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Conquista y gobierno español en la frontera norte de la Nueva Galicia: el caso de Colotlán* Robert D. Shadow Universidad de las Américas Introducción Es bien sabido que la conquista y colonización de Hispanoa- mérica fue una empresa cuidadosamente vigilada por el esta- do español con el fin —entre otros— de impedir lo más posible el desarrollo de un grupo gobernante que ejerciera el poder en las colonias independientemente del patronato y control de la metrópoli. Por eso, una vez concluidas las fases iniciales de exploración y “pacificación” militar de una provincia —ta- rea usualmente financiada y organizada por particulares acaudalados— la Corona intentó implementar formas de gobierno que facilitaran su dominio mediante la centraliza- ción de poder. La institución clave de ese programa fue la burocracia real. Establecida en Nueva España durante el segundo cuarto del siglo xvi, la burocracia real consistía en un complejo de oficios y jurisdicciones encabezado por un virrey y dividido en cinco ramas: civil, militar, eclesiástica, fiscal y judicial. En teoría cada rama gubernamental y cada jurisdicción te- rritorial poseyeron cierta autonomía, pero en la práctica la separación de poderes y responsabilidades era ilusoria. El traslape de autoridad, por tanto, creó un sistema que genera- ba un sinnúmero de disputas y litigios, y que, en última instancia, apoyaba las metas y la concepción centralista de * Agradezco a Ma. de Jesús Rodríguez V. y a Bertha López de Moreno por la ayuda prestada en la traducción al español de este artículo. Lorena Ri- vera tuvo la amabilidad de mecanografiar la versión final.

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Conquista y gobierno español en la frontera norte de la Nueva

Galicia: el caso de Colotlán*

Robert D. Shadow Universidad de las Américas

Introducción

Es bien sabido que la conquista y colonización de H ispanoa­mérica fue una empresa cuidadosamente vigilada por el esta­do español con el fin —entre otros— de impedir lo más posible el desarrollo de un grupo gobernante que ejerciera el poder en las colonias independientemente del patronato y control de la metrópoli. Por eso, una vez concluidas las fases iniciales de exploración y “pacificación” m ilitar de una provincia —ta ­rea usualmente financiada y organizada por particulares acaudalados— la Corona intentó implementar formas de gobierno que facilitaran su dominio mediante la centraliza­ción de poder. La institución clave de ese programa fue la burocracia real.

Establecida en Nueva España durante el segundo cuarto del siglo xvi, la burocracia real consistía en un complejo de oficios y jurisdicciones encabezado por un virrey y dividido en cinco ramas: civil, militar, eclesiástica, fiscal y judicial. En teoría cada ram a gubernam ental y cada jurisdicción te­rritorial poseyeron cierta autonomía, pero en la práctica la separación de poderes y responsabilidades era ilusoria. El traslape de autoridad, por tanto, creó un sistema que genera­ba un sinnúmero de disputas y litigios, y que, en última instancia, apoyaba las metas y la concepción centralista de

* Agradezco a Ma. de Jesús Rodríguez V. y a Bertha López de Moreno por la ayuda prestada en la traducción al español de este artículo. Lorena Ri­vera tuvo la amabilidad de mecanografiar la versión final.

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la monarquía: restringía la libertad de acción de los oficiales de bajo rango y concentraba en manos de los burócratas superiores, nombrados por el rey, la facultad de intervenir y decidir en los asuntos de mayor importancia (Cline 1972: 221-228).

Además de la burocratización del gobierno colonial, los reyes españoles emplearon otros mecanismos e instituciones para socavar la independencia de los pobladores y fortalecer el control metropolitano en Nueva España. Uno de éstos era la política de segregación que consistía en el intento de sepa­rar a los españoles de los indios tanto en espacio territorial como en dominio jurisdiccional. La Corona opinaba que la separación legal y geográfica de la población en sus respecti­vas “repúblicas de indios” y “repúblicas de españoles” mini­mizaría el grado de contacto entre los dos grupos, lo que limitaría la posibilidad de que los nuevos pobladores constru­yeran bases locales de poder a través del control de la pobla­ción indígena. El sistema de las repúblicas duales, entonces, representaba el esfuerzo de establecer una alianza directa entre las comunidades indígenas y el estado español, en la cual las relaciones entre los dos fueran estrictamente regula­das por la ley y mediatizadas por los oficiales reales. Al garantizar a los pueblos indígenas sus derechos sobre tierras comunales, y al asegurarles autonomía política a nivel local, la Corona se colocó en el papel de protectora y defensora de la población nativa; se erigió como guardiana de los indios y les dio ciertas arm as legales para defenderse contra los abusos y vejaciones más excesivas de los conquistadores, encomende­ros y sus sucesores (ver Pastor 1982).

Debido a diversos factores resultó imposible llevar a cabo todas las disposiciones de los edictos separatistas. En m uchas regiones se les prestó poca atención a los hispanos que residían en las comunidades indígenas a menos que se presentara alguna queja en su contra. En otras localidades, especialmente en el norte de la Nueva España, la política de la Corona era subvertida por los mismos indios quienes huían o emigraban a los asentamientos mineros para esca­par del pago de tributo (Bakewell 1976). Además, el proceso de mezcla biológica y los cambios culturales puestos en m ar­cha con la conquista socavaron la legislación segregacionis-

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ta al complicar el sencillo esquema bipolar de categorías sociorraciales —indio y español— que fue creada en el siglo xvi. Y finalmente, la sociedad que los gobernadores españo­les originalmente querían crear en Nueva España después de la caída de Tenochtitlan —una sociedad residencialmente inmóvil y encerrada en grupos corporativos— se había con­vertido, hacia el fin de la colonia, en un serio obstáculo al desarrollo económico del país. Gradualmente, frente a la expansión de las fuerzas productivas, la sociedad tradicio­nal, b asad a en identidades y recursos corporativos, fue transform ada en una sociedad “abierta” e “individualista” conforme a las nuevas exigencias e ideología de la naciente economía mercantil.

De igual manera, la Corona no pudo impedir a largo plazo la formación y el ascenso de una clase gobernante novohispana independiente. Con el transcurso del tiempo, y en la medida que se diferenciaban los intereses políticos y económicos de los criollos de los de la Corona, la autoridad real declinó paulatinam ente y el poder sobre la provincia pasó cada vez más a las manos de las oligarquías regionales; aun centros de poder tan im portantes como la Audiencia de G uadalajará cayeron bajo el control de hacendados, comer­ciantes y mineros americanos (Parry 1948).

En este trabajo deseo discutir la m anera en la cual los principios de centralización y segregación se emplearon en la “pacificación” y adm inistración de una pequeña sección de la frontera norte de Nueva Galicia. El foco de la discusión es el Gobierno de las Fronteras de San Luis de Colotlán, una jurisdicción militar y adm inistrativa creada en la franja oriental de la Sierra Madre Occidental, donde actualmente se ubican porciones de tres entidades: el suroeste de Zacatecas, el sur de Durango y el extremo norte de Jalisco.

Establecido a finales de la década de 1580, casi al termi­n ar la Guerra Chichimeca (1550-1590), el gobierno de Colo­tlán 1 poseía dos funciones principales: a) proteger los asenta- m ie n to s e s p a ñ o le s y los “ c a m in o s de p l a t a ” de la s incursiones de los indios “bárbaros”; y b) adm inistrar y go­bernar a los indios sedentarios de la región que ya habían sido sometidos pero que aún no estaban cristianizados ni hispanizados (Velázquez 1961). P ara cumplir estos propósi­

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tos se les concedió a las autoridades de Colotlán un conjunto de poderes civiles y militares de gran alcance. Aunque estos (y otros) rasgos insólitos —los cuales serán descritos más abajo— han sido mencionados por otros investigadores (es­pecialmente Velázquez 1961), no se ha hecho ningún análisis crítico de la naturaleza jurisdiccional o geográfica de la auto­ridad de Colotlán. Tampoco ha habido ningún intento explí­cito de colocar a Colotlán dentro del contexto más amplio de la historia institucional de la frontera colonial del siglo xvi.

Comenzando con un esbozo histórico de la evolución de la política fronteriza española durante el primer siglo de contacto, este trabajo intenta llenar esas lagunas. Basándo­me principalmente en las obras de Philip Wayne Powell (1952; 1980), mi propósito es demostrar que, institucional­mente, el gobierno de Colotlán era el producto de una política fronteriza avanzada, creada por un gobierno central en ple­na expansión que buscaba implementar su doble política de control centralista y separación jurídica de indígenas y espa­ñoles. Además, me propongo subrayar el impacto de la admi­nistración de Colotlán en la transculturación de los indios fronterizos, y aclarar lo que, en mi opinión, son algunos errores y simplificaciones que han aparecido recientemente en la literatura respecto a la geografía política de Colotlán.

Gestación de la política fronteriza: 1530-1570

Después de la conquista militar de las sociedades agrícolas del centro y oeste de México en 1530, los conquistadores españoles, ayudados por sus aliados indígenas —tlaxcalte­cas y purépechas en su mayoría— se dirigieron hacia el norte para explorar las tierras áridas que se localizaban más allá del río Lerma-Santiago. Conocido como la Gran Chichimeca, este vasto territorio de llanos desérticos estaba habitado por grupos de cazadores/recolectores, cuya vida semi-nómada e igualitaria fue diametralmente opuesta e irreconciliable con las economías agrarias y las estructuras clasistas de los invasores y sus huestes indígenas. Obstinadamente inde­pendientes, maestros en el arte de la guerrilla, y capaces de sobrevivir en terrenos considerados inhabitables por los pue­blos del sur, los chichimecas resistieron la invasión euro-in­

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dígena por más de cuatro décadas (1550-1590). Ciertamente, los chichimecas fueron vencidos y exterminados, pero esto les costó mucho a los perpetradores y sólo se logró después de que el gobierno central asumió la responsabilidad directa de financiar y planear las estrategias de la guerra fronteriza. En esta sección trazaremos brevemente la evolución de la política gubernam ental y el lento crecimiento de la injerencia del gobierno en los asuntos de la frontera.

