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13 Corajes que atraviesan portadas Marcelo Percia Publicación Este libro narra modos de obrar de trabajadoras y trabajadores del hospital Domingo Cabred, amparados en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida impulsado desde 1999 por el Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires. Experiencias, también, pensadas en colaboración con un Equipo de Capacitación de la Escuela Superior de Sanidad de la Provincia de Buenos Aires y un Grupo de Investigación de la Facultad de Psicología UBA que dirige el Proyecto UBACyT (2014-2017) Representaciones de Sujeto y Subjetividad en el mo- vimiento de “Lo Grupal” en la Argentina: presupuestos teóricos y consecuencias clínicas, institucionales, éticas, políticas. Lo público Este libro da cuenta de una intervención entre un equipo clínico en un hospital público y un equipo de investigación de una universidad pública. Intervención que obliga a pensar qué urge hacer y pensar en los espacios públicos. Hospitales y universidades públicas representan orgullos de la vida en común. Tejidos de solidaridades tramadas en la histo- ria. Tiempos en los que, todavía, los Estados dicen garantizar el derecho a la hospitalidad y al saber.

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Corajes que atraviesan portadas

Marcelo Percia

Publicación

Este libro narra modos de obrar de trabajadoras y trabajadores del hospital Domingo Cabred, amparados en el Programa de Rehabilitación y Externación Asistida impulsado desde 1999 por el Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires.

Experiencias, también, pensadas en colaboración con un Equipo de Capacitación de la Escuela Superior de Sanidad de la Provincia de Buenos Aires y un Grupo de Investigación de la Facultad de Psicología UBA que dirige el Proyecto UBACyT (2014-2017) Representaciones de Sujeto y Subjetividad en el mo-vimiento de “Lo Grupal” en la Argentina: presupuestos teóricos y consecuencias clínicas, institucionales, éticas, políticas.

Lo público

Este libro da cuenta de una intervención entre un equipo clínico en un hospital público y un equipo de investigación de una universidad pública.

Intervención que obliga a pensar qué urge hacer y pensar en los espacios públicos.

Hospitales y universidades públicas representan orgullos de la vida en común. Tejidos de solidaridades tramadas en la histo-ria. Tiempos en los que, todavía, los Estados dicen garantizar el derecho a la hospitalidad y al saber.

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Cotidianeidades

Cuestionar manicomios supone impugnar cotidianeidades so-ciales que construyen esos muros.

Se necesitan hospitales que alojen, por un tiempo, vidas que la están pasando mal. Lugares en los barrios en los que pueda hacerse escuchar el malestar. Equipos dispuestos a movilizarse ante el llamado de una madre, un hermano, una hija, un ami-go, una vecina. Acompañantes con los que se pueda contar en las noches y los días de desesperación. Tramas comunitarias que ejerciten cercanías con el dolor haciendo música, plástica, cine, literatura, carpintería, charlando o cocinando en una olla popular.

Pero, no solo eso.

Esos muros se construyen con injusticias y desigualdades. Abusando y violando cuerpos que tiemblan de miedo. Con sufrimientos aspirados por encendedores y pegamentos, ciga-rros, alcoholes y polvos.

Esos muros se levantan con ideales de éxitos propietarios: za-patillas, camperas, motos, autos, casas.

Esos muros se levantan con cuerpos dóciles, vejados, sumisos.

Esos muros se levantan con modelos sexuales y morales del buen desempeño que tiranizan.

Esos muros se levantan sobre arideces, amores lastimados y amistades quebradas. Territorios secos en los que hasta el de-seo de hablar se ha retirado.

Entonces, cuando se cuestionan manicomios se impugna la cotidianeidad social, se interroga la vida tal como la conoce-mos. Se objetan, incluso, complicidades de las enseñanzas universitarias.

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Consentimientos

Dos sintagmas decisivos alojan la vida en los últimos años: Nunca más y Ni una menos.

Manicomios no tendrían que haber ocurrido. Tampoco genoci-dios ni ensañamientos contra las mujeres.

Manicomios, terror de Estado, violencia patriarcal, interrogan qué consentimientos hicieron y hacen posible lo que no tendría que haber ocurrido.

Consentimientos realizan acciones escurridizas.

Admiten como posible la existencia paralela de lo que no aprueban, dicen: “Los manicomios representan lugares horrorosos, no trabajo en ellos”.

Consentimientos se cubren con babas bonachonas.

Para mostrarse ecuánimes, hasta argumentan razones que ex-plican lo inexplicable.

Los escritos de este libro soportan la sospecha trágica de que siempre se puede condescender con lo intolerable, incluso sin darse cuenta.

También agitan una pregunta: ¿por qué unas cuantas sensibi-lidades sueltas deciden comprometerse a hacer algo en donde se dice que no se puede nada?

Encierros

Se vuelve a decir en este libro una cosa que ya se sabe: la in-ternación por unos días de una vida estallada se ofrece como último recurso clínico.

Encierros, aislamientos, abandonos, expresan dejadeces de la civilización.

Normalidades esconden que no saben qué hacer con intensi-dades que se alzan por encima de los muros de las sensateces.

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Des-internarse del manicomio, ¿para volver a internarse en la malla cotidiana de obligaciones, normativas y consumos de la vida en común?

No solo se trata de terminar con los manicomios, sino de im-pugnar todas las formas de encierro.

No hay que olvidar que las desidias comunitarias alientan multitudes de encierros que el habla del capital necesita para sostener su mundo feliz.

Este libro narra cómo vidas comienzan a salir del manicomio escribiendo cartas: mensajes de aliento a otras vidas encerra-das. O tomando la decisión de tener dientes o comprarse una camisa.

Dignidades no manicomiales residen en pequeñas cosas.

La demasiada vida

Que las internaciones prolongadas en manicomios se tienen que terminar se sabe desde mediados del siglo veinte.

