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Cautividades de ayer y esclavitudes de hoy. Caminos de liberación XABIER PIKAZA (Salamanca) He estudiado ya con cierta detención el tema, dedicándole algunos de mis libros l. Allí distingo los dos términos del título: la esclavitud era una forma de opresión legal que hacía de un hombre propiedad de otro; la cautividad tenía un sentido más re-' ligios o-nacional, y se refería a personas que habían sido conquis- tadas por los enemigos y vivían bajo el dominio de grupos nacio- nales o sociales de otra ideología o costumbre religiosa. El esclavo carecía de libertad en el sentido más estricto. El cautivo podía tener cierta libertad, pero se encontraba sometido a las presiones de un ambiente adverso, donde corría el riesgo de perder su propia identidad humana o nacional. La actitud de la Iglesia cristiana ante esclavos y cautivos ha sido en gran parte di- ferente. Ella ha querido dulcificar la suerte de los esclavos, pero en un sentido estricto no se ha opuesto a la esclavitud en cuanto tal durante siglos, de manera que encontramos ricos eclesiásticos y grandes monasterios como propietarios de esclavos hasta bien entrada la edad moderna, por lo menos hasta el siglo XVIII. La Iglesia se ha ocupado con más fuerza por redimir a sus cautivos, llegando a crear para ello instituciones religiosas especiales, como las órdenes de la Trinidad y la Merced que surgieron entre el si- I Anunciar la libertad a los cautivos. Palabra de Dios y catequesis (Sígue- me, Salamanca, 1985), Camino de liberación. El modelo mercedario (Verbo Divino, Estella, 1977) y Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25,31-46) (Sígueme, Salamanca, 1984). REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 51 (1992) 473-502

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Cautividades de ayer y esclavitudes de hoy. Caminos de liberación

XABIER PIKAZA

(Salamanca)

He estudiado ya con cierta detención el tema, dedicándole algunos de mis libros l. Allí distingo los dos términos del título: la esclavitud era una forma de opresión legal que hacía de un hombre propiedad de otro; la cautividad tenía un sentido más re-' ligios o-nacional, y se refería a personas que habían sido conquis­tadas por los enemigos y vivían bajo el dominio de grupos nacio­nales o sociales de otra ideología o costumbre religiosa.

El esclavo carecía de libertad en el sentido más estricto. El cautivo podía tener cierta libertad, pero se encontraba sometido a las presiones de un ambiente adverso, donde corría el riesgo de perder su propia identidad humana o nacional. La actitud de la Iglesia cristiana ante esclavos y cautivos ha sido en gran parte di­ferente. Ella ha querido dulcificar la suerte de los esclavos, pero en un sentido estricto no se ha opuesto a la esclavitud en cuanto tal durante siglos, de manera que encontramos ricos eclesiásticos y grandes monasterios como propietarios de esclavos hasta bien entrada la edad moderna, por lo menos hasta el siglo XVIII. La Iglesia se ha ocupado con más fuerza por redimir a sus cautivos, llegando a crear para ello instituciones religiosas especiales, como las órdenes de la Trinidad y la Merced que surgieron entre el si-

I Anunciar la libertad a los cautivos. Palabra de Dios y catequesis (Sígue­me, Salamanca, 1985), Camino de liberación. El modelo mercedario (Verbo Divino, Estella, 1977) y Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25,31-46) (Sígueme, Salamanca, 1984).

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glo XII Y XIII; así quería conservar la fe de aquellos fieles que por encontrarse en manos de enemigos de la cristiandad corrían el riesgo de perderla.

El sentido de esos términos resulta más difícil de precisar y concretar en nuestro tiempo, por los cambios sociales que han venido sucediendo. Por otra parte, en proceso de fidelidad a sus orígenes evangélicos y retomando la inspiración de las institucio­nes redentoras ya citadas, la Iglesia ha venido a desarrollar en estos últimos decenios un intenso programa de liberación, tanto en América Latina como en otros continentes. En esa perspectiva general empleo ahora como casi equivalentes los dos términos citados, uno más social (esclavitud) y otro más religioso (cauti­verio), para interpretarlos como signo de opresión genérica del hombre.

Desde ese fondo, y basándome ante todo en documentos ecle­siales, quiero ofrecer un breve esquema de la inspiración cristiana y las formas de la liberación cristiana en nuestro tiempo. He participado como redactor en la elaboración del Documento Los mercedarios y la nueva evangelización del último Capítulo Gene­ral de la Merced (México, mayo de 1992). Por eso me permito utilizarlo para las reflexiones que ahora siguen. Tres serán mis temas principales: 1) Nuevas formas de cautividad; 2) Nueva evan­gelización: el evangelio de la libertad cristiana; 3) U na espiritua­lidad y práctica liberadora 2.

1. Nuevas formas de cautividad

Jesús, Redentor universal, fue "experto en opresiones": Nadie como él conocía el sufrimiento de los enfermos, la angustia de los pobres, el llanto y la desesperanza de los expulsados de la socie­dad (leprosos, publicanos, prostitutas, etc.). Sólo así pudo ayu-

2 Para citar los documentos eclesiales utilizo estas siglas: GS, Gaudium et Spes, 1965; LG, Lumen Gentium, 1964. PABLO VI: EN, Evangelii Nuntiandi, 1975. JUAN PABLO JI: CA, Centesimus Annus, 1991; ChL, Christifideles Lai­ce, 1989; CE, Los caminos del evangelio, 1990; LE, Laborem Exercens, 1990; SRS, So/licitudo Rei Socialis, 1988. CONGREGACiÓN PARA LA DOCTRINA DE

LA FE: LC, Libertatis Conscientia, 1987.

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darlos, ofreciéndoles la buena nueva de la salvación, un camino que se hallaba abierto al Reino de los Cielos. Lógicamente los cristianos, fieles de Jesús, habían de ser expertos en el conoci­miento de los nuevos cautiverios, pues surgen hoy en las socieda­des humanas nuevas formas de esclavitud social, política y psico­lógica, que derivan en última instancia del pecado y que resultan para la fe de los cristianos tan perniciosas como la esclavitud y cautividad de otros tiempos (GS 4, 29, 41). Por eso los creyentes han de ser capaces de mirar con ojo crítico hacia el mundo, descubriendo bien las opresiones de los hombres.

Siguiendo los métodos de análisis social y siendo fieles a la inspiración del evangelio, debemos detectar las muchas esclavitu­des o cautividades de este mundo. Hay cautivos porque existen enemigos de la libertad y dignidad del hombre. Hay nuevas cau­tividades porque siguen existiendo principios y sistemas opuestos al evangelio del amor al enemigo y de la gracia. La humanidad se ha dividido desde antiguo, y se sigue dividiendo, en grupos que combaten o se oponen mutuamente. En esa situación, entre los últimos y pobres seguimos hallando a los cautivos: son los que no tienen ni siquiera libertad para realizarse como humanos, en auto­nomía personal, en confianza ante Dios y ante los otros; de ellos trataremos de manera muy especial en lo que sigue.

Existen cautividades más pequeñas, de tipo familiar o perso­nal, que sólo abarcan a pocos individuos. Pero existen también otras más extensas, generales o globales, que se encuentran vin­culadas a la misma estructura de violencia de este mundo, tanto en plano social como político. Quizá la más sangrante y conocida en nuestro tiempo sea aquella que divide la humanidad en dos mitades: el norte rico y el sur pobre, aparecen ya como expresión muy significativa de formas de vida y sistemas económicos que, en algún sentido, pueden reproducirse dentro de cada país.

Juan Pablo II nos ayuda a realizar ese análisis global por­que destaca el abismo fatídico y creciente que existe "entre las áreas del norte desarrollado y las del sur en vías de desarrollo" (SRS 14). No es que debamos afirmar que todo el sur está cautivo y además las mismas naciones del sur pobre generan estructuras internas de opresión y, de esa forma, reproducen el pecado global de nuestro mundo. Al mismo tiempo, en los países ricos del norte

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encontramos durísimas bolsas de pobreza (Cuarto Mundo). Pues bien, sobre una humanidad dividida, contrapuesta y rota, la Igle­sia quiere ser signo de unión, libertad y de concordia para todos los humanos (cf LG 1). Ella mira a los cautivos oprimidos y descubre que el mismo Cristo sufre en ellos, interpelándonos a través de su dolor y falta de libertad, como indica Juan Pablo II: "Ante esos dramas de total indigencia y necesidad en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas es el mismo Señor Jesús el que viene a interpelamos" (SRS 13). Nos interpela Cristo desde el fondo de este mundo que "produce a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres ... " (Puebla 30). Por eso hay que estudiar globalmente el cautiverio del mundo.