Como bien se sabe, las primeras entradas españolas en los territorios indígenas al norte del Lerma-Santiago fueron realizadas por las fuerzas expedicionarias encabezadas por Beltrán Ñuño de Guzmán. Uno de los principales rivales de Hernán Cortés en la lucha sanguinaria por el control de la naciente colonia, Ñuño de Guzmán inició su entrada en la primavera de 1530 con la esperanza de unir las provincias del noroeste con sus posesiones en Pánuco, y de este modo reba­sar el poder y la fama lograda por Cortés en la conquista del Anáhuac. Pero don Beltrán nunca alcanzó los triunfos codi­ciados. Al entrar a las tierras flacas del cercano norte, Guz­mán no halló ni el oro, ni las amazonas, ni las poblaciones indígenas capaces de satisfacer sus ansias de fortuna y po­der. Frustrado, Guzmán recurrió a las tácticas de enriqueci­miento tan a menudo empleadas por los conquistadores cris­tianos: el pillaje y el comercio de esclavos. A lo largo de su marcha, Guzmán quemó pueblos y esclavizó a los moradores. La brutalidad de la entrada guzm aniana pronto se hizo infa­me, pero pese a la política de tierra arrasada, la expedición no acabó con la resistencia en el área. Más bien, sirvió, en forma dialéctica, para avivar y consolidar la oposición nativa h a ­cia los invasores. Durante la década de los treinta las tensio­nes y hostilidades en la frontera aum entaron inexorable­mente; la explosión finalmente ocurrió con la gran Guerra de Mixtón de 1541-42 (Brand 1971).

Encabezada por los cazcanes de Teúl y Juchipila, esta ofensiva planeada amenazó seriamente a la comunidad fron­teriza española e hizo temblar a toda la colonia. Lo que especialmente amedrentó a los españoles fue no sólo la feroci­dad de la rebelión sino el hecho de que casi todos los grupos indígenas situados en la frontera participaban en ella. Era, pues, una lucha arm ada que sobrepasaba las barreras étni­

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cas y, consecuentemente, representó un desafio gravísimo a la hegemonía española. La Guerra de Mixtón demostró la capacidad de los indios de movilizarse y actuar con solidari­dad frente al enemigo común, y así derrotar la política impe­rialista que buscaba la conquista militar a través del fomen­to y ap ro v ech am ien to de las d iv isiones y d isensiones internas de los grupos indígenas. Tanto los tepehuan/tepeca- no de la cuenca del río Bolaños como los zacatecas y guachi- chiles de los desiertos orientales tomaron parte en el levanta­miento. Las fuerzas locales españolas fueron insuficientes para contener la rebelión, y sólo se reprimió cuando una columna de soldados comandada por el mismo virrey Mendo­za llegó desde México y derrotó a los guerreros indígenas en los peñoles de Mixtón, cerca de Jalpa, Zacatecas.

La venganza h ispana fue despiada. Los líderes del mo­vimiento fueron ejecutados y los demás indios capturados fueron herrados y vendidos como esclavos. Los que tuvieron la suerte de escapar de la tropa española buscaron refugio en las barrancas y cerros de la Sierra Madre (Ahumada 1562). Allí esos refugiados se unieron a grupos indígenas locales y, protegidos por el terreno escabroso, formaron la “región de refugio” más grande y duradera en Nueva Galicia (ver Wei- gand 1979). Gran parte de esta área permaneció independien­te has ta principios del siglo xvm, y, como veremos, fue par­cialmente en respuesta a la amenaza que representaban estos guerreros serranos que las autoridades españolas deci­dieron construir un presidio y establecer una jurisdicción militar en Colotlán.

Poco después de la derrota indígena en Mixtón se inició la colonización definitiva de la frontera norte. El factor clave que im pulsaba este movimiento era, por supuesto, el descu­brimiento de plata en Zacatecas en 1546, y luego en San M artín y Fresnillo en 1556, y en Sombrerete dos años después. Como reacción a esta renovada actividad europea en el área, la intensidad y frecuencia de las acciones chichimecas en defensa de su territorio aum entaron repentinamente. Este ciclo de hostilidades culminó en 1561 cuando los zacatecos y guachichiles, considerados como los más feroces de los chi­chimecas, emprendieron la segunda gran revuelta del perio­do. Con la ayuda, otra vez, de los cazcan y tepehuan, los

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indios atacaron los caminos reales de Zacatecas y San M ar­tín, entre otros, provocando serios daños a las propiedades de los españoles e interrumpiendo por un rato la producción de plata (Powell 1952: 73 ff; A hum ada 1562).

Pero dado que la economía y la sociedad chichimecas fueron inadecuadas para sostener largos asedios o para ocu­par los asentamientos europeos, los españoles pronto se recu­peraron y la empresa minera y colonizadora continuó con pocas modificaciones. Sin embargo, si los chichimecas fue­ron incapaces de expulsar a los españoles del territorio, éstos tampoco poseyeron, en ese momento, la capacidad militar para sojuzgar completamente a los chichimecas.

En sus enfrentamientos con los indígenas los europeos padecieron de muchas desventajas: tenían poca familiaridad con las tácticas de la guerrilla y no contaban con los sistemas de aprovisionamiento que les hubieran permitido emprender expediciones punitivas del tam año y duración necesarias para derrotar en una forma definitiva a los indios del desier­to. Quizá el obstáculo más serio que afligió a los españoles, empero, fue la falta de una política fronteriza coherente y coordinada (Powell 1952: 86 ss). Aun cuando los colonos, mineros, misioneros y burócratas compartieron la meta de sojuzgar y “pacificar” a los chichimecas, hubo poco acuerdo respecto a los medios para lograr esas metas, y fa ltaba un organismo capaz de organizar y dirigir la respuesta españo­la. El gobierno virreinal en México estaba ocupado con las am enazas de rebelión planteadas por los encomenderos, quienes rechazaron la iniciativa real de limitar sus privile­gios; consecuentemente, no le fue posible proporcionar el liderazgo que se requería en la resolución délos “problemas” de la lejana frontera. Como resultado, la defensa de la fronte­ra durante este periodo se dejó en gran parte en manos de capitanes fronterizos quienes, a cambio de financiar sus pro­pias expediciones, recibían ciertos derechos para la explota­ción de los territorios y de la gente conquistada. Usualmente la recompensa más im portante era el ingreso obtenido de la venta de chichimecas como esclavos. A fin de cuentas, estas expediciones tendían a ser de corta duración, organizadas principalmente por la defensa local, y carecían de los recur­sos humanos, la coordinación, el apoyo logístico y la perm a­

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nencia necesarias para producir la subyugación definitiva de los indígenas.

Además, dada la forma en que se financiaban, las expe­diciones tenían poco interés de hacer distinciones finas entre bandas de chichimecas que estaban en plena guerra y aque­llas más pacíficas. Todos los chichimecas eran considerados justa presa de esclavitud y muchos grupos locales que se habían mantenido alejados de las hostilidades fueron forza­dos a tom ar las arm as en defensa propia. Así, la práctica de encargar la “defensa” de la frontera a empresarios regiona­les, junto con la falta de una política fronteriza dirigida y financiada por el gobierno central, pudo haber extendido la guerra y, a largo plazo, haber hecho su resolución más costo­sa para los españoles en tiempo, material y personal (Powell 1952).

No fue sino has ta fines de la segunda década de la guerra cuando ocurrió un cambio significativo en esta situa­ción. Al term inar los sesentas, el gobierno central, bajo la administración del virrey Martín Enríquez, por fin asumió la responsabilidad en la dirección de la guerra y comenzó a considerar e introducir nuevas medidas orientadas a resol­ver los abusos e insuficiencias del pasado. Este cambio m ar­có un parteaguas en la evolución de la política fronteriza. Por primera vez se reconoció que los chichimecas fueron superio­res a los recursos que se podían movilizar a nivel regional, y que la “paz fronteriza” se lograría sólo a través de una mayor inversión por parte de las autoridades centrales (Powell 1952).

Maduración de la política fronteriza: 1570-1590

Por toda la Nueva España el decenio de 1570 a 1580 fue un periodo de transición en el que se renovaron los personajes y las instituciones de la conquista por gente, intereses y proble­mas nuevos. La sociedad bipolar de españoles e indios esta­blecida en 1521 se había transformado paulatinam ente debi­do al aumento de la población de castas, y por la creciente diferenciación y conflictos entre peninsulares y criollos. La segunda gran epidemia del siglo había arrasado con dos millones de indígenas y las autoridades fueron obligadas a

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adoptar medidas más rigurosas para prevenir la brutal ex­plotación de los sobrevivientes (Lira y Muro 1976: 87:91). También, por el año de 1570 el poder político y económico de los encomenderos ya se había debilitado, eliminando así una de las principales am enazas al control metropolitano sobre la colonia. La autoridad real logró consolidarse por esas fechas, permitiendo la institucionalización de un aparato gubernam ental burocrático. U na vez que los oficiales reales lograron ir asentando su poder en el centro se vieron libres para atender los problemas de la frontera, y poco a poco la “pacificación” y burocratización de la gran chichimeca llegó a ser un tema de prioridad en la agenda virreinal.

