chico mendes: sueño que crece en el corazón de la … · las cosas, pero estaban ilusionados y no...

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35 35 35 35 35 LETRAS THIAGO DE MELLO Chico Mendes: Sueño que crece en el corazón de la selva* Ya no frecuentas con el cuerpo conmovido los espacios del mundo. La medida del tiempo no te alcanza. Ganaste la dimensión del sueño: eres lucero de la esperanza. Llegado fuiste al mundo –frente estrellada, pecho caudaloso– para que cumplieses en la construcción del triunfo de lo que en el hombre hay de rocío indignado. Atendías altos llamados: la selva y sus pueblos necesitaban (necesitan) de la esperanza con que hacías la siembra y el poder con que descubrías que el amor es posible. Los enemigos de la vida, temblando ante la aurora, Revista Casa de las Américas No. 275 abril-junio/2014 pp. 35-38 * Al cumplirse setenta años del natalicio de Chico Mendes, publicamos esta versión del poema que le de- dicara el amigo y colabora- dor de nuestra revista Thiago de Mello.

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L E T R A S

THIAGO DE MELLO

Chico Mendes: Sueño que creceen el corazón de la selva*

Ya no frecuentascon el cuerpo conmovidolos espacios del mundo.La medida del tiempo no te alcanza.Ganaste la dimensión del sueño:eres lucero de la esperanza.

Llegado fuiste al mundo–frente estrellada,pecho caudaloso–para que cumpliesesen la construcción del triunfode lo que en el hombre hayde rocío indignado.

Atendías altos llamados:la selva y sus pueblosnecesitaban (necesitan)de la esperanza con que hacías la siembray el poder con que descubríasque el amor es posible.

Los enemigos de la vida,temblando ante la aurora, Re

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* Al cumplirse setenta añosdel natalicio de ChicoMendes, publicamos estaversión del poema que le de-dicara el amigo y colabora-dor de nuestra revistaThiago de Mello.

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feroces cortarontu camino imborrablemente escritoen la verde realidad,en la tierra nuestra de cada día.

Enloquecidos porque los hundías,pensaron que podríanamordazar la feen el reino de la justiciay convertir en monedael esplendor de la primavera.

Ni presintieronque eres de la estirpe de los seresque nacen para permanecer.Ahora, intocable,prescindes del cuerpo.

Perduras con nosotros.Nos llevas y te llevamos.He aquí que la vida del hombrey lo que habla y lo que hacese hace fundamentode lo que será el porvenir.

Y tu propia muertees la llama que nos llamapara llevar la greda,sacudir la pizarra,aparejar los puntalesde maçaranduba1

y ayudar a construir las espléndidas ciudades.

1 Maçaranduba: árbol amazónico, de madera noble.

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Por eso te canto, hermano.Tú nos vuelves capacesde cuidar del suelo y del cielodel reino de la claridadque es nuestro regazo y nuestra casa.

Avanzamos por los senderosque ayudaste a abriry para no perdernosnos dejaste estrellasen los troncos de las seringueiras2

en las sacopemas3 de las samaumeiras,4

y hasta en las habas morenasde la acapurana5 florida.

El destello sereno de tus ojos inmensosbaila en las escamas esmaltadasque nacen del encuentrode las aguas del Acre y del Xapuri.

Déjame revelarte que a vecesnos muerde una sombra de desánimoy nos estremece el espantoante los estoques de la opulenciaque no duerme y está llena de ojos.

Ahí los pájaros de la selvallegan confiados,las lechuzas se despiden de las estrellascantando las sílabas alegresde tu nombre de niño.

2 Seringueira: el árbol que da la leche del caucho.

3 Sacopemas: raíces aéreas en formas de alas triangulares.

4 Samaumeira: majestuoso árbol de la selva.

5 Acapurana: árbol que conversa con el río.

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Por todo lo que nos das,te traigo el sonido de los remosde los pescadores de pirarucu;6

traigo la palma bailarinade los niños de la vega,barrigones, flacos,escolares.

Traigo el canto del sindicatode los pájaros de alas quemadaspor las brasas inhumanas;el sudor de las quebradoras de cocos,de las hacedoras de harina de agua,de las amasadoras de açaí.7

Y termino este gesto de mano agradecidacon el abrazo de los niños amazónicosque nacerán aún, benditospor el arco iris majestuoso del amorque se levanta de la savia del bosquede las tierras firmes del Xapuri,con todos los colores de las razas humanas.

Traducido del portugués por Adán Méndes

6 Pirarucu: uno de los más grandes y predilectos peces de nuestros ríos.

7 Açaí: nombre del árbol y el fruto, del cual se hace un jugo de poder energé-tico.

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1970

Nací el año en que Salvador Allende asumió la presidencia. Mimamá dice que lo conocí, que ella me llevó sobre sus hombros amás de una concentración donde Allende fue el orador principal.Pero yo no me acuerdo. Con el tiempo, sin embargo, fui haciéndo-me una imagen muy precisa y delineada sobre el personaje. Que ledijeran el Chicho ya lo hacía buena tela. El Chicho, como quien diceel Pepe, el Flaco, el Tito. Mi papá hablaba con infinito respeto delChicho. Decía «Chicho» con una entonación suave, como si afinaraun koto japonés, se me ocurre. Y eso que mi papá es argentino. Otal vez sea precisamente por eso: mis padres eran extranjeros enesta tierra y trabajaban en la Universidad Técnica del Estado, laprestigiosa UTE. Y mientras allá, allende la cordillera, todo se pu-dría en una seguidilla de dictaduras militares de las que mis padresse habían salvado, acá, Allende la cordillera, las cosas parecíanharto más estimulantes. Yo escuchaba las conversaciones apasio-nadas en la mesa, palabras con énfasis nada más, y «La batea» o«Las casitas del barrio alto» sonando atrás, en los discos deQuilapayún y de Víctor Jara que después fueron sepultados quizádónde, y los bailes en la mitad del living y el relajo en la cara deesos tipos que eran mis padres y sus amigos que llegaban en citroneta.El Chicho estaba ahí, en el aire, y la gente andaba jaranera. Aunqueesa puede ser una distorsión de la memoria de la memoria de losotros, que es la que hoy reconstruye la historia. Más que relajo,pienso ahora, esas caras eran la expresión de una vida cotidiana sinmiedo. La mejor parte del documental Salvador Allende, que haceunos años estrenó Patricio Guzmán, para mí es la escena donde unhombre dice algo así como que el presidente tenía enamorado al

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pueblo, que la Unidad Popular era una sociedad en estado amoroso. Suena rico. Mi mamá diceque era rico. Mis padres no tenían pitutos ni amigos del GAP y les costaba de repente conseguirlas cosas, pero estaban ilusionados y no querían ni mirar hacia el otro lado de la cordillera, pobreArgentina. Por debajo las cosas olían mal, es cierto, y el final estaba a la vuelta de la esquina.Aunque yo no conocí a Allende ni viví el golpe de Estado en primera persona, tengo algunasimágenes de esos años en mi cabeza. Una que siempre vuelve: es diciembre de 1973 y vamos deviaje con mis padres y mi hermana, en la citroneta, hacia Buenos Aires. Vamos a ver a misabuelos. Un par de uniformados nos pide los documentos. Estamos en la frontera. Junto a loshombres hay un perro, un pastor alemán que muestra unos colmillos filudos y radiantes. Los unifor-mados nos hacen bajar del auto y rastrean y rastrean sin encontrar lo que buscan: no les queda otraque dejarnos ir. Partimos, mi papá mira hacia adelante como si pudiera atravesar la cordillera conlos ojos. Yo miro hacia atrás: el pastor alemán sigue exhibiendo sus encías rojizas hasta que sefunde con los uniformados y el resto del paisaje.

1973

El día del Golpe yo tenía tres años y medio, y ninguna conciencia de lo que estaba pasando.Tampoco la tuve a los cuatro ni a los cinco ni a los seis. Puede que a los siete o a los ocho –oincluso a los nueve– haya empezado a entender algo. Mínimamente. Entendía, por ejemplo, queera necesario ser cauteloso con las palabras, que ahí había peligro. Yo no hablaba mucho, detodas maneras. Cuando me preguntaban si mis padres eran comunistas, decía que ellos eranargentinos. No era una respuesta positiva ni negativa. Aunque yo, la verdad de las cosas, creíaque el comunismo era chileno. No me acuerdo del Golpe, pero me acuerdo del recuerdo de mispadres. O de lo que mi memoria ha decidido armar, un poco arbitrariamente, con esas imágenesdifusas. Dicen ellos que el sábado 8 de septiembre fueron a la Peña de los Parra. Que la ciudadestaba llena de milicos y se respiraba un aire raro. Dicen que el domingo estuvieron con noso-tras, conmigo y mi hermana mayor. Que en la tarde sacamos a pasear a la Piti, una quiltra negrarecogida de la calle unos meses atrás. El lunes 10 mis padres fueron a trabajar y, a la vuelta, unmiguelito se incrustó en la rueda delantera izquierda del auto y tuvieron que remplazar el neumá-tico por el de repuesto. Mi papá se quedó esa noche hablando hasta la madrugada con unamigo, un colega de mi mamá, militante del PS. No sé dónde andaba mi mamá, puede que hayasalido con mi tía Irma, que tenía su mismo apellido y también era argentina pero no era supariente. Yo dormía con mi hermana en un camarote; ella arriba, yo abajo. Además de la Piti,teníamos un gato llamado Lolo. Nadie se acuerda bien de cómo llegó el Lolo a la casa, pero yorecuerdo que un día desapareció. Así no más: desapareció. Dicen mis padres que a la mañanasiguiente, el martes 11 de septiembre, partieron a la universidad temprano. Pero antes pasaronpor una vulcanización en la calle Vivaceta. Nosotras nos quedamos con la señora Juana, que eraallendista pero no se lo contaba a nadie. El mecánico tenía prendida la radio y ahí, en el taller,

