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GIOVANNI BOCCACCIO

CIAPPELLETTO Y OTROS CUENTOS

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Giovanni Boccaccio

Nació el 16 de julio de 1313 en Certaldo, Florencia, Italia. Fue escritor y humanista, considerado uno de los padres de la literatura italiana, junto con Dante y Petrarca.

En cierta etapa de su vida estuvo a punto de quemar sus obras, debido a que un monje le exhortó a renunciar a la literatura, mas Petrarca lo persuadió para dejar esa idea. Es recordado como autor del Decamerón (1352), libro esencial para introducir en la literatura europea el género de la novela corta o relato, donde utiliza la técnica de la narración enmarcada. Con esta obra fundó una nutrida escuela de novellieri que imitó su obra. Además, escribió La caza de Diana (1334), Filócolo (1336-1338), Comedia de las ninfas florentinas (Ameto) (1341-1342), entre otras obras.

Falleció el 21 de diciembre de 1375 en su ciudad natal.

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Ciappelletto y otros cuentosGiovanni Boccaccio

Christopher Zecevich ArriagaGerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Manuel Alexander Suyo MartínezCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Andrea Veruska Ayanz CuéllarConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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CIAPPELLETTO Y OTROS CUENTOS

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CIAPPELLETTO

Musciatto Franzesi se había convertido, de riquísimo y gran mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar que fuera capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones. Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance,

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porque era pequeño como decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban, y por Ciappelletto era conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe. Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba, y muchas veces se encontró gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás,

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y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.

Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto, por quien muchas veces no solo de las personas privadas a quienes con frecuencia injuriaba, sino también de la justicia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.

Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente su vida, pensó el dicho micer Musciatto que este era el que necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:

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—Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates que sea conveniente.

Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban mucho, sucedió que enfermó, con lo que

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los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para recuperar la salud.

Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido desordenadamente, según decían los médicos iba de día en día de mal en peor como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Ciappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonar entre ellos.

—¿Qué haremos de este? —decía el uno al otro—. Estamos por su causa en una situación pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y, muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los fosos como

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un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan horribles que no los habrá semejantes, y ningún fraile o cura querrá ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes, sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera guisa estamos mal si este se muere.

Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí cerca de donde estos estaban hablando, teniendo el oído fino, como la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:

—No quiero que teman por mí, ni tengan miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo que han estado hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como dicen sí, así como piensas anduvieran las cosas; pero andarán de otra manera. He hecho, viviendo, tantas

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injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la hora de la muerte poco se dará. Y por ello, procuren hacer venir un fraile santo y valioso lo más que puedan, si hay alguno que lo sea, y déjenme hacer, que yo concertaré firmemente sus asuntos y los míos de tal manera que resulten bien y estén contentos.

Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor Ciappelletto yacía, y sentándose a su lado, empezó primero a confortarle benignamente y le preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el seor Ciappelletto, que nunca se había confesado, respondió:

—Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que me confieso más; y la verdad es que, desde que he

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enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el malestar que con la enfermedad he tenido.

Dijo entonces el fraile:

—Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que, si tan frecuentemente te confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.

Dijo seor Ciappelletto:

—Señor fraile, no digas eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no quisiera hacer siempre confesión general de todos los pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que me haya confesado; y por ello te ruego, mi buen padre, que me preguntes tan menudamente de todas las cosas como si nunca me hubiera confesado, y no tengas compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con su preciosa sangre.

Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego

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que al seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:

—Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.

A lo que el santo fraile dijo:

—Dila con tranquilidad, que por decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

—Ya que lo quieres así, te lo diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.

—¡Oh, bendito seas de Dios! —dijo el fraile—, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido tanto más mérito cuando, si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo contrario que tenemos nosotros y todos los otros que están constreñidos por alguna regla.

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Y luego de esto, le preguntó si había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando mucho, seor Ciappelletto contestó que sí y muchas veces; porque, como fuese que él, además de los ayunos de la cuaresma que las personas devotas hacen durante el año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al menos tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto gusto y especialmente cuando había sufrido alguna fatiga por rezar o ir en peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces había deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando van al campo, y algunas veces le había parecido mejor comer que le parecía que debiese parecerle a quien ayuna por devoción como él ayunaba. A lo que el fraile dijo:

—Hijo mío, estos pecados son naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la conciencia más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les parezca bueno comer después de largo ayuno, y, después del cansancio, beber.

