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Vida breve de idiotas Ermanno Cavazzoni El novelista realista Había uno que se consideraba un escritor realista. Por eso escribía todo lo que le sucedía. Se llamaba Vicente, pero en la novela aparecía con el nombre de Ernesto. Todo lo que hacía, lo hacía con el fin de escribirlo. Por ejemplo se sentaba y miraba el techo; entonces escribía en una hoja: Ernesto, de improviso, se sienta y mira el techo. Después, no teniendo otra cosa que decir, se metía un dedo en la nariz. Pero eso no lo escribía. En todo caso lo escribía de una forma más artística. Por ejemplo: Ernesto está pensativo y deja que pase el tiempo. Eso significaba que él estaba sentado a la mesa con el dedo en la nariz. A veces se quedaba así por una hora. A ésta la llamaba la fase de reposo, en la que no había hechos salientes para contar. Como máximo escribía que Ernesto no conseguía fijar sus pensamientos. En realidad, en la espera, si no se limpiaba la nariz se limpiaba con el dedo un oído. Pero esto no era un suceso de novela, ni siquiera de una novela como la suya. Éstos son hechos que quedan fuera de la lectura, como también, por ejemplo, usar una uña como escarbadientes. Entonces se levantaba y escribía: De pronto Ernesto se pone de pie. Escribía de pronto para hacer su novela más sugerente. Pero, apenas se levantaba, la novela estaba otra vez detenida. No podía volver a sentarse para no caer en repeticiones, entonces salía de casa y escribía que Ernesto había salido de su casa. La suya era una novela de hechos. Ya había pensado

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Vida breve de idiotasErmanno Cavazzoni

El novelista realista

Había uno que se consideraba un escritor realista. Por eso escribía todo lo que le sucedía. Se llamaba Vicente, pero en la novela aparecía con el nombre de Ernesto. Todo lo que hacía, lo hacía con el fin de escribirlo. Por ejemplo se sentaba y miraba el techo; entonces escribía en una hoja: Ernesto, de improviso, se sienta y mira el techo. Después, no teniendo otra cosa que decir, se metía un dedo en la nariz. Pero eso no lo escribía. En todo caso lo escribía de una forma más artística. Por ejemplo: Ernesto está pensativo y deja que pase el tiempo. Eso significaba que él estaba sentado a la mesa con el dedo en la nariz. A veces se quedaba así por una hora. A ésta la llamaba la fase de reposo, en la que no había hechos salientes para contar. Como máximo escribía que Ernesto no conseguía fijar sus pensamientos. En realidad, en la espera, si no se limpiaba la nariz se limpiaba con el dedo un oído. Pero esto no era un suceso de novela, ni siquiera de una novela como la suya. Éstos son hechos que quedan fuera de la lectura, como también, por ejemplo, usar una uña como escarbadientes. Entonces se levantaba y escribía: De pronto Ernesto se pone de pie. Escribía de pronto para hacer su novela más sugerente. Pero, apenas se levantaba, la novela estaba otra vez detenida. No podía volver a sentarse para no caer en repeticiones, entonces salía de casa y escribía que Ernesto había salido de su casa.

La suya era una novela de hechos. Ya había pensado en el título; se Llamaría Ernesto. Y en la solapa del libro pensaba escribir: novela realista, para que no se lo confundiera con los novelistas intimistas que sólo hablan de hechos menores y de enfermedades y se preguntan qué es la vida y qué es la novela.

Daba vueltas por la calle y anotaba fielmente en una libreta que estaba dando vueltas por la calle. Escribía: Ernesto da vueltas por la ciudad. Aquí también se reconocía su estilo. Después entraba en un café y escribía que había entrado en un café y que, por ejemplo, fumaba sentado a una mesa. El hecho de fumar en el caté lo encontraba muy realista. E incluso escribía que el café estaba lleno de humo y de gente, pero él estaba apartado. Pero con este comportamiento suyo la novela no iba adelante. La había comenzado a la mañana alrededor de las nueve, cuando se había sentado y se había puesto a mirar el techo. Al mediodía había

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escrito más o menos media página. Será una novela breve, pensaba en el capé; y mientras tanto volvía a meterse el dedo en la nariz y dejaba escapar alguna flatulencia. Pero esto tampoco lo escribía; en cambio sí escribía que Ernesto apagaba el cigarrillo y tomaba su cerveza. Era una frase que le gustaba, pero apenas ocupaba una línea. La cerveza era apropiada para la novela, pero después de dos o tres cervezas se distraía y se olvidaba de tomar apuntes. Por ejemplo, a este punto le sucedía que participaba sin quererlo en una discusión, a lo que seguían dos o tres cervezas y después dos o tres más. Y tenía la impresión de que habían empezado a suceder muchísimas cosas, y tan atropelladamente que no tenía tiempo de escribirlas. Más bien no pensaba más en eso, pensaba sólo en estar en compañía y tomar más cerveza. Y probablemente decía frases atinadas que hubieran quedado bien en alguna novela. También hacía apuestas públicas, que hacían reír, y de las que participaba todo el caté. Se creaba entonces una atmósfera de novela realista como la que él tenía en mente desde la mañana, con esa dosis cómica indispensable que se encuentra en todas las obras maestras de la literatura.

Por la tarde, alrededor de las seis, volvía a casa un poco aturdido por los cigarrillos y la cerveza, y también un poco hinchado. También un poco deprimido. No tenía más ganas de escribir la novela porque ya no se acordaba de nada. Prefería cenar e irse a la cama.

Cuando Vicente Cusiani murió, se encontraron sus papeles; en su familia y también en el café todos lo consideraban un escritor, pero un escritor que por principio se negaba a publicar. Tenía en el cajón un paquete con sus inéditos. Era su famosa novela Ernesto; consistía en una página que siempre empezaba desde el principio. Comenzaba más o menos a las nueve de la mañana y continuaba siempre en el café, donde se interrumpía. Algunas veces al final de la página aparecía el mozo servía la cerveza; en la realidad el mozo se llamaba Giuseppe, pero novela tenía el nombre ficticio de Pietro. Pietro sirve la cerveza.

Ernesto se la toma. O bien

...Ernesto se la acerca a los labios. No había ninguna hoja que fuera un poco más allá de eso. Las variantes de forma, como se ven, eran mínimas

El perito aeronáutico

El señor Pigozzi había leído en el diario acerca de un alemán del Este, ingeniero mecánico, que en 1976 había construido un pequeño aeroplano a motor con piezas tomadas de viejos automóviles y había huido con él a Alemania del Oeste sobrevolando la frontera. Eran los años en que los pueblos estaban oprimidos bajo el comunismo.

Ya que Pigozzi poseía un viejo automóvil Fiat y no se llevaba bien ni

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con su mujer ni con su hija, había comenzado a pensar en emprender vuelo un día y no volver nunca más. Era perito técnico y sabía mucho de motores. Además había sido Influenciado por una enciclopedia de geografía ilustrada. Su idea era aligerar al máximo el peso del Fiat, y para eso había quitado las puertas y toda la carrocería. También le había sacado las ruedas de atrás y había puesto una ruedita central que había encontrado en un desarmadero. Había cambiado de lugar el asiento del conductor, también éste mucho más liviano, y había quitado el piso y el árbol de transmisión. Había quedado el motor sobre las dos ruedas de adelante y un tubo sobre el que estaba el asiento con la ruedita al final. Había llevado el auto a los suburbios, donde había un gran campo sin cultivar en espera de un permiso para construir. Trabajaba cerca de un desguazadero, pero el dueño no estaba al tanto de su proyecto; por el contrario, creía que se trataba de una máquina agrícola para cortar el pasto, eso le había dicho Pigozzi, una máquina experimental de concepción ultramoderna. Para esto hacía falta una hélice, que efectivamente había puesto adelante, en el árbol del motor. La hélice la había encontrado en el aeropuerto tirada en un rincón; se la habían regalado porque tenía un defecto, pero él ese defecto no lo encontró.