La nueva táctica gubernam ental im plantada por el vi­rrey Enríquez cuando asumió su puesto en México contenía dos programas principales. El primero fue la instrum enta­ción de un plan largam ente discutido pero que nunca fue puesto en marcha: la creación de una línea de presidios en localidades estratégicas al borde de la gran chichimeca. El segundo fue el establecimiento de un grupo de pueblos defen­sivos habitados por soldados/colonos. Se esperaba que la creación de una fuerza militar fija en los presidios, capaz de reaccionar con rapidez frente a los movimientos chichime­cas, resultaría más eficaz para llevar a cabo la derrota mili­ta r de los indios que las expediciones irregulares. Los colonos agrícolas, a su vez, iban a complementar la red defensiva, así como a contribuir al crecimiento de la economía norteña abasteciendo las m inas con productos agropecuarios. Ade­más, se pensaba que los colonos ejercerían una atracción sobre los nómadas al exhibirles los “beneficios” de la vida agraria sedentaria.

Sin embargo, por varias razones, ni los presidios ni las poblaciones lograron las metas esperadas (ver Powell 1952: 141-155). A mediados de los ochentas, más de diez años des­pués de la iniciación del programa, la paz fronteriza parecía tan lejana como siempre. De hecho, las hostilidades chichi- mecas no sólo no disminuían, sino al contrario, aum entaban, pese al creciente número de fuertes y asentamientos españo­les. Fortalecidos ahora por el manejo del caballo, que les permitió desplazarse con más facilidad, los chichimecas se movilizaron para lanzar ataques coordinados contra ran ­

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chos y pequeños centros mineros. Frente a esta nueva ofensi­va, la burocracia, ya consciente de las limitaciones de los presidios y poblaciones, se vio obligada a replantear su políti­ca de colonización y su estrategia militar en la frontera. Sobre todo, era claro a los observadores más perceptivos que los chichimecas no iban a ser derrotados sólo mediante pro­gram as bélicos, y que ya era tiempo de diseñar y llevar a cabo planes y acciones novedosas (Powell 1952: 156-157).

El plan que finalmente emergió de la crisis de los ochen­tas fue el famoso proyecto conocido como “la compra de la paz” . Introducido bajo la cauta pero decidida iniciativa del virrey Manrique de Zúñiga (1558-1590), este programa repre­sentaba, en sus puntos más importantes, un rompimiento radical con las prácticas anteriores. Ordenaba: a) una reduc­ción en el número de presidios y soldados en el norte; b) el abandono de la política vigente que intentaba resolver el “problema” chichimeca a sangre y fuego, y c) la iniciación de un programa que buscaba la pacificación de los indios. La nueva política, entonces, dictaba la formación de misiones entre los chichimecas y autorizaba la negociación de tra ta ­dos con los sublevados, garantizándoles alimentos, ropa y otros bienes “civilizados” si dejaban las armas. Esta am nis­tía, y la idea que la engendraba, se basaba en la convicción, sostenida por muchos eclesiásticos y oficiales civiles, inclu­yendo a Manrique, de que los soldados fronterizos, debido a sus actividades esclavistas y su duro trato a los indios, fue­ron más bien una causa de la guerra que su solución (ver Powell 1980 para un relato detallado de la política de M anri­que; también Powell 1952: 181 ss).

Es im portante notar que mientras la “compra de la paz” fue una estrategia inusitada en Nueva España, el pago de tributo de las sociedades sedentarias a los nómadas “bárba­ros” para obtener la paz era una práctica bastante antigua. Ha sido bien documentada en el viejo mundo, especialmente en China y el Medio Oriente donde sociedades nomádicas y estados agrícolas permanecieron en contacto por milenios. En esas áreas la dirección de pago de bienes siempre fue desde la más débil hacia la más fuerte, y en China, por ejemplo, el flujo de tributo oscilaba, reflejando los cambios en las relaciones de poder entre los nómadas de la estepa y los

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ejércitos del emperador (ver Lattimore 1940).Respecto a Nueva España, la entrega de bienes a los

chichimecas tradicionalmente se ha interpretado como un mecanismo de atracción y convencimiento sumamente efi­ciente para vencer a los indígenas quienes se habían acos­tumbrado a los productos europeos. A mi modo de ver, esta interpretación parece ser sobradamente “hispanocéntrica”. Es la visión de los vencedores-literarios y consecuentemente refleja las ideas, los prejuicios y el etnocentrismo de la socie­dad invasor-conquistadora.

Lo que no se toma en cuenta es la m anera en la cual los chichimecas pueden haber visto esta transferencia de artícu­los. Lamentablemente, estos grupos no nos dejaron crónicas que nos pudieran expresar su punto de vista sobre el asunto. Todo lo que tenemos son los documentos dejados por los españoles de la época y los escritos de generaciones de histo­riadores quienes, si no fueron abiertamente hispanófilos, adoptaron posiciones pro-occidentales que rara vez in ten ta ­ron analizar el enfrentamiento euro-indígena desde la pers­pectiva chichimeca.

Obviamente, la lucha chichimeca contra los españoles poseía varias facetas. Sin duda, una de éstas era la económi­ca: el deseo de obtener ciertos bienes —caballos, arm as de fuego, herram ientas de fierro, entre otros— que no producían los aborígenes. Es bastan te claro que a la altura de la segun­da mitad del siglo xvi los chichimecas ya habían adoptado una “economía de pillaje” (raiding economy) que posterior­mente, en los siglos xvn a xix, fue una característica sobresa­liente en la adaptación económica de los apaches y los co- manches. Pero la resistencia chichimeca (igual a la de sus sucesores los apaches y los comanches) era más que una sencilla respuesta económica a la expansión occidental. Es­tos movimientos también tenían explícitos fines políticos: la preservación de la independencia sociocultural de los indios y la defensa de la integridad de la etnia. Los chichimecas, como centenares de grupos indígenas a lo largo de las Améri- cas, tomaron las arm as principalmente para rechazar la imposición del yugo imperialista, para m antener y defender sus propias formas de reproducción social. A diferencia de las revueltas ocurridas entre muchas poblaciones campesi-

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ñas, las cuales a menudo no cuestionaban el sistema econó­mico-político en sí, sino que sólo buscaban un trato menos abusivo (reducción de impuestos, respeto a las tierras tradi­cionales de pueblo, etc.), las luchas arm adas de los indios nómadas representaban un repudio total de la sociedad es­tratificada. Además, dada la enorme diferencia en las econo­mías políticas de las sociedades recolectoras/cazadoras y las de las sociedades agrícolas, existía muy poca posibilidad de acomodación o coexistencia una vez que los blancos se dieron cuenta de la riqueza minera del norte.

Cuando se aprecia la naturaleza del movimiento chichi- meca es difícil aceptar, como una explicación completamente adecuada, la que sugiere que los chichimecas peleaban prin­cipalmente con fines económicos, y que una vez que los espa­ñoles decidieron satisfacer la sed chichimeca de bienes mate­riales, súbitamente la guerra terminó. En esta versión son los españoles los que salen victoriosos.

Tomando en cuenta el significado de la transferencia de bienes entre grupos hostiles en Mesoamérica prehispánica —donde siempre era el grupo más débil, el dominado, el que pagaba “tributo” al superior— y consciente del hecho de que los chichimecas no luchaban sólo para obtener las mercan­cías europeas, creo factible interpretar la cesación de las hostilidades que se logró con la “compra de la paz” no como una conquista sobre los nómadas sino justo lo contrario. O sea, los chichimecas pueden haber aceptado los “regalos” españoles no como un signo de derrota sino como una expre­sión material de su superioridad militar, como una seña de la incapacidad de los españoles de vencerlos en el campo de batalla. Los chichimecas, pues, pueden haber considerado que ellos, no los europeos, eran los verdaderos vencedores en la larga y sangrienta guerra.

Hay que recordar que, en contraste con la mayoría de los indígenas en Nueva España, los chichimecas no sólo esta­ban exentos del pago de tributo sino que lo recibían de sus “conquistadores”. En fin, la guerra chichimeca pudo haber sido otro de esos encuentros entre dos culturas del cual ambos lados salieron creyendo que ellos eran los vencedores. Sabe­mos que los puntos de vista de los mexicas y de los españoles acerca de la conquista del centro de México fueron muy dis­

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tintos. Quizás investigaciones posteriores traerán a la luz diferencias similares en la interpretación de la “conquista” de la gran chichimeca.

Si la política de la “compra de la paz” es mejor interpre­tada como “tributo” pagado a los chichimecas o como un “soborno”, queda claro que fue una estrategia totalmente opuesta a la que favorecieron muchos de los colonos y mine­ros radicados en la frontera. En 1582 estos residentes, a lar­mados por el deterioro de la seguridad de la región y por la creciente fuerza chichimeca, escribieron al virrey inform án­dole de su difícil situación, y proponiéndole una solución a la crisis. Como primera sugerencia, esta “Petición de los E stan ­cieros” aconsejaba la continuación e incluso la intensifica­ción de la guerra total contra los chichimecas. Anticipando el famoso argumento utilizado por los norteamericanos en su expansión hacia el Pacífico en el siglo xix, que “el único indio bueno es el indio muerto”, los estancieros sostuvieron que la am enaza indígena sólo puede ser eliminada a través de la muerte o la esclavitud de los sublevados (Powell 1980: 107).