—¡Oh! —dijo seor Ciappelletto—, padre mío, no me digas esto por confortarme; bien sabes que yo sé que las

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cosas que se hacen en servicio de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo: y quien lo hace de otra manera, peca.

El fraile, contentísimo, dijo:

—Y yo estoy contento de que así lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y teniendo lo que no debieras tener?

A lo que seor Ciappelletto dijo:

—Padre mío, no querría que sospecharas de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no tengo parte aquí, sino que había venido con la intención de amonestarles y reprenderles y arrancarles a este abominable oficio; y creo que habría podido hacerlo si Dios no me hubiese visitado de esta manera. Pero debes de saber que mi padre me dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre con los pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a mis necesidades, dándole a ellos la

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otra mitad; y en ello me ha ayudado tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido mis negocios.

—Has hecho bien —dijo el fraile—, pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?

—¡Oh! —dijo seor Ciappelletto—, eso te digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría contenerse viendo todo el día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar los mandamientos de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchas veces al día las que he querido estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las iglesias y seguir más las vías del mundo que las de Dios.

Dijo entonces el fraile:

—Hijo mío, esta es una ira buena y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia. Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a decir villanías de alguien o a hacer alguna otra injuria?

A lo que el seor Ciappelletto respondió:

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—¡Ay de mí, señor!, tú que me pareces hombre de Dios, ¿cómo dices estas palabras? Si yo hubiera podido tener aun un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿crees que crea que Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen los asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he dicho siempre: «Ve con Dios que te convierta».

Entonces dijo el fraile:

—Ahora dime, hijo mío, que bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin consentimiento de su dueño?

—Ya, señor, sí —repuso seor Ciappelletto— que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que con la mayor sinrazón del mundo no hacía más que golpear a su mujer, tanto que una vez hablé mal de él a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentí por aquella pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios te diga.

Dijo entonces el fraile:

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—Ahora bien, tú me has dicho que has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen los mercaderes?

—Por mi fe —dijo seor Ciappelletto—, señor, sí, pero no sé quiénes eran, sino que habiéndome dado un dinero que me debía por un paño que le había vendido, y yo los puse en un cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran cuatro reales más de lo que debía ser, por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservado un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.

Dijo el fraile:

—Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacer lo que hiciste.

Y después de esto le preguntó el santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo seor Ciappelletto:

—Señor mío, tengo todavía algún pecado que aún no te he dicho.

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El fraile le preguntó cuál, y dijo:

—Me acuerdo que hice a mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo día del domingo la reverencia que debía.

—¡Oh! —dijo el fraile—, hijo mío, esa es cosa leve.

—No —dijo seor Ciappelletto—, no he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día así resucitó de la muerte a la vida nuestro Señor.

Dijo entonces el fraile:

—¿Alguna cosa más has hecho?

—Señor mío, sí —respondió seor Ciappelletto—, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la iglesia de Dios.

El fraile se echó a reír, y dijo:

—Hijo mío, esa no es cosa de preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día escupimos en ella.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

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—Y haces gran villanía, porque nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde sacrificio a Dios.

Y en breve, de tales hechos le dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo sabía hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:

—Hijo mío, ¿qué te pasa?

Repuso seor Ciappelletto:

—¡Ay de mí, señor! Que me ha quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza me da decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como ves, y me parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia de mí por este pecado.

Entonces el santo fraile dijo:

—¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del mundo, y que deban hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos en un hombre solo, y este estuviese

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arrepentido y contrito como te veo, tanta es la benignidad y la misericordia de Dios que, confesándose este, se los perdonaría liberalmente; así, dilo con confianza.

Dijo entonces seor Ciappelletto, todavía llorando mucho:

—¡Ay de mí, padre mío! El mío es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si tus plegarias no me ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.

A lo que le dijo el fraile:

—Dilo con confianza, que yo te prometo pedir a Dios por ustedes.

Pero seor Ciappelletto lloraba y no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor Ciappelletto llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:

—Padre mío, pues que me prometes rogar a Dios por mí, te lo diré: sepa que, cuando era pequeñito, maldije una vez a mi madre.