En el aeropuerto -decía el desguazador (el señor Caravita)-, las hélices se encuentran gratis en el piso, porque allí tienen tantas que las tiran.

Después había hecho las alas de tela con un armazón liviano de varillas de metal. Y detrás, en la cola, sobre la ruedita, el timón. El dueño del desguazadero decía que eso aparecía un aeroplano de principios de siglo; Pigozzi decía, en cambio, que se trataba de una cortadora de césped de concepción ultramoderna, como las que hacen ahora en Estados Unidos.

Su construcción duró más de un año. Pero la tela la puso el último día para no levantar sospechas; después, de improviso, una mañana, alrededor de las diez (era julio de 1978), encendió el motor. Lo vieron todos los gitanos que estaban acampando allí cerca. El motor no tenía caño de escape y él lo tenía a la máxima potencia, de modo que el aeroplano se movió. Iba en dirección sudeste.

Comenzó a tomar velocidad. Había salido también el desguazador que lo había visto pasar rapidísimo, según él a setenta u ochenta kilómetros por hora. Los gitanos dicen cien. El campo estaba en declive, y esto facilitaba la velocidad. Hizo casi un kilómetro cada vez más fuerte. Debe haber habido un error en las alas porque nunca levantó vuelo. De todas formas nadie vio bien. El desguazador todavía pensaba que quería cortar el pasto; los gitanos, en cambio, lo corrieron y lo encontraron muerto, pobrecito, en el terraplén de la ruta. El aeroplano estaba destruido, pero se reconocía el motor Fiat y las ruedas Fiat de adelante. La pericia hecha después en Pigozzi determinó que lo mató la hélice. tenía cuatro millones en el bolsillo, el registro del auto y una latita de leche

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condensada, probablemente para tomar durante el vuelo. También tenía un mapa de Asia.

Según el testimonio del desguazador el error consistió en la falta de frenos: no había considerado la eventualidad de tener que frenar; y esto era un error también en el caso de que se hubiera tratado de una cortadora de césped. La mujer y la hija no sabían nada, y lo que le decían a todos era que el marido (y el padre) había muerto en un accidente en la ruta mientras manejaba su Fiat 850, en una curva. Ellas creían que él lo había vendido hacia mucho tiempo, no sabían que todavía lo usaba, a pesar de que el auto era viejo y peligroso. En la curva pusieron una pequeña lápida, como las que usan para un familiar que muere en la ruta. Están las típicas palabras que escriben los marmolistas: "...su esposa Virginia y su hija Sara, apesadumbradísimas por la desaparición... etcétera, etcétera... de Pigozzi Héctor".

La familia Scalabrini

Renato Scalabrini siempre tuvo la costumbre de tirar una piedra al aire y quedarse quieto para ver cómo cae. Si la piedra le cae en la cabeza, lloriquea.

-Pero mirá un poco, qué estúpido que sos -le dicen entonces los vecinos.

Pero él después de un poco vuelve a empezar, como si quisiera comprender mejor el fenómeno. Las piedras las tira tan alto que a veces las pierde de vista. Entonces le caen en la cabeza de improviso. Son las que más le duelen. Él examina estas piedras para ver si son las mismas que había tirado.

-Renato, ven~ acá -le dice alguno para que la termine. Y a menudo eso basta para que se olvide de las piedras, porque es un hombre dócil y de buen carácter.

Es el más viejo de los cinco hermanos; hoy tiene cincuenta y dos anos, pero esta costumbre la tuvo siempre. Su familia es la familia de los Scalabrini, que no son tan estúpidos. Hay un tío que no lo es tanto. Maneja el auto y a menudo se lleva consigo a sus sobrinos. Sus sobrinos adoran el auto, y dentro de él están callados viendo cómo maneja el tío. Al tío le gusta andar despacio, pero el auto siempre tiende a escaparse, especialmente en las rectas, donde a menudo dos ruedas se van solas a la zanja. Una vez se dio vuelta. Mejor dicho: más de una vez. El tío dice que es por la velocidad que alcanza en las pendientes hacia abajo. Sus sobrinos se agitan mucho y después lo cuentan a su manera como un hecho hermosísimo y único.

Estos paseos son frecuentes. Por ejemplo se van a bañar a un río. Cuando Renato ve la orilla llena de piedras se pone a emitir

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exclamaciones. Pero no es el agua lo que le importa. En cambio sus hermanos, que no se le parecen, corren todos al agua, y hay alguno que por la alegría se ahoga. Especialmente uno, Sebastián, el más chico, que tiene cuarenta años pero es como si tuviera diez. Le gusta tanto gritar

saltar en el agua que después de un poco, por la alegría, se cae, y mientras se sigue agitando respira el agua con los pulmones, pero como si estuviera jugando. El tío lo saca y lo hace vomitar. Él, viendo a sus hermanos que todavía están en el agua saltando y tirándose barro, no consigue quedarse quieto acostado en la orilla y apenas se recupera un poco se excita y ríe. Los hermanos entonces lo reciben y se le suben encima porque es bajito. Hasta que tiene que intervenir el tío que lo hace vomitar otra vez. Este tío es un pescador, y cuando ya todos se desahogaron con el agua se pone a pescar.

Mientras tanto Renato se divierte con las piedras. Agarra una y la tira al aire. La tira hacia arriba y se queda mirándola. Como siempre, le cae en la cabeza, o en medio de la cara. O bien cae encima de uno de sus hermanos, que se lamentan y se rascan la cabeza. Sus hermanos, después del baño, se quedan acostados con la panza hinchada. Uno de ellos, Darío, el segundo, de cincuenta años, en general se acuesta encima de Sebastián. Son las costumbres de la familia. O bien se acuesta encima de Toni, que es el penúltimo. Hace eso para estar más cómodo, aunque a los otros dos no les gusta y rezongan. Cuando cae una piedra se agitan, miran hacia arriba, después miran alrededor. Ven a Renato lejos y no se dan cuenta. Para ellos es un misterio del río. La piedra cae cada tanto sobre el tío mientras pesca y esto le molesta para pescar. Entonces le hace señas a Renato de que se quede callado y se vaya más lejos. Y hace gestos de que si no hace caso la liga. Una vez Renato había encontrado y tirado para arriba una plancha vieja; pero cayó sobre el tío, que había dejado de pescar y se sentía mal.

Renato tuvo esta tendencia desde la infancia; para él jugar significaba tirar los juguetes al aire. Si se caían al piso se quedaba largo rato examinándolos, especialmente si los encontraba magullados. También los examinaba cuando le caían en la cabeza, pero con el aire de quien sufre una injusticia por culpa del conocimiento. Es una familia de locos, decía alguien; es una familia de imbéciles, decían otros, especialmente aquellos que habían recibido piedras en la cabeza.