Que la Corona eligiera ign orar esta parte de la petición y organizara una política totalmente diferente demuestra no sólo el conflicto que existía entre las autoridades centrales y los pobladores fronterizos respecto al carácter de la guerra, sino también la fuerza y capacidad del gobierno para vetar la opinión regional.

Debido al éxito del programa virreinal, la inconformi­dad de los estancieros no terminó en una disputa seria. De hecho los resultados de la nueva política fueron tan impresio­nantes y rápidos que al final de su administración en 1590 el virrey Manrique proclamó haber cumplido en una década lo que sus predecesores no habían logrado en los cuarenta años anteriores: el fin de las hostilidades en gran parte de la “tierra de guerra” . Y es cierto que muchos chichimecas, espe­cialmente los que hab itaban la parte sureña de la Mesa del Norte, ya habían cesado sus actividades bélicas o habían sido exterminados, y que los principales caminos entre Méxi­co y los centros mineros se consideraron como seguros (ver Powell 1952: 217 ss; 1980: 182 ss).

Pero pronto se hizo evidente que la opinión de Manrique era demasiado optimista, ya que no toda la frontera estaba

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en paz. Varios grupos indígenas, en particular los pueblos de las m ontañas y cañones del sur de la Sierra Madre Occiden­tal, continuaban indómitos. Conocidos como los nayaritas, estos grupos formaron parte de la región de refugio creada después de la Guerra de Mixtón (Weigand 1979), y seguían amenazando el flanco occidental de la frontera norte. Con objeto de concluir el proceso de “pacificación” y de sujetar definitivamente estas poblaciones, el sucesor de Manrique, Luis de Velasco hijo, no sólo extendió las iniciativas pacifis­tas de su predecesor sino que tomó otras medidas para extin­guir o, cuando menos, proteger los poblados españoles de estos enclaves de resistencia.

Entre las disposiciones más importantes estaba un am­bicioso programa de colonización. Como ya hemos visto, tales proyectos formaron parte de la política oficial fronteri­za desde los años sesentas cuando el gobierno central asumió un papel activo en la prosecución de la guerra. Lo novedoso en el plan de Velasco era que ahora se basaba en el asenta ­miento de familias indígenas, principalmente tlaxcaltecas, en los poblados norteños. Se esperaba que los tlaxcaltecas cumplieran los mismos propósitos que los pobladores espa­ñoles de hacía veinte años: fomentar la economía regional, actuar como un baluarte contra los indios indómitos y ayu­dar en la cristianización de los ya pacificados (ver Powell 1952: 181 ss; Velázquez 1961). Así, en la conquista del norte la función de los indios sedentarios del centro de Mesoamérica se transformó de guerreros a pobladores, reflejando la misma evolución de la frontera y la puesta en práctica de una políti­ca que buscaba la “pacificación” de la región a través de tácticas de incorporación en lugar de las de exterminio y esclavización.

Sin embargo, Velasco, a diferencia de Manrique, no confiaba en que la vía pacífica fuera suficiente para resolver los problemas de la frontera. Frente a la am enaza presentada por los nayaritas y chichimecas, quienes todavía no habían dejado las armas, Velasco objetó el desmantelamiento com­pleto de la presencia militar en la frontera. Por lo tanto, mandó acondicionar algunos fuertes y estableció otros, algu­nos de los cuales también recibieron contingentes de pobla­dores tlaxcaltecas. Uno de estos asentamientos —presidio

Page 15: Conquista y gobierno español en la frontera norte de la ... · Conquista y gobierno español en la frontera norte de la Nueva Galicia: el caso de Colotlán* Robert D. Shadow Universidad

cum colonia indígena agrícola— fue creado en Colotlán, ubicado aproximadamente a mitad del camino entre Jerez de la Frontera y Tlatenango, sobre la ru ta más occidental que conectaba el distrito minero de Durango con Guadalajara.

Fundado a fines de los ochentas (Powell 1982:133),2 en el mismo lugar de un asentamiento anterior, y nombrado en honor de San Luis Obispo, Colotlán aparentemente era el último mando militar erigido en la frontera norte de Nueva Galicia. Después de un año se le agregó una misión francisca­na al complejo militar, la construcción de la cual se pagó con fondos de “guerra y paz” de la caja real (Jiménez Moreno 1958: 145; Powell 1952: 221).3

Vista desde la perspectiva histórica, la jurisdicción de Colotlán representó la culminación de la política fronteriza española generada para contrarrestar el “problema chichi- meca”. En el desarrollo de esta política el gobierno virreinal aceptó, paulatinamente, una mayor responsabilidad en la dirección de la guerra y en la colonización de la frontera. Era una política que in ten taba controlar “desde arriba” los asun ­tos de la frontera, de poner en práctica la ideología sociopolí­tica que guiaba al estado español y, al mismo tiempo, resol­ver las necesidades p rácticas p ara establecer una paz duradera y asegurar el flujo de fondos a la hacienda real, particularmente el del quinto real proveniente de la produc­ción argentífera.

La tenacidad chichimeca en la guerrilla había demos­trado la futilidad de lograr estas metas a través de medidas exclusivamente militares. La sujeción política e ideológica de estos grupos requería una estrategia multifacética y genera­lizada, compuesta de distintas instituciones y métodos capa­ces de responder a la complejidad de la realidad fronteriza y de atacar desde varios ángulos el “reto” chichimeca. Hacia los finales del siglo la posición del gobierno real avanzó h as ­ta el punto que le fue imposible imponer, en una forma siste­m ática, esta e s tra tag em a m ulti-institucional, multi-com- ponente.

Colotlán, con su presidio, misión y colonia tlaxcalteca es una expresión del desarrollo de esta política. Con Colotlán las autoridades im plantaron en la frontera un bastión de poder virreinal que poseía la capacidad de premiar o casti­

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gar, de incorporar o guerrear. Obviamente la política que generó Colotlán era mucho más compleja, sutil y selectiva que el patrón original que toleraba que individuos fronterizos condujeran sus propias expediciones de saqueo, pillaje y vio­lación. En cierto sentido, los asentamientos como Colotlán representaron entonces la segunda conquista de la frontera, la instauración de estructuras adm inistrativas controladas por el centro, cuyos fines eran delimitar o abolir totalmente el poder y autoridad de los pobladores.

Hay que aclarar que aunque los programas introduci­dos por Manrique y Velasco hijo representaban una nueva técnica en el trato de los indios fronterizos, de ninguna m ane­ra eran completamente novedosos dentro de la política indi­genista real. La integración de los indios a través de la coloni­zación y evangelización pacífica había sido un objetivo de los monarcas españoles desde los primeros días de la colonia. Siempre se consideró que la “guerra justa” y la esclavización de los indígenas fue un mal necesario, una situación anormal producida por las características peculiares del enemigo chi­chimeca y por la ineptitud inicial del gobierno central en controlar el proceso de colonización. Por eso, una vez que se cimentó el poder virreinal en el centro, se extendió el control burocrático a la frontera donde se introdujeron planes de acción basados en principios tradicionales del gobierno real.

Como ya se mencionó, dos de los principios de mayor importancia en la política colonial española fueron la centra­lización del poder político y la segregación de las poblaciones indígenas y europeas. A mi parecer el gobierno de las Fronte­ras de Colotlán, aparte de su obvia función de defensa, tam ­bién fue creado para implementar, dentro del contexto fronte­rizo, los dos objetivos de centralización y segregación. Dicho de otra manera, era una variedad fronteriza de las repúblicas duales.

En la siguiente sección analizaremos más de cerca las características de la jurisdicción, la naturaleza de las socie­dades indígenas sujetas a ella y la forma en que Colotlán servía para promover las dobles metas de centralización y segregación.

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Gobierno de las fronteras de San Luis de Colotlán

Entre 1570 y 1600 los virreyes de Nueva España establecie­ron más de cincuenta presidios y mandos militares a lo largo de la frontera chichimeca (Powell 1982:133-134). El gobierno de Colotlán no sólo fue uno de los últimos sino también uno de los más insólitos.

En primer lugar, estaba situado dentro de un área ocu­pada, en tiempos prehispánicos, por pueblos agrícolas, y era uno de los pocos comandos del norte cuya defensa dependía principalmente de una población indígena local. Con una o dos excepciones, todos los otros presidios se construyeron en localidades áridas, habitadas por recolectores semi-nóma- das, y tanto la defensa como el abastecimiento de estos pues­tos estaban encargados a los indios aliados traídos del cen­tro.

El presidio y la misión de Colotlán, en contraste, se localizaron en un largo y angosto valle, de clima semi-árido, que separa las tierras semi-húmedas y escabrosas de la Sie­rra Madre de las estepas desérticas de la Mesa del Norte. Aunque el valle carece de las condiciones hidrológicas, topo­gráficas y climatológicas para sostener una agricultura in­tensiva de gran escala, recibe lluvia suficiente para la agri­cultura de temporal, cuando menos en las partes central y sur. Especialmente productivas son las tierras de aluvión depositadas por los ríos Tlatenango y Jerez-Colotlán. Como es de suponer, estas tierras fueron las que más atrajeron a los españoles, y aún antes de la fundación de Colotlán ya se habían transformado porciones del norte y sur del valle (don­de se fincaron, respectivamente, las villas de Jerez y Tlate­nango) en pequeños pero importantes centros maiceros, para suministro de la ciudad y las m inas de Zacatecas (Bakewell 1971: 89-92).