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Y dicho esto, empezó de nuevo a llorar fuertemente. Dijo el fraile:

—¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo el día y si Él perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que vaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la contrición que te veo, te perdonaría Él.

Dijo entonces seor Ciappelletto:

—¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué dices? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses día y noche, y me llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecado muy grande es; y si no ruegas a Dios por mí, no me será perdonado!

Viendo el fraile que nada le quedaba por decir al seor Ciappelletto, le dio la absolución y su bendición teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente creía ser cierto lo que seor Ciappelletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creído viendo a un hombre

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en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y después, luego de todo esto, le dijo:

—Señor Ciappelletto, con la ayuda de Dios estarás pronto sano; pero si sucediese que Dios a tu bendita y bien dispuesta alma llamase a sí, ¿te placería que tu cuerpo fuese sepultado en nuestro convento?

A lo que seor Ciappelletto repuso:

—Señor, sí, que no querría estar en otro sitio, puesto que tú me habías prometido rogar a Dios por mí, además de que yo he tenido siempre una especial devoción por tu orden; y por ello te ruego que, en cuanto estés en tu convento, hagas que venga a mí aquel veracísimo cuerpo de Cristo que tú por la mañana consagras en el altar, porque, aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con tu licencia, y después la santa y última unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera como cristiano.

El santo hombre dijo que mucho le agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le fuese llevado; y así fue.

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Los dos hermanos, que temían mucho que seor Ciappelletto les engañase, se habían puesto junto a un tabique que dividía la alcoba donde seor Ciappelletto yacía de otra y, escuchando, fácilmente oían y entendían lo que seor Ciappelletto al fraile decía; y sentían algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le confesaba haber hecho, que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿Qué hombre es este, al que ni vejez, ni enfermedad, ni temor de la muerte a que se ve tan vecino, ni aun de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y, empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo, el mismo día que había hecho su buena confesión, murió. Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a capítulo,

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a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un hombre santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y las cruces delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:

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—Y ustedes, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropiezan, blasfeman de Dios y de su Madre y de toda la corte celestial.

Y además de estas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que, después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos fueron a besarle los pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos pudiese ser visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su santidad y la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese promesas a otro santo que, a él, y lo llamaron y lo llaman «san Ciappelletto», y afirman que Dios ha mostrado

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muchos milagros por él y los muestra todavía a quien devotamente se lo implora.

Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como has oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error, sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su gracia en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser escuchados.

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EL MARIDO CONFESOR

Hubo, en otra época, en Rímini, un comerciante, muy rico en tierras y en metálico, con mujer bonita y de primaverales años, que se volvió en extremo celoso. ¿Cuál era el motivo? No tenía otro, sino que amaba hasta la locura a su mujer, encontrándola perfectamente bonita y bien hecha, y como el anhelo de ella era agradarle, se imaginaba que trataba, a la par, de agradar a los demás, ya que todos la hallaban amable y no cesaban de prodigar elogios a su belleza. Idea original, que solo podía salir de un cerebro estrecho y enfermizo. Hostigado incesantemente por sus celos, no la perdía un instante de vista; de suerte que aquella infortunada era vigilada con más ahínco que lo son algunos criminales sentenciados a la última pena. Para ella no había ni bodas, ni festines, ni paseos: solo le era permitido ir a la iglesia los días de gran solemnidad, pasando todo  el tiempo en su casa, sin tener libertad de asomar la cabeza a las ventanas de la calle, bajo ningún pretexto. En una palabra, su situación era de las más desdichadas, y la soportaba con tanta mayor impaciencia cuanto que no tenía cosa que reprocharse. Nada más capaz de conducirnos al mal que la torcida opinión que se haya formado de nosotros. Así,

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pues, aquella mujer, viéndose, sin motivo alguno, mártir de los celos de su marido, creyó que no sería un crimen mayor si estaba celoso con  fundamento. Mas ¿cómo obrar para vengarse de la injuria hecha a su discreción? Las ventanas permanecían continuamente cerradas, y el celoso se guardaba de introducir en la casa quienquiera que fuese que hubiese podido enamorarse de su mujer. No teniendo, pues, la libertad de elección, y sabiendo que en la casa contigua a la suya vivía un joven gallardo y bien educado, deseaba que hubiese alguna hendidura en la pared que dividía sus habitaciones, desde la cual pudiese hablarle y entregarle su corazón, si quería aceptarlo, segura de que más tarde le sería fácil encontrar un medio para verse de más cerca y distraerse un tanto de la tiranía de su marido, hasta que este celoso se hubiese curado de su frenética pasión.