En pocos años han cambiado muchísimo las cosas. Sigue existiendo un capitalismo triunfante, pero a su lado (o dentro de él) aumentan las bolsas de pobreza. Han caído casi todos los sistemas comunistas, y hoy existe libertad formal más amplia en los países donde el marxismo dominaba; pero la opresión eco­nómico-social no ha terminado, sino, a veces, todo lo contrario: corre el riesgo de agrandarse.

Juan Pablo II ha analizado con toda precisión estos cambios en su Encíclica de mayo de 1991. "La crisis del marxismo no elimina en el mundo las situaciones de injusticia y de opresión existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo, instru­mentalizándolas" (CA 26). Más aún, pudiera suceder que la caída del marxismo se entendiera en algunos ambientes como triunfo de un capitalismo salvaje, sin más meta ni sentido que el aumento del mismo capital, convertido ya en el "antidiós" a que alude el evangelio (cf Mt 6,24; Lc 16,13). Este es el capitalismo donde "muchos hombres son marginados ampliamente y el desarrollo económico se realiza por así decirlo por encima de su alcance ... Esos hombres forman verdaderas aglomeraciones en las ciudades del Tercer Mundo, donde a menudo se ven desarraigados cultu­ralmente, en medio de situaciones de violencia, y sin posibilidad de integración" (CA 33).

Nos hallamos en el centro de la contradicción económica y humana más sangrante de los últimos tiempos. Hablando en sentido "formal", los países y sistemas capitalistas defienden la

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libertad, tanto en plano de mercado como a nivel de religión y cultura: cada uno puede escoger la forma de vida que le plazca. Sin embargo, en la práctica, por presiones que derivan de ese mismo sistema, gran parte de la población del Tercer Mundo vive en condiciones de semiesclavitud (cf LE 21; CA 33). A la pobreza material se añade la pobreza del no saber y así se perpetúa la estructura y situación de dependencia. Los que no logran "entrar en los grandes mercados del poder-saber" capitalista pueden que­dar fácilmente marginados y, junto con ellos, lo son también "los ancianos, los jóvenes incapaces de inserirse en la vida social y, en general, las personas más débiles y el llamado Cuarto Mundo", es decir, las bolsas de marginación que crecen dentro del Primer Mundo (CA 33).

Con la caída del marxismo no ha cesado ni ha caído la "alie­nación" del hombre (CA 4 1). "En los países occidentales existe la pobreza múltiple de los grupos marginados, de los ancianos y enfermos, de las víctimas del consumismo y, más aún, la de tantos prófugos y emigrados. En los países en vías de desarrollo se perfilan en el horizonte crisis dramáticas si no se toman a tiempo medidas coordinadas internacionalmente" (CA 57). El problema queda agravado finalmente por la "crisis ecológica" (CA 37), que afecta especialmente a los más pobres, condenados a vivir en la hacinación y suciedad de los suburbios, en ranchitos, favelas o nuevas poblaciones que carecen de aquello que parece más im­prescindible (intimidad y techo propio, higiene, escuelas, espacios verdes, etc.).

En esta situación son muchos los que creen sólo en el dinero (capital, provecho propio), dejando de creer así en el hombre que es la imagen de Dios sobre la tierra. No están ya los bienes al servicio del hombre; están los hombres al servicio de un sistema económico de bienes que amenaza con atenazar a todos y que­brarlos en su misma rueda antidivina. Ciertamente, hay pobreza en todas partes; pero, en los países del Tercer Mundo, ella domina sobre una gran parte de la población que, de esa forma, aparece condenada a malvivir en un nivel de pura subsistencia.

El capitalismo salvaje destruye todo lo que toca. Pero las maneras de hacerlo son distintas: condena a los ricos al vacío de su propio egoísmo, haciéndoles incapaces de encontrar a Dios (la

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gracia) en la oración y entrega de su vida hacia los otros; a los pobres los sitúa en el lugar donde la vida es pura lucha, no les deja mantenerse en fe y confianza, los arrastra en la marca de un deseo que se centra en la pura subsistencia.

Son muchos los que añaden que estamos en el centro de una inmensa crisis moral. Va creciendo entre las capas ricas una forma de cultura postmoderna: dicen que no es tiempo de transforma­ciones ni ideales; se hace imposible un diálogo mundial en clave de justicia, igualdad o búsqueda fraterna. Por eso, cada grupo nacional, económico o social ha de arreglarse como pueda, apro­vechando su ventaja en el conjunto o padeciendo sin remedio su pobreza.

En una situación así, son muchos los que piensan que no existe más principio que la fuerza ni más ley moral que la satis­facción inmediata, aunque ello fuere a costa de los otros, como formulaba ya Sab 2,12: "sea nuestra fuerza la norma del derecho, pues lo débil -es claro- no sirve para nada". Donde triunfa ese principio son muchos los que caen bajo los dictados de la fuerza bruta o la indiferencia total; otros buscan la evasión del sexo sin amor, la droga o violencia. Se quiebran muchas veces las familias, se rompen las instituciones sociales de fraternidad. De manera consecuente, en el fondo de esta gran pirámide de lucha, siguen padeciendo de un modo especial los más pobres, aquellos que no tienen acceso a la familia, al dinero, al poder o la cultura.

De esta forma se vinculan olvido de Dios y destrucción del hombre. Es tan grave el problema que algunos economistas se atreven a decir que, humanamente hablando, no hay salida. Mu­chos filósofos añaden que la humanidad en su conjunto tiende hacia la ruina por falta de solidaridad y rechazo de todos los valores.

Ciertamente, no compartimos ese juicio. Sin duda alguna, el mal es grande. Pero existen también rasgos que son consoladores. Surgen en el mundo, y de manera especial dentro de la Iglesia, movimientos de solidaridad y justicia, de reflexión y compromiso más intenso que se oponen a esos males y que trazan caminos de esperanza entre los hombres.

Bajemos a problemas más concretos. Dentro del bloque occi­dental están creciendo las bolsas de segregación y pobreza que

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engloban la clase más baja de todas: el Cuarto Mundo. Forman parte de ella exilados, millones que escapan de sus tierras de origen por presión política o pobreza; muchos de ellos carecen de documentación, están desarraigados de sus tradiciones y sufren el rechazo del resto de la población. También han de contarse aquí los emigrantes que no logran entrar en el sistema de las clases triunfadoras. Hay, finalmente, minorías culturales o raciales (ne­gros, gitanos, etc.). Todos estos habitan en los barrios conflictivos de las grandes ciudades, formando un sangrante cordón de po­breza, manipulación y violencia. De ellos se nutre casi el noventa por ciento de la población penitenciaria: son los candidatos más normales de la represión y violencia del sistema que, por un lado, los echa de los centros de cultura y, por otro, los controla o los persIgue.

Más de un treinta por ciento de la población de las naciones industrializadas vive en estas condiciones: el sistema los expulsa o margina y, por otra parte, ellos mismos son una amenaza para este sistema. Nos movemos en un círculo que tiene poca solución, en clave material. Aquí hace falta proclamar otra palabra: anun­ciar el evangelio verdadero de la gracia y comunicación interhu­mana. A otro nivel, son muchos los triunfadores del sistema que se declaran cansados: buscan la respuesta fácil de un esoterismo pseudoreligioso, se refugian en las sectas o se pierden en la vana espiral del consumismo o de la droga.

En el Tercer Mundo la situación más dramática la viven los pueblos del Africa subsahariana. Ciertamente, el cristianismo ha sido predicado en muchos de esos pueblos con fidelidad ejemplar y han surgido (están surgiendo) iglesias que son fuente de espe­ranza para el mundo. Pero, al mismo tiempo, la ruptura de los viej os tejidos culturales (étnicos, tribales), la nueva situación eco­nómica y el influjo de una administración político-militar calcada de Occidente han puesto en riesgo la misma vida física de muchos habitantes de esos pueblos. Las informaciones más fiables resul­tan alarmistas: el hambre avanza y mata de un modo implacable, crece el SIDA, se hacina la gente en los suburbios y parece que no existe ya salida para la pervivencia humana, si no cambian las mismas estructuras de la economía y política mundiales. Empieza a ser difícil predicar un evangelio universal "católico", importado

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de Occidente, allí donde gran parte de la población puede acabar muriendo por falta de solidaridad humana de Occidente.