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rodeados de tuercas y repuestos de autos, mis padres escucharon la voz de Allende, el últimodiscurso en la radio Magallanes, el corte de las trasmisiones. Y luego los comentarios antiallendistasdel mecánico, que les entregó la rueda con las manos engrasadas y cerró el negocio. «Váyansepara la casa con cuidadito», dicen mis padres que les dijo el hombre. O algo así, digo yo. Pero,en vez de eso, mis padres dicen que volaron hacia la universidad y lo que encontraron fue elpreludio, a escala aún narrable, de lo que vendría de ahí en adelante. Milicos por todas partes,quemas de papeles, profesores y estudiantes dispersos por aquí y por allá, como perdidos en uncamino de tierra, y un silencio abrupto, casi tan amenazante como el rumor de las metralletas a ladistancia. No sé bien qué hicieron durante las horas siguientes; ellos no lo recuerdan con preci-sión. Supongo que en ese momento se les vinieron a la mente las imágenes del 29 de julio de1966 en Argentina, cuando el teniente Juan Carlos Onganía –que un mes antes había derrocadoel gobierno democrático de Arturo Illia– intervino la Universidad de Buenos Aires. Mi papátrabajaba en la Facultad de Ciencias Exactas y mi mamá había estudiado ahí. Y ese 29 de julio,que luego pasó a la historia como la Noche de los Bastones Largos, mi papá estaba en unareunión con sus colegas y entraron los milicos a lumazo limpio y le llegaron varios golpes en lacabeza y lo detuvieron junto a los demás y mi mamá se enteró en la noche y desde entoncesempezó a fumar compulsivamente y lo fue a buscar a la 2ª Comisaría de Buenos Aires, en la calleDiamante, y recién al día siguiente soltaron a mi papá junto a sus colegas y hubo que ponerlevarios puntos en la cabeza y esa misma tarde renunció a la universidad y luego empezó a trabajaren una fábrica de pinturas y mi mamá se ganaba la vida como encuestadora de Gillette y queríanirse a vivir a otro país y trabajar en lo suyo, que eran las ciencias, pero a dónde se iban a ir. Mispapás estaban recién casados y no tenían hijos, pero tampoco tenían plata para mandarse acambiar así como así. Hasta que se abrió la posibilidad de partir a Chile, a la UniversidadTécnica del Estado, gracias a la Fundación Ford, que gestionó la residencia de investigadores yacadémicos en países vecinos. Y mis padres se despidieron de la familia y armaron maletasy llegaron a Santiago en diciembre de 1966, con hartas dudas pero también con expectativas. Yal final les gustó Chile y tuvieron dos hijas y, aunque extrañaban a sus padres, los amigos argen-tinos eran muchos y lo pasaban bien. Y ahí estaban, ese martes 11 de septiembre de 1973pasado el mediodía, recién ejecutado el Golpe, pensando qué hacer en ese minuto. Y decidieronvolver a la casa. Rehicieron la ruta de la mañana casi sin hablar, como si las palabras hubierandejado de ser útiles. Dicen que la señora Juana estaba nerviosísima, a cargo de mi hermana y demí, dos mocosas de cinco y tres años que preguntaban qué eran esos ruidos, qué pasaba, porqué no podíamos mirar por la ventana. Uno de los vecinos era carabinero y eso, lejos de aliviar-la, la ponía más nerviosa. Los bombardeos en la casa de Allende, en la avenida Tomás Moro, sehabían sentido desde nuestro patio en la Villa El Dorado, dicen. Me pregunto si esos ruidosse habrán incrustado en alguna parte de mi cabeza. Ahora se me viene a la memoria una escena,pero no sé dónde ubicarla. No sé si fue en septiembre o en octubre de ese año. No sé si fue ese

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año, siquiera. La Piti le ladra a los helicópteros que sobrevuelan la ciudad y en la cocina hay unainvasión de hormigas que avanzan por una muralla. Mi hermana las mira marchar durante unbuen rato y luego las va aplastando una a una con su dedo índice mientras murmura «toque dequeda, toque de queda». El dedo le va quedando negro. Mis padres dicen que no se acuerdande eso, pero mi hermana y yo nos acordamos perfectamente.

1976

Es feriado y vamos en la citroneta con mi mamá, mi hermana y la tía Irma a visitar a los hijos deJohn, un antropólogo norteamericano que trabaja en Naciones Unidas y esos días está de viajeno sé dónde. Vive en una calle llamada Charles Dickens. Yo entonces no tengo idea de quién esCharles Dickens, pero John me simpatiza. A mi hermana y a mí nos caen bien sus hijos, una niñatres años menor que yo y un niño de mi edad. Son muy rubios, de piel y ojos muy claros, yhablan un español defectuoso. Me gusta escucharlos, me encanta oír su mala pronunciación. Esanoche hay toque de queda, de manera que la visita será corta. Mi mamá y mi tía Irma fuman susHilton y echan humito en el patio de la casa de Charles Dickens, mientras nosotras jugamos conlos anfitriones en su pieza. En algún momento mi mamá siente unos gritos y ve a mi hermana queviene corriendo –urgida, casi sin aliento– y dice que el niño está tratando de asfixiarme con unaalmohada. Dice que dice cosas en inglés y que su hermanita lo celebra y que yo apenas atino agritar. Mi mamá corre hasta el dormitorio y me ve pataleando, con la cara cubierta por unalmohadón que me cubre hasta el pecho, sostenido con fuerza por mi futuro hermanastro. Mimamá lo empuja a un lado y le planta una cachetada. Yo salgo del ahogo y respiro. Años mástarde mi mamá le pedirá perdón a su hijastro por haberle pegado. Pero él dirá que no se acuer-da: ¿de qué estás hablando, Anita?, preguntará. Recién en 2013, treinta y siete años más tarde,mi mamá me contará esta escena y yo no la recordaré, la habré borrado por completo, y tendréla sensación de que no está hablando de mí sino de un personaje de su imaginación. Y se meocurrirá que los recuerdos, la historia y la ficción son tres puntas de un triángulo imperfecto, conreglas propias, muy poco científico. Y le pediré a mi mamá que siga hablando, que por favor sigaalimentando esa memoria que yo no tengo.

1978

El año anterior había sido clave. Las bicicletas nuevas que habíamos descubierto horas antes enel patio de la vecina –la esposa del carabinero– de pronto llegaban a la puerta de nuestra casa,a la medianoche en punto, con el eco de un jojojó más falso que pascua feliz para todos en ese1978 silencioso y extrañamente festivo. Y nosotras, mi hermana y yo, mirábamos a nuestrospadres y nos quedábamos con ganas de decirles que ya lo sabíamos todo; que el tal viejopascuero no existía. En realidad yo aún creía un poquito, pero me hacía la incrédula para no

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defraudar a mi hermana mayor. El asunto es que al año siguiente, por ahí por noviembre, nosrecordaron que el viejo esperaba nuestra carta. Como yo apenas sabía escribir, mi hermana hizola lista por las dos y anotó cinco o seis regalos posibles, aunque lejos el más deseado era elwalkie talkie. Cruzamos los dedos y nos olvidamos por unos días. Hasta que un par de sema-nas antes de Navidad mi hermana lo vio. Estaba en el clóset de mi mamá, entre sus chalecos. Eraun paquete del porte de una caja de zapatos, envuelto en papel de regalo, con una etiqueta quedecía «Para Ale y Dani, del viejo pascuero». Lo llevamos al baño y lo abrimos con muchocuidado; nos preocupamos de que el scotch no rompiera el papel. Cuando los tuvimos en lasmanos nos sentimos policías secretas. No teníamos idea entonces del alcance de esa expresión,menos mal. Eran dos aparatos idénticos: uno para cada una. Mi hermana prendió el suyo yempezó a sonar un bzzz como de televisión sin trasmisiones. Yo prendí el mío y escuché clarita lavoz de mi hermana que salía del aparato con un «probando, probando». Pero lo que escucha-mos a continuación fue la interferencia de una voz ajena. «Atento, mi cabo, ¿me copia?». La vozsiguió hablando en este cruce de líneas y preguntando si le copiábamos, atención, Fernando deArgüello (así se llamaba nuestra calle), atención, QRM. Estamos fritas, pensamos, nos tienenrodeadas. Y ahora nos vendrán a buscar y nos meterán presas y adiós para siempre al viejopascuero, adiós regalos, adiós confianza de los padres, adiós a los mismísimos padres. Nostemblaban las manos, pero logramos meter los aparatos en la cajita original, cerramos el paquetey nos deslizamos hacia la pieza de nuestra madre. Guardamos el regalo bajo los chalecos ypasamos las siguientes dos semanas esperando la captura. Estábamos seguras de que una ma-ñana cualquiera el vecino carabinero golpearía la puerta y nos llevaría detenidas. Pero los cara-bineros nunca vinieron a buscarnos, nuestros padres siguieron creyendo que creíamos, alguienvolvió a tocar el timbre a las doce de la noche del 25 de diciembre de 1978 y emitió el mismojojojó inverosímil de los años anteriores. Un jojojó falso que para nosotras, sin embargo, fueuna carcajada de alivio. Luego nos hicimos las sorprendidas y escuchamos las señales cruzadasde los walkie talkies como si fueran los diálogos de una película de terror ya un poco rancia.

1979

¿Qué será de los niños argentinos de la escuela de Campana, donde estudiaba mi prima, que en1979 –el mismo año en que mis padres se separaron oficialmente– me partieron la cabeza conun palo porque supieron que era chilena? ¿Qué será de esos pendejos argentos que gritaron «ahívienen las chilenitas» y nos apuntaron con el dedo a mi hermana y a mí? Esa tarde habíamos idoa buscar a mi prima al colegio y la esperábamos en el patio. Vi la cara de pánico de mi hermana,pero no alcancé a reaccionar. De un segundo a otro me cayó encima la tropa de monstruitos yuno sacó un palo y ¡toma, chilena! El conflicto que casi fue guerra el año anterior todavía estabacaliente –todavía lo está, para los patrióticos ultrones. El caso es que después llegó la ambulancia

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y vinieron los puntos en la cabeza y la vacuna antitetánica y calladita la boca, usted, no andemostrando que es chilena, ¿no ve que los niños defienden su patria? Años más tarde, cuando yacasi no recordaba este episodio, me pelé al rape y ahí aparecieron los siete puntos en la nuca,como esas bifurcaciones de caminos trazadas en los mapas turísticos. El mate quebrado, comoel de mi papá en su noche de los bastones, en 1966. La cabeza como un mapa de ruta bélicacompartida. Ahora tengo el pelo largo y muchas preguntas debajo del cráneo.

1982

Todos comieron pavo, menos yo. Todos tomaron cola de mono y desmenuzaron esos turronesduros como roca, menos yo. Ellos estaban sanos, yo tenía hepatitis. Era Navidad, yo cumplía unmes en posición horizontal. Había perdido la noción del condimento y del aliño en las comidas.Me valía lo mismo una papa hervida que una papa frita. Ya no echaba de menos la palta ni loshuevos revueltos ni la leche con Milo. La hepatitis me había vuelto ascética y era casi feliz. Casiporque tenía la bilirrubina por las nubes y los ojos furiosos de amarillo. Pero feliz porque esosdías recibía con curiosidad adolescente los sobres que me enviaba Hernán Hernández, el profe-sor de matemáticas del colegio El Dorado. Era un flacuchento de bigotito chaplinesco que en-tonces habrá tenido, calculo, unos veinticuatro o veinticinco años. Era tímido, calladito, casi uncero. Cada vez que nos daba una tarea lo hacía como disculpándose por ser tan inoportuno. «Yahora una tareíta», nos anunciaba corto de genio o amenazado por quizá qué miedos. Su voz eraigual de retraída que él. Un pliegue del país de los ochenta. En el fondo yo creo que le perturba-ba dar órdenes. El caso es que al final del segundo semestre de 1982, cuando me diagnosticaronla hepatitis, el profesor se acercó y me dijo «usted, tranquila». Y yo me fui a la cama tranquila,con fiebre y puntadas en el hígado, pero tranquila. Y me entregué al virus. Y a los pocos díasempecé a recibir, muy tranquila, los apuntes de sus clases (tablas, ecuaciones, raíces cuadra-das) entre paños fríos, sopitas de pollo y jaleas. Los apuntes venían en unos sobres de colorescon estampillas y yo los abría como si fueran cartas del extranjero. Y después hacía los ejerci-cios en un cuaderno lleno de dibujos afiebrados y me iba poniendo al día con la materia. Hastaque la tarde antes de Navidad, Hernán Hernández apareció por mi casa con un sobre blanco,grande. Se había afeitado el bigote, se veía más flaco. Y me entregó el sobre. «Ábralo si quiere»,me dijo. Y obvio que quise. Adentro del sobre venía el álbum de Sarah Kay. Y no solo el álbum,sino que el álbum lleno: lámina tras lámina, ciento veinte figuritas pegadas por el profesor dematemáticas. Yo tenía doce años y un par de ideas claras. La primera, que me gustaban bastantelas matemáticas aunque no iba a seguir una carrera científica como mis padres. La segunda, queHernán Hernández era una persona excepcional. Nunca más junté un álbum. Me acuerdo que alaño siguiente empezaron las protestas contra Pinochet y que en diciembre tomamos cola demono y comimos turrón de Alicante.

