coleópteros y blatódeos. · comunicadora social, máster en psicología cognitiva y aprendizaje...

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1 Coleópteros y blatódeos. Tengo cincuenta años, y desde hace un mes asisto con puntualidad a un club de jubilados. Porque no tengo más que hacer, porque no tengo trabajo, etcétera, el porqué es lo de menos en este caso. Dos horas a la semana cada miércoles. “Ilusiones manuales”, habían decidido hace ya tiempo llamar al club luego de lanzar un montón de alternativas, y no es que fuera el nombre más original de los nombres para clubes pero al menos resultaba muy acorde. Porque el asunto no se queda en la denominación, no, no, en absoluto. Al contrario, somos nosotros mismos la ilusión pura de todo esto. Da gusto vernos llegar, aleteando los machos y las hembras con nuestros pronotos llenos de felicidad. Siento yo también cierta complacencia al verme rodeada de bichos inmensos y gordos, negros, protuberantes, canosos, chimuelos, curtidos, de cuerpos groseros y patas aplanadas. Inflados de años de resistencia. Yo soy allí como una suerte de nieta, a la que cada uno quiere saludar con besos pegajosos, ruidosos y bien plantados en las mejillas o sobre la cabeza. Ahí vamo’, dice Juan cuando le pregunto cómo va, ahí vamo’, repite. Y es probable que en ese simple “ahí vamo’” no nos incluya a ninguno de los que conformamos el grupo sino solo a él y la escandalosa cantidad de vidas que ha tenido aunque apenas tenga ciento treinta y ocho años. Eso, digamos, es recién la entrada a la tercera edad. Pero que no se dude que eso es también harta resistencia. Escúcheseme bien: ¡Harrrrta!

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    Coleópteros y blatódeos.

    Tengo cincuenta años, y

    desde hace un mes asisto

    con puntualidad a un club de

    jubilados. Porque no tengo

    más que hacer, porque no

    tengo trabajo, etcétera, el

    porqué es lo de menos en

    este caso. Dos horas a la

    semana cada miércoles.

    “Ilusiones manuales”, habían decidido hace ya tiempo llamar al club luego

    de lanzar un montón de alternativas, y no es que fuera el nombre más original de

    los nombres para clubes pero al menos resultaba muy acorde. Porque el asunto no

    se queda en la denominación, no, no, en absoluto. Al contrario, somos nosotros

    mismos la ilusión pura de todo esto.

    Da gusto vernos llegar, aleteando los machos y las hembras con nuestros

    pronotos llenos de felicidad. Siento yo también cierta complacencia al verme

    rodeada de bichos inmensos y gordos, negros, protuberantes, canosos,

    chimuelos, curtidos, de cuerpos groseros y patas aplanadas. Inflados de años de

    resistencia. Yo soy allí como una suerte de nieta, a la que cada uno quiere saludar

    con besos pegajosos, ruidosos y bien plantados en las mejillas o sobre la cabeza.

    Ahí vamo’, dice Juan cuando le pregunto cómo va, ahí vamo’, repite. Y es probable

    que en ese simple “ahí vamo’” no nos incluya a ninguno de los que conformamos el

    grupo sino solo a él y la escandalosa cantidad de vidas que ha tenido aunque

    apenas tenga ciento treinta y ocho años. Eso, digamos, es recién la entrada a la

    tercera edad. Pero que no se dude que eso es también harta resistencia.

    Escúcheseme bien: ¡Harrrrta!

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    Julieta, una cuca de lentes enormes que lleva un año asistiendo al club, una

    vez se sienta se calla. Enmudece. Su concentración es imperturbable, va con sus

    ojitos chicos y bizcos mirando el pincel de izquierda a derecha, de arriba hacia

    abajo, chin chin, chan chan, echando azules y violetas a las bolitas que pinta desde

    hace tres meses, porque quiere llegar a las mil, dice, y luego decidir qué hacer con

    ellas. Pasar el tiempo, eso al fin y al cabo es lo que nos reúne, pero pasarlo sin que

    se nos pase, adjunto en silencio a cada movimiento de brocha. Alfonsina en

    cambio más que pintar, habla. Es una bicha divertida, cineasta de perfil bajo se

    autoproclama, porque odia lo público, le repugna la obligación que sienten los

    directores famosos a hacer películas famosas una tras otra para seguir caminando

    sobre la cuerda. Hace siete años, dicen, dirigió una de las películas más

    recordadas del país, un clásico… Pero que la siguiente más bien fue un fiasco,

    dicen. Que luego de ese fracaso vive encerrada en un hueco oscuro y húmedo, y

    solo sale los miércoles durante dos horas. Dicen y dicen. Y hay que ver cómo se

    habla cuando la punta del zapato es lo más interesante que se tiene.

    En fin, el asunto es que el club es donde conocí a Gregorio, un veterano

    algo o bastante agotado, descendiente de judíos, al que todos creían muerto

    desde que tomó rumbo sin decírselo a nadie y vino de Praga a Buenos Aires.

    Estaba muerto, sí, me ha dicho hoy, pero de espíritu, cansado de la infame ciudad

    donde vivió gran parte de sus ciento noventa y cuatro años. Decepcionado del

    sistema. No se puede ser viajante de comercio para siempre, decía mientras iba

    modelando con sus patitas espinosas un escarabajo de arcilla. No se puede, siguió

    diciendo a la vez que chasqueaba con la boca y la saliva. Es algo simplemente

    insostenible... Pero lo que definitivamente es descabellado, por excesivo, por

    repugnante y abrumador, es esto, dijo finalmente y colocando en los míos su par

    de ojitos por sobre los lentes de aumento:

    –Es esto, mi niña: ser un insecto sin ninguna otra opción.

    NORKA Guevara Sipión (1984, Guayaquil, Ecuador). Comunicadora Social, Máster en Psicología Cognitiva y Aprendizaje (FLACSO-Argentina y UAM). Actualmente colabora con Revista de Educación y Desarrollo (México), Educación (Ecuador), El Hablador (Perú), y estudia estrategias lectoras basadas en la relación cuerpo-lenguaje en La Plata, Argentina.