

Moisés se enfadó y pidió a Dios que castigara a Faraón y a su pueblo.

Entonces Dios condenó a los gitanos a vagar el resto de sus días sobre la faz

de la tierra y por eso, desde aquella época, los gitanos y los judíos han sido

enemigos”.

- “¡No había gitanos en Egipto dice el judío! Gritó Emilia ahora parada en el

sofá.

Y Loren se despegó de la anciana y me tapó la boca. Y la anciana soltó mi

mano y se acomodó a la cabeza el pañuelo rojo. Y Emilia salió a sumar su risa

nerviosa a las carcajadas de los gitanos que estaban alrededor del fogón.

- Traigan acá al judío!!! Gritó la voz del que había contado.

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Capítulo V

La Carreta

Loren desplegó una enorme manta sobre las hojas húmedas y me indicó que

me acostara.

- “Acá duerme usted”, dijo. Y se fue.

Se oía todavía el chisporrotear del fuego, y un poco más débilmente la danza

de voces con las cuales hombres dejan hacer al destino.

Mi cabeza vino a quedar debajo de una inmensa carreta prolijamente adornada

con decenas de utensilios de cocina. Ollas, calderas y sartenes que al andar

del vehículo debían actuar más o menos musicalmente como llamador de los

posibles clientes. Pedí a Dios que no se levantara viento. Nubes no había. Era

una noche otoñal serena, a veces lastimada por el ladrido de un perro, otras

acariciada por el resoplar profundo de uno caballos próximos. Metidos en la

oscuridad.

“A los caballos de carro hay que llevarlos cada cual a su temperatura”, dijo con

autoridad la abuela de Loren y Emilia mientras me ayudaba a caer sobre un

rústico taburete que alguien había liberado para mí.

Y Elías, un cuarentón altísimo y robusto puso su cara a mirar a izquierda y

derecha, y sentándose hizo que todos se sentaran. A desgano y algo nervioso,

pero sin sacarme de sus ojos, también el tío de Loren se sentó.

“¿Así que tú eres judío, eh?”. Preguntó Elías, alcanzándome un vaso de algo

que no me animé a rechazar, aunque tan solo el olor ya me produjo náuseas.

- “Un poco judío”. Respondió alguien desde adentro de mí. Y yo no vine aquí

sino que me han traído tuve ganas de decir pero dije:

- En honor a la verdad tengo que admitir que no sé nada de Egipto.

- ¿Pero saber que no había gitanos?

Preguntó, claro, el tío de Loren, ostensiblemente ofendido y con ironía, pero sin

violencia. Más bien creo que hasta con cierta compasión. Pude guardar

silencio, pero dije:

- Sé sí que no había gitanos.

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No sé cuánto duraron los murmullos. Recuerdo empero que terminaron cuando

Jorska –el tío de Loren y Emilia- empezó a reír como yo nunca había visto a

nadie reír. Y con él todos. También yo.

Tan solo unas horas después vine a enterarme que en ningún momento corrí

riesgos serios. La molestia era con Loren, y no porque me hubiese provocado

en la taberna, mucho menos por haberme protegido luego cuando perdí el

conocimiento, sino porque desde había semanas le había dado por vestirse

cada tanto de hombre.

Durante más de dos años, y poco antes de que yo los conociese, una buena

cantidad de gitanos de la comunidad de Szeged – Loren, Emilia, el padre y

Jorska entre ellos. Habían estado viajando por España, Francia y Suecia,

desde donde todavía no hacía un mes habían vuelto a Hungría.

Regresaron el 13 de setiembre. Elías lo recuerda porque también recuerda –

cómo no va a recordar-, cuando durante la celebración de Nuestra Señora de la

Aparecida, el 8 de setiembre, que un poco a pesar de ellos los agarró en

Estocolmo, Loren se apareció vestida de hombre.

“¡Llevaba puesto un traje negro y negros zapatos de charol y un sombrero

también negro pero las joyas de oro era las suyas de mujer! Vino en un Volvo

negro inmenso que parecía blindado y al que no sé todavía de dónde sacó ni

cómo metió entre el tumulto de autos que casi tapaban el jardín del chalet de

los anfitriones de la fiesta. Y entre los hombres rió muy seriamente sin que

nadie se atreviese a llamarle la atención. ¡Pero tuve que contener a varios que

querían zarandearla!”.

“Gracias a Emilia todo terminó pareciendo una broma. Pero no es broma”, me

comentó mientras confirmaba de reojo mi soledad.

¿”No hay riesgo de que el carro se mueva?” Le pregunté, señalando los trastos

de aluminio y tratando de cambiar de tema.

“Emilia le rogó al mediodía siguiente que bailase con ella, que el tío y su papá

querían que bailase sola, que la suplantase en el espectáculo, que estaba muy

cansada de no dormir, que no se animaba, que esto y aquello”, siguió contando

como si no me hubiese escuchado.

“La verdad no tengo sueño, ¿no quiere usted sentarse…?”, le dije, mientras

amenazaba con pararme.

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“No, duerma usted que todavía le hace falta”, me ordenó. “Yo voy a llevarme

unas cosas de la carreta”. “Ande, duerma, dormite”, agregó.

“A los caballos de carro hay que llevarlos a la misma temperatura”, me dije a mí

mismo, para no olvidarlo. Y cerré los ojos, y me acomodé teatralmente como

para dormir, seguro ya entonces, por lo menos bastante seguro, de que Loren

en cualquier momento vendría.

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Capítulo VI

Spinoza

“Tus orejas deben estar alcoholizadas”, pensé al despertar. Desde el interior

del carro creí escuchar el sonido que produce el movimiento del agua fluyendo

por una cañada empedrada. Y fui a mirar. Y había. Desde el otro lado, a una

sombra matinal de distancia, entubada ascendía esa música. El viento juega

con los sonidos como Dios con las palabras. Los álamos deben ser los árboles

preferidos por el viento. Pero tiene que haber sol y brisa, y así un laberinto

invisible desde el que se dispersa la música que todos esos elementos y

fenómenos relacionados producen. “Epifanía”, el que por vez primera pronunció

esa palabra debe haber sentido algo semejante. El mar sugiere otras

excitaciones, menos dadas a la melancolía, quizá, pensé. Creo haber pensado.

- Tú eres judío finalmente, Preguntó Jorska arrastrando un caballo como los

que esculpen para montar encima a los héroes.

- ¿Tú has leído a Spinoza? Retruqué ya en guardia y con énfasis, para que

notara que empezaba a resultarme molesto.

- Yo no sé leer, pero lo he leído sí. Dijo callando y callándome.

Me dejé arrastrar por la levísima pendiente que llevaba al arroyo y sacándome

los zapatos, puse a mis pies a sentir agua. Agua helada en los pies, una

sensación que ya casi había olvidado. Y sentí frío. Y con el frío noté que volvía

a llamarme como me llamaba el sábado.

- Yo todavía no sé lo que soy. Pero espero saberlo algún día. Si es necesario.

- ¿Con quién estás hablando? Preguntó Jorska.

- Es necesario. Dijo Elías, desde la altura de una yegua como para Simón

Bolivar.

Y bajándose con sonrisa le ordenó a su compañero: “¡Engánchalos y

vámonos!”.

- No olviden llevarlos cada cual a la misma temperatura. Les grité, antes de

meter la cabeza en el agua.

***

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Al sacar la cabeza del agua se me plantó mi padre. Parecía preocupado y

curioso. Sentado sobre una roca extendía un brazo hacia el arroyo, como

queriendo comprobar la temperatura del agua. Giré la cabeza en dirección de

Elías y Jorska. Estaban yéndose, pero me pareció ver vierta complicidad en la

forma en que de espaldas y sin mirarme Elías se despedía con el brazo en alto.

Jorska estaba demasiado ocupado con los caballos. Terminaba recién de sacar

el freno mecánico.

No era la primera vez que yo me topaba con mi padre. Durante algunos años

cada tanto me parecía verlo en el rostro de otros. O en ocasiones en la forma

de caminar de unos otros que luego se revelaban ciertamente otros. Pero

entonces el rostro de él estuvo, estaba, ahí, frente a mí. Y tan absurdamente

presente que le hablé:

- ¡Andate a la puta! Le escupí. Y ya con timidez luego: ¿No tenés nada qué

hacer?

- (…)

- ¿Que lo que tenías que decir ya lo dijiste?

- (…)

- Pero con el ¿dónde? ¿Podés?

- (…)

- Es cierto. ¿Cómo podría la muerte responder por la vida?

- (…)

- Me interesó claro conocer tu ubicación aquí en la tierra tanto como en el cielo.

¡Y a tu mujer claro que le interesó! No hubo cuartel militar al que persiguiendo

rumores no fuéramos a dar con nuestros pies.

- (…)

- Sufriste quizá todavía más que nosotros. ¿Cómo dudarlo?

- (…)

- Dice la ahora veterana de tu mujer que “las piedras quietas se expresan mejor

que las palabras”.

- (…)

- (…)

- (…)

- ¿Entendés que tengo que matarte, verdad, ya que vivo presumiblemente no

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estás?

- “¡Calláte judío hijo de puta!”, relató tu compañera Sara que te gritaban cuando

te enterraron vivo. Y que vos seguías puteando…

- ¿Vos igual los puteabas? ¡Húngaro corajudo carajo! Enterrado debajo de

unos tablones con apenas un tubito para respirar y ¡puteando! ¿Judío

corajudo?

- (…)

- Te pregunté un día si yo iba a ser judío…Venías de enterrar llorando casi

infantilmente a Doña Ana…creo que fue esa la única vez que te observé

moquear, o no, también el día de nuestro encuentro en el Bar, pero entonces

ocultándote, ocultando las lágrimas…el día del último encuentro en el que me

dijiste…¿Qué fue lo que me dijiste?

- (…)

- Aquella tardecita en el Bar yo le miraba las piernas a mi profesora de inglés,

las piernas más hermosas que vi en mi vida. Miss Call se llama viejo” te dije y

vos que te preocupaste porque el encuentro era clandestino. O más o menos

clandestino porque encontrarse con los hijos violaba todas las medidas de

seguridad. Ahora imagino que vos sabías que podría ser nuestro último

encuentro y que priorizaste…

- (…)

- “Ser judío es un destino…que no se elige…”, susurraste casi quitándole

importancia a mis interrogaciones. En cambio me pusiste sobre la espalda el

“no generes problemas, buscá soluciones” que me acompaña y pesa como

mochila cargada de memoria.

- (…)

- ¡¿Cómo que no es trascendente si uno es judío o no?! Que lea a Spinoza…

¿El libro subrayado por vos? ¡Pero viejo, yo tenía 13 años!

¡Y a Romain Roland animal! Me querías hacer leer el Juan Cristóbal

de Romain Roland…¿Sabes que todavía no lo terminé? Un pequeño acto de

rebeldía, el que me quedaba para responder a tu ausencia, quizá.

- (…)

- “¿Az isten bassza me gis a kurva anyádat?”. Claro que recuerdo el momento

preciso en que me enseñaste esa brutal manera de putear a Dios. Pero no

recuerdo qué me respondiste, si es que respondiste, cuando quise saber “cómo

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había que hacer para ser diferente sin ser señalado como diferente”.

- (…)

- “Ser diferente es hablar con verdad” sí, creo que arriesgaste. Y con certeza

recuerdo que me preguntaste: ¿Y qué te ha dado por ser otra cosa que un ser

humano?

- ¡Coño! ¡Cómo que qué me ha dado por sentirme diferente! ¡Si algo no quería

yo entonces era sentirme de otra manera que uno más! Carajo.

- (…)

- A vos. A vos. A vos. ¡¡¿Qué te dio por dejar que te asesinaran de modo tan

diferente!!?

“¿A mí me hablás”? Dijo Loren a mi espalda. “No ves que no es a vos”, le

respondió Emilia, dejándose caer con el balde hacia el agua. “Habla solo el

pobre”, agregó.

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Capítulo VII

Bártok Béla

- Te voy a cambiar la pregunta. ¿En qué crees vos?

(Silencio)

- ¡Heeey! A usted le hablo.

(Música)

El padre de Loren y Emilia tocaba una pieza popular de los gitanos húngaro –

rumanos. Hacía un rato le había preguntado a Emilia cómo se llamaba su

padre: “Niglo”, me escribió en el papel en el que dibujaba. La leña recién

empezaba a arder en el fogón. A arder con aire. Desde hacía unos minutos, a

mi vista casi oculto detrás del humo, Niglo tocaba. Pero no la versión original.

Interpretaba a Bártok. Me pasé la mano por el brazo semidesnudo. Todavía

llevaba pegado el sudor que me corrió con los primeros vasos de pálinka que

tomamos con Jorska mientras acarreábamos la leña. Los troncos gruesos que

me no habían podido o querido traer las mujeres. Cuando terminó,

intempestivamente, en la mitad de la composición, porque Elías le gritó: ¡bájate

del teatro!, Niglo me guiñó un ojo retomó la canción, pero ahora en su versión

original. Se fue acercando hasta quedar a mi lado y me pateó un pie, buscando

no sé qué cosa, pero en todo caso de un cómplice y sin rabia.

Y Jorska se paró y me tomó del brazo.

- Más tarde me vas a decir en qué crees vos. De veras me interesa. Me dijo.

Y empezó a bailar y yo tieso, que quieto es poco decir. Pero de pronto empezó

a sonar otro instrumento, una mezcla de piano y tambor: pum, pump, pum,

pump y entonces mi padre empezó a bailar por mí, desde mis adentros, como

hubiera dicho el cantor Alfredo Zitarrosa. Y sonaron otros violines. Y yo me ví

sacudiendo la tierra, erguido, las brazos ahora extendidos, luego las manos

sueltas golpeando el talón de un pie, del otro y los ojos en otro lado,

mirándome.

Me vino a la memoria el fraseo del músico Zitarrosa, un Gardel atesorado por

unos pocos, porque como de su voz, de los violines salían pájaros. Trinos de

pájaros de verdad, en bandada. Hasta que todos aplaudieron, de buena gana.