El valle de Teul-Jerez, pese a su unidad topográfica, no es ecológica ni étnicamente homogéneo. En el extremo norte del valle donde actualmente se encuentra la villa de Jerez, vivían grupos de zacatecos, gente semi-sedentaria y semi- agrícola, quienes complementaban sus alimentos con canti­dades importantes de productos silvestres (Paso y Troncoso 1947). Como “chichimecas ligeramente mesoamericaniza-

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dos” , estos zacatecos representaron un grupo de transición que ligaba las sociedades más sedentarias y jerarquizadas del sur del valle (los cazcanes; ver abajo) con los nómadas de las estepas. La economía mixta de los zacatecos se relaciona­ba estrechamente con el régimen pluvial. Hoy en día esta área recibe, en promedio, entre 320 y 500 mm. de lluvia anual­mente (Mapa de Climas, u n a m ), una cantidad insuficiente para m antener una agricultura de temporal. Las estrategias de adaptación de los zacatecos nos recuerdan a aquella des­cripción etnográfica de algunos grupos de apaches: cultiva­dores casuales que sembraban un poco de maíz y frijol pero dependían fuertemente de las cosechas silvestres. Se supone que los zacatecos producían poco excedente y carecían total­mente de clases sociales. Según las Relaciones Geográficas, los zacatecos alrededor de Jerez vivían en cuatro “pueblos” en el momento de contacto; ninguno sobrevivió los primeros cincuenta años de dominación extranjera (Paso y Troncoso 1947: 196-197).

En la parte central del valle —en lo que vino a ser el núcleo de la jurisdicción de Colotlán— la precipitación aumenta. Aunque de ninguna manera copiosa, la lluvia en esta zona llega a niveles suficientes, unos 600 a 700 mm. anuales (Mapa de Climas, u n a m ), para sostener agricultura sin riego. En la opinión de la mayoría de los investigadores representados por Pennington (1969) el área fue ocupada, en el momento de contacto, por grupos de tepehuan tepecano. Vivían en rancherías dispersas y obtenían su subsistencia principalmente de las actividades agrícolas. Sin embargo, datos etnográficos recopilados entre los descendientes de los tepecano colonial (Shadow 1985) sugieren que una parte im­portante de la dieta de este grupo provenía de fuentes silves­tres, especialmente en la época de ham bre que precede a la cosecha. En contraste con los zacatecos, los tepecanos pare­cen haber poseído una cultura más “mesoamericanizada”, pero aun con rasgos usualmente considerados típicamente chichimeca, como es el arco y flecha (ver los defensores ¿tepe- canos? de Colotlán en el Lienzo de Tlaxcala, lám ina LXX, Chavero 1892).

En cuanto al nivel de estratificación social de los tepeca­nos en el siglo xvi nos enfrentamos a una escasez de informa­

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ción. Se han hecho pocos estudios arqueológicos en la región, y los datos que hay se refieren principalmente al Clásico. En este periodo hay fuerte evidencia de una diferenciación social m arcada (ver Shadow y Weigand 1979), pero es difícil decir qué grado de estratificación socioeconómica existía entre los tepecanos al term inar su historia autóctona. Es especialmen­te problemático determinar si existían o no verdaderas clases sociales definiéndolas por el acceso diferencial a los medios de producción. En esta etapa de nuestro conocimiento parece que la respuesta es “no” y que aun cuando los tepecanos poseían, en el siglo xvi, una estructura socioeconómica más compleja que la de los chichimecas o zacatecos, estaban todavía en el nivel pre-clásico.

Igual que el norte del valle, la parte central sufrió un profundo cambio en la composición étnica y densidad de la población en las primeras cinco décadas de contacto. De hecho, la destrucción de la sociedad aborigen llegó a tal punto que en 1580 el valle entre Jerez y Tlatenango fue descrito como un despoblado, ocupado sólo por los restos de unos veinte “pueblos” indígenas, todos abandonados (ver Paso y Troncoso 1947: 333).

Los jinetes apocalípticos que más azotaron a los indíge­nas fueron los ya bien conocidos: la guerra, las enfermeda­des, la esclavitud y la dispersión. Debido al hecho de que las tropas de Guzmán no llegaron hasta esta parte del valle (ver Brand 1971), el despoblamiento de la zona no puede atribuir­se a la acción directa de esta primera entrada. Lo que parece haber sido más significativo fue la rebelión de Mixtón en 1541-42, y la serie de epidemias que asolaron el área después de la derrota indígena. La primera de éstas cayó en 1545, produciendo la muerte de un “sinnúmero” de indios (Amador 1943:190). Luego, en los sesentas, los tepecanos participaban en la rebelión de los guachichiles, la cual dejó otro saldo impresionante de muertos y refugiados. En fin, el resultado de este ciclo de guerra, represión y enfermedad fue el despo­blamiento masivo del valle central. Como veremos, no fue sino hasta fines de la década de los ochentas en que el área volvió a habitarse.

En el extremo sur del valle, en la tierra de los cazcanes, la historia de desalojamiento y destrucción fue similar, y aún

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más grave, a lo que sucedió entre los zacatecos y tepecanos. A diferencia de estos últimos, sin embargo, los cazcanes tenían la m ala suerte de estar justo en el camino de la primera penetración al valle en 1530. Comandada por Pedro Alemen- dez Chirinos, un teniente del ejército de Ñuño de Guzmán, esta expedición llegó a Teul, una de las “capitales” regiona­les cazcanes, pero encontró el sitio abandonado (Crónicas de la Conquista 1963: 46 ss). Obviamente, los cazcanes, infor­mados de las atrocidades perpetradas sobre los cazcanes de Juchipila, decidieron que era inútil enfrentarse con las fuer­zas de Chirinos y, al enterarse de los movimientos de la columna invasora, huyeron hacia el oeste, a los cañones y mesetas de la Sierra Madre. Chirinos, con típico celo imperia­lista y religioso, incendió al pueblo después de un breve reco­nocimiento. Por los informes escritos por los conquistadores sabemos que Teul poseía varias pirámides impresionantes así como otra arquitectura monumental, pero que la pobla­ción residente en el centro no era muy grande (ibid). Parece, entonces, que Teul era un asentamiento especializado, proba­blemente el centro rector de un cacicazgo, ocupado por un pequeño grupo de líderes sociorreligiosos quienes “servían” y eran sostenidos por un hinterland compuesto de aldeas agrícolas.

De los tres grupos étnicos que habitaron el valle de Teul-Jerez a principios del siglo xvi, hay poca duda de que los cazcanes poseían la densidad de población más alta y la organización sociopolítica más compleja y diferenciada. La existencia de edificios públicos en Teul nos demuestra la presencia de una élite social capaz de movilizar y adm inis­tra r la producción de un excedente económico, el cual se consumía en actividades orientadas a expresar, preservar y legitimar la posición privilegiada del grupo dominante.

Un factor que influyó para que los cazcanes alcanzaran niveles de economía política más complejos y diferenciados que sus vecinos del norte es el ecológico; los recursos en la parte sureña del valle tienden a ser más abundantes. Por ejemplo, la lluvia en el área de Teul—Tlatenango llega hasta los 700-800 mm. anuales en promedio, dos veces más de la que cae en Jerez (Mapa de Climas, u n a m ). Además, existen en la parte sur numerosos arroyos y riachuelos que brotan de la

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Sierra Morones (que delimita el valle en el lado oriental) y que proporcionan una cantidad de agua superficial muy superior a la que se encuentra en el norte. Estos factores, junto con la presencia de tierras planas suceptibles al riego, dieron a la región de Teul una potencialidad agrícola mucho más alta que la de las partes central y norte. En suma, debido a la coexistencia de ciertos factores de producción claves para una sociedad agrícola —tierra laborable y agua de superficie en cantidades adecuadas— el “costo social” de producir y acumular un excedente económico capaz de reproducir una estructura social estratificada fue mucho menos en el sur del valle que en el norte.

Pero si los cazcanes lograron niveles de población y de organización sociopolítica superiores a los de sus corresiden­tes en el valle, también sufrieron más a manos de los españo­les. Ya se mencionó que su “capital” fue incendiada por Chirinos y que la población huyó a la sierra al acercarse las huestes españolas. Estos acontecimientos, sin embargo, fue­ron de poca monta en comparación con el desastre inflingido sobre los cazcanes por la guerra de Mixtón. Aparte de los miles de indios muertos en batalla, muchos fueron esclaviza­dos mientras que otros fueron forzosamente reubicados en villas españolas en el centro de Jalisco: Tonalá, Ameca, Zo- quiapa, Tlajomulco y Ahualulco (Amador 1943:187). Los que sobrevivieron la fase militar de la guerra cayeron víctimas de la gran epidemia de 1542. Por el año 1584 la población de toda la jurisdicción de Tlatenango se estimaba en apenas 3 000, una cifra, según las fuentes (Paso y Troncoso 1947:209), muy reducida respecto a los años anteriores. P ara 1650 la pobla­ción nativa se calculaba en menos de 1 800 y ya bastante transculturada (Salcedo y Herrera 1958: 36). A finales de la colonia, los cazcanes, junto con los zacatecos, habían dejado de funcionar como entes sociales distintivos.

