catecismo de la marcha de la fe

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Lo que no te han contado de la Fe Católica

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este es el catecismo que repartiremos durante la marcha de la fe en Barcelona

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Page 1: Catecismo de la Marcha de la Fe

Lo que no te han contado de la Fe

Católica

Page 2: Catecismo de la Marcha de la Fe

Autor del texto: Antonio Tápies Adaptación, añadido de citas y diseño gráfico: Jóvenes de San José Imprime y distribuye: Jóvenes de San José Apartado de correros 97 08181-Sentmenat (Barcelona)

Page 3: Catecismo de la Marcha de la Fe

Lo que no te han contado de la Fe Católica 3 Contenido Introducción ....................................................................................................................................... 5

Dios es Amor (1 .Jn 4,8) ........................................................................................................................ 5 Primera parte: La fe cristiana .............................................................................................................. 6

"Yo soy la verdad" (Jn 14, 6) LA PALABRA DE DIOS. EL CREDO ........................................................... 6 Dios uno e infinitamente perfecto .......................................................................................... 6 La Santísima Trinidad .............................................................................................................. 7 Dios creador: Los ángeles y los hombres ................................................................................ 8 El Pecado Original ................................................................................................................... 9 Dios promete la redención. El Hijo de Dios se encarna y vive entre nosotros .....................10 Vida dolorosa y gloriosa del Señor........................................................................................11 El Espíritu Santo: Dios Santificador .......................................................................................14 La Santa Iglesia de Cristo ......................................................................................................14 La resurrección de la carne y la vida perdurable ..................................................................18

Segunda parte: La vida cristiana ....................................................................................................... 19 "Yo soy la vida" (Jn 14, 6) LA GRACIA Y LOS SACRAMENTOS ............................................................19

La Gracia, las Virtudes y los Dones .......................................................................................19 El pecado ...............................................................................................................................21 Los sacramentos ....................................................................................................................22 El bautismo y la confirmación ...............................................................................................23 La penitencia .........................................................................................................................25 La Sagrada Eucaristía ............................................................................................................29 La Unción de los Enfermos y el Orden Sacerdotal ................................................................32 El Matrimonio Cristiano y la Familia .....................................................................................34

Tercera parte: La oración del cristiano .............................................................................................. 36 "Es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1) EL PADRENUESTRO .....................................36

Cuarta parte: El amor cristiano ......................................................................................................... 38 "Yo soy el camino" (Jn 14, 6) LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS Y DE LA IGLESIA. LOS

MANDAMIENTOS DEL AMOR ......................................................................................................38 Primer Mandamiento: Amor a Dios ......................................................................................38 El segundo y el tercer mandamientos: El santo nombre de Dios y la santificación de

las fiestas ..................................................................................................................39 El cuarto mandamiento: Honraras a tu padre y a tu madre ................................................40 Quinto mandamiento: El respeto por la vida........................................................................42 El Sexto y el Noveno mandamientos: La santa pureza. ........................................................42 El Séptimo y el Décimo mandamientos: Los bienes propios y ajenos ..................................43 Octavo mandamiento. La fama del prójimo .........................................................................44 Los preceptos de la Santa Madre Iglesia ..............................................................................45

Apéndice: Principales oraciones del cristiano................................................................................... 46 La Señal de la santa Cruz ......................................................................................................46 El Padrenuestro .....................................................................................................................46 El Avemaría............................................................................................................................46 El Gloria al Padre ...................................................................................................................46 La Salve ..................................................................................................................................46 El Acto de Contrición .............................................................................................................46 El Credo ..................................................................................................................................46

Page 4: Catecismo de la Marcha de la Fe

“Apenas habrá en Estados Unidos un centenar de personas que odien a la Iglesia católica; pe-ro hay millones que odian lo que erróneamen-te suponen que es y dice la Iglesia católica.” (Arzobispo Fulton Sheen)

Page 5: Catecismo de la Marcha de la Fe

Lo que no te han contado de la Fe Católica 5 Introducción Dios es Amor (1 Jn 4,8)

1. “Dios es Amor”, nos dice San Juan Evangelista. Y como es amor, todo lo hace por amor y con amor.

No tenía necesidad de ti ni de nadie, porque Dios lo tiene todo. Pero el que ama desea comunicar a otros y repartir con ellos lo que tiene. Para darnos algo de lo que tiene, Dios quiso crear el mundo y, en especial, al hombre. Le dio la vida a imagen y semejanza suya. Lo elevó al orden sobrenatural, adoptándolo como hijo suyo mediante el don de la gracia santi-ficante, que es una participación de su misma naturaleza. Le dio derecho a la herencia eter-na: a ser eternamente feliz con Él en el cielo.

Pero el hombre se hizo enemigo de Dios por el pecado. Y, con el pecado, entró en el mundo la muerte y todo un cúmulo de males: odios, injusticias, crímenes, ignorancia. Sin embargo, Dios siguió amando a los hombres y haciendo un Plan de Salvación. Para devolve-mos la dignidad de hijos suyos, envió al mundo a su mismo Hijo, hecho hombre por nosotros en el seno virginal de María. En Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, está entero el amor de Dios.

Jesucristo es la personificación del amor. Nos amó tanto que murió en la cruz para sal-varnos, y fundó una Iglesia, y se quedó mediante ella entre nosotros, para seguir actuando esa salvación. Envió su Espíritu Santo, que infunde el amor divino en nuestras almas y nos da la gracia mediante los sacramentos que Cristo instituyó. Jesucristo es, para nosotros, CAMI-NO, VERDAD Y VIDA.

Mira pues lo que ha hecho Dios para nosotros, para ti: creó un mundo, nos trajo a la existencia, nos elevó a la dignidad de hijos suyos, nos redimió del pecado y de la muerte eterna, nos salva. Todo lo ha hecho su amor. Pero, amor con amor se paga: corresponde con tu amor al amor de Dios. Y dado que no se puede amar nada que no se conozca antes, es-fuérzate por ir conociendo mejor a Dios y sus obras. Ilumina tu inteligencia con el conoci-miento de la verdad divina y mueve tu voluntad para cumplir su santa Ley. Déjate salvar, quitando al menos los obstáculos que el enemigo pone en tu vida para impedirte llegar a la unión definitiva con Dios.

Ser cristiano quiere decir ser de Cristo. Esto es una gracia muy grande, que se nos da en el bautismo, y que no se puede merecer. Pero no basta decir: “Soy cristiano”, tengo que ser fiel a Cristo, aun en los peligros y persecuciones. Esta era la actitud de los primeros cris-tianos: “Los cristianos están dispuestos a dar la vida por Cristo, pues guardan con firmeza sus mandamientos, viviendo santa y justamente, según se lo ordenó el Señor, dándole gracias en todo momento por toda comida y bebida y por los demás bienes” (Arístides, Apología, 15,10). Cuando asistas a un bautizo, piensa que ha nacido otro cristiano: otro discípulo de Jesucristo, otro hijo de Dios, otro hijo de su Iglesia, otro hermano tuyo. Cuando veas un cristiano, piensa que, por ser hermano tuyo, tienes que ayudarle a vivir su fe. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de los ver verdad.” (1 Tim 2, 4) “La fuente de la alegría cristiana es la certeza de ser amado por Dios, de ser amado personalmente por nuestro Creador… con un amor apasionado y fiel, un amor que es mayor que nuestra infidelidad y nuestros pecados, con un amor que perdona.” (Benedicto XVI, 01.06.2006)

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6 Jóvenes de San José Primera parte: La fe cristiana. "Yo soy la verdad" (Jn 14, 6) LA PALABRA DE DIOS. EL CREDO

1. ¿Cómo podemos saber cosas acerca de Dios? Si yo voy a una exposición de pinturas de un pintor, puedo saber cosas de él a través de sus obras: por el estilo, por los colores, por los paisajes que pinta. Dios, que es el Supremo artista, nos ha dejado su huella en la creación. Pero si además, en la exposición de pintura, un amigo me presenta al artista y éste me cuenta cosas de su vida y me lleva a comer a su casa, yo sabré todas estas cosas por su comunica-ción: por una revelación que me ha hecho. Las creeré porque me fío de él.

San Pablo nos dice: “Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb 1,1) Dios nos ha hablado, pues. Su palabra se encuentra en la Sagrada Escritura y en la Tradición, es decir, en aquellas cosas que se transmitieron a viva voz, aunque después también se han puesto por escrito. Tanto la Sagrada Escritura, Biblia, como la Tradición son enseñanzas divinas. En cuanto al Nuevo Testamento -el tiempo de salvación que se inaugura con la venida de Jesucristo- sólo algunos Apóstoles pusieron por escrito su predicación y su doctrina. Todo lo demás fue enseñado de palabra, oralmente, y se conserva sin error en la Iglesia por la Tradición, con la asistencia del Espíritu Santo. Dice San Juan: “Muchas otras cosas hizo Jesús que, si se escribiesen una por una, pienso que en este mundo no cabrían todos los libros” (Jn 21,25).

Dice el Concilio Vaticano II: “La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a su Iglesia... Pero el oficio de interpre-tar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida, ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo” (Dei Verbum, n. 10). Con la muerte del último Apóstol se cerró la revelación pública de Dios a los hombres. Las revelaciones privadas que vengan, y han venido después, no pueden contradecir ni añadir nada substancial a la revelación pública.

2. El autor principal de la Biblia es Dios, que la ha inspirado, sirviéndose del autor sa-grado como instrumento. El escritor humano es, en consecuencia, el autor secundario, pues-to que colabora con Dios.

Esta acción divina, llamada inspiración, confiere a la Biblia su dignidad, y hace que no contenga error. Debemos leer frecuentemente y meditar la Biblia, especialmente los libros del Nuevo Testamento. El sacerdote en la Misa besa el libro después de leer el Santo Evangelio en señal de respeto y veneración, porque allí se encuentra la palabra de Dios. “La felicidad que buscáis, la felicidad a la que tenéis derecho tiene un nombre, un rostro: es Jesús de Nazaret.” (Benedicto XVI, 18.08.2005

Dios uno e infinitamente perfecto 1. Subíamos en un jeep hacia la presa de Cavallers, sobre el valle de Bohí (Pirineo leri-

dano) a 1.800 metros de altura, un día del mes de octubre de 1960. En el jeep, con el chófer, venía el ingeniero, con su hija de 6 años sobre las rodillas.

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 7 Unos 2 kilómetros antes de la meta, comenzamos a divisar sobre las rocas de la vera

del camino, cada unos 15 metros, montoncitos de piedras (5 o 6) sobrepuestas, sin cemento ni conexión alguna.

Una vez pasados 3 ó 4, la niña dice a su padre: -Papá, ¿por qué has puesto estas piedras aquí? Yo, sin dar tiempo al padre para contestar, le digo: -No ha sido tu papá, niña. ¿Sabes qué pasó? Un día hubo una gran tempestad de llu-

via, granizo, viento; y comenzaron a rodar piedras de la montaña y algunas se fueron colo-cando así como las ves.

La niña no respondió; pero volvió la cara hacia su padre casi espantada, con unos oja-zos, mirándome a mí de soslayo, como diciendo: ¿estará loco este señor?

Y entonces, yo: -Bien, niña, bien. Tú comprendes que es imposible que esas piedras se hayan colocado con este orden por ellas solas. Tú no dudas que ha sido la inteligencia de tu papá que así lo ha mandado. Muy bien.

Y digo yo ahora: si una niña de 6 años intuía, sin vacilar, la necesidad de una mente ordenadora para colocar aquellas piedras con cierto plan, aunque insignificante, ¿cómo es posible que hombres maduros, y que se las echan de inteligentes, acepten el absurdo de un mundo tan inmenso y tan ordenado, sin la necesidad de una Mente Divina, Creadora y Orde-nadora?

Tú no eres de éstos, lector. Tú, como la niña Eugenia y mejor que ella, comprendes y aceptas firmemente la existencia de este Soberano Hacedor.

2. Aunque Dios es distinto del mundo y está por encima de él, no abandona las cosas que Él hizo. Está cerca de nosotros y nos cuida con amor y solicitud de padre. La presencia íntima de Dios, que nos ve, que nos oye, debe dar a nuestra vida un sentido de fe y de con-fianza en su Providencia. Dice el Salmo 138: “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿A dónde huir de tu mirada? Si subiera a los cielos, allí estás Tú. Si bajara a los abismos, allí estás siempre... Cuida que mi camino no se tuerza y condúceme por las sendas de la eternidad” (Sal 138, 7-8, 24).

La Santísima Trinidad “Habiendo sido bautizado, estaba en oración y sucedió que se abrió el cielo, y bajó el Espíritu Santo sobre él en forma corpo-ral, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres el Hijo mío, el amado, en ti me he complacido” (Lc 3, 22).

1. La Santísima Trinidad es el misterio fundamental de nuestra Santa Religión, ante el que debemos tener una actitud de profunda adoración. Es el misterio de la vida íntima de Dios, que Jesucristo nos dio a conocer. Con ello nos demostró un gran amor, porque las cosas íntimas de uno sólo se cuentan a los amigos, a los que se quiere de verdad.

2. El Símbolo de fe llamado Atanasiano propone así el misterio: “La fe católica es ésta: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar la substancia, porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo; pero la divinidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es única, igual la gloria, coeterna la majestad”.

3. En el bautismo de Jesús en el Jordán se manifiesta la Trinidad: el Hijo de Dios es bautizado por Juan, el Espíritu Santo desciende sobre Él, y el Padre celestial deja oír su voz (cf. Mt 3, 16 y siguientes).

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8 Jóvenes de San José Por el bautismo nos convertimos en templos vivos de la Santísima Trinidad. Mientras vivimos en gracia de Dios, hospedamos en nuestra alma a la Santísima Trinidad y podemos tratar a las tres divinas personas que habitan en nosotros. Hacemos profesión de fe en la Trinidad cuando rezamos el Gloria al Padre. Repítelo muchas veces, con reverencia y devoción.

Dios creador: Los ángeles y los hombres 1. La Sagrada Escritura nos enseña que Dios hizo de la nada todas las cosas: “En el

principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gé 1, 1). Creó la luz y las estrellas, la tierra y el mar, las plantas los animales y todas las cosas. Por último creó al hombre. “Dios vio que todas las cosas que había creado eran muy buenas” (Gé 1, 31).

Crear es hacer cosas sin materia preexistente. Los hombres no podemos crear nada: sólo transformamos. A veces alguna de estas transformaciones nos parecen tan originales que les llamamos, impropiamente, “creaciones”.

Puesto que Dios ha hecho todas las cosas -el modo detallado como lo hiciera tiene poca importancia- se deduce que todas las cosas son de Dios: “Tuyos son los cielos, tuya es la tierra; el orbe y cuanto lo llena tú lo formaste” (Sal 88, 12).

Todo cuanto Dios hizo es hermoso y bueno, porque todas las cosas reflejan a su modo las perfecciones de su Creador. Somos los hombres quienes hacemos las cosas malas con nuestros pecados: abusando de las criaturas y afeando la imagen de Dios que brilla en ellas.

