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Universidad Autónoma de Baja California

Dr. Juan Manuel Ocegueda HernándezRector

Dr. Alfonso Vega LópezSecretario general

Dra. Blanca Rosa García RiveraVicerrectora Campus Ensenada

Dr. Ángel Norzagaray NorzagarayVicerrector Campus Mexicali

Dra. María Eugenia Pérez MoralesVicerrectora Campus Tijuana

Dr. Hugo Edgardo Méndez FierrosSecretario de Rectoría e Imagen Institucional

Dr. Alfredo Félix Buenrostro CeballosCoordinador general del Centro de Estudios Sobre la Universidad

Universidad Autónoma de Baja California

Centro de Estudios Sobre la Universidad

Coordinación editorial: Luz Mercedes López BarreraEdición y formación: Lydia Coronel Yáñez

Ilustraciones: Edson Cruz Piña Galarza

Martínez Barrera, Dulce Elena. Memorias de una totoaba / Dulce Elena Martínez Barrera. – Mexi-cali, Baja California : Universidad Autónoma de Baja California, 2015. 26 p. ; 28 cm.

ISBN: 978-607-607-274-5 1. Totoaba – Investigaciones I. Universidad Autónoma de Baja Califor-nia.2. II. t.

SH351.T68 M37 2015

©D. R. 2015 Dulce Elena Martínez BarreraLas características de esta publicación son propiedad de la

Universidad Autónoma de Baja California.www.uabc.mx

ISBN 978-607-607-274-5

Este trabajo fue dictaminado por pares académicos

ProloguistaConal David True

Dulce Elena Martínez Barrera

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PRÓLOGOConal David True

DE UNA HISTORIA QUE VALE, LO QUE VALE UN PEZ

La historia que van a leer es sin duda el grito ahogado de una especie que busca sobrevivir, descrito en las palabras hermosas y refl exivas de una joven que decidió plasmar su sentir de lo que hoy pasa en el alto golfo de California. La totoaba o gigante del golfo de California es un recurso único que se encuentra atrapado en una problemática real a nivel sociocultural.

Hace muchos años, en mi juventud, me planteé el problema de qué hacer con esta especie en peligro de extinción y decidí en conjunto con varios colegas y bajo el cobijo de la UABC iniciar algo que pudiera tratar de conservar y recuperar a este noble recurso. Hoy, 20 años después, esta hermosa historia habla de cómo los humanos aunque tenemos un serio impacto en los recursos naturales por la forma en la que los explotamos, también podemos aspirar a la esperanza de su recuperación a través de la investigación y desarrollo.

La forma en la que Dulce Elena contextualiza la problemática desde el punto de vista antropo-morfi zado de una cría de totoaba es singular, ya que rescata y alude a sentimientos que los adultos hemos cubierto por capas de apatía o simple insensibilidad. Este cuento muestra una sociedad ávi-da de extraer el valor de un recurso que en el pasado le dio origen, que actualmente de forma legal no pose e valor alguno y desde el contexto clandestino vale casi más que el oro mismo.

Sin duda, este cuento ha dejado huella en mí, y espero que a los lectores los haga refl exionar sobre cómo los humanos nos relacionamos con la naturaleza, y que consideremos que estamos a tiempo para hacer mejor las cosas y pasar de nuestro estado de sobrevivencia a un desarrollo real, armónico con la naturaleza que nos sustenta.

* Responsable académico de la UMA de Reproducción y Crianza de Totoaba de la UABC.

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PRESENTACIÓN

Mi nombre es Dulce Elena Martínez Barrera, tengo quince años. Actualmente, curso tercer grado de secundaria, en la Escuela Secundaria Técnica 6, en San Felipe, del municipio de Mexicali. El cuento Historia de una totoaba fue escrito en este mismo ciclo escolar; originalmente redactado como participante de un concurso de escritura, en el que diferentes profesores me apoyaron con datos variados sobre la totoaba. Quise enfocarme más en el punto de vista de dicha especie, con el propósito de concientizar a la sociedad sobre el daño que le están causando a la biodiversidad ciertas actividades que se realizan con fines lucrativos, muchas de las cuales están prohibidas. Todo surgió cuando un profesor me compartió la noticia de que se habían encontrado restos de totoaba en la bahía, les habían extraído la vejiga natatoria a todos, y arrojaron los cuerpos en la costa. Por lo que decidí escribir la historia de una totoaba narrando la situación actual.

