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1 Con Dios de nuestro lado Jordi Sierra i Fabra

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Con Dios de nuestro lado

Jordi Sierra i Fabra

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Con Dios de nuestro lado

Buenos Aires, 2020

Ilustración: Alex Margulis

© Jordi Sierra i Fabra

© Digital Agencia Ayesha Libros de Alexander Margulis

Pasaje Milán 1724

(1416) Ciudad de Buenos Aires

República Argentina

5491154744893

ISBN en trámite

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ESTE EJEMPLAR INTEGRA LA

BIBLIOTECA DIGITAL AYESHA CATALANA

PUBLICADA EN WWW.ELORTIBA.ORG

EN DICIEMBRE DE 2020

CON EL AUSPICIO DEL

INSTITUTO RAMON LLULL DE BARCELONA

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Con Dios

de nuestro lado

Jordi Sierra i Fabra

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1

Harvey Leonard Smith encaja la última pieza de metal.

La última.

Luego levanta la cabeza y contempla la larga fila de hombres que le

preceden en la nave, todos con su misión, todos con la lección aprendida, todos

con sus propias piezas que ensamblar.

Forman una cadena.

Pero él es siempre el último.

El que da por terminada cada unidad.

La mira como un padre miraría a su bebé. Es un bebé. Acaba de nacer. Mide

poco más de medio metro, brilla de forma opaca, es redonda y tiene cuatro alas en

la parte inferior. Cuatro alas para volar.

Volar.

Harvey Leonard Smith se pregunta dónde lo hará.

—¿Otra más? —le arranca de su abstracción Tobey Elsinworth.

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—No, son ya las seis. Mañana.

Siempre hay un mañana.

Sobre todo en la fábrica.

Por más crisis que estallen en el mundo, ellos siempre tienen trabajo, y

mucho.

Casi siempre gracias a las mismas crisis, con sus mil nombres.

Tobey Elsinworth estira los brazos.

—Como quieras —suspira.

Harvey Leonard Smith contempla su última obra de nuevo. Luego la coge

con ambas manos, tira fuerte de ella para dominar su peso y la instala en el carrito,

con mimo, encima de las demás. Pete Mauss, el obrero encargado de llevárselo, se

acerca con movimientos cansinos, perezosos. Sabe que es la hora, y conducir el

carrito hasta el otro extremo le llevará un par de minutos extras. Pero no puede

dejarse un carrito allí en medio.

Diablos, no fabrican juguetes.

Le falta el último detalle, el toque final que le dará vida y poder. Mientras no

le instalen el dispositivo, está incompleta. Pero no, no es un juguete.

Las manecillas del reloj cubren los segundos que sobran.

Hasta que suena la sirena, aullando en la tarde, sobrevolando sus cabezas

cansadas por la larga jornada laboral. La sirena que les hace moverse en dirección

a los vestuarios, libres. Una ducha y a casa. Un mes ya sin horas extras, sin dobles

turnos, con el ritmo normal, siempre alto, pero normal.

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A veces el mundo se toma un respiro.

—¿Verás el partido esta noche? —pregunta Tobey Elsinworth.

—Claro —chasquea la lengua—. ¿Qué si no?

—Por supuesto, qué si no.

El enjambre humano se aleja despacio de su lugar de trabajo.

2

Harvey Leonard Smith baja en su parada, en la esquina de Clarksdale y

Mount Pearl. Es el único que lo hace. El viejo reloj de la oficina de correos le

marca la hora: las seis y cincuenta y dos minutos. Siempre la misma. Es como si el

reloj estuviese estropeado. Pero no, no lo está. El autobús es puntual, sólo eso.

Cada tarde marca las seis y cincuenta y dos. Sostiene su vacía maletita de metal,

con la que por la mañana lleva la comida, y echa a andar con el paso cansino de

todos los días.

Todos los días.

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Bien, hoy hay partido. Eso es diferente. Un motivo más para agradecerle la

vida al buen Dios.

—Buenas tardes, Harvey —le desea el señor Albrich desde la puerta de su

frutería.

—Buenas tardes.

—¿A casa, Harvey? —le pregunta la señora Kerr asomada a la ventana de

su apartamento.

—Claro, ¿a dónde si no?

—¿Y su esposa, Harvey? —se interesa el anciano McGuire apoyándose en

su bastón de caña.

—Bien, bien, gracias a Dios.

—Me alegro.

En el exterior del drugstore se alinean las portadas de los periódicos, como

todos los días. Nunca se agotan los ejemplares. Así que cada tarde, al pasar, les

echa una ojeada.

Grandes titulares, letras en negrita, fotografías impactantes. Las guerras

parecen siempre las mismas. Las imágenes también. Sólo cambian los nombres.

Nombres de lugares lejanos, a veces impronunciables. Nombres desconocidos. Al

comienzo los buscaba en los mapas. Al comienzo. Luego se cansó. ¿Qué más

daba? Sí, las guerras parecen siempre las mismas. Sólo mueren chicos diferentes.

Chicos como su hijo Stephen.

El precio de la libertad.

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Porque Harvey Leonard Smith sabe que hay un mundo oscuro y un mundo

luminoso.

Por suerte él vive en el luminoso.

Y repite lo último que ha dicho en voz alta:

—Gracias a Dios.