La creación no ha terminado. Continúa en las almas, que son creadas inmediatamente por Dios cada vez que se forma un cuerpo en el seno fecundado de una madre. Las cosas, además, no pueden conservarse en su ser y en su obrar si Dios no las conserva y gobierna.

2. Dios ha creado a los ángeles, que constituyen lo que llamamos la creación invisible. Son espíritus puros, más perfectos que nosotros, porque, no teniendo cuerpo, no están limi-

tados en sus movimientos y en sus debilidades y enfermedades. Los ángeles, como las demás creatu-ras, han sido creadas para la gloria de Dios: para que le alaben, para que le obedezcan, para el cielo, don-de está la felicidad eterna de los ángeles y de los hombres con Dios, nuestro Padre. Ellos también fueron adornados con la gracia santificante, eleva-dos, por tanto, al orden sobrenatural.

Algunos se rebelaron contra Dios, su Creador y Padre, y no quisieron obedecerle cuando Éste les puso una prueba para que demostraran su fidelidad y ejercieran su libertad. En castigo de su pecado, fueron condenados al Infierno. Satanás y sus ángeles malos, los demonios, fueron derrotados por San Miguel, príncipe de la milicia celestial fiel a Dios.

A algunos de los ángeles buenos, Dios les ha encomendado la guarda de los hombres, para ayu-darles en el camino del cielo. Cada hombre tiene su

ángel de la guarda. Un Salmo de la Biblia dice: “Dios te ha encomendado a sus ángeles, para que te guarden en todos tus caminos” (Sal 90, 11). Y Jesús, en el Evangelio nos previene con-tra el escándalo -que quiere decir inducir al pecado- que podemos producir en los niños con

1 San Miguel, Arcángel, pisando a Satanás

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 9 nuestro mal ejemplo, porque “sus ángeles en el cielo ven de continuo el rostro de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 18, 10).

Satanás y sus demonios aborrecen a los hombres, aunque lo disimulen, porque esta-mos destinados a ocupar en el cielo los puestos que ellos dejaron vacíos. Por eso nos tientan, o inducen al mal. También el demonio trató de tentar a Jesucristo, después de su ayuno de cuarenta días en el desierto. Pero Jesús derrotó al diablo (Léelo en Mt 4, 1-11). Nosotros, si rezamos, si pedimos la ayuda de Dios, también le derrotaremos. El demonio es como un perro encadenado: puede ladrar, pero no nos puede morder si no nos acercamos demasiado.

3. El hombre también fue creado por Dios. La Sagrada Escritura narra con estas pala-bras la creación del hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra, y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y creó Dios al hombre a su ima-gen, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios diciéndoles: pro-cread y multiplicaos, y llenad la tierra” (Gé 1, 26).

Compuesto de alma y cuerpo, el hombre es la criatura de mayor dignidad que existe en la tierra. Hasta el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros, tomando la naturaleza humana.

4. El hombre está destinado a dar gloria a Dios conociéndole, amándole y sirviéndole en esta vida. Por ser criatura, se encuentra en relación de dependencia para con Dios, que es su Creador. Por eso debe obedecerle y cumplir su amorosa voluntad. Además de criatura, es hijo de Dios por la gracia, y Dios le ha señalado, como fin, la vida eterna. Después de pecar, el hombre ha sido redimido por Cristo. El hombre es persona y, además, hijo de Dios. Esa es su gran dignidad. De ahí nacen los derechos humanos, que corresponden a todo hombre por el hecho de ser hombre.

Dios ha dado al hombre y a la mujer las perfecciones y órganos necesarios para que puedan ser instrumentos de su poder creador, y dar, en el amor mutuo, la vida a sus hijos. Esta vida es vida humana -respetable e inviolable- desde el primer momento, ya en el vientre de la madre. Matar a una criatura antes de nacer, lo que se llama aborto provocado y directo, es un crimen abominable. Contemplando una noche estrellada, y viendo las estrellas, algunas de las cuales están a millones de años luz -la luz corre a la velocidad de 300.000 Kilómetros por segundo-, piensa en la inmensidad y en el poder de Dios. Viendo los cuidados de una madre para con su hijito pequeño, piensa en la bondad y Providencia de Dios. La Iglesia celebra cada año las fiestas de los Arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael (29 de septiembre), y de los santos Ángeles Custodios (2 de octubre). Saluda a menudo y encomiéndate a tu Ángel de la Guarda, que te conoce mejor que nadie, y que es muy poderoso para ayudarte a vencer las tentaciones del demonio. El hombre ha sido creado por Dios y para Dios. Nada puede hacerle feliz sino Dios. San Agustín expresó la profunda necesidad del corazón humano con estas palabras: "Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti" (Confesiones, 1,1,1). Ante Dios no cuentan las diferencias de raza, de sexo, de color y de fortuna. Todos somos creaturas humanas, creaturas de Dios e hijos suyos. Todos tenemos el mismo “color de la piel”: el “color” de los hijos de Dios. “Nosotros no somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno es deseado, es amado, es necesario.” Benedito XVI, 28.04.2005)

El Pecado Original 1. Nuestros primeros padres desobedecieron a Dios, quisieron ser como Él, hicieron

más caso de la palabra del diablo que de la misma palabra de Dios: cometieron un pecado. Es el primer pecado de la historia humana: el pecado original. Nos lo dice el Concilio Vaticano II: “Creado por Dios en el estado de justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del diablo,

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10 Jóvenes de San José en el propio principio de la historia, abusó de su libertad levantándose contra Dios y preten-diendo alcanzar su propio fin al margen de Dios” (Gaudium et spes, n. 13).

2. El pecado original tuvo una gran importancia para nosotros porque Adán era el primer hombre y el padre de la humanidad. Cuando él fue adornado con la gracia y otros dones preternaturales -extraordinarios-, era adornada también en él toda la humanidad; cuando él pecó, pecamos también en él todos los hombres. La consecuencia es que todos los hombres –excepto la Virgen María- heredamos de Adán y Eva un pecado: es el misterio del pecado original, que hace que todos nazcamos sin la gracia de Dios.

Al pecar Adán perdió la gracia, y quedó sometido a la muerte, al dolor, e inclinado al mal, aunque libre para hacer el bien. Así también todos nosotros, por ser descendientes de Adán, nacemos en pecado original, sujetos al sufrimiento y a la muerte, e inclinados al peca-do. El pecado original se nos transmite por generación. Pero se borra por el Bautismo. De ahí la necesidad de bautizar a los niños cuanto antes, aunque en ellos no haya pecados persona-les: Cristo quiere borrarles el pecado original y hacerles, cuanto antes, hijos de Dios. Las puertas del cielo, que quedaron cerradas con el pecado original, fueron abiertas de nuevo por la muerte de Cristo en la Cruz. Una criatura ha nacido sin pecado, siendo preservada, por los méritos de Cristo, de la mácula o mancha del pecado: la Virgen María. Por eso la llamamos la Inmaculada Concepción y la representamos pisando la cabeza de la serpiente infernal, que es el demonio. “Yo soy la Inmaculada Concepción” (la concebida sin pecado original y libre de todo otro pecado), le dice la Virgen a Bernardi-ta, en Lourdes.

Dios promete la redención. El Hijo de Dios se encarna y vive entre nosotros

1. Una vez cometido el pecado por nuestros primeros padres, Dios, al mismo tiempo que anuncia el castigo, se compadece de los hombres, y promete enviarles un Redentor. Así lo dice en la Sagrada Escri-tura cuando maldice al demonio, en forma de serpien-te: “Pondré enemistades perpetuas entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Esta aplastará tu cabeza, y tú pondrás asechanzas a su pie” (Gé 3,15).

Dios mantiene viva esta promesa a lo largo de los siglos. Escoge a Abraham para ser padre de un pueblo, el pueblo de Israel, del cual nacerá el Redentor prometido. En el monte Sinaí, por medio de Moisés, Dios hace un pacto con Israel. Ellos se esforzarán por guardar la Ley del Señor y Él cuidará de ellos: los adop-tará como su pueblo.

Los Jueces, los Reyes, y los Profetas que Dios va enviando, preparan a Israel para recibir al Salvador prometido, manteniendo a los israelitas en la fe del verdadero Dios y en la esperanza del Mesías anunciado. Isaías, por ejemplo, siglos antes de nacer Jesucristo, hizo esta profecía: “He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros”.”(Is 7, 14).

2. En el tiempo prefijado por Dios, vino el Redentor. Jesucristo es el Verbo de Dios en-carnado: es la segunda persona de la Santísima Trinidad que, sin dejar de ser Dios, tomó

2 El nacimiento del Hijo de Dios

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 11 nuestra carne, nuestra naturaleza, en el seno virginal de María Santísima. Como dice San Pablo: “cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que vivíamos esclavos de la Ley, para que recibiéramos la adop-ción de hijos” (Gá 4, 4-5).

La venida del Señor, nacido en Belén, es fruto del amor con que Dios nos ama: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). Jesucristo es el único Salvador. Fuera de Él no hay salvación posible.

3. Cuando el arcángel San Gabriel anunció a María que Dios la había escogido para Madre humana de su Hijo eterno, y ésta dijo su “hágase”, por obra del Espíritu Santo el Verbo empezó a habitar entre los hombres como un hombre más. Es el momento más grande de la historia del mundo: la Encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de María Santí-sima. Aunque la Virgen María ofreció al Verbo un cuerpo humano, como hacen todas las madres, puesto que quien nació de ella era la Persona del Hijo de Dios, con razón la llamamos Madre de Dios. El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios se celebra el día 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento del Señor en la cueva de Belén. Es una costumbre cristiana, recomendada vivamente por los Papas, rezar todos los días el Ángelus recordando el momento en el que el Hijo de Dios empezó a vivir como hombre entre nosotros. “Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo.” (Benedicto XVI, 24.12.2005)

Vida dolorosa y gloriosa del Señor 1. Después del pecado de nuestros primeros padres, el hombre se encontraba en un

estado de enemistad con Dios. El hombre no podía salir de aquella situación por sí mismo. Pero Dios misericordioso vino a librarle de aquel estado enviando a su Hijo. Convenía que la redención se hiciera por parte de una persona divina, cuyas acciones tuvieran un valor infini-to delante del Padre, puesto que el pecado, causa de la enemistad del hombre con Dios, tiene también una cierta malicia infinita, ya que ofende la infinita bondad de Dios.

Jesucristo es el Redentor del mundo. En Él se cumple la promesa que Dios había hecho ya en el Paraíso, a Adán y Eva, después del pecado original (cf. Gé 3, 15). Dios viene a liberarnos. ¿De qué? Del pecado. Ya al comienzo del Evangelio de San Mateo, Dios declara que se impondrá al Hijo de María el nombre de Jesús, porque Él “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Él era inocente, pero cargó con nuestros pecados como si fueran suyos. Tanto nos amó que padeció y murió en lugar nuestro. La cruz, que gravitaba sobre sus hom-bros en el camino de la Amargura, fue el peso de todas nuestras miserias. “Cada pecado -dice el Papa Pío XI- renueva en cierto modo la pasión de Nuestro Señor, puesto que (los que pecan gravemente) crucifican de nuevo en sí mismos al Hijo de Dios y le exponen al escarnio” (Heb 6, 6).

2. La muerte de Cristo en la Cruz fue un verdadero sacrificio, que ofreció Jesús a su Padre celestial para reparar la gloria divina y destruir los pecados. Los sentimientos de su Corazón: obediencia filial al Padre, amor a los hombres hasta la muerte -“nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por el amigo”- le llevaron hasta el derramamiento de su Sangre por nosotros. Con su muerte, Dios nos rescató del poder de las tinieblas “y nos

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12 Jóvenes de San José trasladó al reino del Hijo de su amor, en el que tenemos la redención por su sangre, la remi-sión de nuestros pecados” (Col 1, 13-14).

Los méritos de la muerte de Cristo son infinitos; ahora sólo falta que cada uno de nosotros se acoja a su misericor-dia y, cooperando con la gracia de Dios en la lucha contra el peca-do propio, se haga acreedor a los méri-tos de esa muerte.

3. “Hoy más que nunca -escribe el

Catecismo de la Doctrina Cristiana de los obispos peruanos, publicado en enero de 1975; un modelo de claridad expositiva y de exposición sistemática de la fe- hay hombres que esperan y buscan la salvación en la liberación del sufrimiento, en lugar de buscar la liberación del hombre por el sufrimiento. Pero la salvación del hombre no vendrá de un simple cambio de las estructuras humanas, sino de la Cruz y del amor de Cristo. Sólo en Él somos redimidos”. La falsa Teología de la Liberación, uno de los más nefastos errores modernos, porque supone una penetración de las ideas marxistas en las creencias cristianas, se olvida que la liberación que Cristo nos ha traído es la liberación del pecado. Las demás liberaciones: económica, política, social, vienen como consecuencia. Si el hombre vive en la gracia y el amor de Dios, no puede sentirse indiferente ante los sufrimientos de sus semejantes, y es generoso con sus bienes para aliviar las necesidades de sus hermanos, especialmente los pobres y los oprimi-dos.

4. Después de su muerte, el cuerpo de Jesucristo fue sepultado, y su alma, unida a la divinidad, “descendió a los infiernos”, como dice el Credo de los Apóstoles. No se trata del infierno de los condenados, sino del llamado “seno de Abraham” donde esperaban las almas de los justos del Antiguo Testamento la consumación de la Redención. El Señor fue a busca-das para llevarlas al cielo, abierto de nuevo por la Redención.

Al tercer día, el alma gloriosa de Cristo se juntó de nuevo al cuerpo, que yacía en el sepulcro, y tuvo lugar la Resurrección: la vida gloriosa de Jesucristo. “Transcurrido el sábado -nos cuenta San Marcos- María la Magdalena, y María la de Santiago y Salomé, compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de mañana, el primer día de la semana, van hacia el sepulcro salido ya el sol. Se decían unos a otros: ¿Quién nos apartará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando la vista, vieron que la piedra, ciertamente muy grande, estaba retirada. Al entrar en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y quedaron sobrecogidas. Él les dice: No tengáis miedo: buscáis a Jesús de Nazaret, el que fue crucificado: ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron” (Mc 16, 1-6).

3 La muerte de nuestro Señor

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 13 Jesucristo porque era

Dios, pudo resucitarse a sí mismo, tal como lo había anunciado (cf. Mt 17, 23). En la resurrección de Jesús cele-bramos el triunfo de la Vida sobre la muerte, la victoria del bien sobre el mal, y nos lle-namos de esperanza porque nosotros, que estamos unidos a la Pasión de Cristo y for-mamos una misma cosa con Él, también resucitaremos. ¡Qué gozo más grande el de los Apóstoles y discípulos el ver al Señor vivo y glorioso, y comer con Él y palpar sus llagas! Ellos le habían visto muerto en la cruz y encerrado en el sepulcro con una losa pesadísima... Su fe vaciló entonces; creían que todo se había acabado y que Cristo había fracasado en las manos de sus enemigos. Pero de ahora en adelante ya nunca más dudarán. Su fe les hará valientes y serenos y les lle-vará hasta dar el supremo testimonio -el martirio- de su fe y su confianza en Él.