El cuento Memorias de una totoaba está dirigido al público en general, aunque con interés particular en los niños y jóvenes de la región, ya que son los que tienen más dudas sobre este asunto que afecta a la zona donde resido. En la narración se incluye un poco el tema de la con-taminación marina, pero especialmente la sobreexplotación de la especie y la esperanza que prevalece en la sociedad.

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SAN FELIPE, BAJA CALIFORNIA, MÉXICO. 03 DE NOVIEMBRE DE 2031

Mi nombre es Toto, Toto Aba, y hablo para contar mi historia. Tengo una cantidad de años… razonable, y habito en el mar de Cortés, en el estado de Baja California. Soy parte de una de las especies únicas del lugar. El señor y la señora McDonald1 solían decir que somos “endémicas”. Hay ocasiones en que solo me lleva la corriente y observo toda la diversidad biológica del lugar. Literalmente es un mar de vida. Encuentro a algunos que nunca había visto. Y nunca he vuelto a encontrar a algunos que solía ver. Esta historia inicia en mi juventud, cuando tenía tan solo tres años de edad. Era un día normal, hundido en mis asuntos, cuando pasó algo desconcertante. No encontré a mi familia, llevaba días sin verlos. Terminaba de observar a los cangrejos jugar la tarde de un día con marea baja y cuando regresé a casa estaba completamente vacía, no había nadie. Los estuve buscando por todos lados, seguí los consejos que mis padres me daban en casos así: “Recuerda qué fue lo que hiciste durante todo el día y lo encontrarás”. En defi nitiva, repetí mi día local y mentalmente, aunque sin mucho éxito. Los busqué por las rocas, por las plantas, incluso pregunté a algunos grupos de camarones que paseaban por ahí. Sin embargo, esto fue solo el inicio de mi historia.

SAN FELIPE, BAJA CALIFORNIA, MÉXICO. 2018

Era martes por la mañana, yo iba a apreciar el choque de las olas contra las rocas, como solía hacer mi abuelo Salvador. Decía que lo mejor era antes de que el sol saliera por completo, cuando los rayos se refl ejan en el movimiento de las olas y producen una escena naranja-rojiza. Al pasar el tiempo, se convirtió en una costumbre despertar e ir nadando a ver tal maravilla natural. Yo iba feliz a mi rutina matutina, cuando algo se interpuso en mi camino, chocando brutalmente contra mi ojo izquierdo.

1 Referente a su nombre científi co Totoaba Macdonaldi.

—¿Quién te crees que eres? —reclamé—. ¿No te han enseñado a no nadar contra la corriente?

No quería retrasos a esta hora, pero nadie me respondió. Empecé a girar y girar sobre mí mismo, buscando alguna señal de vida. Ni siquiera el salto de una almeja. Yo seguía molesto, estudiando las opciones posibles. ¿Quién, aparte de mí, se despertaría a esta hora y, lo peor, en contra de la corriente? Nadie salía y eso me desesperaba aun más. No obstante, cuando estaba a punto de irme, otro golpe idéntico me tomó por sorpre-sa. Caí intempestivamente en la amarilla arena. Lo más rápido que pude, arranqué el nado en paralelo a aquella molesta especie. En pocos segundos, ya estaría temblando en mis aletas. Una ligera explosión de polvo se creó donde cayó rendida mi víctima. Me acerqué, ahora sigiloso, evitando hacer el menor ruido para, así, poder capturarlo. Conforme estuve más cerca, más clara se volvía mi visión… Entonces lo vi.