Pero no se sabe qué hacer con demasías fuera de los encierros. No se sabe cómo vivir en una casa o entre vecinos cuando irrumpen sentimientos desbordados. No se sabe cómo com-partir los días cuando estallan emociones violentas que dan miedo o cuando una sensibilidad intimidada ve amenazas por todas partes.

No se sabe cómo suavizar impulsos heridos en curtidas pieles del dolor.

Hasta ahora, los fármacos solo consiguen, por momentos, dosi-ficar, adormecer, enlentecer la demasiada vida.

La barrera de la portada

Este libro llama equipo a “la experiencia inmensa de reencontrarnos con el coraje necesario para atravesar, cada día, la portada”.

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La barrera de la portada del hospital recuerda la frágil consis-tencia de los vallados de la civilización.

¿Se necesitan corajes para abismarse en los manicomios?

Corajes que se necesitan no se tienen, se suponen en una com-pañera o compañero de equipo, se suponen en vidas interna-das que concurren a un taller, a una asamblea, a una juntada.

Clínicas insurgentes suponen corajes que no poseen.

Crónicos

En el manicomio el vocablo crónicos declara vidas acabadas, carcomidas por males definitivos, intratables.

Un adjetivo plural que sentencia existencias incurables, casi inexistentes, condenadas a la mera sobrevivencia.

Mansedumbres

Manicomios no aprueban querellas de orgullos ni despliegues grandiosos de vidas caídas en el encierro, prefieren manse-dumbres y complacencias que no generan conflictos.

Lo mismo que prefiere el habla del capital.

Este libro (que se escribe contra los manicomios) reconoce, sin embargo, que para muchas vidas ese perímetro, que concentra horrores y abandonos, se habita como la única casa con la que se cuenta.

A veces, desamparos se acurrucan en la docilidad del miedo.

Se lee en este libro que una sensibilidad deseosa de partir del hospital lleva consigo una hojita doblada en cuatro con la firma del director que dice: “Reserva del mismo lugar de internación. Validez: Un año”.

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Dolores que se arraigan

Cuando entusiasmos en un equipo no tienen ganas de ir a trabajar, les duele la cabeza, andan con contracturas, se sien-ten heridos por descalificaciones, no les alcanza la plata; esos malestares que se enraízan en los cuerpos pertenecen a la ta-rea. Aunque eso no se pueda, se quiera o se sepa pensar en el momento.

Pero lo que llamamos tarea no se reduce solo al obrar en común de quienes se proponen acompañar vidas de dolor.

Los equipos clínicos devienen membranas acústicas receptoras de nerviosismos de la ciudad, de estruendosos choques de las luchas de poder, de ruidosos espasmos en el concierto moral, de lejanos y cercanos ecos de la cantinela del capital.

Como diría Pichon-Rivière (1971) una tarea no solo reside en cómo un equipo alcanza lo que se propone, sino en cómo esas vehemencias dispersas vibran alcanzadas por ondas expan-sivas que sus acciones absorben y desencadenan por todas partes.

Sensibilidades echan raíces, a veces, en palabras que piensan en común lo que les está pasando; otras, en el silencio; otras, en rivalidades que luchan por reconocimientos.

Intenciones desahuciadas

Se relata en este libro cómo lenguas automatizadas en los encie-rros sueltan frases que provienen de historias borradas: ¿Vino mi papá? ¿Cuándo voy a salir de acá? ¡Quiero que me devuelvan mi casa, mi barco, mi avioneta!

Manicomios se burlan de los saberes, descreen del valor de la palabra, de la potencia de quienes se dan cita para hablar la vida.

Ridiculizan la obsesión por conversar con la que llegan estu-diantes de psicología que se enamoran del psicoanálisis.

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Pero los cuerpos confinados hablan, hablan de cualquier mane-ra: lo hacen en lenguas desolladas, enmudecidas, saturadas de excitación, insomnes y adormecidas.

Aún así, están ahí: escupen lenguas rotas o descargan cascadas interminables.

En ocasiones, pronuncian palabras que duelen, que dicen infi-nitas ternuras.

Risas

Se cuenta en este libro el momento en que una asamblea entera ríe: el instante en común de disímiles carcajadas ruidosas.

Segundos logrados en el que risas que ríen de las desgracias desarman goces que parasitan todos los sufrimientos.

Estigmas

Vidas fuera de los manicomios impugnan formas de lo común tal como las conocemos.

Estigmas labran los cuerpos.

Se cuenta en este libro que nadie quiere decir que estuvo en un loquero.

Que muchas retracciones tratan de ocultar las marcas infaman-tes de los encierros.

Decir que se estuvo en un manicomio equivale a declararse portador de demasías.

¿Nadie quiere tener vecindad con ese peligro?

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Clínicas insurgentes

Se las llama así porque intentan sublevarse contra hábitos pro-fesionales: de las psiquiatrías, enfermerías, psicologías, traba-jos sociales.

Clínicas en las que se mezclan disciplinas y especialidades.

Clínicas que se sumergen en estados deliberativos que desem-bocan en súbitos pavores y súbitas intervenciones.

Pavores suscitados por la sospecha de que no nacimos para este trabajo e intervenciones que se desprenden después de darnos cuenta de que estamos pensando algo que nadie entiende del todo.

No saber qué

Este libro declara eso que las clínicas no suelen decir: a veces, los tratamientos no van ni para adelante ni para atrás.

Pero ¿hacia dónde tendrían que ir? ¿En búsqueda del ideal de salud? ¿En persecución de un estado completo de bienestar físico, mental y social? ¿Encaminados hacia un modelo moral que obli-ga a que seamos felices?

Pero ¿cómo pensar bienestar o felicidad sin los patrones que el habla del capital difunde?

¿Cómo enseñanzas universitarias y políticas de salud podrían ir más allá de solicitar resignación y paciencia a las vidas excluidas y no encastradas en la fiesta exclusiva del capital?

Escritos de esta publicación admiten que consiguen poco o logran cosas solo por un tiempo (aunque, a veces, esos lapsos duren uno, cinco, diez años).