Deja el drugstore, los periódicos. Nunca compra ninguno. ¿Para qué? Ya

tiene la televisión. Lo mismo pero en imagen a color, y movimiento. Además, en la

televisión puede cambiar de canal si las escenas son demasiado cruentas. No es

bueno cenar con muertos a la vista. No quiere deprimirse. Reanuda la marcha y

enfila su calle, cuesta arriba. Su pequeña casa es la penúltima de la izquierda.

Por última vez piensa en todo lo que ha ensamblado a lo largo del día.

¿Por cuántas manos pasarán ahora?

Unas las llevarán a los almacenes, otras las transportarán a su destino, otras

más les colocarán los detonantes, las últimas las subirán a los aviones.

Manos, manos, manos.

Corazones.

Esas manos escribirán con tiza frases como "¡Iros al diablo!", "¡Jodeos!",

"De parte de Jack" u otras parecidas.

Harvey Leonard Smith sonríe.

Llega a su casa jadeando un poco.

La maldita subida...

—Hola, cielo —le besa Maureen nada más abrir la puerta.

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¿Por qué todos los besos de las tardes son fríos?

¿Y, sobre todo, por qué ya no hay besos, ni siquiera fríos, en las noches?

—Hola —le entrega su carga metálica.

—¿Qué tal el día?

—Bien, ¿y el tuyo?

—Bien.

Harvey Leonard Smith se mete en la cocina, abre la nevera y coge su

primera cerveza.

3

Es la hora de la cena. El partido empieza en treinta minutos. El televisor,

encendido aunque sin voz, da las noticias del día. La pareja de presentadores

sonríe. Y lo hacen aunque hablen de una matanza en un colegio o un accidente de

trenes. No pueden darse noticias con la cara sombría. Es malo para la audiencia. A

fin de cuentas, para la mayoría, lo que sucede siempre sucede lejos.

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¿Cuánto hace que no pasa nada por allí?

Harvey Leonard Smith le echa un vistazo al reloj.

—¿Y Stephen?

—Estará al llegar.

Un gesto de contrariedad. La cena es sagrada. El único momento del día en

que todos comparten algo.

—Lleva unos días raro —insiste.

—Me parece que está saliendo con Mary Louis Honebridge.

La sorpresa le alcanza.

—¿La hija de los...? —deja la frase sin terminar.

—Sí.

—¿Que edad tiene?

—Va a hacer dieciséis.

—O sea que tiene quince.

—Va a hacer dieciséis —insiste su esposa.

—Válgame el cielo.

—Es una buena chica, y Stephen también. Sabes que es maduro para su

edad.

Sí, muchos jóvenes de diecisiete años ya combaten.

Por su Patria, por la Libertad, por su Honor y por Dios.

La mejor Patria, la única Libertad, el Honor real y el Dios verdadero.

Pero Stephen...

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—¡Stephen tiene novia! ¡Stephen tiene novia!

Le basta desplazar la mano para darle a Norma en el cogote.

—¡Ay!

—Cállate, Norma —la conmina él.

La adolescente se enfurruña, plega los labios y frunce el ceño. Es la primera

en sentarse a la mesa. Los gemelos Harvey y Leonard la secundan de inmediato,

por si acaso. Hace mucho que su padre no se saca el cinturón, todavía más por el

lado de la hebilla, pero conviene no tentar a la suerte.

La puerta se abre en ese instante.

—¡Hola! —escuchan la jovial voz de Stephen.

—No le digas nada —susurra Maureen alzando las cejas.

—Pero...

—¡Deja que nos lo cuente él cuando quiera! —insiste aún más inflexible.

Toda una madre. Capaz de defender a sus cachorros con uñas y dientes.

Bien que lo sabe.

Se resigna.

Stephen entra en el comedor. Está radiante. Sí, radiante. Le brillan los ojos.

Por los recovecos de su mente, Harvey Leonard Smith recuerda su primer amor. La

misma cara. La misma expresión. El tiempo pasa.

Aunque en su tiempo eran menos críos, más maduros. Ya trabajaba.

¿Cuándo se hizo viejo?

—Venga, sentaos todos —Maureen pone la sopera en el centro de la mesa.

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Los seis ocupan sus lugares. Luego se dan las manos formando un círculo,

cierran los ojos y bajan las cabezas. Le toca al propio Harvey Leonard Smith dar

las gracias. Lo hace con voz grave, pausada. La voz que surge de lo más profundo

de su ser.

—Te damos las gracias, Señor, por estos alimentos que nos concedes. Te

damos las gracias, Señor, por la vida que nos das, los regalos de tu bondad, los

dones de tu amor. Te damos las gracias, Señor, por ser tus elegidos. Y te rogamos

que cuides de todos nuestros hermanos allá donde se encuentren. Que nada les

falte. Que siempre estén llenos de Ti. Amén.

—Amen —responden todos.

Maureen se pone en pie y toma el cucharón. Stephen, Norma, Harvey y

Leonard esperan. El único que desliza la mirada en dirección a la pequeña pantalla

es el cabeza de familia.

Lo hace de manera distraída.

Apenas si ve el rótulo.

Y si lo ve, no alcanza a leerlo.

"Cincuenta mil soldados más serán enviados en los próximos seis meses

para combatir...".

Lo que sí ve es el majestuoso bombardero que cruza la pantalla, por encima

de un radiante cielo azul, con la panza abierta y decenas, centenares de bombas

fluyendo de ella. Bombas y más bombas, hermosas, relucientes, poderosas.

Sus bombas

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Una lluvia de fuego asaeteando el firmamento.

El avión parece una un ave pariendo sin cesar en pleno vuelo.