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1983

«Mañana hay protesta nacional», dijo mi papá en la mesa. Lo dijo con una solemnidad extraña.Como si sus interlocutoras –mi hermana y yo– fuéramos un par de amigas con las que analizabala contingencia nacional. Y también la internacional: Argentina estaba recuperando la democraciay eso le otorgaba una especie de tenacidad mayor a la cordillera. Entonces tuve la vaga sensa-ción de que estos días marcaban un antes y un después, aunque no supe bien de qué. Esaapertura de ojos frente a la primera protesta contra Pinochet aquel 11 de mayo de 1983, esatrizadura del suelo, coincidía para mí con otros sacudones. Movimientos puertas adentro, másbien. Como si después de llenar álbumes de figuritas, después de un silencio prolongado poraños, se instalara el rumor de la vida real. De ahí en adelante todo se precipitó. Al año siguienteme hice vegetariana, me cambié del colegio El Dorado a un liceo público que odié instantánea-mente, aprendí a tocar guitarra, mi padre se casó con una mujer que no es mi madre, mi gatoamaneció un día envenenado, tuve el primer amago de pololeo con un liceano que tocaba bateríay adoraba a Serú Girán, conocí el desierto de Atacama, viajé en tren desde Mendoza hastaBuenos Aires con mi hermana y una amiga igual a Sofía Loren que nos levantaba todos lospololos, pasé el terremoto del 3 de marzo de 1985 –mi primer terremoto– en la nueva casa demi papá, tuve la sensación de que el liceo era una cárcel de alta seguridad, le pedí a mis padresque por favor, por favor, me cambiaran a ese colegio llamado Francisco de Miranda donde nousaban uniformes y los estudiantes tenían el pelo del color y del largo que se les antojara y erantodos de izquierda, fui a recitales de heavy metal y de Los Prisioneros, dormí en sillones,colchonetas o directamente en el suelo de casas de amigos –juntos y apiñados después dealguna fiesta, esperando el levantamiento del toque de queda–, sentí muchas réplicas del terre-moto del 85 y hasta me encariñé con ellas, vi pasar a Nicanor Parra en su Volkswagen escara-bajo por la puerta de la casa de mi madre, me aprendí la Internacional, encendí velas durante losapagones, bailé en las fondas de la Fech, en las fiestas del galpón Matucana y en los patios de losamigos jotosos, vi Primavera con una esquina rota en el teatro Ictus con mi mamá y mipadrastro, pensé que quería estudiar teatro o antropología o sociología o en una de esas litera-tura, y al final me fui a vivir con mi mamá y mi padrastro. Y un día le dije fascista a mi mamáporque no me dejó ir a la toma de un colegio. Le dije fascista, cómo pude. Yo había escondidoel antiguo uniforme del liceo en un bolso y me fui a dormir a la casa de una amiga. Mi hermana mevio y sospechó y me acusó. La Ale se fue con el jumper en un bolso, mami, le dijo. Y a mi mamále bajó la leona protectora y apareció a las diez de la noche en la casa de mi amiga, dondepreparábamos los panfletos y afinábamos los últimos detalles de la toma, y me dijo tú no vas aninguna parte, cabrita, y me subió al auto y me dejó con el jumper sin uso, con los cresposhechos. Fue entonces cuando le dije fascista. Y la odié y no le hablé durante varios días. Sema-nas o meses, incluso, sin dirigirle la palabra. Pero después la entendí tanto. Aunque eso fue

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mucho más tarde, allá por los años noventa. Y le pedí perdón y ella me dijo ay, no seas tonta: siyo hubiera tenido tu edad, habría hecho lo mismo. Jaque mate.

1985 (I)

Estoy en un hotel de Lima con John y Alan Durston, mi padrastro y mi hermanastro, respectiva-mente. Al día siguiente tomaremos el tren a Cuzco, nos bajaremos en Ollantaytambo y nossumergiremos con nueces, almendras y mate de coca por el Camino del Inca, hasta MachuPicchu. Mi hermanastro tiene el mismo nombre que el nuevo presidente de Perú, recién electo.Al llegar a Lima he visto un cartel pegado en un muro: «Charly García en vivo». Charly García aúnes Charly García y canta. Qué buena idea, pienso entonces, ver a Charly García en esta ciudad. Elproblema es que mi padrastro no me da permiso para ir al recital. «El país no está para bollos»,me dice. O algo así. En Chile hay dictadura y los peligros son reales, pienso. Que mi padrastrono me dé permiso para ir a un concierto de rock en un país democrático me parece último. Se lodigo: «Eres último, igual que mi mamá». Yo tengo quince años y estoy amurradísima. Mi herma-nastro no me apoya ni me deja de apoyar. Él está más preocupado por tomar apuntes mentalesde este país donde más tarde vivirá y estudiará en profundidad (aunque eso aún no lo sabe).John es la autoridad en este viaje y yo soy menor de edad y no tengo dinero ni carácter ni arrojosuficientes como para escaparme por la ventana del hotel de una ciudad desconocida. Entoncesme acuesto a leer. En la mochila ando con un libro de Roberto Arlt, El juguete rabioso. En unaparte el protagonista dice: «Así veo la vida, como un gran desierto amarillo». Por un rato meolvido de Charly García. John y Alan conversan en la pieza; programan en detalle nuestra ruta aMachu Picchu. Y de repente viene la explosión. Un ¡bum! con mucho eco, como en una películade Bruce Willis. Y la ventana se hace trizas y llueven esquirlas. Pedazos de auto en la pieza, en lacama, entre mi hermanastro, mi padrastro –mi paternal padrastro– y yo. Es el saludo de Sende-ro Luminoso. Bienvenidos a la Lima de García. De Alan García, no de Charly García. En eseminuto pienso que esto recién empieza para Alan. Para Alan el presidente, no para Alan mihermano. Yo agarro un resto de auto del suelo y lo olfateo. Obvio: huele a pólvora. Mi padrastrome mira no más. Yo entiendo todo y no digo nada. Incluso tengo muchas ganas de abrazarlo. Yde llamar a mi mamá y decirle que la adoro. Al rato suena el teléfono. «Ha estallado un cochebomba», confirma el recepcionista del hotel. Y agrega: «Pero no se alarmen, señores, todo estáen orden». A mí se me ocurre que esto es un desierto rojo.

1985 (II)

Hemos sincronizado los relojes con El diario de Cooperativa. Nos juntamos a las 7:55 a.m. enPlaza Ñuñoa, en las puertas del boliche donde, no hace mucho, probamos la malta con huevo ynos ha empezado a gustar la cerveza. Nuestros hígados todavía son resistentes, a pesar de las

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tempranas hepatitis y otros desajustes. Tenemos entre quince y diecisiete años, fumamos cigarros,hemos probado la marihuana y comido queque de marihuana incluso, y nos han dado unosataques de risa incontrolables. Nuestros padres nos han prohibido ir a las tomas, pero aquíestamos. En las puertas de un liceo industrial con más hombres que mujeres, atentas al gritopelado que llegará en cualquier minuto. «¡Adentro, compañeros!», escuchamos a las ocho enpunto y obedecemos. Compañeros y compañeras, estudiantes de colegios públicos y privados,nos tomamos el Liceo Industrial Chileno Alemán de Ñuñoa. Saltamos las rejas, corremos, cerra-mos las puertas con cadenas y candados, abrimos las mochilas y repartimos los panfletos quealuden al escaso financiamiento del Estado en la educación. Pero también al derecho de elegircentros de alumnos democráticos, a la rebaja del pasaje escolar al diez por ciento histórico y suextensión al Metro o a la gratuidad de la Prueba de Aptitud Académica. Los alumnos del liceonos han estado esperando y ahora hacen lo suyo: bajan al patio, rayan los muros con spray,sacan pancartas gigantes. Los profesores están retenidos en una sala y hay estudiantes en eltecho. Todo está alborotado, pero lindo. Aunque lindo no es la palabra. Todo está en nuestrasmanos: eso nos parece entonces. «Seguridad para estudiar, libertad para vivir», escribe alguienen un muro. Y más abajo: «¡No a la municipalización!». Una consigna que no sabemos, nopodemos imaginar que veintiséis años más tarde y sin dictadura en nuestras espaldas, seguiráintacta. Esa mañana de 1985 cantamos, gritamos «y va a caer y va a caer», hasta que cae laprimera bomba lacrimógena. La esquivamos. Pero a la cola viene otra y otra y otra, y el patio setransforma en un concentrado de gases y no podemos respirar y nunca hemos sentido esto. Nosacordamos en un pestañeo del terremoto ocurrido a comienzos de año. Sentimos, eso sí, unpánico distinto. Nos ahogamos. Corremos como ratones envenenados, de un lado a otro. Seacabó el entusiasmo: nos tapamos la boca con pañuelos o chalecos, tratamos de ayudarnos,caemos al suelo, creemos perder la conciencia. O la vida. Escuchamos los llamados de loscarabineros por altoparlantes. Que nos rindamos, ordenan, que van a entrar. Hay una pausa.Entre la humareda vemos que los dirigentes salen a dialogar con los uniformados. Después de unrato lo consiguen: saldremos del liceo y no nos detendrán. Ese es el acuerdo. Pero ocurreexactamente lo contrario: cerca de las once de la mañana salimos y nos agarran de las parcas,nos tironean de los chalecos o directamente de las mechas y nos meten a esos carros quellamamos celulares. No tenemos celulares, teléfonos celulares, en esa época. Ni Facebook niTwitter ni YouTube existen. Ni correo electrónico siquiera. Confiamos en que los compañerosque no entraron a la toma difundirán la noticia. Que llamarán a la radio Cooperativa, al Codepu,a la Codeju, a la Vicaría de la Solidaridad, si es necesario, que correrán la voz entre ellos. Unode los dirigentes escucha que un paco le susurra a otro: «A estos pendejos hay que puro dego-llarlos». No han pasado ni dos semanas del degollamiento de Manuel Guerrero, José ManuelParada y Santiago Nattino, luego de que los dos primeros fueran secuestrados en las puertas delColegio Latinoamericano de Integración, en Santiago. Nos dicen que a las niñas nos llevarán a la

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cárcel de mujeres. Nos aterramos. Pero nos hacemos las choras y ni se nos nota el miedo. Reco-rremos varias cuadras adentro de esos carros; no sabemos dónde estamos. Al rato detienen losmotores, nos bajan y nos conducen a un sótano. Ahí nos desvisten, nos toman fotos, registrannuestras huellas digitales, nos preguntan de todo. Después nos vuelven a subir al carro, ya vestidas,y nos llevan a la 1ª Comisaría de Santiago, en la calle Santo Domingo. Son las ocho, nueve, diez dela noche de ese 10 de abril de 1985. Van llegando nuestros familiares a buscarnos. En algúnmomento nos empiezan a llamar de a una, nos van soltando. Estamos machucadas, pero bienvivas para contarlo. En la radio escuchamos al ministro de educación, Horacio Aránguiz. Asegu-ra que no habrá más tomas en el país. Que nunca más habrá una toma, ni un paro ni una marcha.Que esto se acabó. No imagina el ministro, no puede imaginarlo, que veintitantos años mástarde, con otro terremoto en la memoria reciente y una pila de gobiernos posdictatoriales, nosolo habrá tomas, marchas y paros, sino que el movimiento estudiantil brotará otra vez y despa-bilará, de esquina a esquina, a un país que parecía en su quinto sueño.