5. Después de la Resurrección, al cabo de cuarenta días, el Señor subió a los cielos an-te la vista de sus discípulos: es la exaltación de la Humanidad Santísima del Señor, la entroni-zación definitiva a la derecha del Padre en la gloria. Al subir al cielo, y desaparecer su presen-cia visible de en medio de nosotros, no por eso nos ha dejado huérfanos: vive también pre-sente en su Iglesia, que es su Cuerpo, y está realmente presente en Cuerpo, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía, que se custodia en nuestros tabernáculos. La Pascua es la gran fiesta cristiana: la solemnidad de las solemnidades del año, porque celebra la Resurrección del Señor. El Señor resucitó en el amanecer del domingo. Por eso, todos los domingos son el Día del Señor, en los cuales hay obligación de descansar y de asistir a la Santa Misa, que renueva de modo invisible, pero real, el misterio Pascual de la muerte, resurrección y ascensión del Señor. No debemos dejar nunca la Misa dominical, a menos que estemos imposibilitados de asistir por enfer-medad u otra causa grave. “En cierto sentido podemos decir que precisamente la Última Cena es el acto fundamental de la Iglesia, porque Cristo mismo se entrega y de este modo crea un nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con Él mismo.” (Benedicto XVI, 15.03.2006)

4 Ascensión del Señor a los cielos

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14 Jóvenes de San José

El Espíritu Santo: Dios Santificador 1. Antes de partir de este mundo, Jesucristo prometió a sus Apóstoles que les enviaría

el Espíritu Santo. Ellos estaban tristes al saber que Jesús se marchaba, pero en su despedida les anunció que les enviaría un Consolador: “El Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las Cosas y os recordará cuanto os he dicho” (Jn 14, 16). La promesa se cumplió el día de Pentecostés, a los cincuenta días de la resurrección y diez días después de haber subido a los cielos: “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar; y se produjo de repente un ruido del cielo como de viento impetuoso que pasa, y llenó toda la casa donde residían. Y vieron repartidas unas como len-guas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos. Y se llenaron todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les concedía expresarse” (Hech 2, 1-4).

La acción del Espíritu Santo en los Apóstoles fue extraordinaria: les hizo fuertes, va-lientes y audaces -santos- para anunciar con fidelidad el Evangelio, que Jesús les había con-fiado, a todo el mundo. A continuación de aquella experiencia divina, Pedro habló a la mu-chedumbre, que se había congregado en la calle al oír aquel ruido, y se convirtieron y se bautizaron alrededor de tres mil personas (Cf. Hech 2, 37-41).

2. El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Es un único Dios con el Padre y el Hijo. Aunque las tres divinas personas actúan indivisiblemente en el mundo, al Espíritu Santo se le apropia, o atribuye el Amor. Éste es como el alma de la Iglesia y la asiste y vivifica: gracias a la presencia del Espíritu Santo, la Iglesia no se aparta de la doctrina que Cristo le confió y la sigue predicando a los hombres.

Cuando vivimos en gracia santificante somos templos vivos del Espíritu Santo (Cf. 1 Cor 6, 19). Él habita en nosotros y nos llena de sus dones. Sin su inspiración y ayuda, nada bueno podemos hacer. San Juan Crisóstomo, un Padre de la Iglesia, nos advierte: “Cuando invoques a Dios Padre, acuérdate que ha sido el Espíritu Santo quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración”. En todos los sacramentos se nos da el Espíritu Santo, si los recibimos debidamente; pero es en la confirmación, de modo particular, donde el Espíritu Santo se da a cada fiel, como se dio el día de Pentecostés a los Apóstoles. ¿Estás ya confirmado? Ten gran confianza y devoción al Espíritu Santo, que habita en tu alma en gracia: es el “dulce huésped del alma”. Sigue sus inspiraciones con docilidad. “Nos impulsa a encontrarnos con el otro, enciende en nosotros el fuego del amor, nos convierte en misioneros del amor de Dios” (Benedicto XVI, acerca del Espíritu Santo, 20.07.2007)

La Santa Iglesia de Cristo 1. Jesucristo quiso que su misión salvadora continuara en la tierra “hasta la consuma-

ción de los siglos” (Mt 28. 20): mientras hubiera almas que salvar. Para esto fundó “su” Iglesia (cf. Mt 16, 18).

Cristo mereció todas las gracias para la salvación de todos, pero para la aplicación de los frutos de esta Redención, está la Iglesia. Por designio divino, la salvación se alcanza en la Iglesia y por la Iglesia. La Iglesia no es una obra humana: una obra que se hubieran inventado los Apóstoles, imitando su organización de las sociedades políticas de su tiempo. La Iglesia fue fundada por Jesucristo, que sigue siendo su fundamento: “Nadie puede poner otro fun-damento fuera del que ya está puesto, que es Cristo Jesús” (1 Cor 3, 11).

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 15 La Iglesia responde pues a un designio eterno de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios

Espíritu Santo, y es fruto del amor misericordioso de Jesús a todos los hombres. Por eso cons-tituye un misterio, un “sacramento de salvación”, y es objeto de la fe sobrenatural. Por eso en el Credo confesamos: “Creo... en la Santa Iglesia Católica”.

2. La Iglesia es una realidad muy rica, profunda como todos los misterios. Para que podamos entenderla, tanto la Biblia como el Magisterio utilizan varias imágenes y compara-ciones por las cuales podemos penetrar algo en su misterio. La Iglesia es divina y humana a la vez, es visible e invisible, carismática y organizada. Dos imágenes muy repetidas son las de Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo.

San Pablo usa repetidas veces la semejanza del cuerpo para referirse a la Iglesia: “Así como en un solo cuerpo hay muchos miembros, y todos los miem-bros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo Cuerpo en Cristo, pero cada miem-bro está al servicio de los otros miem-bros” (Ro 12, 4-5). Con esta compara-ción se quiere destacar que la Iglesia es un organismo vivo -con una vida sobre-natural- en el que los varios elementos: Papa, obispos, sacerdotes, fieles, tienen distintas funciones en la unidad total. Así como en el cuerpo humano habita un principio de vida, o forma substan-cial, que es el alma que le da vida, igualmente en la Iglesia. El Espíritu San-

to es como el alma del Cuerpo de la Iglesia, conforme a la enseñanza del Concilio Vaticano II: “De tal manera vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo: que su operación pudo ser compara-da por los Santos Padres con el oficio que realiza el principio de la vida, o el alma en el cuerpo humano” (Lumen gentium, n. 7).

La Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, en expresión de San Pablo, es Cristo: “Jesucristo es la cabeza del cuerpo de la Iglesia” (Col 1, 18). Esta Cabeza vive y actúa, aunque de modo invisible, y está representada por un hombre, elegido y asistido por el Espíritu Santo, que es el Papa. Él es “el sucesor de Pedro, Vicario (el que hace las veces) de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia” (Lumen gentium, n. 18). ¿Cómo conocer la verdadera Iglesia de Cristo? Hay tantas que se llaman a sí mismas cristianas...

3. Cristo fundó una sola Iglesia: “habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10,16).Y puesto que ella es instrumento de Cristo para la salvación de los hombres -no hay salvación fuera de Él- era necesario que dotara a su Iglesia de unas notas o señales características, por las cuales se la conozca de modo claro y se la pueda distinguir de otras, como la única verda-dera. El Señor anunció que surgirían falsos cristos y falsos profetas, que engañarían a muchos (cf. Mt 24, 11). Y con grandes prodigios -el demonio anda por medio- podrían inducir al error,

5 El Papa Benedicto XVI, en Castel Gandolfo

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16 Jóvenes de San José si fuera posible, a los mismos elegidos (Mt 24, 24). Para evitar este peligro, debemos obser-var, pues, cuáles son las propiedades y notas de la Iglesia. El Concilio Vaticano 11recuerda la fe de siempre en este punto con estas palabras: “Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos Una, Santa, Católica y Apostólica, la que nuestro Salvador entregó des-pués de su resurrección a Pedro para que la apacentara” (Lumen gentium, n. 8). Estas notas son: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad.

La Iglesia es una en su fe, en sus sacramentos y en su gobierno. La Iglesia es santa en sí misma como esposa de Cristo, “sin mancha o arruga o cosa

semejante, sino santa e intachable” (Ef 5, 27). Es santa, porque santifica a sus hijos fieles y, de hecho, siempre han florecido en ella grandes santos. Nosotros, que formamos parte de la Iglesia, no siempre somos santos y, por ello, afeamos el rostro hermoso de nuestra Madre la Iglesia. Ella es como un cuerpo sano; aunque, a consecuencia de nuestros pecados, presente hacia fuera algunas manchas y miserias.

Es católica o universal, -que esto quiere decir la palabra griega-, porque el Señor la fundó para todos los hombres de cualquier raza o condición, y para todos los tiempos.

Es apostólica porque la fundó sobre San Pedro y los Apóstoles, y en ella se conserva, sin interrupción, la sucesión apostólica.

4. Cristo ha prometido que estará siempre en su Iglesia: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos” (Mt 18,20). Pero como Jesús fue perseguido, la Iglesia ha sido también perseguida y será perseguida en todos los tiempos: “Si me persiguieron a mí, tam-bién a vosotros os perseguirán (Jn 15, 20). Sin embargo, todos los poderes del mal se estre-llarán contra ella: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). También en los sufrimientos y en el martirio se manifiesta la gloria de Dios y el triunfo de Cristo: “En el mundo habéis de tener tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

5. En la Iglesia se conservará siempre la doctrina de Cristo en toda su pureza. La asis-tencia del Espíritu Santo impide que la Iglesia caiga en el error en cosas substanciales. La Iglesia enseña la verdad revelada con un magisterio vivo e infalible -libre de error- que se extiende no solamente a las verdades reveladas, sino también a las que se derivan de ellas o están unidas con ellas. Se extiende también este magisterio al orden moral, que dirige al hombre en el cumplimiento de la voluntad de Dios en todos los aspectos de la vida humana, individual, social, política y económica. En este orden se comprenden los dictados de la ley natural -contenida en el Decálogo- de la que la Iglesia es intérprete. Dios dio a su Iglesia el poder de enseñar, de santificar y de gobernar. Estos son poderes de Cristo, que Él ejercita, a través de sus ministros, en la Iglesia.

6. La Iglesia participa de los poderes de Cristo para poder continuar su misión salvado-ra: “Como el Padre me envió, así también yo os envío a vosotros” (Jn 20, 21). Estos poderes son: el poder de enseñar en su nombre -Cristo mismo sigue enseñando a través de la Iglesia-; el poder de santificar a los hombres; y el de gobernarlos en orden a la salvación eterna. La Iglesia, que no ha nacido para ninguna finalidad política, económica o temporal, mediante estos poderes sobrenaturales cumple la finalidad estrictamente sobrenatural -salvar almas con los poderes divinos que detenta- que su Fundador le dio.

Así como con Pedro estaban los demás Apóstoles, que formaban el colegio apostólico, así ahora con el Papa están los obispos: “Los obispos han sucedido por institución divina a los

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 17 Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quienes a ellos escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo” (Lumen gentium, n. 20).

Junto con los obispos, que son los pastores ordinarios de las diócesis, están los sacer-dotes, que son colaboradores de los obispos, participan del sacerdocio de Cristo -de manera no plena- con la potestad de predicar el Evangelio; de administrar los sacramentos -especialmente la de consagrar el Cuerpo de Cristo en la Misa y perdonar los pecados en la confesión-; y de guiar a los fieles.

Los simples fieles o laicos también son Iglesia. Por el bautismo han sido incorporados a Cristo y a su Iglesia, participan del sacerdocio común –esencialmente distinto del sacerdo-cio ministerial de los sacerdotes y obispos-, y están llamados a la santidad y al apostolado. Ellos deben consagrar el mundo en su tarea secular, en su trabajo ordinario en medio de la calle, porque “a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales”, como dice la Constitución dogmática de la Iglesia del Concilio Vaticano II (n. 31).

7. Para dar a entender la importancia del elemento interno, Invisible, de la Iglesia, Je-sucristo expuso la alegoría de la vid: “Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permane-ce en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Una corriente de sabia sobrenatural, de gracia, se difunde de Cristo a todos nosotros y nos une vitalmente a Él y entre nosotros. Por esta comunión -comunión de los santos, se llama- hay una comunicación mutua de la misma vida y bienes sobrenaturales. Los bienes o cosas santas que se comunican son los méritos de Jesucristo -cabeza de la Iglesia-, de la Santísima Virgen -Madre de la Iglesia-, y de los santos, del sacrificio de la Misa, de los sacramentos y de las oraciones y obras buenas de todos los fieles. Todos estos bienes forman el “tesoro de la Igle-sia”.

Los miembros de la Iglesia, los santos, viven unos ya en el cielo (Iglesia triunfante), otros en el Purgatorio (Iglesia purgante), y otros en la tierra (Iglesia militante o peregrina). Hay una comunicación entre los santos del cielo con los de la tierra; entre los santos del Pur-gatorio con los de la tierra; y entre los santos del Purgatorio con los del cielo. El Concilio Vati-cano II nos recuerda estos tres grupos de la Iglesia única, y su común solidaridad en Cristo: “Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas, algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros son glorificados con-templando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y modo distintos, nos comunicamos en la misma caridad de Dios y del prójimo, y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíri-tu, forman una sola Iglesia y están unidos mutuamente en Él” (Lumen gentium, número 49). “Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia como Madre”, decía San Cipriano. La fidelidad y el amor a Cristo no pueden separarse de la fidelidad y amor a la Iglesia. Pide cada día por el Papa, por los obispos unidos a él, y por todos los sacerdotes y el pueblo fiel, para que todos seamos una Iglesia unida en la caridad; y el mundo, viéndonos, pueda descubrir la faz de Cristo salvador. “La religión judía no es para nosotros algo externo, sino que en cierto modo pertenece al interior de nuestra religión. Tenemos con ella relaciones no comparables a ninguna religión. Sois nuestros hermanos preferidos y, como se podría decir, en cierta manera, nuestros hermanos mayores.” (Beato Juan Pablo II en la visita a la Gran Sinagoga de Roma, 1986)

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18 Jóvenes de San José

La resurrección de la carne y la vida perdurable En la segunda venida de Jesucristo tendrá lugar la resurrección de los muertos y el juicio final.