Qué importa el país. Está lejos. Uno más. Quizás las bombas que han

ensamblado a lo largo del día acaben ahí, o en otro.

Bombas de paz.

A fin de cuentas, Dios sabe muy bien de que lado está.

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Amb Déu al

nostre costat

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Harvey Leonard Smith encaixa l'última peça de metall.

L'última.

Després aixeca el cap i contempla la llarga fila d'homes que estàn envoltan-

lo per la nau, tots amb la seva missió, tots amb la lliçó apresa, tots amb les seves

pròpies peces que assemblar.

Formen una cadena.

Però ell és sempre l'últim.

El que dóna per acabada cada unitat.

La mira com un pare miraria al seu nadó. És un nadó. Acaba de néixer. Fa

poc més de mig metre, brilla de forma opaca, és rodona i té quatre ales en la part

inferior. Quatre ales per a volar.

Volar.

Harvey Leonard Smith es pregunta on ho farà.

—Una altra més? —l’arrenca de la seva abstracció Tobey Elsinworth.

—No, són ja les sis. Demà.

Sempre hi ha un demà.

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Sobretot a la fàbrica.

Per més crisi que esclatin al món, ells sempre tenen treball, i molt.

Gairebé sempre gràcies a les mateixes crisis, amb els seus mil noms.

Tobey Elsinworth estira els braços.

—Com vulguis —sospira.

Harvey Leonard Smith contempla la seva última obra de nou. Després

l'agafa amb totes dues mans, tira fort d'ella per a dominar el seu pes i la instal·la en

el carret, amb cura, damunt de les altres. Pete Mauss, l'obrer encarregat d’endurse-

la, s'acosta amb moviments pesats, mandrosos. Sap que és l'hora, i conduir el

carret fins a l'altre extrem li portarà un parell de minuts extres. Però no pot deixar-

se un carret allí al mig.

Vaja, no fabriquen joguines.

Li falta l'últim detall, el toc final que li donarà vida i poder. Mentre no li

instal·lin el dispositiu, està incompleta. Però no, no és una joguina.

Les manetes del rellotge sèmporten els segons que sobren.

Fins que sona la sirena, udolant en la tarda, sobrevolant els seus caps

cansats per la llarga jornada laboral. La sirena que els fa moure's en direcció als

vestuaris, lliures. Una dutxa i a casa. Un mes ja sense hores extres, sense dobles

torns, amb el ritme normal, sempre alt, però normal.

A vegades el món es pren un respir.

—Veuràs el partit aquesta nit? —pregunta Tobey Elsinworth.

—Clar —espetega la llengua—. Què si no?

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—Per descomptat, qué si no.

L'eixam humà s'allunya a poc a poc del seu lloc de treball.

2

Harvey Leonard Smith baixa a la seva parada, a la cantonada de Clarksdale i

Mount Pearl. És l'únic que ho fa. El vell rellotge de l'oficina de correus li marca

l'hora: les sis i cinquanta-dos minuts. Sempre la mateixa. És com si el rellotge

estigués espatllat. Però no, no ho està. L'autobús és puntual, només això. Cada

tarda marca les sis i cinquanta-dos. Sosté la seva buida malateta de metall, amb la

que porta el menjar al matí, i es posa a caminar amb el pas pesat de tots els dies.

Tots els dies.

Bé, avui hi ha partit. Això és diferent. Un motiu més per a agrair-li la vida al

bon Déu.

—Bona tarda, Harvey —li desitja el senyor Albrich des de la porta de la

seva fruiteria.

—Bona tarda.

—A casa, Harvey? —li pregunta la senyora Kerr apuntada a la finestra del

seu apartament.

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—Clar, a on si no?

—I la seva esposa, Harvey? —s'interessa l'ancià McGuire recolzant-se en el

seu bastó de canya.

—Bé, bé, gràcies a Déu.

—M'alegro.

Al exterior del drugstore s'alineen les portades dels periòdics, com tots els

dies. Mai s'esgoten els exemplars. Així que cada tarda, en passar, els fa un cop

d'ull.

Grans titulars, lletres en negreta, fotografies impactants. Les guerres

semblen sempre les mateixes. Les imatges també. Només canvien els noms. Noms

de llocs llunyans, a vegades impronunciables. Noms desconeguts. Al començament

els buscava en els mapes. Al començament. Després es va cansar. Què més

donava? Sí, les guerres semblen sempre les mateixes. Només moren nois diferents.

Nois com el seu fill Stephen.

El preu de la llibertat.

Perquè Harvey Leonard Smith sap que hi ha un món fosc i un món lluminós.

Per sort ell viu en el lluminós.

I repeteix l'últim que ha dit en veu alta:

—Gràcies a Déu.

Deixa el drugstore, els periòdics. Mai compra cap. Per a què? Ja té la

televisió. El mateix però en imatge a color, i moviment. A més, en la televisió pot

canviar de canal si les escenes són massa cruentes. No és bo sopar amb morts a la

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vista. No vol deprimir-se. Reprèn la marxa i enfila el seu carrer, costa amunt. La

seva petita casa és la penúltima de l'esquerra.

Per última vegada pensa en tot el que ha assemblat al llarg del dia.

Per quantes mans passaran ara?

Unes les portaran als magatzems, unes altres les transportaran a la seva

destinació, altres més els col·locaran els detonants, les últimes les pujaran als

avions.

Mans, mans, mans.

Cors.

Aquestes mans escriuran amb guix frases com "Bon viatge al Més Enllà!",

"Foteu-vos!", "De part de Jack" o altres semblants.