De buena gana. Y mientras todos aplaudían yo retornaba ágilmente a mi lugar

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del piso, sorprendido porque no había sentido físicamente el esfuerzo, y miré

lejos y me pareció ver otra vez, pero ahora borrosamente, entre el blanco de la

corteza de los álamos, a la figura fornida, riente, de mi padre en fuga.

“El hombre que se jugó en su ley porque no creía que la muerte pudiera con

él”, pensé aquella noche. Había definido tempranamente que no “viviría

cualquier vida”, me dije, tratándome de reintegrar al murmullo de voces. Y puse

la mía a buscar su lugar con un carácter que hasta entonces no sabía tenía.

- “Voy a contar una historia que explica por qué los gitanos viven dispersos por

el todo el mundo”.

Dijo alguien recién nacido de mí, y mi voz penetró en un silencio que parecía

haberla estado esperando.

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Capítulo VIII

Caballo flaco

Caballo, lo que es caballo, sólo utilizando unas pocas hebras de cola de caballo

no es posible hacer nacer. Ni el Dios de los gitanos puede. Puedo asegurarlo

porque la anciana que me contó esta historia en unos cerros cercanos a la Isla

de los Robles –un rancho con vista al mar que frecuenté de niño- me explicó

muy seriamente que “una vez necesito caballo, desesperadamente necesitó y

no pudo hacerlo aparece ni invocando a Pahra-un, el Dios bueno tan siempre

dispuesto a prestar ayuda”.

Me dijo, y yo lo recuerdo letra a letra porque aquella anciana logró que yo

perdiera el temor a los gitanos, que vio a “Pahra-un soplando un hilo largo,

larguísimo de pelo de cola de caballo que ella misma le facilitó y nada”. Y que

Pahra-un quedó terriblemente amargado. Y que desapareció dejándola tan sola

y desesperada como la había encontrado. Entonces Vana, que así se llamaba

la vieja, se puso desconsoladamente a llorar y algunas de las lágrimas fueron a

caer sobre la hebra blanca de pelo de caballo que todavía sostenía atontada en

su mano. Y que “lágrima y hebra de cola de caballo tampoco se hicieron

caballo”, pero que a lo lejos, en un lugar todavía invisible a la vista ella vio

cuatro camionetas de la tribu de la Sierra de los Caracoles que venían para su

casa. La anciana plantaba papas. Y plantándolas se había demorado. Y

demorándose había olvidado que había prometido a su nieto que iría a contarle

un cuento al anochecer. Y que el niño dijo a su madre que no se iba a dormir

nada hasta que la abuela no viniese y que como Vana no llegaba habían

decidido ir a visitarla por unos días, pues se acercaba el 15 de agosto, día de

Santa María y su casa era más grande y permitía recibir a más gente. Y me

contó que “el viejo inútil de su marido se había ido con Pardo y Astuta”, caballo

y yegua, respectivamente, digo yo, y ella que todavía no sabía adónde y para

qué el viejo inútil de su marido se había ido montando un rato en uno y otro rato

en otro y que seguramente ni él sabía porque no había ido lejos. Vana me

explicó también que auto no tenían porque los que iban teniendo los llevaban

justamente al campamento de la Sierra de los Caracoles para que allí los

vendieran. Y que además eso no tenía importancia porque ella no manejaba,

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pero que lo que tuvo importancia fue lo que le pasó “después de ver lejos”. Les

cuento ahora lo que ella me contó, así de rápido como ahora yo se los cuento

porque así de rápido me lo contó. Otra vez rápido a algún lugar tendría que ir,

pero no iba a dejar de explicarme a mí por qué viven dispersos por todo el

mundo los gitanos ya que yo se lo pregunté y a ella le había sorprendido que

“un rubiecito tan desgarbado” se le acercara a preguntarle algo, y ese rubiecito

era yo, a quien su padre hacía más de una hora estaba buscando para ir a un

lugar llamado La Bahía de las Tres Marías porque habían llegado las ballenas.

Y entonces me contó que después de ver que su nieto venía, enseguida, se le

apareció de nuevo Phara-un con una sonrisa de oreja a oreja y que besándola

le dijo que como no le gustaba irse a dormir amargado había leído en su llanto

cuál era el lío y que había decidido arreglar el lío invirtiendo el viaje y que todo

había salido bien, así que le iba a contar un cuento que ella tenía que contar

luego a todos para que todos supieran. Y entonces le contó que hacía “mucho

pero muchísimo tiempo un gitano viajaba con su familia en un carro tirado por

un caballo flaco y de patas endebles”. Y que a medida que la familia iba

creciendo al caballo flaco le resultaba más difícil tirar de la carreta y que

todavía más difícil se le hacía porque en aquel entonces los caminos estaban

llenos de baches. “Y como estaban llenos de baches la carreta avanzaba

dando tumbos, oscilando de izquierda a derecha y balanceándose de izquierda

a derecha y que entonces las cacerolas y los sartenes se iban cayendo y que

de vez en cuando también algún niño se caía”. Y Vana dijo que Phara-un le

explicó que durante el día no había problema porque cualquiera podía bajarse

a recoger las cacerolas y a los niños, pero que “el problema era de noche,

cuando no se veía nada”. ¡De noche era el problema! Le dijo Phara-un y Vana

me lo contó, porque como “el gitano viajó por toda la tierra, cuando viajaba de

noche iba perdiendo niños. Un niño, otro y otro más y que es así y por eso que

los gitanos se dispersaron por todo el mundo”.

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Capítulo IX

Dios

Hasta que abuela murió, yo nunca había visto a nadie morir, ni siquiera sabía

que morir era irse, dejar huecos que pese al romanticismo con el que

frecuentemente nos inclinamos a hablar de la muerte nadie llenará. Si alguien

succiona el líquido que en esos huecos queda es otra cosa. Eso puede pasar.

¿Irse adónde? No tuve respuesta a esa pregunta el día en que Doña Ana murió

después de poner en mi mano el libro de Zvi Kolitz: “Iosl Rákover habla a Dios”.

Lo supe sí después que mi padre “desapareció”. Irse de los otros.

La abuela no puso el libro de Kolitz en mis manos por casualidad sino porque

percibió que me preocupaba obsesivamente definir alguna forma de

religiosidad.

El verano anterior a su muerte el abuelo y ella vacacionaron en la Isla de los

Robles. Ella y yo éramos los más madrugadores y para no hacer ruido, apenas

nos levantábamos íbamos a sentarnos fuera de la casa, a la sombra de un

eucaliptos que la ha sobrevivido y que posiblemente también a mí me

sobrevivirá. Nos quedábamos casi inmóviles, ella alimentando pájaros y

repasando pasado, yo dejándome domesticar hipnóticamente por la dulzura de

sus ojos pequeños. Pero no hacer ruido no quería decir permanecer en

silencio, según la abuela, de modo que en ocasiones dialogábamos si es que

dialogar pueden una anciana de 72 años y un niño de 11. Durante una de esas

conversaciones mañaneras yo me enteré de los detalles del viaje en carreta

que su abuela hizo desde Rusia –de donde su familia escapaba de los

progroms- hasta Olaszliszka, el pueblo en Hungría donde conoció a mi abuelo,

cuya familia a su vez había escapado hacía más de doscientos años a las

primeras persecuciones de los judíos en Alemania. También me enteré que mi

abuelo había sido oficial del ejército austro-húngaro, aunque después los

húngaros lo olvidaron, dijo mi abuela. Y me contó cómo habló con el mar, que a

ella le pareció que era como hablar con dios, “toda esa inmensidad”, cuando lo

vio por primera vez al viajar al Río de la Plata. Yo por mi parte, una mañana de

esas me animé a preguntar: ¿cómo es ser judío? Y Doña Ana no me

respondió. Ese día no. Justo se había levantado el abuelo. Y el día siguiente

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tampoco. Tuve que esperar –pero creo que ella demoró la muerte para

compensar esa espera- hasta el día en que quedé solo junto a ella en el

sanatorio. A mi madre sin embargo, yo nunca le pregunté como era ser

católico. Mi madre es católica a la manera del país donde está la Isla de los

Robles: sin Iglesia. A veces, muy de cuando en cuando va a la Iglesia y piensa.

Mi madre en realidad habla con Dios por si misma. Pasa buena parte de los

días de su vida haciendo rigurosa y seriamente cosas que no le interesan hasta

que puede quedarse sola en algún lugar hablando con las palabras y las cosas.

Mi padre era más musical, más llano. No sonreía, la risa le salía pedregosa y

volcánica, como la congoja. Viajábamos un día en el auto de otro, cosa que

ocurría con frecuencia porque el nuestro casi nunca funcionaba y ese otro cuyo

rostro memorizo claramente pero cuyo nombre no recuerdo le dio la noticia de

la muerte de un amigo al que quería entrañablemente. Un “boxeador culto,

como sólo había en este país”, según definición de mi madre. Al escuchar la

noticia mi padre se tragó el aire que había entre él y el parabrisas. Y luego, un

luego bien largo, dio con su mano violentamente en la rodilla y dijo: “Az isten

bassza meg is a kurva anyádat”.

Mi madre en cambio tenía relaciones humanas menos conmovedoras, pero

llegó a tener una relación entrañable con una araña. Cuanta que fue ella quien

tomó la iniciativa. Ya veterana subía a diario a una escalera de varios peldaños

para colocar hormigas empapadas en miel entre los hilos de la telaraña. Y una

ve yo vi, de haberlo visto, cómo el bicho le evitó ese esfuerzo – y quizá a si

misma ese miedo, no vaya a ser que le dañara su hilado. Descendiendo ágil

hasta la altura de sus ojos verdosos. “Mañana le voy a dar un plato de moscas

con canela”, le dijo ese día mi madre a mi boca abierta. Es posible que se diera

cuenta que yo envidié a esa araña inescrupulosa.

Unos días antes de hablar con Jorska sobre Dios, pues tanto insistió que

finalmente hablamos, él y yo sobre Dios –y fracasamos en el intento- yo había

recordado, quizá por esa misma insistencia, cuando mi madre y la abuela

hablaron a su vez sobre Dios.

Porque de religión no hablaron, sino que hablaron de Dios y se pusieron de

acuerdo. Yo creo que se pusieron de acuerdo porque a mi madre le gustaba

cómo la abuela la trataba y a mi abuela le gustaba cómo mi padre miraba a mi

madre.

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25

***

- Hay un solo misterio. Uno, no casualmente Uno, al que la sabiduría sugiere

no desentraña, eso es todo lo que creo Jorska sabes, como decía mi abuela:

sabes. En el sabes ése es donde no está Dios, entiendes, porque cuando lo

incorporamos a aquello que estamos verbalizando es porque contemplamos

aún en el mismo momento en el que hablamos la pobreza de nuestro propio

discurso. Otra cosa es cuando Dios habla a través de nosotros. Cuando Dios

habla a través de nosotros recreamos el misterio original y creemos. Es

imposible no creer cuando Dios habla a través de nosotros.

- Yo quiero simplemente saber en que crees, no en las dificultades que tienes

para creer, sabes.

- ¿Te has preguntado alguna vez si Dios es bello, en el sentido en que la

música o es?

- Depende de la música.

- A ver, de nuevo. Hay un libro que he leído ya trece veces y que no pienso

volver a leer. El libro se titula Sefer ha Zohar y explica esencialmente que hay

un misterio en el que todo está fundado…

- Tú no me entiendes muchacho, yo simplemente quiero saber en qué crees,

para saber en qué creen los judíos, para saber si es por eso en lo que creen

que tanto los odian. Lo que en realidad quiero saber es por qué a nosotros nos

odian, ¿entiendes? Y si es que nos odian por la misma razón.

- Pero si me dejaras hablar…

- Es que me parece haber escuchado ya lo que vas a decir…

- Pero coño. ¿Cómo sabes lo que voy a decir?

- Porque ya lo he escuchado carajo. Reconozco ese balbuceo.

- Pues entonces vete al carajo gitano molesto.

- Y tú muérete judío sabelotodo.

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Capítulo X

Loren

- Bello es lo necesario. Me gritó Jorska antes de que Elías se lo llevara a los

tumbos.

- Bello es el infinito. Le repliqué mientras la abuela de Loren me arrastraba

hacia una pequeña carpa recién levantada al lado de la carreta. – “Me tiran

acá”, me atreví a decirle a la anciana y ella: - “Hace mil años dejé de hablar a

los borrachos”.

“Adentro está tu libro y una muda de topa limpia para mañana. Que duermas

bien”, dijo al irse. En el interior de la carpa me recibió un shssshshshsh víbora y

unas manos tibias que buscando mi boca fueron a dar a la nariz.

Yo vi a mi cabeza ir al piso y con ella el resto del cuerpo y quise pensar, pero

pensar no me fue posible. Atrás vino la lengua, los senos, las manos y Loren

toda. Y como me sintió nervioso dijo: “no te preocupes que va a llover”.

Iba en la uve de va cuando un formidable estruendo, un relámpago quizá

demasiado próximo terminó de despabilarme. La lluvia encubre los ruidos

peligrosos.

“Toda forma de goce diluye, el goce del poder, el goce del dinero. A toda forma

de goce hay que saber encauzarla en sus límites. El sexo es goce pero

también convocatoria del espíritu, de lo contrario no es nada, casi nada”, me

dijo una vez un quijote apellidado Invernizzi, mirando a otro pero, -en el lugar

del padre- hablándome a mí.

Loren no había tenido buenos docentes, en papel de macho imitaba a los

animales de corral. La imaginé de pronto vestida de hombre.

“No es broma”, me había dicho Elías.

Mi padre tuvo tiempo de explicarme el sexo, cuando a los 13 años le conté,

mientras caminábamos por la Isla de los Robles, que había debutado “con unas

putas de por ahí”, diciéndome con una seriedad casi de risa que el amor era

“un asunto serio”. “No es broma”, me había dicho.

Afuera el mundo seguía tronando, pero casi no llovía. Lloviznaba.

La tomé del pelo, alzándola. Le acomodé las ropas con la delicadeza del que

ayuda a una niña a vestir una muñeca. Y del pelo, crespo y largo, que era

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como tocar una cáscara de durazno recién cortada, la empujé hacia afuera. La

fui empujando. Atravesamos la cañada, olimos el nerviosismo de los caballos y

fuimos a dar al monte de álamos. La paré de espaldas a mí. Quedó abrazando

el tronco húmedo de uno de esos árboles. Y yo los pies en tierra y las manos

envolviéndola y la lengua navegando desde la nuca a las orejas. Mis rodillas

contra sus nalgas, al principio un roce, luego con firmeza, ya el cuerpo

buscando al cuerpo.