También en América Latina resulta escandalosa la pobreza de gran parte de la población. En su origen está el capitalis­mo mundial, que sólo busca el provecho del dinero antidivino (cf Mt 6,24). Pero debemos recordar que el escándalo retorna y se agranda al interior de cada país: sus ricos son más ricos, sus pobres son más pobres que en el resto de la tierra.

Esta situación de pobreza está agravada por el flujo de exila­dos (unos treinta millones) y, especialmente, de emigrantes que llenan los suburbios de las grandes ciudades, extendiendo por doquier su gran herida o cruz de marginación y de pobreza. En estas condiciones resulta muy difIcil mantener la esperanza. Crece la delincuencia social, se rompe la vida familiar y así encontramos millones de niños que acaban viviendo sin familia, en medio de la calle (cf CELAM, Documento de consulta para la IVa Conf. G., S. Domingo, 1992, núm. 368-388).

Ciertamente, son muchas las cautividades y resulta muy difícil separar en este campo los problemas del cuerpo (esclavitudes ma­teriales) y del alma (cautiverios religiosos). Estamos descubriendo la unidad del hombre, de tal forma que sus enfermedades apa­recen como dolencias y rupturas de la vida entera. Ahora enten­demos mejor aquella experiencia original de la que parte el evan­gelio: Jesús halló a los hombres de su tiempo arrojados y mani­pulados, sin sentido y dirección en la existencia (cf Mt 9,36). Así los encontramos todavía: traídos y llevados por la enfermedad y el hambre, pasando del subdesarrollo a la opresión, de la esclavi­tud al cautiverio, de la locura psicológica a la alienación social. Así nos mantenemos en el mundo: entre el pecado del principio y la muerte del final parecemos condenados a vagar sin sentido por la vida.

Posiblemente, esto nos puede hacer más humildes. Hace unos decenios podíamos pensar que todo tiene arreglo fácil: vendrá la gran revolución y acabará con las pobrezas de este mundo. Hoy sabemos ya que el tema del futuro y la esperanza sobre el mundo es más difícil. N os rodea el mal, puede vencernos el cansancio o desencanto. Pues bien, sobre esta situación de cautiverio ha pro­clamado Jesucristo su palabra de evangelio. También nosotros,

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siguiendo una doctrina muy común en estos últimos decenios, entendemos la liberación como elemento central del evangelio.

2. El evangelio de la liberación cristiana

Hay en el A T muchas formas de aludir a la presencia y al influjo de Dios en los hombres. Allí se habla de pacto y ley, de sacrificio y plegaria, de éxodo y promesa, etc. Pero la palabra primordial que Jesús ha retomado del AT es evangelio.

Evangelio es lo que anuncian y promueven 1s 40-56 e 1s 57-66 cuando presentan un mebasser o evangelizador que sufre con los cautivos e inicia con ellos un camino de salvación (cf Is 40-)6). El evangelizador es un profeta que cura las heridas del pueblo mal­tratado, enseñándole a vivir en libertad y celebrando ya con los cautivos la gran fiesta de la gracia y esperanza de Dios sobre la tierra (Is 57-66).

Estos son los rasgos y momentos principales de la acción de Jesucristo: se presenta como gran evangelista, "euangelidsome­nos" de Dios, y ofrece sobre el mundo las señales del reino y de la paz que está llegando. N o ha venido a resolver por fuerza los problemas: no ha curado a todos los enfermos ni ha enseñado la palabra de gracia y libertad a todos los que estaban oprimidos por la vida. Pero inicia con ellos un camino de gracia que se abre hacia el reino de Dios. Por eso, cuando los discípulos de Juan preguntan si es ya el que había de venir responde: "los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados" (cf Mt 11,2-6). Esta es su palabra más profunda: allí donde el mensajero de Dios enriquece a los pobres y cura a los enfermos, puede hablarse de resurrección de entre los muertos.

Tres son aquí los males (enfermedad, pobreza, muerte). Tres serán las notas donde viene a explicitarse el evangelio: curar al enfermo, ofrecer esperanza al pobre y dirigir a todos hacia el gran misterio de la resurrección de entre los muertos. De esa forma se unifican el aspecto corporal y espiritual de la existencia: sólo allí donde se ayuda de verdad al hombre (pobre, enfermo) puede hablarse ya de reino de los cielos (resurrección). La experiencia

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más pascual de la oración que anticipa de algún modo el gozo del encuentro con Dios resulta en esta forma inseparable del gesto de servicio humano: sólo podemos encontrar a Dios (resurrección) cuando le amamos y ayudamos en los otros (evangelización).

Jesús ha predicado en Nazaret estos momentos de su obra misionera, añadiendo dos aspectos nuevos. Ciertamente, cura a los enfermos y evangeliza a los pobres; pero añade que ha venido también a liberar a los cautivos. Iniciando también la gran cele­bración de la fiesta de Dios sobre la tierra (Lc 4,18-19). No existe evangelio sin libertad, sin el gozo del hombre que se sabe dueño de sí mismo y puede entonar desde la tierra el canto de la reden­ción para los hombres.

En esta misma perspectiva nos sitúa Mt 25,31-46, aunque no emplea el término evangelio: la gracia de Dios se hace presente donde un hombre libera (alimenta, acoge, visita) a sus herma­nos más necesitados. El mismo Hijo de Dios, raíz del evangelio, se ha hecho pobre (hambriento, exilado, desnudo, cautivo o en­fermo) en los pobres de la tierra. Descubrirle y ayudarle en ellos: ese principio y sentido de toda salvación es camino que conduce hacia la vida eterna.

Estos son los textos que recoge y elabora el Magisterio más reciente de la Iglesia. Ellos nos muestran que gloria de Dios lleva a la vida de los hombres; por eso, sólo allí donde se ayuda (se redime) al hombre puede darse verdadera liturgia y alabanza. Este es el evangelio de Dios: dar esperanza y libertad a enfermos y cautivos, a pobres y oprimidos, iniciando sobre el mundo aque­lla fiesta de la redención que tiende hasta la vida eterna (la resu­rrección de los muertos).

Así lo ha recogido el Vaticano II cuando trata de las esclavi­tudes de este mundo y añade que debemos ofrecer una esperanza activa, o buena nueva que es el evangelio (cf GS 4, 29, 41, etc.). El centro de la vida cristiana no es el juicio de Dios, ni la ley, ni la estructura de la Iglesia, sino el gesto de Jesús que ahora que­remos expresar y actualizar como evangelio: la buena nueva de liberación para todos los pobres afligidos y cautivos de la tierra.

Desarrollando esa línea, Pablo VI precisó los principios de la evangelización cristiana en su Evangelii Nuntiandi: "la Iglesia ... tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres hu-

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manos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangeliza­ción" (EN 30).

El evangelio de Jesús es, por lo tanto, anuncio y germen de liberación universal, que ha de expresarse por la Iglesia. Ella "trata de suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dedi­quen a la liberación de los demás. A estos cristianos "liberadores" les da una inspiración de fe, una motivación de amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero cristiano no sólo debe prestar atención sino que debe ponerla como base de su prudencia y de su experiencia para traducirla concretamente en categorías de acción, de participación, de compromiso" (EN 38).