La mujer llamada ballena

Una mujer gorda de nombre Paola Parletta sufría cada tanto de una fuerte diarrea. Pasaba la noche toda sudada en el inodoro, mientras afuera arreciaba el temporal. La diarrea le venía cada vez que ola los truenos y el cielo hacía ruido, especialmente en verano, de noche, con la formación de remolinos de aire y viento. Era muy

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gorda y tenía granos en la cara, pero estaba convencida de que era flaca o de parecer flaca gracias a su cabeza chiquita y al cráneo muy poco voluminoso. Mientras estaba en el baño y sudaba y arreciaba el temporal pensaba que alguien debía haberle suministrado a escondidas un purgante con la comida. Era la única idea que conseguía salir de su cerebro chiquitito, y aunque se esforzaba no conseguía hacer que saliera otra más consistente. Esta idea se le había ocurrido en agosto de 1955. Pasaba entonces toda la noche entre cólicos, el miedo a los truenos y el rencor contra alguien, también contra personas desde hacía tiempo ausentes pero que daban vueltas en su mente como los posibles envenenadores, incluso venidos con ese fin desde muy lejos, entrados en la cocina en su ausencia y después escapados sin dejarse oír. Vivía el resto de su vida llena de rencor y sospechas; trataba de agarrar a alguien con el purgante en la mano mientras se lo vertía en la sopa. Sospechaba de los vecinos de casa; los había visto muchas veces subiendo las escaleras con paquetes; y sospechaba de un hermano suyo que probablemente en este momento quería robarle la herencia, o sea la cama y el colchón. A veces le sentía mal sabor al agua de la canilla, por eso sospechaba también de ésta; pero nunca había agarrado a nadie con las manos en la masa, a pesar de estar atenta durante horas mirando la canilla por si aparecía alguien para maniobrarla.

De modo que estas diarreas eran el centro de su vida y alrededor de ellas se desarrollaba toda su actividad intelectual. Hasta los treinta y seis años después de cada diarrea protestaba, agredía e insultaba a los sospechosos, daba vueltas por toda la casa llena de rabia, en bata, todavía con el rostro pálido por los dolores de panza, pero siempre voluminoso. Se presentaba de improviso en casa de algún familiar y le preguntaba:

-¿Quién me puso el purgante en la sopa?

Era para agarrarlo en falta, o en todo caso para hacerle saber que no era una simple estúpida que estaba a merced de cualquiera. Después comenzaba a amenazar, a decir frases injuriosas a todos los maniobradores de laxantes y purgantes, que incluían también los hipotéticos agentes aliados, ocultos en la sombra con el cuentagotas.

Después, con la edad, envejeciendo, estas diarreas se volvieron más regulares e independientes de las perturbaciones atmosféricas y de los golpes de frío; venían cada dos o tres semanas, con cualquier tiempo o en cualquier estación, pero nunca dejaron de constituir el problema número uno de su existencia.

Esta Paola Parletta, que siempre fue soltera, había cambiado de táctica: desde 1960, desde que había engordado más y tenía la cabeza de dimensiones cada vez más microscópicas, sufría de agitación al respirar y de palpitaciones cardíacas; por la mañana se movía sin hablar para no cansarse; trataba de moverse astutamente;

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buscaba en la basura en un frasquito que hubiera contenido el purgante, revolvía en el cajón de los remedios o debajo de los colchones, siempre en silencio, poque para gritar y acusar le faltaba la suficiente resistencia del corazón. A veces encontraba líquido derramado en el piso, en la cocina, pero no decía nada; llamaba a la policía cuando encontraba manchas más grandes; también, por ejemplo, en el mantel o en donde guardaba los platos. Sospechaba también de la sal.

Un día se cayó del inodoro y se rompió la cadera. Desde entonces estuvo siempre sentada en una silla quejándose de la comida y de la cara de quien la cuidaba. Ésta fue su vida. No le sucedió nada más.

Las excursiones del domingo

La familia Bassanini estaba compuesta por el jefe de familia, la mujer y tres hijos pequeños. Era una familia normal, salvo cuando iban en auto. Esto sucedía los domingos, en las así llamadas excursiones dominicales, que se hacían regularmente desde que Bassanini se había comprado el auto. Bassanini manejaba a velocidad moderada, siempre listo para frenar si fuese necesario. La mujer lo ayudaba a descubrir de lejos los peligros. Pero el drama estallaba cuando apareáa un cartel con la indicacón de un desvío, por ejemplo Génova a la derecha, Livorno a la izquierda. Bassanini, con una fila de autos detrás, no pudiendo detenerse perdía la cabeza y perdía también el concepto de izquierda y derecha. Los hijos gritaban:

-¡Papá, papá, andá para allá! -y la mujer:

-Gino, prestá atención, es peligroso, andá a la derecha, para allá está Livorno.

Era cuestión de pocos segundos; en el auto estallaba la agitación y el alboroto, él aterraba el volante; si frenaba, de atrás sonaban las bocinas, y en la indecisión del último instante terminaba fuera de la ruta, sobre la hierba del desvío o contra el guarda-rail que estaba delante, o con una de las ruedas en la zanja. Como siempre iba muy despacio, el accidente nunca era grave. Algunas veces golpeaba con un guardabarros el cartel indicador sobre el que estaba escrito Livorno-Génova. Y los autos, en vez de ayudarlo, le gritaban "imbécil" por la ventanilla, o le tocaban bocina insistentemente como diciéndole "imbécil". Pero también sucedía que asediado de esa forma, sin saber ya más nada ni de Genova ni de Livorno, agarraba directamente el camino equivocado. Mejor dicho: siempre sucedía eso: si para sí mismo, para no olvidárselo, se repetía “iLivorno", por una especie de impulso enemigo tomaba inexorablemente para Génova. Los hijos gritaban:

-Papá, volvé para atrás" -y la mujer también:

-Volvé para atrás.

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Pero tenía una fila de autos detrás, también ellos de excursión dominical, y no podio detenerse. Estaba lo más a la derecha posible. Tratando de disminuir la velocidad rozaba las señalizaciones, y los hijos gritaban "papá", aferrados a sus asientos. A veces proseguian como diez kilómetros. Hasta que Bassanini se tranquilizaba y salla de la ruta. Nunca tuvo un verdadero accidente. Algún salto, a lo sumo los gritos, ya sea de sus hijos como de su mujer. Después todos se sentían más tranquilos. La mujer decía: "No pasó nada", y empujaban el auto hasta un lugar donde se podio dar la vuelta Las más terribles eran las biturcaciones donde no se podían detener para pensar y calmarse, y había que decidir mientras al mismo tiempo había que pensar en el volante, y toda la familia estaba tensa y asustada. El padre decía que perdia la cabeza por la responsabilidad que tenía, y porque todos se la agarraban con él. Por suerte las bifurcaciones como esas eran raras. En las rutas derechas se sentía seguro de si y se comportaba respetando las señales de tránsito.

Los hijos, que iban a la escuela primaria, al día siguiente contaban en la composición que la excursión había sido calma y lindisima y que el padre había manejado fumando. El realidad Bassanini tenía que detenerse cada tanto para fumar porque no podio fumar manejando; decía que el cigarrillo le dificultaba las maniobras, por ejemplo, si de improviso se presentaba una curva; pero también en las rectas decía que si pensaba en el cigarrillo no podio pensar en la ruta. así, cada tanto, para descargar las tensiones, se detenía al costado de la rutay fumaba. Algunas veces fumaba también la mujer, mientras los hijos se divertian en el asiento de atrás.

La época de las excursiones dominicales terminó cuando se terminó también el auto, al que se lo llevó la grúa de auxilio. La época del auto quedó impresa para siempre en la memoria de los miembros de la familia como una época de grandes emociones, cuyo eco volvía a encentrarse el lunes en las composiciones de los hijos, siempre, naturalmente, un poco edulcoradas, según la tradición escolar.

Bassanini no tuvo ganas de comprar un segundo auto. Decía que se había acostumbrado al sistema de comandos del otro y que ya era viejo para aprender todo de nuevo.