La ocupación española del valle se inició al term inar la Guerra de Mixtón y procedía conforme a la distribución de los recursos agrícolas. El primer asentamiento fue el pueblo- presidio de Tlatenango, establecido en 1542 a unos cuantos kilómetros al norte de Teul (Amador 1943:187). La coloniza­ción definitiva del norte del valle, en contraste, no empezó sino hasta un cuarto de siglo más tarde, cuando se fundó

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Jerez de la Frontera en 1569 (Paso y Troncoso 1947:196-197). Pero debido tanto a la inseguridad militar de esta parte del valle —estaba expuesta a los ataques chichimecas y nayari­tas por tres lados— como a la ausencia de una población indígena rica, Jerez creció poco. De hecho, en sus primeros 15 años no contaba con más de 36 vecinos, y las Relaciones Geográficas de 1584 reportaron sólo 12 residente europeos en la villa. No fue sino h asta principios del siglo xvn,al concluir la guerra chichimeca, que Jerez finalmente mostró signos seguros de crecimiento y permanencia (Bakewell 1971:89 ss).

Por otra parte, el repoblamiento de la parte central del valle sólo se logró después de que los extremos norte y sur fueron asegurados. Este proceso comenzó en el último cuarto del siglo y fue dirigido desde Colotlán. El primer paso para repoblar el área consistió en la concentración de los tepeca- nos —literalmente “indios serranos”— en un pueblo localiza­do cerca del futuro sitio de Colotlán en los 1580s (Arrequi 1946: 116). Poco después, alrededor de 1589, se construyó el presidio y dos años más tarde llegaron los colonos tlaxcalte­cas cuya función, como ya hemos visto, era de ayudar a los españoles en el control físico e ideológico de los indios fronte­rizos.

Otras “reducciones” de tepecanos, así como de los rem a­nentes de zacatecos (y cazcanes?), se llevaron a cabo en Santiago Tlatelolco, en Santa María de los Angeles y en Huejúcar, todos ubicados al norte de Colotlán, en Tlacasa- hua hacia el sur, y en Totatiche, Temastián, Acapulco y Azqueltán al suroeste (Santoscoy, citado en Gutiérrez y Con- treras 1974: 129; Velázquez 1961: 11). Estas ocho comunida­des, junto con Colotlán, formaron el núcleo del Gobierno de la Frontera. Cerca de 25 pueblos indígenas, esparcidos entre Chalchihuites (Zacatecas) en el norte y Chim altitán (Jalisco) en el sur, fueron incorporados dentro de la provincia de Colo­tlán. Incluían: Huejuquilla, San Nicolás, Soledad, Tenzom- pa, Mezquitic, Nostic, San Sebastián, Santa Catarina, San Andrés Coahmiata, Nueva Tlaxcala, Chalchihuites, Camo- tlán, Hostoco, Apozolco, M amatla y Tepisuaque (Velázquez 1981: 11-12).

Colectivamente, los indios de estos pueblos se conocie­ron como los “colotecos” ,4 pero hay que señalar que este

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término no implicaba ninguna uniformidad étnica. Los in ­formes del último cuarto del siglo xvm (compilados en res­puesta a una solicitud del gobierno virreinal que estaba con­te m p la n d o la r e o rg a n iz a c ió n a d m in i s t r a t iv a de los colotecos) distinguían tres etnias principales: huichol/cora en los pueblos del extremo oeste: San Andrés, San Sebastián, Santa C atarina y Huejuquilla el Alto; tepehuan/tepecano en las comunidades centrales de Totatiche, Temastián, Acapul­co y Azqueltán; y finalmente, los mexicaneros, descendientes de los colonos tlaxcaltecas (y/o cazcanes), asentados en los pueblos restantes (Velázquez 1961: 17-18; 34-35).5

Como ya se ha dicho, uno de los objetivos básicos del Gobierno de Colotlán era la defensa de la frontera contra las incursiones de los nayaritas y chichimecas. P ara cumplir con ello, se organizaba la población masculina de cada pue­blo coloteco (y en el caso de Colotlán, los hombres de cada uno de los tres barrios indígenas del pueblo) en una milicia. Por lo tanto, el término “coloteco” no se refiere a una identidad étnica común ni tampoco a la ocupación de un territorio en común, sino a este singular status sociopolítico que se les otorgaba a los indios fronterizos para su servicio militar en pro de la Corona.

Como consecuencia de su estatus de milicianos, los colo­tecos fueron gobernados por autoridades militares quienes desempeñaban sus funciones independientemente de los ofi­ciales civiles regionales. La máxima autoridad en Colotlán era el Capitán General y Protector, nombrado para el puesto por el mismo virrey. Ayudado por varios tenientes, el Capi­tán General poseía, en teoría, un poder casi absoluto sobre los colotecos, no sólo en cuestiones militares sino también en m ateria política, adm inistrativa y judicial. Los únicos oficia­les que tenían la competencia jurídica de intervenir en los asuntos internos de Colotlán, y de supeditar las decisiones del Capitán General, eran las autoridades virreinales; inclu­so la Audiencia de G uadalajara carecía de facultades para entrometerse en litigios de Colotlán.

La concentración y la retención de tanto poder en el oficio de un sólo gobernador provincial era poco usual dentro del gobierno colonial. Es cierto que en las etapas iniciales de exploración y conquista la Corona prometió a los adelan ta ­

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dos y a otros organizadores de expediciones varios derechos económicos y políticos en las provincias que conquistaron. Pero una vez que se logró la dominación de una región lo normal era limitar los poderes y privilegios de los conquista­dores a través de la creación de gobiernos civiles. Este proceso es evidente en toda la frontera norte, por ejemplo en San Luis de la Paz, San Miguel el Grande y Ojuelos, donde la autori­dad política y la administración de justicia fueron apartadas de los oficiales militares poco después de la cesación de hosti­lidades con los chichimecas. Que esto no haya ocurrido en Colotlán —el Gobierno de Colotlán perduró h asta la Indepen­dencia sin ninguna alteración fundam ental— se debe al he­cho de que allí la Corona se enfrentó con un doble reto que no existía en otras partes de la frontera: la “pacificación” de indios hostiles y la administración de una población abori­gen cuya cooperación se consideró crucial para la defensa de la región.

En mi opinión la concentración de poderes en la persona del Capitán General, su autonomía frente a las autoridades locales y regionales, la subordinación directa del Gobierno de Colotlán a la burocracia central, y la duración de la jurisdic­ción has ta finales de la Colonia indican que la intención de los oficiales reales al crear Colotlán era aislar jurisdiccional­mente y segregar políticamente a los indios colotecos de la influencia de las estructuras regionales de poder. En el Go­bierno de las Fronteras de Colotlán la Corona encontró el mecanismo institucional idóneo para introducir y mantener su control sobre la frontera indígena.

Como es de suponerse, la existencia de tal gobierno en la frontera entre Nueva Galicia y Nueva Vizcaya no fue acepta­da pasivamente por las autoridades de estas provincias. A lo largo de la Colonia el estatus de los indígenas de Colotlán estaba bajo disputa, y en más de una ocasión el gobierno virreinal tenía que defender y reiterar la autonomía de Colo­tlán frente a los desafíos lanzados por los magistrados loca­les. En 1593, por ejemplo, el teniente del Capitán General, Francisco de Sosa Peñalosa, informó al virrey que los jueces civiles locales in ten taban intervenir en un caso concerniente a los indios colotecos. El virrey giró un decreto ordenando a estos alcaldes que cesaran sus actividades so pena de enjui­

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ciamiento por haber excedido su autoridad. El virrey incluía en su dictamen una aseveración clara de que la adm inistra­ción y el gobierno de los colotecos era la responsabilidad del teniente del Capitán General (Hackett 1923: vol. I: 169-171).

Ciento ochenta años más tarde, en 1774, el asunto se­guía en pleito, y ciertamente constituía un episodio menor en la disputa por el poder que se encarnizó entre la Audiencia de G uadalajara y el gobierno central (ver a g l 1774).

En cuanto a su gobierno interno, los pueblos colotecos poseyeron una autonomía formal que les permitía seleccio­nar sus propios gobernadores, alcaldes y alguaciles, siempre y cuando contaran con la aprobación del Capitán General (Velázquez 1961:16-17). Este sistema otorgaba a las comuni­dades cierta independencia en la administración rutinaria de la vida pueblerina, al mismo tiempo que reservaba para los oficiales de la Corona la autoridad última en asuntos estratégicos. *

Conforme a los principios coloniales de “divide y gobier­n a ”, el gobierno español impedía la formación de vínculos sociopolíticos horizontales que unieran entre sí a los pueblos colotecos. En el Gobierno de Colotlán las líneas de autoridad corrían verticalmente, conectando cada comunidad con el Capitán General, y a través de él con el virreinato. Tal estruc­tura es bastan te común en los regímenes coloniales, ya que tiende a impedir que se desarrollen relaciones políticas o lealtades sociales que podrían am enazar el poder y la estabi­lidad del gobierno central. Contribuye, pues, al m anteni­miento y a la preservación del dominio estatal.

En Colotlán, la tarea de los conquistadores de aislar estructuralmente a los pueblos individuales fue facilitada porque el Gobierno de las Fronteras no se basaba en ninguna unidad política anterior a la conquista. El Gobierno de Colo­tlán era una invención española, impuesta sobre las comuni­dades dispersas. Previa a la llegada de los españoles no existía n inguna interdependencia económica, política o étni­ca entre los colotecos. Tampoco existían vínculos de paren­tesco o matrimonio entre ellos. Aun las comunidades de la misma tradición étnica, como Azqueltán, Temastián y Tota- tiche poseían pocos lazos sociales. A juzgar por los registros matrimoniales analizados en las parroquias de Colotlán y

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Totatiche para mediados del siglo x v i i i , la endogamia era la norma y las alianzas comunitarias fueron muy limitadas. En suma, el aislamiento de los pueblos colotecos dentro de la estructura política-administrativa de Colotlán, junto con su diversidad étnica, su separación geográfica y la existencia de la endogamia social, contribuyeron en una forma muy pode­rosa a la estabilidad del régimen de Colotlán y a la seguridad de la frontera española.

