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ContenidoEditorial .......................................................................................................................... 3

Fuerza laboral (TERESA P. MIRA) .................................................................................. 5

El censista (MARTÍN CAGLIANI) ...................................................................................... 9

La membresía (MARCELO C. CARDO) .......................................................................... 15

El límite (GONZALO GELLER) ........................................................................................ 18

Trazos de ayer: CHIM ................................................................................................ 19

He aquí el hombre (ALEXIS BRITO DELGADO) .............................................................. 20

El Mariscal (EDUARDO M. LAENS AGUIAR) ................................................................... 28

Máquinas de matar (PEDRO P. ENGUITA) .................................................................... 32

El forastero prodigioso (ADRIANA ALARCO DE ZADRA) ................................................. 36

Hacedores de “Nuevomundo” (II) ................................................................................ 40

Justicia expedita (ERATH JUÁREZ HERNÁNDEZ) ........................................................... 42

Réplica (RONALD R. DELGADO C.) ............................................................................... 48

Vitrox (GRACIELA LORENZO TILLARD) ............................................................................ 58

¡Oh, el fútbol! (RICARDO G. GIORNO) ........................................................................... 61

NM nº 8 Beltene 2008

[email protected]

Dirección y grafismo:SANTIAGO OVIEDO

www.myspace.com/editornm

Maquetación y arte de tapa: BÁRBARA DIN

Ésta es una publicación de distribución gratuita sin fines de lucro,dedicada a la difusión de la nueva literatura fantástica hispanoamericana.

Las colaboraciones son ad honórem y los autores conservan la totalidadde los derechos sobre sus obras.

Es una publicación de Ediciones Turas Mór para e-ditores

ESN 33644-080406-253578-40

Se agradece por haber tomado parte en este número a:HERNÁN DOMÍNGUEZ NIMO, CARLOS MORALES y a cuantos apoyan el proyecto.

En la portada:Ilustración de CHIM (Gentileza de CHRISTIAN VALLINI)

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EDITORIAL

Hace dos años atrás, un 1º de mayo, nació la idea de lanzar NM como unapublicación que pudiera distribuirse a través de Internet. Luego de ochonúmeros, el resultado es por demás satisfactorio.

El caudal de colaboradores se va ampliando a un ritmo constante y más deuno de ellos se preocupa por seguir participando en estas páginas, pese a lanorma de dejar pasar un número —como mínimo— entre una y otra aparición ya la aparente demora que impone la condición de trimestral.

Lo cierto es que esto último es consecuencia natural de la estructura de larevista, la cual —pese a su presentación como webzine— está diseñada comouna publicación en papel (como habrán podido apreciar los lectores que setoman la molestia de imprimirla), con las innatas ventajas y desventajas que esoconlleva.

Entre las primeras, la posibilidad de incluir material de mayor extensión queel que resulta conveniente para una lectura en línea. Con el ejemplar impreso, nohay inconveniente en interrumpir la lectura para retomarla más tarde y en laversión en PDF también se vuelve al sitio en el que se estaba cuando se cerró elprograma.

Por el otro lado, aparece la obligación del espacio, pues no se puedetrabajar sino a partir de las cuatro páginas y sus múltiplos, con lo que hay quediagramar cuidadosamente la distribución del material.

Las entregas anteriores, por su parte, también ejercen un pequeño cúmulode presión, pues obligan a mantener constante —y aun a aumentar— las exi-gencias de calidad. A diferencia de un blog, donde un relato se puede “descol-gar” del sitio, y caer en el olvido, el material impreso hace saltar a la vista lasvirtudes y los defectos, los aciertos y los errores.

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Mientras tanto, en esta entrega se despliega un abanico de autores y deestilos para todos los gustos. Como siempre, algunos son antiguos conocidosy otros son debutantes. Del lado de los lectores, seguramente pasará lo mismo.

SANTIAGO OVIEDO

Los textos de esta publicación fueron editados en OpenOffice 2.4. La revistase armó en Serif PagePlus 6.0. Los archivos PDF fueron generados enPDFCreator 0.9.3.

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Desde el fondo del vaso, el espejo leladró con fuerza.

El olor era acuoso y algo esmeri-lado, casi como vidrio caliente y am-barino: una miel iracunda.

Miró detenidamente el contenidoy se perdió en las volutas del líquido.

Sus ojos eran drenados hacia elfondo; más allá, mucho más allá.

Cerró con fuerza los labios.Pero fue imposible no beberlo.Un sonido estridente se abrió pa-

so hacia su esófago. Dentelladas pu-ras; heridas de oro calcinante que seescurrían sin piedad, muy caliente,más allá de sus, ahora, desguarneci-das fauces.

El choque de miles de sí mismoen un solo punto. El punto no teníalímites. Su ira tampoco.

Arrojó el vaso contra el piso y elperro, libre, ladró a todo su alrededor.

Aún era un espejo y no le gustabala imagen que le devolvía: un perro dealcohol y LSD que ladraba sin sentidoalguno.

El oro llegó a sus entrañas y allíse arrebujó; enroscado, vigilante. Sus

dientes, calientes y terribles, se lan-zaron a su torrente sanguíneo y, enpoco tiempo, alcanzaron sus neuro-nas.

Entonces los perros se durmie-ron, los ladridos callaron, el espejoadquirió un brillo cegador y un silenciopastoso y lúgubre tapó con su mana-za de hierro su cansado cerebro.

Mucho más tarde los colores des-filaron impertérritos ante su mente y elsilencio se volatilizó, sublimándoseen un gas sofocante y amargo, hastaque, sin poder ya evitarlo más, Al-fonso Durero gritó con todas susfuerzas.

Quinto día de desintoxicaciónforzosa

Dejar de ser un perro era muy difícil.Y Alfonso Durero había nacido

perro: un verdadero, puro y perfectocanis familiaris.

Decían que era un golden retrie-

ver, pero bien podría haber sido unafgano o un chihuahua, Durero nuncahabía llegado a desarrollar sus carac-

FUERZA LABORAL

TERESA P. MIRA

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terísticas físicas más allá del quintodía de gestación.

Al sexto día lo arrancaron de laprobeta, lo colocaron en un manipula-dor de genes estándar (uno clase Vec-tral, un X432 marca HGV, un modeloviejo pero efectivo) y lo humanizaron.

Alfonso Durero “nació” tres me-ses después, como un hombre; o unperro-hombre. A los efectos físicosexternos, un hombre con todas lasde la ley (excepto el derecho a voto,claro está) con su sangre algo alte-rada y con una estructura psico-lógica formidablemente transforma-da.

Ya en el jardín de infantes se bur-laban de él llamándolo “Fido”, y esoque no tenía orejas largas ni nariz os-cura y prominente: era un simple niñi-to rubio, de ojos marrones y tez algoagrisada.

Aun así, no podía evitar ser so-ciable. Era su instinto.

A los dos años, cuando ya eratodo un adolescente, le presentaron alresto de la camada; a sus “herma-nos”. El choque fue demoledor: anteél movían la cola dos alegres cacho-rros de pelaje amarillo azafranado,mientras sobre una mesa relucían tresprobetas congeladas.

Durero los miró con repugnancia,casi tanta como la que expresaba alverse a sí mismo en un espejo.

Dio media vuelta y salió del labo-ratorio barato que alguna vez habíaservido para refinar fidritinina, y nuncamás volvió al criadero.

En esa época aún no se llamabaAlfonso Durero; tan sólo era “Alfie”para los laboratoristas que, con lasmanos engrasadas por los sándwi-

ches de cerdo, solían estrujarle loscabellos como a un caniche y silbarleentre dientes.

En realidad sí era Alfonso Dure-ro, así lo habían empadronado en elregistro civil, puesto que la “ley dehumanizados” lo requería de tal mo-do; pero no fue sino hasta que es-capó del laboratorio que lo supo;cuando, arrestado por la policía porprimera vez, aprendió su verdaderonombre.

Entonces lo enviaron al criadero yde allí al jardín de infantes. Tenía sólotres meses de edad, pero no desen-tonaba con sus compañeros de cincoaños.

Durante las primeras dos sema-nas en el criadero se sentó en el suelo,ladró, se rascó las pulgas y orinó en losmarcos de las puertas. Pero no eramuy eficaz en nada de eso y las ayaslo trataban como a un hombrecito.

La tercera semana durmió en sucama y al mes ya comía con cubiertos.

Era extraño cómo la desintoxica-ción siempre evocaba esos recuer-dos de su cortísima infancia.

Ahora, con siete años de vida ycuarenta de apariencia, Alfonso Du-rero enfrentaba su decimoquinta des-intoxicación.

Y cuando el dolor de su alma arre-ciaba, aullaba en voz muy baja, que-damente, en un lamento que no era nihumano ni canino.

En un tren

¿Qué podía hacer un perro-hombreen un viaje? ¿Asomar la cabeza porla ventanilla y dejar que el viento lesecase la lengua?

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El comentario no le hizo mella. Elcamarero escupió en su whiskey y loapoyó en la mesita con tanta furia yasco que parte de su contenido cayósobre la manga derecha del saco deDurero.

Durero, con la mirada fría y el ánimode morder, lamió concienzudamente latela sin despegar la vista del rostro delcamarero: no, este tipo no era un eco-rracista; era simplemente un trabajadorque veía amenazado su empleo por laaparición de algún animal humanizadomás barato y más eficiente que él en sutarea… Tal vez una garza.

El hombre de corta y aterciopela-da chaqueta roja lanzó una injuria, sellevó una silla por delante y entró tras-tabillando a la cocina. Durero sabíaque, en pocos segundos, volvería tra-yéndole un trozo de carne cruda, unoque tendría un gran hueso adherido aél, y suspirando profundamente recor-dó las mismas, trilladas y repetitivasbromas de su infancia.

Bebió lo que quedaba de alcoholen el vaso con un ademán brusco ysalió del coche comedor antes quefuese necesario que sus colmillos tu-vieran que lavar su honor una vez más.

Retorno al trabajo

—¡Hey, Alfonso! ¡Hasta que volviste!Durero alzó una mano sin siquiera

mirar a su compañero de tareas; sesentó desganadamente tras el volantedel mastodonte de cuarenta tonela-das que conducía doce horas al día,seis días a la semana, doce meses alaño, y encendió el motor.

La grúa bufó, rechinó y gruñó conel mismo hastío que su conductor y,

finalmente, avanzó a través de la pla-nicie desierta.

El calor no ayudaba en nada, vola-tilizaba sus ánimos al punto de enfure-cerlo y, cuando eso sucedía, todo elmundo se alejaba de Alfonso Durero,porque nadie en su sano juicio quierepelear con un perro rabioso.

Pero cuando alguno tenía una ta-rea arriesgada en las barrancas, o de-bía descender al hoyo, o era precisoun copiloto para el ascenso al granMac, todos acudían a él, porque esbien sabido que no hay en este mun-do nadie más fiel y más leal que unbuen perro entrenado.

Los ojos de Alfonso se concen-traban en el horizonte; de cuando encuando miraba el cielo, pero eso eraalgo que no hacía muy a menudo.Más bien prefería henchir los pulmo-nes y beberse todos los aromas, to-das y cada una de las miles de sutilescombinaciones que el desierto le pro-ponía. Con el olfato alerta Alfonso eracapaz de enfrentarlo todo, incluso suexistencia.

Un olor acre llamó su atención yun instinto antiguo le reveló el por-qué: búfalos humanizados. En la ex-cavadora número seis, a lo largo delsurco mayor, en la zona donde eltrabajo era más pesado, Jonás VanEyck estaría trabajando aún más ho-ras que él.

Entonces, el recuerdo de una vie-ja frase le arrancó una sonrisa agria,congelada de sarcasmo: sí, finalmen-te los hombres habían hallado la solu-ción a sus problemas laborales y pro-ductivos. Al fin se les había vueltomuy sencillo el encontrar a alguien su-miso, fiel, con la suficiente inteligencia

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y maniobrabilidad como para ser unobrero y el suficiente instinto comopara “gozar” en su labor. Alguien sinlas torturas psicológicas y espiritualesde un hombre (siempre anhelante desu libertad y sus derechos). Alguien

por el que no sentir más remordi-miento que por una res…

Alguien capaz de trabajar por e-llos como un perro.

© TERESA PILAR MIRA, 2007.

TERESA PILAR MIRA

(Argentina —Pilar, Buenos Aires, 1971—)

Doctorada en filosofía con una tesis acerca de la interacción Mito-CienciaFicción-Filosofía, cursó estudios de astronomía y siempre le apasionó laficción especulativa (sobre todo, los autores de la New Wave de los '60). Esdocente universitaria en cátedras como Gnoseología y epistemología, Filo-sofía de las religiones, Mitología comparada, Teología y Cosmología —Filo-sofía de la naturaleza—, en las que introduce temas de ficción especulativacomo materia de estudio, mientras continúa su tarea de investigación eneste campo. Publicó diversos artículos y ensayos sobre el tema en mediosespecializados y comenzó a escribir cuentos y novelas dentro de este géne-ro, como Intercambio justo (Axxón 171).Sus autores preferidos son FRANK HERBERT, PHILIP JOSE FARMER, SAMUEL

R. DELANY, H. P. LOVECRAFT y PHILIP K. DICK.

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Soy censista, tengo veintisiete añossubjetivos. Trabajo para Cuenta Ca-bezas Universal desde hace sietesubjetivos, treinta y tres años objeti-vos de la Entidad. Por culpa de unamorío me obligaron a realizar diecio-cho saltos temporales, viajando a ve-locidad casi luz, principalmente haciaasteroides. Hoy estoy esperando pa-ra reportarme con mi hijo, luego delmejor trabajo de mi carrera.

Mi padre era censista, así comomi abuelo, y también mi hijo. Vi a mipadre por primera vez a los seis a-ños; él tenía cuarenta y cuatro. Estu-vo conmigo apenas tres días, y partiónuevamente. Lo volví a ver dos vecesmás. Una fue cuando yo realizaba misegundo salto; tenía apenas veintiúnaños y mi padre seguía teniendo cua-renta y cuatro. Él había dado saltostemporales más largos que yo.

Trabajamos juntos durante dos a-ños, y él fue el culpable de mi acci-dentada carrera como censista. Medijo algo que nunca olvidaré: “Es difí-cil mantener una relación cuando an-das dando saltos temporales a cada

rato. Así que aprovecha cuando es-tés mucho tiempo en un planeta po-blado, y enamórate”. Y lo hice… Meenamoré de una preciosa psicólogade chispeantes ojos castaños y unasonrisa energizante. Mi hijo fue frutode ese amor prohibido, que duró po-co. La CCU me volvió a incorporar;había firmado contrato de por vidacon ellos.

A mi padre lo vi por tercera y úl-tima vez en Mace 9. Yo tenía veinti-cuatro y él cincuenta. Me dijo que seiba a jubilar y que iría a vivir con elabuelo, que seguía vivo allá en Cilic10, mi planeta natal.

Mi hijo ahora tiene veintiséis sub-jetivos, uno menos que yo. La malditadilatación temporal. Es un alto ejecu-tivo de la CCU. No siguió los pasosde la familia. Luego de algunos saltoscomo censista se instaló acá, en Ci-bel 3, e hizo carrera. Yo seguía con-tando cabezas en asteroides o lunaspequeñas cuando me llegó su llama-do. No lo había vuelto a ver desde elnacimiento y, a pesar de estar acos-tumbrado a los resultados de los via-

EL CENSISTA

MARTÍN CAGLIANI

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jes a velocidad casi luz, me descolo-có saber que prácticamente teníamosla misma edad subjetiva, aunque mealegró que hubiese realizado una ex-celente carrera.

La sala de espera de su oficina erapequeña, muy pequeña. No habíamucho espacio para las tres perso-nas que aguardábamos de pie. Unintercomunicador sonó con voz metá-lica: —Censista 6211815, el Ejecuti-vo 18 lo espera. Adelante.

Se abrió una puerta corrediza. Sa-ludé a los otros dos censistas que es-peraban y entré.

La oficina era amplia, demasiado.Como mobiliario sólo tenía un escrito-rio con un sillón enfrente; detrás seveía a un sujeto sentado que era iguala mi padre. Tuve ganas de ver la ho-lografía de él que guardaba en el bol-sillo, para comparar.

—Padre —dijo—. Al fin nos cono-cemos.

Por más que fuese mi hijo, mecontuve. Debía esperar a que me in-vitara; antes no podía decir ni hacernada. Era el protocolo.

—Pasa, siéntate. Puedes hablarcon libertad.

Me senté en el sillón, que era bas-tante cómodo.

—Me alegro de conocerte, hijo—dije—.Y más todavía por lo bienque te ha ido.

—Mi madre siempre me contabacómo te cazaron como a un conejocuando desertaste, y la forma en quete hacían censar asteroide tras aste-roide. Un trabajo peor que otro.

Me hizo sentir muy inferior quehablara así de mi carrera.

—Padre… —Hizo silencio un se-gundo y se puso de pie—. La metamás grande de mi vida fue lograr quela CCU dejara de tratarte como auna máquina cuenta cabezas. Espor eso que seguí la carrera ejecu-tiva.

Recuerdo que me emocioné enese momento, pero no demostré missentimientos, como digno censista.

—Es por eso que te hice llamar—retomó—. Te conseguí el mejortrabajo que un censista podría ambi-cionar, y el más complicado, a la vez.Si logras llevar este censo con éxito,serás reconocido en toda la Entidad,padre. Yo confío que con tu extensacarrera lo lograrás.

—Gracias… hijo —dije.

No hablamos mucho más. Sólo in-tercambiamos algunas noticias, yme despachó hacia mi destino: unapequeña luna del planeta 5 del sis-tema Valion. Por nombre sólo teníauna serie de números. Se encontra-ba a doce años luz de Cibel 3. El via-je no duraría más que unos mesessubjetivos, que aproveché para estu-diar el caso a fondo.

No era una colonia humana; es-taba habitada por homínidos autóc-tonos. La rareza del lugar reside enque, desde el primer contacto con laEntidad, no existían datos segurossobre esa población. La CCU no te-nía en claro cuántos eran los valioni-tas.

El primer Enviado de la Entidadera un exoantropólogo, y dejó asen-tado que eran mil ochocientos die-ciséis individuos. La segunda perso-na que pisó suelo valionita lo hizo cin-

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cuenta años después, y fue un cen-sista de la CCU que registró sesenta yseis individuos. El problema comenzócon el informe del segundo Enviadode la Entidad, también un exoantro-pólogo, que contó dos mil ciento die-ciocho individuos doscientos añosmás tarde. La Entidad volvió a solici-tar un censista a la CCU, el cual asen-tó nuevamente sesenta y seis indi-viduos. El tope de absurdo se diocuando un tercer Enviado de la Enti-dad encontró tres mil ciento cincuentay seis valionitas.

Por supuesto, la Entidad se quejóante la Cuenta Cabezas Universal,porque no podía confiar en los cen-sistas. Sus propios enviados, que nolo eran, contaban más individuos quelos profesionales de la CCU. Si la En-tidad dejaba de confiar en nosotros,sencillamente dejaríamos de existir,ya que trabajamos casi con exclusivi-dad para ellos, si bien también somosconvocados por la Compañía Coloni-zadora, de cuando en cuando.