Luis Pierini, calculador

Los calculadores prodigios son personas que calculan con una velocidad prodigiosa. A veces están en los manicomios, cuando los cálculos no paran nunca y la cabeza está tan pendiente de los números que se olvidan de dormir, de comer o de hablar con alguien. A veces presentan un espectáculo en el teatro, como Inaudi a fines del siglo XlX, o como Hugo Zaneboni, policía, no tan rápido como Inaudi pero capaz de responder públicamente a cualquier pregunta que tuviera que ver con los números. Sabia también el

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horario de los trenes de memoria y repetir al derecho y al revés una lista de doscientos cincuenta números. había debutado en Milán en el teatro Edén, y durante años hizo giras por Italia con discreto éxito; se lo consideraba el segundo, inmediatamente después de Inaudi.

También a Luis Pierini se lo puede considerar un calculador prodigio; pero no fue famoso. había nacido en Pomerance el 12 de diciembre de 1878 en casa de una familia poco instruida; de pequeño era un poco torpe y trabajaba de peón en un establo. Creció completamente analfabeto. A los once años un compañero del establo le enseñó a contar hasta cien. Y se apasionó tanto que contaba sin parar, en voz alta, pero también en silencio. En poco tiempo llegó a diez mil, casi sin ninguna ayuda, y después mucho más allá. Durante sus horas de ocio como pastor lo contaba todo y ésta era su actividad preferida. Un cura le enseñó las cuatro operaciones, y después de la misa se quedaba con los campesinos junto a la iglesia y calculaba cuántos segundos de vida tenía cada uno, cuántas horas habían pasado desde el nacimiento de Jesucristo; a pedido hacia cualquier multiplicación y división de hasta ocho cifras. Mientras volvía a sus ovejas contaba los pasos y se ejercitaba libremente en las operaciones, en un trabajo ininterrumpido de la mente que, sin embargo, le daba muchas satisfacciones.

Quien lo descubrió fue el maestro Lessi, maestro de escuela en Pomerance. Una noche, en el café, Luis Pierini dividió delante de todos 150 billones por 1.654. Entonces el maestro Lessi le dijo:

-¿Sobrias encontrar un número que multiplicado por sí mismo diera 180.625?

Luis Pierini pensó un rato y dijo:

-425.

Así fue como aprendió la raíz cuadrada y durante toda la noche extrajo algunas dificilísimas. El maestro Lessi escribió en Il Corazziere de Volterra del 4 de julio de 1892 que en Pomerance vivía un calculador fenomenal, casi comparable con Inaudi.

Inmediatamente después de eso Luis Pierini se dirigió a Grosseto, donde había dado un espectáculo Inaudi, seguro de poder él también presentarse en el teatro. Citaba las palabras del maestro Lessi como si se tratara de un titulo. Pero fue rechazado. Después se dirigió a Massa Marittima, en Viterbo; después a Roma. Llevaba consigo el recorte de Il Corazziere que él, como era analfabeto, no podio leer, pero repetía algunos fragmentos de memoria; nombraba siempre al maestro Lessi y apenas podía extraía raíces cuadradas. En estos viajes sufrió el hambre; llegó a estar treinta horas sin comer. Después encontraba a alguno que escuchando sus cálculos en el caté, delante de toda la gente, quedaba sorprendido y le invitaba una sopa. Se unió también a dos vagabundos que lo exhibían en los pueblos más pequeños como un fenómeno

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excepcional; con ellos consiguió ganar alguna lira.

Después lo visitó el profesor Mantegazza, que estudiaba calculadores y prodigios y había estudiado también a Inaudi y a Zaneboni. Encontró que habiendo sido abandonado a si mismo no había podido perfeccionar sus capacidades; pero dijo que sin ningún lugar a dudas la potencia calculadora la tenía. Le había hecho hacer numerosos cálculos en su estudio, en Florencia, midiendo cuánto tiempo empleaba y comparando los resultados con los de Inaudi. Después le había medido la cabeza, encontrándole una asimetría y una voluminosa deformación del cráneo. Fuera de los números padecía una gran confusión mental; contaba acerca de si mismo relatos imprecisos, con un vocabulario muy reducido; no recordaba el nombre de las ciudades en las que había estado, y de Roma no sabía decir nada. Cada cuatro o cinco palabras, para darse importancia, le gustaba decir "en suma". Nombraba el mar, la astronomía, y decía que amaba la poesía: en un cierto punto había declarado que él mismo había compuesto una, bellísima.

Después del encuentro con Mantegazza se volvió más vanidoso; hablaba de Inaudi como si se hubieran conocido y constituyeran, junto con Mantegazza, un tiro de amigos íntimos. Decía que ellos eran los genios reconocidos de la matemática. Por eso le gustaba vestirse bien; daba vueltas por el campo siempre absorto en sus cálculos, pero también en esa poesía que corregía y limaba continuamente, haciendo que aumentara su vanidad. Aparecía en el capé de la Toscana donde intentaba dar un espectáculo haciendo cálculos, pero donde sobre todo trataba de recitar su famosa poesía, que decía así:

Pía Florencia madre de las ciencias de la cual fuiste tu la estrella suma que diste luz a diez potencias por tu ingenio, tu arte y tu idioma, eres cortés, noble y suave, del paraíso tienes la llave.

Mantegazza, después de haberla escuchado en su laboratorio, clasificó fácilmente a Luis Pierini como un idiota simple.

El medidor de presión

Un jornalero que vivía con su madre en una casa cerca de la ruta provincial, en un valle entre los montes, pasaba el día escondido detrás de los arbustos porque se imaginaba que así hacían los médicos. Sólo salía cuando veía pasar a alguien y quería tomarle gratis la presión. Se llamaba Gallinari Sauro, pero todos los conocían como Gallinari. Estaba en el campo con un esfigmomanómetro listo al lado suyo, y mientras cultivaba los campos de avena o de papas que alquilaba sólo pensaba en la medicina, para la cual creía tener un talento natural. La tierra en cambio decía que era un siervo de la

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gleba y que no tenía importancia qué hiciera con su vida. Hacía pruebas consigo mismo en las horas de la siesta, como había oído decir que hacen los médicos en el hospital cuando un aparato todavía no ha sido perfeccionado, y se medía la presión en el brazo, sentado bajo la sombra de un árbol, con mucha satisfacción. Inflaba el esfigmomanómetro lo máximo que podía, hasta que se le congestionaba el brazo; después trataba de aguantar, porque la prueba de la presión, según él, era una especie de prueba de fuerza que al final hacía bien a la salud. Este Gallinari era muy robusto, y tenía unas arrugas particularísimas en la frente que le daban un aire grave de médico del siglo XIX. Pero tenía un cuello cortísimo y la cabeza hundida en el medio de los hombros, como ciertos gorilas.

Había encontrado la bolsa de un médico en el sótano cuando había llegado allí, a Sologno, en 1952; dentro había algunos aparatos de antes de la guerra, y se había apasionado mucho con todo eso; pensaba que había tenido buena suerte y que podía ejercer en poco tiempo la profesión, especializándose sobre todo en medir la presión, que era la rama de la medicina que él prefería y por la que había sentido enseguida más familiaridad. El termómetro, en cambio, no lo atraía como especialidad, porque no se Inflaba y no tenía esa variedad de aplicaciones aptas diploma y no estaba inscripto en el registro profesional. Volvió a trabajar la tierra en Sologno. Sólo le había quedado un lazo hemostático que a escondidas aplicaba en los campos a la señora Zagno en distintas partes del cuerpo y a la que continuó dándole inyecciones con los medios que encontraba al azar en los campos, como agujas de pino, astillas, hebras de paja y heno. Dichas visitas siempre se realizaron en la clandestinidad y duraron algunos años.

Primo Apparuti

Lo que cuento de Primo Apparuti es absolutamente cierto; lo contaba él mismo en el manicomio.