2013

Me llama por teléfono mi mamá y me dice: ¿supiste que anoche murió Videla? Sí, le digo, lo vi enTwitter. Ella lo vio en la tele, en el noticiero de CNN. Le comento esa frase de Beatriz Sarlo queleí en la red: «Videla era un creyente. Yo no lo soy. Pero si existiera un infierno, allí estaría sulugar». Mi mamá no es creyente, yo tampoco. A las dos nos gustaría creer en el infierno. Ella diceque al menos Videla murió en la cárcel, que alcanzó a pasar por la justicia. Yo le digo que nitanto, porque nunca reconoció sus crímenes, nunca pidió perdón. Hablamos un rato sobre lasdiferencias entre Chile y Argentina. Se nos mete Pinochet en el diálogo sin que queramos. Fuera,Pinochet, ándate de aquí. Hablamos del cigarro, de los cuarenta días que lleva mi mamá sinfumar, de mi tía Irma que no fuma hace años, de mi sobrina cubana que adora a Michael Jackson,de las elecciones presidenciales, de la última y masivísima marcha estudiantil en Santiago, deltexto que tengo que escribir sobre la infancia en dictadura, de una obra de teatro que acabo dever donde José Soza interpreta a Allende, de lo difícil que es interpretar al Chicho. Mi mamádice que yo lo conocí; que me llevó sobre sus hombros a más de una concentración dondeAllende fue el orador principal. Pero yo no me acuerdo.

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ERIC NEPOMUCENO

Bangladesh, tal vez

esta historia es para Jorge Enrique Adoum

Treinta y siete años, y hoy es miércoles, veintiuno de octubre. Sonlas cuatro y cuarto de la tarde y la ventana muestra, atrás de unagarúa triste, fina e impertinente, el cerro Santa Lucía, con su castilloerguido en medio de los árboles, el cerro como una isla pequeña eimpávida en el medio de la ciudad.

Miércoles, veintiuno de octubre, y debo esperar hasta las ochode la noche.

El código de la compañía aérea que me trajo es el 042. Estáaquí, en el pasaje abierto encima de la mesita puesta enfrente de laventana del hotel, la ventana que muestra la garúa fina y fría y elcerro Santa Lucía: airline code= 042.

Un viaje sin restricciones. También está aquí, en el mismo pasaje dela compañía aérea que me trajo de regreso treinta y siete años después:additional endorsements/restrictions:

Al lado, un espacio en blanco.Regreso treinta y siete años después, un viaje sin restricciones

que va a durar tres días. El sábado por la mañana la misma compa-ñía aérea 042 me llevará de aquí sin restricciones. Pero todavía esmiércoles, veintiuno de octubre, son las cuatro y cuarto de la tardey llueve sobre la ciudad.

El cuarto del hotel es amplio y confortable, y mis cosas estáncompletamente ordenadas. Con el tiempo me convertí en una es-pecie de maniático por el orden. Cada cosa en su debido lugar, sinsorpresas, como si hubiese pasado la vida preparándome para lle-gar a este o a cualquier otro cuarto de hotel sabiendo como tododebería ser. Cuando me fui para no regresar, tenía 28 años, no eratan prolijo y no usaba barba. En realidad, ahora que pienso en esome doy cuenta de que me vestía mal y vivía todavía peor. Re

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En compensación, tenía 28 años.Me fui para no regresar, y cumplí la decisión hasta ahora. No sé por qué, en fin, acepté la idea

de pasar tres días en esta ciudad donde ya no reconozco nada, donde no me reconozco, ydonde ya no se ve, aun en las tardes luminosas, la cordillera al final de las alamedas. Bien que meadvertían las cartas de los pocos amigos que me quedaron, las cartas a lo largo de los años, cadavez más esporádicas, desvaneciéndose como la cordillera. Lo mismo me comunicó la voz en elteléfono el domingo por la noche, cuando hablé con ella por primera vez en treinta y siete añosanunciando que finalmente volvería, que había aceptado sin saber por qué una invitación, yentonces regresaría por primera vez en treinta y siete años por apenas tres días, y marcamosfurtivos, ansiosos, miedosos y derrotados, como hace treinta y siete años, el encuentro para hoy,a las ocho de la noche.

Hoy no veré a nadie más, no encontraré a nadie más. Esa fue la primera condición para decirque sí, vendría: el primer día solo para mí, sin ver a nadie. Como si este viaje fuera lo que es: algodelicado, grave y suave.

El aeropuerto es otro, nuevo, parecido a una casa de vidrio.La forma de hablar de las personas es otra, pero la entonación es la misma de siempre. Como

si nada cambiase totalmente, nunca.El taxi que me trajo al hotel lo fabrican en Brasil. El chofer gordo, medio indio, me explicó:–Llegaron muchos autos brasileños durante los últimos cinco años.Después explicó también que aquel modelo ya no es fabricado.–Una pena –dice él–. Es resistente y consume muy poco.Y no habló más. Prefiero así: pocas palabras.

La ciudad. Aquí está la ciudad: sucia, entristecida, hermosa.En el centro hay nuevas calles reservadas a los peatones. Desde el taxi pude ver un número

inmenso de personas en esas calles. Era poco antes del mediodía del miércoles, y todavía nollovía. Las personas estaban sentadas, casi todas, en bancos a lo largo de esas calles vedadas alos automóviles. Melancólicas, oscuras, derrotadas.

En el hotel, completé la ficha en la recepción, y tuve la tentación de escribir que mi edad era 28años. Terminé escribiendo la edad correcta, y le pedí a la chica un cuarto frente al cerro SantaLucía, y después pregunté si había algún restaurante cerca.

La chica me indicó una fonda a dos cuadras de allí, y sorprendido recordé el lugar como unbatallador que hubiese resistido los treinta y siete años. La chica notó algún relámpago cruzandopor mi mirada, e intentó corregirse.

–Es un lugar muy simple, pero se come bien. Si usted prefiere un lugar de más categoría...

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Pero la interrumpí con una sonrisa y un agradecimiento apenas susurrado: «Conozco el lugar,está muy bien».

Después de guardar con meticulosidad y calma las ropas en el cuarto y observar la garúa finacomenzar, me puse un impermeable casi sin uso y fui a la fonda.

Pedí una sopa de verduras, un congrio rosa al horno, media botella de vino blanco. Demoréel café mirando alrededor, y vi parejas jóvenes, y estudiantes, y hombres burocráticos, y viejostaciturnos y, en fin, en un descuido, me he visto en el espejo que estaba en el fondo del salón.Treinta y siete años antes, no había aquel espejo. Fue una especie de traición. Yo había estadoallí varias veces. La sopa de verduras era poderosa como siempre.

Pensé en caminar por la ciudad, recorrer antiguos pasos, pero no: recordé que había venido a laciudad solamente para un rencuentro. Ningún otro tendría la menor importancia.

De regreso al cuarto de hotel, anoté el programa de los días siguientes. Anotar: la fórmula mági-ca. La letra sobre el papel torna todo un compromiso.

Y entonces anoté: jueves por la mañana, reunión en la asociación de abogados; almuerzo;conferencia en la Facultad de Derecho a las tres de la tarde. Después, cenar con dos de lossobrevivientes que formaban conmigo el viejo quinteto de treinta y siete años atrás. Viernes,viaje de los tres a la costa, almuerzo en la Hostería Santa Helena. Al aceptar la invitación, estaera la segunda y última condición: almuerzo en la Santa Helena. En realidad, yo nunca estuveallí, pero en las mentiras de la memoria el lugar se tornó sagrado. Estaríamos de regreso alcomenzar la noche, y el sábado por la mañana yo partiría de una vez por todas otra vez, despuésde treinta y siete años y tres días.

Miro el reloj, son casi las cuatro y media de la tarde, intento no pensar en nada más, acomodola silla frente a la ventana, miro el cerro Santa Lucía, el viejo castillo, la garúa fina e inesperada.

Ella había sido, era, fue, la mujer más bella del mundo, cuando yo era joven y sin destino y ellaera una niña. Ella, siempre ella. Aquella figura recatada, los cabellos partidos al medio deslizán-dose lentos sobre los hombros, aquella figura esbelta, delicada. Tengo, tuve siempre, diez añosmás que ella. ¿Cuánto daño habrá producido el tiempo en mí, en ella?

Miércoles, veintiuno de octubre, cuatro y media de la tarde, siempre la garúa fina, otra vezllueve sobre la ciudad con nombre de santo, pienso que no debo preocuparme demasiado, nadade grandes expectativas, pienso que no debo pensar, me acuesto sin zapatos en la cama, desdela cama puedo continuar viendo la ventana, el cielo cada vez más opaco, la garúa fina, le pido a latelefonista que me despierte a las seis y cuarto, dormir un poco, dormir.

Un sueño sin sueños. Hace años no consigo soñar. Me gustaría saber alguna vez cómo es mirostro cuando duermo. Antes, me gustaba ver el rostro de mi mujer mientras ella dormía. Sereno,

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tranquilo, de vez en cuando algo se movía en aquel rostro suave. Yo sentía que estaba, de algunaforma, violando su intimidad más profunda. Jamás se lo conté, a lo largo de todos los años quevivimos juntos, que a veces solía contemplar su sueño. ¿Cómo sería el mío?

Cierta mañana pregunté: «¿Qué soñaste ayer?». Ella dijo que no se acordaba.Había sido una noche de rostro tenso, mientras dormía. Y yo entendí, sin saber por qué, que

estábamos acabados. Tres meses después me fui, sabiendo que era inevitable.