Compulsiones al éxito, que dominan inercias terapéuticas, confunden.

Clínicas están obligadas a preguntarse qué pasa cuando no pasa nada. Y, también, a interrogar si, a veces, una vida que no

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va para atrás ni para adelante, no procura asentarse en el tiempo que requieren las convalecencias.

Convalecencias de una época, de modos de vivir en común, de poderes que terminan postrando lo que no logran disciplinar.

En numerosas ocasiones, en el equipo, se quiere hacer algo por otra vida, pero no se sabe qué: se necesita aprender ese no saber qué.

No se sabe qué porque no hay un qué hacer por otra vida. Se hace, entonces, un no hacer que se ofrece como relevo activo de una espera.

Disponibilidad que dona tiempo, que suaviza acariciando el ahora, mientras dice, dándose en el presente, que tal vez no se pueda vivir sin dolor.

Infinitivos clínicos que se narran en este libro se conjugan en presente: en lo que se hace en el momento que se está viviendo. No hay otro tiempo para quienes sufren.

Clínicas que apuestan a estar ahí, quizás solo para dulcificar presentes que vislumbran que lo venidero puede advenir des-pejado, a pesar del dolor.

Al final, como advertía Foucault, discursos del buen vivir, del buen sentir, del buen comer, del buen placer, del buen cuerpo, de la buena salud, de la buena sociabilidad, realizan el control político de las energías vivientes.

Extorsiones pasionales del habla del capital.

No alcanza con cuestionar privilegios del tener por sobre el ser: ser y tener componen ficciones semejantes. Condiciones de existencia imperantes. El asunto reside en imaginar una vida en común en la que no se tenga ni se sea, en la que se pueda estar, así, sin más.

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Rehabilitaciones

No se trata de rehabilitar sensibilidades falladas, deficientes, analfabetas comunitarias, sino de habilitar intensidades des-acostumbradas, abruptas, inoportunas para la vida en común.

Se trata de habilitar afectos indomesticables, memorias insom-nes, penas irreparables.

Habilitar fricciones que convivan, insensateces que choquen, conjuros y rituales inútiles, suciedades reparadoras.

Lo mismo sucede con la idea de recuperación. Tampoco se pretende recuperar algo que antes alguien tenía: volver a una normalidad perdida.

Clínicas insurgentes intentan sacudir oportunidades, agitar deseos, tentar entusiasmos, desentumecer demasías.

Si se suprimen demasías, se cancela la vida. El enunciado la demasiada vida se ofrece como redundancia. No hay vida sin demasías.

Usuarios

En este libro se lee que un equipo se compone con trabajadores y usuarios.

Nombrar a diferentes compromisos que participan en un equi-po (profesionales o no) como trabajadores, cuestiona jerarquías y gradaciones que subordinan pensamientos clínicos a relacio-nes de poder.

Nombrar vidas que sufren como usuarias, cuestiona estigmas de pasividad, necesidad de tutela y pérdida de derechos que, a veces, carga la palabra paciente.

Sin embargo, el vocablo paciente, si no queda confinado a la paciencia (especie de tolerancia resignada, conformidad, doci-lidad enlentecida), alude a sensibilidades que soportan algo que duele.

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Sensibilidades que habitan demasías, a veces, las sufren.

Cómo nombrar vidas que se atienden

¿Cuerpos vejados, ternuras abusadas, violencias agazapadas?

Clínicas sublevadas contra diagnósticos de los manuales sos-tienen la pregunta sobre cómo nombrar vidas que se atienden.

Insurgencias clínicas tienen la responsabilidad de conocer con precisión lo que rechazan.

A no saber cómo nombrar se aprende, más que por las innu-merables frustraciones, por el sentido respeto por lo irreducti-ble que otra soledad habita.

No saber nombrar no equivale a difundir vaguedades ni a nombrar sin saber.

Se trata de aprender a pensar lo sin nombre: dolores laceran-tes, pérdidas que no terminan, litigios insuperables.

Donde se acostumbra a informar que el paciente padece delirios místicos con vivencias paranoides o que no tiene conciencia de enfer-medad, este libro no se priva de narrar que alguien cuenta con el reconocimiento afectuoso de sus vecinos o que a pesar de que se enoja por la incomprensión de sus compañeros, logra acuerdos con ellos.

No se trata solo de otra manera de decir.

Nuevos manuales diagnósticos y estadísticos de trastornos mentales (DSM) amplían el espectro de enfermedades posi-bles, pero no pueden (aún con los casi cuatrocientos diagnós-ticos que enumeran) dar con el secreto de las intensidades que habitan demasías.

Se lee en este libro: “Quienes viven en Luján, en Open Door, o en cercanías, alquilan. Hoy son, entonces, inquilinos, caseros, morado-res, convivientes, socios, vecinos, clientes, estudiantes, externados, amigos, ciudadanos, compañeros, jóvenes, ancianos, hombres”.

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También, en el taller de radio, se subvierten hábitos que nom-bran cuando pacientes advienen locutores, columnistas, corres-ponsales, entrevistadores, cantantes, contadores de chistes.

Así como en las prácticas del taller audiovisual, en un mo-mento, queda rebasada la relación coordinadores del taller y pacientes cuando todas esas presencias se vuelven productores de una película.

Grupo de enlaces y desenlaces

A veces, soledades se enlazan entre sí para que no las arrasen vendavales o maremotos.

En distintos pasajes de este libro se hace referencia al grupo de los jueves o grupo de lazos como un lugar a donde pueden ir quienes se proponen salir del hospital.

Como espacio de inmersión en el tiempo que avanza dando pasos pequeños.

Como abracadabra de un porvenir que no se vislumbre enca-denado a un único plan.

Se lee en este libro: “A veces, algún recién llegado al grupo, muy suelto de cuerpo dice: ‘Yo vengo a que me consigan una casa’, y en-tonces, ahí, esa palabra se empieza a escuchar como catarata que salta de boca en boca entre participantes y trabajadores: ‘Noooo pará, pará, esto es un proceso’. O ‘El proceso recién empieza’. O ‘Lleva tiempo el proceso’. O ‘Despacito… que esto es un proceso…’”.