Allí fue cuando mi hijo entró en elasunto y pidió que le dejaran organi-zar un censo bien hecho para salvar elbuen nombre de la CCU. Y para ellome convocó a mí.

Desde el aire vi que la luna era unaínfima esfera verde, con lagos aquí yallá que parecían manchas en unaalfombra de vegetación, surcada porinfinidad de ríos.

Cuando mi nave tocó tierra losvalionitas la rodearon. Conté las ca-bezas que me rodeaban y me sor-prendió que el número fuese sesentay seis; la cantidad que habían asen-tado los censistas anteriores. No obs-

tante, la sorpresa fue momentánea;me imaginé que el trabajo no iba a sertan fácil. No podía suponer que todoslos valionitas que habitaban esa lunaestuviesen allí recibiéndome.

Mi hijo me había adosado un ad-nato a mi chip mental, para que esaentidad virtual pudiera ayudarme conel trato hacia los valionitas. Lo quemás me interesaba era, sin duda, queoficiase de traductor.

Los valionitas eran muy altos; lle-vaban los cuerpos cubiertos con telasoscuras. Sólo el rostro quedaba visi-ble, y no era tan diferente del de unhumano. Ojos más grandes y de irisverde oscuro, labios casi inexistentes;carecían de pelo en el rostro, y parecíaque tampoco lo tenían en la cabeza.

Cuando descendí de la nave, uno deellos se me acercó.

—Bienvenido a Selva —tradujo eladnato, pero me olió a traducción li-teral.

—Hola, gracias por la bienvenida;tengo entendido que fueron avisadosde mi visita —dije. El adnato traducíalo que yo pensaba y permitía que sa-lieran por mi boca ya en valionita.

—Sí, yo soy el vocero de Selva.Hemos venido todos a recibirlo.

“¿Todos?”, pensé. ¿Serían real-mente los sesenta y seis que habíancontado los censistas que me habíanprecedido?

—¿Están todos los habitantes deSelva aquí? —pregunté, y noté cómomi adnato había traducido LV186 porSelva.

—Así es —respondió.Soy rápido para contar, y la bue-

na iluminación que había allí me ayu-

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dó. Sin dudas, me rodeaban sesentay seis individuos. ¿Problema resuel-to? No. Debía volver con la respuestade por qué existía una discrepanciaentre los números de los exoantropó-logos y los censistas.

Me llamó la atención en ese mo-mento que el único valionita que sehabía movido era el que hablaba con-migo; los demás parecían zombis.Incluso el que estaba frente a mípermanecía en trance; sólo movía laboca cuando hablaba.

Me comuniqué con mi adnato.“Vom, ¿puedes acceder a los in-

formes de los exoantropólogos?”, lepregunté.

“Ya se los he dado, como su hijoha solicitado, señor”, respondió.

“No, Vom; ésos son los resúme-nes que los censistas hicieron de losresúmenes de los informes de los e-xoantropólogos. Yo quiero los origi-nales”.

“¿Los originales originales? Sonmuy largos para un censista, señor.Ciento veinte mil palabras”.

“Consíguelos”, ordené.Hice una mueca; hasta las entida-

des virtuales se mofaban de la vagan-cia intelectual de los censistas. No eranormal que leyésemos los informesde los Enviados; para eso la CCU so-lía contratar resumidores que escri-bían informes aptos para censistas a-presurados.

—¿Puedo pasear un poco por losalrededores? —le pregunté al valionita

—Sí; si luego quiere comunicar-se con nosotros podrá encontrarnosen nuestras casas. Yo estaré en laplaza central por si me necesita —di-jo, y partió. Los demás lo imitaron,

con un caminar pausado que parecíaun tanto espasmódico.

Distinguí unas viviendas a lo lejos.Empecé a caminar hacia allí; al prin-cipio quise ir detrás de ellos, pero e-ran tan lentos que me ganó la impa-ciencia y apresuré el paso. Cuandollegué al pueblo vi que no eran ca-sas, sino unos pequeños alberguessin puerta en la entrada. Adentro só-lo había un sillón y no cabía más queuna persona, que apenas si podríaestirar los brazos.

Los valionitas fueron llegando yentraron en las viviendas. Luego devarios minutos estaban sentados enlos sillones, con los ojos cerrados. Ex-cepto el vocero, que seguía de pie enel centro del pueblito como me habíadicho.

Comencé a sospechar la razónde la discrepancia entre los númerosde los censistas y los exoantropólo-gos. Así que le pedí a mi adnato queme leyera el informe original del pri-mer exoantropólogo enviado por laEntidad. La lectura veloz duró cincominutos y —como siempre— me cos-tó recuperarme. Solía dejarme tan a-gotado como un maratón. Pero, contoda esa información fresca en mi me-moria, fui a interrogar al vocero.

—Vocero, ¿cuánta gente vive enSelva?

—Somos los que ves aquí.—¿Qué es “ver”, vocero?—Lo que se siente, lo que perci-

bes. —Su rostro no mostraba emo-ción alguna.

Con esa respuesta me di cuentade que mi adnato era un muy mal tra-ductor. Sabía que él podía leer mis

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pensamientos, pero no me importó.Traducía “sentir” por “ver”.

El primer exoantropólogo enviadopor la Entidad había sospechado laexistencia de más valionitas de losque realmente se podían ver. Sólohabía permanecido unos días entreellos. El número de individuos quehabía asentado estaba basado en loque los mismos valionitas le habíandicho.

—¿Dónde viven todos los valioni-tas? —pregunté, y me enojé con miadnato por no traducir valionita a lalengua de ellos, pero el vocero pare-ció entender. Era evidente que no te-nían un nombre para denominarse así mismos, pero comprendían la for-ma que nosotros usábamos.

—Vivimos donde tú puedes sentir—respondió, y ahora mi adnato pare-ció traducir bien.

—Pero yo sólo siento a sesenta yseis individuos —le dije.

—Sí. Los humanos sienten poco.Sólo cinco sentidos.

Éste iba a ser un trabajo más com-plicado de lo que pensaba, así que de-cidí ir a descansar a la nave. La lecturaveloz me había agotado y prefería de-jar pasar un tiempo antes de volver aconversar con el vocero.

Al día siguiente me levanté con unasospecha que era casi una certeza;el sueño me había acomodado lasideas. No quise leer los informes delos otros exoantropólogos, pues se-guramente se limitaría a confirmarmis suposiciones. Preferí ir a hablarcon el vocero.

Cuando llegué al pueblito, vi quecasi todos seguían en los sillones,

aunque algunos estaban sentados enel suelo de la plaza central y comíanunos frutos verdes. El vocero era unode ellos; se puso de pie con lentitud yparsimonia al verme, pero yo lleguéjunto a él antes de que terminara eltrabajo.

—Bienvenido, censista —me di-jo—. Hoy seré yo quien atienda tusapetencias; anoche tuvimos eleccio-nes y fui elegido vocero.

Al principio ese diálogo me des-colocó, ya que era exactamente lamisma persona con la que había ha-blado el día anterior, pero sonreí; sinecesitaba algo para estar seguro, e-ra eso.

—Me alegro de conocerte, voce-ro —dije—. ¿Cuánta gente vive en es-te pueblo?

—Cuatro mil ciento cincuenta y o-cho individuos.

“Claro. ¿En dónde más podríanvivir?”, pensé.

—¿Cuántos viven contigo en tucuerpo? —pregunté.

El valionita permaneció en silen-cio unos segundos; su rostro no medaba ninguna pista.

—Sesenta y nueve —respondió.El vocero me había comprendido.

Había temido que no conocieran elconcepto de cuerpo, ya que, al vivirsesenta y nueve personalidades jun-tas dentro de un solo individuo… Aun-que el concepto de individuo habríaque redefinirlo para los valionitas. Ca-da cuerpo era un pequeño barrio,donde vivían decenas de personali-dades.

No veo el momento de volver a ver ami hijo. Tengo ante mí la oportunidad

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de revolucionar la ciencia del censo;puedo llegar a ser el ejemplo a se-guir. Después de mí, todos tendránque leer los informes completos delos Enviados y realizar estudios con-cienzudos antes de emitir un informe.Habrá un intercambio de informaciónentre las ciencias. Mi hijo se sentiráorgulloso de mí; ya no seré un simplecuenta cabezas que salta de un as-teroide a otro. Podré sentarme frentea él con la frente en alto.

Los informes de los exoantropólo-gos habían pasado sin pena ni gloria.Los censistas se habían limitado allegar, contar cabezas e irse. A nadieen la Entidad le había interesado quelos valionitas hubieran solucionado elproblema de espacio que solía aque-jar a la humanidad. Eran sesenta yseis cuerpos, dentro de los cuales na-cían, vivían, se reproducían y moríandecenas de individuos.

Yo no había hecho ningún descu-brimiento importante, ya que los otrosdos exoantropólogos de la Entidad lohabían descubierto antes. En el infor-me del tercer Enviado se podía leerun estudio completo de la sociedadvalionita. Ese exoantropólogo habíapasado diez años entre ellos, y llegó aesbozar algunas hipótesis de por quélos valionitas habían evolucionado deese modo.

Durante mi investigación pudeconstatar y comprobar las hipótesis.Fue una adaptación al medio exiguoen el que vivían. El Enviado suponíaque los ancestros de los valionitas a-gotaron el medioambiente de algunaforma, y que luego fueron adaptándo-se para poder sobrevivir en él. Dejómuchas preguntas y propuestas parafuturas investigaciones, pero al pare-cer la Entidad no aprobó más estu-dios de campo, y decidió dejar en paza los valionitas. Sólo se interesabanen los números, en cuántos eran. Ypara eso los censistas no servían, da-do que no habían leído ni leerían losestudios de los Enviados, y entoncesjamás llegarían al número real de va-lionitas.

Pero, ¿a quién pretendo enga-ñar…? Nadie me prestará atención.Tal vez algún exoantropólogo lea miinforme y se ría al ver un censista cu-rioso que repite como loro lo mismoque ellos han escrito hace años. Miscolegas no se preocuparán por leermi extenso artículo…

Todo depende de mi hijo. Espe-ro que él sea el indicado para cam-biar la ciencia del censo; si no, nues-tros días están contados.

© MARTÍN CAGLIANI, 2007.

MARTÍN CAGLIANI

(Argentina —Buenos Aires, 1974—)

Si bien como escritor no se deja atrapar por ningún género, se sientecómodo en la ciencia ficción, la fantasía y el terror. Además de sus cola-boraciones en Axxón, Efímero, Erídano y Sinergia, entre otras, en NM2 publicó Lucía tomó mi mano y fui feliz.

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I

La morocha se contoneaba sugeren-te. Su figura delgada y sinuosa me

producía una sensación hipnótica yseductora.

Cuando Lucía me llamó al celularpara proponerme que nos encontrá-ramos en Molière, ni por asomo meimaginé lo que se vendría.

Almuerzo normal, charla amena;todo como si nada hasta que llega-ron los cafés (melodramática hastaúltimo momento, la muy turra, comosiempre).

Mientras revolvía su taza, me mi-ró a los ojos y dijo que nuestra rela-ción ya no funcionaba, que no iba pa-ra atrás ni para adelante, que sólopensaba en mí mismo, que única-mente la llamaba cuando necesitabaalgo (y que ya sabíamos qué era esealgo), que todo giraba alrededor demis problemas y de mis manías y decómo me había levantado por lamañana, que no estaba dispuesta aseguir con ese menáge à trois entre

ella, mi ego y yo, y que si necesitabacompañía me consiguiera un perro.Dejándome con la palabra en la boca,se levantó y se fue.

Sus labios, de un carmesí furioso,

brillaban a la tenue luz del lugar.Mientras se aproximaba a mí, su

vestido negro adherido al cuerpo re-

saltaba tanto sus curvas como susintenciones.

Como si fuera poco, tenía que volvera la oficina y mis compañeros detrabajo parecían contar con un radarpara detectar las rupturas amorosas(o quizá se me notaba mucho). Locierto es que no me quedó otra queescuchar sus comentarios: que eramejor así, que esa mina no me con-venía, que era una histérica, que novalía la pena, que no me hicieradrama, que lo que tenía que hacerera salir de joda y divertirme para ol-vidarla cuanto antes, que por qué noiba con ellos a Opera Bay, que losjueves se ponía “rebueno” porque sellenaba de extranjeras bastante li-

LA MEMBRESÍA

MARCELO C. CARDO

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geritas (por no decir del todo), ade-más de lindas y con plata…. Y quedaba la casualidad de que hoy erajueves.

No podía hacer nada. Estaba parali-zado; un poco por incredulidad y otro

poco por la excitación que la situaciónme provocaba. Mis amigos me codea-

ban: “aprovechá, aprovechá…”.

Decidí acompañarlos: nada mejorque un poco de diversión y algo dealcohol para mitigar mis penas. A las01:30 llegué a Puerto Madero. De apoco los demás se fueron presen-tando. Dimos nuestros nombres alpatovica de la entrada (estábamosen una lista de invitados), pasamospor el detector de metales e ingre-samos. Nos sentamos en una mesaubicada en una de las terrazas. Loschistes y las bebidas amenizaban lavelada.

II

Se detuvo frente a mí, me miró ypreguntó: “¿bailamos?”. Mientras í-bamos hacia la pista, aún no enten-día lo que pasaba. Después de unrato, nos dirigimos hacia la baranda ymirando al río me dijo que se llamabaMaría, María Addis, que venía de Eu-ropa, que era estudiante de inter-cambio y que le gustaba mucho Bue-nos Aires y su noche. Poco despuésagregó que ni bien me había vistohabía sentido algo que la llamaba,que la atraía hacia mí.

Le pregunté si no quería ir a unlugar más tranquilo. Le comenté que,si no lo tomaba a mal, mi departa-

mento estaba cerca. Con una sonrisacómplice aceptó la invitación.

Ya en mi propiedad, le ofrecí algode beber. Me dijo que sí, que un pocode vino blanco estaría bien.

Cuando volví con las dos copas,ya no estaba en el living. La puerta demi cuarto se hallaba abierta y un ca-mino de ropa (su ropa) me guiaba ha-cia la cama.

En el dormitorio la vi desnuda porprimera vez: era incluso más hermo-sa que vestida.

“¡Ojalá Lucía pudiera verme aho-ra!”, pensé. “A mí y a la ‘perrita’ quehabía encontrado para que me hicieracompañía”.

Bastante borracho y exaltado, laatraje hacia mí. Ella me esquivó, tomósu copa y la apoyó en la mesa de luz;yo vacié la mía y la dejé en la alfom-bra. Nos besamos larga y apasiona-damente revolcándonos en la cama.Luego de un rato de juegos eróticos,estiré como pude un brazo hasta elcajón de la mesa de luz. Lo abrí, tan-teé en su interior y para mi sorpresa(maldita suerte) encontré la caja depreservativos vacía. Como si hubieseleído mis pensamientos, María susu-rró a mi oído: “No te preocupes, yome cuido”, y continuó besándome elcuello.

No lo dudé. Hicimos el amor co-mo condenados, llenos de un ímpetuy un frenesí desenfrenado.

III

Me despierto desganado; estoy ex-hausto. Aunque parece que hubieradormido tres días, todavía es de no-che. Junto a mí no hay nadie: ella

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desapareció. En la mesa de luz, desu lado, la copa de vino blanco des-cansa llena. En su interior yace unarosa negra, con una tarjeta que dice:“Gracias por esta noche”. Miles deposibilidades cruzan por mi mente.Me levanto asustado; temo, entre o-tras cosas, haber sido víctima de unrobo. Reviso mis pertenencias, perotodo está en su lugar; no falta nada...

Un poco más relajado, me dirijo albaño para lavarme la cara, despejar-

me un poco y pensar con mayor clari-dad.

Abro la puerta, miro hacia el es-pejo y leo con estupefacción tres pa-labras escritas con lápiz labial: “Bien-venido al club…”.

Pero eso no es lo único extrañoque comprueban mis ojos: mi imagenno está, ¡no me reflejo!

© MARCELO C. CARDO, 2007.

MARCELO C. CARDO

(Argentina —Lanús, Buenos Aires, 1967—)

Escritor y articulista especializado en la literatura de terror, como conse-cuencia de su título de contador público. Activo integrante de “Los Forja-dores” (http://forjadores.net), en NM 6 publicó Carmiña “release” 2.0, dis-tinguido como cuento destacado en el Concurso “Ciudad Escarlata”, or-ganizado por el portal Vampiros.cl (http://www.vampiros.cl/ciudad/).

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Percibir primero su sorpresa: su des-nudo estupor creciendo y creciendo,frente a la mirada que lo perseguía enla cruda simpleza de la habitación. In-tentó salir corriendo. Sus piernas res-pondieron. Intentó cruzar la puerta quedaba a la calle. Lo hizo y no lo hizo; viopor los ojos del hombre, en la cama delhospital: el hombre vio entonces, porsus ojos débiles y asustados, el res-plandor de la última calle que vería ensu vida.

Era tarde.Eran uno.Intentó correr: ambos lo intentaron

en el mismo cuerpo, mientras queda-ban también inmóviles en la cama deun hospital. Una habitación indescripti-blemente blanca, que perdía sus colo-res en la penumbra, una habitación, laúltima.

Intentaron correr, frente a las mira-das, la indiferente atención de aquellosque corrían la ciega carrera de sus dí-as. Inmóviles. Una mujer lo miró a losojos. Ellos la miraron, viendo su propiaexpresión de desamparo en los ojospardos de la mujer. Desde sus ojos. Lamujer y el hombre se abrazaron, ya sinhuir, ya sin el fácil engaño de un lugardeterminado del cual huir: los tres per-cibían la penumbra creciente de la habi-tación del hospital, los tres eran doscuerpos entrelazados, abrazados casisin respirar, heridos de pánico, los tresgritaron al mismo tiempo, refugiándoseel uno en el otro, los tres miraron losojos del chico que iba de la mano demamá que…

—No mires, Lucas. Dejá que la gen-te… ¿Lucas? ¡Lucas, vení para acá!

EL LÍMITE

GONZALO GELLER

GONZALO GELLER

(Argentina —Santa Fe, 1980—)

Escritor, dibujante y compositor residente en Santo Tomé (Santa Fe,Argentina), en NM 4 publicó Otra Babel.

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1919

—No puedo, mamá —gritaron cua-tro voces en una voz infantil de calmaabsoluta.

—Lucas, por favor —se paralizóella al ver el cielo raso en la penum-bra, sentir el calor el temblor el mie-do de los dos cuerpos, sus propios

pasos infantiles yendo al encuentrode aquella pareja, y correr entoncesa intentar evitar que Lucas, que yo,que ellos, que él…

© GONZALO GELLER, 2007.