Un sueño sin sueños. Recuerdo que, hasta hace algunos años, armaba sueños como series detelevisión. Retomaba el sueño de la noche anterior, le daba secuencia, cambiaba imágenes, lastransformaba, cambiaba el enredo, y cuando el sueño tomaba algún mal camino, tornándoseopresivo, hacía un esfuerzo enorme y corregía los desvíos amenazadores sin despertarme, por-que sabía que si despertase estaría condenado a un insomnio de pavor. Eso, antes. Porque, derepente, los sueños desaparecieron para siempre.

A veces, como hoy, como ahora, en este atardecer de un día miércoles con cielo definitiva-mente opaco y garúa fina, en un cuarto de hotel en la ciudad con nombre de santo, el esfuerzo serealiza en dirección contraria: intento un sueño, llamo, pido, y nada.

¿Con qué me gustaría soñar? Niños, chicos jugando a la pelota; un final de tarde lluviosa, loscharcos, barquitos de papel navegando; o yo mismo chiquito, mi padre y yo, los dos andandoentre los árboles, mi padre explicando frutas y troncos, advirtiendo peligros ocultos. Soñar concualquier cosa que pudiese fluir, que no precisase ningún esfuerzo para ser corregida. Pero no.

El cielo opaco desapareció de la ventana, llegan apenas el brillo de la luz de la calle y la claridadamarilla de la iluminación del viejo castillo erguido en medio del cerro Santa Lucía, el cuarto ensilencio y penumbra, anochece cada vez más temprano en esta y en todas las ciudades impiadosasdel mundo, ciudades bellas, ciudades mías como esta, y entonces recuerdo claramente, como sifuera ahora, como si fuera mi vuelo llegando hoy por la mañana, recuerdo la última vez que vi ala chica, muy niña, la mujer que tendrá cincuenta y cinco años cuando la encuentre dentro de unpar de horas, la mujer que era, fue, la chica más hermosa del mundo.

Sabía cómo iba a ser, supe cómo fue después de mi partida. Ella cumplió el destino trazado.Esperó diez años, es verdad: fue su pequeña, mínima, íntima venganza. Y entonces se casó a losveintiocho años, la misma edad que tenía yo al partir, y cuatro años después tuvo un hijo, des-pués otro, y finalmente una hija, en un riguroso lapso de dos años entre cada uno, la vida así,toda prevista, diseñada, acatada.

El sonido del teléfono trinca esa memoria. Enciendo el velador, le agradezco a la telefonista,cuelgo, me levanto de la cama agradeciendo el brillo desagradable de esa luz que rompe elcuarto por dentro, tan necesaria, me lavo la cara, abro la pequeña heladera del cuarto, agarro

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hielo, saco de la valija oscura y elegante la botella de whisky que compré en el aeropuerto, sonlas seis y cuarto y ya anocheció, busco la poltrona enfrente de la ventana del cuarto de hotel, lagarúa fina desapareció, bebo con calma, observando mi imagen difusa reflejada en el vidriode la ventana todavía lavada por la lluvia que acabó.

Santiago, el viejo pescador del libro, soñaba con leones en una playa perdida. ¿Cómo serásoñar con leones en una vieja playa perdida?

Soñar con viejos navíos. Pero ahora, no: alguna otra vez.Ahora son casi las siete de la noche, es hora de prepararme. Intento, desde el domingo en que

la llamé por teléfono, no pensar en esta hora que llegó. No pensar, por ejemplo, que solo faltauna hora, y en cómo será.

Pensar en otras cosas mientras pienso en la ropa que debo ponerme, a dónde ir con ella, queseguramente elegirá el lugar, quién sabe el lugar de antes, pero ¿qué antes? ¿Existirá ese antes?

Miro por la ventana, ya no llueve. Abro la ventana, el frío no golpea. Miro por la ventanaabierta: el cerro Santa Lucía, y percibo que estoy esperando algo que no ocurrió ni ocurrirá, y delo cual de alguna forma me estoy despidiendo.

Son las siete y diez, estoy sereno, estoy tranquilo, casi listo.Busco otra vez la poltrona enfrente de la ventana, me sirvo con cuidado y calma otra bebida,

y decido. El pantalón gris oscuro, la camisa blanca con rayas oscuras, muy finas, la chaqueta azulmarino, los zapatos negros. Son las siete y diez, tengo tiempo.

Termino de a poco la bebida, pensando en lo que pensé recién: un conformado. Alguien quese entregó, se rindió, se rinde.

Todo eso para que no me dolieran tanto los dolores de las cosas.

Antes del baño, aparar la barba, el diseño exacto y medio inusitado, y el espejo me devuelve elrostro de todas las mañanas y de todas las noches.

Después, vestir con cuidado la ropa elegida y confirmar, sin dejar que eso me irrite, que elhielo se derritió completamente y la bebida se aguó, y entonces reforzar levemente la dosis,tengo tiempo, son las siete y media, y con seguridad ella decidirá adónde iremos, no debo, ninecesito, preocuparme por eso, al final no conozco la ciudad que fue mía, quiero apenas unrestaurante que sea cálido y cordial y donde podamos disfrazar todo nuestro incómodo, nuestroespantoso desconcierto.

No existe la menor necesidad de preocuparme con eso.Doy vuelta a la poltrona: ya no quiero quedarme contemplando el cerro sumergido en la

noche y en las luces amarillas que iluminan el viejo castillo. Y me deparo conmigo en el espejo dela cómoda del cuarto de hotel, yo, formal, la ropa exacta, así: un rostro afable, un cierto desam-paro, ojos dóciles, trazos que nadie conseguiría definir pero que no son desagradables, los

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cabellos casi no existen ya, me conformé también con esta ausencia ni bien ella comenzó, añosatrás. Yo soy ese que está en el espejo, durante mucho tiempo, y cuando encontraba a alguiendespués de una larga ausencia, me asustaba con los estragos del tiempo y en el fondo metranquilizaba la idea de saber que conmigo había sido diferente, hasta que finalmente me confor-mé, y ahora que me veo, pienso: ¿cómo habrá sido con ella?

Pero no quiero y no voy a pensar en eso. Faltan todavía veinte minutos, y soy como un viejonavío.

Me gustaría haber soñado con viejos navíos.

Hace años conversé con un amigo fotógrafo que recorría el mapa buscando la luz de los hom-bres, y él me contó.

En la costa más distante del mundo, en Bangladesh, los navíos mueren en la playa. Los navíosque habían recorrido mares, mundos y vidas, buscaban aquel litoral para suicidarse.

Se quedaban a lo largo, la proa apuntando hacia la arena triste, y entonces hacían sonar susilbato dilacerado, y giraban su motor hasta la última de sus infinitas fuerzas, y disparaban rumboa la playa. Los navíos avanzaban a una velocidad alucinante y entraban tierra adentro, uno decada vez, los demás esperando su hora de morir, y el que llegaba entraba tierra adentro, su cascode acero rasgando la arena buscando debajo de la playa la tierra, hasta parar encallado su últimoviaje. Uno por vez.

Y entonces comenzaba la demolición. Como si aquella fuera la verdadera muerte, la querondó el navío todo el tiempo. Y venían los hombres, mínimos, minúsculos frente a la grandezade aquel animal gigantesco encallado en la arena, y agujereaban su casco para que las aguas dela marea entrasen e invadiesen su interior y él nunca más regresase al mar. Los agujeros erancomo los tiros de gracia en aquel suicida cansado, digno y generoso, pensé, mientras escuchabala historia y miraba los ojos color de lágrima de aquel hombre, el amigo mío que buscaba por elmundo la luz en los ojos de los hombres.

Y entonces los hombres quebraban el navío, cortaban el navío, las chapas de acero, transfor-maban el maderaje en astillas.

Las hélices, que conducían al navío por los mares del mundo, son, eran hechas de bronce, yel bronce era, es, derretido para transformarse en joyas que adornan a las mujeres. El navíomuerto y dilacerado en pedazos seguiría nuevas vidas.

Yo escuchaba la voz que contaba esa historia, miraba los ojos que vieron esa historia. Muchotiempo después, entendí: yo también navegué mares, crucé mundos, hasta llegar aquí, a esteespejo donde no quiero, no puedo encallar.

Pero no debo, no voy a pensar en eso ahora. Ahora no: faltan quince, diez minutos, y la mujermás hermosa del mundo viene a rescatarme.

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Sí, diez: faltan diez minutos y no quiero pensar. Pero pienso: ¿seré así, seré yo esa figura correc-ta, rutinera?

Abro la puerta del armario, el espejo de cuerpo entero me devuelve la imagen que, al fin y alcabo, es la mía. No quiero ser así.

Me saco la chaqueta, intento un sweater color vino que compré en California hace exacta-mente diez años por sesenta dólares, y me sentí feliz cuando lo compré. No, no. Demasiadoinformal. No sirve. A menos, claro, que cambie también los pantalones, y prefiera mocasinesmarrones. Pero, no: en realidad, no. Tampoco sirve. Retomo los pantalones gris oscuro, loszapatos negros, intento el impermeable. Claro, ¿por qué no el impermeable?, es excelente ypuede volver a llover. El impermeable. No, no: demasiado melancólico, y ahora faltan solamentediez minutos.

Me pongo otra vez la chaqueta azul oscuro con botones de plata fosca, listo, definitivamentelisto, pero no, el sweater no, me saco el sweater y ahora sí. Más tres cubitos de hielo en un vasolimpio y dos dedos de bebida y otra vez la poltrona hacia la ventana todavía abierta, y el cerroSanta Lucía, su castillo iluminado, entra una brisa fría pero suave y ahora es solo esperar sinninguna ansiedad, ninguna gran expectativa, nada, nada.

Bangladesh. Había, recuerdo, una explicación cristalina para que la última ceremonia de losviejos navíos fuera en Bangladesh. No recuerdo cuál era esa explicación, pero recuerdo, eso sí,que nunca terminó de convencerme.

Yo sabía, supe siempre, lo sé todavía, que Bangladesh es la costa más distante del mundo.Nunca fui a Bangladesh. No quiero, no voy a encallar en ningún espejo. Pero, ¿cómo estaráella? ¿Cómo habrá atravesado los mares del tiempo?

De cierta manera, también fui dilacerado en mil partes, y adorné mujeres y fui adornado, y medespedacé en nuevas vidas.

¿Qué puedo decirle? Treinta y siete años, y hoy es miércoles, veintiuno de octubre, ocho ycinco de la noche, un viaje sin restricciones.

En aquella época, ella era puntual. Yo continúo siéndolo hasta hoy. Preso de los pequeñoscompromisos, las pequeñas reglas, siempre conformado, guardando las fuerzas cada vez másescasas para las batallas cada vez mayores y que nunca ocurrieron ni ocurrirán.

Son las ocho y cuarto y, en fin, el teléfono. La voz, la misma voz. Anterior a cualquier otrosonido, a cualquier otro ruido. La misma voz.