La idea de proceso pone en marcha movimientos.

La cosa no consiste en demandar la gracia de una divinidad ni en sentarse en una silla hasta que llegue la solución.

No se trata de jueves de esperanzas. Esperanzas pretenden recibir lo que anhelan o creen que merecen. Deseos no se mecen en alientos ilusionados, se dan pulsando la vida sin garantías.

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Se relata en este libro que en esas concurrencias algunas afecti-vidades se conocen escuchándose hablar, y que también se eligen y se separan de repente.

Crónicas interrogadas

Las crónicas que se leen en esta publicación recogen anota-ciones de cosas dichas en reuniones de un equipo clínico, en asambleas en pabellones, en primeros encuentros realizados con enfermeras y enfermeros.

Insurgencias clínicas interrogan, pero no practican interroga-torios. Ponen en cuestión lo que se piensa como surgentes de aguas dudosas.

Las preguntas tienen que sortear cientos de distracciones del yo pienso hasta dar con estados impersonales de las ideas.

Interrogaciones interrogan voces que habitan hábitos profesionalizados.

Interrogaciones preguntan y se preguntan hasta desprenderse de las arrogancias de las respuestas.

Las crónicas terminan sin concluir cuando alguien se cansa de escribir.

Habrá suspicacias que confundan este respeto por lo inacaba-do con insolvencias.

Clínicas insurgentes interrogan lo que hacen, lo que han he-cho, lo que harán, sin disolver la acuciante inquietud de que, al cabo, no se sabe del todo lo que se está haciendo.

Ese no saber del todo no se ofrece como excusa, por el contrario: demanda infatigables insurgencias.

Pero para que la interrogación horade pensamientos, se necesi-tan confianzas que suelten lenguas, altiveces que se desarmen, reclamos de amor sosegados, poderes que cedan autoridad a las preguntas.

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Gato encerrado

¿Bolsas con piezas de valor disimuladas entre las ropas?

Presencias escondidas, sospechas de cosas ocultas, ruidos raros que suenan como alarmas, tímidas denuncias de lo acallado.

El psicoanálisis introdujo la presunción de que las criaturas ha-blantes se desdoblan como si se tratara de unidades divididas.

Sensibilidades, ¿se dividen?, ¿se fragmentan? ¿O velan la de-masiada vida atenuándola, separando luces de sombras, tierra de agua, aire de fuego, yo de tú, ellos de nosotros, olvidos de memorias?

Sensibilidades reciben la vida y actúan en ella: se sienten afec-tadas y la afectan iluminándola con caricias, abrazos, prome-sas. La afectan, también, con alcoholes y navajas. La afectan con descansos y pesadillas.

Así, algunas soledades alojan demasías y las abrigan insomnes.

Como lo acontecido no se guarda en una supuesta interioridad ni en la memoria de un supuesto yo o sí mismo, a veces se posa en una heladera con freezer como tótem, monolito, termostato que sirve para mantener algo callado.

Se narra en este libro que secretos que no se atesoran o se olvi-dan en una supuesta memoria personal: se posan en la inocencia de las cosas.

Precauciones

Después del manicomio, el equipo clínico presiente peligros en todas partes.

¿Se atienden vidas minadas que conservan intactos detonantes cifrados?

¿Se atienden vidas que absorben esquirlas de una comunidad detonada?

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Visitas

Se visita una casa, ¿para inspeccionar, vigilar, controlar? ¿Para cuidar, contener, acompañar?

Niñas y niños nacidos en la década del cincuenta del siglo pa-sado jugaban a las visitas. Una participante iba de visita a la casa de otra acompañada de su hijo pequeño. La anfitriona que poseía diminutas piezas de té, llenaba las tacitas con su tetera de juguete. A veces, un chocolatín cortado en pequeños trozos simulaba enormes porciones de una suculenta torta. Así, el juego consistía en tomar el té y hablar de nimiedades como si se tratara de personas grandes. El de las visitas ocurría como juego conversacional.

Las visitas componen una clínica de la convivencia: ¿cómo va la vida después del hospital?, ¿cómo van las noches y los días, la casa y el barrio, los compañeros y los vecinos?

Demasías acampan en nimiedades.

Insignificancias y pequeñeces alojan tormentas.

Una persona enseña al equipo que, si quiere acompañarlo, tiene que dejar de mirar sus ollas sucias por un año.

Si la buscada ajenidad de la visita no impone normas del buen vivir ni consiente malestares que se van instalando, puede re-novar condiciones para que se pongan en cuestión relaciones de poder que rigidizan convivencias.

El mínimo comentario de la visita sobre que en la casa hace frío, de pronto, deshiela tensiones y disputas.

A veces, no se visita a alguien en la casa, sino en un hospital en el que está internado por una apendicitis o por haberse ti-rado de un puente sin haber dado antes una señal de alarma. También se acude a una comisaría cuando detienen a alguien por tener conductas raras en una plaza (como, durante horas, vociferar contra el gobierno).

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Escuchas interferidas

Después de los manicomios acontecen clínicas interferidas.

Pero interferidas no por obstáculos, sino por desvíos inespera-dos de preguntas inauditas.

Interferidas, como gustaba decir a Gregorio Kaminsky, heridas de tanta vida.

Saberes no sabidos

Lo sabido se vuelve no sabido gracias a la represión, la nega-ción, la desmentida, el olvido.

La represión oculta lo sabido, lo disfraza, lo disimula.

La negación lo suprime como si no hubiera existido nunca.

La desmentida lo admite devaluado, desestimado, dudando de su percepción.

El olvido suspende lo vivido alambrándolo alrededor de una laguna o pequeño agujero en la memoria.

La expresión un saber no sabido se hereda del psicoanálisis.