De consiguiente, mientras estuvo ausente su marido, no tuvo otra ocupación que inspeccionar la pared por todos lados, levantando con frecuencia la tapicería que la cubría. A fuerza de mirar y remirar, divisó una pequeña hendidura, y, aplicando los ojos en ella, vio un poco de luz al través. Si bien no le fue posible distinguir los objetos, no obstante, pudo juzgar con facilidad que

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aquello debía ser una habitación. «Si por casualidad fuese la de Felipe —decía para sí— mi empresa estaría en vías de ejecución. ¡Dios lo quiera!». Su criada, que pusiera de su parte, y que estaba apiadada de su suerte, recibió el encargo de informarse discretamente de lo que le convenía saber. Aquella fiel confidente descubrió que la hendidura daba precisamente al cuarto del joven, y que este dormía en él sin compañía. Desde aquel momento, no cesó la joven de escudriñar por el agujero, sobre todo cuando sospechaba que Felipe podía estar en la habitación. Un día que le oyó toser, empezó a rascar la hendidura con un bastoncito, y tanto hizo, que el joven se aproximó para ver lo que aquello significaba. Entonces ella le llamó por su nombre suavemente, y, habiéndola reconocido Felipe al timbre de su voz, y contestándole con cariño,  se apresura a declararle la pasión que le inspiraba. Contentísimo el joven por tan feliz coyuntura, trabajó, por su parte, para ensanchar el agujero, teniendo especial cuidado en cubrirlo con la tapicería cada vez que abandonaba la habitación. Al poco tiempo, la hendidura fue bastante grande para verse y tocarse las manos; sin embargo, los dos amantes no podían hacer otra cosa, a causa de la vigilancia del celoso, que raras veces salía de

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casa, y encerraba a su mujer bajo llave, si se veía obligado a ausentarse por algún tiempo.

Se acercaban las fiestas de Navidad, cuando, una mañana, la mujer dijo a su marido que deseaba confesarse y ponerse en estado de cumplir con sus deberes religiosos el día de la Natividad del Salvador, según práctica entre buenos cristianos.

—¿Qué necesidad tienes de confesarte? —preguntó el marido—, y ¿qué pecados has cometido?

—¿Crees, acaso, que soy una santa —replicó la mujer— y que no peco lo mismo que las demás? Mas no es a ti a quien debo confesarme, ya que ni eres sacerdote ni tienes facultades para absolverme.

No se necesitaba más para hacer nacer mil sospechas en el ánimo del celoso y para que le entraran ganas de saber qué pecados hubiese podido cometer su mujer. Creyendo haber hallado un medio seguro para lograr sus fines, le contestó que no tenía inconveniente en que fuera a confesarse, pero a condición de que lo haría en su capilla y con su padre capellán, o con cualquier otro sacerdote que este le indicase; entendiéndose que iría

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muy temprano y regresaría a su casa una vez terminada la confesión. La joven, que no era lerda, creyó entrever algún proyecto en aquella respuesta; y así, sin despertar sus sospechas, le dijo que estaba conforme con lo que le exigía.

Llegado el día de la festividad, se levanta al despuntar el alba, se viste y se encamina a la iglesia que su marido le había señalado, a la que llegó él antes que ella, por otro camino. El capellán estaba de su parte, habiéndose concertado los dos sobre lo que se proponía hacer. Se viste en seguida con una sotana y un capuchón o muceta que le cubría el rostro, y se sienta en el coro, así engalanado. Apenas hubo penetrado en la iglesia la señora, cuando preguntó por el padre capellán, rogándole se dignase confesarla. Este le dijo que en aquel momento no le era posible acceder a sus ruegos, mas que le mandaría uno de sus colegas, que no se encontraba tan ocupado como él y que tendría mucho gusto en confesarla. Poco después vio llegar a su marido, con el disfraz del que te he hablado; por más precauciones que tomó para ocultarse, como la señora recelaba de él, lo conoció en seguida, y se dijo en su interior: «¡Alabado sea Dios! De marido celoso, helo aquí convertido en sacerdote. Veremos cuál de los dos será el burlado. Le prometo que encontrará lo que busca:

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micer Cornamenta va a visitarlo, o yo me equivoco mucho».