Ni bien escucho mi nombre, digo:–Ah, claro. Bajo enseguida.

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Son cuatro pisos. Hoteles bajos, siempre los mejores, siempre. Hoteles pequeños, cordiales,elegantes, discretos, casas que alguien desparramó y que yo cargo por el mundo. Cuatro pisos.Cuatro.

¿Sabré elegir el vino correcto en este país de vinos certeros? Los nuestros, los de treinta y sieteaños atrás, eran baratos, casi groseros. ¿Existirán todavía? Habrá nuevos, desconocidos.

¿Ella habrá engordado, entristecido como las personas que vi en las calles? ¿Será taciturnacomo los hombres que vi en el almuerzo?

Aprendí mucho sobre Mozart y Haydn, y en Barcelona vi en fin un cuadro llamado La Masíay varias de las Constelaciones, y vi a todos los apóstoles en la iglesia de Toledo, pero ¿debohablar sobre eso? ¿Debo hablar sobre los miedos y las maravillas de este mundo, de esta vidaque se fue?

Ella, siempre ella.

Cuatro pisos, cuatro. Y listo: la puerta del elevador se abre y muestra el pequeño, discreto,elegante vestíbulo del hotel en la ciudad con nombre de santo.

El vestíbulo es claro y allí, enfrente de la recepción, está ella. La de antes, la de siempre: ella.La memoria, las pequeñas traiciones: era más baja, un poco menos flaca. Pero la ropa, claro,

la ropa, los colores únicos y mis pasos tienen que ser firmes, ella no puede notar el torbellino,pasos serenos pero firmes, la prisa disfrazada, y ella me ve, mira como si demorase un instantehasta reconocerme, y abre una sonrisa luminosa. Voy caminando lentamente, sonrío también,ella no debe, no puede, no va a percibir el torbellino enloquecido, el tiempo no tuvo tiempo depasar por ella, el tiempo aplacado en sus cabellos, los mismos, un poco más claros, y por dondeanduve si aquí es mi lugar, ¿mi última arena?, y siento que avanzo a una velocidad alucinante, miúltimo viaje, Bangladesh tal vez, y ella siempre igual, la misma, abre gentilmente los brazos y aquíestoy, llegué, entro en sus brazos y siento su cuerpo sin tiempo y sus formas sin peso y en superfume de vida y de siempre, ella, ella, y entonces escucho su voz, la misma voz, treinta y sieteaños desaparecidos, diluidos, y avanzo y escucho lo que ella dice:

–Qué bien.Y dice también en la misma ráfaga de viento:–Disculpe el atraso.Y quiero reír, treinta y siete años, y continuamos en el mismo abrazo, y ella no ve mi rostro

pero yo siento, yo sé, la marea en los ojos, la tan evitada marea, y sé también que nunca meconformé, y que la batalla tan esperada finalmente llegó.

Pero ella prosigue, en la misma ráfaga, mientras delicadamente se suelta de mi abrazo:–Mamá está ahí afuera, esperando en el auto.

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Y entonces entiendo.Ella prosigue:–Es un placer conocerlo –dice–. Mamá me habló mucho de usted.Cuando entrego las llaves en la recepción, veo en el espejo de la pared mi rostro.No es un rostro conformado: es un rostro cansado. Encallado, para siempre, en el tiempo.

Traducido del portugués por Eduardo Galeano

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La playa negra I y II, 2011.Xilografía/papel,

61 cm x 244 cm

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ÁNGELA HERNÁNDEZ NÚÑEZ

Azurina*

Nadie me ha hablado de este pájaroque canta dentro de mí.

KABIR

Camino a la zaga de Eugenio. Detrás de nosotros está el farallóndel parque, las antenas parabólicas, los tinacos, los inversores, lavegetación reponiéndose de la tormenta, la clínica donde dejan morira los accidentados, el cuerpo negro de la discoteca Jubilé, las in-mensas cuadras que ocupa la Coca Cola, las humaredas de Metaldomy de la Cervecería, el edificio de la Suprema Corte de Justicia. De-trás, detrás, el mar limpia que te limpia, aire sucio y malos pensa-mientos. El mar inconciente de su gravidez. Sellado de blandas lu-ciérnagas, el mar interno; incubadora del óvulo púrpura de lanostalgia. Superficie de avispas, la mar brava, en la que Marcelomaceró mi cabeza. La mar cándida y breve que supura mi cráneocomo capricho de preñada. Todo detrás de mí, porque yo sigo lospasos de Eugenio, el que me dice: «No te apures, hermana», y lasimágenes acortan distancia entre mis pies y los suyos.

Delante de él, a su izquierda, la torre en aguja con un cerco decables de alto voltaje amenaza con electrocutar nuestras miradas.Ladrones que somos de todos los cálices y de todos los pecesatrapados en los vitrales de las mansiones y las catedrales. Ladro-nes que somos de todos los jardines urbanos y de sus frutas polvo-rientas y ácidas. Ladrones de las bandadas de loros que cubren elcielo hasta asentarse, verde sobre verde, en los árboles del hotelEmbajador.

Pienso la roca gigantesca grabada de antiguos mejillones, ostrasy corales, el alto pino, la oquedad próxima en la que ayer aparecióel cuerpo azul de labios hinchados de una joven empleada domés-tica que sus parientes suponían en Los Jardines del Norte. Piensoen las manchitas carmesí en los labios de la muchacha que el día

* Incluido en el libro La sectadel crisantemo (2013).Re

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anterior paseaba con su novio, podador en el Jardín Botánico. Pienso el eucalipto, la plantamedicinal, debajo del cual se masturbaba un obrero, eyaculando justo cuando lo estoqué conmis espasmódicas pupilas.

Debajo del elevado pino un grupo practica Tai Chi. A pocos metros, una niña hace acrobaciascon su bicicleta en una improvisada pista de tierra; emboba a sus compañeros. Pienso en elrostro arrebolado de la niña. Los flamboyanes exhalan deliciosos alfileres a quien los mira consuficiente fijeza. Alfileres que en el paladar femenino se convierten en romántico vapor. Pien-so en los críticos del naturalismo de las mujeres. Del naturalismo impenetrable de sus argu-mentos de vida. Rancio y fatuo naturalismo de sus emociones biológicas y sus mareas hor-monales. Pero es que no comprenden la gota salvaje. La píldora flamígera. La lengua ardientede Marcelo. Los críticos no acertarían con el iris de Marcelo. ¿Cómo van a entenderme?Los críticos no son siquiatras ni limosneros. Los siquiatras no son floricultores ni curas. Loscríticos tampoco son amistosos. Críticos y siquiatras jamás atinarían a pintar la nostalgia, nia captar su metamorfosis en líquida sutileza capaz de filtrar las membranas de todo el orga-nismo, capaz de ser arrojada en música o fértil ceniza. Críticos y siquiatras cómo podríanconsentir el fuego o las blandas luciérnagas de la mar interior o la metaquímica solar de laclorofila en una hojita. Sobre todo la metaquímica del trébol. Del trío. Del amor donde tresson multitudes. La metafísica clorofila del trébol electrizado que desvía de mí la mirada deMarcelo. (Ay, Ivonne, competencia, plena de inteligencia periférica y de núcleo volátil.) Entremi hermano y yo, digo, median solo segundos.

Eugenio dirige sus pasos hacia el este. Al filo de su cara la tarde monda rayos, paran en alocadasnubes que embellecen mis nervaduras transparentes. Eugenio me toma las manos, aprieta misdedos fríos, me dice: «No te apures, hermana». El edificio de la derecha es una verde montaña porla que Eugenio asciende con premura. No logro ver sus pies, solo percibo el relente que rascan, elcual convierte la mole de concreto en ingenio de montaña fresca. Sigilosa, coloco mi pie sobre lahuella de Eugenio. Mis manos tientan un macizo oloroso. Tras la grama que lo cubre, palpo tostadometal de ningún tiempo que me recuerda la filosófica agitación de los gorilas en 2001, odisea delespacio. Como de ningún modo consigo ascender, empujo fuerte. Casi caigo al suelo cuando lagruesa puerta gira sobre sus goznes. Abracadabra. Del espacio oscuro salen dos perros de infla-mable pelambre. Sus fauces son rosadas, blancas, rosadas, babeantes. Cavernosas membranassobre las que resbalan mi asombro, mi susto, mi terquedad espiritual. Los animales me quierencomer viva. Aprieto mis puños y mis esfínteres.

Cuatro esquinitastiene mi cama,cuatro angelitosguardan mi alma

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«Ángel de la guarda, dulce compañía...». Los ojos verdes del que a mansalva amo esparcenluz, intensidad, materia suelta sobre los perros negros de fauces rosadas. En mí, un golpe deadrenalina. Bendita la luz del día y el Señor que nos la envía. Segrego terror como los anima-les su baba y espuma. Si sigo segregando adrenalina, tendría que sufrir el blancor carnicero desus colmillos sobre mi rostro; acometida frenética de perros mimosos que me dejarían fea paraMarcelo y para siempre.

Te amo tanto, Marcelo, reza mi alma achicada en suspiro. Blindaje decreta mi mente. Misglándulas producen agua salobre y clarísima de mar interior. Lágrimas definitivas de mar negro.Las bestias repliegan su instinto de masticar mis mejillas. El dorso de mi mano acaricia sus lomossuavizados. Las palomas pardas del parque Mirador aletean en torno a mi cabeza, como siquisieran decirme algo y no pudieran debido a la noche adelantada. Abro mis manos, en ladiestra resalta una llave amarilla. «No te apures, hermanita», me dice Eugenio. Los perros setumban y cierran sus fauces secas y miran a lo lejos con ojos desorbitados de ternura.

Me asustan mucho los cuchillos blandos y los relojes blandos, le confieso a Eugenio. «Note apures», dice mi hermano poniendo sus manos en mis hombros flacos. Con el propósito dedesapurarme o desamurallarme, me integro al grupo que practica Tai Chi bajo el alto pino.Por mi pantalón de seda roja asciende un enorme ciempiés. En un instante alcanzará missenos, desnudos bajo el holgado blusón oriental. Pero no debo interrumpir mi práctica sopena de que me sobrevenga lo insospechable. Observo de reojo a mis compañeros comobailando una melodía escuchada por los billones de células de su cuerpo y por los billones deglóbulos rojos y glóbulos blancos y leucocitos y plaquetas. Escuchada también por lo que sonellos exentos de células y pensamiento. Prefiguro las innumerables agujas del pino y el meneodel miriápodo mohoso sobre mi piel. Pero mis células están ensordecidas y el ciempiés avan-za con su muchedumbre de patas sobre las puntas de mis vellosidades. Y me pregunto sirealmente hay un ciempiés en mi cuerpo o si solo está en mi mente, y por qué estaría unmiriápodo mohoso en mi mente. El Sifu suelta un manotazo sobre mi muslo. ¡Uy! El bichopatudo cae a tierra partido en cuatro y las cuatro partes emprenden la huida en direccionesdiferentes. «¡Sublime éxito!», exclama el maestro. Yo aparto del cuerpo solo el rabillo del ojopara posarlo en los labios ahumados del Sifu y en los montículos de cenizas en que hanconcluido los cuatro pedazos del ciempiés. El rabillo de mi ojo sube a las altas y verdesagujas del pino y luego se lanza lejos hasta donde Eugenio, con los brazos entrecruzados,aguarda por mí. Leve y apacible su sonrisa. El rabillo de mi ojo vaga hasta el amante recrea-do. Marcelo oscila de felicidad como una hoguera. Ivonne vibra en la misma frecuencia. Pormí se filtra un asunto delicado como sal molida y azúcar molida y vidrio molido. El rabillo demi ojo se humedece de estas cosas finas, mi cuerpo aunque desearía oscilar con Marcelo,aunque desearía afiliarse al movimiento universal, es solo una sucesión de notas sincopadas,un contratiempo.