En cada sensibilidad habitan innumerables saberes no sabidos. Desde cómo sanarse de infinitas bacterias, alojar huéspedes virales, hasta absorber angustias sin representación.

Saberes no sabidos transportan memorias de millones de años.

No solo lo vivido

Después de los manicomios vuelve a agitarse lo acontecido.

Clínicas que se narran en este libro distinguen, en aquello que pasó, lo acontecido de lo vivido.

Lo acontecido no se compone solo de lo vivido.

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Lo vivido sucede como lo percibido, lo recordado, lo que se puede o no contar.

Lo vivido ocurre editado.

Mientras que lo acontecido sigue pasando en lo que pasó: inago-table, inenarrable, sin edición definitiva.

Lo acontecido está ahí como una fuerza intacta que presiona en lo vivido.

Lo vivido maravilla en su inmensidad, pero lo acontecido des-borda la inmensidad y extiende sin límites cada maravilla.

Lo vivido emociona y hace temblar, pero lo acontecido ensan-cha las emociones hasta fundirlas en el aire haciendo estreme-cer espumas del tiempo.

Lo acontecido fantasmea la vida

En lo acontecido se presienten vidas paralelas, existencias ple-gadas en las arrugas de los sentimientos, portales de ingreso a otros mundos.

Se conjeturan fantasmas animando concreciones raras: las de lo temido, las de lo inefable, las de lo que queda entre la vida y la muerte.

El verbo fantasmear, que emplea J. L. Ortiz, conjuga potencias que enrarecen lo sabido hasta volverlo no sabido.

Medicaciones

No somos: nacemos muchas veces en sensibilidades que vibran en sustancias que conectan impulsos en redes nerviosas entra-madas durante millones de años. Sin contar infinitas fricciones o estancias entre cuerpos que respiran, cercanos y lejanos, flu-jos de vida.

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Soledades no conectan con otras soledades de igual manera. Ni la vida se les presenta con intensidades semejantes.

Se lee en este libro que alguien pide más rivotril porque no se sien-te bien por las mañanas, a la vez que decide tomar un poco menos de lapenax. O que un hombre que está por viajar pide su historia clínica para presentarla en otro hospital y poder recibir allí trata-miento y medicamentos. O que se deduce que una musculatura nerviosa no está tomando la medicación. O que se averigua si un vagabundeo que anda detonando violencias se ha aplicado el inyectable. O que una alegría, tras animarse a algo, dice que el cam-bio de medicación le hizo bien, sin darse cuenta de que se trata de la misma. O que una vigilia no consigue dormir ni con toda la medicación que toma porque permanece despierta temerosa del espectro de un acto que no puede enterrar en el pasado.

La medicación sobrevive, una y otra vez, como pregunta.

Interrogada en sus adherencias y dependencias, en sus efectos deseables e indeseables.

Interrogada en las obesidades, somnolencias, lentitudes, rigi-deces, temblores, apatías de los cuerpos.

Interrogada en la posibilidad de dar tiempo para salir de una urgencia.

Interrogada en la sentencia de por vida.

Interrogada en insomnios en los que soledades planean quitar-se la vida.

Se piensan cuerpos, ¿como laboratorios químicos con propor-ciones mal balanceadas, desajustadas, desequilibradas?

La clínica, ¿queda desplazada por manuales diseñados para complacer a industrias farmacéuticas?

Poderes biológicos, ¿tienen más responsabilidad sobre la mala vida que nos toca que los consumos nerviosos que difunde el habla del capital?

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Neurotransmisores deficientes o descompensados, ¿tienen más peso que las eficiencias y compensaciones de las transmisiones mediáticas?

Las llamadas esquizofrenias, ¿manifiestan un problema cerebral susceptible de estabilización como la diabetes?

En toda pastilla residen votos de fe, en cada píldora relucen décadas que combinan y armonizan sustancias, en cada toma se juegan autoridades y creencias médicas.

En todo comprimido se concentran polvos que convencen so-bre sus beneficios.

Nunca se sabrá medir el poder sanador de una ilusión, del en-canto de una promesa, de la creencia en un dios.

El placebo antes de reducirse a un mero engaño, tendría que pensarse como movilización de esperanzas.

Con los medicamentos se traman amores tiránicos y, tam-bién, sospechas de que a través de ellos se ejecutan sórdidas venganzas.

Así se lee en este libro que alguien sostiene que su psiquiatra lo quiso envenenar porque se enamoró de una mujer que no debía.

¿Alguna vez se podrá despejar, para cada instante, químicas de los afectos y las pasiones?

Se recuerda en este libro que Balint (1955) decía que “cuando un médico receta una píldora a su paciente, receta la relación clínica que han establecido”.

Relatos

Relatos que se leen en estas páginas se ofrecen como antorchas que alumbran luces y sombras en las que transcurren momen-tos clínicos.

Atestiguan sensaciones físicas: arrebatos y náuseas.

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Relatos que se leen en este libro no prueban destrezas ni mé-ritos personales: capturan instantes de duda, en el que una vacilación decide qué decir y qué callar.

Privacidades

Demasías no gozan de privacidad.

Las afectaciones torrenciales arrasan castillos de arena de la anhelada interioridad.

Se conocen dos formas de privacidad: una, la que disfrutan sin intromisiones vidas enriquecidas por la desigualdad; otra, la que procuran clínicas para que tumultuosas existencias pue-dan contar lo que les pasa.

Cuando se siente sin filtros, a veces se necesita decirlo todo, pero no se puede decir todo, al menos, en cualquier momento.

Diferencias entre lo propio y lo ajeno primero se establecen como hábitos que separan a los cuerpos y, después, como alfa-betización de las relaciones de propiedad.

Se narran en este libro momentos de invención clínica de otra privacidad: la que se necesita para hablar sin censuras ni su-presiones. La que requiere complicidad, confianza, resguardo.

Zurcidos de amistad con el dolor, la soledad, la nada misma: sin esas puntadas lo que se dice resuena en el vacío.