¿Saben qué fue lo más raro? No se parecía a nada que hubiese visto antes.Ya estaba yo a menos de medio metro de aquel cobarde. Grande fue mi sorpresa al ver-

lo. Nunca vi algo similar, no tenía forma de almeja, mucho menos de pez. No creo que sea una especie de por aquí. Con una aleta, le di un pequeño empujoncillo. ¡Qué clase de horrible y deforme animal era este? No tenía aletas, escamas ni ojos. Se parecía más bien a una roca geométrica y roja: Refresco de Cola. ¡Raro nombre, no tiene importancia!

—Quiero que me pidas disculpas —espeté, mas no hubo respuesta—. ¡Pero qué grosero eres! —Hice una pausa mientras lo miraba con desprecio. Suspiré—. Mi

nombre es Toto, Toto Aba, estoy seguro que no nos hemos visto antes. Solo te quiero decir que no te vuelvas a cruzar en mi camino de la manera en que lo

acabas de hacer. Me retrasaste en mis asuntos y todavía tienes el descaro de ignorarme. —Di un giro de 180° a la izquierda y volví por donde

vine. Ya era demasiado tarde para ver mi función—. “Qué grosera especie” —dije para mis adentros.

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Pero no es adonde quiero llegar.Yo estaba nadando cerca de la superfi cie, demasiado. Me encontraba tan cerca

que pude visualizar una fi gura de fuera. Esto sí que era algo que nunca había visto antes. Parecía un tronco, del cual salían delgadas y larguiruchas ramas, me re-cuerdan a las algas de mi hogar. Mi corazón se aceleraba de manera directamente proporcional a mi emoción. Sentí la necesidad de respirar más y más rápido. Mis aletas no podían dejar de temblar, en pocos segundos estaría sobre el agua. Cada vez más cerca, cada vez más.

¿Nunca han tenido esa sensación que los invade justo cuando están a punto de lograr algo? Cuando sabe que solo falta un poquito más y, ¡bum!, ya lo tiene. Así me sentía, como la totoaba más potente de todo el mar de Cortés.

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Y, ¡bum!, ya estaba en la superfi cie. Anteriormente, ya había salido al exterior, pero esta vez era diferente, algo me decía que era diferente. Continuaba yo soñando con el mundo de allá afuera, cuando un ruido desconocido me hizo girar… Y he aquí adonde quería llegar.

No era un “algo”, era un “alguien”. Me miraba con ojos saltones, como si fuesen a salirse de sus órbitas, su boquita abierta, como cualquier otro pez, y algo pálido. Sus patas superiores (que se veían larguísimas bajo el agua) habían caído a lado de sus rodillas fl exionadas, incrustadas en la brillante arena pedregosa. Había dejado caer su pala y balde de juguete, y ahora estaba expectante ante mí, esperando a que hiciera algo. Así que me armé de valor, junté toda mi fuerza de voluntad para formular unas cuantas oraciones. Seguía pensando en qué palabras elegir, cuando se me adelantó.

—Hola. —Y alzó su mano derecha, agitándola en el aire de lado a lado. Cuando menos lo pensé, ya estaba dando zancadas sobre las débiles olas de la mañana, apro-ximándose a mí. Yo estaba nervioso a más no poder, él ya estaba a dos metros de distancia—. Me llamo Manolo, ¿cómo te llamas tú?

Este era delgado, de corta estatura y se erguía ante mí. Su piel morena y brillante (un tanto quemada por la exposición solar). Sus ojos, de un penetrante café castaño, y sus cabellos, oscuros y crespos.

—¿Cómo te llamas tú? —repitió el chiquillo.

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—Mi… mi nombre es Toto, Toto Aba —dije, con trémula voz y un toque de in-quietud.

—¡Toto Aba? —Rió—, ¿qué clase de nombre es ese? —Parecía extrañado al es-cucharlo, como si fuera de lo más raro.