Pero Loren no sonaba, no por lo menos como yo deseaba que sonara, de

modo que me dejé caer a tierra y le pedí que se desnudase. Y ella entendió, y

de espaldas se quitó la ropa, y de espaldas cayó en mí, que la esperaba.

Y yo dejé de pensar y mi cuerpo conmigo. Y vi un combate de hojas y gotas de

agua y sudé. Y en el cielo un esplendor eléctrico tejiendo sombras sobre el

tronco del árbol que protegía su espalda. Y abajo yo. Yo abajo, estimulando la

lujuria de los dioses.

Como gatos cuidando donde pisábamos, corrimos luego a la carpa, nos

secamos con una sábana que olía a menta, y quedamos tendidos y desnudos

cada cual con sus fantasmas.

“Fue hermoso. Pero hubiera preferido que me cogieras y chau”, me susurró al

irse.

Sentí que me había sido imposible desentrañar el idioma que hablaba Loren

cuando hacía el amor.

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Capítulo XII

Fuga

Karen, la rubia artesana que en Berlín me había llamado la atención por su

estar ausente y entre cuyos brazos, dormitando, recibí la orden de Ingrid,

–mucho más esplendorosa, en el sentido argentino de mujer monumento- tenía

una forma de mirar que asustaba. Cierto es que como yo no hablaba alemán e

inglés a las apuradas cuando no podía comunicarme con la lengua tenía que

hacerlo con los ojos y eso obliga a ver cosas que de otra manera no se ven en

los ojos de los otros. Y la mirada de Karen asustaba precisamente por lo que

no comunicaba.

Karen no vivía con los ojos. Pero con el cuerpo sí. Durante los paseos que

hicimos en los días sucesivos por Budapest y aún en la Taberna, donde Jorska

le puso el violín al lado del oído, Karen no observaba los movimientos

exteriores sino que parecía succionar el latido de lo que la rodeaba, de lo que

pasaba, no digo que inanimadamente no, pero sin hacer viento, a su lado. Y sin

embargo fue a través de Karen que comprendí que no tenía nada más que

hacer en Hungría. Que tenía que irme.

Escribí una esquelita que disimuladamente puse en las manos de Loren, que

bailaba desplazándose como un mimo cuyo rol no está bien dibujado, -

imposible saber si expresaba celos, odio, o prescindencia- y salí del local con

Ingrid y Karen, una de cada lado. En el papel le propuse que nos

encontráramos el viernes siguiente en el baldío ubicado a los fondos de la

Taberna y en donde antes de entrar yo había reconocido el auto y la furgoneta

que utilizaron para deportarme de Szeged.

- Ni se te ocurra llevártela. Me dijo Jorska casi escupiendo las palabras cuando

pasé a su lado.

- ¿Me estás amenazando? Alcancé a preguntar al tiempo que aceleraba el

paso.

- Te estamos amenazando seriamente. Dijo Elías desde mi espalda.

***

Al salir, Ingrid buscó enseguida un taxi, pero Karen la llamó a silencio y en

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silencio caminamos hasta el amanecer. Durante la caminata, mientras

ascendíamos por una escalinata angosta hasta la cima de la colina de Géllért,

Ingrid se nos adelantaba o se demoraba, extrañamente divertida en su propia

aventura.

Cuando les indiqué que observaran lo que para mí constituía la mejor vista del

Danubio, aunque no la más frecuentada por los turistas, Karen se puso de

espaldas rechazando la invitación y rechazándome.

Yo le acaricié el pelo, de pronto a su lado, le acaricié el pelo, imbécil ignorante

veinteañero le acaricié el pelo, y ella se paró y se fue.

Ingrid, que algo había visto, balbuceó un consuelo. “No preocuparte. She is not

a normal woman” y me pidió que la llevara a un baño turco.

A unos pocos minutos de donde estábamos hay unas instalaciones de aguas

termales y medicinales construidas durante la ocupación turca, los baños Rácz,

al pie del cerro. La dejé allí con la intención de que se ahogara en alguna de las

piscinas y al salir detuve, más que extendiendo e brazo, con el cuerpo todo, a

un taxi oportuno como pocas veces los taxis lo son.

- Me voy. Dijo cuando nos topamos en la puerta de mi apartamento. Arrastraba

una mochila no demasiado voluminosa y de su cuerpo resaltaba únicamente el

rostro, al que rodeaba una capucha que me pareció excesivamente cerrada, ya

que afuera no llovía, ni siquiera de sentía demasiado frío.

- ¿Y qué hago con Ingrid? Pregunté y ella se encogió de hombros.

- ¿Puedo pasar a verte en Berlín? Dije tratando de que no huyera sin darme

tiempo a rehabilitarme. Yo no tenía en realidad casi ninguna expectativa de

poder influenciarla con palabras pero se dio vuelta y desde el último escalón

visible a mi vista sonrió fugazmente con toda la cara. Y desapareció.

¿Qué tenía Karen en el adentro de los ojos que a mí me hizo imaginar que

podía ser la reencarnación de Hannah Arendt?

Recordé una foto, caso un retrato de Arendt en la que la filósofa sostiene su

perfil juvenil sobre una mano. ¡Las cejas delgadas tildando la profundidad de la

mirada! Eso era. Casi corro detrás de Karen para decírselo pero en lugar de

eso fui a buscar el libro “Los orígenes del totalitarismo” y me puse a leerlo

aunque no hacía más de dos meses lo había leído porque me pareció que

Karen no era sino una señal del cielo para que yo me atreviera a repensarme a

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mí mismo, empezando por mis ideas sobre la forma mejor de asegurar que los

hombres interactúen libremente en la sociedad.

Percibí que la primer imagen que tuve de Budapest cuando retornamos con

Elías, Niglo y Jorska desde Szeged me había impresionado oscura y que en el

camino sentí que los únicos seres que se expresaban con autenticidad en

aquella Hungría eran los gitanos. Con autenticidad pero también con miedo.

“A los gitanos es casi imposible arrebatarles su sentido de la libertad”, pensé.

Quizá un poco inocentemente.

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Capítulo XIII

Marika

Cuando me iba de Hungría con uno de esos pasajes estudiantiles con los que

es posible –en tren- dar la vuelta a Europa, vinieron a despedirme dos

funcionarios del gobierno. El que me había recibido en el aeropuerto y otro que

se ocupó maravillosamente de mi supervivencia. Este último, cuyo nombre

debería recordar, me entregó un sobre con algunos cientos de dólares y afirmó:

- “Cuídese y procure no volver antes de un año”.

Como observó que lo miré extrañado añadió: “No hay que abusar de la

solidaridad”.

Yo había llegado desde Buenos Aires a Budapest con un pasaporte diplomático

húngaro. Un gesto de solidaridad hacia el sufrimiento padecido por un amigo

de Hungría.

- Transmitan a su gobierno mi agradecimiento por la hospitalidad. Me llevó 23

kilos de más. Bromee para distender.

- La comida la va a extrañar. Y ya verá que no solo la comida. Dijo el

funcionario que me había recibido, un veterano bonachón muy circunspecto

que cuando me identificó al descender del avión en una foto mía que alguien le

había proporcionado comentó: “¡Pero a usted lo dejaron en los huesos!”.

- Y a las gitanas también. Escupió el que presumiblemente debió ocuparse de

mi comportamiento y guiñó de un modo ostensible y vulgar a su compañero.

- No me hubieran dejado llevarla de todos modos. Alcancé a balbucear,

sorprendido por la sorpresa que me causó descubrir que había sido espiado.

- Agradezca eso a las tradiciones. ¡Qué iba a hacer usted con una gitana

muchacho! En fin. No olvide que tiene usted que cuidar su propia tradición.

Tuve deseos de ponerme a discutir ahí mismo sobre los asuntos que ocupaban

mi alma pero me pareció una grosería hacerlo al pié de un tren de modo que

me despedí formalmente y volví a buscarme a mí mismo en la excitada

atmósfera del vagón.

Cuando llegué a la estación de trenes de Berlín Oriental contemplé desde lejos

y no sin alivio a Karen, que había ido a recibirme tomada del brazo de Ingrid.

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Seguramente con ese gesto quiso decirme que estaba todo bien si iba de paso,

pero nada más que de paso.

En Hungría les había preguntado a algunos jóvenes generosos, por el esfuerzo

que hacían para hablar pausado de modo que yo pudiera comprenderlos, que

me indicasen el nombre del escritor húngaro con el cual más se sentían

identificados. “No vive aquí”, contestaron casi al unísono. Uno en particular, un

desgarbado estudiante de arquitectura fue un poco más lejos: “y si vive aquí no

publica”. Observé en cambio, que era sencillo ubicar a los músicos virtuosos, a

los deportistas talentosos o a las bailarinas de excepción.

“En las sociedades autoritarias o muy cerradas destaca la gente que puede

desempeñarse sin hablar, que no expone una voz”, me había enseñado una

feroz tía mía, una cierta vez en la que mirábamos juntos un noticiero de

televisión en el que un gobernante militar procuraba explicar no recuerdo qué

cosa diciendo nada pero utilizando todo el diccionario de los lugares comunes.

“Tu padre, ah!, tu padre, cómo despreciaba la mediocridad, pero cómo la

justificaba en la gente humilde, cuya palabra, decía, es sabia no por

conocimiento, sino por experiencia vital”. No pude ese día ahondar en el asunto

porque justo cuando terminaba de formular esa apreciación, por la puerta del

fondo de su casa –que no daba a calle alguna- entraba mi padre riendo.

“Te dio de comer Pörkölt”, entró gritando despreocupadamente mi padre

mientras besaba a Marika, mi feroz tía también de ascendencia húngara, quien

lo mandó a callar temiendo que escuchara no sé quien a través de no sé cuál

pared.

“Nadie en el mundo cocina el Pörkölt con csipetke como esta dama”, insistió a

voz en cuello mi padre mientras se sacaba de un tirón el bigote postizo y con

un pedazo de mueca de dolor todavía impresa en su cara me abrazaba como si

fuéramos a vernos por última vez, aunque él siempre abrazaba como si fuera a

ver al otro por última vez.

La memoria de esos abrazos había ido a buscar yo a Hungría.

Yo había ido a Budapest con la firme determinación de recuperar el espíritu de

mi padre ausente y secretamente con la intención de superar esa su extraña

ausencia, porque muerto yo no lo sabía. “Hasta aquí llegamos, esto fuiste, esto

sos”, quería yo poder decir. No eliminarlo vulgarmente de mi existencia porque

eso hubiese sido volver a perderlo, como lo perdí cuando en medio de la noche

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se deslizó por el muro del jardín de la cada de Marika. “Ya sabés todo lo que

tenías que saber” dijo antes de caer sin hacer ruido al otro lado del muro.

Unos minutos antes, cuando nos aprestábamos a tomar un Tokaj seco que

para la ocasión y vaya a saber cómo Marika había conseguido, mi padre había

dicho, llenando mi copa: “Se puede ser judío, húngaro, rioplatense, se puede

ser inglés, mexicano, católico o musulmán, pero antes que nada somos

hombres, seres humanos de paso, y vaya si ésa es ya bastante

responsabilidad como para andar inquietándose con otra cosa. Salud!”

“Escúchalo con atención –susurró entonces Marika-, escúchalo con atención” y

no agregó, pero me parece que pensó o en la forma en que movió los labios yo

creí creer que pensó: “Pero has tu propio camino, por Dios, tu propio camino”.

Recuerdo con frecuencia aquel diálogo múltiple en el que también participó mi

otro yo y lo recordé meticulosamente al abandonar Hungría porque al padecer

de modo sofocante a la dictadura militar en el país de la Isla de los Robles y

durante el tiempo que residí en Budapest decidí para mí, conmigo, que no vale

la pena esforzarse en participar de la aventura de vivir sin aplicar esfuerzos, sin

intentar por lo menos, crear un mundo de los seres humanos para los seres

humanos. “No obstante, pensé entonces, no a cualquier precio”.

Estaba leyendo a Camus en aquellos días. “El fin no justifica los medios”

gritaba el escritor en un librito titulado Moral y Política.

La primera vez que hablamos de política, yo era un imberbe que quería tomar

las armas, mi padre para concluir una discusión que estimo valoró

intelectualmente desigual me dijo, con énfasis agudo: “Crear otra sociedad no a

cualquier precio, con el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la

inteligencia, pero no a cualquier precio, he ahí el arte”.

“Escúchalo con atención, escúchalo con atención” creí me había dicho Marika.

“Lamento no ser la reencarnación de Hannah Arendt”, me dijo Karen al

despedirme, sola, cuando partí desde Berlín hacia Paris.

“No sé, no sé – le respondí- tendríamos que habernos conocido en Nueva

York”.

“Ojalá puedas superar lo de tu padre”, me dijo también, cariñosamente.

“Lo de tu padre”, pensé yo. ¿Qué es “lo de tu padre?”, pensé yo, mientras

Marika le decía a mi oído y al ruido de las ruedas del tren: “Escúchalo con

atención, escúchalo con atención”.

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Capítulo XIV

El viaje

Es una locura. Tiene razón Raquel. ¿Buscar a un gaje que es un enigma? Una

locura. ¿Y correr el riesgo de despojarme de una identidad que aunque me

limite es la mía? Un locura. ¿Una locura sanadora? En fin, los riesgos de una

aventura, si se miden, hay que medirlos antes ¿no? ¿A qué ahora? Al fin y al

cabo no estoy sino haciendo un viaje a un lugar cuyo nombre en cierto sentido

me seduce tanto como el pelo enrulado y a la vez extrañamente lacio de su

mentor: La Isla de los Robles. Y su mirada por Dios. He buscado esa mirada en

otros, en todos. En cada uno y nada. ¡Qué ternura más mojada en muerte la de

esa mirada! Hay algunas canciones populares sefaradíes en las que he sentido

esa dulce violencia a punto de estallar como una pompa de jabón. ¿De qué

sustancia emanaba tanta vida por esos ojos llenos de melancolía? ¿La habrá

identificado él? Raquel, mi amiga del alma, con quien dialogo cuando pienso,

asegura que su hermano menor, que no es judío como ella por esas cosas de

los padres que van y vienen dice que el muchacho resolvió sus problemas de

identidad creándose un Dios propio, personal. Pero los dioses propios son más

bien ateos y paradójicamente impersonales. “Es como si yo te dijese que el

violonchelo, - que es el instrumento que Raquel toca – es mi Dios personal,

porque haciéndolo sonar me siento más cerca de Dios”, dice Raquel. Pero el

violoncelo es un objeto que no puede producir religiosidad. “Estética si, pero

ética no”, piensa Raquel.