El celoso había tenido la precaución de meterse algunas piedrecitas en la boca para que su mujer no le reconociera la voz. La joven, fingiendo tomarle por un clérigo verdadero, se echó a sus pies, y, después de recibir la bendición, empieza a comunicarle sus pecados. Luego le dice ser casada, y se acusa de estar enamorada de un sacerdote que todas las noches dormía con ella. Cada palabra de estas fue una puñalada para el marido confesor, quien habría estallado, a no detenerlo el deseo de saber nuevas cosas.

—Pero ¿cómo es eso? —dice a la señora—. ¿Acaso tu marido no duerme a tu lado?

—Sí, padre mío.

—Y, entonces, ¿cómo puede dormir contigo un sacerdote?

—Ignoro qué secreto emplea —repuso la penitente—; pero no hay puerta de nuestra casa, por cerrada que esté, que no se abra a su presencia. Más me ha dicho, y es que,

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antes de entrar en mi dormitorio, tiene costumbre de pronunciar ciertas palabras para adormecer a mi marido, y que solo cuando queda dormido abre la puerta y se acuesta a mi lado.

—Esto es muy mal hecho, señora mía; y, si quieres obrar bien, no debes recibir más a ese infeliz sacerdote.

—No puede ser lo que pides; lo quiero tanto, que me sería imposible renunciar a sus caricias.

—Si es así, siento tener que decirte que no puedo absolverte.

—¡Cómo ha de ser! Mas yo no he venido aquí para decir mentiras. Si me sintiese con fuerzas para seguir tu consejo, te lo prometería con mil amores.

—En verdad, señora, que siento que condenes de esta suerte; no hay salvación para tu alma, si no renuncias a ese comercio criminal. Lo único que puedo hacer en tu servicio es rogar al Señor para que te convierta, y espero que atenderá a mis fervientes oraciones. Te mandaré de vez en cuanto un clérigo para saber si estas se han

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aprovechado. Si producen buen efecto, adelantaremos un poquito más y podré darte la absolución.

—¡Que Dios te libre, padre mío, de mandar quienquiera que sea a mi casa!: mi marido es tan celoso, que, si llegara a saberlo, nadie le quitaría de la cabeza que hay un mal en ello, y no me dejaría sosegar. Harto sufro ya ahora.

—No te dé cuidado eso, señora, pues arreglaré las cosas de suerte que él no tendrá de qué quejarse.

—Siendo así —repuso la penitente—, consiento de todo corazón lo que me propones.

Terminada la confesión, y dada la penitencia, la señora se levantó de los pies del confesor y fue a oír misa. El celoso se despojó de su disfraz, y luego regresó a su casa, con el corazón lacerado y ardiendo de impaciencia para sorprender al sacerdote y darle un mal rato.

La joven no tardó en apercibirse, al ver la cara de vinagre de su marido, que le había herido en lo vivo. Estaba el buen hombre de un humor insoportable. Aunque fingió cuanto pudo para no demostrar lo que

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pasaba en su interior, resolvió hacer centinela la noche siguiente en un cuartito inmediato a la puerta de la calle, para ver si acudía el sacerdote.

—Esta noche —dijo a su mujer— no vendré a cenar, ni a dormir; de consiguiente, te ruego cierres bien las puertas, y sobre todo la de la escalera y la de tu habitación. En cuanto a la de la calle, yo me encargo de cerrarla, y me llevaré la llave.

—Está muy bien —contestó la mujer—; puedes quedar tan tranquilo como si no te ausentases de casa.

Viendo que las cosas seguían el camino que ella deseaba, espió el momento favorable para dirigirse al agujero de comunicación, e hizo la señal convenida. Al momento se acerca Felipe, y la señora le cuenta lo que hizo por la mañana y lo que le dijo su marido después de comer.

—No creo ni una palabra —prosiguió— de su pretendido proyecto; hasta estoy segura que no saldrá de casa; mas ¿qué importa, con tal que se esté junto a la puerta de la calle, donde, no me cabe duda, permanecerá de centinela toda la noche? Así, pues, querido amigo,

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trata de introducirte en nuestra casa por el tejado, y ven a reunirte conmigo en cuanto haya oscurecido. Encontrarás abierta la ventana del desván; pero ten cuidado de no caer, al pasar del uno al otro tejado.