Harvey Leonard Smith somriu.

Arriba a la seva casa panteixant una mica.

La maleïda pujada...

—Hola, cel —li dona un peó a la galta la Maureen res més obrir la porta.

Per què tots els petons de les tardes són freds?

I, sobretot, per què ja no hi ha petons, ni tan sols freds, a les nits?

—Hola —li lliura la seva càrrega metàl·lica.

—Què tal el dia?

—Bé, i el teu?

—Bé.

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Harvey Leonard Smith es fica a la cuina, obre la nevera i agafa la seva

primera cervesa.

3

És l'hora del sopar. El partit comença en trenta minuts. El televisor, encès

encara que sense veu, dóna les notícies del dia. La parella de presentadors somriu.

I ho fan encara que parlin d'una matança en un col·legi o un accident de trens. No

poden donar-se notícies amb la cara ombrívola. És dolent per a l'audiència. Sigui

com sigui, per a la majoria, el que succeeix sempre succeeix lluny.

Quant fa que no passa res per allí?

Harvey Leonard Smith li fa un cop d'ull al rellotge.

—I l’Stephen?

—Estarà a punt d’arribar.

Un gest de contrarietat. El sopar és sagrat. L'únic moment del dia en què tots

comparteixen alguna cosa.

—Porta uns dies estrany —insisteix.

—Em sembla que està sortint amb la Mary Louis Honebridge.

La sorpresa el mou.

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—La filla de...? —deixa la frase sense acabar.

—Sí.

—Quina edat té?

—Farà setze.

—O sigui que té quinze.

—Farà setze —insisteix la seva dona.

—Valgui'm el cel.

—És una bona noia, i l’Stephen també. Saps que és madur per a la seva

edat.

Sí, molts joves de disset anys ja combaten.

Per la seva Pàtria, per la Llibertat, pel seu Honor i per Déu.

La millor Pàtria, l'única Llibertat, l'Honor real i el Déu veritable.

Però Stephen...

—Stephen té núvia! Stephen té núvia!

En te prou en desplaçar la mà per a donar-li a la Norma al clatell.

—Ai!

—Calla, Norma —la commina.

L'adolescent s'emmurria, plega els llavis i arrufa les celles. És la primera a

asseure's a la taula. Els bessons Harvey i Leonard la secunden immediatament, per

si de cas. Fa molt que el seu pare no es treu el cinturó, encara més pel costat de la

sivella, però convé no temptar a la sort.

La porta s'obre en aquest bon punt.

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—Hola! —escolten la jovial veu de l’Stephen.

—No li diguis res —murmura Maureen alçant les celles.

—Però...

—Deixa que ens ho expliqui ell quan vulgui! —insisteix encara més

inflexible.

Tota una mare. Capaç de defensar als seus cadells amb ungles i dents. Bé

que ho sap.

Es resigna.

Stephen entra en el menjador. Està radiant. Sí, radiant. Li brillen els ulls.

Pels racons de la seva ment, Harvey Leonard Smith recorda el seu primer amor. La

mateixa cara. La mateixa expressió. El temps passa.

Encara que en el seu temps eren menys criatures, més madurs. Ja treballava.

Quan es va fer vell?

—Vingui, asseieu-vos tots —Maureen posa la sopera al centre de la taula.

Els sis ocupen els seus llocs. Després es donen les mans formant un cercle,

tanquen els ulls i baixen els caps. Li toca al mateix Harvey Leonard Smith donar

les gràcies. Ho fa amb veu greu, pausada. La veu que sorgeix d'allò més profund

del seu ser.

—Et donem les gràcies, Senyor, per aquests aliments que ens concedeixes.

Et donem les gràcies, Senyor, per la vida que ens dónes, els regals de la teva

bondat, els dons del teu amor. Et donem les gràcies, Senyor, per ser els teus triats.

I et preguem que cuidis de tots els nostres germans allà on es trobin. Que res els

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falti. Que sempre estiguin plens de Tu. Amén.

—Amen —responen tots.

Maureen es posa en peus i agafa el cullerot. Stephen, Norma, Harvey i

Leonard esperen. L'únic que llisca la mirada en direcció a la petita pantalla és el

cap de família.

Ho fa de manera distreta.

A penes si veu el rètol.

I si ho veu, no aconsegueix llegir-ho.

"Cinquanta mil soldats més seran enviats en els pròxims sis mesos per a

combatre...".

El que sí que veu és el majestuós bombarder que creua la pantalla, per sobre

d'un radiant cel blau, amb la panxa oberta i desenes, centenars de bombes fluint

d'ella. Bombes i més bombes, belles, lluents, poderoses.

Les seves bombes

Una pluja de foc il.luminant el firmament.

L'avió sembla una un ocell parint sense parar en ple vol.

Què importa el país. Està lluny. Un més. Potser les bombes que han

assemblat al llarg del dia acabin aquí, o en un altre encara més estrany.

Bombes de pau.

Per sort, Déu sap molt bé de quin costat està.

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Pau Casals y el niño

que tocaba el violín

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DO

En la plaza, junto al hotel, hay coches de caballos.

Los coches son cómodos, confortables, con asientos tapizados en rojo. Los

caballos hermosos. Parecen felices, bien comidos, brillan. No están muy

enjaezados, pero tampoco faltos de la ornamentación apropiada. Los cocheros

esperan, subidos al pescante. Su porte es digno, el uniforme severo, la chistera

alta. La primavera es suave y cálida, así que ya han dejado atrás las mantas. Es

tiempo de paseos. Tiempo de disfrutar la exuberante calma y el silencio del Central

Park.