TRAZOS DE AYER: CHIM

Este argentino, del que poco se sabe y queestá totalmente olvidado, trabajó entre la mi-tad de los '50 y mediados de la década si-guiente a un ritmo acelerado. En ese lapso dediez años sus obras aparecieron para variaseditoriales, como la importante Bell, pero sinduda su nombre siempre irá asociado con lasdel editor J. FENTANES (Ediciones Tauria, Edi-ciones Trébil, Ediciones Clemente, EdicionesReservada, Ediciones Vorágine). Allí desple-gó un verdadero arsenal de habilidades quepusieron al descubierto la talla de un verdadero artista de peso. ¿Cómono fascinarse ante las féminas perfectas de sus portadas, las escenas deacción y violencia latente? Su uso del pastel no tuvo igual. Hubo otrosartistas que se caracterizaron por sus beldades femeninas. PEREYRA ha-cía mujeres perfectas, fotográficas y de una belleza marmórea. Las deRAFAEL NAVARRO eran exóticas, no siempre lindas, aunque siempre lla-mativas y coloridas. CHIM era un maestro en retratar mujeres peligrosas.Hermosas y peligrosas, con su estilo tan fifties, y retratando toda unaépoca bohemia. Para los lectores de novelas policiales especialmente,durante esos diez años, sus tapas fueron todo un símbolo. Uno de losmejores artistas argentinos del color del siglo XX, aunque casi un desco-nocido.

© CHRISTIAN VALLINI, 2007.

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Fase primera

Desde su posición, la megalópolis seextendía hasta el infinito y ennegre-cía el paisaje devastado por la con-taminación industrial. Los rascacie-los de un kilómetro de altura cubríansu entorno y creaban una jungla deacero veteada por la lluvia constan-te, que resbalaba sobre los anunciospublicitarios tridimensionales insta-lados en las fachadas de los edifi-cios. Stark sacó un maletín del male-tero del BMW. Con manos expertas,montó el rifle y ajustó la mira teles-cópica de cincuenta aumentos.

La lluvia arreció y lo empapó de lacabeza a los pies, deslizándose por lagabardina de cuero auténtico que locubría hasta los tobillos. Era inmuneal frío; un francotirador no experimen-ta emociones. Su entorno forma partede su fisonomía. Cansado, se aproxi-mó al borde de la azotea y empuñó elMáuser con ambas manos. La charla

mantenida hacía unas horas con elcomandante Aries regresó a su me-moria.

—Buenas tardes, sargento.

La fingida cordialidad de su su-perior le causó asco.

—Buenos tardes, mi comandan-te.

—Ha surgido una operación de úl-

tima hora —explicó—. ¿Se encuentrausted con energías para realizarla?

La ironía de Aries fue palpable.Había sufrido una noche colma-

da de pesadillas; debía distraerse de

alguna forma. Los remordimientosde conciencia le eran imposibles de

asimilar. El comandante continuó:—Debe eliminar a John Downer,

Stark. ¿Lo conoce usted?Una impresión de inquietud inva-

dió su interior.

—Tengo entendido que es un in-geniero genético que trabaja para la

Corporación Manoora, señor.

HE AQUÍ EL HOMBRE

ALEXIS BRITO DELGADO

Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?Eso es lo que significa ser esclavo.

ROY BATTY

Como de costumbre, mis superiores me eligen para realizar las tareas sucias.El comandante Aries ha sido inflexible al respecto. Carezco de capacidad de elección;

debo cumplir las misiones aunque no quiera. En mi profesión no existe el libre albedrío.El problema, entre otros, es que los rostros de mis víctimas me desvelan por las noches,

clamando venganza. Llevo demasiadas muertes en mi conciencia,cosa que empieza a afectarme más de lo que debería…

DORIAN STARK

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El comandante se mostró satis-fecho.

—Efectivamente, sargento. Ten-drá los datos de su objetivo en su

apartamento. Cuando finalice la mi-

sión envíeme un informe lo antes po-sible.

El Agente Ejecutor asintió, apáti-co; no tenía fuerzas para contradecir

a su superior.

—De acuerdo, señor.

Con los hombros tensos, introdujo elcargador en la recámara y eligió losángulos de tiro. La Schneider lo habíaconvertido en un vegetal. Actuaba co-mo un ordenacentista de la peor es-pecie; apenas le importaban las con-secuencias morales de sus actos.Downer era humano; no se trataba deuno de sus objetivos habituales: te-rroristas cibernéticos que atentabancontra civiles inocentes. Dorian odia-ba exterminar a sus iguales. Aunquefuera un bioconstruido, se considera-ba humano; aún le restaban un cua-renta y ocho por ciento de órganosnaturales.

“Los neuroingenieros no han lo-grado transformarme en una máqui-na”, pensó. “Mi alma continúa intacta”.

Un calambre lo hizo estremecer; lanecesidad de drogarse invadía sucuerpo. Llevaba demasiado tiempoconsumiendo anfetaminas. El ale-mán ingirió tres pastillas; los estimu-lantes prendieron su anatomía, tran-quilizando sus aprehensiones másíntimas. Otra miserable operación;tarde o temprano terminarían volán-dole la cabeza o, peor aún, una ex-plosión lo haría saltar en pedazos,

arrancándole la escasa humanidadque conservaba.

Durante unos segundos imaginóque avanzaba al bioquirófano, viendopasar sobre sí el techo del pasillo delhospital, conducido por androides auxi-liares, que lo dejarían a merced de losmédicos. La imagen le dio ganas devomitar; la bilis pastosa se agolpó ensu garganta, ahogándolo. Llevaba dossemanas sin digerir nada sólido; los in-jertos habían modificado su fisiología.Tenía mucho en común con las máqui-nas que tanto despreciaba. Deprimido,apretó el Máuser con fuerza, a punto dedestrozar la culata adaptable de car-bono, enfocando con sus pupilas fo-toeléctricas el otro lado de la avenida.

Fase segunda

En dirección sudeste, entre la polu-ción petroquímica, Stark distinguió laNueva Ópera de Sydney. Las bóve-das orgánicas quedaban empeque-ñecidas por las inmensas torres deoficinas que la circundaban. La cons-trucción había perdido su bellezadesde hacía siglos; las cúpulas ero-sionadas eran la prueba evidente deello. Otra muestra de la decadenciaque corrompía el presente.

“Jørn Utzon se debía sentir orgu-lloso de su obra”, meditó con acidez.“El gobierno australiano no hizo nadapor evitar la degradación de su máxi-mo estandarte”.

Levantó la cabeza. Los carriles lu-minosos de la aeroautopista refulgíancomo luciérnagas, recorridos por mi-les de deslizadores en movimiento. Unzumbido le hizo desviar la atención deltránsito avasallador; un magnetotrén

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se deslizó bajo su posición, torciendohacia el ala izquierda del rascacielos,perdiéndose en la oscuridad de la no-che temprana. Dorian apuntó a la en-trada del Hotel Shangri-La; las líneasdel teleobjetivo danzaron ante sus o-jos, formando una cruz mortífera. Miróel Omega de pulsera: 20:07; su obje-tivo estaba apunto de salir al exterior.¿Por qué sus superiores querían vermuerto a aquel hombre? Las dudascorroían su espíritu; tenía la impresiónde estar obrando de manera equivoca-da. Últimamente se encontraba dema-siado emotivo; aquello jamás le hubie-ra sucedido en el pasado.

“Me he vuelto un sentimental”,pensó. “Las anfetas me han quemadoel cerebro”.

Sabía que debía separar lo perso-nal de lo profesional, pero no lograbaevitar la animadversión que punzaba sucorazón. La idea de asesinar a sangrefría a John Downer, sin un motivo justi-ficable, le producía náuseas. Si fraca-saba, o si desobedecía las órdenes,conocía el resultado de antemano: con-sejo de guerra, paredón de fusilamien-to, doce balas de mercurio y tiro degracia.

Una escolta aparcó ante las doblespuertas de fibra de vidrio. El AgenteEjecutor analizó la escena: un Suba-ru último modelo con cuatro agentesvestidos de paisano, dos tanquetasde combate Nissan con cristales se-miopacos que no le permitieron ver alos pasajeros, y una limusina Hondablindada, de fabricación franco-ja-ponesa. Una corriente de electrici-dad recorrió sus nervios; estaba eninferioridad numérica. En el dossier

que recibió del Departamento no seespecificaba nada de una comitivade protección. Irritado, entrecerró losojos grises.

La misión era una locura; no po-día enfrentarse a tantos hombres sinuna unidad de combate bajo su man-do. Por enésima vez, quiso destruir asus superiores; detestaba poner enjuego su vida. Al parecer, los intere-ses de la Schneider eran más impor-tantes que un simple sargento de laOrden de los Centinelas.

“¿Qué puedo hacer?”, reflexionó.“Si localizan mi posición seré hombremuerto”.

Lamentó no haber tenido la opor-tunidad de preparar su equipo: unMáuser 750, dos W-PPK, y cuatrocápsulas adherentes de trinitrotolue-no no eran armamento suficiente paraenfrentarse a sus enemigos. Además,debía tener en cuenta otro detalle: susropas carecían de sistema de camu-flaje; los soldados de Downer podríanseguir su rastro utilizando escánerestermográficos.

Su objetivo cruzó la calle, acer-cándose a la limusina, donde un cho-fer lo esperaba, uniformado con untraje oscuro.

El alemán dudó; el índice se le cris-pó sobre el gatillo. La idea de ser ca-zado no le agradaba en absoluto; nun-ca se acostumbraría a los riesgos queimplicaba su profesión. Involuntaria-mente, un espasmo producido por losefectos secundarios de las pastillas lecontrajo el dedo. La bala rebotó contrala ventanilla de la limusina. La escoltaempuñó las automáticas. Downer searrojó al suelo, aterrado, buscando re-fugio.

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Aturdido, Dorian intentó reaccio-nar. Su mente estaba en blanco. A-quel error merecía la peor de las muer-tes.

Un soldado rastreó su posición.Otro se echó al hombro un lanzaco-hetes AT 30. El misil antipersonalavanzó en su dirección a trescientosmetros por segundo, dispuesto a ani-quilarlo. Por suerte, sus reflejos per-feccionados biónicamente tomaron elcontrol, haciendo que saltara a unlado en el último segundo. El desliza-dor saltó en pedazos; la onda expan-siva lo levantó del suelo, arrojándolo adiez metros de distancia. Su cuerpoabolló un condensador eléctrico. Elimpacto le arrancó un grito, antes deque se desplomara en el suelo.

Stark sacudió la cabeza, ignoran-do el dolor de su costado derecho.Debía tener alguna costilla rota; es-peraba que no le hubiera traspasadoel pulmón. Las llamas se elevaban asu alrededor, desdibujando la azoteallena de escombros calcinados. El he-dor de la gasolina quemada le hizoreprimir una arcada. Con los ojos en-rojecidos por el humo, reptó entre losrestos del BMW, acercándose a lasalida de emergencia. Sabía que susoponentes iban detrás de su rastro.No descansarían hasta conseguir sucabeza; escapar era una prioridad pri-mordial.

De una patada, arrancó la puertade sus goznes, pasando al interior delrascacielos, con una W-PPK en la ma-no. El alemán preparó una cápsula. Elexplosivo magnético era una trampamortal; el primero que bajara por lasescaleras sería un cadáver. Una ro-ciada de plomo segó sus huellas. Cua-

tro agentes botaron del Subaru; el fue-go irradió los cañones de las Glock. Lacaza comenzaba…

Fase tercera

El Agente Ejecutor aferró la baran-dilla; bajaba los escalones de cuatroen cuatro, con una expresión demo-níaca en el rostro. A su espalda, es-cuchó el alarido de uno de sus riva-les; el perímetro electromagnéticode la cápsula lo había abrasado. Losagentes lo maldijeron.

—¡Hijo de la gran puta!—¡Vamos a acabar contigo, ca-

brón!—¡Te arrancaré los cojones!Dorian esbozó una sonrisa torci-

da: “Intentadlo, bastardos”, pensó. “Nomoriré solo”.

Una descarga le lamió la mejilla.Stark se pegó a la pared, esquivandolos proyectiles. Segundos más tarde,emergió entre las sombras, agotandoel tambor; sus balas picotearon lasescaleras. De un salto, llegó a un re-llano; a su diestra se abría un pasillo.De manera instintiva recargó el arma;después desfiló por el corredor, sa-cando del arnés de nailon otra pistola.

No era la primera vez que pasabapor aquella experiencia; de hecho, u-na década atrás estuvo a punto demorir por el impacto de un misil ruso.Cuando despertó en la clínica era unbioconstruido. No volvió a ser la mis-ma persona, los implantes dividieronsu humanidad, acercándolo a la hibri-dación absoluta.

Exhausto, se detuvo un momento,para ingerir un puñado de anfetami-

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nas. El costado le ardía; parecía quetenía una barra al rojo vivo pegada ala piel. Por suerte, las placas de blin-daje de la trinchera resistieron la de-tonación; de lo contrario, habría es-tado perdido. Tres siluetas familia-res aparecieron al fondo del pasillo.El alemán se ocultó detrás de unaesquina, esquivando la andanadaque acribilló las paredes. Uno de e-llos aulló, victorioso: —¡Ya es nues-tro!

Aquella frase fue su epitafio. Unestampido le taladró el cráneo, espar-ciendo su cerebro contra sus compa-ñeros.

—¡Mátale, joder!Un agente elevó el lanzacohetes.

Dorian se anticipó a su enemigo; des-cerrajando la puerta que tenía en frentea balazos, entró en la vivienda. El misilestalló detrás de su espalda; la ondaexpansiva lo proyectó hacia el salóndel hogar, haciéndolo derribar un sofáforrado con plexiglás. Rodó sobre sípara apagar el uniforme en llamas, conlos dientes apretados. El sufrimientoera insoportable; su cara quedó cu-bierta de ampollas. Tenía quemadurasde segundo grado.

Su campo visual abarcó a una fami-lia musulmana —hombre, mujer ydos niños—, que lo contempló ate-rrorizada, sorprendida por la intru-sión que había violado su hogar.Stark gritó, con voz ronca: —¡Al sue-lo!

Una granada rodó dentro del a-partamento; el alemán le propinó unapatada, devolviéndola a sus adversa-rios. Un chillido acompañó a su ac-ción: —¡Mierda!

El estampido de fósforo despidióuna bola de fuego; un soldado bramócon el cuerpo inflamado, corriendocomo un loco, hasta convertirse en u-na momia ennegrecida.

—¡Fuera de aquí! —ordenó—.¡Rápido!

A empujones, metió a la familiadentro de la cocina. Uno de los críoslloraba; sin querer, le había partido unbrazo. El esposo le dio un puñetazoen la mandíbula.

—¡Basura! —exclamó en su pro-pio idioma.

El alemán lo dejó inconsciente deun golpe.

“Has tenido suerte, amigo”, pen-só. “Cualquier otro te hubiera liquida-do”.

Olvidó a los musulmanes; teníacosas más importantes por las quepreocuparse, buscando al último a-gente con la W-PPK alzada. Un ines-perado silencio cubrió la vivienda.Sus afilados sentidos estudiaron elambiente que lo rodeaba. El soldadosuperviviente había huido; estaba so-lo en aquellos momentos. Entonces,un foco envolvió su figura; las Nissanflotaban detrás de las ventanas, pre-paradas para abrir fuego…

Fase cuarta

Sin pensarlo, rompió los cristales,saltando al exterior del edificio. Sumiembro biónico aferró la escalerade emergencia de la fachada; el tirónestuvo cerca de dislocarle el brazo,mientras la infinitud se abría bajosus pies. Las alturas lo marearon;una corriente de aire le hizo perder elequilibrio, desplomándose en la pa-

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sarela inferior. La adrenalina lo in-corporó; el corazón le bombeaba a-celeradamente, silenciando el fragorde los motores gemelos de las tan-quetas.

Una Nissan descendió en su di-rección, disparando; los proyectileslevantaron violentas chispas. Dorianavanzó hacia el piso inferior, aga-chando la cabeza, con una cápsula detrinitrotolueno en la zurda. La minamagnética trazó una elipse, pegándo-se a la torreta de la Nissan, el únicopunto débil del monstruo metálico. Elestallido lo dejó sordo durante unosinstantes; serpientes eléctricas baña-ron el fuselaje del vehículo, electrocu-tando a sus ocupantes. La tanquetagiró de modo incontrolado, herida demuerte, hundiéndose en el abismo.Frenético, continuó su carrera hacia elnivel de la calle; no tenía tiempo dedisfrutar de su pequeña victoria.

La segunda Nissan se abalanzósobre él; una bala le dio en la pierna,perforándole el muslo de parte a par-te. Stark volvió a gritar. Nunca logrósoportar el dolor de los injertos bióni-cos; prefería ser herido en cualquierórgano natural, aunque ello supusierauna pérdida irreparable de su porcen-taje humano. Sudaba; se encontrabaenervado. Había sufrido múltiples le-siones; la idea de abandonar pasópor su mente.

“No quiero caer en manos deDowner”, reflexionó. “Si me cogen vi-vo me torturarán hasta la muerte”.

Como si hubiera adivinado suspensamientos, la voz del piloto sonóa través de un altavoz estereofónico,reverberando entre pulsaciones deestática.

—¡Va a morir! —gruñó—. ¡Aca-baremos con usted!

El magnetotrén apareció a lo le-jos; los faros del vehículo alumbraronel lateral del rascacielos, propagandoel silbido de los vagones en suspen-sión. El alemán esbozó una muecamacabra: —¡Nunca!

Tomó impulso con la zurda y brincópor encima de la barandilla, atrave-sando el aire sobrecargado de ozo-no. El vacío lo circundó; sus piernaschocaron contra el techo del vagón yabollaron la superficie de acero.Tres cuchillas emergieron de su pu-ño, clavándolas hasta los nudillos,sujetándolo al vehículo en movimien-to.

El magnetotrén volaba a enormevelocidad, recorriendo las amplias a-venidas, surcando los cielos ensom-brecidos. La tanqueta siguió su ras-tro; implacable, persiguiendo al trans-porte público, ganando terreno pormomentos. Con un terrible esfuerzode voluntad, abrió el techo con lasgarras cibernéticas, aterrizando den-tro del vagón. Los escasos pasajerosse pusieron en pie, espantados, a-partándose de su figura ensangren-tada, retrocediendo al otro extremo.Dorian disparó hacia arriba.

—¡Largo! —masculló—. ¡Fuerade aquí!

No tuvo que repetir sus palabras;quince personas salieron despavori-das, desapareciendo de su vista. Re-cargó la W-PPK. Había llegado al lí-mite de su resistencia; sólo queríallevarse por delante a todos los riva-les que pudiera. Morir le traía sin cui-dado.

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Con estrépito, la Nissan atravesó laparte trasera del vagón, desgarran-do las paredes metálicas. Utilizandolas reservas de energía que le resta-ban, Stark trepó por la carrocería delvehículo, impulsado por una locuraasesina. El Agente Ejecutor arrancóla escotilla de salida con las cuchi-llas, vaciando el cargador de la pis-tola en el interior de la tanqueta. Losproyectiles cruzados causaron unacarnicería; sus enemigos lanzaronbramidos de agonía. Al momento,quitó el seguro de una cápsula, e-chándola dentro de la cabina pararedondear el trabajo. Cuando se dis-ponía a saltar para ponerse a salvo,resbaló y de pronto se desvanecióen el abismo. La calle ascendió; elestómago le subió a la garganta. Lasluces de la megalópolis bañaron susfacciones. Su miserable existenciahabía terminado…

Fase quinta

Sobresaltado, el alemán volvió a larealidad, con el cuerpo bañado porun sudor frío. Intentó quitarse el cas-co, pero tenía las manos atadas aambos lados del sillón. Tuvo que es-perar a que el psicólogo soltara lascorreas. El hombre puntualizó conmalicia: —Ha fracasado en el test deevaluación, Stark.