Destaquemos esas últimas palabras: acción, participación y compromiso tienden a "lograr estructuras que salvaguarden la libertad humana". Por eso, los evangelizadores deben empeñarse en superar las opresiones sistemáticas, de forma que puedan res­petarse los derechos de la persona humana (EN 39). Sólo así cobran sentido aquellos tres valores o momentos que Pablo VI proponía como clave de evangelización eclesial:

a) Evangelizar es anunciar la buena nueva. En el principio hallamos la "palabra", el mensaje que proclama a todos los hombres su dignidad de hijos de Dios, ofreciéndoles la gracia de su reino. Por eso, no existe evangelio sin palabra que se anuncia y acoge, abriendo así un espacio de respuesta entre los hombres. La cautividad más grande es la carencia de palabra: están más oprimidos aquellos que no pueden ni siquiera cono­cer su cautiv¡::rio, ni exponer sus esperanzas, ni asumir en liber­tad el camino de su vida. Por eso, en el principio de la evange­lización liberadora hallamos la palabra: queremos que todos conozcan su dignidad, asumiendo el don de Dios y procurando que ellos mismos se liberen (EN 9).

b) Evangelizar es liberar. Pablo VI reformula el proyecto de Jesús y, actualizando el viejo esquema de palabra y obra, añade que no existe verdadero evangelio allí donde el anuncio (la palabra) no se expresa como gesto de ayuda concreta a los necesitados, en camino de asistencia, promoción y cambio de estructuras. Sin este amor activo hacia los hombres, sin este compromiso en favor de los pequeños no se puede hablar de gracia de Dios, no hay evangelio.

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c) Finalmente, evangelizar es celebrar en clave de oración individual y de liturgia eclesial, comunitaria. De esa forma, su mensaje se vuelve palabra de gratitud que dirigimos hacia el Padre, por medio de Jesús, en el Espíritu; es, al mismo tiempo, fiesta de los hombres que se alegran por la vida y cantan, en tensión de gozo integral, en las dificultades y dolores de la tierra.

Este es el esquema que emplea Pablo VI, vinculando nueva­mente aquellas tres funciones de la Iglesia que la tradición destaca desde tiempo antiguo: tiene un poder profético (ofrece la palabra), real (extiende los principios de la fraternidad) y sacerdotal (cele­bra ya la fiesta de Cristo sobre el mundo). Pablo VI aplica en forma nueva los antiguos principios de la Iglesia.

Esta labor evangelizadora ha de apoyarse en el misterio de Pentecostés. El Espíritu Santo es el agente principal de la evan­gelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evange­lio. Pero se puede decir igualmente que El es el término de la evangelización: solamente se suscita la nueva creación, la huma­nidad nueva a la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana (EN 75). Ciertamente hay leyes que dirigen nuestra historia en plano humano y resulta necesario conocerlas para transformar el mundo, en clave de justicia. Pero no podemos olvidar que hay una "ley" mucho más honda: la gracia de Dios que es el Espíritu de Cristo.

Como bellamente ha dicho Pablo VI, el Espíritu es principio, es centro y meta de todo el proceso misionero. Esta es la buena nueva que la iglesia de Jesús acoge con gozo agradecido y testi­monia sobre el mundo: Dios ha perdonado nuestras culpas, nos ha dado su Espíritu de vida. En ese aspecto todo es gracia, don inmerecido que nosotros debemos recibir con gozo. Pero, al mis­mo tiempo, el Espíritu de Cristo nos convierte en servidores y ministros de su gracia. Dios ha querido así que todo dependa de nosotros, haciéndonos testigos de su amor y su evangelio sobre el mundo.

Pablo VI declaraba que nos encontramos en un "momento privilegiado del Espíritu" (EN 75). Es como si volviera a comenzar la historia de la Iglesia, siendo nosotros responsables de su avance

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sobre el mundo. De esa forma piensan los dos grandes textos de la Iglesia latinoamericana: Medellín (1968) y Puebla (1979). Me­dellín quería "alentar una nueva evangelización" en la línea de la transparencia eclesial (Mensaje). Buscaba así una verdadera re­evangelización en un continente mayoritariamente cristiano; pro­movía el surgimiento de grupos cristianos conscientes de su fe y comprometidos en apertura hacia los pobres, en un mundo que cambia sin cesar (Medellín 6,8; 14,7-10; 2,22-23).

Medellín suscitó un movimiento de renovación muy fuerte en América Latina, animando así un proceso evangelizador que se expresa no sólo en forma teórica (Teología de la liberación) sino también y sobre todo en el surgimiento de comunidades eclesiales de base (CEB), empeñadas en actualizar de forma personal el evangelio y traducirlo luego en clave social, en favor de los mar­ginados.

Puebla asumió de forma coherente y unitaria ese proceso eclesial, interpretándolo en términos de comunión y participa­ción, que de algún modo recogen los conceptos de acción, par­ticipación y compromiso de EN 38.

a) Participación. Dios mismo nos ha dado la gracia de su amor en Cristo; por eso debemos compartir también los bienes y tareas de la tierra, en diálogo en que todos tengan voz, en apertura hacia los más necesitados.

b) Comunión. De manera consecuente debemos celebrar también la vida (en clave de palabra, afecto y bienes materia­les). Lógicamente, la unidad culmina en la gran fiesta de la Eucaristía, que es anuncio y anticipo pascual de la gloria (en el misterio trinitario).

La participación liberadora a que se alude en este esquema ha de expresarse en dos niveles. Hay un plano de ayuda personal o de asistencia inmediata y cercana a los que están necesitados. Viene después la transformación estructural, que es "el conjunto de procesos que miran a procurar y garantizar las condiciones requeridas para el ejercicio de una auténtica libertad humana" (LC 31).

Ciertamente, la liberación social (económica, política o jurídi­ca) no basta porque el hombre sólo es libre, en el sentido más profundo, cuando asume en forma personal su propia vida, ac-

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tuando como dueño de sí mismo y responsable de su actos. Pero, dicho eso, debemos añadir que la liberación social hace posible el surgimiento y despliegue de la verdadera libertad de la persona: el verdadero creyente ayuda a los demás (nivel socia!), para que ellos mismos puedan realizarse de manera personal (en clave in­terna).

Este esquema sustenta el magisterio de Juan Pablo /l, centra­do en la "nueva evangelización". El Papa piensa que estamos ante un tiempo de cambios radicales que es tiempo de gracia. Allí donde el pecado abunda y es fuerte la contradicción y cautiverio para millones de personas, se desvela de manera todavía más in­tensa el paso o pascua de la gracia. Cuatro son, a su entender, los espacios donde debe expresarse esa nueva avengelización: Amé­rica Latina, el Primer Mundo, los antiguos países comunistas y, finalmente, las naciones de Africa y de Asia que no han sido to­davía evangelizadas de manera consecuente. Es claro que aquí no podemos estudiar uno por uno esos espacios de la nueva evange­lización. Sólo queremos estudiar sus rasgos generales partiendo de la Redemptoris Missio (1990).

El Papa ha destacado el carácter misionero de toda la Iglesia, pero pone de relieve el compromiso de los religiosos que han de hacerse plenamente disponibles para "servir a los hombres y a la sociedad", siguiendo el ejemplo de Cristo (RM 69). Tres son sus (las) fronteras de misión privilegiadas:

a) Hay fronteras geográficas que deben ser evangelizadas, en la línea de la tradición más antigua de la Iglesia: los enviados de Jesús han de anunciar su reino entre los pueblos donde todavía no existe una Iglesia madura. Por eso, es necesario que los fieles de Jesús estén dispuestos a dejar sus lugares de origen para establecerse en otras tierras y culturas, ofreciendo allí los signos y palabras de Dios entre los hombres. La Iglesia es, por principio, universal (católica) y, sólo de esta forma, saliendo de sí misma y ofreciendo su tesoro en otros pueblos, se hace fiel al evangelio.

b) Hay fronteras sociales de ruptura humana y cautiverio que han convertido a nuestros viejos pueblos cristianos en países nuevos de misión. El Papa cita, de un modo especial, los suburbios de las grandes ciudades, los grupos cada vez más grandes de emigrados y exilados, de pobres y marginados que

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existen a nuestro lado. "El anuncio de Cristo y del Reino de Dios debe llegar a ser instrumento de rescate humano para estas poblaciones" (RM 37, b): sin rescatar y elevar la vida económico-social, cultural y personal de los nuevos cautivos resulta muy difícil poderles ofrecer el evangelio integral de Jesús.

c) Hay fronteras culturales que resultan cada vez más importantes. Quizá en otro tiempo se había expandido el evan­gelio en moldes de cultura impositiva (latina, siempre occiden­tal). Ha llegado el momento en que los fieles de Jesús han de encarnarse en las culturas y lenguas de la tierra, dejando que los mismos nativos (los nuevos cristianos) expresen y expliciten de muy diversos modos el único evangelio. Estamos además ante el gran reto de un nuevo surgimiento culturaL La Iglesia debe subir a los "areópagos" o centros de diálogo interhumano para ofrecer allí su evangelio, en actitud de escucha y creativi­dad cristiana (RM 37).