1. Nuestra peregrinación en este mundo termina con la muerte. Este es un hecho uni-versal. San Pablo nos habla de lo que sucederá al final de nuestra vida: “A los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio” (Heb 9, 27). Según estas palabras la muerte es una verdad cierta, así como lo es el juicio que Dios hará a cada hombre después de la muerte (juicio particular); dando a cada uno según sus obras: premio, si ha amado a Dios con obras; o castigo, si se ha apartado deliberadamente de Él. Dios es, pues, remunera-dor. “Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan” (Heb 9, 27). El cielo es la Casa de Dios. El Señor nos espera para darnos un abrazo de amor eterno. La Virgen, puerta del cielo, nos presen-ta a su Hijo. El Purgatorio es como el hospital de Dios. Allí, las almas que no aman bastante a Dios y tienen pecados veniales y pena temporal que pagar, son “curadas” por la “fiebre” del fuego. Es un sufrimiento lleno de esperanza por el cielo que les aguarda.

2. Al fin del mundo, en la segunda venida del Señor, llamada Parusía, todos los hom-bres buenos y malos resucitarán con sus propios cuerpos. Dijo Jesucristo: “Llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz (la del Hijo de Dios), y saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrec-ción del juicio” (Jn 5, 28-29). El hombre no es sólo alma, es alma y cuerpo. Así lo creó Dios, así lo redimió Jesucristo, así lo santifica y así debe ser premiado o castigado. Esto exige la resu-rrección de los cuerpos o, como se dice en los documentos de la Iglesia, de la carne, que se realizará al fin del mundo. El Infierno es la pérdida definitiva de Dios. En la tierra cabe el arrepentimiento. Pero después de la muerte la voluntad queda fijada para siempre en el mal. No hay amor en el Infierno: sólo odio, soledad y desesperación. En el grabado vemos al pobre Lázaro y a Abraham viendo al rico Epulón entre las llamas (Cf, Lc 16, 14-31).

3. Los cuerpos resucitados ya no serán mortales; los cuerpos de los justos resucitarán gloriosos para ir al cielo; los de los malos reflejarán la fealdad del pecado y serán precipitados al Infierno. Este será el juicio universal, en el que resplandecerá plenamente la gloria de Cris-to y se hará justicia por todas las injusticias de este mundo.

El Cielo es el encuentro definitivo con Cristo y la felicidad perdurable o eterna, que consistirá en la visión de la esencia divina y en la consecución de todas las satisfacciones imaginables. El Purgatorio es una especie de hospital de Dios. Las almas que no aman a Dios bastante, porque al morir tienen pecados veniales sin perdonar y pena temporal que pagar, antes de entrar en el cielo serán curadas o purificadas por el fuego. El Infierno es la pérdida definitiva de Dios; la negación del amor y el triunfo del odio y la desesperación. Las almas son atormentadas por un fuego que quema sin consumir y, después de la resurrección de los muertos, también lo serán los (Cf. Lc 16, 19-31).

Llamamos Novísimos o Postrimerías a las realidades con las que alcanzará su consu-mación la Redención: muerte, juicio, infierno y gloria. Por caridad y muchas veces por justicia pidamos por las almas del purgatorio, especialmente por aquellas que conocimos en vida. Ellas no se pueden valer porque ha terminado para ellas el tiempo de merecer. Lo que hagamos por ellas redundará, acrecentado, en nuestro favor, puesto que esas almas, al llegar al cielo, no pararán de interceder por nosotros.

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 19 Segunda parte: La vida cristiana. "Yo soy la vida" (Jn 14, 6) LA GRACIA Y LOS SACRAMENTOS Los Sacramentos son los canales de la gracia que, saliendo del costado llagado de Cristo y pasando las manos de la Santísima Virgen, Madre de la divina gracia, llegan hasta nosotros y nos hacen vivir una “nueva vida”: la vida de cristianos. Son siete: Bautismo, Confirmación, Penitencia, Eucaristía, Unción de enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio.

La Gracia, las Virtudes y los Dones 1. Dios dio al hombre una gran dignidad al creado según su imagen y semejanza. Pero,

no contento con esto, lo elevó a una dignidad todavía mayor: quiso que viviera una vida divi-na, participada de su misma vida. Al unimos a Jesús, Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, el Bau-tismo nos hace vivir la misma vida de la Cabeza; la Persona divina del Verbo. De Cristo fluye a nosotros una comunicación vital que llamamos gracia santificante: por ella Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él. “Yo he venido, dice Jesús, para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10) Los Sacramentos que Cristo instituyó son tan importantes porque son los medios ordinarios de la gracia. Con la gracia se nos dan también las virtudes infusas -las teologales y las morales y los dones del Espíritu Santo. Es un tesoro tan grande la gracia que San Agustín decía que la justificación -pasar del estado de pecado al de gracia santificante- es más importante que la creación del cielo y la tierra. Y Santo Tomás de Aquino, el doctor común de la Iglesia, añade que “el bien de la gracia de uno solo es mayor que el bien de la naturaleza de todo el mundo” (S.T. I-II, 113,9).

2. Lo mismo que en la vida natural tenemos unas potencias -memoria, entendimiento, voluntad, vista, oído, etc.- así también en la vida sobrenatural de la gracia tenemos unas potencias para obrar sobrenaturalmente. Estas potencias son las virtudes infusas. Se llaman así, porque estas virtudes las infunde Dios en el alma junto con la gracia santificante. Ellas nos permiten actuar como verdaderos hijos de Dios, como seguidores de Cristo. Unas de estas virtudes tienen como objeto el mismo Dios y se llaman teologales. Las otras tienen como objeto los actos humanos buenos, es decir, los actos hechos con relación al fin y que nos acercan a Él, y se llaman virtudes morales.

3. San Pablo nos dice que sin la fe “es imposible agradar a Dios” (Heb 11, 6). Por eso, si se pierde la fe, se pierde la gracia y se pierden todas las virtudes infusas. Sin embargo, la fe puede existir sin la gracia y las demás virtudes, aunque informe, como muerta.

El objeto de la fe es Dios como Verdad. Por la fe aceptamos, fiándonos de la autoridad de Dios que las revela, todas aquellas verdades que Él nos quiera comunicar. La fe es segura, pero no descansa en nuestro propio parecer -algo siempre vacilante- sino en la autoridad de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. Por ello, si alguien rechaza una sola verdad revelada, es como si las rechazara todas: pierde toda la fe, porque ha rechazado el funda-mento en que toda ella se sustenta: la autoridad de Dios. Para evitar el peligro de equivocar-nos al creer, Cristo ha dado a su Iglesia -al Papa por una parte, y a los obispos en comunión con él por otra- la prerrogativa de la infalibilidad.

La fe de la Iglesia no puede cambiar y, de hecho, no ha cambiado nunca. Aunque a lo largo de los siglos el Magisterio puede sí mejorar el modo de expresar las verdades que

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20 Jóvenes de San José creemos, esto lo hace sin modificar su sentido y sin añadir verdades nuevas al llamado “de-pósito” de la fe (cf. 1 Tim 6, 20). Se llama precisamente así, porque la fe es un tesoro que la Iglesia tiene sólo en “depósito”, para conservado y transmitido a las generaciones sucesivas de hombres que deben ser salvados.

4. La esperanza tiene como objeto también a Dios en cuanto que es siempre fiel a sus promesas y es absolutamente deseables. Por ella confiamos que Dios nos dará la vida eterna y, aquí en la vida tierra, los medios necesarios para alcanzada. Por la esperanza luchamos, y nos levantamos después de caer.

5. El objeto de la caridad, la reina de todas las virtudes y la que las da valor, es Dios como Bien supremo, absolutamente amable. Cuando un doctor de la ley le preguntó a Jesús cuál era el primer mandamiento, éste contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segun-do es semejante a éste, es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamien-tos se funda toda la Ley y los profetas” (Mt 22, 37-40). La perfección cristiana, o santidad, consiste esencialmente en cumplir este mandamiento. Los santos son los que más aman a Dios. Le aman con un amor generoso, sacrificado, constante, delicado y ardiente. Dios nos llama a todos a esta perfección: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

6. El hombre tiene no sólo alma, sino también cuerpo. Por eso tiene unos deberes pa-ra consigo mismo y para con los demás, con los cuales vive y se relaciona. Para ordenar nues-tro comportamiento -nuestras costumbres y actos- en nuestras relaciones para con nuestro cuerpo y para con los demás, tenemos las virtudes morales. Las virtudes morales infusas se reciben con la gracia. A medida que van arraigando más, se va produciendo una mayor per-fección en el bien. Además de estas virtudes infusas, hay también unas virtudes morales adquiridas con el esfuerzo y con la repetición de actos. Estas virtudes pueden darse también en personas que no están en gracia. Así decimos que algunos, aunque no sean cristianos, tienen honradez, sentido de la justicia, alegría, etc. Las virtudes adquiridas o humanas son un soporte de las virtudes sobrenaturales. Puesto que la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona, las virtudes humanas constituyen la base de las virtudes sobrenaturales. Ellas no nos salvan sin las sobrenaturales, pero nos dan la facilidad para actuar meritoriamen-te. Lo que sucede es que cuando hay verdadera virtud, se dan las teologal es y las morales, las sobrenaturales y las adquiridas.

Las virtudes morales son muchas, pero las principales son las cardinales, es decir, las que constituyen como el quicio de toda la actuación humana: la prudencia -que nos inclina a escoger los medios apropiados a la hora de actuar bien;- la justicia que nos inclina a dar a cada uno lo que le corresponde, -la fortaleza- que nos sostiene en el cumplimiento del deber, cuando este se halla rodeado de dificultades, algunas muy peligrosas, -y la templanza- que nos hace moderar el disfrute del placer, frenando la fuerza de las pasiones, para que no nos arrastren al mal.

7. Todo el programa del Reino de Dios que Jesucristo promulgó en el Sermón de la Montaña se encierra en las llamadas bienaventuranzas. Quienes las viven, empiezan a disfru-tar aquí en la tierra aquella felicidad o bienaventuranza propia de los santos del cielo.

8. El ejercicio de las virtudes cuesta trabajo: hay que vencer la resistencia de las pasio-nes y los obstáculos que nos salen al paso al andar hacia la eternidad. Por eso Dios, que nos

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 21 ha llamado a ser hijos pequeños de nuestro Padre celestial, nos da también los dones del Espíritu Santo, que son como las velas de un barco, para que captemos las inspiraciones y luces del Espíritu Santo en nuestra alma y así adelantemos en el camino de la virtud; corra-mos hacia Dios, sin ningún esfuerzo, siendo arrastrados por el viento de Dios. Los santos, que viven en un estado de íntima unión con Dios, en la vida mística, son tan dóciles a la acción del Espíritu Santo dado que en ellos actúan constantemente los dones.

El don de sabiduría nos hace gustar las cosas divinas. El de inteligencia nos hace pene-trar más en las verdades de la fe. El de consejo nos guía en los casos difíciles para elegir lo mejor. El de fortaleza robustece la virtud del mismo nombre y nos lleva, como llevó a los mártires, hasta el heroísmo. El de ciencia nos muestra el orden de todas las cosas temporales hacia Dios. El de piedad nos hace sentir tiernamente hijos de Dios. Y el de temor de Dios nos lleva a vencer el amor ilícito de aquellas cosas que nos pueden apartar de Él.

Cuando el alma corresponde a la gracia actual -que es un auxilio pasajero: una luz pa-ra la inteligencia y una moción para la voluntad- las virtudes y los dones producen unos frutos abundantes; actos de santidad que llenan el alma de gozo santo en el Señor. Los más subli-mes y exquisitos corresponden a las bienaventuranzas evangélicas, que hemos ya menciona-do y que constituyen el coronamiento definitivo, acá en la tierra, de toda la vida cristiana. El modelo perfecto de todas las virtudes es Cristo. Después de Él, viene la Virgen Santísima, nuestra Madre. Luego vienen los santos, que lucharon para imitarles. Si ellos lo consiguieron ¿por qué no hemos de lograrlo nosotros? La gracia de Dios no nos faltará. ¡A luchar, pues!

El pecado 1. En el plan divino, todas las criaturas, siguiendo las leyes que Él les ha marcado, de-

ben dar gloria a Dios, es decir, manifestar hacia fuera sus perfecciones. Dentro de ese plan, los ángeles y los hombres deberán reconocerle, servirle y amarle como a su Señor absoluto y Padre. Pero algunos ángeles -Lucifer y sus seguidores- se rebelaron contra Él; gritaron: “no queremos servir: non serviam!”, Fue el primer pecado de la historia de la salvación. Poste-riormente el demonio tentó al hombre para arrastrarle al pecado.

La tentación, que viene del demonio y también de la carne y del mundo, no es mala en sí misma. Con la gracia de Dios, que no permite que seamos tentados por encima de nues-tras fuerzas (cf. 1 Cor 10, 13), se puede vencer la tentación, y, entonces, no sólo no comete-mos pecado, sino que adquirimos mérito delante de Dios. La tentación desemboca en el pecado cuando se le hace caso y se consiente. Hay que distinguir entre sentir la tentación -que no es pecado- y consentir en ella que sí lo es.

2. Debemos luchar contra el pecado, no sólo el mortal-que da muerte al alma y supo-ne la pérdida de la gracia santificante y con ella, del derecho a la vida eterna y de todos los méritos adquiridos con nuestro esfuerzo anterior-, sino también el venial que es un enfria-miento en la caridad y una pendiente por la que se rueda al pecado mortal. San Basilio dice que “el que sirve a Dios, no como un esclavo, sino como un hijo, ha de evitar ofenderle inclu-so en las cosas pequeñas”.

Jesucristo vino a destruir el pecado, y para ello murió en la cruz. Tan grave es cometer un pecado mortal, tal es su casi infinita malicia, que ofende la infinita majestad y misericordia de Dios, que Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, tuvo que morir para rescatarnos de él. El precio del rescate para nuestra liberación fue el derramamiento de su sangre. Aunque el

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22 Jóvenes de San José pecado tiene a menudo consecuencias personales y sociales -enfermedades, odios, guerras-, no hay que confundir estas consecuencias con el pecado mismo, que es, esencialmente, una ofensa personal a Dios. “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que en pago de tanto amor no recibe de ellos más que ingratitudes, olvidos, indiferencias y ultrajes” (Palabras de Jesús a Sta. Margarita M, “ quejándose de los pecados con que le ofendemos los hombres). La manera de luchar contra la tentación depende del tipo de tentación que sea. A algunas hay que hacerles frente: por ejem-plo, la tentación de pereza: a descuidar el cumplimiento de nuestros deberes. De otras hay que huir, porque somos débiles y, tratar de enfrentarse a ellas, es tener la partida perdida. Pero hay que huir con serenidad, con elegancia... sabiendo derrotar al enemigo Con un sentimiento de superioridad, basado en la ayuda de la gracia de Dios.