¿Y él? ¿Habrá seguido buscando en Spinoza y en el infinito? ¿Me recordará

cuando me vea? ¿Se asustará como un maricón si está casado y con hijos?

Aunque con Loren – la astuta y loca Loren de entonces- actuó como un

hombre, y tenía recién 19 años. Ojalá haya preservado esa hombría bien

puesta. Porque no me preocuparía que no me reconociera, pero me destruiría

espiritualmente encontrarme a otro distinto al de esos ojos.

Soy si conciente de ir detrás de una imagen quizá ilusoria. “El sueño del

muchacho de la Isla de los Robles”, como bromea Raquel. Raquel sabe que

me hice amiga de ella buscándolo a él. Y me perdonó cuando se lo expliqué

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claramente, aunque hacía ya dos años que tocábamos juntas y solas las

canciones que su madre y mi abuela querían que tocáramos.

- Tomá, acá te pongo mis pañuelos y el libro que olvidó o le robaste a ese

muchacho. Me dijo la abuela cuando finalmente decidió dejarme escapar.

Antes había culpado durante meses a “ese muchacho” de la desgracia de

Loren, que terminó yéndose vestida de hombre a España, de donde nunca más

volvió ni envió señales de vida. Cuando mataron en Yugoslavia a mi padre y a

Elías, el tío Jorska también culpó de lo ocurrido a “ese muchacho”:

-“Teníamos que haber matado a ese judío”, le dijo a la abuela. “Nos trajo la

desgracia que portaba el maldito maldecido”, agregó.

- ¿No hace ya demasiado que la culpa de los que nos pasa la tienen otros?

Me atreví a preguntarle con una voz que me salió de nuevo niña y él me miró

con un odio que era imposible imaginar puesto en ése su rostro tan siempre

para adentro, tan incapaz de mostrarse malo. Papá y Elías habían decidido

emprender el viaje hacia Sarajevo a buscar allí a Loren porque un estúpido

croata vendedor ambulante al que le proveían de trastos de cocina les dijo que

alguien le había dicho que en los alrededores de esa ciudad vieron a una

gitana vestida de hombre. “En ese país anda la muerte rondando” les dijo la

abuela que era la única que sabía pero había prometido no decir que Loren

estaba o estaría en España. Cuando lloraba ante la cara del croata que vino a

contarnos que los habían matado balbuceó: “yo creí que podía ser Loren,

tantas veces me había mentido, yo creí…”.

“Los mataron desde lejos, dos balazos precisos. Fue como si estuviesen

jugando al tiro al blanco”, relató el croata pero también dijo que Papá había

discutido con unos borrachos que se rieron de ellos. “Lo único que nos falta,

una gitana vestida de hombre”, dijeron y se pusieron a reír y a insultarlos y

Elías tajeó a uno de ellos y Papá partió una botella y los hizo callar. “Luego se

fueron a comer a una fonda adonde los buscó la policía. Los dejaron ir con la

condición de que se fuesen inmediatamente de Sarajevo”, contó el croata. “Y

luego pasó lo que pasó aunque los diarios dijeron que murieron después de

provocar una riña”, le contó el croata a mi tío mientras la abuela y yo

llorábamos un llanto que nunca supimos por qué ni cómo las dos sabíamos

cuando se fueron que íbamos a llorar. Quizá porque Papá estaba cansado de

vivir. Desde que mamá nos abandonó porque Papá había empezado a tocar en

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la sinfónica de Budapest y ella dijo que quería un gitano – gitano no un

“asimilado” y después se fue con un empresario rumano Papá estaba cansado

de vivir. Hubo un tiempo en el que pareció recuperar su alegría, su confianza

en sí mismo que era por lo que lo admiraban los demás. Pero después volvía a

su rutina como un autómata. Más de una vez lo escuché discutir con Elías y

después los dos permanecían mudos como caballos. Se le movía el cuerpo y

quedaban mirándose durante unos minutos interminables que casi siempre

terminaban con Papá tocando en el violín la pieza de Bártok con la que

sorprendió en el campamento al gaje que ese día, cuando lo vi bailar, me

despertó el sentido de ser mujer que hasta entonces nunca había

experimentado. “Estos dos se van a morir”, dijo la abuela cuando partieron

hacia Sarajevo en busca de Loren. Y la abuela vio que yo también sentía algo

así con el cuerpo y me abrazó como madre.

Al otro día me dejó por vez primera ir a Szeged a la casa de Raquel. Papá

respetaba mucho a la madre de Raquel, que en varias oportunidades había

hablado con él para que me dejara tocar con las otras adolescentes de la

escuela de música de la Casa del Pueblo. Contra la voluntad de Elías, Papá

daba clases en esa Escuela y la mamá de Raquel también.

- Pero es judía, Niglo, ¿no entiendes? Le había dicho Elías a Papá en una de

esas discusiones que terminaban en largos silencios.

- Tu madre murió junto a la madre de ella en Auschwitz…¿Hasta cuándo

vamos a respetarnos más como gitanos que como hombres? Le dijo sin alzar

mucho la voz Papá.

- Si no fuéramos gitanos no seríamos hombres. Le respondió secamente Elías.

Y agregó, antes de entrar en ese silencio equino en el que a veces yo misma

me sorprendo: - “!Pregúntale si quiere ser gitana, atrévete!

Yo creo que la mamá de Raquel se hubiese atrevido. Pero no me parece que

Papá se haya atrevido a preguntarle y la mamá de Raquel nunca me quiso

decir.

“Tu padre pudo ser el mejor violinista del mundo”, me respondió evasivamente

cuando una vez intenté estimularla a hablar sobre su relación con Papá.

Raquel sabe que a veces pienso que es el enojo con esa actitud pasiva de mi

padre la que en el fondo me impulsa a buscar un lugar del que sólo conozco su

nombre y a un hombre del que esencialmente recuerdo su mirada.

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En qué lío me ha metido este ancestral espíritu de peregrinación. ¡En qué lío!

¿Y si, suponiendo que lo encuentre, al verse frente a mi no se produce ningún

encantamiento? ¿Y si la Isla de los Robles es un lugar seco y gris que guarda

algún misterio sólo para quien en su memoria preserve la tibieza de

experiencias imposibles de compartir? En qué lío me metí, en qué lío. ¿Por qué

corro este riesgo? Capaz que estoy escapando, que me estoy buscando, y el

gaje sea simplemente una excusa como me obligó a pensar Raquel, creo que

queriendo retenerme.

- ¿Podría usted cambiarme de lugar señorita? Disfruto la ventanilla durante el

vuelo pero no logro superar el miedo a los aterrizajes. Me encantan los

despegues…¿podría?

- Sí claro. Si usted quiere ahora mismo, pero me parece que aún falta mucho

para que lleguemos.

- Ese es el problema sí, falta mucho y yo ya empecé a sentir miedo. Desearía

tratar de dormir un rato…

- Cambiemos entonces…

Ese es el problema sí señora, falta poco y yo ya empecé a sentir miedo.

- Disculpe señora, antes de dormirse, ¿podría hacerle una consulta?

- Pero claro m´hija. Favor por favor. Si puedo ayudarte…

- ¿Va usted a Buenos Aires o a Montevideo?

- A Buenos Aires primero y a Montevideo luego, en unos días…

- ¿Sabe usted dónde queda un lugar llamado la Isla de los Robles?

- ¿De los Robles? ¿Estás segura tú de que ése es el nombre?

- Segura sí, bien segura. Creo que es un balneario. Primero fue el nombre de

una casa de un político que asesinaron y luego el nombre de un balneario…

- ¿La Isla de los Robles? De los Robles… sabes que no sé… Hay un lugar que

se llama Punta del Este y por ahí cerca un balneario que tiene nombre de Isla

de algo sí, pero no recuerdo que sea de los Robles…En cambio sé de una Isla

que se llama de los Robles pero en Suecia. Ekerö se llama en sueco y quiere

decir justamente la Isla de los Robles. ¿Yo vengo de Suecia y tú?

- Yo de Hungría. ¿Así que no sabe cómo se llama esa Isla cerca de esa Punta

del Este entonces?

- No, pero no es para preocuparse. Se te pusieron brillantes los ojos… ¿Es

muy malo que no haya Isla de los Robles?

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Capítulo XV

Erik y Hanna

“Si algún día vas a Suecia no dejes de pasar por el campamento gitano de

Södertelje”, me había ordenado a su modo Elías. El “no dejes de pasar” ese

subrayado con los ojos, de sugerencia, tenía poco.

“Respeta su ley aunque no creas en él”, me había ordenado enfáticamente,

aunque sin ansiedad, o con derecho a pecar, me pareció a mí si uno observaba

su mirada cuando lo decía, mi abuela Doña Ana.

“No dejes de darle un sentido a la vida, procurar cambiar el mundo es una

forma de hacerlo”, me había pedido – ordenado, mi padre, antes de irse.

De modo que yo parecía predestinado a cumplir órdenes de quienes me

abandonaban. Por decirlo así. Con respeto, puesto que me imagino ninguno de

ellos pretendía morirse.

Las razones por las cuales Elías me “sugirió” no dejar de pasar por el

campamento gitano de Södertelje” cuando me relataba abismado por la

vergüenza que Loren se vestía de hombre no llegué a entenderlas cabalmente.

Quizá se proponía estimular mi espíritu de aventura para alejarme de Loren,

puesto que clarísimamente con el ánimo de espantarme fue que me contó los

detalles de esa rara costumbre que Loren adquirió en Estocolmo.

Así y todo recordé a Elías con cariño cuando decidí viajar a Estocolmo con una

pareja sueca que conocí en Tossa de Mar, en la Costa Brava.

Tenía para mí que sólo la casualidad me llevó a compartir unos días de la vida

de los gitanos en el campamento de Szeged y que esa experiencia no podría

volver a repetirla nunca en ningún otro sitio, pero en todo caso disponía por lo

menos teóricamente de un lugar donde ir a enterrarme en caso de que la

pareja sueca que me incitaba a ir a un país en mi imaginación remoto e

imposible decidiera que lidiar conmigo era un esfuerzo desaconsejable.

Contemplé tal posibilidad, la de ser expulsado por quienes me acogían, porque

Marika, mi tía feroz, me dijo una vez que “las cosas que no empiezan bien

terminan peor” y yo he aprendido a tener un enorme respeto por esas

frecuentemente equivocadas generalizaciones propias de la sabiduría popular.

Hanna Eriksson y Erik Södermalm tomaban unas copas apostados en la barra

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de un bar de Tossa de Mar y conversaban sobre París, desde donde viajando

en auto habían bajado hasta la Costa Brava para presenciar no sé qué torneo

de tenis. El que les servía las copas que tomaban con sed nórdica era yo, que

me había quedado sin un centavo y que decidí emplearme como lavaplatos en

un lugar turístico después de descubrir en Barcelona que no tenía dinero para

comprar cigarros. Fue una elección rara, porque siento aversión por los

turistas, pero peor hubiese sido prostituir la guitarra poniéndome a tocar tangos

en una estación de metro.

La música no resiste la velocidad de los subterráneos.

El aprendizaje como lavaplatos y mozo lo hice en un barcito encantador de

Lloret de Mar, un balneario próximo y decididamente menos ostentoso. Allí

rompí una enorme cantidad de cristales y volqué líquidos de la más diversa

especie sobre los más disímiles turistas europeos. Cuando legué a Tossa de

Mar había bajado notablemente el promedio de roturas pero un vaso de Martini

fue a dar igualmente a la falda de Hanna. Erik no puso reparos en que yo

mismo la secara con un trapo limpio pero ya humedecido y Hanna no dejó de

reír en todo momento. Quizá tomase como una broma que luego de tirarme

sobre su falda con el trapo yo terminase parado de manos al otro lado de la

barra. Gracias a Erik que era un muchacho ágil y que me tomó de las piernas

con una tenaza propia de un jugador de rugby no me quebré el cuello esa

noche. Pero Erik no me miró nunca a los ojos con la misma calidez curiosa con

que en cambio me miraba Hanna, que fue quien insistió en que los

acompañara a Estocolmo.

Esa noche yo quedé prendado con la sonoridad del idioma sueco. Hasta ese

día me costaba distinguir entre el noruego, el danés, el sueco e incluso el

alemán, pero escuchando hablar a Erik y Hanna, que se consultaban entre

ellos sobre cómo se decía tal o cual otra cosa en español empecé a

diferenciarlo y me sedujo. Posee un aire distinguido y sensual: como un jardín

por el que corre agua.

¿No encontraron a Paris demasiado condescendiente con su imagen turística?

Pregunté luego de reponerme del sobresalto, ya del otro lado de la barra, pero

sintiéndome todavía protagonista de una película de los hermanos Marx.

- ¿Condescendiente París? Inquirió Erik, creo que sobresubrayando el asombro

para intentar dejarme en falso diciendo una tontería absurda impensable.

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(“¿Vas a trabajar o a conversar con los clientes a los cuales empapas?”, me

preguntó por lo bajo el dueño del boliche.

“Estoy procurando reparar los daños”, le respondí, improvisando.

- París condescendiente sí, -retomé el diálogo- lleno de gente en pose. O por lo

menos yo sentí algo así. Un mundo de personas no mirándose entre sí y en el

apartamento de una amiga chilena que me acogió haciéndome pasar por poeta

escuché a unos intelectuales franceses hablando de nada con impúdico

entusiasmo.

- “Impu… qué”, preguntó Erik.