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Eugenio va a casarse la semana próxima. Yo quiero estar contigo en todo momento. Ayudar-te, por favor, hermano. «Ya empezaron a llegar los regalos», me responde él. Y me entrega unalibretita para que apunte todo lo que me pasa. Y yo entiendo pesar. Pesar de pesadumbre. «Note apures por nada», me tranquiliza Eugenio. «Escribe, escribe». Y me abriga con esa familiarsonrisa comprensiva cuando le digo que él es azul y Marcelo rojo y yo carezco de color. No sépor qué odias a Marcelo, le digo. Él me mira fijamente y me dice que Marcelo es quemado, conojos parecidos al lodo. Y que yo sí soy colorida. Mi problema estriba en ignorar mis muchoscolores y hacerles creer a los otros una mentira de monotonía. Atribuible todo eso a un malen-tendido con la bondad.

Escribo:Le abro la puerta a Marcelo. Él no sonríe, yo menos. Caminamos por la acera todavía mojadapor la lluvia de la tarde. Detrás de nosotros, La Bolita del Mundo y las mujeres rojinegras de LaBolita del Mundo en shorts, con las bocas encendidas y los párpados oscurecidos; muestranpezones y trocitos de pubis. Cruzo la Avenida George Washington. Marcelo me sigue y de tantoen tanto sus ojos se desvían hacia los trocitos peludos y los pezones como pasas. Me detengo en elfirme del acantilado. Las rocas perforan mi presencia. Un árbol de uvas salado por el mar emiteun sonido. Cierro los ojos para recibir por sobre el oleaje y los árboles salados la palpitaciónMarcelo. Mi cuerpo exuda. La luna caliente nace del ombligo de Marcelo. Me desmadejo, sedesmadeja. Por nuestras piernas se escurre un hilo de agua roja. Mis pies deambulan en rocosidadesllenas de cangrejos opacos. Los pies de Marcelo galopan, alejándose de mí, hacia la praderacon arcoíris y pájaros y todo; hacia Ivonne.

Escribo en Bayahíbe:El sol me reseca los ojos. Marcelo lee Remedios de amor. Yo leo La metamorfosis. Marcelocoloca delante de mí dos vasitos rebosados con licor de menta. Al abrir la boca me salen salivaevaporada, vapores de licor, emociones evaporadas. El mar penetra en mí y tiñe solo los huesecillosde mi espina dorsal, porque el resto de mi esqueleto está teñido de rojo, teñido definitivamente deMarcelo, de ocaso, de fin.

Azurina, pronuncio. Azurina está escrita con la caligrafía de Eugenio («Para que no te equi-voques de hombre, hermanita») sobre la llave amarilla que abre la puerta de la realidad.

Eugenio es un pez pequeño, nada en el sol de agua. Yo también nado en el sol de agua, aveces. Marcelo no. Marcelo y mi amiga Ivonne no tienen que nadar más que en el mar de sufelicidad. En el futuro, tendrán que nadar de cuando en cuando en el desierto que portan ambos,en el desierto que compartirán. Pero eso aún lo ignoran y no soy quién para decírselo. ¿A quésaben las arenas ardientes?, le pregunto a Marcelo. Él ni me escucha o me mira como a untronco de mango o, peor aún, me aquilata con pena. Pena por mí. Loca. Me he comido cuatro

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libras de sal. Ahora mismo, me ataca una sed de siglos. Pese a mi ultimátum, Marcelo no sabránunca de sal, ni de mar interior, ni de amar.

Escribo. 26 de junio del año 2010:Pasan de las tres de la tarde. He llenado la libretita de escritura, le muestro a Eugenio. Él confir-ma: «Cierto, hermanita». Y me regala la sonrisa que merezco y me regala también una almohadaen una esquina de la cual está bordado mi nombre. Azurina. Ya puedes sacarme de este claustrodonde me obligan a soñar todo el tiempo, le digo. Quiero estar contigo, acompañarte en todo,por favor, hermano, agrego. Él me aprieta los dedos fríos. «Tus manos son lindas, hermana», medice, mientras calma mis ojos con las palabras que su boca nunca pronuncia. c

Gestuario (detalle), 2002. Instalación gráfica, xilografía/papel, 61 cm x 244 cm

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ROSA BELTRÁN

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Tengo un amante 24 años mayor que yo que me ha enseñado doscosas. Una, que no puede haber pasión verdadera si no se traspasaalgún límite, y dos, que un hombre mayor solo puede darte dinero olástima. Rex no me da dinero; tampoco lástima. Por eso dice quenuestra pasión, que ha rebasado los límites, corre el peligro de co-menzar a extinguirse en cualquier momento.

Noche primera

Hasta antes de conocerlo yo había asistido a dos presentaciones delibros y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bienmirado cuando no ocurre nada es cuando realmente estánocurriendo las cosas. Y esa vez ocurrieron del siguiente modo:yo estaba sola, en medio de un salón atestado, preguntándome porqué había decidido torturarme de esa forma cuando me di cuentade que Rex, un famoso escritor a quien solo conocía de nombre,estaba sentado junto a mí. Cuando terminó la lectura del primerparticipante, aplaudí. Acto seguido, Rex levantó la mano, increpó alparticipante, volvió a acomodarse en su asiento. Con pequeñísimasvariantes esta fue la dinámica de aquella presentación: se leían po-nencias, se aplaudía y Rex alababa o destrozaba al hablante, co-mentando siempre con alguna de las Grandes Figuras que tenía cer-ca. Alguien leía, Rex criticaba, otro más leía, Rex criticaba, yoaplaudía. Si el minimalismo es previsibilidad y reducción de los ele-mentos al menor número de variantes posibles esta fue la presenta-ción más minimalista en la que he estado. Terminada la penúltimaintervención a cargo de una autora feminista, Rex criticó, yo aplau-dí, fui al baño. Lo oí decir que la estupidez humana no podía caermás bajo. Al regresar, antes de que se diera por terminado el acto,noté que Rex tenía puesta la mano abierta sobre mi asiento y

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distraído conversaba con alguien. Cuando señalé el sitio en el que había estado sentada y enel que ahora su mano autónoma y palpitante aguardaba como un cangrejo, Rex clavó la mira-da en mí y dijo: «la puse ahí para que se mantuviera caliente». Dos horas después estábamoshaciendo el amor, frenéticamente. Así se dice: «frenéticamente». También: «enloquecidamente».En el amor todo son frases prestadas y uno nunca está seguro de decir lo que quiere decircuando ama. Pero cuando uno quiere con todas sus fuerzas no estar allí y no puede hacerlo,¿cómo se dice?

Noche tercera

Lo primero que tengo que admitir es que no sé muy bien en qué consiste el decadentismo nihilistaporque nunca antes de conocer a Rex me lo había planteado. Según él, ese término define a laGeneración X, la más decadente y desdichada de las generaciones de este siglo, a la que desafor-tunadamente pertenezco. Yo no hice nada para pertenecer a ella. Pero si quisiera ponerme en elplan en el que según Rex debiera, podría arrepentirme solo de un hecho: haberme sentado juntoa él, un escritor tan famoso, en una presentación de libros. La regla de oro entre los asistentes aeste tipo de actos es que nadie se involucre con nadie y que las amistades, si es que prosperaalguna, estén cimentadas en el más puro interés (te doy, me das; te presento, me presentas; teleo, me lees) o en el descuido. Rex dice que toda relación que no provenga del alcohol es falsa.

Noche séptima

Hoy Rex y yo decidimos algo muy original: que nadie, nunca, se había amado como nosotros. Ypara confirmarlo, usamos las frases que usan todos los amantes. Un solo ser en dos cuerposdistintos. Dos almas gemelas entre una multitud de extraños. Cien vaginas distintas y un solocoño verdadero.

Noche décima

Ocurrió desde la primera vez, pero me había olvidado de contarlo. Estábamos en el momentoculminante, haciendo el amor frenéticamente, como he dicho, y de pronto el cuarto se nos llenóde visitas. La primera que llegó fue la Extremadamente Delgada De Cintura. Rex comenzó ahablar de esta antigua amante suya porque mi postura se la recordaba. Era decidida, ardiente ypelinegra. Había que cogerla muy fuerte de la cintura, a la Extremadamente Delgada, porque sino era capaz de despegar. «Así», dijo, apretándome. «¡Ah, cómo subía y bajaba aquella mu-jer!», añadió, mientras me sostenía, nostálgico. Pero luego de un rato, levantando el índice, meadvirtió:

–Podrán imitarla muchas, pero igualarla, ninguna.

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Y hundido en esta reflexión fue a servirse un whisky. Al cabo de unos minutos en los que yomisma, una vez caída en una especie de ensueño, pensaba en la pasión tan grande entre Rex yyo, él rompió el silencio:

–Eran unas cuclillas perfectas –dijo, refiriéndose a aquella otra mujer–. Mírame: se me ponela carne de gallina nada más de recordarlo.

Era verdad: la blancura enfermiza de la piel a la que por años no le había dado el sol se habíallenado de puntitos.

–Como un émbolo de carne –dijo, casi en estado de trance–. Arriba y abajo, fuera de ella,sobre mí, dando unos alaridos impecables.

Según Rex aquella mujer de las cuclillas tuvo un excelente performance: lo hizo tocar el cielo,sin exagerar, unas seis veces. El mismo día de su entrega, antes de despedirse, la Extremada-mente Delgada De Cintura le pidió que le hiciera el amor por detrás.

–Quería hacerme una ofrenda –me explicó Rex, conmovido–, un regalo.Después de esta confesión, para mí insólita, se hizo de nuevo un silencio. Creí que la historia

de Rex era una forma más bien oblicua de pedirme algo, así que me abracé a una almohada y meofrecí, en cuatro patas, de espaldas a él. «No te muevas», me dijo, y unos segundos más tardesentí el flash de una cámara. Esperé un poco más, pero nada ocurrió, y tras angustiosos minutosoí que alguien junto a mí roncaba.

Noche 69

–¿Por qué me gusta tanto que me hables de tus antiguas amantes? –mentí.–Porque la carne es la historia –me explicó Rex, muy serio–. Aunque esto muy pocos lo

entienden.Y luego, acercándose a mi oído, me dijo, bajito:–La carne por la carne no existe.