Primo Apparuti era un mecánico y vivía en Nonantola, en la provincia de Módena. En 1918 fue internado por su voluntad en el manicomio de Reggio Emilia. Decía que no podía más estar afuera, que la cosa no podía seguir así. Era mecánico de bicicletas y cuando golpeaba con el martillo un pedazo de hierro para forjarlo, le faltaban las fuerzas; le parecía que el hierro se quejaba y le recriminaba con su silencio. Entonces se sentía tan dolorido que le venían ganas de llorar y corría a meter el hierro en agua esperando aliviar así el mal que le había hecho. Dejaba pasar media hora y no teniendo el coraje de volver a tomar el hierro se ponía a montar una rueda de bicicleta; pero apenas apretaba la tuerca del eje la habitual voz interior le recriminaba que le hacía mal a la tuerca y al eje. Tenía que dejar de hacerlo. Pero después, encontrando con la mirada otras tuercas, decía que sentía dolor e inquietud; trataba de resistir, pero una fuerte pesadumbre lo obligaba a aflojarlas. Y después de haber aflojado muchas tenía que huir, disculpándose con las otras tuercas, diciendo

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que no había sido él quien las había apretado, y que si el propietario de la bicicleta las hubiera apretado de nuevo él sufriría una desgracia o resultaría muerto. Y oía a sus hijos que lo llamaban: "papá, papá", entre lágrimas. Entonces cerraba el negocio y ponía un cartel: murió el mecánico. Después se arrepentía de haber escrito eso y de darle a sus clientes motivos de tristeza y de pena; iba a quitarlo, sin tener el coraje de mirar las bicicletas.

A menudo pensaba en matarse, pero lo asaltaba el temor de ser un incapaz y de arruinar los muebles o de molestar a la gente con su funeral. Experimentaba entonces un desasosiego y una opresión muy grande en el corazón, y le venían ganas de sacarse la cabeza y ponerla sobre el banco de trabajo y regañarla y golpearla; hasta que le agarraba un gran cansancio.

A veces, para no estar todo el tiempo afligido por las bicicletas, iba a la ciudad y compraba un boleto de tranvía hasta la parada más lejana' Pero después de medio kilómetro, más o menos, tenía que bajarse, pensando que no era digno de hacerse llevar, y sintiéndose además víctima de los reproches por parte del motor. Volvia a hacer el camino, a pie, pero encontrando otros tranvias llenos de gente sentía otra vez el corazón apesadumbrado viéndolos sometidos a semejante esfuerzo. Entonces se asociaba a su dolor llorando, y los seguía en la subida prometiendo vengarlos, insultando y mofándose de los pasajeros, y exhortando a los motores a que tuvieran paciencia, porque despues habrían tenido alegrias que los pasajeros ni siquiera sospechaban.

Cuando había llegado fuera del poblado se complacía contemplando los palos telegráficos y los abrazaba, los besaba, media la distancia entre uno y otro y contaba los cables que llevaban experimentando mucho desconsuelo. Trataba de imprimir en su mente la forma y las dimensiones de cada uno y prometía volver a verlos. Éstos eran los únicos momentos de felicidad de los que en toda su vida tenía memoria.

Los albaneses

Govi Naldo era empleado de la perrera municipal. Esa tarde un perro se había escapado de la perrera; él y un colega perrero habían corrido detrás de él durante una media hora; lo habían alcanzado en la cima de una colina, donde el perro se rebeló y lo mordió al Govi en la canilla. Este hecho probablemente lo perturbó, o quizás ya estaba perturbado desde hacia tiempo. Volvió a casa y le dijo a su mujer:

-Buen dio, ¿qué desea?

Y la mujer:

-¿Ya estás aquí con tus estupideces?

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En los diálogos usaba muy a menudo esta fórmula. Él la miraba: no le parecía haberla visto nunca antes; su mujer no era una belleza. Y entonces el Govi pensó: "Ésta es una loca, hay que seguirle la corriente". De hecho la mujer estaba despeinada y con una bata vieja que usaba para limpiar la casa. Por lo tanto no parecía una señora muy honorable. "Ésta es una loca y una vagabunda -pensó que se cree que vive aquí". Después Govi no volvió a hablar porque sentía acidez en el estómago. En la cocina había un hombrecito bajo, que era su hijo, pero él no lo reconoció. Pensó que habría entrado junto con la mujer. Pero este hombre ni siquiera se había dado vuelta para saludar; estaba comiendo algo, probablemente queso. No los echó porque le parecía que había algo más que no recordaba. Por ejemplo, cómo es que tenían las llaves Y cómo era que no tenían miedo de él. Incluso se comportaban como si fueran los dueños de casa.

Así que desde ese dio, cada mañana cuando se despierta descubre que esa gente sigue estando en la cocina; sobre todo el hombrecito le da escalofríos, porque están empezándole a salir pelos en la cara y pústulas forunculosas. Pero hace de cuenta que no le importa. La mujer parece Siempre preocupada porque el hombrecito no come lo suficiente. Son

sus familiares, pero él ya no los reconoce. Dice cada tanto frases de circunstancias sobre el café con leche, y mientras tanto observa como untan la manteca en el pan y cómo el hombrecito come salchichas.

Durante un cierto periodo pensó que venían de Albania, y que él había firmado distraídamente un papel en el cual se comprometía a hospedarlos. De hecho había firmado una carta a favor de los prófugos, eso lo recordaba, y también se lo recordaba el colega de la perrera, Zamboni, al que le decía:

-Tengo a dos prófugos en casa. Un hombre y una mujer.

Zamboni decía:

¿Y qué esperabas?: firmaste.

Sus familiares no se habían dado cuenta de que ya no eran reconocidos, sólo sentían un poco más ambigua su manera de hablar. La mujer siempre había pensado que su marido era un pobre idiota, como le decía siempre; a menudo pensaba que a veces lo era todavía más.

Después, dado que el Govi sufría de úlcera grastroduodenal, había llamado al doctor, el doctor Prini, gracias a quien se ha conocido el caso, que de lo contrario habría permanecido (insospechable) en la ignorancia.

-Hay una gente allá -decía al doctor-: es una señora y también hay

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un hombrecito -era su hijo-, que me da un poco de asco.

El doctor Prini lo visitaba y lo escuchaba interesado, pensando que podio tratarse de una complicación de la úlcera. El Govi decía que el hombrecito media un metro cincuenta y que él trataba de mantener la distancia porque emanaba un olor a nylon elástico. Llevaba ropa de la Cruz Roja internacional.

-¿En general -preguntaba-, los desinfectan?

También la mujer tenía un olor indefinible, olor a hospital.

-¿A lo mejor -preguntaba-, es el olor de la enfermedad que tienen ellos?

Esta mujer daba vueltas por la casa como si estuviera en su casa, en Albania. En cierto sentido era cómodo porque todos los días preparaba tortillas y albóndigas destinadas en gran parte al hombrecito. Si sobraban, él también comía. El hombrecito comía mucho, como todos los albaneses; y la mujer también. Se sentaban delante de un montón de albóndigas y empezaban a comérselas; después bebían y Seguían comiéndolas durante diez minutos. A veces empleaban más tiempo porque alternaban las alhóndigas con la tortilla. Él conseguía comer un poco de tortilla, que a decir verdad no estaba mal hecha. Después el hombrecito lo miraba de reojo, y también la mujer lo miraba como a uno que no merece nada. Estos dos albaneses se habían apropiado de su casa y la usaban durante el día como freiduría, y como dormitorio de noche. En particular la mujer, que dormía en la cama con él. "Mejor ella que el hombrecito", pensaba el Govi, aunque no sabía quién le daba más asco de los dos. La mujer, en la cama, hacia ruido, especialmente cuando respiraba. Y también en el otro cuarto se ola respirar al hombrecito, que había ocupado el sofá. La situación se parecía a la de un campamento. Pero el problema era éste: ¿qué había firmado? ¿No podio el doctor averiguar algo con discreción -le preguntaba durante sus visitassin dar la idea de que quería dar marcha atrás? Mejor dicho -quería que el doctor preguntara ¿cuánto tiempo, por lo general, se quedan los albaneses? ¿No hay para ellos campos de concentración? Decía que estos albaneses le acentuaban los síntomas de la úlcera, porque lo único que se comía eran cosas fritas.