Los sacramentos 1. Cristo, muriendo en la cruz, mereció para nosotros la gracia santificante, que es

nuestra vida sobrenatural y nos hace hijos y herederos del cielo. “Dios que es rico en miseri-cordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo” (Ef 2, 4). Jesucristo es la fuente de la gracia santifican te, que en Él, como en la cabeza, está en toda su plenitud, y de donde fluye por todo el Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

Cristo pudo habernos comunicado la gracia sin necesidad de ritos y ceremonias sensi-bles, pero quiso acomodarse a nuestro modo natural de ser, y determinó que esa comunica-ción se hiciera mediante signos sensibles, acomodados a las diversas circunstancias y necesi-dades de nuestra vida sobrenatural. Signo es toda cosa sensible que pone de manifiesto una cosa invisible: el humo lo es del fuego, la palabra del pensamiento. Los sacramentos son signos sensibles que no sólo manifiestan la gracia invisible sino que la producen efectivamen-te. El signo consta de una materia -agua, pan y vino, aceite- y de una forma, o sea de las pa-labras que pronuncia el ministro y que sirven para determinar el signo. El autor de los sacra-mentos es Jesucristo pues solamente Él, que es el autor de la gracia como Dios, puede comu-nicada por medio de signos sensibles.

2. El Señor instituyó siete sacramentos, con los que provee a las distintas necesidades de la vida sobrenatural. Nacemos a la vida por el Bautismo, que nos incorpora a Cristo, nos hace hijos de Dios y miembros de la Iglesia de Cristo. Crece y se fortalece nuestra vida por la Confirmación, que nos hace fuertes en el cumplimiento de nuestros deberes y en vencer las tentaciones.

La Eucaristía es el alimento que conserva y repara las fuerzas para vivir en gracia. Si por el pecado perdemos la gracia, otro sacramento, la Penitencia, es la medicina espiritual que nos devuelve esa vida y nos restablece en la salud espiritual. Cuando la enfermedad nos pone en trance de luchar la última batalla para entrar en el cielo, la Unción de los enfermos o Extremaunción nos prepara en ese grave trance, limpiándonos de las reliquias de nuestros pecados, y ayudándonos, si conviene, a superar la enfermedad.

Para la vida social ha establecido el Señor otros dos sacramentos: el Matrimonio, que santifica la unión de los esposos y les da gracia para cumplir sus deberes, y el Orden Sacerdo-tal, que provee a la Iglesia de los ministros que necesita para continuar su misión en el mun-do.

3. Los sacramentos producen la gracia por sí mismos, independientemente de la san-tidad o de los méritos del ministro, siempre que éste cumpla el rito esencial y tenga intención

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 23 de hacer al menos lo que hace la Iglesia. Por parte del sujeto que lo recibe, es preciso que reúna las debidas condiciones. Así, por ejemplo, quien recibe un sacramento de vivos -es decir, uno de los sacramentos que aumentan la gracia en quien ya la tiene: la Confirmación, la Eucaristía, la Unción de los enfermos, el Orden Sacerdotal y el Matrimonio- a sabiendas de que está en pecado mortal, no recibe la gracia de Dios y comete un grave sacrilegio, por haber abusado sin reverencia de una cosa divina.

Todos los sacramentos, además de darnos la gracia o aumentarla, nos dan la propia gracia sacramental, que consiste en aquellas gracias o auxilios oportunos que nos ayudan a cumplir los deberes propios que lleva anejos cada sacramento. Así, por ejemplo, la del Ma-trimonio: para que los esposos se quieran y se ayuden, y para que puedan educar cristiana-mente a sus hijos.

4. Hay tres sacramentos que imprimen carácter, una señal imborrable del alma, que nos asocia al sacerdocio de Jesucristo. Por eso estos sacramentos solamente se pueden reci-bir una vez en la vida. El Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrado, son estos tres sacra-mentos. El Matrimonio produce un casi-carácter o vínculo, que impide se pueda recibir de nuevo, mientras vivan los dos esposos. Un interruptor es un signo de tres cosas: 1. De la dinamo, que produce la electricidad. 2. De la electricidad misma, que pone en circulación. 3. De la luz, efecto de la corriente eléctrica. Un Sacramento es un signo de la gracia y de Cristo de tres maneras: 1. De la Pasión de Cristo, fuente de la gracia. 2. De la gracia misma, que produce, y la cual Cristo vive en nosotros. 3. De la gloria del cielo, en Cristo resucitado. “Siempre en las consideraciones litúrgicas se piensa acerca de cómo se puede hacer la Liturgia atractiva, interesante, hermo-sa, ya está anulada la Liturgia. O es Opus Dei (obra de Dios), con Dios como único sujeto, o no existe.” (Benedicto XVI, 09.09.2007)

El bautismo y la confirmación 1. El Papa Pablo VI, en su Encíclica Ecclesiam suam, recordaba el valor del Bautismo:

“Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertados, mediante este sacramento, en el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar, dichosa y profundamente, la conciencia de todo bautizado” (cap. 1).

Por el Bautismo, pues, somos injertados en Cristo y nacemos a una vida nueva. El Bau-tismo es también la puerta de los demás sacramentos; no se puede recibir ningún otro si antes no se ha recibido el Bautismo.' Por el Bautismo se borra la mancha del pecado original, se nace a la dignidad de hijos de Dios, y, con la gracia, se reciben también las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

La necesidad del Bautismo para salvarse nos lo enseña el mismo Jesucristo cuando di-ce: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará” (Mc 16, 16). Para facilitar este medio de salvación, el Señor ha querido que, en caso de necesidad, pueda administrarlo cualquier persona, con tal de que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia; y el agua, además, la materia de este sacramento, se encuentra en todas partes. San Cirilo comenta: “Quien no recibe el Bau-tismo no puede salvarse, excepto los mártires, que aún sin el agua alcanzan el cielo” (Cateq. 3, 10). La sangre, en este caso, sirve de bautismo porque no hay amor más grande que dar la vida por el amigo” (Jn 15, 13). Los mártires derraman su sangre por Cristo. También pueden

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24 Jóvenes de San José conseguir la salvación los adultos, si no pudieran recibir el bautismo de agua, con un acto de contrición perfecta, que supone el amor de Dios. En este acto hay implícito el deseo de recibir el bautismo y todo aquello que Dios exija para salvar-se. Como los niños no son capaces de hacer un acto de contrición perfecta, porque les falta el uso de razón, por eso quiere la Iglesia que sean bautizados cuanto antes; “en las primeras semanas”, dice el nuevo Código de Derecho Canó-nico.

Al bautizado se le nombra un pa-drino o bien un padrino y una madrina, para que, en caso de faltar los padres, se preocupen de suplirles en la educación de los niños en la fe. Los padrinos deben ser católicos, estar confirmados y llevar “una vida congruente con la fe y con la misión que van a asumir” (can. 874, n. 3).

2. Llamamos Confirmación al sacramento que robustece la vida que nos dio el Bau-tismo: que nos confirma en la fe. En la Confirmación se nos da de manera especial la gracia del Espíritu Santo. A los Apóstoles, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo les dio la valentía y ciencia para predicar la fe. Así también, por la Confirmación, nos hacemos apóstoles valien-tes, soldados de Jesucristo.

Tanto el Bautismo como la Confirmación nos marcan con una señal imborrable, el carácter, que nos señala como verdaderos seguidores de Cristo. Esto hace que estos sacra-mentos no se puedan repetir.

El que va a recibir la Confirmación, fuera de caso de peligro de muerte, debe conocer la doctrina de la Iglesia, estar en gracia de Dios y tener uso de arzón. Este sacramento se debe administrar “alrededor de la edad de la discreción, a no ser que la Conferencia Episcopal determine otra edad, o exista peligro de muerte o, a juicio del ministro, una causa grave aconseje otra cosa” (Canon, 891). En el bautismo nos imponen una vestidura blanca, que es símbolo de la hermosura de nuestra alma en gracia. Tratemos de hacer lo posible para no manchar esa vestidura por el pecado grave. Y si la manchamos, a recuperar la gracia cuanto antes mediante el Sacramento de la Penitencia, que vamos a estudiar a continuación. “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.” “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo.” (Ro 6, 4; 8, 17) “El regalo que han recibido los recién nacidos debe, cuando sean adultos, ser aceptado por ellos de modo libre y responsable. Este proceso de maduración les llevará a recibir el sacramento de la Confirmación, que consolida su fe y estampa en cada uno de ellos el “sello” del Espíritu Santo” (Benedicto XVI, 08.01.2006)

6Administración del Bautismo a un niño

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 25

La penitencia 1. “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 2). 1. Los sacramentos

que más a menudo recibe el cristiano son la Penitencia o Confesión, y la Eucaristía o Comu-nión. Son por ello, en la práctica, los dos mayores regalos que la misericordia de Cristo nos ha dejado para que vivamos Vida sobrenatural.

En el Evangelio Jesucristo nos predica con insistencia la necesidad de convertirnos y hacer penitencia. Sin penitencia y arrepentimiento de nuestros pecados no es posible entrar en el Reino de Dios, salvarnos. Por eso, en este librito que tienes en tus manos, y que se lla-ma “Mi salvación”, debemos hacer especial hincapié en el sacramento del perdón, reconcilia-ción y paz. Dios quiere perdonar al pecador. Acerquémonos a Él con confianza, porque, mien-tras estuvo visiblemente en la tierra, perdonó muchas veces a los pecadores. Un día le pre-sentaron en una camilla a un paralítico y, ante el asombro de los escribas, le dijo: “Ten con-fianza, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5).

Jesucristo conoce nuestra fragilidad y quiere que seamos humildes y que nos arrepin-tamos de nuestros pecados, con firme propósito de huir de las ocasiones próximas y de no volver a pecar. Jesucristo dio poder a los apóstoles ya sus sucesores para perdonar los peca-dos por medio de la confesión.

2. Era la tarde del día de la Resurrección. Estaban todos los discípulos en el Cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. De pronto, en medio de ellos, apareció Jesús y les dijo: “La paz sea con vosotros. Así como a Mí me envió mi Padre, así os envío yo a voso-tros”. Acto seguido sopló sobre ellos añadiendo solemnemente: “Recibid el Espíritu Santo. A todos aquellos a quienes perdonareis los pecados, perdonados les son; y a todos aquellos a quienes se los retuviereis, les son retenidos”. (Jn 20, 21-23).

Con estas afirmaciones Jesucristo vinculaba el perdón de los pecados al poder de la Iglesia. Y no vale decir que uno ya se confiesa con Dios. Verdad es que si primero no se confe-sara con Dios de algún modo, de nada le serviría el mero hecho de acusar sus pecados; pero de rechazar la confesión al sacerdote, tampoco le perdonaría Dios.

Por lo tanto, la confesión, instituida por Dios, es para el pecador, consciente de pecado mortal, “obligatoria” si puede; caso de no poder, habrá de hacer un verdadero acto de contri-ción, con el propósito explícito o implícito, de confesarse cuanto antes.

Y mucho mejor que haga este acto de contrición cuanto antes, después de pecar. Y en seguida tendrá el perdón de Dios; pero le quedará el deber de reconciliarse oficialmente con El en el Sacramento. “Después de una caída, ¡hay que levantarse inmediatamente de nuevo! No hay que dejar ni un momento el pecado en el corazón.” “¡Yo soy mucho más digno de castigo que vosotros! No temáis confesar vuestros pecados.” (San Juan María Vianney, cura de Ars)

3. El 20 de diciembre de 1973 el Papa Pablo VI promulgó el llamado Ordo poeniten-tiae. He aquí una síntesis de él.

“Nuestro Señor Jesucristo, con el misterio de su muerte y resurrección gloriosa, consi-guió la reconciliación entre Dios y los hombres. Este ministerio de reconciliación fue enco-mendado por Dios a su Iglesia en los apóstoles. Tal ministerio, ella misma lo cumple bauti-zando a los hombres en el agua y en el Espíritu Santo. Pero, a causa de la humana debilidad, los cristianos pierden a menudo su caridad primitiva hasta el extremo de romper, con el pe-cado, la unión y su amistad con Dios. Por esta causa el Señor instituyó un sacramento pecu-

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26 Jóvenes de San José liar, el de la Penitencia (Jn 20, 21-23)... para que los fieles, caídos en pecado después del Bautismo, se reconcilien con Dios, renovada la gracia... La Penitencia mira a que amemos a Dios y le creamos totalmente; pero lleva también consigo la reconciliación con los hermanos, a quienes el pecado hace daño continuamente... Entre los actos del penitente el más impor-tante es la contrición, que es un dolor del alma y un detestar el pecado cometido, con propó-sito de no pecar más... La confesión exige del penitente la voluntad de abrir su corazón al ministro de Dios; y éste, obrando en la persona de Cristo, por el poder de las llaves, pronun-cia la sentencia del perdón o de la retención de los pecados.”

Así se constituye el sacramento: el penitente aporta los pecados, el dolor y el propósi-to; el sacerdote, la fórmula de absolución. De faltar algún requisito, no hay sacramento (y para estar seguro de que uno tiene dolor de algún pecado ciertamente cometido, se reco-mienda acabar diciendo: “y me acuso también de los pecados pasados”).

“La verdadera conversión se cumple con la satisfacción de las culpas, la enmienda de la vida y también con la reparación del daño”, si precisa. “El fiel debe confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves de que se acuerda.” “Algunos santos se han calificado a sí mismos de grandes criminales, porque contemplaban a Dios, se miraban a sí mismos, y veían la diferencia.” Beata Teresa de Calcuta. “No es correcto pensar que deberíamos vivir de modo que nunca necesitásemos el perdón. Aceptar nuestra debilidad, pero permanecer en camino, sin rendirnos, sino avanzando y convirtiéndonos constantemente mediante el sacramento de la Re-conciliación para volver a comenzar y de este modo crecer para el Señor, madurando en nuestra comunión con Él.” (Benedicto XVI, 17.02.2007.

4. ¿Recordáis la parábola del Hijo Pródigo? Dijo Jesús: “Un hombre tuvo dos hijos. Y dijo el menor de ellos a su padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me toca. Y él les repartió la hacienda. Y no muchos días después, juntando todo lo suyo el hijo menor se marchó a un país muy distante, y allí malbarató todo su haber, viviendo disolutamente. Y cuando todo lo hubo gastado, vino una grande hambre sobre aquel país, y él comenzó a padecer necesidad. Y fue, y se puso a servir a uno de los habitantes de aquella tierra. El cual lo envió a su hacienda a guardar puercos. y deseaba saciar su hambre con las bellotas que los puercos comían, pero tenía prohibido comérselas. Mas volviendo sobre sí dijo: ¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen el pan de sobra, y yo me estoy aquí muriendo de hambre! Me levantaré, e iré a mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y delante de ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándo-se se fue a encontrar a su padre.

Estando él todavía lejos, lo vio su padre, y se movió a misericordia; y corriendo a él, le echó los brazos al cuello, y lo besó. Y el hijo le dijo: ¡Padre!, he pecado contra el cielo y delan-te de ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Mas el padre dijo a sus criados: Traed aquí prontamente la ropa más preciosa, y vestidlo, y ponedle anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed un ternero cebado y matadlo, y comamos, y celebremos un banquete; porque este mi hijo estaba muerto y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a celebrar el banquete” (Lc 15, 11-24).