Ah… Nueva York parece más y más espectacular que cuando llegó por

primera vez, en 1901.

Han pasado quince años.

Un soplo de tiempo.

Aunque entonces era noviembre, hacía frío, llovía.

Cuando el St. Paul pasó cerca de la Estatua de la Libertad, sintió un

escalofrío.

La Tierra de las Promesas…

Pau suspira y sigue el paseo.

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Deja atrás la plaza, en la esquina sureste del Central Park, todavía en obras

a causa del metro y a punto de ser inaugurada. Deja atrás el fastuoso hotel Plaza y

la mansión de Cornelius Vanderbilt II, el monumento ecuestre de Sherman y la

nueva fuente, llamada Pulitzer en honor a la generosidad de su impulsor, Joseph

Pulitzer, decidido a rivalizar con la de la plaza de la Concordia en París.

Caminando despacio, sigue por la misma calle 58, ahora en la parte Oeste de

Manhattan, por debajo del parque. Rebasa la Sexta Avenida, y al llegar a la

Séptima dobla a la izquierda, para ver, una vez más, la impresionante arquitectura

del Carnegie Hall.

Mañana, concierto en el Metropolitan, pero hoy, ahora…

¿Cómo olvidar el debut en el Carnegie, el 9 de marzo de 1904, en su

segundo viaje a los Estados Unidos, ya convertido en solista?

El memorable Don Quijote de Richard Strauss que puso al público en pie.

Y, además, poco después de tocar en la Casa Blanca ante el presidente

Roosevelt

—Eres un sentimental —se dice en voz baja.

Lo es, ¿y qué?

No se puede ser artista sin ceder a los sentimientos.

El norte de toda creatividad.

Algún día también dirigirá en el Carnegie. Es uno de sus sueños.

Se toma su tiempo. Contempla los arcos de las puertas y las ventanas, el

tono ocre, rojizo, de los ladrillos, los detalles de terracota, las banderas que apenas

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si se mueven porque la brisa es imperceptible. La gente pasa por la acera sin fijarse

en el templo de la música, sin levantar la cabeza. En Nueva York todo el mundo

parece tener prisa, la vida se acelera, nadie pasea salvo que se adentre en el

parque.

Le encanta París, pero Nueva York… El Carnegie…

Escucha música en su cabeza.

El sonido de su violonchelo.

Siempre escucha música en su cabeza, pero a veces es mucho más que eso:

una melodía exuberante, un torrente, una concatenación de notas sublimes

convertidas en ráfagas que retiene instintivamente.

Mira hacia arriba, en dirección al parque. Mira hacia abajo, por la Séptima.

Duda. Los paseos por el Central Park son catárquicos. Pero pisar el asfalto de la

Séptima es como aspirar la vida en el corazón de Manhattan.

Decide sumergirse en ese corazón.

Sus botines dejan huellas invisibles en la acera mientras el tráfico, farragoso,

invade el aire de sonidos inexistentes apenas un par de décadas antes. La era del

automóvil ha llegado para cambiarlo todo.

Por un momento piensa en su casita de Sant Salvador, junto al mar y cerca

del cielo.

Por un momento.

A veces su casa es, simplemente, el mundo. París, Londres, San

Petersburgo…

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Pau sigue caminando.

Debería pensar en el concierto de mañana.

Debería.

Será algo singular, único. Un punto evocador, triste, cargado de emociones a

flor de piel.

¿Por qué trata de no pensar en ello?

RE

La zapatería está cerca. Ha pasado alguna vez por delante de ella, ha mirado

los zapatos, le han gustado, pero nunca ha tenido tiempo de entrar en la tienda y

probárselos. Comprueba la hora. Es el momento. Toma la decisión y entra en el

establecimiento. Un probador atiende a un caballero que parece dudar entre dos

pares muy diferentes. El joven que se le acerca a él es solícito. Le hace una

pequeña reverencia.

—¿Señor?

—El modelo del escaparate. El que tiene la parte superior del botín de color

blanco.

—Un gran calzado, recién llegado —se jacta—. Si tiene la amabilidad de

tomar asiento...

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Tiene la amabilidad.

—¿Qué número calza?

—El 42, aunque a veces puede ser un 43.

—Probaremos primero con un 42.

Se quita el sombrero y espera. El par de zapatos aterriza en menos de un

minuto a sus pies, con el joven ya equipado, calzador en una mano y el apoyapies

en el otro. Le quita el zapato del pie derecho y, casi con ternura, le inserta el

nuevo.

—¿Se siente cómodo?

Pau se levanta.

Cómodo es poco.

Comodísimo.

Un guante en el pie.

Tanto que opta por ver más modelos.

—Es perfecto —asiente—. Me los llevaré, pero antes, tiene algún par más

del mismo estilo, en negro, beige...

—Disponemos de la más alta gama de zapatería para caballeros, no lo dude

—se incorpora complacido por la ductilidad del cliente—. Le traigo algunos

modelos de inmediato. ¿El señor quiere tomar algo, un café?

—No, gracias. Muy amable.

Otra reverencia.

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Pau se quita el zapato elegido. La piel es buena, el tacto perfecto. Una

compra estupenda. Susan estará encantada. Mientras espera el regreso del

vendedor se da cuenta de que un hombre mayor, de pie detrás del mostrador

principal, le observa con las cejas en alto. Tiene en las manos un periódico.