- A mí me pareció como siempre tan llena de vida sin embargo, dijo Hanna con

los ojos recorriendo las botellas del estante ubicado a mis espaldas y

bajándolos hasta los míos que la radiografiaban agregó: ¿No estarías mal

predispuesto tú?

- Sabes que uno encuentra a París de modo diferente según desde dónde se

viaje, sabés, por lo menos a mí eso me ha pasado. Dijo Erik.

- Ah…Quizá sea eso. Le acepté esforzándome por sonar convincente con el

propósito de integrarlo en igualdad de condiciones al diálogo. Yo llegué a Paris

desde Budapest, aunque pasé por Berlin antes…Quizá sea eso…

- ¿Budapest? Preguntó Erik real y notoriamente sorprendido.

- Budapest sí.

- ¿Cuánto ganás? Preguntó Hanna mirando al dueño del bar, que ahora

socarronamente se limitaba a escucharme fingiendo desinterés.

- Cuatrocientos dólares al mes.

- Eso lo ganas en una semana en Suecia, sentenció Hanna.

- Tenemos un restaurante de cocina húngara en Estocolmo sabes. Explicó Erik

a desgano.

- ¿Húngara? Pero ustedes no parecen ninguno de los dos de origen húngaro…

- No, pero nos conocimos en un campamento juvenil de tenis en Budapest al

que fuimos a competir juntos en representación de Suecia y en honor a eso

pusimos un restaurante de comida húngara. Explicó envalentonado y con

orgullo Erik.

- ¡Qué estúpida casualidad!, exclamé, y los dos rieron. Yo tengo un poco de

húngaro y en cierto sentido es verdad que escapando de Budapest llegué a

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París. Le comenté a la nariz de Erik, a la que me vi obligado a acercarme más

que a la de Hanna aunque los tres nos habíamos ido aproximando para

superar los ruidos ensordecedores que nos rodeaban.

- Hoy es tu día de suerte. Apuntó Erik por Hanna empujado levemente hacia

atrás.

- Mi día de suerte fue cuando nací.

Le respondí sin convicción porque mientras lo decía recordé a Cioran, el poeta

– filósofo rumano – francés para el cual el nacimiento es el peor drama del

hombre. “Se que mi nacimiento es una casualidad, un accidente risible, y, no

obstante, apenas me descuido me comporto como si se tratara de un

acontecimiento capital, indispensable para la marcha y el equilibrio del mundo”,

me escuché recitar.

- ¿De qué hablas? Preguntó Erik.

- De nada, en realidad, de nada…

(“Está prohibido beber con los clientes”, me escupió el dueño del bar, ahora sí

definitivamente enfadado).

- Vámonos a otro lado. Ordenó intercediendo Hanna.

Y Erik y yo obedecimos.

“Te voy a descontar las copas rotas”, amenazó el propietario, sin pretender

retenernos.

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Capítulo XVI

Violín solo

¿Dentro de mí no viene nadie? Quien observa ese río plateado y la silueta de

Buenos Aires que refiere la azafata debería no ser yo. Una persona otra,

protegida por un tumulto de risas envolventes a los lados quizá. Protegerse a

una misma es un ejercicio para el que no basta la reiteración, la movilidad de

los dedos, la técnica de la repetición. El violín puede mostrarse solo. ¿Puede

una mujer? “Sin la tribu serás un violín solo, hay que poner mucha fuerza en el

brazo”, me dijo Raquel al despedirme. Imaginarme niña, la pura alegría que de

adolescente fui podría ayudar. No pensé que fuese tan difícil mirar para los

costados y no ver a nadie. ¡Cómo no pensé en eso! Esa sensación es la que el

ángel buscaba ahogar en pálinka.

-¡Jovencita! ¡Estás temblando! ¿También a vos te asustan los aterrizajes?

- Yo nunca había viajado en avión señora, pero los anteriores los he

sobrellevado placenteramente. Este parece que no.

- ¿Querés que cambiemos? Mirá que yo en realidad quería alejarme del ruido

de las turbinas…¿Querés que cambiemos?

- ¿Cómo es su nombre señora?

- Elena, muchacha, Elena sin H.

- Sabe Elena, yo no estoy aterrizando sino que el que aterriza es el avión. Yo

estoy creo que ascendiendo.

- Ah!! Así esta mejor. Qué linda sonrisa tienes.

- Si me viera reír entonces! Yo soy gitana sabe, y los gitanos reímos para

afuera, caudalosamente, porque para adentro no sabemos reír. Para adentro

ríen en general los judíos. ¿Sabía usted?

- ¿Para adentro si? ¿Gitana dijiste?

- Si, para adentro. Sólo los pueblos que ríen para adentro aprenden a

componer ironía. No lo digo yo que soy gitana sí, sino una amiga mía Raquel

que es judía y ríe para adentro y cuando sufre, sufre también para adentro. Y

es cierto porque yo lo aprendí, yo aprendí a sufrir para adentro aunque eso no

sea muy gitano.

- ¡Y yo que pensé que eras modelo!

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- ¿Qué cosa señora?

- Elena muchacha, Elena sin H que es como me ponen en todos los papeles

los burócratas suecos. Pensé que eras modelo sí. Perdóname que te lo diga

pero eres demasiado delicada para ser gitana.

- Eso dice también mi abuela. Y con ese argumento me dijo que me olvidara de

ser gitana si no quería morirme de tristeza mientras estuviera fuera de casa.

Pero ser gitana es un destino sabe Elena…

- ¡La pucha! De verdad que nunca había visto gitanos tal altos y delgados.

- Sí. No crea que yo he visto muchos, pero mi padre es así. Era así. Unos

cuantos de mi tribu son así.

- ¿Y se puede saber qué viene a hacer una gitana que parece modelo a

Buenos Aires?

- No vengo a Buenos Aires sino a la Isla de los Robles.

- Ah…cierto. ¿Y cómo vas a ir hasta la Isla de los Robles?

- Pensaba comprar un pasaje en Buenos Aires, por eso le pregunté si sabía

dónde estaba con exactitud, porque no lo encontré en los mapas.

- Bueno. Bueno. Mmmmm…

- ¿Qué?

- ¿Cómo dijiste que te llamabas? Yo soy un poco despistada sabes.

- Emilia.

- Bueno Emilia, a mí me espera un primo que hace años no veo y que tiene una

enorme casa absolutamente al ñudo porque se ha quedado solo. Él y su

bandoneón, mi querido primo…¿Qué te parece si te quedas unos días con

nosotros mientras averiguamos dónde carajo queda la Isla de los Robles ésa?

- Yo no quisiera molestar Elena. ¿Es molestia? Sí es molestia. Qué voy a hacer

yo con dos primos que no se ven hace años. Primo, dijo, Elena. ¿Verdad?

- Ya sé lo que haremos. Le preguntamos a él y listo. Si no es molestia para él,

la verdad que me gustaría conocerte más.

- ¿En serio? ¿Porque soy gitana?

- No m´hija, no. No porque eres gitana. ¿Eres gitana de verdad?

- (…)

- ¡Pero qué linda risa que tienes carajo! Me haces acordar a mi hija que no era

gitana pero a su manera trató de serlo… ¡Mira! Vamos a aterrizar. Quédate

quieta y callada. Voy a cerrar los ojos si no te molesta….

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Capítulo XVII

Horacio

Tengo naranjas, manzanas y té. Más tarde vendrán Elena y su primo Horacio,

que resultó ser un individuo encantador aunque parece espera, sin apuro, la

muerte, con bandoneón y mansedumbre. Su casa es una quinta con un jardín

florido aunque descuidado porque ya nadie lo atiende como seguramente en

otra época lo atendieron. Lo mimaron. Tanto que todavía preserva su aire

señorial. La casa se parece a las residencias aristocráticas del mar Adriático

donde ahora vive el hermano menor de Raquel. El primo de Elena no es

músico, como pensé en un primer momento cuando Elena le preguntaba si yo

podía acompañarlos durante la semana que estarían juntos en Buenos Aires.

Pensé que era músico porque cuando respondió que sí con naturalidad y hasta

un poco de entusiasmo lo primero que hizo fue tomar mi valija y el violín, pero

el estuche del violín lo abrazó como se abraza a un hijo.

Horacio también perdió un hijo, y de eso hablaban ya sin indignación pero

todavía con dolor cuando recuerdan con Elena otros tiempos en los que parece

que pasaron muy mal. Horacio fue periodista. Pero dijo que un día se cansó.

Buscar la verdad, cualquier tipo de verdad en estos países “empobrece los

bolsillos y agota al alma”, le dijo a Elena. “Entre el populismo, el fascismo y

todavía la mafia nos ha quedado una sociedad sin ideas y sin espíritu”, le dijo a

Elena y yo recordé lo que Daniel, el hermano menor de Raquel, contaba sobre

Yugoslavia, cuando trataba de explicarnos por qué había sido posible que

mataran a mi padre y Elías tan impunemente.

“El problema con la mafia es que no tiene ideología Elena, por eso es tan difícil

combatirla”, le dijo en el único momento en el que, mientras conversaban, me

dio la impresión de estar de más. “Además – le explicó – en la actualidad ya no

es tan sencillo estimular a la gente a actuar en pos de algún ideal, mucho

menos en contra de algo como la mafia, que aunque nos carcoma como

sociedad, actúa con la suficiente inteligencia como para no dejar rastros y

cuando los deja politizarlos, de modo de minimizar las consecuencias

institucionales y así…”

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“En otro tiempo – le dijo hablando a borbotones como se habla con alguien a

quien hace mucho tiempo no se encuentra – alcanzaba con gritar y la gente

venía, se sumaba”. “Así nos fue, dicho sea de paso – le dijo a Elena que lo

escuchaba en silencio – así nos fue”. “Terminamos mal porque jugamos al grito

Elenita, por eso toco el bandoneón y poco más. ¿O te parece que me voy ha

poner a gritar solo?”, le dijo, pero Elena no le respondió porque creo que notó

que yo empezaba a sentirme excluida.

Parece que en estas aldeas hay poca gente preocupada por respetar la ley, ni

la de Dios, ni la de los hombres. No creo que el ángel estuviese preparado para

adaptarse a un mundo así, donde los soñadores no pueden sino terminar como

vagabundos. ¿Y si se ha desmoronado? Cuando con Raquel leíamos en voz

alta el libro “Ios Rákover habla a Dios” y los apuntes sobre un libro de Camus

que estaban en hojas sueltas en su interior decidimos que había algunos

párrafos que en realidad son versos casi bíblicos y los hicimos imprimir tamaño

poster en la Casa del Pueblo. Nos preguntaron de qué se trataba y les dijimos

que de unos versos de un poeta llamado Vallejo que le encantaba a la mamá

de Raquel. La mamá de Raquel nos ayudó a aprender verdaderamente

español porque efectivamente amaba a César Vallejo y para leerlo ella misma

lo había aprendido. Nos cobraron unos pocos florines y nos lo imprimieron

sobre unos restos de papel que contenían muy borrosamente las sombras del

rostro de Marx. Un Marx que reía. Yo nunca había visto un Marx así ni recuerdo

haber visto ningún afiche con ese rostro pegado en los cartelones

propagandísticos de Szeged, para ya a esa altura se veía venir el

desmoronamiento y todo era posible. Incluso que los comunistas imprimieran

un Marx que reía. Cuando la mamá de Raquel vio nuestra obra se le salieron

un montón de lágrimas, “Ustedes imprimieron una metáfora del mundo”, dijo y

recitó solemnemente el texto: “Yo creo en el Dios de Israel pese a todo lo que

Él hizo para que dejara de creer en Él. Creo en sus leyes aunque no pueda

justificar sus acciones. Mi relación con Él ya no es la de un esclavo con su amo

sino la de un discípulo con su maestro. Inclino la frente ante Su grandeza, pero

no voy a besar el látigo con que me azota…”. Al llegar a ese punto se quebró,

pero recomponiéndose a medias continuó leyendo casi en susurros: …”Dios

significa religión, pero su Torá significa un modo de vida, y cuantos más

morimos por ese modo de vida, más inmortal se hace Él”.

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Al observar la mamá de Raquel que su hijo menor había quedado excluido de

la emoción que a los demás nos embargaba tradujo el texto al húngaro. Daniel

entonces con tensa serenidad expresó: “No creo que corresponda morir por

defender ningún modo de vida, así comienzan todos los discursos que alientan

las lógicas de la guerra” y abrazó a su madre para que dejara de lagrimear.

Entonces la mamá de Raquel decidió abrir una botella de Sangre de Toro para

festejar nuestra ocurrencia de enviar esos posters a diferentes direcciones en

la Isla de los Robles y, quizá, para celebrar la entereza de su hijo, que se

atrevió a objetar el texto. “Es una locura simpática”, dijo Daniel, el hermano de

Raquel, y nos prestó el dinero para enviar los posters. ¿Habrán llegado a

alguien en la Isla de los Robles?

Al atardecer de ese día, cuando ya únicamente Raquel y yo quedamos

ensayando en la casa, nos llamó la atención que el comentario de Daniel fuera

bastante similar a los recortes de Albert Camus que el ángel conservaba

adentro de las páginas del libro “Iosl Rákover habla a Dios”.

Camus decía allí que toda ideología que sostuviese la idea de que “el fin

justifica los medios” es incapaz de conducir a una elevación de la condición

humana.

“Occidente todavía no ha comido la porquería que defecó desde la Inquisición

hasta el Holocausto”, le dijo Horacio a Elena, que lo escuchaba con respeto y

admiración infinitos.

“Escúchalo con atención hija, escúchalo con atención”, me dijo Elena y luego le

comentó a Horacio: “¿Sabes que esta belleza es gitana?”

“Seguro, esos ojos no pueden sino ser gitanos”, le respondió Horacio con toda

naturalidad. Y Elena: “¿Ves? Por eso hay que escucharlo con atención. Carajo,

este primo mío”. Horacio le acarició la frente y le puso sobre los labios una

mano que descubrí delicada remarcando el movimiento brevísimo del brazo

con una mueca leve que creo quería decir a Elena que dejara de decir

tonterías.

Como una manzana y tomo té. De este lado del vidrio el sol entibia. No dan

ganas de salir al aire frío de la primavera recién llegada.