Sin otras sensibilidades que advengan como relevo, lo que se dice fatiga a la misma lengua.

Solidaridades

Se lee en este libro cómo algunas solidaridades no advienen como morales de grupo, sino como gestos de ternura, amistad, cercanía, que admiten acciones porque sí de locuras valederas.

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Mudanzas

Clínicas después de los manicomios necesitan volverse sabias en mudanzas. Mudanzas dentro y fuera del hospital, mudan-zas de casas porque se terminan los alquileres o porque no se pueden seguir pagando, mudanzas por desinteligencias en las convivencias, mudanzas por ganas de volver al pueblo en el que se nació, mudanzas a hoteles y pensiones insólitas.

Clínicas sabias en mudanzas que, cuando pueden, reservan la posibilidad de volver como empuje que ayuda a zarpar.

En tiempos de mudanzas las preguntas tocan la vida que pasa.

Sin contar tratos con inmobiliarias, necesidad de garantes, ca-ravanas inconcebibles que salen del hospital detrás de un flete cargado de pertenencias.

Insistencias

Clínicas después de los manicomios necesitan saber perder apuestas, partidos, ilusiones.

Aprender a perder muchas veces sin que la clínica sufra derrotas.

Las llamamos clínicas insurgentes porque las impulsa la obsti-nación de levantarse contra lo establecido aunque no alcancen éxitos.

Al final, no se trata de clínicas triunfantes, sino de porfías en común que buscan salidas.

Urgencias

En la palabra insurgentes se narran acciones urgentes que se levantan decididas contra las premuras de quienes no tienen tiempo.

¡Qué sabiduría extraña la de dar tiempo!

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La misma sabiduría del sueño, de las ternuras que se saludan, del mate que circula, del juego que se comparte, de la fiesta en la que se divide una torta, de las risas cercanas.

Emociones

Relatos de este libro narran emociones. Emociones que se con-mueven con emociones que atienden. ¿Se atienden emociones? Sí, se las rodea de silencio, respeto, cuidado. Se las acompaña con palabras o solo con la presencia callada de cuerpos que vibran, porque, a veces, no se requiere otra cosa.

Emociones alegres, alegran; emociones tristes, entristecen; emociones de dolor, duelen; emociones de pánico, dan miedo; emociones angustiadas, angustian.

Sin embargo, clínicas que se emocionan se sublevan contra presiones que demandan mejorías. No hay peor extorsión que la del amor.

Una advertencia: se vampirizan vidas salidas de los manico-mios si se las confisca como mérito de un equipo que aspira re-conocimiento, prestigio, regocijo con el fantasma de su poder.

Clínicas insurgentes se amotinan contra las blancas bondades que abusan de otras vidas deseándoles el bien. Se trata de otra cosa: dar una espera emocionada que no pida nada.

Visiones

El joven Rimbaud (1871) supone que para devenir poeta tie-ne que hacerse vidente, explica que “ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos”.

Este libro presenta visiones que faltan a todas las reglas de los escritos académicos, los ateneos clínicos, las comunicaciones en congresos, las presentaciones en supervisiones.

Dicen estas visiones que “los pronombres no hacen más que indeterminar”.

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Dicen estas visiones que “las proximidades en silencio buscan ha-bitáculos tibios”.

Dicen estas visiones que “hay un sitio con montones de cuerpos envueltos y apretados”.

Dicen estas visiones que “miradas insensibles hacen de soles focos despreciables”.

Dicen estas visiones que “solo sé que, desde entonces, mi razón de arena tuvo su ración de sal”.

Dicen estas visiones que “una excitación se masturbaba bajo las sabanas”.

Este libro presenta visiones que refrescan escrituras afecta-das por el dolor, la trasmisión de saberes, las deliberaciones clínicas.

Insubordinación de las rarezas

Algunas sensibilidades se refugian en rarezas para escapar al asedio de las normalidades.

Recuerda este libro que, en otros tiempos, el loco del pueblo con-vivía con vecinos que aceptaban sus extravagancias.

Mientras que manicomios creen que imponiendo rígidas disci-plinas conseguirán normalizar rarezas.

No se pueden reglamentar ni reformar exotismos, como tam-poco se pueden ordenar ni encarrilar demasías.

Las instituciones totales tratan de domesticar la irreductibili-dad de las excepcionalidades.

No se trata de que cada cual desarrolle su legítima rareza (como proponía René Char), sino de admitir que vidas no aplanadas se dispersan y sobresalen en formas inclasificables.

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Fuera de los discursos normalizados

Se lee en este libro que si, como advertía Lacan, las psicosis están fuera del discurso, el encierro agrava esta condición de desco-nexión social.

¿Se puede estar en el lenguaje pero fuera del discurso?

Sucede que el discurso normalizado, que asegura condicio-nes vinculantes del habla común, no siempre alcanza a velar demasías.

Pero si la civilización ordena discursos para evitar desbordes, ¿por qué algunas sensibilidades quedan expuestas fuera de esa malla protectora abismándose a lo que las ciega?

Fuera del discurso normativo, ¿intensidades desenfrenadas arrasan?

Sin metáfora paterna o costura de significados consolidados, ¿la vida queda a merced de metáforas delirantes o frágiles te-jidos sueltos?

Ese ordenamiento fracasado, cuando se padece, ¿necesita de la restitución de una ley?

O los padecimientos de quienes hablan fuera de los carriles, ¿ponen en cuestión esos emplazamientos normalizadores?

Las instituciones manicomiales quieren corregir discrepancias de la sensibilidad. Pero ¿cómo?

Ni siquiera restituyen la credibilidad perdida o inexistente en figuras que simbolizan autoridades confiables. Al contrario, actúan caprichos, arbitrariedades, abusos, desvaríos de pode-res crueles y autoritarios.

Cierto, a veces demasías necesitan límites, símbolos que deten-gan derivas de angustias, voces que actúen como amarres en los bordes de un barranco.