Un periódico con la foto de él.

Pau trata de despistar, pero es tarde.

Odia ser reconocido.

La gente te trata de manera distinta cuando sabe quién eres.

Al reaparecer el joven con tres cajas de nuevos zapatos, el hombre se sitúa a

su lado y expande una enorme sonrisa en su cara. Es el primero en hablar.

—Señor Casals... Es un honor servirle, y un orgullo para nuestro

establecimiento contar con usted como cliente.

—Gracias —se muestra comedido.

El vendedor le mira de otra forma.

Un personaje importante.

—Yo atenderé gustoso al señor Casals, Thomas —le dice el encargado de la

zapatería.

Es inevitable.

El joven ya no cuenta. Desaparece.

Los cinco minutos siguientes son de charla insulta y convencional. Lo único

que ya quiere es salir de la tienda con su compra. Los zapatos elegidos y un par

más que también le entusiasman. Sí, vive en Nueva York de manera temporal

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desde hace dos años. Sí, el concierto del día siguiente será un hito. Sí, el motivo es

una pena. Sí, habla muy bien el inglés para ser extranjero. Sí, volverá al

establecimiento porque los zapatos son cómodos y de gran calidad. Sí, sí, sí.

En el momento de abonar la compra, las dos cajas parecen enormes encima

del mostrador.

—¿Quiere que avise a un taxi, señor Casals?

—No, gracias. Vivo relativamente cerca.

—Entonces, ¿le mandamos las dos cajas a su casa? Será un placer.

—No es necesario, yo...

—¡Oh, permítame que insista! —se esfuerza el hombre—. Déjeme que, por

lo menos, uno de nuestros chicos le ayude y le acompañe hasta su casa llevando la

carga. Es lo menos.

¿Tiene escapatoria?

A fin de cuentas, el encargado tiene razón. Las dos cajas abultan. Si la

tienda dispone de un muchacho para tales menesteres...

Se rinde.

—De acuerdo, es muy amable.

—¡Faltaría más!—levanta un poco la voz y dice—: ¡Thomas, llama al chico!

MI

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El chico tendrá unos catorce o quince años. Parece despierto a pesar del

uniforme en el que va embutido. Porque lleva uniforme, sí. Su aspecto, más que

empleado de una zapatería, es el de botones de un gran hotel o de un banco. Desde

luego, algo en él no encaja. Quizás los zapatos, demasiado grandes. Tal vez la

chaquetilla, demasiado marcial. Tiene los ojos vivos, despiertos. Los ojos de un

pilluelo que, si no trabajara en una buena tienda, serían los de un chico de la calle,

habituado a sobrevivir más que a vivir. Pau nunca camina deprisa, así que su

acompañante se adapta a su paso, sosteniendo las dos cajas con ambas manos.

El muchacho le mira.

De reojo.

No se atreve a decir nada, aunque da la impresión de morirse de ganas de

hacerlo.

Una escena curiosa.

Tanto que es el propio Pau el que rompe el hielo.

—¿Cómo te llamas?

Y entonces...

La sorpresa.

—Paul —responde. Y agrega en perfecta catalán—: Pero en casa me llaman

Pau, como usted, señor.

La sorpresa no tiene límites.

¿El chico habla catalán?

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Casi detiene su paso.

—Pero bueno... —le sonríe.

Es suficiente para que él haga lo mismo, aunque tímidamente.

—Es un honor acompañarle, señor.

—¿Eres emigrante?

—Yo nací aquí, señor —habla con un poco más de aplomo—. Soy

neoyorquino. Mi abuelo fue el primero en llegar.

—¿Cuánto hace de eso?

—Fue en 1880.

—¿Vive?

—Oh, sí —Paul, ahora Pau, vuelve a sonreír—. Tiene setenta y siete años y

está fuerte como un roble. Dice que para algo creció en la montaña, respirando aire

puro.

—¿De dónde es?

—De El Figaró.

—Lo conozco. Es bonito. Apenas un puñado de casas, pero hundido entre

esas espectaculares montañas, después de La Garriga y antes de llegar a la plana

de Vic... ¿Tu abuela también es catalana?

—Sí, señor. Llegaron juntos. Ella tiene siete años menos que mi abuelo. Se

les murieron dos hijos, pero al llegar aquí, al año, nació mi madre.

—Entonces tu padre sí será neoyorquino.

—Como mi madre. Nació aquí pero es hijo de emigrantes.

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—Parece que aquí todo el mundo lo es —suspira Pau.

—Mis abuelos paternos son irlandeses, aunque no los llegué a conocer.

—¿Irlandés? ¡Vaya mezcla! —se sorprende.

Al muchacho, ahora, se le enturbia la mirada.

Los ojos sobrevuelan la nostalgia.

El invisible dolor interior que esconden todas las personas y aflora en los

momentos más insospechados.

—Murió cuando yo tenía siete años —dice.

Han seguido caminando, pero mucho más despacio. Tanto que ya no

parecen un hombre ocupado y un botones de una tienda elegante. La conversación

en la lengua materna de ambos los ha unido.

Un cruce de caminos en el corazón del nuevo mundo.

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Pau Casals i el nen

que tocava el violí

DO

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A la plaça, al costat de l’hotel, hi ha cotxes de cavalls.

Els cotxes són còmodes, confortables, amb seients entapissats de vermell.