- ¿No quieres venir con nosotros Emilia? Me había preguntado Elena.

- No, prefiero descansar y pensar. Respondí automáticamente.

- Pero mira que Buenos Aires es una ciudad bellísima…Insistió Elena.

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- Sí, sé, lo imagino – dije – pero prefiero estar un rato sola. ¿No les molesta

verdad?

- Para nada. Dijo Horacio.

- En absoluto. Dijo Elena.

Y se fueron tomados del brazo.

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Capítulo XVIII

“Titta framot Erik”

- ¿Saben que tienen razón? Sentí una sensación rara en París porque mi

estado de ánimo era el de alguien que está asesinando cosas en su interior,

algo muerto… y por eso medio muerto uno mismo… Durante el viaje en tren

hacia París fui pensando en mí mismo, cosa que no había hecho seriamente

nunca antes…

- ¿Pero tú qué edad tienes?

- Un poco menos de 20.

- Si la edad estuviese en los ojos tendrías un poco más que nosotros…

Dijo Hanna y le ordenó a Erik que mirara para adelante.

- Nunca había andado en un auto tan imponente. ¿Qué marca es?

- Un Volvo 750 GL.

- ¡La puta! ¡Qué lindo nombre! ¿Y ustedes qué edad tienen?

- Yo 27 y ella 26.

- ¿Y por qué muerto? Preguntó Hanna.

- ¿Por qué medio muerto? Un poco ¿no? ¿De verdad quieren saber? … ¡Az

isten bassza meg is a kurva anyádat! Olvidé la guitarra en el cuartucho de atrás

de la casa del dueño del bar… Todavía que me descontó 30 dólares en copas

que le deben haber costado 3.

- ¿Es valiosa la guitarra?

- Bueno. Valiosa…no.

- ¿Acústica?

- Acústica sí. ¿Por qué?

- Porque yo tengo una Yamaha acústica que no sé tocar y que ya no voy a

aprender a tocar…

- Es tuya. Dijo Hanna.

- Es tuya. Repitió Erik.

- No. En Estocolmo lo llamo y le pido que me la mande. La guitarra no es

importante pero adentro dejé unos poemas que me gustaría recuperar.

- Entonces pídele que te mande los papeles porque me parece demasiado

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amarrete como para pagar el envío de la guitarra. Dijo Erik.

- ¿Por qué “medio muerto uno mismo”? Insistió Hanna.

- Casi.

- Casi.

- Porque me dí cuenta que no era judío, ni húngaro, ni rioplatense ni sueco

como ustedes y que por lo tanto tenía un problema, uno serio.

- ¿Y qué tiene que ver eso con Francia? Preguntó Erik.

- Titta framôt Erik. Titta framôt för fan!*1 Dijo Hanna con el brazo extendido

hacia adelante. Y ¡cállate! Agregó.

- No. No con Francia. Pero con las sensaciones que yo esperaba me

impactaran en Francia…y además sentí que los franceses tenían un problema

semejante al mío…estuve poco tiempo, pero sentí eso…y el problema me

parece más serio todavía, tomando en consideración que Francia es un poco

más importante que yo…

- ¿Qué quiere decir consideración? Preguntó Erik.

- ¡Coño. Puta. Merde! Hâll käften *2 Erik.

- Jag vill förstâ honom lika mycket som du, sâ lugna dig Hanna.*3 ¿Qué quiere

decir consideración?

- Take under consideration… Dije un poco sorprendido por la violencia con que

se hablaban.

- ¿Y? Preguntó Hanna.

- Y bueno, se juntaron un muchacho asustado con un país en crisis de

identidad. Capaz que por eso me resultó extraño Paris…

- ¿Y en tu país qué pasa? Preguntó Erik.

- ¿En la Isla de los Robles?

- ¿La Isla de qué? Preguntó Hanna.

- De los Robles.

- Nosotros vivimos en la Isla de los Robles. Dijo Erik.

- ¿Hay un país que se llama la Isla de los Robles? Preguntó Hanna.

- No es un país propiamente, es un lugar que queda cerca de Brasil…

- Ah! ¿Sabes que nosotros vivimos en una isleta próxima a Estocolmo que se

llama Ekerö, que en sueco quiere decir la Isla de los Robles.

- Cuando subí al Volvo me pareció sí que ustedes podían ser ángeles enviados

a mí por Dios.

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- Ángeles en Volvo…rió Erik.

- Ángeles en Volvo sí, dije y reímos todos.

- ¡Ojalá nuestra Isla te haga sentir en la tuya! Dijo Hanna.

Que así sea. Pensé. Y sentí que mi cuerpo reía. Y que la risa le distendía los

músculos. Y mi cuerpo se sintió tan distendido por primera vez en tantos meses

que a los pocos minutos se quedó dormido como una piedra.

- ¡Llegamos a Bruselas! Acá paramos a dejar descansar a mi cabeza, gritó Erik.

Cuando abrí con esfuerzo los ojos Erik y Hanna no sólo no reían sino que me

pareció que tenían los músculos del rostro enrojecidos como si hubiesen

terminado de hacer el amor o discutido. Y yo preferí mirar para afuera. Estiré

los brazos y dije: ¡Comamos, yo pago! Me devolvieron unas sonrisas tiernas y

bajaron apresuradamente del auto.

1.- ¡Mira para adelante en nombre del diablo!.

2.- Cierra la boca

3.- Quiero entenderlo tanto como tú, así que serénate Hanna.

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Capítulo XIX

¿Era de Allende tu papá?

Más allá de que algunos pueblos tienen una necesidad casi existencial por

aprender a comunicarse en lenguas más abarcadoras que las propias, y que

por eso mismo tienen o han aprendido a tener facilidad para absorber otros

lenguajes, hablar en un idioma que no es el propio agota. No es un cansancio

físico, sino una tensión de algún modo afectiva, una tensión con uno mismo

provocada por la inseguridad, por el temor a expresarse ridículamente o lo que

es peor, a no expresarse, a no saber decir lo que se piensa. ¡Vaya! Así vistas

las cosas agota el no ser. Experimenté esa sensación trabajando en Duna, el

restaurante de Erik y Hanna y ellos la experimentaron durante el viaje desde

Barcelona a Estocolmo y luego, pues entre nosotros seguimos

comunicándonos en español por la pura vocación de buena gente que los

caracteriza, ya que bien podrían haberme exigido el inglés, como es costumbre

en la mayoría de los países de Europa, salvo en Francia, cuando se

encuentran gentes que no hablan la misma lengua.

-¿Notaron que en Francia los franceses se niegan a hablar con los extranjeros

en otro idioma que no sea el francés?

- No había reparado en eso. Dijo Hanna, que también sabía francés.

- Pues esa es quizá una de las manifestaciones del orgullo pueril que los está

afectando. A eso me refería también cuando expresaba lo que sentí en París.

El mundo es cada vez más chiquito como encerrase en las fronteras de lo que

se ha sido. Reparé en ello porque se trata de un problema, de una

manifestación que expresa un problema de identidad, que es lo que yo desde

mi muy humilde perspectiva individual venía padeciendo.

- Sí. Re pa re en eso. Dijo Erik.

- Pensamos en ello mientras dormías, sabes. Como no hace mucho me dijo mi

mamá: “Hanna tú eres muy joven para tener problemas con Dios”. Pero tú

dijiste tener problemas de identidad en dos planos: uno religioso y otro

nacional. ¿O eso me pareció entender?

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- Sí. Quizá eso haya dicho sí. Aunque mi padre decía que ya bastante complejo

es ser hombres y que las demás búsquedas de sentido son secundarias por no

decir intrascendentes.

- ¿Era de Allende tu papá? Preguntó Erik.

- No. Yo no soy chileno. Allende era chileno y mi padre era húngaro.

- Ah! Claro. Pero tú naciste en la Isla de los Robles, ese país que dices que

existe cerca de Brasil y que nosotros no encontramos en el mapa. Dijo Hanna

mirando a Erik mirar hacia delante,

- ¿Qué mapa? Pregunté un poco perturbado. ¿Yo había dicho haber nacido en

la Isla de los Robles? ¿Qué confusión neurótica era esa? Hanna abrió un atlas

enciclopédico tipo Michelin en la página correspondiente a América del Sur y

me lo extendió hacia atrás negligentemente.

- La Isla de los Robles es lo que quiero recordar de mi país. Expresé con un

poco de vergüenza mientras le devolvía sin mirar el libraco.

- ¿Es lindo vivir en Brasil? Digo. ¿Cerca de Brasil? Preguntó un Erik al que yo

empezaba a querer.

Dudé entre dormir otro poco o empezar a hablar. Supe inmediatamente que

explicar era repensarme cruelmente a mí mismo. Poner vidrio a mi cara. Y eso

era algo que yo tenía pensado hacer…algún día. ¿Hacerlo prestando atención

a las palabras, al uso de un vocabulario entendible para Erik y Hanna?

¿Repensarme mientras les contaba? ¿Puede uno explicarse a sí mismo en 800

kilómetros que era la distancia que nos separaba de Estocolmo?

- Si quieres dejamos el asunto para cuando estemos cruzando el Báltico.

Propuso Hanna, tocándome por primera vez con su mano blanca.

- - ¡No! Ustedes llevan a un extraño en el auto y les preocupa. ¿Eso discutieron

mientras dormí?

- Mmmm

- Tú no tienes nada que qué preocuparte. Erik pensó…

- Yo no pensé. Yo dije que qué haríamos si no te adaptas a Suecia. Hicimos

este viaje porque atravesamos algunas dificultades de pareja, sabes. Y en

realidad discutíamos porque Hanna no quiere tener hijos hasta cumplir 30

años.

- Me pareció sí que me estaban tratando casi como a un hijo. Dije

esforzándome por sonreir.

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- En absoluto. Y menos Hanna…Empezó a decir Erik, pero se cortó.

- Propongo una cosa… -Se apresuró a decir Hanna acomodándose con las

piernas cruzadas de frente a Erik y dirigiéndose a mí – Odio las palabras

cruzadas… No hablemos todavía de nosotros mismos.

- Sigamos con el tema francés. La respaldo Erik.

- Sigamos. Dije, aprovechando para huir.

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Capítulo XX

La soledad

Los espejos de esta habitación alta y luminosa: ¿albergan fantasmas? Al caer

la noche: ¿Cuántas almas pondrán sus sombras a sentir frío o se reunirán

religiosamente en torno al fuego del hogar? ¿Cómo puede alguien dejarse

estar solo en un silencio tan profundo como este silencio? Agregando música,

claro. ¿Pero un instrumento solo? ¿Y uno tan laberíntico como el bandoneón?

“Cuando se esta solo es imposible no necesitar a Dios”, pensaba papá y por

eso le regaló a la mamá de Raquel una Torá encuadernada en cuero que Elías

tenía guardada como recuerdo de su madre. ¿Por qué Elías se la dio si quería

distanciarlo de la mamá de Raquel? Hay actitudes de algunos hombres que

parecen responder a una disposición a aceptar rupturas con la tradición,

transgresiones, únicamente si son el resultado de gestos valientes, tenaces.

Ya va siendo hora de que Horacio y Elena vuelvan. Empiezo a sentir hambre.

Podría salir. Aunque en realidad lo que debo hacer es controlarme. ¿Y si no

encuentro al poeta? “Te vuelves y basta”, me dijo Raquel. “Llevas suficiente

dinero como para pasar como una reina”. ¿Por qué abuela no habrá querido

que Raquel me acompañase? “Hazte mujer, pero no me olvides” dijo

besándome la frente al despedirme. Actuó como los padres gitanos con sus

hijos varones. ¿Tendré que agradecerle eso? La abuela es sabia. Es sabia a

pesar de que no ha viajado, por lo menos no ella misma. Pero nunca ha estado

sola en su vida. Hasta donde yo sé, ni un rato sola. “Bello es lo que se

necesita”, le dijo Jorska a Iosl Rákover, como dice en broma Raquel que el

“gaje” se llama. “Bello es el infinito”… ¿eh poeta? ¿Y qué cosa es el infinito?

¿El lugar donde no hay nadie? Yo escuché cuando le dijiste a Loren, antes de

que corriera hacia el camerino: “las tribulaciones del alma son sagradas,

respeta tus propios sentimientos que también estarás respetando a Dios”.

¿Eras consciente de que con eso la ayudabas a irse? Pero a Loren no le

importabas tú. Loren odiaba a Elías porque la quería para él y por eso decidió

buscar otra forma de libertad distinta a la que tenía. Bobo. Ni cuenta te diste.

Fuimos juntas a decírtelo a Ujpalota, porque la abuela la obligó a ir y Elías no

se opuso. “No hagas daño en el alma de ese muchacho que ya bastante tiene

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con la violenta ausencia de su padre”, le dijo. Ah! Loren…cómo reímos cuando

la vecina nos dijo que por suerte se había ido “ese putañero” que había

convertido el apartamento “en un prostíbulo internacional”…dijo, mirándonos y

reprobándonos, sobre todo a mí, que todavía no era mujer. ¿No comprendiste

que yo si lo amaba cuando te pedí que golpeáramos en el apartamento de al

lado para averiguar más sobre él? No podías comprenderlo no, seguro. Ni tú ni

nadie me veía todavía como mujer. Pero yo te envidié en silencio. ¿Qué otra

cosa podía hacer? No precisaba experimentarlo, claro, pero ahora que lo

experimento…qué difícil es estar solo…y especialmente inoportuno es estar

solo y ser gitano… Horacio y Elena que ya deberían estar llegando, espero, me

parece que están solos en un momento en el que debe ser terriblemente

horrible estar solo que es cuando se empieza a envejecer. Quizá por eso se

hayan buscado. Se les veía a cada uno en el rostro un deseo tan inmenso de

acoger al otro. “Únicamente se está solo si se deja de mirar a Dios” me dijo la

abuela… ¿A cual de los Dioses me preguntó? ¿A cual? Al que se le quejaba el

“gaje” cuando leía en voz alta: “Muero sereno pero no satisfecho, golpeado

pero no esclavizado, amargado pero no decepcionado, creyente pero no

suplicante, enamorado de Dios pero no un ciego repetidor de “amén” ante Él”.