Por la importancia que ha tenido y sigue teniendo en el pro­yecto de nueva evangelización destacaremos el último apartado. Pablo VI hablaba ya de evangelización de la cultura, mostrando así que el único Evangelio de Jesús ha de encarnarse en las múl­tiples culturas de la vida (EN 20). Así lo había resaltado Puebla (núm. 385-444), promoviendo un camino de nueva educación abierta a los valores de solidaridad y justicia, donde dialogaran todos los hombres y los pueblos de la tierra.

La evangelización antigua había corrido a veces el riesgo de imponer a los cristianos un tipo de cultura occidental y dominan­te; no dejaba que los pueblos expresaran su fe con formas propias, tanto en el plano personal como social. En contra de eso, Juan Pablo II "ha pedido a los nuevos misioneros que se inserten en el mundo sociocultural de aquellos a quienes son enviados, supe­rando los condicionamientos del propio ambiente de origen" (RM 53). En esa misma línea, el Documento de consulta de la IVa Conferencia del CELA M (Santo Domingo, 1992) quiere pro­mover un fuerte movimiento de "inculturación", buscando así que cada pueblo o cultura exprese de manera creadora el evange­lio. Deben conjugarse, según esto, dos aspectos:

a) Hay un principio de encarnación. La Iglesia respeta la cultura de todos, especialmente de los pobres, los últimos del

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mundo, y al mismo tiempo eleva todas las culturas existentes, en proceso de creatividad constante. Eso significa que ella no soporta soluciones hechas. No se puede presentar a ese nivel como maestra. Todo lo contrario: ha de sentarse en la escuela de las culturas, dialogando con ellas y acogiendo lo que pueden ofrecerle en línea de liberación humana y esperanza escatoló­gica.

b) Hay un principio de universalización. Uniéndose a los diversos pueblos, la Iglesia quiere ofrecerles una cultura o ci­vilización de amor en la que todos puedan entenderse. Sólo de esa forma, haciéndose nativa en todas partes, ella podrá ser católica de verdad, ofreciendo espacio de diálogo, enriqueci­miento mutuo y de celebración compartida a todos los pueblos de la tierra.

Tomado en sí mismo, el evangelio es gracia de Dios y no una forma de cultura de los hombres. Por eso puede predicarse en todas las lenguas y tradiciones humanas de la tierra, sin necesidad de que los fieles deban ya "circuncidarse" (aceptando la cultura religiosa de Israel u otra cultura de la tierra). Por eso no hay una, sino muchas iglesias de Jesús, que habitan en los varios países de este mundo. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es una y es católica: ofrece a todos su experiencia de solidaridad, haciendo así posible que las varias culturas de la tierra se vinculen en un tipo de más alta civilización del amor.

Por eso, los cristianos han de ser promotores y testigos de una cultura universal no impositiva que se centra en el perdón, la ayuda mutua y la palabra dialogal de todos.

A partir de ahí, la evangelización ha de entenderse como testimonio de amor liberador. Sólo ese amor es signo vivo de Dios sobre la tierra. "Incluso el trabajo por la paz, la justicia, los derechos del hombre, la promoción humana, es un testimonio del Evangelio, si es un signo de atención a las personas y está orde­nado al desarrollo integral del hombre" (RM 42).

En esta línea ha de entenderse la entrega de la vida: "la prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testi­moniar la fe en Jesucristo. Como siempre, en la historia cristiana los mártires, es decir, los testigos son numerosos e indispensables para el camino del evangelio" (RM 45). Sólo conoce de verdad a

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Dios quien sabe que su vida vale en la medida en que se entrega de manera gratuita por los otros, al servicio de la dignidad de la persona.

Todos los cristianos se encuentran empeñados en promover la dignidad de la persona, a la luz del evangelio, como indica Juan Pablo II cuando dice que "toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre" (ChL 37). Por eso, sólo allí donde se ayuda al hombre, restableciéndole en su libertad, puede hablarse de evangelio.

En esta línea se sitúa el Documento de Consulta de la Iya Con­ferencia del CELAM (Santo Domingo, 1992) cuando afirma que el camino de evangelización ha de expresarse en gesto fuerte de ayuda y promoción humana; así puede superarse "la violencia y todas aquellas realidades opresivas que llevan al signo de la muer­te y que son, en sí mismas, agresiones de unos hombres contra otros" (Núm. 495).

Así redescubrimos algo que siempre ha sabido el cristianismo, aunque a veces haya quedado un poco en la penumbra: no existe teoría sin acción; no se puede hablar de encuentro con Dios si su misterio no se expresa en forma de apertura creadora hacia los hombres. Estamos precisamente en el lugar donde, conforme a la tradición evangélica, se encuentran y vinculan en el cristianismo amor a Dios y amor al prójimo, es decir, oración y liberación. Y con esto pasamos al último apartado.

3. Espiritualidad y práctica liberadora

La liberación es un concepto muy extenso en el que pueden caber diversas interpretaciones de la vida humana. A manera de esquema, y empleando unas ideas mucho más desarrolladas en Camino de liberación. El modelo mercedario (Yerbo Divino, Es­tella, 1987, págs. 27-45), quiero hablar aquí de seis tipos de acción liberadora que, en gran parte, se encuentran implicados.

De esta forma paso del nivel de los principios generales (Biblia y Magisterio) al campo de la interpretación histórica de la tarea liberadora. Tomo cinco modelos que ya han sido ensayados en la

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vida de la Iglesia y los veo simbolizados en uno o dos santos primordiales que aparecen no sólo como inspiradores de acción sino también como maestros de oración. De esta manera ofrezco un tipo de promesa histórico-espiritual del tema aquí tratado.

Siguiendo el estilo de las reflexiones anteriores, he renunciado a la discusión teórica y a la confrontación bibliográfica. Quienes estén interesados de manera especial en esos temas podrán con­sultar otros estudios ya existentes sobre teología de la liberación, lo mismo que los libros que he citado al comienzo de este ensayo. y así vengo ya a los seis modelos (O planos) de la acción libera­dora.

1. Plano económico. Para algunos, el problema del hombre es la riqueza: nos esclavizamos unos a otros por dinero. Por eso, la liberación auténtica se encuentra vinculada al desprendimiento monetario que conduce a la plena gratuidad, es decir, a la no posesión y a la existencia compartida. Esta es la línea de Francis­co de Asís y de todos los que ponen como inspiración de su ca­mino la utopía de un Dios que se explicita y se revela por medio de la "dama pobreza". Sólo hay libertad donde el creyente se libera del apego de los bienes, donde asume y desarrolla el gran misterio de la vida como gracia que se abre por encima de la muerte y nos permite también relacionarnos sobre la tierra en un nivel de gracia.

Pudiéramos decir que Francisco de Asís ha sabido situarnos allí donde el mismo Jesús nos situaba al proclamar en el principio de todo su mensaje la bienaventuranza de los pobres, en su doble versión de Lc 6,20 y Mt 5,3: felices los pobres que no tienen nada (Lc) y también aquellos que escogen un camino de pobreza por solidaridad con los más necesitados, en gesto de apertura libera­dora, dentro de la Iglesia (Mt).

2. Plano intelectual. Para otros el problema principal es la verdad. Los hombres viven dominados por la herida del error y la ignorancia, como ha presupuesto Domingo de Guzmán: lo que al hombre libera es la verdad, es decir, una enseñanza y cultura abierta al evangelio. Tomados en sí mismos, los bienes de este mundo nos separan, nos dividen y esclavizan. Por el contrario, la ciencia más profunda vincula a todos los vivientes, situándolos sobre un plano compartido de búsqueda y de diálogo. Sólo hay

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libertad donde el saber se expande, abriéndonos a un Dios que se revela como sabiduría. De manera normal y consecuente, los hombres liberados viven de la gracia y del amor de la "dama ciencia", en un camino que se funda sobre el evangelio. Más allá de un conocimiento instrumental que divide y se pone al servicio del poder (la técnica y dominio egoísta de este mundo) se eleva ahora el ideal del conocimiento verdadero que convierte a los humanos en contempladores de la verdad, en hermanos.