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En este libro se cuenta cómo en un momento de devastación de los recuerdos, confusión de los días, vigilia de varias noches, pánico que borra las referencias, se le dice a ese sufrimiento: “Esto no es Uruguay… Esto es un hotel, esto no es una internación, acá vamos a estar hasta el domingo… Vinimos a presentar la radio… Yo soy Maxi, el mismo que vos conocés en el hospital…Estoy acá para cuidarte…”.

Llamaremos con Lacan, a esos límites, separaciones, amarres; ¿puntos de capitoné?

Término que alude a una técnica de tapicería clásica que con-siste en asegurar o fijar el relleno de colchones, almohadones, sillones, con costuras reforzadas en puntos que suelen estar cubiertos con botones forrados.

Puntos que posibilitan que hablantes no naufraguen en la len-gua, que ayudan a que naveguen en discursos confiados en provisorios faros que señalan la distancia de una costa.

¿Una voz afirma la existencia de un ojal en la que se puede abrochar un botón? ¿Consolida una marca a partir de la cual se pueda anclar en un momento en común?

Anclas que sujetan (o amarran a un fondo o muelle posible) una nave exhausta en sus derivas. Costuras que suturan heridas en las que, si no, se desangran los cuerpos sin poder comunicar nada.

Intensidades propagadas

Se relata en este libro cómo Radio en Movimiento se propone el pasaje de un no lugar a un lugar encantando palabras dadas al contacto con otras sensibilidades.

La radio como lugar que irradia deseos que salen del hospital. Vidas sonoras que vagan por los aires hasta alcanzar oídos por los que pasan, por un momento, demasías.

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Demasías no pueden alojarse aún cuando se alojan, pero pue-den ponerse en movimiento: salir de los cuerpos en los que, si no, permanecen encalladas.

La radio actúa como pasaje que propaga intensidades.

Derechos

¿Qué derechos tienen las personas internadas en un hospital psiquiátrico?

Se denuncia desde mediados del siglo veinte: el manicomio legitima estados posibles de excepción de derechos.

En diferentes pasajes de este libro se valora la Ley Nacional de Salud Mental 26.657, promulgada en 2010. Aunque se advier-ten luchas y resistencias que aplacan las consecuencias de su implementación.

En este libro se dice que el derecho, cuando ayuda a cuidar y respetar la vida, acaricia las almas: soplos que animan deseos y encantan los cuerpos.

Manicomios tendrían que considerarse encierros de lesa huma-nidad: encierros que ultrajan la vida de todas las criaturas que hablan.

El derecho a las rarezas tendría que contemplarse tanto como el derecho a la ternura, a la palabra, a decidir sobre el cuerpo que se habita, a la vida en común, a la salud, a la educación, a la justicia, a la vivienda, a la igualdad de géneros y opor-tunidades, a la información, a la migración, a una asignación universal de dineros imprescindibles para vivir.

Por cada una de las atrocidades que cuelgan en el horizonte de una época tendría que flamear un derecho que la remedie.

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Descartes

Vidas después de los manicomios solicitan pensamientos que no consideren intensidades emocionales como enfermedades peligrosas.

La medicina clásica piensa enfermedades como padecimientos alojados en un cuerpo.

Sensibilidades trascienden extensiones limitadas, contornos individuales, sienten en demasía la vida en común.

No se trata de curar a alguien, sino de interrogar la posibilidad de estar en común cuidando la vida.

No se trata de activar recursos personales, sino de liberar sole-dades que se aproximen para encantar la vida.

No se trata de volver a cuestionar manicomios, sino de interro-gar por qué no se difunden formas imaginativas de atención en espacios cercanos a la vida de todos los días. De cuestio-nar formaciones universitarias que no estimulan invenciones clínicas alojadoras de demasías sin criterios normalizadores ni consentimientos con exclusiones y encierros.

No importa, ahora, lamentarse por las llamadas discapacidades, sino de hacer saber que modelos de productividad y prácticas tutelares discapacitan vidas.

Anomalías

En la clase del 22 de enero de 1975, Michel Foucault presenta coordenadas sobre la construcción de la idea de anomalía en el siglo diecinueve, coronadas por el mapeo taxonómico criminal de Cesare Lombroso.

Advierte tres figuras: la del monstruo humano, la del individuo a corregir, la de la masturbación generalizada.

Llama monstruo humano a una vida que, por su sola existencia, viola tanto leyes sociales como leyes de la naturaleza. Una ra-

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reza extrema y excepcional que desafía, sin proponérselo, nor-mativas jurídicas y biológicas. Una desviación que quebranta, sin querer, convenciones de una normalidad humana.

Monstruo humano que también, en su fatal irregularidad, pone a la vista el drama de las mínimas diferencias. La ilegitimidad de las formas no mayoritarias que reciben el nombre de malfor-maciones o deformaciones.

Asimismo, describe al individuo por corregir.

Mientras la monstruosidad humana se presenta como anomalía de la naturaleza y de la civilización homogénea, el individuo a corregir emerge con más frecuencia en la escena familiar o en la cotidianidad de la escuela, el barrio, el trabajo, la iglesia.

Ante el individuo a corregir se ponen en marcha procedimientos y técnicas para enmendar lo errado. Pero ante el fracaso de los enderezamientos y domesticaciones, se declara al individuo por corregir, incorregible.

A su vez, el masturbador solo hace visible la anormalidad en el espacio íntimo y reducido de la familia. En los territorios secretos de un cuerpo entre las sábanas de una cama, ante la mirada de padres y hermanos, amigos, curas, médicos.

Masturbador que no se piensa como excepcionalidad ni como degeneración minoritaria, sino como práctica común de quie-nes exploran placeres que deberían ocultarse o sublimarse.

La moral del siglo diecinueve declara a la masturbación como excitación que malogra la sociabilidad y desencadena todo tipo de depravaciones.