—Nada temas, querida amiga —contestó el joven, en el colmo de su alegría—; la pendiente del tejado no es muy rápida; por lo tanto, no hay peligro alguno.

Llegada la noche, el celoso se despidió de su mujer, fingió salir, y, habiéndose armado, fue a apostarse en el cuarto inmediato a la calle. Por su parte, la mujer hizo como que se encerraba bajo siete llaves, si bien se contentó con cerrar la puerta de la escalera, para que el marido no pudiese acercarse, y en seguida corre en busca de Felipe, que se introduce en su dormitorio, donde emplearon las horas muy agradablemente. No se separaron hasta que comenzó a despuntar la aurora, y eso con pena.

El celoso, armado de pies a cabeza, estaba muriéndose de despecho, de frío y de hambre, pues no había cenado, y se mantuvo en acecho hasta que se hizo de día. Como el sacerdote no compareciera, se acostó sobre un catre que había en aquella especie de covacha, y, después de dormir dos o tres  horas, abrió la puerta de la calle,

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fingiendo llegar de fuera. Al siguiente día, un muchacho, que dijo venir de parte de cierto confesor, preguntó por la mujer, informándose sobre si el hombre en cuestión había acudido la noche pasada. La joven, que estaba sobre aviso, contestó negativamente, y que, si su confesor quería seguir auxiliándola durante algún tiempo, creía poder olvidar la persona por quien sentía todavía inclinación.

Difícil será creerlo, pero no deja de ser cierto que el marido, cegado siempre por los celos, continuó acechando por espacio de algunas noches, esperanzado de sorprender al sacerdote. Ya comprenderá el lector que la mujer aprovecharía todas sus ausencias para recibir las caricias de su amante y entretenerse con él de lo agradable que es engañar a un celoso.

Aburrido el marido de tanta fatiga inútil, y perdida la esperanza de poder declarar infiel a su mujer, no lograba, sin embargo, retener los ímpetus de sus celos; por lo tanto, tomó el partido de preguntarle lo que había dicho a su confesor, puesto que le mandaba recados con tanta frecuencia. La señora contestó que no estaba obligada a decírselo. Insistió el marido, y viendo que todo era inútil:

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—¡Pérfida, bribonaza! —añadió con acento furioso—. A pesar de tus negativas, ya sé lo que le dijiste, y quiero saber irremisiblemente quién es el sacerdote temerario que, merced a sus sortilegios, ha logrado dormir contigo, y del que estás tan enamorada; ¡o me dices su nombre, o te estrangulo!

Entonces, la mujer negó que estuviese enamorada de ningún sacerdote.

—¿Cómo es eso, desdichada? ¿Acaso no dijiste a tu confesor, el día de Navidad, que amabas a un cura y que casi todas las noches se acostaba a tu lado, mientras yo dormía? Desmiénteme, si te atreves.

—No tengo necesidad de ello —repuso la mujer—; mas repórtate, por favor, y te lo confesaré todo. ¿Es posible —añadió la joven, sonriendo— que un hombre experto, como eres tú, se deje embaucar por una mujer tan sencilla como yo? Lo más extraño del caso es que nunca has sido menos prudente que desde que entregaste tu alma al demonio de los celos, sin saber fijamente por qué. Así, pues, cuanto más torpe y estúpido te has vuelto, menos debo vanagloriarme de haberte engañado. ¿Crees de buena fe que esté yo tan ciega de los ojos, del

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cuerpo como hace algún tiempo lo estás tú de los del ánimo? Desengáñate, que yo veo muy claro; tan claro, que reconocí perfectamente al sacerdote que me confesó la última vez; sí, vi que eras tú mismo en persona; mas, para castigarte de tus curiosos celos, quise hacerte pasar un mal rato, y lo sucedido después responde al éxito de mi empresa. No obstante, si hubieses tenido alguna inteligencia, si los espantosos celos que te atormentan no te hubieran quitado la penetración que antes poseías, no formarías tan mala opinión de tu esposa, ni creerías que era verdad lo que te decía, sin suponerla, por esto, culpable de infidelidad. Te dije que amaba a un cura: ¿acaso no lo eras en aquel momento? Añadí que todas las puertas de mi casa se abrían a su paso, si querías dormir conmigo: ¿qué puertas te he cerrado, cuando has venido a buscarme? Además, te dije que el susodicho cura se acostaba conmigo todas las noches: ¿acaso has faltado de mi lado alguna vez? Y cuando me has acompañado y me ha visitado, de parte tuya, el pretendido clérigo, ¿no he contestado que el cura no había comparecido? ¿Era tan difícil desembrollar este misterio? Solo un hombre cegado por los celos ha podido no ver claro en el asunto. Y, en efecto, ¿no se necesita ser tonto, y muy tonto, para pasar las noches en acecho y quererme dar a entender que