Su respuesta fue cortante: —Yalo sé.

Se puso en pie, frotándose lasmuñecas, intentando librarse de los e-fectos residuales del holograma queaún punzaba su cerebro. Desprecia-ba la alta tecnología; prefería la anti-gua galería de tiro antes que pasar

por aquella porquería. Instintivamen-te, se acarició el rostro. Las heridasfueron demasiado reales; tenía lasensación de tener la cara llena dequemaduras.

Los fluorescentes del techo lelastimaron las pupilas. Se puso lasgafas de sol para evitar el blanco ce-gador de las luces; no le gustaban loslugares tan iluminados. El hombre to-mó asiento detrás de una mesa de ti-tanio. Estudiando la pantalla de un So-ny, corroboró los datos ofrecidos porla máquina. Una expresión de desa-grado llenó sus facciones.

—Desprecio a sus superiores, de-presión constante, incapacidad de im-provisación, cobardía ante el enemi-go, conducta temeraria, baja forma fí-sica… ¿Tiene algo que alegar al res-pecto, sargento?

El Agente Ejecutor no se molestóen ocultarle su repugnancia.

—Me encantaría verlo a usted enmi lugar, Lindemann.

El psicólogo enrojeció de rabia.—¡Esto es un asunto serio, Stark!Dorian sintió ganas de romperle el

cuello.

—Para usted es fácil criticar mitrabajo—puntualizó—. En la retaguar-dia todo es diferente, ¿verdad?

Lindemann entornó los ojillos por-cinos con crueldad.

—Daré parte de su insubordina-ción al comandante Aries —dijo—.No necesitamos a hombres como us-ted en el departamento.

El alemán se encogió de hombros.—Haga lo que quiera, Lindemann.El psicólogo destiló veneno.—Desde ahora, hasta nueva or-

den, queda fuera de servicio. Sería

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una locura asignarle a un pelotón de laOrden de los Centinelas. Con razónpierde al noventa por ciento de susefectivos durante las operaciones deexterminio.

La declaración le resultó indife-rente.

—Me parece estupendo.Lindemann siguió adelante: —A-

demás, lo enviaré a una clínica dereposo; los narcóticos empiezan apasarle factura. Usted aprovecha laexcusa de los injertos mecánicos pa-ra drogarse con impunidad.

Dorian fue sarcástico: —Deberíatomar unas cuantas anfetaminas, Lin-

demann. Despejarían su puerca men-talidad de burócrata.

El psicólogo estaba al borde de laapoplejía.

—Salga de mi oficina, Stark.El Agente Ejecutor dio la media

vuelta. La presencia de Lindemann leproducía aversión. Se alejó con suspensamientos del despacho insono-rizado.

“Es la primera vez que me san-cionan”, meditó. “Tarde o tempranotenía que suceder…”.

© ALEXIS BRITO DELGADO, 2007.

ALEXIS BRITO DELGADO

(España —Tenerife, 1980—)

Autor de la novela Luz blanca/Calor blanco (Ediciones Parnaso, 2007),ha participado, por ejemplo, en Nexus, Velero 25, Aurora Bitzine, Res-cepto, Sociedad Tolkien Española, Portal de Ciencia Ficcion, JackBlade Runner Page y NGC 3360.Sus escritores favoritos son WILLIAM BURROUGHS, MICHAEL MOORCOCK, J.G. BALLARD y PHILIP K. DICK, entre muchos otros.

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Alguien debe hacer algo. Y si ese al-guien debo ser yo; ya no me importa.¡Maldita sea por siempre la hora en laque el Mariscal llegó a nuestro pue-blo! El peso del hacha en mi manome confiere seguridad, la tranquiliza-dora seguridad de que esta empresallegará a buen puerto.

Porque, ¿cuánto es mucho? ¿Cuán-do es el momento de decir basta? Tresniños no habían sido mucho. ¿Ahoracinco lo son? ¿Esperarán a que seanmás? ¿Hasta diez? ¿Doce?

Desde que apareció por la pul-pería, con su andar engreído y su to-no de voz petulante, todos desconfia-ron de él. Pero ahora que hay que ac-tuar, que hay que hacer de tripas co-razón y decir “basta”, cada cual poneuna excusa, una duda, un temor pordelante, con tal de escaparle a la obli-gación ciudadana de buscar justicia.¡Carajo! ¿Cómo pueden ser tan co-bardes?

Aprieto el paso, es mejor apurar eltrámite. Sé que si dudo o me retra-so puedo no hacerlo, caer en la de-

sidia del resto, en apariencia con-tagiosa.

En los tramos de oscuridad, entrefarol y farol, la mente se me disparaincontrolable hacia los recuerdos.

¡Marquitos! ¡Por qué justo a él!Que siempre hizo el bien, que siem-pre ofrecía su mano sin dudarlo, queregalaba sonrisas a cambio de nada.Cinco años y más conciencia y bon-dad que muchos de cincuenta quehoy hacen la vista gorda, que apun-tan con el dedo al Mariscal, pero ba-jan la vista en cuanto éste los mira defrente.

Ya veo su caserón, “El Manantial”,titilando en la oscuridad del campo.Ni un solo vecino me cruzó en el ca-mino, ni a caballo ni a pie. Creo quees mejor así. Si tengo que dar expli-caciones prefiero darlas después,no antes.

Trato de recordar la cara delMariscal, para que su odioso recuer-do me dé fuerzas. No es fácil lo quedebo hacer. Su mirada altiva, con elmentón por delante, su media sonrisa

EL MARISCAL

EDUARDO LAENS AGUIAR

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sobradora, su actitud desafiante. Sedice retirado del ejército por una he-rida en batalla, de la cual no hay evi-dencias visibles, y aun hace gala desu uniforme, sable incluido; un atuen-do que intimida a más de uno en elpueblo. ¡Dios, cómo lo detesto!

Estoy seguro que el culpable delas desapariciones es él. El primerode los niños, Luisito, desapareció eldía anterior a su llegada. Tenía miedode cometer una imprudencia, peroClara, Jorge y Don Dionisio tambiénacusan al Mariscal. ¡Si hasta el viejoGarcé piensa que los debe tener en-cerrados en el sótano de la casonaque compró cuando llegó al pueblo!Claro que el comisario dice que sinpruebas no puede haber justicia. Perosi vamos a escuchar todas las opinio-nes también vale la de la vieja Josefa,que dice que a los niños se los llevó laluz mala.

De todos modos no voy a actuarpor impulso. Debo controlarme, hacerque confiese. Lo imperativo es saberqué pasó con los niños, dónde los me-tió. Después ajusticiarlo.

Abandono la ruta provincial, algo ba-rrosa por la lluvia de ayer, y me metoen la recta final que lleva a la puertade la casona del Mariscal. Me doycuenta de que me suda la mano delhacha y que estoy apretando el armatan fuerte que tengo los dedos algoagarrotados. La cambio a la izquier-da e intento relajar los músculos dela diestra.

Paso tras paso “El Manantial” seacerca. Siento el corazón desboca-do; no estoy hecho para estos menes-teres. Si apenas me trencé en una pe-

lea en toda mi adolescencia, y re-cuerdo que salí muy mal parado. Peropensar en Marquitos o en Luisito, Be-lén o cualquiera de esos angelitos mehace hervir la sangre.

Levanto una pierna por sobre la tran-quera de entrada y ya estoy dentro.Veo la luz de la cocina encendida; talvez esté cenando. Por las dudas, me-to el mango del hacha dentro del bra-zo del gamulán, hasta el codo, y su-jeto la hoja entre mis dedos. No vayaa ser que se espante apenas me vea.

Golpeo la puerta una, dos veces.Cuando preparo el tercer golpe se a-bre de forma intempestiva; tanto, queretrocedo un paso, asustado.

El Mariscal está de uniforme, co-mo siempre; ambas manos libres y sumirada despectiva queriendo atrave-sarme.

—¿Qué quiere?—Hablar con usted. De los niños.

—Trato de darle a mi voz una durezaque mi espíritu aun no tiene.

Para reforzar mi posición doy dospasos largos y me meto en su casa.

Contra lo que esperaba, la austeri-dad de la casona me sorprende detal modo que me quedo callado, mi-rando durante unos segundos lasparedes blanqueadas con cal. Nohay muebles ni cuadros; alfombrasni lámparas. Sólo los vacíos dintelesde las puertas que llevan más aden-tro en la construcción. El Mariscal seaclara la garganta y eso me saca demi momentánea parálisis. Mi manoaprieta la hoja el hacha y digo.

—Dígame qué hizo con los ni-ños.

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—Ah. Ya veo. Usted es uno deesos idiotas del pueblo que me echalas culpas de las desapariciones.

—Confiese, Mariscal. Sólo quierosaber dónde están los pequeños —in-sisto.

Menea la cabeza con tal cara dedesprecio que quiero matarlo en esemismo instante. Sin aviso se dirigehacia una de las puertas, la que supu-se daba a la cocina, y mientras ca-mina dice: —Los tengo acá. Venga.Estoy calentando agua para hacermeun guiso con ellos.

Cuando desaparece tras la puertame apresuro a buscarlo. Entro en lacocina casi a las corridas y lo veo, deespaldas a mí, desenvainando el sa-ble del ejército que descansa sobrela mesa.

Suelto la cabeza del hacha y sientocómo el mango se desliza por mi ma-no. Apenas puedo sujetarlo levanto elbrazo, decidido a golpear primero.

El Mariscal se da vuelta con unaestocada recta al pecho. La esquivoapenas, girando el cuerpo, y la puntafilosa atraviesa el lateral de mi gamu-lán. Aprovechando el movimiento des-cargo el filo de mi hacha sobre su bra-zo extendido, por encima del codo,que, aunque no recibió un corte profun-do, se fracturó con un crujido. Obliga-do por el dolor, suelta la espada, quequeda prendida de mi ropa, y retroce-de tomándose el brazo y gritando deira.

Mi siguiente golpe sale como su-cesión del anterior, asestándole en lacara con la parte roma de la hoja delhacha. Las piernas le tiemblan y final-mente cae mareado.

Una energía incontrolable me re-corre el cuerpo. La imagen de Marqui-tos y los demás me infunden las fuer-zas necesarias para no claudicar.

Me siento a horcajadas sobre sucuerpo y descargo un nuevo hacha-zo que le destroza el cráneo. Destra-bo el arma de la herida y vuelvo agolpear. Luego una vez más. Y otramás.

La sangre me salpica la cara, losojos, la boca, rompiendo el trance.Miro lo que he hecho y no sé si ale-grarme por haber logrado lo que meproponía, aunque haya sido algo im-propio de mi naturaleza, o aterrori-zarme por la barbarie cometida.

Suelto el hacha y me levanto ner-vioso. Reviso todas las habitaciones,pero no encuentro nada de los niños.La misma falta de mobiliario se repiteen todos lados. En el baño, un diminu-to espejo me muestra el rostro ensan-grentado. Me lavo como puedo y sal-go apurado de la casa.

Decido escapar por atrás del campo,para que nadie me vea, y poder a-clarar mis pensamientos. Mientrasme interno en la oscuridad del cam-po y “El Manantial” queda a mis es-paldas las preguntas me zumbabancomo moscardones.

¿Dónde están los niños? Él acep-tó que los tenía. ¿Cuánto de verdad omentira había en sus palabras? ¿Porqué alguien con su poder vive comoun peón de campo?

Salto el alambrado del campo delMariscal y me interno en los pastiza-les del monte. Algunas nubes juegan atapar la luna mientras camino sin sen-tir el cuerpo.

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Han pasado algunas horas; estoy can-sado y perdido en mis pensamientos.Llego a un claro sin hierbajos, dondeuna diminuta luz azul me llama la aten-ción. Tiembla, vibra, me susurra. Es i-nevitable pensar en los chicos y en lavieja Josefa. Tengo miedo y mi manovacía recuerda que el hacha quedó enla cocina, ensangrentada e inerte, co-mo el muerto que había producido.

Me arropo el gamulán y cambio derumbo para huir el destello que late co-mo si tuviera vida; como si quisieravida. Vuelvo la mirada, con esa me-zcla de inseguridad que da el sentirse

perseguido, y quedo petrificado miran-do la luz, que se acerca. Diminuta, os-cila entre los pastos mutando del azulal rojo.

Viene hacia mí y, cuando está ados pasos de distancia, explota en undestello enceguecedor que me hacemorir el alma. Caigo de rodillas y enmi mente lloro de miedo. El brillo cre-ce, me absorbe y, en el último resqui-cio de consciencia, oigo el llanto delos niños que gritan.

© EDUARDO LAENS AGUIAR, 2005.

EDUARDO M. LAENS AGUIAR

(República Oriental del Uruguay —Montevideo, 1979—)

Radicado en la Argentina, además de sus relatos aparecidos Alfa Eri-diani, Axxón y Efímero, en NM 4 publicó Hilos conductores. Su cuentoLa concepción fue incluido en el libro “Desde el taller. Nueva narrativahispanoamericana” (Ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Coo-perativos, 2007), compilado por SERGIO GAUT VEL HARTMAN.

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Soy una máquina de matar; modeloLucifer XXVI, para ser más exacta.Aunque tengo dos brazos descuarti-zadores y tres rifles semiautomáti-cos, mi principal baza son los cuatrodepósitos de armas químicas queocupan la mayor parte de mi cuerpo.Es por eso que nos apodamos “ga-seadoras”.

Suena la alarma y sé que nos de-bemos preparar de nuevo para la ac-ción. No hacemos preguntas; nos handiseñado para obedecer y punto. Pare-ce que va a ser una batalla de las gor-das, porque los humanos han pedidonuestra intervención inmediata. Nadamenos que sesenta brigadas de gase-adoras, y un número aún mayor dePanzers, nos dirigimos hacia el trans-porte. En cambio, mis compañeras Hi-

roshimas emiten un suspiro electróni-co de decepción cuando se dan cuen-ta de que en esta ocasión se quedaránen casa. En fin, Hiroshimas, otra vezserá.

Compruebo que todo esté en or-den: los dispositivos listos, los genera-dores eléctricos preparados y las cana-

nas de munición a rebosar. Camino ha-cia el transporte de tropas que se pre-para para introducirnos en el campo debatalla. Entre tanto, recibimos una trans-misión de Inteligencia que nos inundacon datos sobre el enemigo al que de-bemos enfrentarnos, la disposición desus fuerzas, la estrategia a seguir y lospuntos que debemos proteger a todacosta. Doy un respingo electrónico dealegría cuando me entero de que va-mos a enfrentarnos a los peludos. Noes que tenga nada en contra de lucharcontra los enanos o los cangrejos; essólo que los peludos se me dan bas-tante bien.

Las órdenes son las mismas de siem-pre. No hace falta que nos las repitan:exterminar completamente al enemi-go, del primero al último individuo. A-quí no se hacen prisioneros, a menosque los requiera el Departamento deInvestigación, y en tal caso ya sabe-mos para qué los quieren.

Nos avisan de que nos acompa-ñará un equipo de filmación. No esmás que estúpida propaganda, pero

MÁQUINAS DE MATAR

PEDRO P. ENGUITA

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necesaria, al fin y al cabo, para mante-ner el entusiasmo por el esfuerzo bé-lico. Necesaria porque algunos huma-nos hablan de “paz” y “armonía” conesos bichos. Malditos imbéciles; yohe estado allí y sé cómo son. No me-recen respeto. No son más que unosbichos asquerosos, desde el primerohasta el último. Lo mejor que se pue-de hacer es matarlos a todos.

Bueno, de acuerdo; causamos da-ños colaterales. He visto seres huma-nos con los pulmones destrozados porlos efectos de nuestras armas quími-cas, estériles por culpa de los venenosradiactivos que usamos y personas quegritaban de dolor cuando usábamosnuestras afiladas extremidades comomejor sabemos hacer. ¿Pero qué espe-raban? ¿Es que no ven que todo eso lohacemos por su propio bien?

Hay que reconocer que no todos los hu-manos son tan idiotas como los “paci-fistas”. La mayor parte de ellos nos ob-serva con orgullo, pero a mí me da igual;no me diseñaron para que necesitara u-na palmadita en la espalda cuando hagolas cosas bien. Además, los humanos,sea cual fuere su ideología, no quierensaber cómo es una batalla de verdad.No les interesa saber cómo es luchar enríos de sangre, mares de ácido o cate-drales de carbonato de calcio. Tampo-co quieren saber qué significa para unade nosotras tener una avería del sis-tema hidráulico o ver morir aplastadas asus compañeras. En su lugar, se pre-guntan si llevamos una existencia vacía.

Pues nada de eso. Tal vez los hu-manos necesiten admirar la belleza deuna puesta de Sol, el cantar de un pá-jaro o la mirada de su pareja después

de haber hecho el amor, pero nosotrasno. Somos máquinas de matar; ése esnuestro único objetivo en la vida. Séque moriré en combate; es más, noimagino morir de otra forma.

Pero no quiero su compasión; ten-go un objetivo en la vida: matar. Eso esmás de lo que puede presumir la mayorparte de los humanos, que se pasan suexistencia buscando el sentido de su vi-da.

La sargento de mi pelotón viene aconfirmarme mis impresiones. Con suhabitual socarronería nos dice que labatalla comenzará en unos minutos yque el lugar al que nos dirigimos estáinfestado de peludos. Nos ofrece unlistado de características que no re-sulta en absoluto agradable: el ene-migo acecha por todas partes, las de-fensas humanas han caído, la tem-peratura es de 40º, el aire es irrespi-rable y la materia en descomposicióncampea a sus anchas.

Nuestro transporte inicia la secuen-cia final para introducirnos en el campode batalla. He pasado varias veces poresto, pero nunca termino de acostum-brarme al rápido y preciso movimientocon el que nos infiltramos en plena zo-na de guerra.

Apenas puedo describir qué se sien-te los primeros instantes. Antes he di-cho que los humanos no quieren sa-ber cómo es una batalla de verdad,pero es difícil describir la pesadilla enla que se convierten los primeros se-gundos tras el desembarco. Estamosdesperdigadas en un volumen enor-me. Miro mi navegador y comprueboque no estoy donde debería. Alguien

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la ha cagado. Si queríamos luchar,nos han enviado al lugar equivocado;según los informes, el enemigo no hallegado aquí.

Mierda.Veo tres, cuatro, al menos cinco

peludos campeando a sus anchas. A-vanzan entre las estructuras humanas,saqueando a placer, sin que nadie lesoponga resistencia. Mierda. El enemi-go sí ha llegado hasta aquí.