Noche 104

Dos semanas después me trajo la foto. Junto con una carta que decía: («adoro la negra estrellade tu frente, pero adoro mil veces más a la otra, la impúdica, ese insondable abismo que nosune»). Todo lo demás eran loas interminables: a mis senos, más blancos y bellos que los deVenus emergiendo del océano; a mis nalgas, redondas, plenas como una pintura de Ingres; a mismuslos, inspiración de Balthus, a mi espalda perfecta y a mi vientre. A cada centímetro de micuerpo, siempre en comparación con otras. Nunca, nadie había sido más hermosa que yo: ni loslabios, mejillas, cabellos, ni los largos cuellos que me antecedieron podían competir conmigo,según Rex. Freud dice que en toda relación sexual hay en la cama al menos cuatro. En nuestrocaso, había cuando menos veinte. O treinta. O eso creí al principio. Poco a poco fui dándome

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cuenta de que si hubieran llegado las examantes de Rex a instalársenos al cuarto habríamostenido que salirnos por falta de espacio.

–¿No sería bueno que usáramos condón? –sugerí.Pero Rex fue categórico:–¿Qué habría sido de los Grandes Amantes de la Historia de haberse andado con esas

mezquindades? –dijo.Acto seguido se levantó de la cama, se vistió y salió azotando la puerta.

Noche 386

Por alguna razón, me siento obligada a aclarar que tuve una infancia feliz, que mi padre me quisomucho y que no fue machista. O tal vez sí, tal vez fue tan machista como otros. Pero esto nadatiene que ver entre Rex y yo. Lo que me pasa con él es cuestión de simple polaridad: los hom-bres buenos me aburren, igual que a todas las mujeres de mi generación que, como he dicho, esla X. Esto lo he podido constatar. La «corrección política» no es más que una forma cínica de lahipocresía. Es la pretensión de asepsia en los guantes de médicos con el bisturí oxidado. Y elmundo no es un quirófano.

Noche 514

Por las noches, después de despedirnos, Rex pone mi nombre debajo de su lengua. Allí loguarda y paladea, como si fuera un chocolate. Para mí, en cambio, sus gestos se diluyen. Cuan-do no está, su cuerpo sobre mí desaparece. Solo puedo recordar su voz. Como en una películaque vi donde los personajes se dan cita por teléfono sin encontrarse jamás, Rex se me ha vueltouna presencia sonora, incorpórea. Rex es la forma de sus palabras. Y sus palabras, el amor quele han inspirado las mujeres que llegaron antes de mí.

Noche 702

Ayer trajo más mujeres al cuarto. Los nombres me sorprenden más que ellas mismas, me hacenimaginar mil y una posibilidades. La Que Lloró Con Cioran; La Escorpiona; La Amada Inmóvil;La Monja Desatada. Todas con una historia y un modo de hacer el amor muy específicos.

–Mis mujeres fueron siempre voluntariosas –dice Rex–. Sabían elegir sus posiciones. Arriba,o con las piernas cruzadas, de lado, cada cual según su gusto y preferencias.

Mi papel no hablado era imitarlas. Y más aún: superarlas. Si improvisaba algún gesto, Rex mellevaba sutilmente a la postura de alguna de ellas, La Mujer De Alcurnia Ancestral, por ejemplo,muy derechita sobre él aunque viendo al mundo con mirada desdeñosa, y me contaba su histo-ria. Nunca llegué a conocer sus nombres verdaderos.

–Es por respeto –dijo Rex–. Para evitar que un día vayan a toparse por la calle.

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Una tarde, haciendo el amor, tuve un levísimo atisbo de improvisación y al emprender, besan-do, el camino de su ingle a sus párpados me comparó con Eva. «La primera mujer», penséorgullosa, y en respuesta caminé desnuda por todo el cuarto antes de que llegara Jehová y mecorriera del paraíso.

Noche 996

Había perdido la cuenta de la frecuencia con que nos veíamos, dada la relatividad con que habíaempezado a transcurrir el tiempo, y los caprichos de Rex habían crecido, como es lógico. Parallevarlos a cabo comenzó a posponer sus viajes y conferencias, lo que no era poca cosa dadoslos ingresos que percibía o, más bien, que dejaba de percibir por estar conmigo. Inventabapretextos cada vez más inverosímiles para no llegar a las citas, para estar lejos de su familia, ycomenzó a ejercer sus funciones amatorias como un corredor de bolsa de Wall Street, a tiempoy de modo implacable. Yo era su amante, dijo, se debía a mí. ¿Qué otra cosa podía hacer sinocorresponder con el mismo fervor a semejante entrega? De la noche a la mañana me vi obligadaa superar las cuclillas de la Extremadamente Delgada, a sostener las piernas en vilo, por horas,como la Escorpiona, a perfeccionar los tiempos de La Rana o a quedarme quieta de perfil, comoLa Cucharita De Canto. Más frecuentemente, sin importar mi cansancio, debía moverme confrenesí extremo, agitando la melena al viento, como La Medusa De Ayer, la amante que mástrabajo le había dado olvidar. Junto con los efectos de mi gimnasia amatoria debía soportar elhambre por horas, incluso días completos, pálida y ojerosa, sostenida solo del comentario deChateaubriand de que la Verdadera Amante ha de resistir los embates como una ciudad enruinas. Por si esto fuera poco, uno de los días en que habíamos hecho el amor durante horas, sindar tregua a los días anteriores, Rex decidió prender la tele del cuarto de hotel donde noscitábamos. Casi muero de espanto al ver el estoicismo con que Sharon Stone, totalmente desnu-da y sentada sobre su amante, se ponía una corbata alrededor del cuello y, sin dejar de moverse,aguantaba la respiración mientras él, hundido en el más puro gozo, la estrangulaba durante elcoito.

–Déjale ahí –dijo Rex, sirviéndose otro whiskito–, no vayas a cambiarle.Y luego, mirándome con intención:–Así luego podemos tomar algunas ideas.Me levanté como pude y, adolorida, caminé al servibar. Me explicó lo que haría conmigo

cuando entrara al baño, cuando me agachara, intentando –inútilmente– vestirme, cuando horasdespués, me durmiera. «No habrá tregua», advirtió.

Tomé una lata de Coca-Cola y la acerqué a mi oído. A través de ella pude oír el bombardeovirtual de una ciudad imaginaria.

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Noche 1000 y una

Ayer, por la tarde, quise ponerle un ultimátum: o ellas o yo. Fue un momento de desesperación,lo reconozco. Estaba agotada de competir contra otras, quería ser amada por mí. «¡Pero si tú lascontienes a todas!», dijo Rex, emocionado. En ocasiones como esa siento que no puedo defrau-darlo. Lo peor que puede ocurrir es que llegue el día de mañana y que yo, solícita, me veaobligada a superar el placer de las noches anteriores. Lo segundo peor es que, agotado elrepertorio, Rex me vea por fin tal como soy, y decida entonces que ha llegado el momento fatalde hacerme formar parte del inventario. c

Paper Dolls, 1976.Xilografía/papel,32,5 cm x 63 cm

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ERNESTO VALLE

Oración para antes de morir

Rodeado por el cementerio y la ciudadaquí no hay Dios que valga.

Los buses no pasan a deshorasy no hay más dichaque revólveres

(¿re-volveres?)entre los periódicos nacionalesque anuncian suicidios

feminicidios accidentes automovilísticos

OCHOpáginas deportivasy apenas un poema solitario.

Por las calles y casas de seguridad anduvimosy por andar en las calles

nos siguierony una tropa con botas y fusiles apuntan:

«Todo mundo careció de oídos y el combatedonde empezó a nacerno se logró escuchar».

En los escombros de Managuaque son los residencialesno hay placas con mi nombreporque yo combatísin mencionarlo.

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Conclusión

A Yálani

y si no eras vosera una muchacha que se parecíay se componía el pelocomo sobándoselo con la manoy el brazo sobre la ventanilla

LEONEL RUGAMA

Escondernos y hacernos daño.Eso estamos haciendo.

Teniendo la certezade que así no nos olvidamos de nosotros. –Ya no hay poetas que usen tus brazos,tus caderas, tus piernas,para escribir poemas sobre tus labiosYa tampoco hay poetas que mueran por una causa justa. Vos y la poesía, mejor dicho, el figurar entre la poesía, se han vuelto caóticos.Ya no volverán las horas en que cruzamos la ciudad en tu Yaris plateado.

Ya nadie está leyendo a Coronel Urtecho.Las buenas cosas se van olvidando,

van perdiendo importancia... hasta que de pronto:«¿De qué estábamos hablando?».

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Responso para Power Ranger

1

Yo vi al celebérrimo «Power Ranger»,no la serie televisivasino al azote, terror de Masaya.Aquel que buscaba en los basureros

bolsas plásticas, meneítos de colores,para voltearlas y pegárselas

en los antebrazos y chimpinillas.Mi familia te apodó «Cartera Mágica»,porque cada vez que mirabas el carro Toyota Tercell azul

/desteñido de mi mamá,allá por donde fue (o sigue siendo)

la Mueblería La Feriate acercabas esperanzado a la puertaa espiar si estaba el señor de la cartera mágicaque seguramente te daría 10 o 20 pesos,para tu comidita, o unos cuadernos imaginarios…

(¿Para escribir qué?)

Mi prima, tal vez un poco menor que vos,me contó que cuando eras chavalo

(como si alguna vezdejaste de serlo en tu alucinación)fuiste el mejor futbolista del Colegio Salesiano,pero en algún momento de los 90’hiciste el «trip» de tu vidasoltando rayos de tus manoscomo los Power Ranger.

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2

Jugando en la casa de mi abuela te me acercaste para pedirme un peso,te querías comprar unos helados.Yo solo andaba con cincuenta centavos, y te los di.

Observaste la moneda,como si esta fuese una cosa rara para vos,y enojado, me respondiste:«¡Vos tenés problemas con Superman!».

Las calles y los parques de Masaya ya no serán lo que eran sin vos.Tu piel requemada de ambular por las calles,

tus camisas en harapos y tus pantalones flojostan verdes como tu pelo verdenunca te dejaron desnudos.

Tu pestilencia y tu olor nauseabundotan característico tuyo

como los relámpagos y rayos de Power Ranger,ya no molestarán a nadie.Tus greñas verdes o doradas de pintura ya no deslumbrarán.La media parte raza jamaiquina a lo Bob Marley,y la media queratina verduzca... para hormona,

se han de haber lavado con el peine y con la ternurade Cristo.

Y todo ese asco y repugnancia de rayos,resplandores, espadas, y demás armas imaginariassolamente reales en tu cabeza

y que la gente alguna vez temió o aspiróhoy se ha apagado con vos.

Y no sabés la falta que harás.La Cartera Mágica de mi padre ya no tendrá sentido.Tu ausencia será como una sombra, como un aire fresco.Descansa tranquilo, Power Ranger.

tanto sol te debió haber cansado. c