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habías ido a cenar y dormir fuera de casa? En lo sucesivo, no les des tan inútil trabajo; razona un poco más, y desecha, como en otras ocasiones, celos y sospechas. No te expongas a ser el juguete de aquellos que pueden hallarse al tanto de tus locuras. Estate persuadido de que, si me encontrara de humor de engañarte y de tratarte cual se merece un celoso de tu especie, no serías tú quien me lo impidiese, y, aunque tuvieses cien ojos, te juro que nada verías. Sí, amigo mío, te pondría los cuernos, sin que abrigases la menor sospecha, si me diese la gana; así, pues, desecha unos celos tan deshonrosos para tu mujer como injurioso para ti mismo.

El imbécil del celoso, que, por medio de una treta, creía haber descubierto el secreto de su mujer, encontrándose él mismo cogido en el garlito, no supo qué contestar; y, por lo tanto, dio gracias al cielo de haberse equivocado; consideró a su mitad como un modelo de discreción y virtud, y abandonó sus celos, precisamente en el momento que hubiera podido tenerlos con razón. Su conversión dio una mayor libertad a la señora, que ya no tuvo necesidad de hacer penetrar al amante por el tejado, como los gatos, para solazarse con él. Le hacía entrar por la puerta de la calle, con alguna precaución, y disfrutaba

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momentos muy felices en su compañía, sin que nada sospechara el marido.

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EL VELO DE LA ABADESA

Existe en Lombardía un monasterio, famoso por su santidad y la austera regla que en él se observa. Una mujer, llamada Isabel, bella y de elevada estirpe, lo habitaba hacía algún tiempo, cuando cierto día fue a verla, desde la reja del locutorio, un pariente suyo, acompañado de un amigo, joven y arrogante mozo. Al verlo, la monjita se enamoró perdidamente de él, sucediendo  otro tanto al joven; mas durante mucho tiempo no obtuvieron otro fruto de su mutuo amor que los tormentos de la privación. No obstante, como ambos amantes solo pensaban en el modo de verse y estar juntos, el joven, más fecundo en inventiva, encontró un expediente infalible para deslizarse furtivamente en la celda de su querida. Contentísimos entrambos de tan afortunado descubrimiento, se resarcieron del pasado ayuno, disfrutando largo tiempo de su felicidad, sin contratiempo. Al fin y al cabo, la fortuna les volvió la espalda; muy grandes  eran los encantos de Isabel, y demasiada la gallardía de su amante, para que aquella no estuviese expuesta a los celos de las otras religiosas. Varias espiaban todos sus actos, y, sospechando lo que había, apenas la perdían de vista. Cierta noche, una de

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las religiosas vio salir a su amante de la celda, y en el acto participa su descubrimiento a algunas de sus compañeras, las cuales resolvieron poner el hecho en conocimiento de la abadesa, llamada Usimbalda, y que a los ojos de sus monjas y de cuantos la conocían pasaba por las mismas bondad y santidad. A fin de que se creyera su acusación y de que Isabel no pudiese negarla, se concertaron de modo que la abadesa cogiese a la monja en brazos de su amante. Adoptado el plan, todas se pusieron en acecho para sorprender a la pobre paloma, que vivía enteramente descuidada. Una noche que había citado a su galán, las pérfidas centinelas venle entrar en la celda, y convienen en que vale más dejarlo gozar de los placeres del amor, antes de mover el alboroto; luego forman dos secciones, una de las cuales vigila la celda, y la otra corre en busca de la abadesa. Llaman a la puerta de su celda, y le dicen.

—Ven, señora; ven pronto, hermana Isabel está encerrada con un joven en su dormitorio.