Els cavalls, bonics. Semblen feliços, ben tips, brillen. No estan gaire guarnits, però

tampoc mancats de l'ornamentació adequada. Els cotxers esperen, enfilats al

pescant. El seu posat és digne; l’uniforme, sever; el barret, de copa alta. La

primavera és suau i càlida, de manera que ja han deixat enrere les mantes. És

temps de passejades. Temps de gaudir de la calma exuberant i el silenci del Central

Park.

Ah... Nova York sembla més i més espectacular que quan hi va arribar per

primera vegada, el 1901.

Han passat quinze anys.

Una exhalació de temps.

Tot i que llavors era novembre, feia fred, plovia.

Quan el St. Paul va passar prop de l'Estàtua de la Llibertat, va sentir un

calfred.

La Terra de les Promeses...

En Pau sospira i reprèn el passeig.

Deixa enrere la plaça, a la cantonada sud-est del Central Park, encara en

obres a causa del metro i a punt de ser inaugurada. Deixa enrere el fastuós Hotel

Plaza i la mansió de Cornelius Vanderbilt II, el monument eqüestre de Sherman i la

nova font, anomenada Pulitzer en honor a la generositat del seu impulsor, Joseph

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Pulitzer, decidit a rivalitzar amb la de la plaça de la Concòrdia, a París. Caminant a

poc a poc, segueix pel mateix carrer 58, ara a la part Oest de Manhattan, per sota

el parc. Travessa la Sisena Avinguda, i en arribar a la Setena gira a l'esquerra, i

llavors veu, un cop més, la impressionant arquitectura del Carnegie Hall.

Demà, concert al Metropolitan, però avui, ara...

Mai no oblidaria el seu debut al Carnegie, el 9 de març de 1904, en el seu

segon viatge als Estats Units, ja convertit en solista.

El memorable Don Quixote de Richard Strauss, que va fer posar el públic

dempeus.

I, a més, poc després d’haver tocat a la Casa Blanca davant del president

Roosevelt.

—Ets un sentimental —es diu en veu baixa.

Ho és, i què?

No es pot ser pas artista sense cedir als sentiments.

El nord de tota creativitat.

Algun dia també dirigirà al Carnegie. És un dels seus somnis.

Es pren el seu temps. Contempla els arcs de les portes i les finestres, el to

ocre, vermellós, dels maons, els detalls de terracota, les banderes que amb prou

feines es mouen perquè la brisa és imperceptible. La gent passa per la vorera sense

fixar-se en el temple de la música, sense alçar el cap. A Nova York tothom sembla

que tingui pressa, la vida s'accelera, ningú no passeja llevat que s'endinsi al parc.

Li encanta París, però Nova York... El Carnegie...

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Sent música dins del seu cap.

El so del seu violoncel.

Sempre sent música dins del seu cap, però a vegades és molt més que això:

una melodia exuberant, un devessall, una concatenació de notes sublims

convertides en ràfegues que reté instintivament.

Mira cap amunt, en direcció al parc. Mira cap avall, per la Setena. Dubta.

Les passejades pel Central Park són catàrtiques. Però trepitjar l'asfalt de la Setena

és com aspirar la vida al cor de Manhattan.

Decideix submergir-se en aquest cor.

Els seus botins deixen petjades invisibles a la vorera, mentre el trànsit,

carregós, omple l'aire de sons inexistents tot just un parell de dècades enrere. L'era

de l'automòbil ha arribat per canviar-ho tot.

Durant un moment pensa en la seva caseta de Sant Salvador, a la vora del

mar i prop del cel.

Durant un moment.

A vegades casa seva és, simplement, el món. París, Londres, Sant

Petersburg...

En Pau segueix caminant.

Hauria de pensar en el concert de demà.

Hauria.

Serà un fet singular, únic. Un punt evocador, trist, carregat d'emocions a flor

de pell.

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Per què intenta no pensar-hi?

RE

La sabateria és a prop. Hi ha passat alguna vegada pel davant, ha mirat les

sabates, li han agradat, però no ha tingut mai temps d'entrar a la botiga i emprovar-

se-les. Comprova l'hora. És el moment. Pren la decisió i entra a l'establiment. Un

dependent atén un client que sembla dubtar entre dos parells de sabates molt

diferents. El jove que se li acosta és sol·lícit. Li fa una petita reverència.

—Senyor?

—El model de l'aparador. El que té la part superior del botí de color blanc.

—Un gran calçat, acabat d'arribar —presumeix—. Si fa el favor de seure...

Fa el favor.

—Quin número calça?

—El 42, tot i que a vegades pot ser un 43.

—Provarem primer un 42.

Es treu el barret i espera. El parell de sabates aterra en menys d'un minut als

seus peus, amb el jove ja equipat amb el calçador en una mà i el reposapeus a

l'altra. Li treu la sabata del peu dret i, gairebé amb tendresa, li posa la nova.

—S’hi sent còmode?

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En Pau s'aixeca.

Còmode és poc.

Comodíssim.

Un guant al peu.

Tant que opta per mirar més models.

—És perfecte —assenteix—. Me les enduré; però abans, en té cap parell més

del mateix estil, en negre, beix...?

—Disposem de la gamma més alta de sabateria per a senyors, no en dubti pas

—respon el jove, incorporant-se complagut per la ductilitat del client—. De

seguida n’hi porto uns quants models. El senyor vol prendre res, un cafè?

—No, gràcies. Molt amable.

Una altra reverència.