Esto significa que Domingo de Guzmán está en la línea de eso que en tiempos más recientes se llamará la revolución cultural: el cambio decisivo de los hombres no se alcanza por transformacio­nes de infraestructura (economía), sino a través de nuevos ideales de conocimiento (en la superestructura). En otras palabras: lo que mueve al mundo son las ideas. Ellas mueven y unifican a los hombres, en línea de búsqueda compartida de la suprema verdad y luz divina que encontramos en Cristo.

3. Plano sacral. Para otros, más allá de la riqueza que divide y del error que separa, lo que de verdad martiriza y destruye a los hombres es la herida de la falta de atención religiosa. Los domina y condena, dejándolos sin esperanza, la superstición religiosa, la herejía cristiana o la falta de presencia de una Iglesia que no quiere o no sabe presentarse como portadora de Cristo sobre el mundo. La liberación vendrá mediada por un nuevo tipo de encuentro con la "dama iglesia", en clave de servicio sacral, de anuncio de la palabra, de celebración de los sacramentos. Son muchos los que piensan de esta forma. Quizá puedan tomar como patrono a Ignacio de Loyola, empeñado en promover una especie de "nueva cruzada", no militar sino misionera, al servicio de la presencia eclesial de Cristo sobre el mundo.

Lo que esclaviza es la falta de cristianismo. Lo que libera es presencia de la Iglesia, interpretada y realizada como espacio donde todos puedan recibir la gracia de Cristo y liberarse. Por eso, el primer camino de liberación es la presencia y desarrollo de la Iglesia: eslla se presenta así como lugar en el que puede vivir se en comunión la gracia, compartiendo al mismo tiempo los bienes de la tierra; ella aparece como espacio donde se anuncia y se comparte la verdad. La acción liberadora de Jesús se ha encarna­do sobre el mundo y tiene un nombre: es la Iglesia, es decir, la

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comunión de aquellos que acogen su palabra y comienzan a ex­presar (a realizar) su acción en esta tierra. Crear Iglesia: esto es liberar en un sentido auténtico; así hablan muchos que hoy en día quieren presentarse como seguidores de Ignacio de Loyola, dentro o fuera de su Compañía de Jesús.

4. Plano de encuentro místico. Lo que al hombre acabaría esclavizando, más allá de la pura riqueza, la ignorancia o la rup­tura eclesial, es ahora su misma soledad interna y su egoísmo. Ambos gestos se vinculan. El que sólo se busca a sí mismo termi­na destruyendo su propia vida. No logra derribar los muros de su prisión interna, no puede abrir sus ojos hacia la verdad de Dios que habita en sus entrañas. Se encuentra ciego y mudo, en una especie de muerte anticipada. Esto sería 10 que han visto Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, por citar sólo dos santos significativos. Ellos saben que al hombre le esclaviza su pecado entendido como falta de diálogo con Dios. El hombre enferma porque no ama ni se deja amar por Dios, y de esa forma no consigue traducir el misterio del amor en claves de apertura confiada hacia los otros. Son problema las riquezas y también los errores. Pero ellos se resuelven sólo donde el hombre aprende a amar y ser amado.

La experiencia del amor es, por tanto, principio de liberación: capacita al hombre para encontrarse consigo mismo, abriéndole a los otros, en gesto de gratuidad compartida. Sólo el místico es libre y puede ser liberador porque se encuentra enamorado de la misma "dama amor" que es Cristo (el Dios de Cristo). Nos escla­vizamos unos a otros y nos destruimos personalmente porque no sabemos amar en clave de misterio, de encuentro primordial con Dios. Las riquezas se encuentran fuera de nosotros. La misma verdad se mantiene en nivel de periferia. Hasta la hondura radical de nuestra vida sólo llega el amor místico. Por eso, por falta de amor y reinterpretando 1 Cor 13, podemos afirmar que el mundo se encuentra lleno de falsos liberadores (falsos cristos, como dice Mc 13,21; Mt 24, 5, 23): les falta el amor de gratuidad y quieren redimir a los demás: así terminan por llevarles a nuevas esclavi­tudes.

Místico es aquel que no se encuentra esclavizado por nada ni por nadie: es el que sabe amar en gratuidad, en gesto transparente de amor donde no existen ya intereses falsos, antiguas o nuevas

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idolatrías. Por eso, siguiendo en la línea de Juan de la Cruz o Teresa de Jesús, los místicos cristianos tienen que poner su po­tencial de amor liberador al servicio de la causa de los pobres.

5. Plano de la libertad. Todo eso puede ser cierto, pero en el fondo los hombres viven esclavizados por poderes y estructuras de violencia, en clave de cautiverio social que lleva a la destruc­ción de la persona. Así lo han visto Juan de Mata y Pedro No­lasco, enamorados de la "dama libertad". Esta es la herida que destruye a la mayor parte de los hombres: no pueden ser libres porque el contexto no se lo permite; están esclavizados en un tipo de cautiverio social que los marca y dirige, moviendo su vida en una determinada dirección. Los esclavos del sistema son mayoría. El camino de liberación consiste en ayudarlos a que rompan las redes de la trama en que se encuentran cautivados, para que puedan realizarse por sí mismos, en plena libertad. Es evidente que esta libertad es importante: desprendimiento económico, ver­dad compartida, espacio de encuentro eclesial, vivencia de amor. .. Pero todo eso resulta derivado. En el principio se encuentra la exigencia de decir a los hombres que sean, que se atrevan a vivir, que no tengan miedo a su responsabilidad. Lo que importa es ofrecerles, aSÍ, espacios de vida liberada.

En este lugar se han situado Juan de Mata y Pedro Nolasco, como enamorados de la "dama libertad". Antes de pedir a los hombres que vivan en pobreza, busquen la verdad, se integren en la iglesia o amen, les han dicho simplemente que sean humanos, es decir, que asuman su propia libertad. Y para ello, a fin de que esa libertad sea posible y tenga un lugar donde realizarse, les han dado su ayuda liberadora: con el propio riesgo de sus vidas los han rescatado o redimido del lugar de cautiverio en que se halla­ban, situándolos después en un espacio de vida liberada (es decir, en ámbito de iglesia).

Llegamos de esa forma a la raíz del cristianismo, al lugar de la primera y más valiosa creación. Antes de recibir ninguna nota calificativa, los hombres han de ser sencillamente "humanos", es decir, dueños de sí, libres para escoger y realizarse. Para custodiar eso existe la Iglesia, para eso están los liberadores: ellos quieren pedir a los cristianos que se realicen sin miedo sobre el mundo,

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asumiendo su propia responsabilidad, en clave de apertura crea­dora hacia los otros.

6. Plano de la liberación. Para que haya verdadera libertad es necesario ofrecer liberación: abrir espacios de vida compartida, poniendo las nuevas estructuras sociales al servicio del hombre. Esto sigue siendo lo que hacían Juan de Mata y Pedro Nolasco y, en ese sentido, son todavía nuestros santos "inspiradores". Pero resulta necesario aplicar y actualizar su acción en nuestro tiempo, dentro de las nuevas circunstancias culturales y sociales. Es lo que intentamos hacer de una manera muy sencilla en lo que sigue, traduciendo el viejo modelo de acción redentora (ayuda a los cautivos) en principio de actuación liberadora: se trata de ofrecer un germen de liberación más amplia dentro de esta socie­dad que hallamos cautivada por las nuevas esclavitudes que a los hombres les impiden realizarse en libertad y amor de un modo gratuito a sus hermanos.

Sigue siendo necesario el camino de Francisco de Asís: sin un desprendimiento abierto a la vivencia de la fraternidad, no puede hablarse de liberación entre los hombres. También es importante el camino de Domingo de Guzmán: no hay liberación si subsiste la mentira, no hay plenitud del hombre con engaño; sólo allí donde se busca la verdad con transparencia puede hablarse de grandeza y plenitud humana. Lo mismo podemos afirmar del camino de la Iglesia: queremos que ella sea espacio de comunica­ción transparente, lugar donde los hombres pueden compartir y celebrar la experiencia de Jesús en clave de vinculación personal y misterio. Más aún, debemos indicar que los caminos anteriores han venido a culminar de alguna forma en la experiencia de la comunicación primera de la mística.