—¿Qué tiene de malo? —pregunté, riendo también.—Solo es… raro, nunca lo había oído antes. —Y seguía riendo.—Tú eres una especie extraña —le dije—. No tienes aletas, agallas, alas, ni siquie-

ra escamas, solo esas curiosas patas. “Este ha de ser de un charco” —pensé.—Se llaman brazos y piernas —respondió risueño—. Y soy un humano, un ser

vivo, como las fl ores, como los gatos, o como tú.—¡Cómo yo? Ni siquiera te pareces a ninguno de los que mencionas.—Dime. —Continuó—, ¿tú te pareces a un gato?—Pues, pues, no.—¡Ahí está! —Y dio un brinquito innecesario—, ellos también son seres vivos y

no se parecen. Yo soy uno también…Dejé de escucharlo por unos segundos y comencé a ordenar mis pensamientos, fue

cuando recordé porqué razón estaba aquí. Un golpe, una salida, una preocupación. Mi familia. Encogí mi corazón y perdí la vista en la costa.

Olvidé mencionarlo, constantemente bajo la cabeza para recuperar la respiración.Me volví para verlo, él ya había dejado de hablar, al igual que yo. Me miró extrañado.—¿Qué es lo que tienes? —preguntó.—¿Cómo sabes que tengo algo? —respondiendo su interrogación con otra pregunta.—Luces como si tuvieses algo.Nota: Tanto a los humanos como a los animales se les puede identifi -

car su estado de ánimo visualmente.—¡Neptuno! Eres un chico muy observador. —

Pero no dijo nada, siguió expectante a que le respondiera—. ¿Tú… tienes a tus papás? —pregunté por fi n.

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—¡Por supuesto! —Y sonrió, de seguro recordándolos, dejando mostrar su gran sonrisa carente de un diente.

—Me alegro… pues, mira, yo… —Demasiadas pausas, Manolo seguía esperando una respuesta lógica y clara. “Solo di la verdad y tal vez te sientes mejor”—. Yo…, yo los he perdido.

Dio un respingo y sus ojos saltaron.—¿Perder a tu familia? ¿Cómo?—Los puedes perder aun estando ausente —respondí, y él, compasivo, se acercó

más; el agua le tapaba ya las costillas—. Yo estaba fuera y cuando regresé ellos se habían ido…

—¿Y los has buscado?—¡Pero claro que los he buscado! Son lo que más quiero, los amo.Lágrimas frías dieron inicio a una carrera por mi angustiado rostro, yo temblaba

cual niño, lloraba como nunca había llorado. Manolo se acercó y me estrechó en sus brazos (raro ritual humano; sin embargo,

me da consuelo, siento su apoyo mediante esa extraña costumbre).—¿Cómo le llamas a esto? —pregunté, aun llorando.—¿Nunca te habían abrazado antes? —Al notar que no contestaba, prosiguió—.

Se llaman abrazos. Se los das a una persona cuando la quieres mucho, cuando nece-sita ayuda y se siente triste, cuando tienes mucho tiempo sin verla. Mamá me hace darlos a mis primos cuando los voy a perdonar. Sirven para muchas cosas.

—¿Y tú por qué me los das?—Porque eres mi amigo.

Un silencio se creó en el ambiente. No era un típico silencio incómodo que invade cuando no sabes qué más decir, al contrario,

decíamos muchas cosas, pero sin hablar. De algu-na manera, existe una conexión que te permite transmitir diversas emociones y pensamientos sin necesidad de siquiera utilizar la voz.

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Pasamos horas y horas conversando. Él me hablaba de sus aventuras en tierra fi rme y yo de mi asombrosa vida marítima. Me contó de los campos y yo de va-quitas marinas. —¿Quiénes son ellas? —preguntó. —Esa es otra historia. Sin darnos cuenta, el tiempo pasó, hasta llegar la brisa que indica el inicio del medio día. Su mundo me parecía fantástico.