Del mismo modo procede nuestro divino Redentor. Aquel padre, que abrió los brazos a su hijo cuando le vio regresar arrepentido y en la

mayor miseria, era el mismo Jesucristo, que cuando ve que alguno de sus hijos, de los que le han abandonado, vuelve hacia Él por medio de la confesión, le abre los brazos de par en par;

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 27 y no se contenta solamente con eso, sino que en el cielo los ángeles y los serafines entonan cánticos de loor y de gloria para celebrar tan fausto acontecimiento.

Y el divino Jesús, una vez más, acoge en sus brazos la oveja que se había descarriado, la reviste con la vestidura de la gracia, proporcionando además a su alma paz y alegría. Y más aún, la invita al gran banquete celestial de la Eucaristía.

Jesucristo nos llama constantemente para favorecernos con sus dádivas. ¿Vamos a ser sordos a su llamamiento? Si un amigo, un superior, a quien hubiéramos ofendido, nos perdo-nara y sobre perdonarnos nos abriera las puertas de su casa y nos invitara a su mesa, ¿no aceptaríamos alborozados? Pues ¿cómo dejar de hacerlo tratándose de Dios, del Amor de los Amores, que ansía que acudamos a Él para colmamos con la plenitud de sus gracias? Pensad-lo bien. El sacerdote actúa “en la persona de Cristo” cuando absuelve los pecados. Es Cristo realmente quien perdona.

5. Según hemos dicho la Reconciliación es un sacramento necesario a los hombres: muy conveniente, muy divino y muy humano.

El pecado mortal es el mayor mal que hay y que puede haber, porque es ofensa a Dios, de quien nos hace enemigos, nos priva de la gracia santificante, nos hace perder la gloria, nos condena al infierno, nos causa remordimientos y, a veces, nos trae muchos males en esta vida.

El pecado venial, aunque es un mal menor, debe también combatirse. El confesor nos sirve como consultor gratuito, imparcial y secreto; como educador

constante que nos guía al bien; como padre bondadoso que nos anima y corrige; como médi-co que cura nuestros vicios y defectos; como amigo íntimo, fiel, reservado y compasivo; como juez bondadoso que nos absuelve siempre que lo merecemos.

Es una falta grave callar pecados mortales por vergüenza. Ten por cierto que el confe-sor te tratará con tanto más cariño y bondad cuanto tú tengas en él más confianza. Nunca calles por vergüenza un pecado, porque después de cometer un sacrilegio, tendrás que sufrir mucho, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más tardes, y si no lo dices, te condenarás. Piensa, por otra parte, que al confesor no le dirás nunca nada que le cause admi-ración.

6. Para confesarse bien se necesita: 1° Examen de conciencia. 2° Dolerse de los peca-dos cometidos. 3° Propósito de enmendarse de ellos. 4° Confesar al sacerdote todos los pe-cados mortales. 5° Cumplir la penitencia que nos fuere impuesta.

Examen de conciencia. - Como que el penitente es reo, acusador y testigo, él mismo ha de preparar el proceso, examinando los pecados mortales cometidos desde la última confesión bien hecha. Los labios del confesor están cerrados por el sigilo sacramental. A lo largo de la historia ha habido sacerdotes mártires por guardar ese sigilo. “¡Ama a Jesús! ¡No tengas ningún miedo! Aunque hubieras cometido todos los pecados de este mundo, Jesús te repite a ti las palabras: Se te han perdonado muchos pecados porque has amado mucho.” San Pío de Pietrelcina (1887-1968)

No es necesario torturarse en este examen, pero sí es necesario hacerlo con la dili-gencia que solemos poner en los asuntos importantes. Después de haber hecho el examen, lo olvidado queda perdonado, y se puede comulgar, dejando para la primera confesión que se vuelva a hacer, lo que recuerda uno después.

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28 Jóvenes de San José Dolor de los pecados. - Dolor es el arrepentimiento que uno tiene de haber ofendido a

Dios. Puede ser perfecto, o de contrición, e imperfecto, o de atrición. Es de contrición cuando nos sabe mal haber ofendido a Dios por ser Él quien es, Bondad infinita. Es de atrición cuan-do nos sabe mal haber ofendido a Dios sólo porque puede castigamos siendo como es Justi-cia infinita.

El dolor de contrición, como ya hemos indicado, obtiene inmediatamente de Dios el perdón de todos los pecados, por graves y numerosos que sean; pero queda la obligación de confesarlos si es posible. Y en este caso, el Sacramento aumentará la gracia, que el penitente ya tiene; y confirmará el perdón de los pecados, que el penitente ya tiene perdonados. Pero si rehusara después confesarse, comete un pecado mortal. Si tenemos esto en cuenta, com-prenderemos la importancia que tiene el acto de Contrición y la conveniencia de hacerlo a menudo, y especialmente antes de acostarnos y sobre todo, seguidamente después de haber pecado. La forma tradicional es el “Señor mío Jesucristo...”; pero debe considerarse contri-ción cualquier afecto que encierre un acto de perfecta caridad, por ejemplo: “Dios mío, te amo sobre todas las cosas. ¡Dios mío! ¡Tú tan bueno y yo tan malo! Buen Jesús, habéis muer-to por mí sobre un madero, y yo, ingrato, os lo agradezco tan mal; perdonadme, buen Jesús, antes morir mil veces que volver a ofenderos”.

Se salvarían muchas más almas si hicieran bien y a menudo el acto de contrición. El dolor de atrición no obtiene en seguida el perdón de los pecados mortales; sólo lo

obtiene cuando se añade una buena confesión. De manera que si un pecador no tuviera más que dolor de atrición y muriera antes de recibir la absolución del sacerdote, ciertamente se condenaría; una vez recibida la absolución, se salvaría.

Propósito de enmienda. - Es una resolución firme de no pecar más y de evitar las ocasiones próximas de pecar. La previsión probable de las recaídas no supone que el propósito sea malo, si el penitente, en el momen-to de confesarse, tiene sinceramente la voluntad de no reincidir y de poner los medios que buenamente pueda para no caer de nuevo en el abismo del pecado. Al re-conciliarnos, Dios no nos pregunta: qué haremos des-pués, sino qué queremos hacer después.

Confesión. - Al llegar la hora de confesar los peca-dos piensa que vas a comparecer ante el Tribunal de Dios, que todo lo ve y todo lo sabe. Este es el Tribunal de su misericordia, que ha de librarte de ser condenado, en el tribunal de su inexorable justicia. Sé, pues, franco y sincero y confiesa todos tus pecados (a lo menos los mortales), sin callar ninguno, ni disimularlos, ni excusar-los. Sé discreto, sé humilde, sé sencillo. Sea tu confesión dolorosa de verdad, pero llena de confianza en el perdón.

Finalmente, has de estar dispuesto a escuchar y hacer todo lo que el confesor te dirá por el bien de tu

alma, y a cumplir la penitencia que te impusiere.

7 Administración del Sacramento de la Penitencia

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 29 Satisfacción o penitencia. - Son las oraciones o actos de mortificación que el Confesor,

como Juez que es, impone al penitente. Este debe aceptarla y hacer el propósito de cumplir-la; de lo contrario, la confesión será sacrílega. Puede exponer al Confesor las dificultades que tenga. Si después no quisiera cumplirla, y se hubiese acusado de pecados mortales, comete pecado grave y será necesario que se confiese de nuevo, pero la confesión anterior queda válida. Si no la cumple por negligencia gravemente culpable, comete también pecado mortal; de lo contrario, no. Si no recuerda la penitencia impuesta, tratándose siempre de pecados mortales, que lo pregunte al mismo confesor si buenamente puede hacerlo; y si esto ya no es posible, procure satisfacer a Dios por sus pecados de la mejor manera que pueda; y esto debe hacerla tanto si es culpable del olvido como si no lo es. No es necesario cumplirla antes de la Comunión, pero si conviene hacerla lo antes posible.

7. Nuestras faltas o caídas, cuando las confesamos humildemente, nos sirven para aumentar nuestra fidelidad en el servicio de Dios, nos dan una conciencia clara, sin escrúpu-los ni laxitudes -mangas anchas por donde pasa todo... incluso lo más perverso- y nos dan una experiencia nueva de la misericordia de Dios, que nos ha perdonado una vez más. Esto nos aumenta la confianza en Él y nos asegura la perseverancia final.

El buen cristiano se confiesa frecuentemente; así se hace cada vez mejor. El que no se confiesa, se va acostumbrado a estar en pecado, se endurece en su conciencia y acaba per-diendo la fe. Perdonar o retener los pecados es lo mismo que dar o no dar la absolución. Esta alternativa que tiene el confesor no queda a merced de su capricho, sino que es el resultado del conocimiento de los pecados y de las disposiciones del penitente. El ministro de la Penitencia, por tanto, es como un juez y, debe conocer la causa en la que ha de dictar sentencia. En concreto, el penitente debe acusarse de todos los pecados mortales, en número y especie, y de las circunstancias que puedan modificar esos pecados. Si no hay pecados graves, basta la acusación de algún pecado venial. Por eso, la confesión debe ser personal, secreta e íntegra. Por ella el pecador se reconcilia con Dios, y también con la Iglesia, pues, al alterar la relación con Dios, también hizo daño a sus hermanos, en virtud de la Comunión de los santos.

La Sagrada Eucaristía 1. Alguna vez te habrás enemistado con un compañero. Pero un día venturoso os re-

conciliasteis. Y para sellar mejor vuestra amistad, ¿qué hacéis? Invitaros a comer. En la comida parece que los corazones se estrechan más. Jesús lo sabe: “Ya no os lla-

maré siervos; os llamaré amigos” (Jn 15, 15). “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al final los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y vino la primera Misa y la Primera Co-munión. Medita cuanto sigue y gozarás en estos misterios; y no te “aburrirás”, cuando parti-cipes en el Santo Sacrificio de la Misa, que es, también, Banquete sagrado.

2. La Eucaristía es el más grande de los sacramentos. Ya que si en los otros sacramen-tos actúa la gracia -la fuerza de la Pasión de Cristo- en este sacramento se encuentra presente el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, autor de la gracia.

Faltaban pocas horas para que Jesús ofreciese su vida muriendo por nuestros pecados en el Calvario, y quiso instituir antes este sacramento que rememoraría ininterrumpidamente su sacrificio en la Cruz, siendo a la vez nuestro alimento. La Eucaristía es el gran regalo que Jesús nos hizo a los hombres -el Amor de los Amores- cuando precisamente los hombres estábamos a punto de clavarle en la Cruz.

He aquí uno de los cuatro relatos que la Sagrada Escritura nos hace de la Eucaristía: “El Señor Jesús en la noche en que fue entregado tomó pan y, dando gracias, lo partió y dijo:

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30 Jóvenes de San José Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Y así mis-mo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz del Nuevo Testamento en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 23-26).

Al decir “Esto es mi cuerpo...; esta es mi sangre”, Jesús convirtió el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Aquello que antes era pan, es ya el Cuerpo, Sangre -que no puede dejar de acompañar el cuerpo- Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Quedan sólo las apariencias del pan y del vino, es decir, los accidentes o especies: color, tamaño, sabor...

Con las palabras “Haced esto en memoria mía”, Jesús hizo sacerdotes a los Apóstoles y les dio el poder y el mandato de consagrar el pan y el vino. Este es el gran misterio de amor de la Eucaristía, que tiene como tres aspectos: la Presencia real del Señor, bajo las especies sacramentales; el Sacrificio de la Misa, que renueva la ofrenda que Jesús hizo de su vida en la Cruz; y la Comunión o Banquete eucarístico. A. La Santa Misa es un sacramento. B. La Hostia que recibimos en la Sagrada Comunión es un sacramento. C. La Hostia que adoramos en la custodia es un sacramento. Pero la Eucaristía no son tres sacramentos sino uno solo; en el que ofrecemos un sacrificio a Dios por los pecados del mundo, nos alimentamos con el Cuerpo del Señor, y le adoramos realmente presente en el Sagrario. “¿Cómo puede Jesús repartir su Cuerpo y su sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre y repartiéndolos, antici-pa su muerte, la acepta en lo más intimo y la transforma en un acto de amor. Lo que visto desde el exterior es violencia brutal -la crucifixión-, se convierte desde el interior en un acto de amor que se entrega totalmente.” (Benedicto XVI, 21.08.2005)

3. El Sacrificio del altar: la Santa Misa. El Concilio Vati-

cano II nos recuerda cual es la verdadera natura-leza de la Santa Misa, es decir, de la Eucaristía como sacrificio: “Nues-tro Salvador en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte

y resurrección” (Constitución sobre la Liturgia, n. 47). No hay pueblo sin religión; ni religión sin sacrificio. El hombre siente naturalmente el

deber de reconocer el supremo dominio del Creador, de darle gracias, aplacarlo por los peca-dos cometidos y tenerlo propicio, y pedirle favores. Todo ello lo expresa ofreciendo a Dios alguna cosa, que es inmolada como manifestación de la ofrenda interior en el fondo del al-ma; de su adoración. Esto es lo que se llama sacrificio.

8 El Papa Benedicto XVI, celebrando la santa Misa

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 31 En los primeros momentos de la humanidad vemos ya a Caín y a Abel haciendo a Dios

ofrenda de los frutos de la tierra y de las cabezas mejores de sus ganados. Abrahán, Melqui-sedec y todos los patriarcas ofrecieron a Dios también sacrificios. El sacrificio bíblico más conocido es el del cordero pascual. Les recordaba a los israelitas que la sangre de aquel cor-dero, puesta, untada sobre las puertas de las casas de los israelitas en Egipto, salvó a sus primogénitos del castigo del Ángel exterminador, y les liberó de la esclavitud de Egipto, llevándoles hacia la tierra de Promisión. Aquel sacrificio era figura del sacrificio de Jesucristo, el verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y que, de una vez para siem-pre, iba a ofrecerse voluntariamente en la Cruz para dar gloria al Padre y reconciliar a los hombres con Dios.

El sacrificio del altar, la Santa Misa, es una verdadera renovación -aunque incruenta, sin derramamiento de sangre -del sacrificio de la Cruz. Cristo se ofrece de nuevo en cada Misa con las mismas disposiciones de entrega al Padre y satisfacer por los crímenes de la humanidad. Él es la Víctima, como lo fue en el Calvario, y Él es el Sacerdote; el sacerdote o ministro humano es simplemente instrumento, le presta a Jesús sus manos y su voz.

He aquí resumida, maravillosamente, la fe de la Iglesia en este punto por el Papa Pa-blo VI en la Carta que escribió para el Congreso Eucarístico de Bombay el año 1964: “Con fe humilde, pero cierta, creemos que esto sucede en virtud de la consagración del pan y del vino, por la cual se convierte toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo y toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. De aquí se deduce que, inmediata-mente después de esta maravillosa y singular conversión, que la Iglesia Católica justamente llama transubstanciación, no queda ya más que las apariencias del pan V del vino, puesto que todo Cristo, segunda persona de la Santísima Trinidad, con su naturaleza divina y humana, está presente bajo ambas especies verdadera, real y sustancialmente, mientras ambas perdu-ren”.