Teniendo eso en cuenta, venimos al centro del problema, al lugar donde se unen liberación y mística cristiana. La libertad humana, interpretada como experiencia de autonomía personal, va unida al encuentro amoroso con Dios, en línea de diálogo místico. Ciertamente, los dos rasgos nunca pueden confundirse. U na cosa es libertad como dominio de sí y otra la gratuidad mística, como experiencia de pérdida y recuperación del propio ser en lo divino. Pero después de explicitar las diferencias debe­mos afirmar que ambos aspectos se vinculan: el hombre sólo

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puede ser y realizarse en Dios (mística) porque es responsable de sí mismo y dueño de su propio camino (libertad). De esa forma viene a perderse y encontrarse en lo divino. De manera corres­pondiente, en el sentido más profundo de ese término, el hombre sólo puede descubrir su libertad fundante en la medida en que descubre su vinculación a lo divino. El mismo Dios le libera de todas las posibles esclavitudes del mundo, permitiéndole ser due­ño de sí mismo, esto es, persona.

Pero dejemos el plano de teoría general y volvamos al nivel concreto de la realización humana, al lugar donde se vinculan libertad y liberación. Como punto de partida tomemos la expe­riencia de trinitarios y mercedarios que han venido definiendo en estos últimos años el sentido de las nuevas formas de cautividad, para explicitar así su trabajo o compromiso redentor:

Se dan allí donde hay una situación social en la que concu­rren las siguientes condiciones: 1) es opresora y degradante contra la persona humana; 2) nace de principios y sistemas opuestos al evangelio; 3) pone en peligro la fe de los cristianos; 4) y ofrece la posibilidad de ayudar, visitar y redimir a las per­sonas que se encuentran dentro de ella (Const. Merced. 16).

Hay cautividad donde se degrada al hombre, poniéndole en peligro de perder lafe. Ciertamente sabemos que la fe es un "don de Dios" que nunca puede apoyarse ni compararse con factores externos, de tipo económico y social. Pero también sabemos que ella se encuentra vinculada a la gracia y libertad del contexto social. Por eso, el mejor modo de afianzar y defender la fe de los cristianos es servirlos y ayudarlos, en gesto de amor gratuito, dirigido a los más necesitados (es decir, a los cautivos y oprimi­dos), transformando al mismo tiempo la situación opresora en que Viven.

Sin gratuidad y libertad no existe cristianismo. La Iglesia sólo puede extenderse allí donde los fieles de Jesús se aman, en gesto de liberación que tiende a ofrecer espacio de libertad (comunica­ción de bienes, verdad compartida y encuentro eclesial) a los que están más necesitados. En esta línea volvemos a encontrar las dos palabras siempre citadas de liberación y libertad. Ahora podemos distinguirlas con mayor cuidado:

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a) El gesto de liberación suele mantenerse en un plano social: trata de sacar al hombre de su estado de opresión o cautiverio para crear sobre la tierra estructuras de justicia que no sigan condenando a los más pobres a la pura lucha por la vida, al hambre o la violencia. Esto es lo que la tradición mer­cedaria llamaba redención del cuerpo: ella consiste en rescatar a los cautivos y arrancarlos del lugar (o situación) donde no pueden realizarse libremente.

b) Esas liberaciones corporales o sociales están encauza­das hacia la gran libertad o redención que nos ofrece Cristo con su muerte. Sabemos ya que el hombre no se salva por las circunstancias o las obras exteriores, sino sólo por la gracia de Jesús, recibida y asumida en libertad, en lo más hondo del alma. Pero la tradición cristiana sabe desde antiguo que esa liberación externa o corp01'al es signo y principio de la reden­ción plena de Cristo.

Así nos situamos en el campo donde se vinculan actuación de Dios (gracia salvadora) y esfuerzo liberador del hombre. Sa­bemos con la Iglesia que ya estamos redimidos: Dios nos ha ofrecido su vida y plenitud en Cristo, de manera que somos desde ahora propietarios y herederos de su reino. Pero, al mismo tiem­po, los pobres y cautivos de este mundo son señal privilegiada de la gracia de Dios sobre la tierra, como hermanos más pequeños de Jesús (Mt 25,31-45) y centro de la Iglesia (cf ICor 1,26-31; Mt 18,1-9). Pues bien, la misma gracia de Dios así expresada en la vida de los pobres viene a convertirse en principio de liberación o ayuda humana, en gesto donde pueden destacarse tres aspectos o momentos:

a) La gracia es fuente de nueva gratuidad. Dios nos hace portadores y testigos de aquel mismo amor que nos ha dado. Así mostramos nuestra fe en el Salvador: ofreciendo ayuda gratuita, precisamente a los que no pueden respondernos de la misma forma, pues no tienen medios para ello (los pobres y perdidos de la tierra, cf Lc 14,7-13); indicamos que toda nues­tra vida está apoyada en el amor gratuito de Jesús, en su evan­gelio.

b) Por otra parte, si creemos que Dios ama a los pobres y cautivos, también nosotros debemos ofrecerles nuestro amor, para ser de esa manera imitadores y testigos del mismo Dios

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sobre la tierra. Eso significa que no los amamos para salvarlos, sino para salvarnos a nosotros mismos, siendo fieles al evange­lio, recibiendo y descubriendo a Dios en el lugar en el que Dios mismo se encuentra, es decir, entre los últimos y pobres de la tierra.

c) Finalmente, la acción liberadora viene a ser anuncio de evangelio: ayudándoles a desarrollarse en libertad, queremos que los hombres puedan vivir y desplegar en plenitud su fe cristiana. La misma acción liberadora puede ayudarles a ex­presar mejor su fe, descubriendo y gozando la libertad de Cris­to, en compañía con los restantes fieles de la iglesia.

No queremos estrechar la redención de Cristo, entendiéndola tan sólo en un nivel de pura transformación histórica o social. N o queremos convertir el evangelio en una especie de manual más o menos espiritualizante de cambios políticos. La redención de Cris­to es don de Dios, es gracia escatológica. El proyecto de amor y libertad que ofrece la Iglesia del Señor desborda todas las limita­ciones de este mundo y sólo puede asumirse y proclamarse en gesto de fe intensa. Pero la fe en Cristo y la gracia de su salvación ha de expresarse y de alguna forma también anticiparse en gestos y estructuras de justicia y liberación humana.

De esa forma actualizamos las señales que Jesús fue realizan­do sobre el mundo. Sus milagros eran signo de esperanza escato­lógica del reino, siendo, al mismo tiempo, acciones muy concretas de amor y ayuda humana: Jesús mostraba la bondad de Dios liberando bondadosamente a los más necesitados de su entorno. Pues bien, de un modo semejante, los nuevos liberadores quere­mos predicar la redención plena de Cristo (su resurrección de entre los muertos) a través de nuestra ayuda muy concreta a los pobres y cautivos. Sólo allí donde se sirve de verdad al hombre, en gesto de amor liberador se expresa y ratifica la fe del evan­gelio.

Ahora podemos volver al tema de la cultura, ya indicado al tratar de Domingo de Guzmán. Estamos en el centro de una especie de gran lucha cultural. Ciertamente, sigue habiendo bata­lla en el nivel de lo económico: conflicto por la posesión, distri­bución y control de las riquezas de la tierra. Hay también conflic­to político-social, centrado en la búsqueda del poder y en la

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manera de ejercerlo sobre el mundo, en claves militares. Pero la batalla decisiva de lo humano parece estarse dando en el nivel de la cultura. Muchos están empeñados en imponer a los demás una determinada concepción de la vida, utilizando para ello medios culturales (educación y propaganda, control informativo, etc.). El poder supremo de este mundo es quizá la comunicación, en­tendida en un sentido extenso: dominan y controlan a los otros aquellos que manejan eso que pudiéramos llamar la "nueva sub­jetividad" de la ciencia y la técnica, pudiendo modelar de esa ma­nera la mente de los hombres.

Estamos ante un reto de dimensiones incalculables. A través de una nueva "genética mental"(o educación dirigida sólo en una línea) los dueños del sistema podrían imponer su criterio sobre el resto de la población de la tierra, manteniéndola, de algún modo, en una especie de sometimiento cultural, mucho más peligroso que los sometimientos anteriores. Parece que ya estamos avan­zando en esa línea, en un camino donde al fin no habría ya lugar para la fe y para el amor, puesto que todo estaría dominado por un tipo de gran máquina impositiva que terminaría haciéndonos a todos sus esclavos.