—Quiero ir contigo —dije, al fi n.—¡Qué?! —preguntó, sobresaltado. —Llévame contigo, por favor —le rogué—. Tal vez así encuentre a mi familia…Manolo lo pensó un momento, posó sus manos sobre sus delgadas caderas, encima

de su ya empapado traje de baño azul. —Yo te llevaré —anunció triunfante—, yo te llevaré…Me tomó de nuevo en sus escuálidos brazos, y pude sentir cómo, mediante aquél

abrazo me compartía de su amor, de su cariño. —Te quiero, pequeñuelo —dije, con lágrimas en mis vidriosos ojos, lágrimas no-

torias. Él no decía nada, solo continuaba abrazándome. Alcé la vista, estaba rien-do—. ¿Por qué ríes? —pregunté.

—Porque te voy a ayudar —respondió decidido.Caminamos metros y metros (bueno, él caminó, yo nadé). Él pateaba las piedras

de la costa, yo esquivaba los caracoles que se aferraban a las rocas como imanes. Cuando, de repente, se detuvo en seco, me detuve yo también para ver de qué se trataba, y levanté la mirada hacia él.

—¿Qué sucede? —No voltees —me ordenó, quieto cual estatua.—¿Por qué?, ¿qué sucede? —insistí. Solo puso sus manos en mi lomo.—Prométeme que no te irás y seguiremos siendo amigos.Lo prometí. Y, en un solo movimiento, me soltó, dejándome presenciar aquella

terrible escena.No tienen ni la menor idea de lo que vi: ¡Cadáveres!

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Cadáveres, decenas y decenas de cadáveres depositados sin el menor cuidado en la húmeda arena. Era un escenario decrépito, todos aquellos cuerpos, ahora vacíos, se encontraban desolados. Muchos tenían los intestinos por fuera, la sangre se encargó de cubrir todos los espacios. Insectos de diferentes clases revolotea-ban y hurgaban entre ellos. Perros, llenos de sar-na, se amontonaban unos sobre otros para dar comienzo a su vil banquete. Estómagos, sesos, ojos, todos ya retirados. No dejaban más que esqueletos y algunas sobras de piel.

—Manolo.., ¿qué está pasando aquí? —Mi voz pasó a no ser más que un susurro, y me alejaba cada vez más de su cuerpecito, él permanecía inmóvil.

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—Yo, yo necesito que veas algo.Cruzamos diversas pilas de totoabas, todas como yo, pero abiertas desde el cuello

hasta la parte central de donde debió estar su estómago. Un escalofrío me recorría todo el cuerpo, todo esto era aterrador.

—Aquí está —dijo, en tono sombrío, como quien no quiere decirlo.En ese momento, sentí como si mi corazón dejara de latir. El perder a alguien de

tu familia es algo serio, aun más si estas ausente. No podía decir nada, no podía pensar nada. El llanto me inundó el corazón, pues sabía muy bien que no los podría recuperar. ¡Era mi familia! ¿Por qué les hacen esto? ¡Creen que no me importa? Un dolor horrible se extendió en mi pecho, pero nada comparado con el de mi alma. Quise decir algo, con esperanzas de que me escucharan y volvieran. Mamá, papá, abuelo Salvador, tío Ernesto, Joaquín, Miriam… Toda mi familia se encontraba ahí, petrifi cada, con los ojos desorbitados. Todos estaban huecos. Me acerqué a ellos, como quien está tan cerca de alguien, y a la vez tan lejos. ¿Por qué ellos? ¡Por qué? Mis familiares, amigos, conocidos, desconocidos, yacían en el frío suelo; fue como si hubiesen pasado siglos sin verlos.

La muerte cambia tanto a las personas. Hubiese querido demostrarles mi apoyo, de cualquier manera; pero, literalmente, hay un mar de distancia. Únicamente pude llorar, llorar como solo quien está triste, vacío y acabado sabe hacerlo.