Al oír tal gritería, la abadesa, toda atemorizada, y para evitar que, en su precipitación, las monjas echasen abajo la puerta y encontrasen en su lecho a un clérigo que con ella le compartía, y que la buena señora introducía en el

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convento dentro de un cofre, se levanta apresuradamente, se viste lo mejor que puede, y, pensando cubrir su cabeza con velo monjil, se encasqueta los calzones del cura. En tan grotesco equipo, que en su precipitación no notaron las monjas, y gritando la abadesa: «¿Dónde está esa hija maldita de Dios?», llegan a la celda de Isabel, derriban la puerta y encuentran a los dos amantes acariciándose. Ante aquella invasión, la sorpresa y el encogimiento los deja estáticos; pero las furiosas monjas se apoderan de su hermana y, por orden de la abadesa, la conducen al capítulo. El joven se quedó en la celda, se vistió y se propuso aguardar el desenlace de la aventura, bien resuelto a vengarse sobre las monjas que cayesen en sus manos de los malos tratamientos de que fuese víctima su querida, si no se la respetaba, y hasta robarla y huir con ella.

La superiora llega al capítulo y ocupa su asiento; los ojos de todas las monjas están fijos en la pobre Isabel. Empieza la madre abadesa su reprimenda, sazonándola con las injurias más picantes; trata a la infeliz culpable como a una mujer que en sus actos abominables ha manchado y empañado la reputación y santidad de que gozaba el convento. Isabel, avergonzada y tímida, no osa

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hablar ni levantar los ojos, y su conmovedor embarazo mueve a compasión hasta a sus mismas enemigas. La abadesa prosigue sus invectivas, y la monja, cual, si recobrara el ánimo ante las intemperancias de la superiora, se atreve a levantar los ojos, fíjalos en la cabeza de aquella que le está reprimiendo, y ve los calzones del cura, que le sirven de toca, lo cual la serena un tanto.

—Señora, que Dios te asista; libre eres de decirme cuanto quieras; pero, por favor, compón tu tocado.

La abadesa, que no entendió el significado de estas palabras:

—¿De qué tocado estás hablando, descaradilla? ¿Llega tu audacia al extremo de querer chancearte conmigo? ¿Te parece que tus hechos son cosa de risa?

—Señora, te repito que eres libre de decirme cuanto quieras; pero, por favor, compón tu tocado.

Tan extraña súplica, repetida con énfasis, atrajo todos los ojos sobre la superiora, al propio tiempo que impelió a esta a llevar la mano a su cabeza. Entonces se comprendió por qué Isabel se había expresado de

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tal suerte. Desconcertada la abadesa, y conociendo que era imposible disfrazar su aventura, cambió de tono, concluyendo por demostrar cuán difícil era oponer continua resistencia al aguijón de la carne. Tan dulce en aquellos momentos como severa pareciera hace poco, permitió a sus ovejas que siguieran divirtiéndose en secreto (lo cual no había dejado de hacerse ni un momento), cuando se les presentara la ocasión, y, después de perdonar a Isabel, se volvió a su celda. Se reunió la monjita con su amigo, y le introdujo otras veces en su habitación, sin que la envidia la impidiera ser dichosa.

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EL MECHÓN DE CABELLO

Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos.

La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.

Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía

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como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos.

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo.

No deseó manifestar nada a la reina, ni le expresó su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.

Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una

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gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y se abrió la puerta y le quitaron la antorcha de la mano.

Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió.

Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, se quitó la capa y se acostó donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y,

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fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Le apesadumbraba partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, se puso el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y se volvió a su lecho tan presto como pudo.

Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:

—Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? A instantes que partiste de mí y más que de costumbre te has refocilado conmigo, ¿y tan pronto vuelves? Mira lo que haces.

Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: «Yo no fui.

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¿Quién fue? ¿Cómo se fue y cómo vino?». De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás le echó venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:

—¿No te parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?

—Sí, mi señor, pero, con todo, te ruego que mires por tu salud.

Entonces dijo el rey:

—A mí me place seguir tu consejo y, por tanto, sin darte más molestia, me vuelvo.

Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante, por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y  así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una

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muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue  tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza.

Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese.

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, se llegó al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: «Este es». Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que

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llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, se volvió a su cámara.

El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.

El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: «El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido». Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:

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—Quien lo hizo, no lo haga más, y ande con Dios.

Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la fortuna.

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