Cargo mis armas químicas y me aba-lanzo contra los peludos. Hinco mis je-ringuillas en sus fofos cuerpos e inyectoel veneno. Los peludos se estremecen;veo cómo el veneno los va disolviendopor dentro y siento una especie de or-gasmo electrónico. A estas alturas Inte-ligencia ya se ha dado cuenta de queha cometido más errores de cálculoque de costumbre, porque ordena en-viar tres brigadas a mi zona. Observocadáveres de las fuerzas de autode-fensa humanas; sus blancos e inma-culados cuerpos yacen como triste re-cordatorio de qué son capaces de ha-cer los peludos. Pero con nosotras, lasmáquinas de matar, estos bichos notienen nada que hacer.

Un comando de Panzers llega ycomienza a rajar cuerpos enemigoscomo si fueran mantequilla. Las vís-ceras de los peludos se esparcen porlas vías, llenando todo de pútridos re-siduos. Algunos de estos bichos, sin-tiendo el olor de la muerte, intentanprotegerse creando una especie dearmadura a su alrededor. Ese trucofunciona contra las gaseadoras, perono sirve de nada frente a las Panzers,que continúan abriendo de cuajo loscuerpos de los peludos.

Veo una peluda que intenta dar a luz. Sinada lo impide, dentro de poco habráun nuevo y asqueroso peludín en elmundo. Pero afortunadamente estoy a-quí y hundo mi jeringuilla en su fina ydelicada membrana. Los peludos gritande dolor mientras veo cómo el venenoles corroe las entrañas. No es que gri-ten en el sentido textual del término, pe-ro he sido programada para interpretarde esa forma las señales químicas desu organismo. Su piel membranosa sedeforma y disuelve. Al verles agonizarsiento un indescriptible placer.

Pero mi instinto me dice que hayalgo que no va bien. Las estructuras hu-manas están demasiado débiles; algoestá facilitando la invasión. Mientras loscomandos avanzamos por los pestilen-tes campos de batalla esa sensación seva acrecentando hasta que alguien dacon la respuesta.

Cangrejos.

—¡Aquí hay también cangrejos! ¡Can-grejos!

—¡Maldición, joder! ¡Avise a Inteli-gencia y dígales que traigan un pelotónde Hiroshimas de inmediato! —ordenala sargento—. ¡Quiero todo el sector lle-no de radiactividad inmediatamente!

Miro mis depósitos de armas quími-cas y constato de nuevo que no llevoequipo para matar cangrejos. Tampocotenemos tiempo para volver y recargar-los, así que tendré que recurrir a mis ri-fles y brazos descuartizadores. Sin va-cilar, llego a un lugar en el que se acu-mulan los cangrejos y comienzo la car-nicería. Entre ellos hay elementos huma-nos, lo sé, pero no podemos perdertiempo con nimiedades. No me detengoa contar cuántos inocentes mato.

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PEDRO PABLO ENGUITA SARVISÉ

(España —Barcelona, 1975—)

Licenciado en ciencias físicas, con trabajo en el área de informática, seestá animando a publicar su material. Sus autores preferidos son PHILIP

K. DICK, URSULA LE GUIN y DAN SIMMONS.

Las Hiroshimas desembarcan con sucargamento de veneno radiactivo y,sin perder el tiempo, rocían la zonacon él. Las dejo hacer su trabajo y meadentro en una gran bolsa de cangre-

jos, hasta que esos bichos me rode-an por todas partes. Me he metido enuna situación peligrosa pero no medetengo; continúo la matanza aun-que apenas vea más allá de mis filo-sas extremidades. Noto cómo unaPanzer se une al barullo, triturandotodo lo que se le pone por delante. Aduras penas veo sus inmensas extre-midades y creo que ella no me havisto a mí.

Debo salir deprisa, o la Panzer pue-de acabar conmigo. A eso se le llamaeufemísticamente “fuego amigo”. Yo lollamo una putada.

Mas es demasiado tarde. La Pan-

zer extiende sus aguijones y, con unrápido movimiento, me alcanza. Lasalarmas se encienden en mi panel decontrol: energía, comunicaciones, so-porte, refrigeración, integridad… In-tento emitir un mensaje de socorro.Es lo último que recuerdo.

Podría haber muerto allí, perdida encombate, como tantos otros, y la

verdad es que no me hubiera impor-tado en absoluto. Es mi vida; es pa-ra lo que me fabricaron. Pero treshoras después me encontró un equi-po de mecánicos. Tardaron cinco mi-nutos en devolverme la conciencia ydiez más en dejarme lista para la ba-talla.

Cuando vuelvo a la zona de com-bate, la situación ha tomado un carizmuy distinto.

Nuevas inyecciones han traídorefuerzos para luchar contra la in-fección. En los intestinos las Pan-

zers siguen acosando a los microor-ganismos patógenos. El olor a anti-biótico satura mis sensores por to-das partes. Cuerpos de bacteriasmuertas flotan en los vasos linfáti-cos y el cáncer que ha causado todoesto está siendo severamente casti-gado mediante radioterapia.

Pero aún queda batalla. Sonrío,compruebo que estoy en condicionesde luchar y me preparo de nuevo parael combate.

Al fin y al cabo, soy una máquinade matar.

© PEDRO P. ENGUITA, 2008.

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Cuando desapareció la abuela, pen-sé que se había ido como sus pintu-ras que se desvanecían de un día pa-ra otro.

Pero no, luego supe que habíafallecido y enterraron su cuerpo en elcementerio del pueblo en medio delos algarrobos, aunque siempre pen-sé que su espíritu vagaba por la vie-ja casona aconsejándonos al oído,sonriéndonos con bondad y hacién-donos descubrir secretos escondi-dos.

Después de la noticia, llegamosuna tarde a la casona donde había-mos pasado tantos domingos felicesen medio de la algarabía de los pri-mos y de los regaños de la vieja ne-gra Ignacia, manchada de hollín y degrasa en la oscura cocina cerca algallinero. Todo era tristeza por la au-sencia y ni el gallo cacareaba. Lostíos estaban taciturnos, las tías ves-tían de negro y no reinaba esa alegríani ese pacto cómplice entre los pri-mos que transformaba los domingos,en casa de la abuela, en días deconspiración, confabulación e intriga.

Encontré los tubos de óleos y susbrochas de pelos de marta gastadaspor el uso dentro de una caja de ma-dera. También traía una tabla paramezclar los colores. Fue esa mismatarde que llegamos a repartir algu-nos objetos de recuerdo que perte-necieron a la abuela. Descubrí la ca-ja de pinturas detrás de la enormetina de metal esmaltado con patasde león donde me escondía de chi-quilla. La misma que quedaba en elcuarto de baño de losetas blanquia-zules y que nos parecía una piscinacuando nos bañábamos adentro. Allíestaba, envuelta en una tela, debajode la tina.

Yo recordaba que aquella caja fueel regalo de un forastero que compar-tió la mesa dominical en la casa so-lariega de la abuela. Evoco esa maña-na calurosa mientras aleteaba en loszaguanes el penetrante olor a jazmínque florecía en una esquina de lahuerta.

Ponían en su casa, los domingos,el plato del forastero en una esquinade la mesa, pues pasaba por allí gen-

EL FORASTERO PRODIGIOSO

ADRIANA ALARCO DE ZADRA

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te desconocida que tocaba a la puertay nunca dejaron irse a nadie sin darleun plato de frijoles con arroz y algúnchorizo hecho en casa.

Esa mañana fue especial pues acierta hora empezó un eclipse que os-cureció los alrededores como si fueraotra vez a anochecer, y la pálida luzque reflejaban las puertas con vidriosde colores era fantasmal.

Llegó el forastero cubierto con u-na capucha y la abuela lo hizo sentaren la mesa dominical. Los nietos es-tábamos callados pues el eclipse nostenía a todos en expectativa; que sisaldrá otra vez el sol, que si tendre-mos siempre niebla, que si la oscuri-dad aplastará con su silencio nuestrasvidas…

El encapuchado comió sus frijo-les sin descubrirse y no le veíamos lacara. Estábamos insólitamente inmó-viles contemplando las velas prendi-das en los candelabros. Sólo el me-nor lo observaba inquieto, de reojo,tratando de verle la cara, pero sólo viosu mano de dedos increíblementelargos. El tenedor le temblaba por unmiedo escondido y los ojos se llena-ban de lágrimas y de mocos la nariz,que se refregaba con el revés de lamano.

Yo, en cambio, me sorprendí deque la abuela no le pidiera que se qui-tara la capucha, ya que veía que, engeneral, nadie se sentaba a la mesacon la cabeza cubierta ni de sombre-ros, ni de chales ni de mantas. Ella, encambio, le habló con consideración ysimpatía, contándole de sus muchosnietos, de sus hijos en el campo quecosechaban uva y algodón; del vinoque era de la producción familiar así

como también el pisco de antigua re-ceta de aguardientes. No le molestóla capucha ni la intransigencia de de-jársela puesta al momento de comer.

Al retirarse de la mesa, había ter-minado el eclipse y todo volvió a lanormalidad. De debajo de su mantotalar sacó el forastero una caja de ma-dera y se la entregó a la abuela, enagradecimiento. Contenía tubos depintura al óleo y brochas. Vi pintar a laabuela muchas veces en la tela quetenía en la sala, pero nunca logré verlos cuadros terminados.

“Para que no te falte nada”, le dijoel encapuchado antes de enrumbarhacia el desierto. No era, pues, unamala persona. Era amable y agrade-cido, aunque misterioso. Por más quepreguntamos y comentamos luegosobre el extraño color y la forma desus manos, la abuela nos apostrofó ynos hizo guardar esos recuerdos enlos sótanos de la memoria.

Aquella misma caja, regalo del foras-tero que había compartido la mesadominical, fue la que encontré bajo latina de patas de león en el cuarto debaño de la abuela, meses despuésde su fallecimiento. Me entregaronlos tíos la caja, de recuerdo, así comouna tela en blanco.

Además de los tubos y las bro-chas, encontré una fila de pequeñosfrascos con líquidos unos y otros conpolvillos. Decidí probar las pinturas dela abuela. Cuando terminé mi primercuadro estaba orgullosa. Era un vasocon rosas, lirios y azucenas.

Al día siguiente, el cuadro estabaen blanco y el vaso con flores se ha-llaba en la mesa adyacente.

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No eran flores vivas; eran de unmaterial plástico brillante. Me sorpren-dí muchísimo. Las mágicas pinturashacían desprenderse a las imágenesdel cuadro en todas sus dimensionesy tenía a mi lado un vaso con las flo-res que había plasmado en la tela eldía anterior. Arreglé las hojas, pasélos dedos por los tallos; los pétalos yhasta las espinas eran suaves.

Quedé tan asombrada que esa tardeme apresuré a llenar la tela con otrodibujo y diseñé una mariposa quecubrí de colores de los más varia-dos. Era tan bella que hasta parecíaverdadera y que fuera a salir volandode su encierro.

Pero al día siguiente encontré a lamariposa cerca del cuadro, con losmismos colores. La llevé afuera y es-taba hecha de una tela plastificada tandiáfana y delicada que volaba con labrisa. Pero no estaba viva. No podíapintar la vida y los objetos saltabanfuera del cuadro pero no respiraban.Eran cosas y no seres.

De lo más intrigada con este mis-terio, seguí pintando en la tela con laspinturas de la abuela y continuaronapareciendo en la casa una cantidadde cosas que se desprendían y revo-loteaban igual a la mariposa, y eranobjetos como botes, casitas en minia-tura, arbolillos, montañas, casi todosde materiales plásticos de colores,diáfanos y brillantes.

Entonces, recordé que la abuelanos hacía jugar con los muñecos másextraños que podían imaginarse y quenunca habíamos visto en ningún otrolugar. Probablemente todos eran pro-ducto de su fantasía y de las pinturas

mágicas del forastero. Muñecos quesaltaban del cuadro en la noche y apa-recían como objetos al día siguiente.

Seguramente, no eran de estemundo. Así tuve la certeza de quetambién aquel forastero del día del e-clipse era un extraterrestre, como o-tros comensales que compartieron lamesa dominical y, probablemente, laabuela lo sabía.

Como seguí pintando, se fueron aca-bando los tubos de pintura y la casase fue llenando de objetos brillantesy llenos de color. Con las últimas pin-celadas de las brochas, quise hacerun cuadro memorable, y pinté a laabuela con el canario celeste en lamano, como estaba en la foto quetenía de ella de pie en la escalera dela entrada. Quise usar los polvos ymezclé las pinturas con los líquidosque quedaban en los frascos. Al ter-minar esparcí sobre el cuadro la a-rena granulada de los frascos y ledio un tono de pintura antigua y so-bria.

Cuál no sería mi sorpresa cuandoal día siguiente, al despertar, me en-cuentro con la abuela que deambulapor la casa con el canario celeste pian-do en su mano, igual como la habíadibujado en el cuadro. Era más pe-queña de lo que yo la recordaba, oquizá así había bajado del cuadro y, alverme, me sonrió.

“Gracias”, me dijo, “por haber li-berado mi espíritu. Has hecho bien enusar los polvos mágicos. Ahora sé adónde debo dirigirme”. Y con pasoleve, salió de la casa y se dirigió haciael desierto hasta que la arena se le-vantó con el viento y no pude distin-

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ADRIANA ALARCO DE ZADRA

(Perú —Lima—)

En NM 6 publicó La visita. Creció en Lima y viajó a los Estados Unidos deAmérica e Italia, donde permaneció estudiando algunos años.Traductora y escritora, algunos de sus cuentos, poemas, dramas y can-ciones fueron publicados en los Estados Unidos de América, Italia, Es-paña, Ecuador y el Perú. Ha escrito sobre las plantas, la geografía, losminerales y los animales de su país y ganó varios premios de teatroinfantil en España y el Perú.Sus cuentos de ciencia ficción —temática que abordó hace no mucho—han sido publicados en revistas y fanzines de España, México, el Perú yla Argentina.

guir su silueta a lo lejos. Se desvane-cía en medio de las dunas.

Nunca supe si fue un sueño o si ha-bía ocurrido realmente que la abueladel cuadro salió caminando de la ca-sa, pero envolví lo que quedaba dela caja de pinturas, con los polvos ylos líquidos y los enterré debajo deljazmín en flor que tengo yo tambiéntrepando por los muros, cuyo olorpenetrante sigue aleteando por los

corredores de maderos rechinantes.Y nunca supe más nada de aquel vi-sitante encapuchado que llegó unatarde de eclipse, aunque, en recuer-do de la abuela, también en mi casala mesa está puesta los domingos yel plato del forastero espera.

Quizá algún día regrese, a deshil-vanar misterios ancestrales.

© ADRIANA ALARCO DE ZADRA, 2008.

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HACEDORES DE “NUEVOMUNDO” (II)

Con este listado (que complementa al incluido en el nº 3) se completa el re-cuento de todos los autores que aparecieron en las páginas del fanzineNuevomundo, a lo largo de sus 16 entregas. Junto al título de la participaciónfiguran los números de las revistas y los de las páginas donde fueron publica-dos.

Notas (ensayos y editoriales)

BENÍTEZ, LUIS: “El interior” (9-11, del libro Juan L. Ortiz, el contra-Rimbaud).

CROCI, DANIEL: “Las dos maneras de escribir” (1-2); “Zonceras” (2-2); “1984”(3-2); “Cronología de la CF en la Argentina” (3-70 y 11/12-64); “Tesispara una nueva literatura fantástica nacional” (4-39); “CF y periferia”(8-11); “Polémica (Réplica a Emilio Serra)” (11/12-76); “La contramoder-nidad y la CF periférica (o ‘sudacabárbaros vs. cholulos’)” (13-2).

CRICCO, VALENTÍN, y otros: “Marechal, el otro” (8-4, fragmento del librohomónimo).

GOORDEN, BERNARD: “Entrevista a Bernard Goorden” (11/12-59, versióncompleta de un cuestionario que fuera transcrito de modo parcial por larevista mexicana Plural).

GUARAGNO, LILIANA: “Felisberto Hernández” (8-2).

HASSON, MOISÉS: “Desempolvando: ‘Narraciones Terroríficas’” (14-49).

MORENO, HORACIO: “¿Cultura nacional vs. cultura universal? (Crítica de laconcepción axiológica)” (11/12-1).

PLAZA, ROBERTO J.: “Ingeniería genética” (1-49 y 2-31).

REY, RICARDO: “Narrativa argentina de terror” (5-49).

SARLINGO, MARCELO, y otros: “Fantasía y CF en nuestro continente” (3-69).

SÁNCHEZ, CLAUDIO: “Sobre el verano porteño, el desagüe de la bañadera y lameteorología” (5-27); “El fuego… El agua… El viento… El sol…” (9-33).

Historietas

BARBIERI, DANIEL - ANDAUR, CLAUDIO: No morir (15-4).

BARBIERI, DANIEL - LERNER, ERNESTO: La brujita (9-21).

FEDERICHI, LUIS: Homenaje (11/12-26, publicada originalmente en O no, nº 1).

GARCÍA ESPIL, EDUARDO: Bajo un sol de guerra (8-15).

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LERNER, ERNESTO: Egoísmo (4-44).

OESTERHELD, HÉCTOR G. - NAPOO, LEÓN: ¡Guerra de los antartes! (14-18,15-20 y 16-14, inconclusa).

PERGAMENT, RUBÉN: Nata montada (3-82).

TELLO, ROLANDO: La piedra del Génesis (8-22).

VÁZQUEZ, EDUARDO: Neogénesis (10-15).

Poemas

BARBIERI, DANIEL: El planeta del otro / Sobre el tiempo, un domingo / No untren cualquiera (8-49).

BENÍTEZ, LUIS: Behering (10-21).

CHIACCHIO, HORACIO: Poema (1-48).

ETCHEGOYEN, JUAN: Tómela bien helada (15-16).

JURISICH, MARCELO: Devastación (14-53).

MOURELLE, DANIEL, y otros: La ronda de Almarmira (2-53).

NARI, FORTUNATO: Noticia: hallazgo de un planeta extraviado (9-20).

OBES FLEURQUÍN, FÉLIX: Cacho, tu cuerpo insepulto (11/12-80).

PEREIRA, TERESINKA: El poema de hoy (8-48).

UDIÑO, ROBERTO: Burdel tanguero del año 2000 (13-21).

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Los agentes López y Sánchez vigila-ban la carretera estatal cerca de lafrontera con los Estados Unidos. Laluz de los faros de la poderosa patru-lla era lo único que se alcanzaba aver alrededor. En la noche fría y si-lenciosa, hasta se podrían oír los pa-sos de una hormiga…

Después de rondar de ahí para a-llá, se estacionaron detrás de un a-nuncio que decía: “Bienvenido Paisa-no”. López apagó los faros y bajó elvolumen del radio. Su reloj marcaba launa de la madrugada. Le faltaban seishoras para terminar el turno. Sánchezsubió las piernas, que se encontrabanen un avanzado estado de descom-posición, sobre el tablero del auto.

—Parece que esta noche no ve-remos acción —dijo Sánchez, con unbostezo.

López pudo verle los dientes através de las mejillas perforadas porlos gusanos.

—Me siento cansado —dijo Ló-pez—. Llevamos tres días sin arres-tar a nadie. No me he reportado conla central de pura vergüenza. Van a

decir que estoy quedando ruco.—Se detuvo, pensativo, repiquete-ando los dedos sobre el volante—.Te dije que ya pocos toman éste ca-mino —agregó.