—¡Soy un cobarde! ¡CÓMO PUDE DEJARLOS MORIR? Yo debí haber muerto, no ellos. Comencé a dar vueltas como un loco, dando fuer-

tes golpes a las olas con mi aleta caudal. Gritando bajo el agua para que se tragara mis palabras, mientras el calor pasaba a mi cabeza. Y el dolor del corazón lo sentía también en el cuerpo. Pero nada de esto arregla la muerte.

Tal vez Manolo piense que estoy irremediablemente molesto con él, que nunca lo perdonaré y romperé la promesa, por haberme traído aquí. Pero no es así. Le

agradezco por hacerme ver la realidad, la situación que mi familia está padeciendo, Imagina que un día vas a buscar a tus seres queridos,

pero no los encuentras, y no los encontrarás. O, al menos, no

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vivos. Imagina que te quedas solo, sin haber podido siquiera despedirte. Y después de sentirte terriblemente desconsolado, lo empeore el hecho de saber que no existe el deseo de hacer algo al respecto. O lo hayan disfrazado tan bien que ni siquiera sepan de él. Imagínalo, y luego piensa en mí.

Volteé a la derecha. Mi compañero risueño de hace unas horas ahora tenía la mi-rada perdida en la lejanía, se veía asustado, y en sus ojos se percibía la humedad. Enseguida, enfocó su vista en mí, pero no en mis ojos (el contacto visual es incó-modo en momentos como este). Se creó un silencio sepulcral. Se acercó a mí, yo no podía siquiera hacer otro movimiento que no fuera temblar. Pasó las piedrecillas de la costa, esquivando los cuerpos inertes de lo que antes fue un gran cardumen de totoabas. Se puso justo frente a mí y, sin darme cuenta, ya me tenía acurrucado entre sus protectores y cortos brazos. No dijo nada, solo me abrazó. A veces, un simple abrazo consuela más que las palabras.

—¿Qué les hicieron?, ¿por qué están así? —Mi voz sonaba entrecortada y tenía un nudo en la garganta del tamaño de un atún que me impedía hablar con claridad.

—¿Sabes lo que “buche” quiere decir? —me pre-guntó. Yo negué con la cabeza—. Los hombres cul-tos le dicen “vejiga natatoria”, no sé qué quiera decir, pero es una parte de su cuerpo que extraen y

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venden a otras personas. Dicen que su precio es muy elevado2, yo solo sé que es muy cara, porque soy un niño; pero a los adultos les encanta mencionar cifras, aun-que no se las sepan y las cambien continuamente cada vez que lo vuelven a contar

—se salía del tema y lo notó—. Bueno, lo que quiero decir es que matan a las totoabas como tú, las abren, sacan ese órgano y lo venden en el mercado

negro (o venta ilegal, como prefi eras, las dos son malas), y dejan en las costas sus cuerpos vacíos.

—¡Qué horror! ¿Para qué hacen eso?—Para venderlos, obviamente, ya te he dicho que valen mucho.—¿Y las personas que los compran? ¡Para qué lo harían?

—En realidad, pues, no lo sé —respondió—. No lo sé…Al cabo de unos minutos, y sin siquiera explicar razones, Mano-

lo tomó un viejo balde que se encontraba dentro de una panga3 ya deterio-rada por tanta sal, lo bajó hasta el suelo y esperó unos segundos a la próxima ola para llenarlo de agua.

Me cargó con sus manitas, me introdujo en el balde (tomemos en cuenta que yo era pequeño) y, a rastras, me fue llevando. El pobre apenas podía conmigo.

Regresamos adonde comenzó todo. Desde allá abajo podía ver cómo el rostro de mi amigo se tornaba rojo y sudoroso, todo ese esfuerzo dentro de un cuerpo tan chi-quito. Dejamos detrás de nosotros aquel paraje y cruzamos a un lado de las rocas gi-gantes. Al lado contrario de ellas, subió el telón para dar paso a una escena macabra.