La lealtad indígena al gobierno español fue reforzada aún más por los privilegios concedidos a los colotecos en reconocimiento y recompensa por su servicio militar. Entre los privilegios más im portantes estaban la exención del pago de tributos, el derecho de portar arm as y el permiso para m ontar a caballo y vestir como “hidalgos”. En lugar de la imposición del tributo, cada pueblo sólo tenía que proveer una modesta cantidad de maíz —1/2 fanega anualm ente— y algunos servicios domésticos a sus jefes militares (Velázquez 1961: 16). Por lo tanto, los milicianos colotecos formaban parte de una “aristocracia indígena”, muy comprometida con y entregada a la empresa colonial. El caso de los colote­cos es otro de esos que muestran la m anera como las clases dominantes seducen y cohechan a algunos sectores de los oprimidos para que se identifiquen con los intereses de los poderosos y cooperen en la expansión y preservación del sistema de explotación. La gran paradoja es que los colote­cos, al aliarse con los españoles contra los indios indepen­dientes, y al contribuir a la reproducción de la sociedad colo­nial, promovieron y colaboraron en lo que sería su propia destrucción.

Antes que hablemos del proceso de “aculturación” de los pueblos colotecos, hay que describir un rasgo final, pero muy importante respecto al Gobierno de Colotlán. Ello es que el C apitán General y sus ayudantes sólo poseían autoridad y ejercían dominio legal sobre la población —casi toda indíge­n a — que residía dentro de las tierras pertenecientes a las 25 comunidades colotecas. Es decir, el Gobierno de Colotlán era una institución étnicamente exclusiva, y la amplia autoridad desplegada por los oficiales militares se aplicaba solamente a los residentes de los pueblos indígenas. Es preciso enfatizar este hecho debido a dos aspectos importantes: 1) los pueblos

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indígenas y sus tierras no estaban contiguas, y 2) un número significativo de rancheros, hacendados, a rrenda ta rio s y otros no-indígenas vivían en propiedades rurales indepen­dientes o en comunidades localizadas en medio de las tierras indígenas. Esta población civil, no-indígena, no cayó bajo la autoridad del Capitán General o de cualquier otro oficial militar de Colotlán.

Se hace hincapié en este punto porque tres estudios im portantes (Gerhard 1972; Muriá 1976 y 1981), han pasado por alto este detalle. Estos autores han interpretado la juris­dicción de Colotlán como una unidad territorialmente defini­da. Muriá (1976: 42, 65; y 1981: 203), por ejemplo, publicó m apas en los cuales se presenta el Gobierno de Colotlán como un sólido bloque geográfico que abarca todo el espacio físico desde Chalchihuites has ta el Río Grande de Santiago, y desde la Mesa del N ayar al valle de Tlatenango-Jerez. La implicación para el lector es que todos los residentes de esta área, tanto los indios como los no-indígenas, estaban sujetos política y adm inistrativam ente a los oficiales militares de Colotlán. De la misma manera Gerhard (1972: 111) sugiere que Colotlán comprendió un territorio uniforme y compacto, cuyos habitantes cayeron bajo la autoridad del Capitán Ge­neral. Dicho de otra manera, Gerhard y Muriá han presenta­do a Colotlán como una jurisdicción definida sobre las mis- m a s b a s e s que lo s m u n ic ip io s a c tu a le s : la de la territorialidad.

Existen muchas fuentes primarias que comprueban que la autoridad de Colotlán se aplicaba sólo a los pueblos colote­cos, y que, por lo tanto, el factor principal al definir su juris­dicción era de carácter étnico en lugar de territorial. La pri­m era de ellas son los inform es de 1783 publicados por Velázquez (1961). Sun lectura cuidadosa no deja duda de que las muchas localidades españolas esparcidas por la región quedaban fuera de la autoridad de Colotlán.

U na segunda fuente consiste en un grupo de documen­tos coloniales descubiertos en archivos privados durante el curso de investigaciones etnográficas en el municipio de Vi­lla Guerrero, Jalisco.6 Villa Guerrero se localiza al suroeste de Colotlán dentro de lo que era el corazón de los pueblos colotecos. Los documentos en cuestión registran un litigio

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que tuvo lugar entre residentes españoles (y/o criollos) de la comunidad de Juanacatique (Jonacatique) ubicada entre los pueblos colotecos de Azqueltán y Temastián. Uno de los manuscritos, fechado en 1673, comienza:

En el baile de Jonacatique Jurisdicción de Tlatenango en Doze Dias del mes de Octubre de mili seiscientos y setenta y tres años ante mi Antonio Grazian... Alcalde mayor del Baile de Tlatenango... (el subrayado es mío).

Otras actas, escritas en 1579,1689,1692 y 1703, tienen preámbulos similares que identifican inequívocamente a Juanacatique como una dependencia de las autoridades civi­les de la alcaldía mayor de Tlatenango.7 Ya que Juanacati­que estaba rodeado por todos lados de pueblos indígenas sujetos a la jurisdicción de Colotlán, pero que en sí mismo quedó fuera de la autoridad coloteca, parece indiscutible que el Gobierno de Colotlán fuera una jurisdicción espacialmente discontinua. La geografía política de la región, entonces, parecería como una serie de retazos, como una tabla de aje­drez, en la cual se encontraban pequeños enclaves de pueblos indígenas sujetos a Colotlán, mientras que los espacios y los centros de población intermedios estaban sujetos a las auto­ridades de las alcaldías mayores. En conclusión, la disconti­nuidad geográfica y jurisdiccional del Gobierno de Colotlán, y la restricción de su autoridad a los pueblos indígenas, constituye, a mi modo de ver, una fuerte evidencia de que Colotlán operaba como una variedad fronteriza del sistema de las repúblicas duales con el fin, entre otros, de separar y segregar institucionalmente a los indios sedentarios de la frontera de los pobladores españoles.8

Debido al éxito que tenía la Corona en establecer una alianza directa sobre los pueblos colotecos, estos indios expe­rim entaron una forma de integración con la sociedad colo­nial muy distinta de la de los indígenas del centro de México. Nunca les afectó la institución de la encomienda y esto, junto con los privilegios de que gozaron, engendró en ellos un espíritu de autoaprecio, un cierto orgullo o arrogancia que era poco común entre los indios sumisos del sur. Naturalmente, muchos españoles consideraban esta altanería francamente

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intolerable (Velázquez 1961: 19). Por eso, una vez que la am enaza nayarita-chichimeca había sido eliminada (a me­diados del siglo xvm, si no antes) algunos comentaristas argüían que el único obstáculo para consolidar la seguridad de la región y el establecimiento de una sociedad “ordenada” eran los mismos colotecos (ibid). Inclusive, a finales de la Colonia hubo intentos por desmantelar el Gobierno de Colo­tlán y por “norm alizar” el estatus de los colotecos, es decir, cancelar sus privilegios, sujetarlos al pago de tributo y colo­carlos bajo la administración de las alcaldías mayores. Pero estas sugerencias nunca se llevaron a cabo, ya que por el año 1805 todavía se reconocía Colotlán como un gobierno inde­pendiente (Florescano 1973: 195).

Otro factor que subraya la singularidad de Colotlán y los colotecos es su función en la reproducción de la formación social colonial. A diferencia de la m asa de indígenas subyu­gados, los colotecos no contribuían al mantenimiento del régimen colonial con tributo y trabajo; no era una población explotada d irectam ente con propósitos económicos. Más bien, su papel radicaba en una aportación indirecta, de índo­le demográfica, política y militar. A los colotecos se les asig­naba la tarea de poblar y defender la frontera para que los españoles pudieran concentrarse en la explotación de los recursos mineralógicos de la región libres de los asaltos de los indios hostiles. En cierto modo, entonces, el Gobierno de Colotlán y sus súbditos servían como un apéndice político- militar de la economía minera.

Bien se sabe que la minería novohispana era la indus­tria que más afectaba los ritmos y patrones de crecimiento económico en la Colonia. Estudios recientes, por ejemplo, han demostrado cómo las demandas generadas por los cen­tros mineros reorganizaron e integraron sistemas agrarios locales dentro de estructuras económicas más complejas e interrdependientes. Durante gran parte de la época colonial fueron las fuerzas creadas por el sector minero las que ejercie­ron la influencia más preponderante sobre la formación y evolución de formas regionales de producción (ver Palerm 1980; Pastor 1979).

Este marco conceptual tiene cierta aplicación para e\ análisis de Colotlán. Si consideramos sus funciones v rela-

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dones politicoeconómicas desde una perspectiva global, Co­lotlán puede ser interpretado como un instrumento de la economía minera, creado para facilitar la extracción de pla­ta, y para resguardar la región donde las economías de apoyo —la agricultura, la ganadería y el transporte— pudieran desarrollarse sin las molestias de los “bárbaros”. En fin, el caso de Colotlán nos muestra que las actividades económicas claves, como la minería de plata, pueden provocar, en regio­nes adyacentes, no sólo transformaciones de tipo económico sino también cambios o modificaciones en las estructuras políticas.