En Pau es treu la sabata escollida. La pell és bona, el tacte perfecte. Una

compra excel·lent. La Susan n’estarà encantada. Mentre espera que torni el

venedor s'adona que un home gran, dret rere el taulell principal, l'observa amb les

celles alçades. Té un diari a les mans.

Un diari amb la seva foto.

En Pau prova de fer l’orni, però ja és massa tard.

Detesta que el reconeguin.

La gent et tracta de manera diferent quan saben qui ets.

En reaparèixer el jove amb tres capses de sabates noves, l'home se situa al

seu costat i exhibeix un gran somriure. És el primer que parla.

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—Senyor Casals... És un honor servir-lo, i un orgull per al nostre establiment

tenir-lo com a client.

—Gràcies —replica ell, mostrant-se mesurat.

El venedor el mira d'una altra manera.

Un personatge important.

—Jo atendré amb molt de gust el senyor Casals, Thomas —li diu l'encarregat

de la sabateria.

És inevitable.

El jove ja no compta. Desapareix.

Els cinc minuts següents són de xerrada insulsa i convencional. I ara l’única

cosa que vol és sortir de la botiga amb la compra. Les sabates triades i un parell

més que també l’entusiasmen. Sí, viu a Nova York de manera temporal des de fa

dos anys. Sí, el concert de l’endemà serà una fita. Sí, el motiu és una pena. Sí,

parla molt bé l'anglès per ser estranger. Sí, tornarà a l'establiment perquè les

sabates són còmodes i de gran qualitat. Sí, sí, sí.

En el moment de pagar la compra, les dues capses semblen enormes damunt

del taulell.

—Vol que avisi un taxi, senyor Casals?

—No, gràcies. Visc relativament a prop.

—Llavors, li enviem les dues capses a casa? Serà un plaer.

—No cal, jo...

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—Oh, permeti’m que hi insisteixi! —s'esforça l'home—. Deixi’m que,

almenys, un dels nostres nois l'ajudi i l'acompanyi fins a casa seva portant la

càrrega. És el mínim que podem fer.

Té escapatòria?

Al capdavall, l'encarregat té raó. Les dues capses fan embalum. Si la botiga

disposa d'un noi per fer aquestes feines...

Es rendeix.

—D'acord, és molt amable.

—Només faltaria! —Alça una mica la veu i diu—: Thomas, crida el noi!

MI

El noi deu tenir uns catorze o quinze anys. Sembla despert, tot i l’uniforme

en què està embotit. Perquè duu uniforme, sí. El seu aspecte, més que d’empleat

d'una sabateria, és el de grum d'un gran hotel o d'un banc. Sens dubte, alguna cosa

en ell no encaixa. Potser les sabates, massa grans. Potser la jaqueteta, massa

marcial. Té els ulls vius, desperts. Els ulls d'un murri que, si no treballés en una

bona botiga, serien els d'un noi del carrer, habituat a sobreviure més que no pas a

viure. En Pau no camina mai de pressa, de manera que l'acompanyant s'adapta al

seu pas, tot sostenint les dues capses amb totes dues mans.

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El noi el mira.

De reüll.

No s'atreveix a dir res, tot i que fa l'efecte que es mor de ganes de fer-ho.

Una escena curiosa.

Tant, que és en Pau mateix qui trenca el gel.

—Com et dius?

I llavors...

La sorpresa.

—Paul —respon. I afegeix en perfecte català—: Però a casa em diuen Pau,

com vostè, senyor.

La sorpresa és majúscula.

El noi parla català?

Gairebé atura el pas.

—Però escolta... —li somriu.

N’hi ha prou perquè ell faci el mateix, si bé tímidament.

—És un honor acompanyar-lo, senyor.

—Ets emigrant?

—Vaig néixer aquí, senyor —contesta amb una mica més d’aplom—. Soc

novaiorquès. El meu avi va ser el primer que va arribar aquí.

—Quant temps fa d'això?

—Va ser el 1880.

—És viu?

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—Oh, sí —torna a somriure en Paul, ara en Pau—. Té setanta-set anys i està

fort com un roure. Diu que per alguna cosa va créixer a la muntanya, respirant aire

pur.

—D'on és?

—Del Figaró.

—Ho conec. És bonic. Amb prou feines quatre cases, però enfonsat entre

aquelles muntanyes espectaculars, després de la Garriga i abans d'arribar a la plana

de Vic... La teva àvia també és catalana?

—Sí, senyor. Van arribar junts. Ella té set anys menys que el meu avi. Se'ls

van morir dos fills, però en arribar aquí, al cap d’un any, va néixer la meva mare.

—Llavors el teu pare sí que deu ser novaiorquès.

—Com la meva mare. Va néixer aquí, però és fill d'emigrants.

—Sembla que aquí tothom ho és —sospira en Pau.

—Els meus avis paterns són irlandesos, però no els vaig arribar a conèixer.

—Irlandès? Quina barreja! —comenta sorprès.

Al noi, ara, se li enterboleix la mirada.

Els seus ulls sobrevolen la nostàlgia.

L'invisible dolor interior que amaguen totes les persones i aflora en els

moments més insospitats.

—Va morir quan jo tenia set anys —diu.

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Han continuat caminant, però molt més a poc a poc. Tant que ja no semblen

pas un home ocupat i un grum d'una botiga elegant. La conversa en la llengua

materna de tots dos els ha unit.

Un encreuament de camins al cor del nou món.

(La novela "Pau Casals i el nen que tocava el violí" ha sido publicada por

La Galera en 2020).