¿Qué creen que vi? Me imagino que ya lo saben.Me llevó a un lugar remoto de la playa, escondido de la civilización; tropezan-

do un poco para llegar, mi chofer ya estaba exhausto. Lo que vi fue algo desga-rrador y terrorífi co: Tres sujetos fuertes y velludos (dos jóvenes y uno de edad avanzada) se encontraban en medio de su masacre animal. Ayudados por unos

2 El precio ronda entre los 3 000 y 3 500 dólares.3 Pequeño bote pesquero, sin cubierta, impulsado por motor o por vela.

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cuantos instrumentos raros, las tendían en el suelo y las abrían para extraer, lo que ahora sé que es, el buche. No podía soportar tanta crueldad, ¡no podía!

—¡Deténganse! —exclamó Manolo, mientras me dejaba en el piso—. ¿Qué no ven lo que están haciendo? Han matado decenas de totoabas, y solo para ganar su preciado dinero. ¿Qué harán cuando todo ese dinero se acabe, cuando sus bienes materiales desaparezcan? ¡Díganme! ¿Qué van a hacer? —dijo, haciendo énfasis en la última pregunta. Los hombres ya habían soltado sus armas de tor-tura y empezaron a escuchar las palabras de mi pequeño sabiondo—. ¿Creen que habrá más para que ustedes puedan seguir matándolas deliberadamente? —con-tinuó—. Son una especie endémica y vean el uso que hacen de ella. ¡Ya dejen de pensar que su dinero va a arreglar todo aquí! —hizo uno pausa y me miró, ahora las lágrimas de sus ojitos recorrían sus enrojecidas mejillas. En su rostro se distinguían el susto, un tanto menos que el dolor. Y yo continuaba llorando—. Él es Toto, Toto Aba, ¡ha perdido a su familia por culpa de ustedes! —gritaba, estaba molesto—. Yo lo he ayudado, lo he hecho mi amigo y, aunque no se lo haya prometido, yo me prometí arreglar esto de una vez por todas. Presumen tan-to de hacerse ricos fácilmente, pero luego avísenme cómo les va con su custodia. En el 2014 se discutía sobre la legalización de este brutal acto, ya estamos en el 2018 y vean cuántas quedan, ¿seis?, ¿siete? ¡En tan poco tiempo ya casi hemos llegado a su desaparición! Y, claro, puede que piensen que solo soy un niño y que no importará la mayoría de las cosas que yo diga o haga. Pero esto es una realidad, no un juego.

El señor mayor se acercó a él, fl exionando las rodillas se acomodó a su estatura, y colocó su mano en la enmarañada cabellera del chico, mirándolo fi jamente a los ojos.

—Cuando crezcas lo entenderás. —Suspiró, con una lúgubre sonrisa—, y tal vez hasta lo harás.

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SAN FELIPE, BAJA CALIFORNIA, MÉXICO. 3 DE NOVIEMBRE DE 2031

Me es necesario compartir con ustedes lo que pasó después. Manolo no tomó en cuenta aquel espantoso último comentario. Por el contrario, ahora es líder de grandes camp añas de protección animal, apoyado también con liberaciones que realizan universidades con el fi n de repoblar de totoabas el mar de Cortés. Mi especie no se acaba solo porque la cacen, eso únicamente es una parte, sino porque lo hacen antes de que cumpla la edad reproductiva (6 años), lo que provoca que no deje crías y no continúe procreándose. Este hecho adopta el término de sobreexplotación.

Ya he envejecido y mis aletas se cansan. Hace ya 13 años que mi amigo se fue, solo espero una cosa: Que siga siendo niño.

Mi nombre es Toto, Toto Aba, y hablo en nombre de todas las totoabas que están pasando lo mismo que yo pasé.

¡Si es que aun existen!

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Memorias de una totoaba se terminó de imprimir en junio de 2015 en Grupo Comersia, Insurgentes 1793 int. 202, colonia Guadalupe Inn, CP. 01020, Mé xico, D.F., tel. (55) 5662-1872. El tiraje consta de 500 ejemplares.