Después, a pesar de ser joven, también el hijo tuvo algunos síntomas de úlcera, que a lo mejor era un mal congénito, y empezó a no reconocer a sus padres. Esto es lo que dice el doctor Prini. Se despertaba durante la noche, ya no entendía qué hora era; entonces daba vueltas por la casa sintiendo acidez en el estómago y descubría en el cuarto de al lado a dos personas que dormían en la misma cama. Se devanaba los sesos tratando de imaginar quiénes podían ser. Después iba a mirarlos más de cerca y en la penumbra le parecía que se trataba de un hombre Y una mujer. El hombre roncaba ligeramente. Se quedaba allí, estudiándolo un poco, y

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también estudiaba a la mujer. No entendía cómo habían hecho para entrar. Para él era un misterio. Le parecian una Pareja de esposos que habían venido a dormir a su casa. A lo mejor una PareJa de vagabundos 0 desamparados. Los vela también de dio; la muler estaba siempre en la cocina y freia; él (el hijo), comía las frituras, y ella seguía friendo. Después llegaba el hombre que era un poco calvo y también él comía ávidamente, especialmente si había tortilla; después se tocaba el estómago con la mano y decía que no digería bien. Como a menudo oía hablar al hombre de esa Albania lejana, pensaba que fuesen de allí.

El dactor Prini está convencido de que en la base del caso está la úlcera, en la forma hereditaria que da la idiotez parcial lipomnemoica (o sea, con vacíos de memoria). Dice que a menudo sucede que en una familia sus miembros no se reconocen, sin que esto se note. En la base de todo está la fritura, que para el organismo es un veneno. El doctor Prini está escribiendo con este fin una nota que aparecerá en El l)iario de Higiene y Profilaxis.

El señor Pezzenti, noble

No reía nunca para que no se le arrugara la cara. Se ponía una laca que le mantenía la piel estirada y brillante como si fuera de cera. Esta laca se secaba y formaba una especie de porcelana sflperficial, muy linda a la vista pero a la vez muy frágil. Tanto es así que no podía hacer el más mínimo gesto, ni de alegría ni de estupor, ni masticar, porque se agrietaba enseguida y de joven que parecía se volvía en un instante como un vidrio roto. Se ponía laca a las diez de la mañana y cuando estaba seca, a eso de las once, salía de casa; y se lo veía pasar con el rostro hermosísimo e inmóvil por las calles del centro. Sólo movía a izquierda y derecha la cabeza y los ojos, para mirar las vidrieras. Ya que muchos lo obsenaban, especialmente las señoritas que salían de los negocios llamando también a sus colegas para que vieran, él estaba convencido de que causaba sensación por su piel lisa y fresquísima; y luminosa, cuando estaba calmo. Estas salidas suyas de la mañana no tenían otro fin que provocar maravilla y estopor en la población. A las doce y media la laca se agrietaba; pero él ya estaba cerca de casa y volvía apresuradamente porque si era por él el pesco había terminado.

En casa se quitaba esta laca; eran como escamas que recordaban el color del caramelo. Se la quitaba con un cuchillo para pcscado. Debajo, la cara era opaca y triste, parecía empolvada de cenizas, no como la de un noble, sino como la de un viejo abandonado. De hecho vivía en un sótano malsano adonde ningún otro había entrado nunca. El revoque se despegaba de las paredes y caía al piso. Él lo empujaba con un pie en los rincones. Despreciaba a las escobas y por lo tanto no barría nunca. Nunca se vio un hombre más raro; tenía también una mano de madera cubierta por un guante. En este sótano había un catre y una masita para el tocador. En cambio, en el baño, en un rincón, había un agujero que daba directamente a la cloaca. Es probable que por allí se asomaran cada tanto las ratas.

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Pero esto es secundario. En casa llevaba siempre un gabán a manera de bata, porque su casa, siendo un poco sflLterránea, tenía siempre temperatura invernal. Estaba todo el día metido allí, y no puede decirse que estaba todo el tiempo pensando, porque no tenía una buena disposición para el pensamiento ni nunca había sentido interés por él. De joven había sido muy bello -eso diceny vanidoso. Pero era admirado hasta que abría la boca, porque entonces le salía una voz estúpida e inconsistente, símbolo de su pobrísimo estado mental.

A mitad de la tarde iba al comedor de los pobres vestido con trapos; allí no tenía ocasión de hablar con nadie. Comía por necesidad, no porque le gustara. Nadie sabía que era la misma persona que pasaba a las once y media por la calle. Muchos creían que era francés. Y en cambio tenía ochenta y seis años.

Se ponía laca para tener una apariencia feliz y para destacarse un poco de la población local y de la vida en general. No era un exhibicionista, como esta descripción podría hacer creer, sino que era su modo de existir como noble que vive siempre en la juventud. Esta laca se compra por correo; se llamalnd~rzt y otorga un aspecto juvenil a la cara, hasta el cuello de la camisa. La usan los actores cuando aparecen en televisión o cuando se hacen fotografiar. Se aplica con un pincelito, como si fuera pintura; pero es una ilusión, por eso no la usa nadie.

Tenía también un traje almidonado para sus paseos que mantenía protegido de los escombros y las ratas. En el bolsillo llevaba cosido un pañuelo falso y una falsa pechera adelante. En la cabeza una peluca de nylon.

Una mañana se desmayó en la calle; eran casi las doce y media. Lo llevaron adentro de un negocio y lo acostaron. Tenía olor a cadáver y la cara estaba hecha añicos. Era una zapatería con muchas empleadas que lo reconocieron; pero se mantenían lejos de él, tanto por el olor como por la cara, que les causaba impresión. Se le había caído la dentadura en la calle y también la mano de madera; y debajo del saco, cuando se lo sacaron, tenía trapos atados con elástico. También los enfermeros de la ambulancia le miraban de cerca la cara pensando que se trataba de una enfermedad.

Pero era laca. Resultó que se llamaba Pezzenti. Nadie lo conocía, no tenía parientes. Tenía una tarjeta monárquica falsa que le daba el título de noble y que había comprado muchos años antes a alguna sociedad estafadora. Toda esta información fue recogida por la asistente social antes de que su vida se apagase sin una sola palabra, en el hospital.

El carnaval del '56

En 1956, la noche anterior al miércoles de Ceniza, la municipalidad

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de Centanni había distribuido narices postizas para alegrar la fiesta de carnaval de los pobladores. La idea había sido del intendente y del asesor de la juventud. Así que casi todos los participantes se habían puesto una. Pero el más entusiasta había sido un tal Cortellini Amadeo, de mente simple, que se la puso y no quería volver a sacársela. Para las mujeres, la municipalidad había distribuido lunares peludos para pegar en la cara y también pelucas de bruja.

Este tal Cortellini tuvo puesta la nariz también en los días que siguieron, por una forma particular de vanidad. Hasta entonces había sido un hombre bueno y pasivo que vivía con su madre viejísima y cuidaba las gallinas. Tenían cuarenta. Su madre le había enseñado desde que era niño y él cuidaba que no se perdieran. También era capaz de recoger los huevos, pero no de contarlos. No concebía los números. Pero era capaz de reconocer a cada gallina y las llevaba a los campos para que comieran. Reconocía también las gallinas de los demás, y las alejaba, como le había enseñado su madre, cuando trataban de introducirse a escondidas entre las suyas. No tenía otras aptitudes particulares y cuando las gallinas estaban en la cama él se iba al pueblo con los parroquianos del bar.