—No sé por qué, pero tengo unpresentimiento —intervino Sánchez,mientras bajaba las piernas.

López sacudió los gusanos quehabían quedado sobre el tablero, jus-to cuando un rugir de motor, a lo lejos,lo puso alerta de nuevo.

—Sánchez, nunca te equivocas.—López estaba sorprendido.

Una camioneta del tipo van, convidrios polarizados, pasó “como al-ma que lleva el diablo” rumbo al ladoestadounidense. López salió tras élpisando hasta el fondo el acelera-dor. Se inició una persecución queterminó cuando el del vehículo advir-tió que no tenía posibilidad de esca-par y se detuvo a un lado del cami-no. Apagó las torretas y habló por elaltavoz.

—Saque las manos donde laspueda ver.

No recibió respuesta alguna.

JUSTICIA EXPEDITA

ERATH JUÁREZ HERNÁNDEZ

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—Está jugando contigo. No lo de-jes ganar —dijo Sánchez, burlón.

—¿Puedes callarte?—En mis tiempos era diferente

—recalcó Sánchez.—¡Carajo! ¿Puedes cerrar el ho-

cico o qué?López se bajó de la patrulla eno-

jado. Cerró la puerta de un portazo.Sánchez ya iba caminando rumbo a laventanilla de pasajero. López encen-dió su linterna de mano y enfocó alconductor; era un hombre como deveinticinco años, de aspecto anglosa-jón. El joven se cubrió la cara al sen-tirse deslumbrado.

—Muéstreme su licencia y tarjetade circulación —dijo López.

—What? —contestó el hombre.—Te dije que está jugando. Se es-

tá haciendo güey.—Le voy a repetir la pregunta. Y

quiero que me la conteste en español—dijo López, que empezaba a moles-tarse.

—Lo sientou, no hablou español—dijo el hombre, fingiendo una sonrisa.

—Te estás dejando ganar. En mistiempos teníamos nuestros métodosy nunca nos fallaban —dijo Sánchez;con una mueca mostró sus dientespodridos.

López tomó por la camisa al jovenque lo miraba confundido. Sin deciruna sola palabra le soltó un golpe en lacara con todas sus fuerzas. Empezóa salirle sangre de los labios, que secomenzaron a hinchar.

—¿Pero qué le pasa, maldito cer-do? —gritó el joven.

—¿Ves? ¡Te lo dije! —gritó Sán-chez, triunfante—. El bastardo se estádivirtiendo contigo.

Una vez más López descargó sufuria sobre el rostro del joven. Luegolo aferró por el cabello y lo jaló como aun muñeco para sacarlo de la camio-neta. El estadounidense aterrizó co-mo a dos metros, sobre unas piedras.López fue por él. Le dio la vuelta y lecolocó las esposas. Tan apretadas,que estuvo a punto de dislocarle elbrazo.

—¿Conque no hablas español?¡Maldito gringo! —dijo López, mien-tras lo arrastraba de vuelta a la ca-mioneta—. Dime dónde está tu licen-cia y tu tarjeta de circulación.

—No tengo, oficial; me robaronmi cartera. Se lo juro —dijo el mu-chacho con voz entrecortada.

—¡Miente! ¿Vas a permitir que si-ga viéndote la cara de idiota? —dijodivertido Sánchez.

—¡Ya te dije que dejes de estarchingando! Déjame hacer las cosas ami manera —gritó López.

El muchacho volteó a ver con quiénestaba hablando el policía. Abrió lomás que pudo los ojos amoratados,pero no vio a nadie.

—¿Me está hablando a mí? Noentiendo.

—Pregúntale cómo se llama —di-jo Sánchez.

—¿Cuál es tu nombre, muchacho?—vociferó López.

El joven no contestó. Se quedócallado, sin hacer caso a los gritos delpolicía. Escupía coágulos de sangresobre la arena.

—Si no sabes cómo llevar un in-terrogatorio… Yo te diré cómo hacer-lo. Pareces un novato —dijo Sánchez,que acariciaba su cachiporra con lasmanos despellejadas.

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—No me jodas. Sé cómo sacar-les la verdad a estos maricones.

Tomó del cabello al infeliz, queseguía sin entender qué estaba pa-sando, y le estrelló la cabeza contrauno de los faros de la camioneta. Unvidrio se le quedó incrustado en lafrente.

—John…, mi nombre es John Wil-son.

—No le creas nada. Este peda-zo de mierda, a pesar de todo, siguejugando contigo. Revisa la camione-ta.

—¿Me vas a dejar hacer mi tra-bajo o qué chingados? —grito López,bastante enojado.

—¿Con quién está hablando? —Eljoven estaba más asustado por la acti-tud de López que por la golpiza.

—Conque te llamas John Wilson…Déjame revisarte.

Buscó en los bolsillos del pan-talón y en los de la chamarra, perono encontró más que un paquete decigarros y un encendedor. Frustra-do, le dio una patada en el estóma-go. El joven anglo se quedó sin aire.Lleno de dolor, empezó a resoplarhasta que recuperó la respiración

—Le dije que… me robaron lacar… te… ra. —El estadounidenseesta vez empezaba a llorar.

—¡Ja! Es increíble que des-pués de semejante golpiza te sigamintiendo. ¡Pero qué huevos tieneel gringuito! —dijo Sánchez—. Re-visemos la camioneta para que tedes cuenta.

López levantó al infeliz, que noparaba de lloriquear. Lo arrastró haciala patrulla y lo aventó en el asientotrasero, donde cayó boca abajo.

—¿Pero qué diablos? ¡Sácamede aquí! ¡Este lugar apesta a muer-to! —lloró más fuerte el joven—.¿Qué me vas hacer, maldito mexica-no loco?

—¡Cállate y espérate aquí! Es me-jor que no me estés mintiendo, por-que de lo contrario te vas a arrepentir—dijo López.

Mientras regresaba a la camio-neta, pudo a ver a Sánchez comohabía sido antaño. Tal como apare-cía en las fotos del Departamento.Vestía el uniforme antiguo de colorazul marino y su gorra. El pecho re-pleto de medallas y condecoracio-nes. Lucía impecable, como él siem-pre lo hubiese querido estar. Treintaaños atrás, Sánchez había sido eljefe de Inmigración. Aun después desu muerte era recordado. Durante sumandato hubo una gran disminuciónde la delincuencia. Aunque abunda-ron las desapariciones. Ahora que loveía, pensó: “¡Qué bien se ha con-servado!”.

—Revisemos el auto. Salgamosde dudas de una vez por todas —dijoLópez.

—Dime, ¿cuándo me he equivo-cado? —se burló Sánchez.

—Bueno, si yo también estuvieramuerto, sabría muchas cosas —dijoLópez, molesto.

—Voy a hacer de cuenta que noescuché tu último comentario. No megustó el tono de voz.

López abrió la puerta del lado delpasajero y empezó a hurgar en laguantera. No encontró nada impor-tante. Un par de condones, unas pas-tillas para el dolor de cabeza y mon-tones de basura.

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—Parece que el gringo dice laverdad —dijo López.

—¿Ya revisaste bajo el asiento?¿Cómo puedes pasar por alto algo a-sí? Por suerte me tienes a mí paraayudarte. —Sánchez había recupera-do su forma mortuoria; un pedazo decarne de su cara putrefacta cayó so-bre los zapatos gastados, desde don-de se asomaban los huesos de lospies.

Ahí, justo donde había dichoSánchez, se encontraba una carterade piel de cocodrilo. López la revisó.Había más de mil dólares en billetesde cien; tarjetas de crédito y una li-cencia de conducir con dirección enla ciudad de Las Cruces, NuevoMéxico, a nombre de Michael Size-more.

—¡Pinche gringo, me mintió! Aho-ra sí ya me encabronó. Si cree quevoy a seguir con sus jueguitos estámuy equivocado.

—Te lo dije, pero no me hacescaso. Lo supe desde un principio. Elgringuito, además de un maldito men-tiroso, es… un “pollero” —dijo Sán-chez.

—¿Y cómo sabes todas esas co-sas?

—¿Pero es que estás ciego? Mi-ra atrás de la camioneta. ¿Pero quéestaría pensando la persona que tecontrató?

Cuando López miró hacia atrásde la camioneta y se dio cuenta de aqué se refería el otro. Seis hombres,tres mujeres y dos niños, que se en-contraban amontonados al final dela camioneta, lo veían como si fueraun bicho raro. No escuchó todo loque se decían; sólo alcanzó a oír la

palabra “loco”. No hizo caso del co-mentario.

—No nos meta a la cárcel, jefe.No hemos hecho nada malo —dijo u-na mujer.

—Tranquilos; todavía están dellado mexicano. Si quieren seguir ten-drán que hacerlo a pata. Al gringo síme lo llevo —dijo López.

López les abrió la puerta y losdejó ir. Conforme iban bajando, lesiba entregando dinero de la carte-ra.

—Ahora, ese cabrón me las va apagar todas —dijo López.

—Esa voz sí me agrada. Peropermíteme decirte que la has vuelto acagar. ¿Ya tienes las pruebas paraacusarlo? —dijo Sánchez—. ¡Eres unestúpido! Acabas de dejar escapar alos testigos y de paso les regalaste laevidencia.

López ya no quiso escucharlo.Sí; era un estúpido, pero estabacansado de que todo mundo se lorepitiera. Caminó hasta la patrulla ysacó de los pelos al joven. Una vezafuera empezó a golpearlo por to-das partes. Lo pateó con tanta fuer-za en la cara que le partió variosdientes.

—¡Ya, por favor, no me pegue!Después de unos minutos de a-

palearlo, tomó un poco de aire; le a-cercó su cara hasta casi chocar consu nariz.

—¿Me vas a decir por fin cuál estu pinche nombre? —le dijo, salpicán-dolo con saliva.

—Ya le dije que me llamo JohnWil... ¡Ahh! —No alcanzó a termi-nar; un tremendo golpe le reventó lanariz.

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—¡Mientes! —gritó López—. ¿Có-mo te llamas, cabrón? —Volvió a gol-pearlo en la nariz.

—Me llamo Michael Sizemore…Ya no me golpees.

—Pues te tengo una mala noti-cia, Michael. Te acabas de ganar unboleto para irte directo al infierno.

López sacó su pistola y se la in-trodujo con fuerza por la boca, tirán-dole los dientes que le quedaban.

—¿Me puedes decir qué chinga-dos estás haciendo? —intervino Sán-chez, que se encontraba detrás deLópez.

—Ya te dije que no te metas. Voya acabar de una vez por todas conesta lacra —gritó López.

—¿Te das cuenta de que si lepegas un tiro podrían dar contigo sirastrean la bala? ¿Eres güey o tehaces? —dijo Sánchez, con tonoburlón.

—Siempre tienes que metertecuando no te llaman —dijo López,enojado.

—¿Cuándo no me llaman? ¿Yase te olvidó que fuiste tú el que medesenterró de mi tumba e hizo no séqué conjuro? —dijo Sánchez, queestaba furioso—. ¿No sabes que laley debe ser justa? El acusado tienederecho a ser juzgado. Trae la cuer-da que está en la cajuela.

El pobre chico se encontrabade rodillas, viendo cómo su tortu-rador hablaba consigo mismo. A-guardaba con resignación el dis-paro que le volara la cabeza. Cerrólos ojos y esperó. En lugar de eso,su captor salió corriendo hacia lapatrulla. Volvió con la cuerda en unsantiamén.

—¿Y cuáles son los cargos? —pre-guntó López.

—¿De qué está hablando? —con-testó el joven.

—Tráfico de personas, ultrajes ala autoridad —dijo Sánchez, diverti-do.

—Estás acusado de traficar conpersonas, amigo; además de insultosy ultrajes a la autoridad. Por tal motivote condeno a la máxima condena quees… la horca —le dijo López al chico,que, con los ojos cerrados por la hin-chazón, no podía creer lo que oía.

—¡Pero qué clase de juego eséste! ¿Se ha vuelto loco? Usted notiene derecho a tratarme de esta ma-nera. Exijo la presencia del embaja-dor de mi país —dijo el estadouni-dense como último intento para ha-cer entrar en razón al desquiciadopolicía.

López lo silenció con una patadaen la quijada. Lo levantó del suelo y loarrastró hacia un árbol. Lo amarró delcuello y lanzó la cuerda a la rama másfuerte. Empezó a levantarlo. Los piesdel joven se despegaron un poco y,cuando empezaba a patalear, lo dejócaer con violencia.

—Demuéstrame tu inocencia,gringo. Demuéstrame que no mere-ces la horca —gritaba, trastornado,López.

—Te daré lo que quieras; quédatecon el dinero —fue lo último que pudogritar el chico.

—¡Jálalo fuerte y mátalo de unabuena vez! —gritó Sánchez.

López obedeció la orden sinchistar. Cuando los pies del mucha-cho se despegaron del suelo, ama-rró el otro extremo de la cuerda a

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unas raíces salidas del árbol y sesentó a observar la lucha deses-perada e inútil del joven por salvar suvida. Se carcajeaba junto con Sán-chez.

—A eso le llamo Justicia Expedita—dijo Sánchez—. Por fin estoy orgu-lloso de ti…

© ERATH JUÁREZ HERNÁNDEZ, 2007.

ERATH JUÁREZ HERNÁNDEZ

(Estados Unidos Mexicanos —Jalacingo, Veracruz, 1970—)

Asiduo colaborador en medios como Axxón, NGC 3660, Alfa Eridiani yCrónicas de la Forja, en NM 2 publicó Lecciones de guerra.Vive en la isla de Cozumel desde 1988 y es padre de seis hijos. Sugénero favorito es el terror.

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Dentro del transporte, el teniente EricDeirmir permanecía quieto en el pues-to designado, con la espalda apoyadacontra el duro metal del vehículo y lasmanos sujetando los protectores desus rodillas. La mirada vidriosa y leja-na estaba clavada en los restos debarro que se asomaban por la puntade sus botas, mientras el sudor le res-balaba por el rostro y descendía por elcuello hasta perderse en alguna partedel interior del traje de combate. Podíaescuchar la respiración intensa de suscompañeros de pelotón, el estrépitode las ametralladoras al chocar unascon otras y la voz estentórea del capi-tán Madubar mientras gruñía sus in-dicaciones, pero en lo profundo de sumente era capaz de clasificar y ate-nuar todos esos ruidos con el fin decaptar con mayor claridad aquellosprovenientes del exterior del blindado.

Opacos, como leves golpeteosproducidos debajo del agua, percibíalos disparos y las explosiones que losesperaban. Los sonidos apenas lo-graban hacer vibrar los tejidos de sustímpanos, pero su estómago y su pe-

cho se sacudían, producto de las fuer-zas subsónicas. Absorto, intentaba de-terminar la procedencia de los disparospara así construir un mapa mental de lalocalización de las tropas y maquina-rias enemigas. Más allá de los reportessatelitales, y de la información de inte-ligencia, eran sus instintos y sentidocomún los que lo guiaban en el campode batalla. Los narcóticos que invadí-an su torrente sanguíneo suprimían lasrespuestas naturales de temor o duda,y elevaban —a su vez— la agresividady la rapidez en la toma de decisiones,de modo que luchaba con fortaleza ytotal entrega, pero no por ello dejabade escuchar nunca lo que sus entrañastenían que decirle durante esas durascampañas.

Después de todo, seguía siendohumano… Tal vez por esa razón todosu cuerpo siempre se estremecía cuan-do llegaba el momento de salir del aco-razado y hacerse uno con el infierno dela guerra.

Justo en ese instante, una ráfagade alto calibre alcanzó al vehículo e hi-zo que se agitara y modificara ligera-

RÉPLICA

RONALD R. DELGADO C.

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mente su rumbo, pero el impacto nopudo detenerlos. El capitán Madubarsoltó una carcajada y se golpeó el cas-co con la culata de la ametralladora.

—¡Imbéciles! —gritó—. ¡No tienenidea de lo que les espera!

El resto del pelotón explotó enbramidos y miradas centelleantes.

—¡Ya lo saben, señoritas! —pro-siguió el capitán—. Controlen las ca-lles y controlaremos el fuerte. Contro-len el fuerte y controlaremos la ciu-dad. Controlen la ciudad y la mitad dela guerra estará ganada.

Los soldados respondieron convítores de júbilo.

La lámpara roja que indicaba la or-den de despliegue iluminó el oscurointerior del acorazado y enseguida elpelotón adoptó las posiciones de com-bate y verificó su armamento.

—¡Teniente Deirmir, ha llegado elmomento! —gritó Madubar.

El teniente asintió con la cabeza ydio un par de golpes al intercomuni-cador de su casco.

—¡Adelante, Patrulla Uno! —ex-clamó.

—¡Listo! —confirmó parte del pe-lotón, y sus voces fueron amplifica-das por los auriculares del los cascos.

—¿Patrulla Dos?—¡Listo!—Patrullas Tres y Cuatro.—¡En orden!—¡Pelotón listo, señor! —confir-

mó Deirmir.El capitán Madubar apretó los dien-

tes y caminó hacia el fondo del vehícu-lo, dejando la escotilla libre, así como elestrecho corredor que dirigía a ella. Eltransporte se detuvo de pronto y lalámpara roja comenzó a titilar frenética.

—¡Fuego hasta la muerte! —gritóel capitán—. ¡Al fin y al cabo no im-porta!

Entonces los precintos externosde la escotilla se soltaron y las puertasse abrieron de un golpe, permitiendoque las tropas saltaran finalmente alcampo de batalla.

Las Patrullas Uno y Dos asegura-ron el perímetro del acorazado, y lue-go los soldados restantes junto con elteniente Deirmir pusieron pie en tierra.

Un segundo después, el pelotónentero cayó abatido presa del fuego e-nemigo. Sorprendido, el teniente asiócon firmeza su arma y levantó la miradapara buscar entre los edificios el origende los disparos. Su rostro quedó lo su-ficientemente expuesto como para per-mitir que una certera bala lo atravesara,haciendo que volara toda su cabeza.

Como el rudo despertar de una pe-sadilla.

Así lo sentía el teniente Deirmir ca-da vez que era gestado. La bulla a sualrededor le dañaba los oídos y susojos ardían mientras la realidad dejabade ser difusa y se tornaba nítida. Agita-ba la cabeza y se miraba las manos ylos brazos empapados en sudor. En-tonces el médico de guardia lo abofe-teaba un par de veces y verificaba suestado, extendiendo sus párpados y a-puntándole con la luz de esa linternaque hacía palpitar su cabeza; tras ase-ntir satisfecho, le colocaba el casco deun golpe y lo empujaba fuera de la In-

cubadora.Vivo de nuevo y de vuelta al pues-

to de avanzada, el general de brigadalo tomó por los amarres del traje decombate y le gritó al oído: —¡Teniente,

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el capitán Madubar logró sobrevivir alataque y se encuentra luchando en elinterior del fuerte! Un segundo pelotónaseguró el área y acabó con los hos-tiles. Diríjase de inmediato a la zona ytome el control del pelotón.