En la Ultima Cena Jesús instituyó la Eucaristía, el modo como debía renovarse el sacri-ficio del Calvario. En la Misa se renueva cada vez que se celebra. La Cena era una anticipación de la Cruz. La Misa es su renovación. Ambas miraban hacia la Cruz. La Misa no es por tanto simplemente un banquete, que recuerde la Ultima Cena. Es la memoria viviente, el memorial de la muerte de Cristo en la Cruz. Aunque tenga forma de banquete, no es un banquete sino un sacrificio, como lo era para los judíos el Cordero pascual. La última Cena fue una anticipación del sacrificio del Calvario. La Santa Misa es una renovación del mismo. Ambas se refieren a la Cruz.

4. La Sagrada Comunión. Los que se aman desearían estar siempre juntos: fundirse el uno en el otro. Si alguna

vez se pelean, hacen las paces, pidiéndose perdón, y luego lo celebran con un banquete. Jesús desea también, porque nos ama con locura, que le recibamos en la Comunión -que es una “unión común”- entre el alma y Cristo, y, a través de Él, con todos los demás miembros del Cuerpo místico de Cristo. Si alguna vez no le podemos recibir, porque no tenemos las disposiciones requeridas, al menos debemos manifestar con una Comunión espiritual, nues-tro deseo. Y, por supuesto, si era porque teníamos la conciencia cargada con algún pecado mortal, debemos confesarnos cuanto antes y acercarnos luego a alimentarnos de su Cuerpo y Sangre.

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32 Jóvenes de San José El Señor prometió a sus discípulos y a todos los judíos en Cafarnaúm que les daría a

comer su carne: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y yo en él. Así como el Padre que me envió posee la vida y yo vivo por el Padre, de la misma manera quien me come, vivirá por mí” (Jn 6, 55-57).

El Concilio Vaticano II recomienda “espe-cialmente la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste en que los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrifi-cio el Cuerpo del Señor” (Const. Sacrosantum Con-cilium, n. 55). Y además la Iglesia desea que comul-guemos con frecuencia, y, a poder ser, cada día.

La Eucaristía, por ser el principal sacramento de la unión de cada fiel con Jesucristo, es también el sacramento que significa y causa la unidad de la Iglesia: “Porque el Pan es uno, muchos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único Pan” (1 Cor 10, 17). Cuando alguien se separa del resto de los fieles y de su Cabeza, porque niega alguna verdad revelada o peca muy gravemente, se

le aparta de la Comunión: se le excomulga. Está gravemente prohibido recibir la Comunión o participar en la supuesta Eucaristía de los ministros que no estén en plena comunión con la Jerarquía. Jesús, tu Amigo... y tu Dios, te espera para que estés un rato con Él en el Sagrario más próximo a tu casa. No le hagas esperar. “¿Cómo puede Jesús repartir su Cuerpo y su sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre y repartiéndolos, antici-pa su muerte, la acepta en lo más intimo y la transforma en un acto de amor. Lo que visto desde el exterior es violencia brutal -la crucifixión-, se convierte desde el interior en un acto de amor que se entrega totalmente.” (Benedicto XVI, 21.08.2005)

La Unción de los Enfermos y el Orden Sacerdotal 1. Somos peregrinos en este mundo. Desde que nacemos ya emprendemos nuestro

camino hacia la Vida eterna. Pero hay que pasar por el trance doloroso de la muerte... no tan doloroso muchas veces para el que se va como para los que se quedan. Conviene que esto lo tengamos muy presente: estamos en camino, “no tenemos aquí -como dice San Pablo- una mansión permanente “. Lo importante para uno que camina es llegar a la meta, no perderse por el camino. Tenemos el éxito asegurado, no nos perderemos, si ponemos en juego los medios que Dios nos ha dado: los sacramentos.

Para dar el paso tan importante de la muerte, Jesucristo instituyó un sacramento: el de la Unción de los enfermos. Es el sacramento que nos purifica para llegar bien preparados a la casa del cielo, perdonándonos las reliquias de los pecados, y también los pecados veniales que no hayan sido perdonados. Si uno recibiera la Unción de los enfermos sin poderse confe-sar antes, ésta le perdonaría también los pecados graves.

Pidamos con tiempo este sacramento pues, cuanto más conscientes estemos al reci-bido, tanto más fruto derivaremos de él.

9 Administración de la Sagrada comunión

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 33 “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor.” (San 5, 14) “Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad.”( Del ritual de la Unción de los enfermos)

2. Jesucristo es el Sacerdote por excelencia. De su sacerdocio, y a través del Bautismo y de la Confirmación, que imprimen carácter sacer-dotal, todos los cristianos participamos. Pero los que llamamos sacerdotes tienen, además del sacer-docio común de todos los fieles, el sacerdocio minis-terial, que es esencial-mente distinto. Este les capacita para poder con-sagrar la Eucaristía, per-donar los pecados en nombre de Cristo en el sacramento de la Peni-

tencia, administrar los demás sacramentos, predicar la palabra de Dios oficialmente, y dirigir a los fieles.

Los obispos son los que reciben la plenitud del sacerdocio, que les permite ordenar presbíteros y diáconos. Los presbíteros son los colaborados de los obispos en la cura de las almas a ellos confiadas. Los diáconos ayudan a los sacerdotes en la celebración de la Misa, leen el Evangelio y pueden administrar algunos sacramentos como el Bautismo y la Eucarist-ía.

¡Es tan grande la dignidad del sacerdote...! Debiéramos sentirnos muy felices si el Se-ñor escoge a alguno de nuestros hijos o parientes para ese ministerio. Envía, Señor, sacerdotes a tu Iglesia, porque la mies es mucha pero los operarios son pocos. “Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíte-ros como al senado de Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia” (San Ignacio de Antioquía, ¿-107/117, mártir, Padre de la Iglesia) “La ordenación sacerdotal no se administra como medio de salvación para el individuo, sino para toda la Iglesia.” “Sólo Cristo es el verdadero sacerdote, los demás son ministros suyos.” (Santo Tomas de Aquino) “El sacerdote continúa la obra de redención en la tierra.” (San Juan María Vianney, cura de Ars) “El celibato es un “sí” definitivo, es un acto de fidelidad y de confianza en Cristo; es precisamente lo contrario de un “no” de esta autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo; es precisamente el “sí” definitivo que supone, confirma el “sí” definitivo del matrimonio.” (Benedicto XVI, 10.06.2010)

10 Administración del Sacrameto de la Unición de Enfermos

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34 Jóvenes de San José

El Matrimonio Cristiano y la Familia 1. El tema de la familia nos interesa a todos, pues todos hemos venido al mundo en el

seno de una familia: todos tenemos una familia. Además, cuando Dios vino al mundo para redimirnos, quiso para sí una familia: Jesús,

María y José, son modelo de familia cristiana. Para salvar a los hombres, Dios ha constituido también una gran familia: la Iglesia de Dios formada por todos los bautizados. Nos salvamos en la medida que entramos a formar parte de esta Familia y somos miembros vivientes de Ella.

2. La familia está amenazada en nuestro mundo. Siempre lo ha estado, pero ahora, especialmente a través de los medios de comunicación social-revistas, TV, radio-, los ataques contra ella son más insidiosos. Hay que defender la familia y defenderse de esos ataques. Ciertas publicaciones y programas no deben encontrar entrada en el seno de una familia cristiana. Haciéndolo así ayudaremos a la sociedad, pues el Estado no es más que la reunión de todas las familias. Si la familia está sana, toda la sociedad lo está. Si la familia está podrida, también lo está la sociedad. Es de locos, imponer leyes contrarias a la familia y esperar que la sociedad vaya bien.

3. Conviene que to-dos tengamos muy clara la misión de la familia, el designio de Dios para con ella. Sólo así lograremos reforzarla y defenderla contra los enemigos de dentro y los de fuera. El hombre ha sido creado por amor y para el amor. El amor es donación, entrega de alma y cuerpo, y afecta a toda la persona. Hay dos modos esenciales de dona-ción, en los planes de Dios:

el matrimonio de un hombre y de una mujer, y el celibato por el Reino de los cielos. El amor integral de una mujer y un hombre en el matrimonio -un amor que es uno, generoso, fecun-do y estable- es el fundamento de la familia. Dios está en el fondo de esa unión y la hace posible con su gracia. Dios instituyó el matrimonio en el Paraíso y luego a través de su Hijo, Jesucristo, lo elevó a la dignidad de sacramento. La gracia del sacramento del matrimonio hace posible que los esposos cumplan los fines del matrimonio: el amor y la ayuda mutua, la procreación y la educación de los hijos, y la superación de la concupiscencia de la carne.

El matrimonio cristiano es signo de la unión de Jesucristo con su Iglesia. La fidelidad de Cristo, confirmada con su muerte por nosotros en la Cruz, debe ser además el modelo para el amor de los esposos “hasta que la muerte los separe”. El matrimonio es indisoluble.

4. Los hijos son un don de Dios y un fruto precioso del matrimonio. El amor conyugal y el matrimonio mismo se ordenan a la procreación y a la educación de los hijos; por eso se suele llamar a éste el fin primario del matrimonio. Los esposos, con la gracia de Dios, coope-

11 Familia católica, abierta a la vida

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 35 ran con Él en la transmisión de la vida: tanto la vida natural de hombres, como la Vida sobre-natural de hijos de Dios. En el hijo los padres encuentran un reflejo de su amor y de la unidad e indisolubilidad de su unión. El hijo es único -cada persona es ella misma- y el hijo es siem-pre hijo, pase lo que pase.

5. Para un católico el único matrimonio válido es el que se contrae ante el sacerdote y dos testigos. Los católicos que atentan matrimonio ante el juez, no contraen verdadero ma-trimonio. El matrimonio civil no es matrimonio.

El verdadero amor no es egoísta, sino que se complace en el bienestar o felicidad de los demás. A veces pequeños detalles o pequeñas atenciones hacen felices a los de nuestra familia y a los que nos rodean. Sólo consiste en pensar en los demás. A veces una frase ama-ble, junto con una sonrisa, dan alegría a los que nos rodean.

Por el contrario, un buen cristiano, no ha de guardar rencor a nadie, ni a los que le han perjudicado con sus palabras o en sus bienes. Aceptar todo como venido porque Dios lo ha permitido para nuestro bien. A veces sin ello, nos sentiríamos orgullosos de nosotros mismos y con unas palabras poco acertadas de alguien, ganamos en nuestra humildad y nos hace más unidos a Dios.

Asimismo hemos de ser fuertes ante los contratiempos o enfermedades. Dios lo per-mite para nuestro bien. Cuántas personas dejaron sus buenas costumbres cristianas en mo-mentos de opulencia y por el contrario, cuántas personas reaccionaron bien gracias a una enfermedad que hizo que pasaran a la otra vida, después de recibir contentos los últimos sacramentos.

El matrimonio verdaderamente cristiano el que da paz y confianza y que cada uno de los cónyuges se apoya de lleno en el otro. En el matrimonio cristiano hay amor, diálogo, no hay secretos y cada uno se preocupa del otro. Los dos cónyuges hacen que Dios presida su hogar. Han de procurar que nunca surja una discusión subida de tono, que ello tarda algún tiempo en olvidarse. En caso de no estar del todo de acuerdo, más vale callar en aquel mo-mento y hablarlo solos de nuevo, en momentos de paz y serenidad.

El matrimonio feliz hay que cuidarlo todos los días con pequeñas atenciones; celebra-ciones de santos o aniversarios, vacaciones que sean agradables a ambos, no a uno sólo. Es necesario interesarse por los detalles o cosas que son de interés para el otro cónyuge. Rezar juntos unas oraciones por la mañana y por la noche. Ir a Misa juntos si es posible.

En la educación de los hijos no contradecirse nunca, e, ir siempre de acuerdo, hablan-do de las cosas a solas y no ante los hijos. ¡Qué diferencia del matrimonio cristiano y del cristiano sólo de nombre! En este último lo que cuenta es el “yo quiero” o “yo deseo”. El otro cónyuge interesa sólo, en cuanto me gusta o me conviene. Por ello tantos matrimonios acaban mal. Todo es egoísmo y falta de vida cristiana. “Los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial aten-ción, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la palabra de Dios, a Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comuni-taria, el dialogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia y la tarea de educar a los hijos.” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis) “Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia para todos, especialmente para cuantos están “cansa-dos y agobiados” (Mt 11, 28).” (Beato Juan Pablo II Familiaris Cosorcio) “El amor nunca dice basta ni sosiega hasta abrasar, y abrasando nuestro corazón del puro amor de Jesús, arrojará de él cuanto se opone a que todo sea amor” (Santa Joaquina Vedruna, 1783-1854, religiosa y fundadora española)

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36 Jóvenes de San José Tercera parte: La oración del cristiano "Es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1) EL PADRENUESTRO

1. La Iglesia nació en un clima de oración. El día de Pentecostés el Espíritu Santo vino sobre los Apóstoles cuando éstos llevaban diez días de retiro y oración en compañía de Ma-ría. Así se prepararon para la venida del Espíritu y pudieron llenarse de Él. La eficacia de su oración contemplativa, se pone de relieve al ver los resultados espectaculares en conversio-nes y bautismos administrados. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda aquel clima de recogimiento cuando dice: “Todos ellos, animados por un mismo espíritu, perseve-raban juntos en oración con las mujeres piadosas y con María, la Madre de Jesús y con los parientes de él (1,14).

2. Dios es Padre... y es omnipotente. Está siempre a nuestro lado para ayudarnos, para corregirnos, para perdonarnos.

Los hijos que recurren a Él siempre encuentran el remedio a sus necesidades. Así co-mo Él sigue todos los momentos de nuestra vida, Él desea que nosotros, con mucha frecuen-cia, pensemos en Él, pidamos su ayuda, le adoremos y confiemos en Él, como Padre nuestro todopoderoso. “Todos ellos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres piadosas y con María, la Madre de Jesús y con los parientes de él” (Hech 1, 14).

Cuanto más le amemos, más nos amará Él; pero Dios nos compensa siempre con es-plendidez. Hemos de confiárselo todo a Él y pedirle de continuo fuerza para ser buenos y humildes; que aparte de nosotros la soberbia, nos dé deseos de ayudar al prójimo en sus necesidades... para que seamos valientes, y no nos dejemos llevar por el ambiente pagano y por falsas teorías o costumbres, propagadas en muchas ocasiones por gente soberbia que no acepta que seamos de Dios.

Hemos de pedir por la Iglesia, por el Santo Padre, por todos los sacerdotes y catequis-tas, por los pueblos del tercer mundo, por los que viven en países faltos de libertad, etc. y también por nuestros asuntos, la salud, para que acertemos en nuestras decisiones, etc. Y pedirle perdón por nuestras faltas.