En el pueblo había un solo bar, el bar Nacional, adonde por tradición iban los hombres. Aquí empieza a aparecer Cortellini con la nariz postiza, mantenida firme por medio de un elástico. Estaba vestido como se visten en el campo los estúpidos, sobre todo hace años. Y al verlo todos le decían alguna palabra ridícula, como es natural frente a alguien con la nariz postiza en un día feriado. Él, Cortellini, tenía siempre la cara fruncida, como la de uno que ríe; pero no se entendía si se reía o si era su estado normal. Después todos se sentían impulsados a hacer bromas amicables. dado que la vida en el bar no era muv entretenida, y en general se la agarraban con la nariz postiza. Hasta el punto que algunas veces Cortellini lloriqueaba.

-Diviértanse pero no le hagan daño -decía el barman.

En cambio cada vez crecía más la tentación de sacarle la nariz. Esto es típico en todos los bares. Pero nunca nadie consiguió sacársela, aunque lo intentaban de a tres. Aunque lo agarraran de las orejas y hacían fuerza. Él hacía un gesto de negación, como los conejos, y daba patadas hacia atrás.

-Aléjense -decía alguien-, es peligroso, está sufriendo una crisis.

También lo decían los que jugaban a las cartas, porque se molestaban. Llegado a este punto el barman decía:

-Terminenla -y salía de atrás de la barra para separarlos.

Entonces también los demás; que hasta un momento antes habían reído, decían:

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-Basta, ahora basta.

Siempre se llegaba casi a la pelea, porque dos o tres que habían tratado de sacarle la nariz ya no bromeaban, pero se enojaban porque repentinamente los demás le daban la espalda, y la nariz quedaba como algo expresamente preparado en contra de ellos. Esta situación duró varios meses. El propietario del bar quería probibir el ingreso a Cortellini; algunos lo consideraban una injusticia diciendo que era un caso social. Había continuas discusiones; hasta que, a pedido del intendente, se interesó por el caso el servicio psiquiátrico territorial. Alguien en el bar había dicho que era de irresponsables haberle dado una nariz postiza a un minusválido. A menudo en el bar nacían las críticas más fuertes a la municipalidad. El servicio psiquiátrico había ido a buscarlo; eran dos enfermeros y un doctor. El doctor decía que la nariz, a largo plazo, era peligrosa en el plano simbólico y que había que sacársela. Los enfermeros se habían puesto de acuerdo, porque independientemente del plano simbólico, al verlo responder al doctor tan lleno de vanidad por la nariz, daban ganas de sacársela. Así pasaron a la fase de la intervención. El médico decía:

-No le hagan daño; podría tener consecuencias en el plano simbólico.

Los enfermeros decían:

-Doctor, estamos acostumbrados; es un momento.

Pero Cortellini tenía una técnica muy buena para salvar la nariz que había aprendido en el bar; consistía en una técnica acompañada de patadas. Los enfermeros estaban todos sudados y el médico decía:

-Paren, estamos en la fase de simbolismo avanzado. -Y a Cortellini, que se reponía-: ¿Por qué te gusta esa nariz?

Cortellini tenía la misma cara de siempre, o sea fruncida pero incomprensible. Después el médico, en voz baja, le decía a los enfermeros:

-No quisiera desencadenar una reacción de negación aguda con estas preguntas demasiado directas... ¿Cuál es tu nombre? -decía entonces.

-Cortellini.

¿Y dónde vives?

-En la calle Cantone.

-En qué número?

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-En el número seis.

A los otros enfermos, en voz baja, les decía:

-¿Ven? Ahora hicimos contacto. -Y a Gortellini-: ¿Me harías un favor?

Él estaba allí, no decía ni que sí ni que no.

A los enfermeros:

-Ahora estoy actuando sobre los reflejos condicionados... Cortellini, quiero decirte algo, ¿me dejas probarme esa nariz?

Cortellini no decía nada.

-Escucha, estos dos amigos míos quieren ver cómo está hecha... Vayan, vayan -les susurraba el médico a los enfermeros-, le debilité el plano simbólico.

Los enfermeros se le acercan y estiran las manos y después tratan de doblarle la cabeza. Cortellini tenía una fuerza increíble: estaba encogido y pateaba como si fuera un molino. Los enfermeros tratan de agarrarle un pie, pero uno recibe una patada en un dedo y se enoja. El médico dice:

-¿Ven? ¿No pueden? Le desencadenan la agresividad. Basta, basta.

Un enfermero se detiene; el otro, el del dedo, lo tiene agarrado del borde de los pantalones y trata de trabarle la pierna.

-Basta, basta -dice el doctor-, está en fase aguda.

El enfermero del dedo continuarla, pero el otro lo empuja y le repite:

-¿No ves que está en fase aguda?

Después de lo cual Cortellini se arregla la nariz que se había corrido y no dice nada, porque tenía poca memoria de los hechos. Ésta fue la intervención del instituto psiquiátrico, dirigida por el doctor Motta.

La nariz, siendo de cartón duro plastificado, duró meses, durante los cuales a Cortellini nunca se lo vio sin ella. Y esto tuvo repercusiones políticas -parece imposibleporque el intendente y el asesor de la juventud fueron acusados de irresponsabilidad en la organización del carnaval del '56, cuando distribuyeron narices postizas sin consultar a los asesores del departamento de sanidad y con el instituto psiquiátrico territorial sobre los posibles riesgos. De hecho, cuando se votó, el asesor del departamento de sanidad fue nombrado intendente.

Cortellini seguia yendo al bar con la nariz postiza, pero desde que se

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había transformado en un problema politice ya no trataban de quitársela. Se lo vio durante algunos meses en los bordes de las zanjas con sus gallinas, siempre con la nariz postiza. No se sabe qué sentía ni si eso tenía algún fin. Si por ejemplo tenía algún fin relacionado con las gallinas, como se decía en el bar. Porque las gallinas parecían sentir simpatía por él, y lo reconocían como una de ellas, pero con más inteligencia. Por eso lo obedecían, y no se comportaban anárquicamente, también ellas, a su modo, de una manera inteligente. Por ejemplo eran fieles a las disposiciones municipales en lo referente al pastoreo; si no era Cortellini el que expresamente las llevaba, nunca entraban en terrenos privados o en los campos sembrados. Estaban muy bien ordenadas a lo largo del borde de las zanjas y por los senderos. Si Cortellini se quedaba atrás, se detenían y lo esperaban. En una jornada hacían muchos kilómetros a través de los valles y los campos arados. Era una buena vida; la de ellas y la de Cortellini, respecto por ejemplo a la que llevaban las gallinas encerradas en los gallineros o en los graneros. Todas estas cosas se decían en el bar comentando el asunto de la nariz, que seguía sin explicación. Tampoco con la psicología se consiguió explicar el fenómeno. Era un hombre simple, sujeto a crisis repentinas y a patadas epilépticas; esto fue lo máximo que pudo decir el doctor Motta después de su visita.

La nariz después se deshizo naturalmente; casi ni se dio cuenta. Su verdadera nariz había quedado más blanca, pero parecida a la otra. En el bar se la examinaban y discutían sobre ella.