Deirmir asintió en un acto reflejo yobservó en rededor, para tener clara suubicación en el teatro de operaciones.Al oeste, la autopista principal que atra-vesaba gran parte de la ciudad ya ha-bía sido controlada por las tropas alia-das. Un par de cuadras más hacia elnoroeste, entre los altos y destrozadosedificios de metal y concreto, se em-plazaba el centro de resistencia ene-miga. El teniente verificó el estado desu armamento y después corrió haciala avenida paralela a la autopista, to-mando una ruta alterna al fuerte. Con larespiración acelerada, se adentró juntocon otros soldados en las peligrosascalles de la ciudad, iluminadas parcial-mente por el sol matutino que se eleva-ba en el horizonte.

Todavía conmocionado por la ges-tación, sus piernas flaquearon, pero sa-bía que se trataba tan sólo de un efectosecundario del proceso y que pronto suorganismo retomaría el ciento por cien-to de sus capacidades. Inevitablemen-te, el teniente siempre se preguntabacómo lograban hacerlo. Cómo logra-ban gestar a los soldados tan aprisa,cómo trasladaban su conciencia y susrecuerdos a los nuevos cuerpos y có-mo éstos, en cuestión de minutos, yaestaban listos para el combate. Másaún, se preguntaba cómo era posibleque recordara todo hasta el último se-gundo de sus muertes pasadas. Conun parpadeo, pudo verse de nuevo alos pies del acorazado, rodeado de un

pelotón masacrado y buscando entrelos edificios a las tropas enemigas. En-tonces distinguió un destello amarillentoque brotó desde una de las ventanas yen seguida se paralizó y la realidad sedesvaneció.

De vuelta a su presente, un desa-gradable escalofrío lo atacó desde labase de la espina hasta el cuello. De-tuvo su avance, apretó los dientes ysacó de uno de los bolsillos de su tra-je una jeringa narcótica. Se colocó lapunta en el cuello y dispensó una do-sis entera. Inhaló y exhaló despacioun par de veces y luego retomó surumbo, casi odiándose a sí mismopor haber aceptado convertirse en unRéplica, aunque sabía muy bien queellos representaban el arma definitivacontra un enemigo cuyos ejércitos es-taban constituidos por simples mor-tales, tecnológicamente incapaces deduplicarse a sí mismos.

Al llegar al final de la primera cua-dra escrutó la calle transversal y seaseguró de que hubiera sido contro-lada. Un tanque de asalto permanecíavigilante en medio del asfalto, mien-tras una docena de soldados patrulla-ba la zona. Deirmir se encaminó haciala próxima cuadra por un solitario cal-lejón que separaba dos viejos edifi-cios. Del otro lado, la avenida dirigíadirectamente al fuerte enemigo. A suderecha, el teniente pudo observar elblindado que lo había llevado allí en elprimer avance. Identificó de inmedia-to su cadáver y negó con la cabeza,molesto por haberse dejado embos-car tan fácilmente.

Hacia el extremo opuesto de la a-venida lo esperaba el segundo pelotónde asalto, escudado por dos autobu-

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ses destrozados que humeaban muycerca de la entrada este del fuerte. Laedificación era una estructura de metaly concreto gris opaco de cuatro pisos,con un área que alcanzaba casi el deuna cuadra entera. Tenía forma octo-gonal y estaba rodeada por un promi-nente muro reforzado con torres arma-das a cada lado de los portones de ac-ceso. Tanto el muro como gran partede la fachada del fuerte estaban visible-mente deteriorados y muchas de lasventanas blindadas habían caído, de-jando expuestas posibles vías al inte-rior del edificio. Al parecer, las torresdefensivas enemigas ya habían sidoneutralizadas y el fuego hostil se limi-taba a tropas que disparaban desde al-gunas ventanas y de los puestos de ob-servación que enmarcaban el enormeportón del recinto. Unos cuantos fran-cotiradores y artilleros también ofrecí-an resistencia desde la azotea.

Deirmir corrió hacia los autobusesy fue recibido por el jefe del pelotón.

—¿Cuál es la situación, sargen-to? —preguntó el teniente.

—Las defensas primarias fuerondestruidas. El equipo de explosivos es-tá preparando la maniobra para derri-bar la puerta de entrada.

—¿Qué hay del capitán Madubar?El sargento se encogió de hom-

bros.—Nos reunimos con el capitán allá

junto al acorazado. Avanzamos hastaeste punto pero luego él desaparecióen dirección al fuerte y perdimos elcontacto.

—¡Excelente! —espetó Deirmir ygolpeó su casco en la sien—. Ade-lante, capitán Madubar; aquí Deirmir.¿Adelante?

Sus oídos sólo recibieron estáti-ca.

—Adelante, Base; me encuentrocon el pelotón —señaló—. ¿Cuál es lasituación del capitán Madubar?

“Enseguida, teniente”. Escuchó unaestática intermitente durante unos se-gundos y luego la voz volvió al interco-municador: “El capitán fue interceptadocamino a la entrada suroeste del fuerte.Permanece con vida pero desconoce-mos su localización actual”.

—Copiado, fuera… ¡Maldita sea!El teniente se asomó por el borde

despejado del autobús y sopesó lasituación. Si el equipo de explosivoshacía bien su trabajo, tanto el portóncomo las torres defensivas caeríaníntegras, producto del ataque.

—Muy bien, sargento; envíe a losmuchachos. ¡Derriben ese muro!

Cuatro miembros del pelotón saca-ron de sus mochilas las cargas explosi-vas y otros dos prepararon sus armaspara acompañarlos. Sin dificultad, colo-caron los artefactos en los puntos indi-cados del portón y las torres y regresa-ron a los autobuses mientras las de-más patrullas disparaban hacia la partealta del fuerte, desde donde tropas ene-migas contraatacaban.

El teniente dio la orden y las car-gas volaron, destruyendo el portón yparte del muro fortificado de la entra-da, así como todo lo construido o co-locado alrededor. El área circundantese llenó de una espesa capa de polvoy humo oscuro que por unos segun-dos obstruyó totalmente la visión ha-cia el edificio.

—¡Corran, corran, corran! —le gri-tó Deirmir al pelotón cuando la visibili-dad mejoró lo suficiente.

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Se adentraron en la estructura delfuerte y se toparon con unas largas yelaboradas escaleras que daban a u-na amplia galería. El lugar, más queuna construcción militar, parecía untemplo, espacioso y suntuoso. Rea-grupó las fuerzas al llegar a la partesuperior y les ordenó desplegarse.

—Aseguren cualquier otra entra-da. Si encuentran al capitán, informende inmediato.

El teniente caminó con calma ha-cia el final de la galería. Allí, un eleva-dor y unas escaleras anchas indica-ban la ruta hacia los pisos superiores.El elevador se encontraba detenidoen el tercer piso. Pulsó el interruptor yla luz de bajada se encendió, pero elaparato no pareció moverse.

Deirmir giró trescientos sesentagrados para contemplar todo su en-torno.

—Adelante, Base. La planta bajaeste del fuerte ha sido asegurada, pe-ro no estoy seguro de tener la situa-ción controlada. Nos resultó demasia-do sencillo llegar hasta acá.

“Copiado, teniente. Considerare-mos su apreciación. Mientras tantorefuerzos serán despachados. Conti-núe con la misión”.

Deirmir se mordió los labios.—El precio de ser prescindible

—murmuró—. ¡Atención, Patrullas Unoy Tres!

—¡Sí, señor!—Es hora de finalizar con todo

esto.Les señaló las escaleras, y las

tropas se reordenaron con disciplinajunto a ellas.

El teniente hizo un ademán conlas manos y los soldados respondie-

ron subiendo con energía a la siguien-te planta. Allí se encontraron con ungrupo de al menos cuarenta comba-tientes que descargaron sus armascontra ellos. El tronar de las ametralla-doras se vio amplificado por la acús-tica propia del corredor y el destellode los cañones lo convirtió todo en unmortal espectáculo de luces. MientrasDeirmir subía, dos de sus muchachoscayeron muertos a sus pies. Se de-tuvo en el borde de la pared y les or-denó replegarse a los soldados ex-puestos. Luego tomó una granada dealto impacto y la dejó rodar hacia laformación enemiga.

El estallido fue tan intenso que elsuelo vibró y el concreto del techo seresquebrajó. El teniente meneó la ca-beza y se llevó las manos al casco,intentando mitigar el zumbido agudoy desagradable que le perforó losoídos.

—¡Ahora! —ordenó, y saltó haciael corredor.

Eficaz, como una máquina, aca-bó con los soldados que habían so-brevivido a la granada. Una a una,fue recorriendo las habitaciones ypasillos del lugar, asegurándose decolocar una bala entre los ojos decualquiera que le se les opusiese. Alcabo de dos minutos y medio, todaesa ala de aquel piso estaba consoli-dada.

—Adelante, refuerzos. ¡Respon-dan!

Un momento de estática y luegovoces: “¡Aquí Patrullas Nueve, Doce yQuince reportándose!”.

Los primeros refuerzos habían lle-gado al pie del edificio.

—Procedan al primer piso.

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“¡Sí, señor!”.El teniente regresó a las escale-

ras y esperó a que todas las tropas derefuerzo se plantaran ante él. Se tallólos ojos y después sostuvo la miradadel jefe de pelotón.

—Esperamos encontrar mucha másresistencia arriba —dijo, señalando el te-cho con el dedo índice—, así que…

—¡Señor! —interrumpió de pron-to el soldado, que enarcó las cejas eindicó algo a espaldas del teniente.

Deirmir se volvió y notó que el e-levador descendía. Levantó la ame-tralladora y retrocedió un par de me-tros. El resto de la tropa se preparópara atacar.

El elevador se detuvo y las puer-tas se abrieron. Dentro, el capitán Ma-dubar estaba tendido en el suelo, a-mordazado y con la mirada encendi-da. Todo su pecho, su espalda, suspiernas y gran parte del piso estabanimpregnados con masa gelatinosa deexplosivo líquido.

Madubar gruñó algo ininteligible,más molesto que asustado, y luego ellíquido verdusco desató su furia des-tructiva.

Un nuevo puesto de avanzada habíasido emplazado justo ante la entradaprincipal del fuerte, tras los autobu-ses derribados. La Incubadora, pro-tegida por una coraza móvil capazde resistir cualquier impacto directode bajo o alto calibre, bramaba comouna fiera mitológica mientras escu-pía Réplicas al campo de batalla. Elteniente Deirmir trastabilló al pisar elasfalto, pero recuperó el equilibrio yse incorporó mientras luchaba consus entumecidos sentidos.

Hundió el mentón en el pecho, ce-rró los ojos y respiró despacio a lolargo de un minuto.

—Maldita sea —murmuró—. Mal-dita sea, maldita sea…

“¡Están acabando con nuestras tro-pas!”, tronó en los oídos del teniente.“¡No podemos permitirlo! ¡Eliminen algeneral a cargo y controlen el fuerte!”.

—Atención, Base —llamó el te-niente, ahora sereno—. Las escalerasy el elevador del ala este han quedadodestruidas. ¿Cuál es la situación conlos demás accesos?

“Dos pelotones están tomando elcontrol de las alas oeste y suroeste,pero se han encontrado con una re-sistente compañía enemiga”.

—Sin duda están luchando contodo —afirmó—. Me parece que es-tán protegiendo algo muy importantey que están dispuestos a destruir supropio fuerte, si es necesario, para e-vitar que nosotros demos con ello.

“Inteligencia ya trabaja en esa su-posición”.

Deirmir meneó la cabeza y llevósu mirada al fuerte. La explosión delprimer piso había arrancado gran par-te de la fachada al edificio y numero-sas llamas intensas comenzaban aextenderse hacia el piso superior. Arri-ba, en la azotea, los francotiradores yartilleros parecían haber abandonadosus posiciones. El teniente frunció elceño y caminó de nuevo hacia el de-rruido portón principal.

—Atención, Base. Necesito infor-mación de satélite sobre la situaciónde la azotea del fuerte.

Sobre el visor del casco se pro-yectó una transmisión en tiempo realde su solicitud. Unas dos docenas de

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soldados enemigos, además de cua-tro artilleros, se encontraban resguar-dando el pozo que bajaba hacia el in-terior de la fortificación. El tenienteDeirmir levantó la comisura de la bocaen una sonrisa maliciosa.

—Solicito un equipo de asalto aé-reo para tomar la azotea.

“Considerando solicitud… Soli-citud aprobada. El vehículo aéreo deasalto lo recogerá en treinta segun-dos”.

Con obscena puntualidad, un ae-rodeslizador apareció en el plazo in-dicado sobre su cabeza y dejó caer elcable de amarre. Aseguró el gancho asu traje de combate y fue llevado alinterior del deslizador para reunirsecon el resto del equipo de asalto.

—¡Señores, el enemigo se en-cuentra protegiendo el acceso hacialos pisos inferiores del fuerte! —expli-có, mientras una veintena de jóvenesexcitados le miraban—. Son apenasun puñado, así que terminémoslos a-prisa.

El vehículo se elevó impulsadopor sus potentes motores y se detuvoa unos diez metros sobre el centro dela azotea. Cubriría el descenso de lossoldados con precisión, formando unperímetro de disparos a su alrededor.El teniente, junto con el equipo de a-salto, se lanzó al vacío, sostenido porel cable de amarre. Al tocar el suelode la azotea, cargaron de inmediatocontra las fuerzas enemigas.

Deirmir dirigió sus primeros dis-paros contra los cuatro artilleros queya estaban listos para derribar el ae-rodeslizador. Logró alcanzar a tres deellos antes de que detonaran sus ar-mas, pero el último tuvo la velocidad y

la habilidad suficientes para soltar losmisiles y replegarse entre los escom-bros y escudos que hacían de trin-chera antes que el teniente siquiera leapuntara. En cuestión de segundos, elaerodeslizador recibió el impacto y sedesplomó, generando un estruendoensordecedor. Estimulados por lapérdida del vehículo aéreo, los miem-bros del equipo de asalto chillaroncon odio y arremetieron contra el res-to de sus enemigos, haciéndolos caeren secuencia como alineadas piezasde dominó.

—Atención, Base. Azotea bajocontrol. Envíen refuerzos.

“Copiado, teniente. Proceda con elinterior del edificio. El capitán Madubarserá enviado junto con los refuerzoscuando termine su gestación”.

Deirmir se golpeó el casco y lue-go les dio las indicaciones a los sol-dados, agitando las manos en el aire.Uno a uno, descendieron por el estre-cho hoyo que daba al cuarto piso delfuerte. Adentro, el sonido de las ame-tralladoras y las bombas resonabaincesantemente. La lucha por el con-trol de la fortificación sin duda habíallegado ya al tercer piso.

Entre tanto, el lugar que recién co-menzaban a explorar era una habita-ción espaciosa, como un cuarto dereuniones, pero gran parte del mobilia-rio, las computadoras de control y lasluces del cielo raso habían sido des-truidas. Los soldados encendieron laslámparas de sus cascos y procedie-ron a ocupar la zona.

Al final de la habitación, pasandoun par de cadáveres enemigos, altaspuertas de vidrio reforzado aún semantenían intactas. El teniente reptó

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hasta ellas y verificó que el pasillo delotro lado estuviese despejado. Satis-fecho con lo que había visto (un largocorredor vacío y un poco más ilu-minado) le ordenó al equipo seguir a-delante.

Recorrieron el corredor, de mo-nótonas paredes grisáceas y pisode roca, asegurando cada cuarto ycada rincón con eficacia. Sortearonun par de minas antipersonales y seencontraron con tan sólo tres solda-dos enemigos durante la mitad deltrayecto. Deirmir, dubitativo, murmu-ró unas palabras que pudieron serescuchadas claramente por el restodel equipo: —¿Dónde se han metidotodos?

Obtuvo la respuesta a su pregun-ta un minuto después.

De alguna manera, todos los pa-sillos y habitaciones de ese piso delfuerte llevaban al mismo sitio: elCuarto de Control. Así lo indicabanlos resplandecientes rótulos electró-nicos que estaban colocados a lo al-to en todo el perímetro del lugar. Pro-tegidos con escudos, restos de me-sas y sillas, e incluso cadáveres api-lados, las fuerzas enemigas espera-ban adentro, dispuestas a matar ymorir por defender a algo o a alguienque se escondía en la Sala de Co-mando.

Un torbellino de fuego se formódentro del fuerte cuando los ejércitosse enfrentaron. Por su ubicación, lastropas enemigas tenían ventaja y quie-nes primero fueron abatidos pertene-cían al equipo del teniente Deirmir. És-tos se replegaron hacia los diferentescorredores, cubriéndose con los reco-dos de las paredes, y después con-

traatacaron al afianzar sus posicio-nes.

El teniente repitió su táctica ante-rior y lanzó hacia el Cuarto de Controldos granadas de alto calibre, que ex-plotaron al unísono sacudiendo lasbases enteras del edificio. Con segu-ridad —pensó—, al menos la mitad delas fuerzas enemigas habían sido a-nuladas.

Esperaron unos segundos hastaque la nube de humo se retiró y avan-zaron de nuevo hacia la habitación.Para su sorpresa, el enemigo habíaresistido extraordinariamente el ata-que. Los sobrevivientes, mutilados yadoloridos, persistían en elevar susarmas y disparar. Lograron detener amás de un tercio del equipo de asaltodel teniente Deirmir, pero se vieronperdidos cuando llegó parte de los re-fuerzos, adentrándose por el extremoopuesto del Cuarto de Control.

No se tomaron prisioneros.El lugar se sumió de pronto en un

profundo silencio cuando no hubosoldado alguno que luchase en contrade las fuerzas invasoras. Deirmir se-ñaló en dirección a la puerta de la Salade Comando —un habitáculo rectan-gular de acero blindado, emplazadoen el medio del lugar— y sus obedien-tes subalternos dispusieron en ella u-na poderosa carga explosiva.

El teniente inhaló, sostuvo el aireen sus pulmones y dio la orden de ac-tivación. Las puertas de la sala salie-ron despedidas hacia los lados y unaráfaga de viento caliente se estrellócontra el rostro de los soldados. Caside inmediato, un par de guerreros e-nemigos saltó afuera chillando y dis-parando sus armamentos con frene-

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sí. Deirmir reaccionó velozmente yles colocó tres balas a cada uno en sucuello y rostro.

Cuando el polvo y el humo se dis-persaron por completo dentro de laSala de Comando, el teniente Deirmirobservó con claridad una figura quepermanecía de pie entre las pantallasde observación y las computadorasde control. Por el peculiar uniforme decombate y las insignias que portabasobre sus hombros, estaba claro queera el general custodio del fuerte. Im-perturbable, esperaba la llegada desus ejecutores.

—Atención, Base —dijo Deirmirmientras caminaba con cautela haciael general—. Hemos controlado la Sa-la de Comando del fuerte.

“¡Excelente, teniente!”, explotó lavoz en sus oídos. “¿El general fuecapturado o muerto?”.

—El general ha sido…Cuando se encontró cara a cara

con el oficial enemigo, el teniente en-mudeció. Confundido, dio un paso a-trás y agitó la cabeza para asegurarsede que no estaba caminando ante unespejo… Pero no se equivocaba; setrataba de sí mismo, que del otro ladolo miraba sosegado. El general —elotro él— hizo una mueca sardónica yentrecerró los ojos.