Esas marcas de las anormalidades que según Foucault se com-ponen con lo monstruoso, lo incorregible y los placeres no re-gulados de los cuerpos, participan de los signos distintivos que recaen sobre demasías.

La palabra cimarrón designa a criaturas esclavas que se escabu-llen en los campos para conquistar la libertad.

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En ese libro se llaman vidas cimarronas a existencias que se su-blevan ante las domesticaciones y sentencias diagnósticas.

Discapacidades.

En una asamblea, alguien pregunta (refiriéndose a la gestión de un subsidio por discapacidad): “¿Y?, ¿cómo va mi trámite por el suicidio?”.

Normalidades discapacitan vidas que siguen cursos que difie-ren de las marchas de las mayorías.

Cuando no las niegan, infantilizan y disminuyen rarezas que tutelan.

Palabras como minusvalía, invalidez, discapacidad, no pueden disimular condenas de inutilidad o menos valor.

La idea de deficiencia se mide con la de perfección o funciona-miento mayoritario.

Las llamadas anomalías provocan lástima, pena, conmiseración.

La compasión ejercita una forma de crueldad que se declara como bondad.

Voluntades comprensivas se dedican a demostrar que todas las vidas tienen valor.

¿Qué civilización ésta que necesita tales demostraciones?

¿Qué civilización ésta que practica la devaluación de vidas de acuerdo al patrón de lo mayoritario?

Conviene discutir prácticas de rehabilitación o capacitación como ejercitaciones necesarias para las vidas después de los manicomios.

Ya se cuestiona en este libro la rehabilitación dentro de los mu-ros como acciones que se reducen a entretener o llenar tiempo.

No hay vidas que rehabilitar.

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No se trata de procurar vidas hábiles o capaces de vivir en la sociedad que expulsa, violenta, aplana rarezas.

Se trata de respetar derechos a vivir sin que se tenga que de-mostrar ningún valor. Derecho a vivir porque sí.

Sin modelos regidos por habilidades, aptitudes, capacidades, facultades mayoritarias.

El habla del capital pronto explicitará lo que todavía sugiere en voz baja: que tiende al perfeccionamiento de vidas que resul-ten funcionales.

No hay vidas discapacitadas, sino discapacidades del habla del capital.

No hay vidas minusválidas, sino invalidaciones del habla del capital.

No hay vidas que necesitan rehabilitación, sino inhabilitacio-nes del habla del capital.

Este libro cuestiona posturas que piensan como patologías for-mas de estar en la vida que difieren de las mayorías. Posturas que pretenden reeducar y corregir vidas que discrepan.

Enrique Pichon-Rivière

Este libro recupera sin proponérselo, pistas diseminadas por Pichon-Rivière. La idea de un equipo que trabaja trabajándose. La idea de tarea como encrucijada de un momento social en el que colisionan desamparos. La idea de proceso como puesta en marcha de un constante desprendimiento de lo ya conocido. La idea de proyecto como ímpetu que resiste lo destinado. La idea de enfermedad como capacidad de habitar demasías acalladas en todos los grupos.

Enrique Pichon-Rivière sobrevuela como nombre de fanta-sía de las primeras clínicas anti-manicomiales surgidas en la Argentina.

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Transferencias

En muchos pasajes, este libro pide auxilio al psicoanálisis para pensar las llamadas psicosis. Pero el psicoanálisis no llega con automatismos gastados: adviene como obstinación que escu-cha, como clínica alerta ante tutelas y poderes profesionales, como detección de cadenas o flujos de sentidos encallados.

Incluso el psicoanálisis adviene con repentinas audacias: la idea de equipo como soporte meditado de todas las transferencias.

Después

La expresión vidas después de los manicomios puede leerse como vidas después de una catástrofe. Pero ¿de qué catástrofe habla-mos? No se trata de terremotos, inundaciones, sequías de la naturaleza, sino de derrumbes de las ilusiones de la civiliza-ción, anegamientos de intensidades desbordantes, desertifica-ciones de amores, amistades y tiempos venideros.

Entonces, después de esa catástrofe, ¿qué? Lo más difícil no reside en los males de la civilización, el amor, el porvenir. Lo que hace sufrir al dolor reside en lo que antes no hubo y no sabemos si ahora habrá: una vida cotidiana hospitalaria con las demasías.

Normalidades ejecutan (a veces, sin proponérselo) miradas de temor, rechazo, desprecio.

La peor catástrofe del después reside en la crueldad naturaliza-da del sentido común.

Transiciones

El título después de los manicomios interroga qué se aprende de la vida tras los encierros.

Quienes participan de este libro trajinan una transición: pien-san, actúan, escriben, entre un mundo que no termina de ce-rrar los manicomios y una civilización que recién comienza a

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cuestionar formas de la vida en común que se niegan a alojar emociones que desvarían.

Tiempos

Hubo tiempos que desearon alojar el dolor, evitando sufri-mientos innecesarios.

Tiempos que declararon innecesario encerrar demasías.

Cuando se traspasa la portada del manicomio, irrumpe la pre-gunta de si, después, se podrá salir. Pero luego de haber salido, se caminan las calles de la ciudad (de puertas abiertas) como si se estuviera en un inmenso psiquiátrico.

Después del manicomio se inicia un comienzo interminable. Autoras y autores de este libro habitan esos comienzos.

Acciones y ocurrencias clínicas necesitan pensarse para trans-formarse en saberes.

Se dice: “No tenemos tiempo para pensar lo que hacemos”. Pero no se trata solo de eso: cuando se tiene tiempo no se sabe cómo pensar. Aún peor, cuesta compartir ese no saber.

Los textos de esta publicación beben de cercanías que comien-zan cada día (con diferentes entusiasmos) desde hace veinte años.

Pero no se presentan como testimonios de sobrevivientes, sino obstinaciones no personales que sobrevuelan, infatigables, la vida clínica.

Insistencias que intentan, cada vez, alojar el dolor donde está, como se expresa, entre quienes se pueda.

Salud, felicidad, gratitud, para estas queridas insurgencias.