Entre las cosas que de todas formas sucedieron en esos meses fue que un parroquiano del bar, para tomarle el pelo, se presentó él también al bar una noche con una nariz postiza. Era una de las narices que habían sobrado del carnaval. Siguieron toda esa serie de bromas ya clásicas, hasta la más cruel de darle una descarga de 125 volts. Este colega de la nariz postiza fue el que dirigió la diversión, y se divirtió tanto que para reir se llevó la nariz postiza puesta hasta su casa, y después durante un tiempo también dentro de la casa, delante de su mujer y sus dos hijos. Uno de estos dos hijos había nacido cuatro meses antes y tenía el inconveniente de llorar todo el tiempo, o en todo caso lloraba mucho, haciendo de la vida de la familia, y especialmente por la noche, una pena. Cuando entró a la casa con la nariz postiza su hijo lloraba y la mujer le pegaba para que durmiera. Mientras tanto la sopa se estaba haciendo al fuego y la mujer gritaba que alguien la revolviese un poco. El otro hijo estaba tocando una trompeta y repetía:

-Ahora voy.

Pero no iba; de manera tal que la mujer gritaba más fuerte, amenazándolo con una serie de cachetadas, primero dadas por ella y después por su padre. El pequeño, dada la confusión, en vez de dormirse chillaba y seguía chillando. Ésta era la situación cuando entró el padre con la nariz postiza; el hijo más grande dejó de tocar la trompeta y fue a su encuentro absolutamente extasiado, y el hijo

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más pequeño, cuando vio la cara de su padre que se inclinaba sobre la cuna, quedó como sorprendido, en silencio. Entonces la mujer corrió a revolver la sopa. El hijo pequeño movía las manos en dirección a la nariz; parecía subyugado. El otro hijo mientras tanto decía:

-Papá, papá, ¿puedo ponérmela?

Pero apenas el papá se quitó la nariz el pequeñito volvió a llorar más fuerte. La mujer dejó la sopa y corrió a calmarlo; el otro hijo con la nariz tocaba la trompeta, la sopa que hervía se echó a perder. Así se descubrió que cuando el padre llevaba la nariz de carnaval, el pequeñito se portaba bien y reinaba la paz en la familia, como un milagro inexplicable. Tanto es así que el padre fue casi obligado a llevar puesta siempre la nariz, hasta que el pequeño se dormía; dormirse le costaba mucho, pero mientras tanto no gritaba. Si se despertaba durante la noche bastaba mostrarle a su padre con la nariz. Indudablemente era un bebé muy extraño, probablemente un caso psicoanalítico. Por lo cual el padre tenía siempre la nariz lista sobre la mesa de luz, y algunas veces, o mejor, bastante a menudo, se olvidaba que la llevaba puesta. Así que los cónyuges dormían ella de un lado y él del otro con la nariz de carnaval. No era un espectáculo muy lindo.

A la mujer se le ocurrió que a lo mejor no era un buen método y que el niño podía crecer distinto a los demás. Por lo cual se dirigieron también ellos al instituto psiquiátrico para saber si un padre con la nariz de carnaval podía provocar dificultades en el crecimiento del niño. La psicopedagoga dijo que nunca había habido casos de ese tipo en esa circunscripción y que hacía falta hacer algunas pruebas. En el grupo había un fonoaudiólogo que tenía una nariz increíble. Hicieron que el niño lo viera pero no surtió ningún efecto, en el sentido que el niño no se calmó, aunque le habían puesto la cara del fonoaudiólogo muy cerca, como en general hacía su padre para calmarlo. El fonoaudiólogo era el doctor Zecchi, y tenía una nariz muy vistosa y muy antinatural. El niño, durante un momento, se quedó confundido. El doctor Zecchi le había puesto su nariz en la mano para que jugase con ella; en general hacía eso con los niños, era su método, porque la nariz es un elemento fuertemente imaginativo, ésta era su teoría, si se le da a un recién nacido como punto de referencia o de apoyo. El niño gritó tanto que hubo que llamar a su padre y alejar por la fuerza al doctor Zecchi, que no se quería convencer. En un cierto momento todo esto terminó. Solamente el hijo mayor, al crecer, resultó ser muy apegado a su padre.

Para citar todos los hechos conectados con el carnaval del '56 hay que decir que también las pelucas de bruja tuvieron efectos colaterales; probablemente porque en Centanni nunca se habían visto. Una señorita quedó tan sugestionada que cayó en la apatía, como si hubiese entrevisto otra especie de vida y la vida normal no valiera nada. Sólo hablaba de las cabelleras de bruja. No sabía que

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las había distribuído la municipalidad, creía que venían de otra realidad, y estuvo años esperando que volviera el carnaval del '56. Antes era camarera; después se volvió abúlica y suicida. Se llamaba Rosa Pía Mantovani.

El asesor de sanidad mencionó también este episodio para destituir al intendente. No se le puede dar a cualquiera sin ninguna cautela una peluca de bruja, dijo en el consejo comunal, a menos que se sea un cínico. O un incompetente. El intendente trató de responder; dija que el eximio asesor de sanidad en ese mismo carnaval del '56 se había presentado disfrazado de arquero. También éste es un comportamientoto cínico -dijo el intendente- hacia las instituciones y hacia la política sanitaria local.

-Me duele recordar -replicó el asesor-, que el señor intendente, en esas mismas circunstancias y ocupando un alto cargo de autoridad, dio el discurso de inauguración con una de esas narices postizas de carnaval, y después -agregó-, no se la quitó durante toda la noche. ¿Esto es ser serios? -preguntó.

Un consejero aliado del intendente dijo para disculparlo que aqella noche, siendo carnaval, el intendente, al igual que todos, a lo mejor había bebido un poco de más.

-Yo no -decía el asesor de sanidad-. Yo era absolutamente responsable de mis actos. Un asesor debe estar lúcido, esto es lo que importa y un intendente debe estarlo más todavía.

Como había ruido entre los bancos agregó que uno puede disfrazarse lúcidamente de arquero o de coracero, como había hecho el asesor en la escuela Zinani, o de doctor Balanzone (como el constejero Leoni, que fue citado junto con muchos otros, disfrazado aquel día anterior al miércoles de Ceniza de indio o de explorador junto a su mujer), lo cual era muy diferente -dijo el asesor a ponerse una nariz postiza bajo efectos del alcohol; en perjuicio de la lucidez política y las obligaciones relacionadas con el cargo. Este argumento de la lucidez fue decisivo, y todos se sumaron a hablar de la lucidez, incluso el asesor de deporte, que se había disfrazado de corsario. El intendente quedó aislado, sin argumentos, acorralado por la lógica del asesor de sanidad. Se llamaba Hércules Prati.

La discusión fue interesante porque quedaron claras dos concepciones políticas. El asesor de sanidad era un lector de Maquiavelo; en particular leía desde hacía años los discursos sobre la primera década de Tito Livio; de ahí derivaba su idea política de la lucidez. El ex intendente, en cambio, era un autodidacta.

Suicidios con error

En enero de 1981 un empleado del servicio de limpieza urbana se tiró de la ventana y cayó sobre un policía, matándolo.

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Un salchichero que quería dispararse un tiro, por error le disparó a un agrimensor que se había asomado a la ventana de enfrente.

Un hombre desocupado y abandonado por su mujer trató de aplastarse con el auto contra un muro que había en una curva; pero el muro se cayó y mató a una maestra e hirió a varios chicos que estaban en clase.

Un vendedor de pollos, enloquecido por los impuestos y decidido a terminarla, el 9 de junio se acostó en las vías del tren y se quedó allí cuatro horas. Hasta que el tren llegó y, en el intento de frenar, descarriló. En el tren había un cardíaco que se sintió mal y murió.

Un abogado alcohólico y reducido a la miseria se tiró el 10 de septiembre desde un puente. Pero con él se cayó también un jubilado que había tratado de detenerlo. El jubilado se ahogó, mientras que el abogado fue rescatado y llevado a la orilla, todavía borracho e inconsciente.