Aquella expresión produjo en el te-niente Deirmir un escalofrío tan fuerteque al llegarle a las manos las hizotemblar hasta apretar el gatillo. El ge-neral se desplomó en el suelo como unsaco de ladrillos. Deirmir lo observócon ojos vidriosos, apabullado por unrepentino temor.

—¿Cómo es posible? —murmurócon voz trémula.

“¿Teniente Deirmir? Repita”.—El general fue muerto… —seña-

ló—. Pero existe nueva informaciónmucho más relevante, Base.

“¿A qué se refiere?”.—Al parecer, el enemigo posee,

o ha construido, una Incubadora.Un segundo de estática y silencio

sacudió la comunicación.“¿Cómo ha llegado a esa conclu-

sión, teniente?”, escuchó entonces.—El general enemigo es un Répli-

ca.“¡Un Réplica! ¿Puede confirmar-

lo?”.—Totalmente. Es un Réplica idén-

tico a… a los nuestros.El asombro y la confusión se a-

poderaron de las voces tras los inter-comunicadores.

Cuando los soldados ocuparon laSala de Comando, miraron con estu-pefacción el rostro del cadáver queyacía a los pies del teniente Deirmir.Éste, aún agobiado, ponderó en sumente las implicaciones de ese im-previsto descubrimiento.

Así como ellos mismos, el enemi-go tenía ahora la capacidad de ge-nerar más y más soldados continua-mente. Era posible que las nuevastropas ya estuvieran siendo gesta-das, listas para regresar al fuerte yreanudar la batalla, o incluso que todala operación formara parte de una ela-borada emboscada.

“Controlen el fuerte y controlare-mos la ciudad. Controlen la ciudad yla mitad de la guerra estará ganada”,había dicho el capitán Madubar. Anteun conflicto en el que ambos ejércitosposeían tropas imperecederas, ¿serí-a posible que alguno de ellos obtuvie-

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se la victoria? ¿Cuánto duraría enton-ces esa guerra?

Deirmir tragó saliva, se talló losojos y luego verificó el estado de suarma. Consciente de que el verdade-

ro combate estaba por venir, se pre-guntó cuántas muertes más le espe-raban de ahora en adelante…

© RONALD R. DELGADO C., 2008.

Ronald R. Delgado C.(Venezuela —Caracas, 1980—)

Licenciado en física y profesor universitario, es un apasionado lector de cien-cia ficción desde que tenía unos 10 años, y comenzó a escribir a partir de los15. Ha publicado en las revistas electrónicas Axxón (números 115, 125, 151 y180), Ciencia Ficción Perú, Letras Perdidas, NCG 3660 y Qubit, entre otras,y en Noticiencias, revista interna de la Facultad de Ciencias de la UCV.

A principios de 2007, ganó el tercer lugar del 1er Concurso de Relatos Eróti-cos de la revista Urbe Bikini, de Venezuela, con 1000101, un relato eróticode ciencia ficción. También formó parte del equipo evaluador que realizó laconvocatoria de la Antología de Ciencia Ficción Venezolana de ese año.

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El módulo vital está siempre limpio;si a alguien se le ocurriera llegar sinaviso previo lo encontraría siempreordenado. Antes de que el temporónseñale que el sol ha salido —en al-gún remoto lugar de la superficie pla-netaria—, las camas están arregla-das; apenas Marta y Andrés regre-san del exterior, la comida está a latemperatura adecuada para ser in-gerida; antes de que se retiren a sudormitorio a descansar, los restosestán debidamente desechados.

Vitrox lo hace todo y no necesitade ningún otro dispositivo. Ha sidoprogramado muchos años atrás parabrindar ese servicio y jamás ha falla-do, lo cual sería imposible. No le gus-tan las interrupciones mientras hacelas tareas, aunque la palabra gustar

es simplemente coloquial.

Hasta el momento, a pesar de llevardieciocho años de actividad continua-da, no ha recibido ninguna actualiza-ción; de tal circunstancia es respon-sable Andrés, quien disfruta sobrema-nera su estilo anticuado de servicio y

teme que tales procedimientos pue-dan eliminar de la memoria del dis-positivo doméstico la data que lo ge-nera. Además Vitrox reconoce queAndrés es su amo y le responde, aun-que le llama con ese nombre en lugardel verdadero: VTRX-MMC.

Ocurrió una vez que Marta y An-drés buscaron uno más nuevo paraque ayudara con las tareas, según di-jeron; pero el ingenio no duró; se de-sactivó sin razón aparente. Los seño-res presentaron la reclamación corres-pondiente y los proveedores se lo lle-varon sin chistar. Ellos eran los amos,pero Vitrox dedujo que tantos años deservicio merecían alguna considera-ción y que una pregunta, al menos, nohabría hecho daño, pero a ellos no lesinteresa lo que tiene que decir. AunqueVitrox habla muy poco.

Marta entra en las oficinas de Multi-Trans con la sonrisa habitual; le gustasu trabajo y se le nota. Cuando le o-frecieron el ascenso a la gerencia, loaceptó, se esmeró y empezó a hacer-se imprescindible. Tiene el don natu-

VITROX

GRACIELA LORENZO TILLARD

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ral de la serenidad y la prudencia ne-cesaria para contar hasta diez antesde actuar sin que por ello disminuyasu eficiencia. Se casó con Andrés por-que se enamoró de él y todavía lo a-ma; los únicos defectos de su maridoson Vitrox… y el módulo vital, que esuna unidad construida demasiado tiem-po atrás y no cuenta con el equipamien-to Auto-Servo recién inventado; les o-bliga a utilizar a Vitrox para todos losmenesteres. Es tan obsoleto que al-gunas puertas no se pueden abrir ysectores enteros de costoso espaciono se pueden habitar. La legislaciónvigente establece que, tanto por la fe-cha de su construcción como por lamanera en que fue asignada a la fa-milia de Andrés, es una propiedad pri-vada. Ya quedan muy pocas; tal con-dición es sólo tema conocido entre es-pecialistas.

Algún tiempo atrás, Marta habíarealizado algunas preguntas. Averiguóque los Admin-Sec tenían sumo interésen el módulo por la enorme superficiepropia que ocupa y, sobre todos losdemás factores, porque la propiedadincluye el espacio aéreo y el subterrá-neo. Insinuaron un acuerdo: los Adminconstruirían allí el acceso al conductoInter-Nivel que el Sector necesita, y e-llos recibirían un módulo vital de últimageneración y algunas franquicias en elOcio y Esparcimiento recién inaugura-do junto al lago nuevo.

Además ese olor rancio; no es su-ciedad, porque todo está siempre muylimpio. Parece salir de los pisos… apesar de Vitrox.

“No sé cómo evadir esta cuestión.Marta quiere que lo haga, pero real-

mente yo no quiero. ¿Por dónde em-pezaré? Tampoco sé cómo termi-nará… No deseo elegir. Marta es mivida. Apenas la vi me enamoré; pen-sé que no se fijaría en mí y no puedocreer que todavía me ame. Estoy enla cima de mi carrera y en Multi-Transno hay más ascensos para mí; mi si-tuación no mejorará a menos quehaga una fuerte inversión y me con-vierta en socio. En cambio ella está amitad camino y seguramente llegarámás lejos que yo en poco tiempo. Estan vital y emprendedora; cómo la ad-miro; cuánto la amo…”.

Vitrox calienta la cantidad exacta deagua que necesita; está programadopara ahorrar energía. Apenas hier-ve, prepara el té y lo lleva a la salita.El señor Andrés le dice que se que-de; que deben conversar. A Vitrox nole gusta hacerlo, pero escucha todaslas conversaciones. Su sistema bási-co, antiguo para la época, incluye al-gunos circuitos diseñados para evi-tar los defectos habituales de los do-mésticos: la conversación no desea-da, la falta de atención a las instruc-ciones de los amos, el abandono delas tareas asignadas, permitir el in-greso a personas no autorizadasdentro del módulo vital, tratar de mo-dificar sus costumbres para ajustar-las a la menor tensión de su propiaprogramación, interferir, inclinarsehacia uno de ellos en detrimento delotro, y otras más, ahora por com-pleto incomprensibles. Un día escu-cha que consideran la posibilidad devender la propiedad; otro, lo del Au-to-Servo y lo del Inter-Nivel. Una no-che, que ella no quiere darle hijos, a

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pesar de que el señor Andrés le re-cuerda que ya no es tan joven. Otra,que Marta se va de viaje de negociosy lo invita a acompañarla.

Vitrox sabe que ella toma el té sinazúcar y que al señor Andrés le gustacon leche. Deja las tazas sobre la me-sita cerca del sofá con mucho cuida-do. Ellos empiezan a hablar y deduce,por el volumen y la cadencia de lasvoces, que terminarán discutiendo. AVitrox no le gusta el tono de modo quesale de la salita por la leche; ni si-quiera lo notan.

Llaman insistentemente a la puerta;al final llega uno de los Admin-Seccon una llave maestra. Vitrox parecedesactivado; no responde a ningunapregunta. Lo apartan con violencia yentran en el módulo vital. Vitrox sebloquea.

En el Noti-Ya la noticia pasa tanveloz como un parpadeo. Las autorida-des policiales llenan los formularios mí-nimos con máxima velocidad. Un acci-dente más: la falta de mantenimientode un robot completamente obsoleto,alguna situación especial que distrae ala víctima evitando que sienta algúngusto raro en el té. Archivado.

El módulo vital y el espacio que ocu-pa se venden, por fin. Vitrox es des-mantelado y sus partes recicladas;una reluciente máquina expendedo-ra de bebidas calientes es instaladaen Multi-Trans.

Aunque, de vez en cuando, el téque prepara para determinada perso-na tiene un cierto sabor extraño.

© GRACIELA LORENZO TILLARD, 2008.

GRACIELA LORENZO TILLARD

(Argentina —Córdoba—)

Ha colaborado con fanzines tanto electrónicos como de papel, y en unpar de antologías. Uno de sus relatos es La peste amarilla en la BuenosAires, que apareció en Menhir 2 (papel) y en Alfa Eridiani 4 (digital). Hapublicado prosa, crítica, infantil y poesía, además de traducciones, comose puede ver en http://www.lorenzoservidor.com.ar/letr01/mios.htm.

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—Chau, Gutiérrez, que pase buen finde semana. ¿Qué está haciendo acáa estas horas? ¿Hoy no lo viene abuscar su noviecita?

—No, hoy le dije que no pase. Qué-dese tranquilo, señor Mordancio, termi-no de barrer y cierro como usted quiere.

—¿Barrer? ¿No barre el chino?—¿Cómo que el chino, jefe?—Y, el chino, el que barre todo los

días. Tengo veintitrés empleados, Gu-tiérrez. Veintidós son chinos.

—Perdone, pero en la empresa tra-bajan trece chinos y nueve coreanos. Yel que barre es coreano.

—Bueno, coreano-chino, chino-co-reano: es lo mismo, ¿no lo ve? En defi-nitiva, ¿por qué barre usted?

—Es que recién terminé el frente delos muebles para la casa Chuen. No megusta dejarle sucio al pobre muchacho.Total, es una barridita rápida y listo.

—¿Pobre muchacho? Es su traba-jo. Ya bastante tenemos con la avalan-cha de inmigrantes como para encima

ahorrarles trabajo. Y no le digo nada delos europeos, ¿eh? Esos sí que me vie-nen con los derechos de aquí, derechosde allá, pero laburar, ¡minga! Si, ya sé,no me diga nada: para el haraganeo yaestá el gobierno. Subsidios de aquí,subsidios de allá y nadie quiere trabajar.Mire, le falta aquel rincón, Gutiérrez.

—Ah, gracias. Es que me dan lás-tima los inmigrantes. Tuvieron que de-jar todo. Cambiar sus costumbres. To-davía sigue muriendo gente por la ra-diación.

—Que los hospitales argentinosdeben atender a costa de nuestrosimpuestos. ¿Sabe cuántos impuestospago yo? ¿Lo sabe? Es una sangría.

—Pero, ¿dónde iban a ir?—¿Por qué no fueron a Sudáfri-

ca, ¿eh? ¿Y a Australia? ¿Eh? ¿Eh?¿Por qué?

—Y… qué sé yo.—Porque ahí los cagaron a tiros,

Gutiérrez. Porque a los pocos que a-ceptan los hacen laburar catorce horas

¡OH, EL FÚTBOL!

RICARDO G. GIORNO

…les vendí mi inocenciaa un precio que no entendían.

MIGUEL ABUELO

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por día y encima no les dan la ciuda-danía.

—No es tan así, señor Mordancio.Córrase un poquito que me falta justodonde está parado. Vinieron a la Argen-tina porque acá no explotó la bombaque tiraron.

—¿Pero usted es boludo o se ha-ce? ¡Si hubo una parte del mundo que noentró en la guerra! Por ejemplo, ni en Su-dáfrica ni en Australia tiraron bombas.

—Por eso mismo. Todos los inmi-grantes vienen con una palabra apren-dida: suerte.

—¿Suerte? Las pelotas, Gutiérrez.No me venga con eso. Argentina mu-rió. Sí, no me mire así. Murió ahogadapor un mar de inmigrantes que sóloquieren comer sin laburar. ¿Por qué novan a laburar al campo?

—Y, ¿qué sé yo, señor Mordan-cio? La verdad que no sé.

—No sabe, no sabe. ¡Claro que nosabe! Yo se lo voy a explicar. ¿Quiereun cafecito?

—¿Usted tiene café? Y, sí, dele. Haceaños que no pruebo un cafecito. ¿Cómopuede ser que yo nunca sentí el olor?

—Mi oficina tiene filtro, Gutiérrez.Acompáñeme. Pase, espere que des-pliego el sillón. Ahora sí, tome asientonomás. Como le iba diciendo, la Argen-tina dejó de ser la Argentina. Ya no que-da nada. ¡Nada! ¿Le gusta con azúcar?

—Sí, por favor.—La Argentina que yo conocí de

chico desapareció, Gutiérrez.—Mmm… ¡Qué rico! Gracias, se-

ñor Mordancio.—De nada. Todo destruido. Nues-

tra idiosincrasia, la que me enseñaronmis mayores, ya no está. Se fue. Secambió por otras foráneas. A mí ya no

me dan ganas de seguir, qué quiere quele diga. Y no se deje engañar con esasonrisa falsa de los chinos, o el agrade-cimiento servil de los europeos. Usted,que es joven, lo va a ver. Esto no va adurar mil años. Dicen que la radiacióndura sesenta años y…

—Cincuenta.—Bueno, cincuenta, pero yo estoy

seguro que en treinta está todo comonuevo, que se va a poder vivir otra vezen las ciudades bombardeadas. Y va apasar otra vez.

—¿Qué? ¿Van a volver las bom-bas?

—Mire, Gutiérrez, no lo tome amal, pero usted me está resultando me-dio boludo. ¿Quiere otro café? Bueno,deme la taza. Dentro de treinta años,una vez más, nuestros políticos van adejar al pueblo en la miseria. Y enton-ces, seguro que los nietos de estos in-migrantes querrán probar fortuna en latierra de sus abuelos. ¡Minga! Les vana hacer un corte de manga. Ya pasó,Gutiérrez, ya pasó. Usarán un nuevotérmino, el idioma será diferente. Sí,señor; sudaka ya no se usará. Pero noimporta, inventarán otro nombre.

—¿Sudaka? No sé de qué meestá hablando, señor Mordancio. ¿Esuna palabra coreana?

—¡Y claro; usted es un pibe! Cuan-do yo era chiquito era un tema de con-versación entre mi abuelo y mi padre.Hasta se peleaban por eso, mire loque le digo. Pero lo importante, ahora,es la muerte de la Argentina tal comola conocíamos. Todo, todo cambió...¿Qué? ¿Por qué me pone esa cara?

—Perdone, señor Mordancio. ¿Sa-be qué? Estoy pensando que hay algoque no cambió.

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—¿Cómo? Usted me está dicien-do a mí que hay algo que se me pasópor alto y que no cambió, que sigue i-gual. Asombroso. Me gustaría que meiluminara, Gutiérrez.

—Y… el fútbol sigue igual.—¿Qué? ¿Me está jodiendo?—No, no es broma. Mire, reconozco

que hay un montón de clubes nuevos:Sportivo Pekín, Coreanos Unidos. Si has-ta están el Real Madrid y el Barcelona.Pero sólo tuvieron un poco de fuerza alprincipio. Poco a poco fueron desapare-ciendo muchos. Los que quedan están enla “C” o la “B”. Los grandes siguen siendolos grandes, señor Mordancio.

—No me va a decir que hay chi-nos hincha de boca.

—No, la mayoría de los chinosson hinchas de River. Si hasta hay ba-rras bravas diferenciadas. En la SanMartín alta del Monumental están “LosDragones de Oriente”, en la Centena-rio alta siguen “Los Borrachos del Ta-blón” y los franceses están en la Bel-grano alta con los “Marsellesos”

—Es de no creer.—Creameló, señor Mordancio. En

Boca están “Corea Norte-Sur” y, comosiempre, “La Doce”. Y la rivalidad es e-norme.

—¿Y los españoles? ¿No tienenbarra en boca?

—No, ellos, y no me pregunte porqué, se hicieron casi todos hinchas deSan Lorenzo. Y se juega a cancha llena,

con los cantos, los papelitos, las corri-das. Todo sigue igual. Se lo digo por-que veo muchas grabaciones de fútbolantiguo.

—Me está dando esperanzas. Meacuerdo de cuando era chico y mi abue-lo me llevaba a la cancha. Nunca megustó el fútbol, pero con lo que usted meestá contando voy a hacerme hincha.Bien fanático. ¡Empezaré ya mismo! Sí,señor. Acompáñeme, Gutiérrez. Lo voya llevar al Monumental. ¡Nos vamos ahacer socios! No me mire así, no sepreocupe, no va a salir de su sueldo.

—Esteee… no se enoje, señor Mor-dancio, pero preferiría que no. A mítambién me llevaron a la cancha de chi-co y contrario a lo que le pasó a usted, amí sí me picó el bichito. Perdón.

—¿Qué? ¡No me diga que es dela contra!

—Y… sí. Mi papá me llevaba aver a Boca. No se me enoje, ¿eh?

—¡Por favor, Gutiérrez! ¿Cómose cree que me voy a enojar? De nin-guna manera. Eso sí, vaya a su escri-torio y ponga sus cosas en una caja.Está despedido. Reestructuración, Gu-tiérrez, reestructuración.

—Pero… pero…— Chau, Gutiérrez; al final fue una

suerte que no viniera su novia. ¡Ah!,ponga el candado y déme las llaves;lo espero en la vereda.

© RICARDO G. GIORNO, 2008.

RICARDO GERMÁN GIORNO

(Argentina —Buenos Aires, 1952—)

Colaborador habitual de NM, en 2007 apareció merecidamente en papelen las antologías “Desde el taller” y “Grageas”, compiladas por SERGIO

GAUT VEL HARTMAN.

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