Me impresionó tanto verlo al borde del arroyo tirar el libro contra el pasto al

concluir la lectura de ese párrafo. Me enterneció tanto cuando lo fue a recoger

cabizbajo y abriendo el libro en una página marcada volvió a leer: “Nosotros los

torturados, los violados, los asfixiados, los enterrados vivos y los quemados

vivos, nosotros los humillados, los ofendidos, los burlados, los asesinados de a

millones, nosotros tenemos derecho a saber: ¿dónde están los límites de tu

paciencia?...

- ¡Habla sola nuestra gitanita, Horacio!

- No Elena. Lee a Zvi Kolitz.

- ¡Hola! Aquí están… ¿Cómo les ha ido?

- A nosotros muy bien. Muy bien. ¿Y a ti?

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Capítulo XXI

La montaña mágica

- ¿Usted leyó a Zvi Kolitz? Pregunté abalanzándome sobre Horacio. Tanto, que

tuve contenerme por el camino para no parecer una “gitanita” impertinente.

Elena se percató de ello y me pareció que lo lamentó. Lamentó que yo me

hubiese contenido. Lo mismo que Horacio. Horacio traía apoyada en su brazo

una bandeja que olía maravillosamente y que colocó sobre la inmensa mesa

del centro de la habitación, donde quedó estropeando la belleza de los adornos

de plata.

- No sólo lo leí. Lo traduje del español al alemán. Exclamó Horacio mientras se

encaminaba hacia la cocina en busca de cubiertos y vajilla.

- Prefiero cenar en la cocina…

- Sí. Esta mesa es demasiado ostentosa. Dijo Elena tomando la bandeja y

empujándome detrás de Horacio. ¿Cómo has estado querida? Me preguntó

mientras nos dirigíamos hacia allí.

- Muy bien Elena, muy bien. Respondí pero Elena es demasiado astuta.

- Tengo buenas noticias para vos. Me dijo casi al oído.

Cuando terminaba de decirlo en algún lugar sonó el teléfono. Yo ni siquiera

había notado la presencia del aparato de modo que al oír el timbre agudo que

venía de un lugar remoto de la casa me asusté como una chiquilla.

- Yo atiendo. Dijo Horacio y trepó dificultosamente por una bellísima escalera

de madera.

- Un pollo mojado no va solo de una parte a otra del mundo Emilia. Y vos ya

estás acá carajo… y no estás sola. Dijo Elena lo más maternalmente que le

salió.

Me sentó en una silla de la cocina, abrió la bandeja, me sirvió un trozo de carne

asada que apenas dejaba espacios en el plato y cuyo olor me sobrecogió y se

sentó a mi lado poniendo sus brazos sobre la mesa y su cara sobre las manos.

“Aliméntate”, me ordenó.

- ¿No sería mejor una ensalada? Inquirí y reímos.

- Así está mejor, dijo y fue en búsqueda de tomates a la heladera.

- ¿Con o sin cáscara? Preguntó.

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“Teníamos hambre, parece”, bromeó Horacio mientras sacaba el tomate de las

manos de Elena y comenzaba a pelarlo él.

“No creas que te alimentamos desinteresadamente”, me explicó Elena

acariciándome al pasar la cabeza y agregó: “Horacio quiere escucharte tocar el

violín”. Como me vio muy ocupada en la “chuleta”, así se llamaba la delicia con

cuyos jugos comenzaba a recuperarme del frío de la soledad, le preguntó a

Horacio si tenía noticias. “Todavía nada”, escuché que decía entonces

aproveché para preguntar a Horacio sobre la traducción que dijo haber hecho

de “Ios Rákover habla a Dios”.

- Fue un pasatiempo que en un momento encontré para no volverme loco.

Comentó, como queriendo no recordar.

Pero dejar de recordar ya no pudo porque Elena no le dio tiempo a olvidar.

- Vamos, cuenta. Pidió.

- Cuando Eva “desapareció”…

- Eva es la hija. Dijo Elena.

- … unos meses después, un amigo de una editorial muy importante me llamó

para decirme que había encontrado para mi un trabajo del cual no podrían

despedirme. Sabía que yo había estudiado en el Colegio Alemán y necesitaba

un traductor para La Montaña Mágica de Thomas Mann. Me trajo las

traducciones que de esa obra ya se habían realizado, se quejó de su calidad y

no me dejó responderle que no. Era un muy buen tipo Jorge Luis, pero la

verdad que traducir a Mann no resultaba lo más indicado para el padre de una

hija desaparecida. Y supongo que no sabría que mi esposa había muerto de

una enfermedad parecida a la que sufre uno de los protagonistas de la

novela… Era Jorge Luis tan entrañable individuo y tan evidente que en realidad

lo que pretendía era ayudarme a sobrevivir que empecé la traducción. Un par

de meses después se apareció en mi casa y luego de dejar unos billetes sobre

esta misma mesa me entregó en la mano un sobre donde dijo que encontraría

los comentarios del propio Mann sobre su novela. Era una conferencia que

Mann dio en 1939 en la Universidad de Princeton y en la cual le pedía a los

estudiantes que leyeran dos veces el texto. Todavía no sé por qué pero me

indignó tanto esa solicitud que ahí mismo dejé de traducir. Sencillamente no

pude traducir una línea más. Cuando lo llamé para contarle lo que me había

pasado y anunciarle que le devolvería el dinero, en la editorial me dijeron que

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se había tenido que ir del país. “Tuvo que viajar al exterior”, me explicó en

realidad la recepcionista, pero con una voz de “tuvo que irse del país” que no

necesité más comentarios para percibirlo. Dos días después, cuando me

predisponía a salir a comprar el periódico resbalé con el libro de Zvi Kolitz.

Alguien lo había logrado deslizar por debajo de la puerta junto a un sobre

Manila dentro del cual había dinero y una esquela. La esquelita tenía letra de

recepcionista y decía: “El mercado editorial en español ha dejado de resultarme

atractivo. Probaré suerte en el alemán. Necesito tu ayuda para montar una

editorial. Verás que este título – que no ha sido traducido – puede resultar una

manera sofisticada de llamar la atención. Un suplicante abrazo, Jorge Luis”.

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Capítulo XXII

Mènage à trois

Un día Erik desapareció. Había encontrado para mí un apartamentito a dos

cuadras del chalet donde vivían con Hanna pero Hanna no dejó que me

mudara.

“Es muy pronto para largarlo a vivir solo”, le dijo y punto. No aceptó discutir

más. En el transcurso de los meses anteriores a mí me había llamado la

atención la persistencia de Erik en presentarme suecas hispanoparlantes. Cada

tanto llegaba a media tarde con una nueva. Pero yo sencillamente me

escabullía. “Tengo que abrir el restaurante”, le decía invariablemente y me iba

un par de horas antes de lo necesario. La desazón de su rostro era

conmovedora. El tenis había dejado a Erik, que no quería ser uno más sino el

nuevo Björn Borg y que como supo pronto por sus rigurosos entrenadores que

no tenía suficientes condiciones, decidió cursar estudios de idiomas para imitar

a Hanna, que además de estudiar lenguas en la Universidad de Estocolmo

siguió –aunque no profesionalmente – jugando al tenis. Erik no. Cuando la

conoció Hanna tomaba clases de guitarra y él decidió que también. Pero no

parecía proponerse compartir las sensaciones del arte con Hanna sino

competir con ella. El problema de Erik en realidad no era Hanna, sino él mismo,

que no podía imaginar su vida sin Hanna. Yo nunca vi a nadie tan enamorado

de una mujer. Y no se puede ser tan buena persona y estar tan enamorado de

una mujer.

“Es difícil ser sueco” me había dicho Erik el día que se largó de un portazo.

“Estoy harta de que seas políticamente correcto todo el día, a toda hora, en

toda circunstancia”, le había gritado Hanna minutos antes.

“No lo entiendo”, me dijo a mí al pasar cuando luego de tomar una campera

salió tras él para intentar detenerlo. Salió con campera y descalza y me regaló

una bellísima sonrisa cuando volvió a entrar para recoger sus botas.

Erik también me había dicho que no entendía a Hanna pero además me lo

había explicado.

- ¿Por qué no me da un solo gusto si yo la amo como no va a amarla nadie, y

no son "romantiqueces", te lo aseguro. Nadie. Me dijo. Y bajando la voz: - No la

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entiendo. No la puedo entender. ¿Sabes lo que quiere hacer para salvar

nuestra pareja? ¿Sabes?

Yo no sabía, aunque creo que Erik creía que yo sabía.

- ¡¡ Pues quiere que tengamos sexo los tres!!

Tuve la delicadeza de no preguntar qué tres y en cambio traté de recordar

cómo era que se le denominaba a esa práctica en francés. Erik le respondió a

mi silencio.

- Un menaje à trois. ¡La muy inocente! ¿No sabe que de esas experiencias no

se puede volver atrás? Sabe sí. ¿Y si es lo que quiere? Se dijo a sí mismo, con

los ojos enrojecidos.

A mi me dio la impresión de que la única forma que tenía de ayudar a Erik, - al

que yo había aprendido a querer creo que más que a Hanna, a la que sin

embargo no negaré en ocasiones deseaba – era tematizando el problema.

- Suecia parece estar atravesando un momento extraño en relación al sexo,

algo como entre la búsqueda de más libertad y la pornografía, un espacio

nuevo. Y sin embargo hay poco erotismo. ¿No te parece raro?

- ¿De qué hablan ustedes? Preguntó interesada Hanna que terminaba de

ducharse.

- De sexo. Respondí rápido para dar tiempo a Erik a recomponerse. Y

pregunté: ¿De quien fue la idea de abrir el Duna?

- Mía. Respondió Hanna velozmente con lo que echó por tierra mi intención de

demostrarle a Erik que en alguna cosa le había dado el gusto.

- Hablábamos de las consecuencias que puede tener practicar el “menaje à

trois”. Dijo de pronto Erik que como casi todos los suecos despreciaba los

discursos elípticos.

- ¿Va? Fôr fan! ¿De qué? ¡En nombre del diablo! Inquirió indignada Hanna.

(Yo me puse en pié con la sana intención de retirarme)

- ¡Siéntate ahí! Me gritó Hanna con un tono de esposa autoritaria del todo

inesperado.

- Siéntate… rogó al verme dudar.

- Acabemos esto. Hablemos. Dijo Erikl,

- Esas cosas no se hablan, casi no se piensan. Ocurren o no ocurren. Le

espetó mirándolo con un poco de odio Hanna.

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Y después le tiró por la cabeza la apreciación sobre lo políticamente correcto y

pasó lo que pasó.

“Me vuelvo a la Isla de los Robles”, le dije un tiempo después, cuando

terminábamos de cerrar el Duna.

“No era necesario que lo dijese poeta”, me dijo con triste ironía, abrazándome,

y sin dejar que le explicara.

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Capítulo XXIII

“I nadearon”

“Yo quisiera no pensar en vos cuando pienso. Quisiera hablar conmigo mismo”.

Dije a mi padre. “Dialogar con tu memoria, no con tu ausencia”.

Durante este viaje que ahora termina lo que quizá buscaba era conquistar el

derecho a hablar conmigo mismo cuando pienso. Parece poca cosa.

“¡Macanas, volar es maravilloso!” Escribió mi padre desde Budapest debajo de

la letra pequeña de mi madre, que unas líneas más arriba había apuntado su

miedo a los aviones. Y un poco más abajo: “Cuando lo hagas verás cuánto

hemos avanzado en el dominio de la naturaleza”.

“¿Hay un pleito entre la naturaleza y el hombre?”, me pregunto. ¿Y si el

ingenuo afán que me ha motivado a buscar, buscándote, un sentido a la

trascendencia del ser, no fuera más que una ilusión?

¿Y si me limitara a gastar el tiempo en el puro oficio de seducir y buscar

placer?

¿El placer del dinero diluye? ¿El goce ilimitado del poder y del sexo diluye?

El viejo Invernizzi, el de pelo blanco, el que “era alto como es lindo ser alto”

pudo haberme respondido con Jeremías (2.5) y capaz que hasta en ladino: "e

anduvieron tras de la nada i nadearon” que las traducciones más modernas, no

respetando integralmente el hebreo pero recogiendo lo sustancial dicen: “e irse

en pos de los ídolos para hacerse tan vanos como ellos”.

El agua quieta copia, borroneadas, temblorosas, las formas de los árboles que

desde arriba la miran… Una piedra basta para distorsionar aún más sus figuras

entonces ya no tan erguidas. Pero al alzar la vista, de nuevo verdes, enhiestos,

reivindican su belleza natural. Quedan ahí. ¿A dónde hay que mirar? ¿Cuál es

la imagen real?

Jorska, un gitano buena gente al que conocí en Hungría dice que lo necesario

es bello y creo que por eso mismo cree que Dios es bello.

Es probable que lo que Jorska desea expresar es que bello es lo puro, como

ciertos estremecedores comentarios infantiles pueden ser puros.

Cuando discutí con Jorska sobre Dios yo le dije que bello es el infinito, pero no

puede ser cierto, porque ¿cómo puede ser bello lo inasible?

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Misterioso quizá, pero no bello. Y si no es bello es imperfecto. De modo que

hemos creado un dios imperfecto que tanto se expresa en el punto que ahora

pisa mi pie como en el infinito. Un dios imperfecto que para trascender como

algo más que una metáfora, debe, finalmente, manifestarse en los otros.

De modo que el problema no es Dios sino los hombres. “Hacer por los hombres

algo más que amarlos”, tal como explicó aquel escritor Paco Espínola del que

me dijiste que “era alto como es lindo ser alto”.

“El tiempo de uno con los otros es el problema”, hijo, sí, recuerdo que dijiste.

- Disculpe joven.

- ¿Sí?

- ¿Podría usted cambiarme de lugar?

- ¿Cambiarle de lugar? Si claro, señora. Se ven apenas luces al aterrizar.

Apenas luces. ¿Pero está usted segura de querer cambiarme el lugar?