El punto final que deseo tocar tra ta del proceso de la “trasculturación” o, para ser más preciso, del etnocidio de los indios colotecos. No es posible en el espacio que queda discu­tir detalladamente el descenso demográfico y la desaparición de la cultura y sociedad indígenas en gran parte de la zona. El hecho que sí se tiene que subrayar es que aun cuando el Gobierno de Colotlán protegía a los indios de las formas de explotación más onerosas y de carácter feudal —tributo y trabajo— no podía defenderles de los modos de extracción del excedente asociado con la economía mercantil. Con el tran s ­curso del tiempo y con la expansión de la población y econo­mía españolas, los sistemas comunales de producción fueron profundamente alterados, aunque no de manera uniforme. De hecho, las comunidades colotecas exhibían una diversi­dad notable en ocupaciones y en organización económica a finales del siglo x v i i i . Algunas estaban ya bastante proletari­zadas mientras que otras preservaban formas tradicionales de producción basadas en la explotación de tierras comuna­les. En general, la variable que explica esta heterogeneidad es la distancia de los pueblos a los asentamientos o empresas españolas.

Los pueblos localizados en los puntos más inaccesibles de las m ontañas occidentales, tales como Tenzompa, Sole­dad, San Nicolás, San Sebastián y Santa Catarina, m antu ­vieron un alto grado de independencia económica a través de la siembra y la cría de ganado en tierras comunales. Otros preservaron una economía de producción mercantil simple, complementando la agricultura de subsistencia con la arte­sanía, la destilación de mezcal, la arriería o el pequeño co­

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mercio. Estos dos grupos de pueblos fueron los que más resis­tieron la cultura occidental y guardaron sus tradiciones indígenas has ta este siglo. En cambio, aquellas comunida­des más cercanas a Colotlán o a otros poblados españoles fueron intensamente afectadas por la proliferación de rela­ciones mercantiles mucho antes del fin de la Colonia. En los 1780s los habitantes de los pueblos de Santiago Tlatelolco, Huejúcar y Santa M aría trabajaban como jornaleros en h a ­ciendas o en las m inas de Zacatecas y Bolaños (Velázquez 1.961: 47). Como consecuencia de esta tem prana integración a la economía mercantil, estas comunidades, localizadas en la parte central del valle Teúl-Jerez, fueron las primeras que perdieron sus tierras, su identidad y su cultura indígena. En 1783 eran ya descritos como “muy ladinos” y fuertemente influenciados por el catolicismo. Hoy en día la tradición indígena en estas comunidades está completamente extinta.

En contraste, los mismos Informes de 1783 describen a los huicholes y tepecanos del oeste como todavía muy “incul­tos en la doctrina” y “poco castellanos” (ibid). Sin embargo, aun estas poblaciones sintieron el efecto de la expansión de la sociedad no-indígena, y en los siguientes dos siglos experi­mentaron una reducción enorme en territorio y población. El efecto sobre los tepecanos fue especialmente severo. De la media docena de pueblos tepecanos existentes en el siglo xvm solamente uno retiene, h asta ahora, vínculos con su pasado indígena. Este es San Lorenzo de Azqueltán, situado en las profundidades del cañón del río Bolaños, donde unos 300 individuos mantienen viva, en una forma atenuada, la tradi­ción tepecana (ver Shadow 1985).

De todos los pueblos originalmente integrados dentro del Gobierno de Colotlán, son las tres comunidades huicholes de San Sebastián, San Andrés y Santa C atarina que más han resistido las presiones etnocidas generadas por la socie­dad nacional y la economía capitalista. Aunque es cierto que las tres comunidades han experimentado cambios tremen­dos a lo largo de los siglos (ver Weigand 1981), la cultura indígena, su organización social y su etnicidad quedan aún fuertes y capaces de reproducirse, al menos por el momento (Weigand 1979). Con excepción de estas tres comunidades y los remanentes de los tepecanos en Azqueltán, ninguno de

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los otros pueblos colotecos originales retiene, que yo sepa, vestigios de su pasado indígena.9

En 1821 terminó el control directo del gobierno central sobre los indígenas colotecos y perdieron el estatus político- legal que habían gozado por más de 200 años. En efecto, fue la Independencia la que aceleró el abandono de la etnicidad indígena de los colotecos y facilitó la erosión de las bases económicas (como las tierras comunales) y legales que apo­yaban su reproducción. Con el establecimiento de la Repúbli­ca se abolió el sistema de las repúblicas duales, se repartieron las tierras comunales y se implantó el principio de territoria­lidad, reemplazando al de etnicidad, como el criterio legal básico para la determinación del dominio jurisdiccional. Se designó a Colotlán como sede del 8Q Cantón en el reciente­mente creado estado de Jalisco y, después de unos dos siglos de lucha, las autoridades civiles de G uadalajara arrancaron finalmente el control político sobre la región de Colotlán al gobierno central.

Con el triunfo de la República y del liberalismo, el fede­ralismo político y la integración cultural reemplazaron las metas tradicionales de centralismo y segregación en el plano ideológico-político. No fue sino hasta después de la Revolu­ción de 1910, con la consolidación en el poder del estado populista que m anipulaba los símbolos indígenas y agrarios del México rural, que los principios del centralismo y etnici­dad (indigenismo) se combinaron nuevamente como temas importantes en la política y en la economía mexicanas.

NOTAS

1. “Colotlán” proviene del nahua; quiere decir “lugar de los alacranes”. Aún no se ha llevado a cabo un estudio íntegro de los archivos o de la etnografía de Colotlán. En otro lugar hemos presentado un análisis de la organización contemporánea de ciertos aspectos de la economía del municipio de Villa Guerrero, un componente del antiguo Gobierno de Colotlán (Shadow 1978).

2. La fecha que se cita aquí para la fundación de Colotlán se basa en las investigaciones de Jiménez Moreno (1958: 145), Powell (1952: 145) y Velázquez (1961: 8-9). Recientemente Gerhard(1972:111) y Muriá(1976: 28) han afirmado que la jurisdicción militar de Colotlán se fundó des­pués de 1760. Según las reconstrucciones históricas propuestas por

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estos autores se estableció Colotlán como una medida administrativa y militar en respuesta a la bonanza minera de Bolaños a mediados del siglo XVIII, y no como reacción a los descubrimientos argentíferos del siglo XVI en Zacatecas, San Martín, etc. No se explica fácilmente la razón de la discrepancia entre los dos grupos de investigadores. Tanto Muriá como Gerhard conocen y citan el trabajo de Velázquez, por ejem­plo. Pero sea como sea la explicación de esta confusión, existe un núme­ro de fuentes primarias que demuestra, sin lugar a dudas, que Colotlán se erigió hacia fines del siglo XVI y no a mediados del XVIII. Se en­contrará la documentación relevante en Velázquez (1961) y en Powell (1952: 221, 270).

3. La facilidad con la cual se transfería dinero de fines bélicos a usos ecle­siásticos manifiesta la complementariedad entre las estrategias mili­tares y religiosas en la dominación de la población indígena.

4. Cifras de población de estos grupos para los siglos XVI y XVII todavía no están disponibles. Hay datos censales para fines del siglo XVIII pero son ambiguos; las estimaciones varían entre 7 y 20 mil habitantes para la zona coloteca, pero no se explica si estas cifras se refieren sólo a los indios colotecos o incluyen toda la población regional. Varios reportes indican que a finales del XVIII, cuando menos, mucha gente no-indí­gena vivía en y alrededor de los pueblos colotecos, a pesar de la ilegali­dad de la práctica (Velázquez 1961 \ Padrones). Aunque los padrones pu­blicados por Velázquez sí enumeran a los no-indios que residían dentro de los pueblos, no se dice si los vecinos que vivían en los puestos afuera de las comuiiidades indígenas también se incluyeron en los censos. Es muy probable que no. Pese a estos problemas, Velázquez (1961: 14) piensa que la cifra más alta, veinte mil, se acerca más al tamaño real de la población coloteca a fines del siglo XVIII. Se espera que nuestro conocimiento de la historia demográfica de la zona y de los colotecos se mejore con la investigación futura de los archivos locales.

5. Para estas fechas parece que los tepecanos que habían ocupado el área alrededor de Colotlán ya habían perdido su identidad particular.

6. Se llevó a cabo el trabajo de campo en Villa Guerrero durante los vera­nos de 1971, 1972 y 1974, y desde mayo de 1975 hasta octubre de 1976. El financiamiento para estos periodos de investigación fue proporcio­nado por la Escuela de Posgraduados de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, y por la National Science Foundation.

7. Además de aclarar la naturaleza del dominio jurisdiccional de Colo­tlán, los documentos de Juanacatique arrojan luz sobre otros aspectos menores de la historia política regional. Según Gerhard (1972) la comu­nidad de Tlatenango se administraba como una dependencia de la al­caldía mayor de Jerez desde 1540 hasta 1740, fecha en la cual se le anexó a Colotlán. Pero los documentos mencionados sugieren que Tlatenango era una alcaldía mayor independiente hasta los principios del siglo

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XVIII por lo menos. Es posible, aunque los manuscritos no lo dicen ex­plícitamente, que Tlatenango estuviera bajo la autoridad de Jerez en este momento. Para el año de 1786, sin embargo, Tlatenango ya era otra vez una jurisdicción independiente.

8. El error de presentar a Colotlán como un espacio geográfico continuo tiene raíces profundas. El famoso Plano Topográfico de 1797 muestra a Colotlán en esta forma.

9. Se ha borrado tan eficazmente la tradición indígena del pueblo de Co­lotlán, por ejemplo, que la mayoría de los habitantes actuales no están conscientes del carácter original del asentamiento. Durante el curso de las investigaciones en Colotlán no pude localizar a ningún residen­te que pudiese identificar la ubicación del antiguo barrio indígena de Tlaxcala; después averigüé por documentos que había estado situado en el mismo centro del pueblo.

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