Pues bien, en contra de eso es necesario que asumamos y desarrollemos un proyecto de educación liberadora que, asumien­do el valor de las nuevas técnicas informáticas y de las ciencias de la comunicación, las ponga al servicio de la plenitud del hombre. Cuatro son sus momentos principales:

a) Educar a los marginados, es decir, a aquellos que han quedado fuera de los grandes proyectos culturales, sin con­ciencia propia y sin palabra. Se trata de educarles para que ellos puedan hacerse responsables de su propia libertad, dentro de este mundo duro en que vivimos.

b) Educar de un modo humanizan te. No se trata de ense­ñar técnicas o cosas, sino de crear hombres, haciéndoles capa­ces de desarrollarse de verdad como personas: que no se dejen dominar por la propaganda de turno del sistema dominante, que cultiven valores de solidaridad humana, de libertad y de justicia.

c) Sólo en tercer lugar se puede hablar de una educación explícitamente cristiana, dirigida al desarrollo de los valores evangélicos. La fe no se impone, ni se enseña como ciencia.

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Pero ella se puede y debe testimoniar con el ejemplo de la vida y con la entrega en favor de los valores del reino de Jesús.

d) Hay, en fin, una educación para suscitar liberadores. Sabemos que el gesto de la entrega de la vida es gracia. Nadie puede formar liberadores automáticamente, creando para ello una especie de escuela o facultad, en la línea de otras facultades técnicas (de ingeniería o medicina). Entran aquí muchos facto­res de gracia y elección, de búsqueda personal y entrega de la vida. Pero es evidente que la Iglesia debe presentarse como "escuela de liberación", donde los hombres pueden iniciarse en el camino de una educación al servicio de la libertad humana y fe cristiana.

Este es el lugar donde se encuentra empeñada en la actualidad una parte considerable de la Iglesia: eHa quiere educar liberado­res, tanto en plano de conocimiento (teología) como a nivel de compromiso, formando grupos de cristianos que sepan entregarse por los otros y ofrecerles espacio de maduración humana abierta al evangelio.

Esta educación liberadora nos sitúa en el espacio de la crea­tividad cultural: queremos ofrecer a los hombres razones para esperar, impulsos para vivir, modelos de comunicación en liber­tad. Todo eso implica un programa fuerte y muy comprometido de maduración humana. Los cambios exteriores (de estructura económica o política) resultan insuficientes. Para liberar es nece­sario que empecemos suscitando un tipo de hombre nuevo, a la luz del evangelio.

Tres son, a mi entender, los momentos principales de este proceso educativo que se dirige a todos los cristianos, pero que de un modo especial quiere alcanzar a los más comprometidos, en la línea de una presencia eclesial liberadora.

a) Queremos educar para ver, tanto en plano de conoci­miento científico (ayudado por la sociología y el derecho, por la economía y la política) como en el plano de la participación personal (a nivel de encarnación concreta). Como especialista en libertad, el cristiano sabe mirar hacia los hombres y proble­mas actuales, descubriendo así los aspectos y problemas del nuevo cautiverio.

b) Queremos educar para juzgar en clave de discernimien­to teórico y sabiduría práctica: el cristiano sabe conocer las

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formas y las causas del nuevo cautiverio, para superarlo a partir del Evangelio, y sabe también planificar su acción y realizarla de un modo efectivo, al servicio de la libertad del hombre.

c) E/liberador es un hombre de acción: no es un simple teórico que traza los planes desde arriba, ni un eterno aprendiz que no hace más que prepararse. Por imperativo de evangelio, el cristiano es un hombre que se compromete en la acción liberadora y la realiza con la fuerza del Espíritu Santo.

Esos tres planos se encuentran mutuamente entrelazados: sólo se mira y comprende de verdad (plano del ver) allí donde se aprende a discernir y se realiza, al fin, una obra activa. Los libe­radores saben que los problemas del cautiverio nunca pueden entenderse en clave de teoría, si no existe una actitud de compro­miso en favor de los cautivos. Ellos han de ser expertos en huma­nidad, pero no la entienden simplemente desde fuera, en general. Sólo la pueden conocer si viven cristianamente comprometidos con la causa de los pobres oprimidos, en clave de evangelio.

Por eso insistimos en la unión del plano afectivo y del con­templativo, retomando así y puntualizando un tema que se en­cuentra en el principio de toda teología de la vida cristiana. Sólo desde el fondo de una buena acción, inmersos, encarnados en el mundo y trabajando por cambiarlo, podemos entender recta­mente los principios de la liberación cristiana. Sólo quien se en­trega por la causa de la libertad, hallándose dispuesto a morir por los demás, comprende la miseria de la esclavitud o cautiverio de este mundo y se vincula de verdad al Cristo Redentor.

Esta acción liberadora brota a nivel cristiano de una espiri­tualidad de seguimiento: sabemos que Jesús continúa padeciendo en los cristianos oprimidos y cautivos, expuestos a perder su fe, y también en todos los hombres oprimidos de la tierra. Cierta­mente, Jesús se manifiesta ante todo en la Escritura y nos ofrece el misterio de su vida en la liturgia (Eucaristía). Pero dando un paso más, los cristianos liberadores quieren venerarle y encon­trarle en los cautivos. Por eso le siguen en su gesto de amor fuerte dirigido hacia los pobres, enfermos y oprimidos.

Esta oración viene a expresarse como una visión ampliada de los sufrimientos salvadores de Jesús, viniendo a presentarse como

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una contemplación redentora. Ya no vemos a Jesús aislado, como alguien que murió hace tiempo por nosotros. Le miramos y le vemos padeciendo en aquellos que padecen: hambriento en los hambrientos, cautivo en los cautivos, torturado en aquellos que se encuentran torturados. Por eso, a los ojos del creyente, los males de este mundo ya no tienen sentido puramente antropoló­gico o social: ellos reciben un sentido cristológico.

La contemplación redentora descubre a Jesús en la opresión y muerte de los hombres de la tierra: le venera en los cautivos y le ama al amar a los que están necesitados. Normalmente pasa­mos por la vida ciegos, sin llegar a descubrir la hondura y la tragedia de la muerte y opresión ajena. Pues bien, el evangelio nos enseña a mirar con ojos nuevos: descubrimos a Cristo en los cautivos y allí mismo le ayudamos, en gesto de oración y acción liberadora que ahora van profundamente entrelazadas. La gloria de Dios se transfigura y brilla precisamente en aquello que pudie­ra parecernos lo contrario a lo divino: en la miseria de los hom­bres oprimidos de la tierra; al servirlos y ayudarlos nos hacemos colaboradores de la obra creadora de Dios sobre la tierra.

Sin esa muy intensa oración liberadora el compromiso activo pierde su valor cristiano: una acción de tipo redentor que no se encuentre fundada en el misterio de ese Cristo que padece en los cautivos corre el riesgo de acabar diluyéndose muy pronto en egoísmos personales o de grupo, en el cansancio impotente o en el puro juego de política. Por eso, los que quieran ser liberadores, deben cuidar con gran empeño los momentos de contemplación, como experiencia de encuentro con el Cristo que sigue padeciendo en los cautivos.

En esta perspectiva, a modo de conclusión, podemos y debe­mos recuperar los otros planos de la espiritualidad cristiana. Es fundamental la inspiración de Francisco de Asís: sin desprendi­miento económico y apertura al nivel de la gratuidad no existe liberación cristiana. También es importante el camino de verdad de Domingo de Guzmán: la confianza en la palabra como prin­cipio de convencimiento y liberación. Desde aquí debemos evocar también la vía de experiencia mística de Juan de la Cruz y Teresa de Jesús: sin encuentro de amor no hay liberación; sin apertura confiada hacia la gracia de Dios que se ha entregado por nosotros

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no es posible dar la vida por los hombres. De un modo especial recordamos a Ignacio de Layo/a, con su compromiso al servicio de la Iglesia; todo lo que hemos venido diciendo tendrá sentido y podrá realizarse en la medida en que la misma Iglesia se presente como camino de liberación para los hombres; por eso, pertenencia eclesial y servicio en favor de los demás vienen a encontrarse y, de alguna forma, se identifican. Aquí nos sitúan Juan de Mata y Pedro No/asco, con su gesto concreto de liberación: redimen a los cautivos para introducirlos en la Iglesia activa, para que den­tro de ella puedan realizarse en libertad, actualizando de esa forma el evangelio de Jesús sobre la tierra.