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Capítulo XXIV

Los jazmines

¿De dónde viene la fascinación por los espejos? ¿Cómo puede alguien vivir

entre tantos espejos? En la casa de Raquel, al entrar, uno se veía recibido por

dos de ellos y en su cuarto otro permitía observar a quienes se acercaran

desde la puerta. Aquí en lo de Horacio los espejos casi no permiten ocultar el

rostro de las miradas de los otros. ¿Los espejos no perturban la soledad? ¿Qué

devuelven? ¿Qué parte del yo? ¿O es que albergan a los otros idos, a los

ausentes?

En el campamento Loren y yo nos peinábamos ante un espejito que parecía de

cuento de hadas, el resto era pura naturaleza y mobiliario útil. ¿Son útiles los

espejos? No es que me molesten, pero me hacen sentir extraña. Cuando

tocaba anoche la pieza de Bártok Béla que en mi memoria quedó asociada al

“gaje” poeta y a mi padre, sentí que Horacio, observándome, procuraba

sellarme en los espejos. Y a medida que el violín se metía en el aire de la

habitación, quemando oxígeno, como quemaba un fuego pequeño que él

mismo prendió mientras formulaba uno de sus inteligentes comentarios, en

este caso uno sobre los gitanos, la música y las llamas de un fogón, Horacio se

empequeñecía. Elena en cambio, sin tocarme porque sabía que no podía

tocarme, me tocaba.

Yo fui su instrumento de irse lejos, como yo me había ido, tanto que si me

tocaba, una palmada cariñosa que vi que sintió necesidad o deseos de darme,

no me hubiese alcanzado. Pues yo no estaba ahí. Eso es lo que tiene el violín y

sólo el violín – que disculpen los músicos que se pelean con otros instrumentos

– su capacidad de alterar la ubicación de la materia en el espacio. A mí

decididamente no me atraen los espejos. Puedo entender la fascinación que

provocan porque también a mí hay cosas que me fascinan. ¡Ah! ¡El olor de las

carpinterías! Yo me desviaba del camino más directo para llegar desde lo de

Raquel hasta la Casa del Pueblo – y me desviaba bastante – únicamente con

el objeto de pasar por una carpintería y oler el olor de la madera, el aserrín y el

sudor de los hombres que la trabajaban. ¡Y cuando conocí el taller del luthier

de Szeged! Cada vez que había que llevar algún instrumento a reparar yo

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pedía para mí la tarea sólo para volver a oler el olor de las carpinterías. Ese

aroma. ¿Cómo será el olor de la Isla de los Robles? El tuyo poeta lo arrastro en

mí. Cuando quedaste caído sobre mi falda separé los olores de Loren para

sentir los tuyos y me pareció que me envolvía algún tipo de flor desconocida.

“Nos vamos todos para la Isla de Robles tuya”, me despabiló exclamando sin

gritar Elena, mientras entreabría las cortinas y abría los ventanales del cuarto

sin espejos donde dormí y en cuya calidez yo hubiera deseado permanecer un

rato más.

- ¿Qué es ese olor? Le pregunté frotándome los ojos.

- ¿No escuchó lo que dije jovencita? ¡Nos vamos para la Isla de los Robles!

- El olor, el olor. Ese olor… ¿de dónde viene?

- Pero carajo que te dio con el olor…

- Es el olor del “gaje” Elena. ¡Ese es el olor del “gaje”! ¡Istenem!*

- ¿Qué olor de qué “gaje” querida? ¿Dormiste bien? ¡Nos vamos a la Isla de los

Robles! Me gritó ya un poco enfadada al oído.

- “Gaje” le decimos los gitanos a los no gitanos señora “gaje”. Y dormí algo

bien, creo que bastante bien… ¿Me permite? Dije yendo hacia la ventana.

- Ah pues que sí. Ese olor es el más bello de la tierra… Es el olor de los

jazmines que empiezan a florecer.

- ¿Esa flor blanca? ¿Cómo puede una flor blanca tener una fragancia tan

esplendorosa?

- ¿De verdad dormiste bien querida?

- Elena…

- ¿Si?

- Isla de los Robles ¿Dijo?

- Bien dice Horacio. Todos los días se aprende algo nuevo aunque aprenderlo

no sea en ocasiones de mucha utilidad. ¿Tanto les cuesta despertarse a los

gitanos? Isla de los Robles dije sí carajo. Y tutéame por favor, que el “ustedeo”

me hace sentir vieja.

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Capítulo XXV

Ballenas

Cuando bajamos Horacio nos esperaba vestido como quien se viste para viajar

a París. O como yo supongo que alguien debería vestirse para ir a París. Elena

revisó en mi maleta y eligió un vestido rojo. “Es un color que yo ya no puedo

usar”, dijo y me lo extendió tan impositivamente que casi golpea mi rostro. ¡Qué

forma más extraña de reír tiene a veces Elena! Parece que la risa no saliera de

ella. Mientras bajábamos las escaleras iba riendo con los ojos pero los

músculos de la cara se le veían tensos y no sólo no reían sino que parecían

estar sintiendo un dolor intenso que venía de algún lugar profundo del cuerpo.

Al entrar en la habitación principal Horacio tomó la mano de Elena y luego la

mía y a las dos nos dijo, en húngaro: “Kezét Scólom”, que es una forma antigua

y tradicional de saludar caballerosamente y quiere decir: “beso su mano

señora”.

- Tengo noticias: una desagradable y otra esperanzadora. ¿Cuál desea

conocer primero la princesa? Preguntó soltando mi mano y mirándome

completamente en los espejos.

- Informe en el orden que usted desee caballero. Le respondí, continuando el

juego.

- ¡Al carajo con los modales de la aristocracia! Que acá la única reina soy yo.

Dijo Elena y Horacio y yo reímos infantilmente mientras tomábamos las maletas

para evitar ese esfuerzo a la Reina Elena, que bajó la escalinata de salida a la

calle dando saltitos como de bailarina. Pero siguió riendo sólo con los ojos.

- Bien. Dijo Horacio ya dentro del taxi. Viajamos primero a Montevideo, donde

Elena tiene que ir a ver a una hermana que está muy mal de salud y si todo

está bien en dos días seguimos viaje a la casa de mi amigo Jorge Luis en

Punta del Este, que es un balneario cercano adonde me dicen que está la Isla

de los Robles.

- ¿Qué hermana? Pregunté a Elena impidiéndome preguntar a Horacio qué

más sabía sobre la Isla de los Robles.

- Una que cuando tuvo que estar no estuvo. Dijo secamente una Elena que

desconocí y que sin embargo volvió a reír con los ojos cuando le ordenó a

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Horacio que me explicase qué más había averiguado sobre la Isla de los

Robles.

- Hasta donde sabemos no hay Isla de los Robles ni Bahía de las Tres Marías

pero sí hubo Isla de los Robles y quizá Bahía de las Tres Marías. Los vecinos

de un balneario donde tenía su rancho un dirigente político que hoy figura como

“detenido – desaparecido”…

- Sí. El padre del “gaje” estaba “desaparecido”.

- “Gaje” llaman los gitanos a los nos gitanos… Dijo Elena, como si tal cosa.

- ….los vecinos de ese lugar parece que llaman al Balneario con el nombre de

la Isla de los Robles y a una ensenada rocosa que desde el rancho se ve con el

nombre de Bahía de las Tres Marías pero por razones que todavía no supieron

decirme no son ésos los nombres con los cuales figuran en los mapas.

- Les pido que no se rían. ¿Prometen?

- Seguro. Respondió por los dos Elena, jovialmente.

- ¿En algún momento del año hay ballenas en esas aguas?

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Capítulo XXVI

Nieve

Emilia tiene los ojos negros. Negros como negros son los rinconcitos de la

bóveda del cielo donde imagino se mueve el tiempo. Y el cabello negrísimo y

oscuro y con mechas casi azules. ¿Por qué pensé en Emilia cuando busqué

una imagen para recordar Hungría? ¿Y por qué se me plantan ante los ojos de

adentro los tonos amarillos, quemados, ocres, de las hojas de los álamos

detrás de la mirada de la anciana que me quiso en Szeged? Pues quizá porque

esa vieja me quiso. Apenas me vio esa anciana supo algo de mí que yo no

sabía. El otoño a orillas del río Tisza, Emilia y la anciana gitana que

seguramente me hizo el bien de ojos. Hungría quedó eso.

Yo leía “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez, el único libro en español que

encontré en la biblioteca de Ekerö y al terminar de leer ese primer párrafo en el

que Jiménez dibuja el mundo infantil, esponjoso y tierno como el pelo del burro,

a mí se me puso Emilia en la memoria. Buena parte de las impresiones en

principio ilógicas que nos interpelan desde la memoria son laberínticas y

misteriosas. La memoria preserva detalles que la ansiedad con que

enfrentamos lo cotidiano no permite registremos en el momento en el que los

observamos.

Emilia pasaba el grafito de sus lápices de colores por una barra de chocolate y

luego dibujaba. La forma en que mi abuela pinchaba con un escarbadientes los

escones unos minutos antes de sacarlos del horno. La amplitud muscular de la

risa de mi tía feroz cuando reía por nada, por el gusto de reír esporádicamente.

El miedo de Hanna cuando quedamos solos: nunca antes había andado tan

vestida por adentro de la casa.

El azul tembloroso como mar inquieto de los ojos de mi padre cuando tomaba

de tanto en tanto alcohol. Los labios de mi madre apretados hasta el hueso

cuando al retirarnos sin novedades de los cuarteles donde buscábamos a

Eduardo Bleier evitaba llorar delante de mí. La memoria preserva, escindidos,

trozos de lo que vemos con el alma.

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Cuando releí lo escrito pensé: “lo que Emilia me ha contado y yo traté de contar

a través de ella será mejor que sea ella quien lo corrija, desde su sensibilidad y

con su tempo musical.

Lo que he escrito yo no tiene corrección.”

Cuando Hanna me llevó a Arlanda, el aeropuerto de Estocolmo, yo observaba

la nieve recién caída sobre la copa de los pinos y trataba de imaginar qué

imagen de mi niñez que empezaba a quedar completamente atrás podía

compararse con esa blancura. ¿La piel de quién? Pensé. Vaya a saber por qué

razones de la mente. ¿La piel de mi padre enterrado con cal viva por sus

asesinos que con ello buscaron eliminar su rastro? ¡Pobre nieve! ¡Pobre

blanco! ¡Pobre piel! ¿Cómo iban a quedar representando tanta crueldad?

¿Menciona la palabra nieve Juan Ramón Jiménez en el primer párrafo de

Platero y yo?

Cuando Hanna vio que de mis ojos emanaban fantasmas amagó formular una

pregunta que evite exigiéndole: “titta framot Hanna”. Y ella me respondió que el

que tenía que mirar para adelante era yo. “Pero lejos, más lejos que mañana”,

me dijo.

- Adelante puede no haber nada, no seas mala Hanna. No me trates como a un

niño. Afirmé por afirmar.

Y ella me miró como diciendo aunque no dijo, apenas me besó con una ternura

propia de un ser humano bueno: - “hay otras almas, hay preguntas, hay

cuerpos, hay creaciones”…

Y tenía razón.

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Capítulo XXVII

La Isla de los Robles

“La mujer violín que sólo suena con uno no existe”. Pensé sin querer mientras

caminaba con Emilia por la Isla de los Robles.

No conozco hombre alguno que no se acobarde frente a la proximidad del

amor.

“La mujer violín que sólo suena con uno no existe”, volvió a susurrar en mi oído

el maestro Tola Invernizzi mientras yo hurgaba en la búsqueda de las mejores

palabras para entusiasmar a Emilia a encariñarse o no decepcionarse con un

mundo que fue un paraíso pero del que sólo habían quedado, dispersos entre

los matorrales: restos de ladrillos, tejas quebradas, maderas corroídas.

La Isla de los Robles fue destruida una tarde de invierno de la que casi nadie

guardó memoria. Quedó la presencia del mar. Quedó el mar. El paisaje.

“La mujer violín… Pensé ayer nomás, cuando sinuosa y frágil como los

músculos de una bailarina en la sala de masajes Emilia se retiraba molesta a

llorar su rabia en los brazos de Elena. Y también lo tuve presente, claro que lo

tuve presente, luego, al amarla.

- ¿Por qué inventaste las ballenas poeta?

- A veces hay sabes. Quise ballenas cuando en realidad con más frecuencia

hay toninas, delfines.

- ¿Y cantan por lo menos esas toninas? ¿Esos delfines?

- Acá. Desde este punto: ¿qué observás?

- ¡Una ballena de piedra!

- ¿Ves? Así se llama este paisaje: Punta Ballena. De niño quise que el nombre

respondiese a los avistamientos de ballenas…en la infancia podemos diseñar

lugares tan reales y sinuosos como el mar…

Elena, que pretendiendo protegerla nos espió la noche en que nos re-

conocimos le comentó luego a Emilia – al pasar -, mientras discutían sobre qué

hacer con un perro abandonado que se les había adherido –al carajo con los

perros, le dijo- algo sobre lo que desde lejos había visto.

- Ven. Mira desde acá. En ese pedacito de cielo, debajo de la luna, en ese

pedacito de cielo que las copas de los árboles y las rocas dejan ver… ¿Qué

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ves?

- Tres estrellas…tres estrellas solitas en hilera.

“Desde lejos parecían bichos salidos del agua, cuerpos latiendo a media luz.

Puta qué lindo. Era como si intentaran desvanecerse en la luz de la luna,

sorberla”, le dijo Elena a Emilia, riendo con los ojos y la cara.

“¡Qué desfachatada!” Comenté a Emilia cuando un poco avergonzada me lo

contó. “No es que te tuviera miedo”. Se excusó. ¿Pero cómo saber cual era tu

estado ahora?

“La mujer violín que sólo suena con uno no existe”… ciertamente. Ocurre que

el hombre bandoneón, que únicamente se lamentara, temblando, no puede ser

capaz de producir ningún encantamiento.

- ¿Adónde vas Emilia?

Le pregunté cuando luego de tocar a Bártok en la playa enfundó el violín y sin

esperarme comenzó a caminar hacia las rocas.

- Voy para la Isla de los Robles… ¿Vienes? Dijo.

Y yo dejé de recordar.

Gerardo Bleier

Fin de Isla de los Robles, la primera parte de Cráneo de Vaca.

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