Dios y la Virgen Santísima y los Santos quieren ayudamos, pero es preciso que lo pi-damos con amor, constancia y confianza.

Dios nos oye y se entera de todos nuestros pensamientos y deseos en el acto. Y ello porque para Dios, que es Omnipotente, todo es posible. Los hombres modernos inventaron los “ordenadores” y la “informática”, pero Dios sigue la vida de cada uno de los humanos en todos sus detalles; lo que nos demuestra su grandeza.

3. Es muy eficaz, para movernos a orar, el tener un pequeño crucifijo encima de nues-tra mesa de trabajo, o una imagen o cuadro de la Santísima Virgen en cada dormitorio o despacho. Recemos las oraciones al levantarnos y al acostarnos, y, al menos algunas, en fami-lia. Padre y madre, recen juntos con sus niños, para que desde su edad más tierna se acos-tumbren a encomendarse al Señor, su Padre del cielo, ya la Santísima Virgen María, su dulce Madre celeste.

Page 37: Catecismo de la Marcha de la Fe

Lo que no te han contado de la Fe Católica 37 4. ¿Qué es orar? - Orar es hablar con Dios; es conectar con Dios. Para afeitarte con

máquina eléctrica has de enchufar. Las señoras para planchar han de enchufar también la plancha. El enchufe trae la corriente necesaria para que todo se efectúe perfectamente.

Bien es que sepas hallar palabras espontáneas que te salgan del corazón para orar con fervor; mas no sacarás dinero del bolsillo, si primero no lo metes en él. Del mismo modo, es muy difícil encontrar palabras para conversar con Dios, si antes no has metido dentro de tu mente ideas adecuadas. Leer fórmulas (y aun saberlas de memoria) ayuda mucho para una oración fervorosa, tranquila y ordenada. Empápate de estas oraciones y orarás muy bien. Hacer oración es como hablar con el cielo por teléfono. Y por otra parte, en el cielo hay una central telefónica que no para nunca. Por este medio, Dios se pone en contacto constantemente con nosotros: nos ilumina, nos aconseja, nos amonesta, nos aplaude, nos felicita, nos promete la recompensa; y también nos riñe y nos amenaza con castigos. ¿Y sabes cómo se llama el aparato receptor de estas llamadas? Se llama la conciencia. Toda la santidad de una persona estriba en atender bien al teléfono celestial y ejecutar dócilmente sus instrucciones. En cambio, así como entre nosotros es una gran falta de urbanidad colgar el aparato a quien nos habla, así, y más aún, es una gran falta de atención colgar el teléfono de Dios. Acto que puede constituir una imperfección, un pecado venial o un pecado mortal, según sea la importancia de la llamada y nuestra malicia al rechazarla voluntariamente.

5. Necesidad de la Oración. - La oración es necesaria, de necesidad de medio, pues es el medio ordinario instituido por Dios para la consecución de las gracias eficaces y de la per-severancia final. Es también necesaria de necesidad de precepto, pues está mandada muchas veces por Dios en las Sagradas Escrituras.

Eficacia de la Oración. - La oración hecha con las debidas condiciones tiene, por liberal promesa de Dios, eficacia infalible para obtener las cosas que se piden referentes a nuestra eterna salvación.

Condiciones de la Oración. - En cuanto al objeto o cosa pedida, es menester que sea necesaria, útil o conveniente para la salvación eterna, ya se trate de cosas naturales, ya de sobrenaturales. En cuanto al sujeto o persona que ora, se exigen como condiciones la humil-dad, la confianza y la perseverancia. Estas son las condiciones que hacen infaliblemente fruc-tuosa la oración.

No habrá excusa el día del Juicio para el que muera en pecado. De nada le servirá de-cir que no tenía fuerza resistir la tentación que le asaltaba, pues Jesucristo le responderá: Si no tenías esta fuerza, ¿por qué no me la pedías, y Yo te la hubiera dado? Y si caíste en peca-do, ¿por qué no acudiste a mí, y Yo te hubiera librado? Y nota esto también: Orar es pedir. Y desde que viniste al mundo, sabes pedir.

6. El minuto salvador. - La señora de la casa enchufa la plancha para realizar su labor. Así, tú, lector, conecta cada día con el cielo; reconcéntrate y habla así, más o menos: “Dios mío, te adoro. Gracias por el nuevo día que me concedes. Ayúdame a portarme bien. Jesús, mi Salvador. Que yo no peque; que te ame. Ven espiritualmente a mi corazón. Virgen Santí-sima. Sed mi Madre”. Y lo mismo antes de acostarte. Todo con espontaneidad. Dice San Alfonso Mª de Ligorio: “Todos los santos del cielo llegaron a ser santos por la oración; todos los condenados se han perdido por no haber hecho oración”, ¿Te animas a tener un rato cada día de oración -conversación con Dios en el silencio de tu habitación o, aún mejor, junto al Sagrario de tu iglesia? Esto, además de ofrecer tu día a Dios al levantarte, y de darle gracias al acostarte. Y, por supuesto, de bendecir la mesa y de empezar con una oración tu trabajo. “Por eso os invito buscar cada día al Señor, que no quiere otra cosa que el que seáis verdaderamente felices. […] Si no sabéis cómo debéis orar, pedidle entonces a Él que os enseñe, y pedid a su Madre del cielo que ore con vosotros y por vosotros.” (Benedicto XVI, a jóvenes de Holanda, 21.11.2005)

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38 Jóvenes de San José Cuarta parte: El amor cristiano "Yo soy el camino" (Jn 14, 6) LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS Y DE LA IGLESIA. LOS MANDAMIENTOS DEL AMOR “Los diez mandamientos no son una imposición arbitraria de un Señor tirano. […] Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y de placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo.” ( Beato Juan Pablo II en el Monte Sinaí, 26.02.2000) “Los jóvenes quieren cosas grandes. […] Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad, con Él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana autentica.” (Benedicto XVI 25.04.2005) Los Mandamientos de la Ley de Dios son: 1º. Amarás a Dios sobre todas las cosas; 2º. No tomarás el nombre de Dios en vano; 3º. Santificarás las fiestas; 4º. Honrarás a tu padre y a tu madre; 5º. No matarás; 6º. No cometerás actos impuros; 7º. No robarás; 8º. No dirás falso testimonio ni mentirás; 9º. No consentirás pensamientos ni deseos impuros; 10º. No codiciarás los bienes ajenos. Estos mandamientos se encierran en dos: Amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo por amor de Dios. Los Mandamientos de da santa Madre Iglesia: 1º. Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar; 2º. Confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte y si se ha de comulgar; 3º. Comulgar por Pascua de Resu-rrección; 4º. Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia; 5º. Ayudar a la Iglesia en sus necesidades. “Confía en Dios como si el éxito de las cosas dependiese únicamente de él y en nada en ti; y, con todo, aplícate enteramente a ellas como si Dios no fuera a hacer nada y tú todo.” (San Ignacio de Loyola) “La santidad no es el lujo de unas pocas personas, sino sencillamente una obligación para ti y para mí.” Beata Teresa de Calcuta. “La Ley fue dada a Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Cristo” (Jn 1, 17. “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles plenitud” (Mt 5, 17). “Si me amáis, guardaréis mis Mandamientos” (Jn 14, 15). “En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad mama ley natural” “El Creador ha inscrito en nuestro mismo ser la “ley natural”, que es el reflejo de su plan de Creación en nuestros corazones, como indicador del camino y regla interna de nuestra vida.” “El hombre sólo puede realizarse plenamente cuando adora a Dios y lo ama sobre todas las cosas.” (Bene-dicto XVI, Caritas in Veritate, 27.05.2006 y 07.08.2005)

Primer Mandamiento: Amor a Dios 1. El resumen de toda la Ley de Dios, y de los Mandamientos de la Iglesia -que nos los

impone en nombre de Jesucristo es el amor: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y primero de los mandamientos. El segundo es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamien-tos son el fundamento de toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,37-40).

Cada hombre lleva escrita en su corazón la ley natural. Esta ley es de origen divino, porque Dios mismo la ha inscrito en nuestra naturaleza racional. Por esto el hombre, con su inteligencia y su voluntad, puede distinguir e! bien de! mal, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido. Para ayudar a esta luz interior de la conciencia, que a veces se oscurece con el pecado y las pasiones, Dios ha dado los Diez Mandamientos, que sirven para todos y para siempre, y son norma de la felicidad y de la buena marcha de la sociedad, y su cumplimiento es la manifestación clara de nuestro amor a Dios.

Page 39: Catecismo de la Marcha de la Fe

Lo que no te han contado de la Fe Católica 39 2. Debemos formar nuestra conciencia de acuerdo con estos Mandamientos. La con-

ciencia no se inventa la ley, sino que simplemente la aplica. Lo mismo que el árbitro de un partido de fútbol, que no se inventa el reglamento, sino que simplemente lo aplica. Pero, antes de aplicarlo, debe estudiarlo y debe practicarlo. No le darán un título de árbitro si no pasa antes por la Escuela profesional y da muestras de saber aplicar lo que ha estudiado.

3. El primer deber del hombre consiste en dar gloria a Dios, que ha creado todas las cosas, en reconocerle como su Dios y darle el culto debido. Por eso dijo Dios a Moisés en el Sinaí: “Yo soy el Señor tu Dios... no tendrás otro Dios que a Mí” (Ex 20, 1-2). Y Jesucristo con-testa a Satanás, que quiere que se arrodille ante él, adorándole como señor del mundo: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto”.

¿Cómo podemos saber que amamos a Dios tal como Él exige que le amemos, tal co-mo lo exige el hecho de que Él es todo perfección y por tanto infinitamente amable? Le amamos así, cuando le obedecemos sin condiciones y estamos dispuestos a perderlo todo, antes que ofenderle con un solo pecado mortal.

El segundo y el tercer mandamientos: El santo nombre de Dios y la santificación de las fiestas

1. Cuando en el Padrenuestro pedimos que “sea santificado” el nombre de Dios, pe-dimos, indirectamente, que se cumpla por parte de todos el segundo Mandamiento que dice: “no tomarás el nombre de Dios en vano”. La Sagrada Escritura nos enseña muchas veces que debemos alabar el nombre de Dios y mostrarnos agradecidos -también públicamente- a sus beneficios: “Sea bendito el nombre del Señor, ahora y por los siglos eternos. Desde donde sale el sol hasta el ocaso, sea alabado el nombre del Señor” (Sal 112, 2-4).

Se opone al segundo mandamiento la blasfemia, que es una expresión injuriosa con-tra Dios. Es un pecado gravísimo que es siempre pecado mortal, a menos que el que blasfe-ma no advierta lo que hace. Las personas que tienen arraigado el vicio infernal de la blasfe-mia están obligadas a hacer todo lo que puedan para desarraigarlo, por ejemplo, imponién-dose a sí mismos una penitencia cada vez que se les escape una blasfemia, dando una limos-na, recitando una jaculatoria.

Cuando juramos ponemos a Dios por testigo de lo que afirmamos o prometemos. Por eso sólo debemos jurar cuando sea estrictamente necesario, y siempre con justicia y verdad. Llamamos voto una promesa que hacemos a Dios de un bien posible y mejor que su contra-rio. Si no se cumplen se peca. Por eso, antes de hacer un voto, hay que pensárselo bien y pedir consejo. Vale más hacer propósitos, puesto que si por debilidad los incumplimos, no pecamos.

2. El mandato de santificar las fiestas es tan antiguo como el hombre. Así, ya en el An-tiguo Testamento se dice: “Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavhé tu Dios, y no harás en él trabajo alguno” (Ex 20, 8-10).

Respecto a la santificación del domingo en la Nueva Ley, en vez del sábado, que guar-daban los judíos, nos dice el Concilio Vaticano II: “La Iglesia, por una tradición apostólica que tiene su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Euca-

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40 Jóvenes de San José ristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la Gloria de Nuestro Señor Jesucristo. Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo... El domingo es el funda-mento y el núcleo de todo el año litúrgico” (Cons. Sacrosanctum Concilium, n. 106).

Todos los días de nuestra vida han de ser santos y buenos: dedicados a honrar el Se-ñor. Pero Dios ha querido que le demos un culto especial los domingos y las fiestas grandes, que la Iglesia nos señala. Cuando en una familia se reúnen todos para celebrar algún acontecimiento familiar: el santo del padre, el cumpleaños de la madre, cómo sufren éstos cuando alguno de los hermanos no asiste a la celebración, y ni siquiera se disculpa, alegando que estaba impedido o enfermo. La Misa del domingo, además de ser el acto de culto principal, porque renueva la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo en la Cruz, es una celebración de familia. Estamos obligados, bajo grave obligación, a asistir. Sería no sólo una ofensa a Dios no hacerlo, sino también un desprecio a los demás miembros de la familia. “Donde Dios se hace grande, el hombre no se hace pequeño. Allí el hombre se hace también grande y el mundo se llena de luz.” “Sin el Señor y sin el día que le pertenece, no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo he ha convertido en el fin de semana, en tiempo libre […]. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga la orientación pare el conjunto, entonces se convierte en tiempo vacío, que no nos fortalece ni nos recrea.” (Benedicto XVI, 11.09.2006 y 09.09.2007)

El cuarto mandamiento: Honraras a tu padre y a tu madre 1. Mientras los tres primeros mandamien-

tos constituyen los llamados “Mandamientos de la primera tabla”, es decir, los que enumeran las obligaciones que impone el amor a Dios, los res-tantes constituyen las obligaciones que tenemos para con el prójimo. Si incumplimos estas obliga-ciones también pecamos contra Dios, puesto que Él es Padre y se siente ofendido si nos portamos mal con sus hijos.

El prójimo más cercano a nosotros son los padres. Ellos han sido instrumentos de Dios para traemos a la vida y nos han dedicado muchos cuidados y preocupaciones. En la Sagrada Escritura se nos dice con relación a ellos: “Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que Yahvé, tu Dios, te da” (Ex 20, 12). Este amor y honra a nuestros padres debe manifestarse con mayor delicadeza cuando estén débiles o enfer-mos: “Hijo mío, cuida a tu padre cuando sea an-ciano y no le des pena mientras viva, y honra a tu madre todos los días de tu vida y acuérdate de todo lo que ella sufrió por tu causa” (To 4, 3-4).

Bajo el nombre de padres vienen también aquellos que, de algún modo, hacen las veces de padre, es decir, todos los que con autoridad nos dirigen y gobiernan. 12 La Santísima Trinidad y la Sagrada

familia

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 41 2. El cuarto mandamiento contiene también las obligaciones de los padres para con

los hijos: amarles, cuidar de ellos, enseñarles el camino de la virtud, castigarles cuando sea necesario, y aconsejarles a la hora de seguir su camino en la vida, pero dejándoles libertad para que sigan la vocación o elección que Dios les inspire. Los padres son los primeros educa-dores y son ellos quienes deben decidir, y no el Estado, el tipo de educación que crean mejor para sus hijos. El Estado debe ayudar a todos los niños en edad escolar, sin discriminaciones. Sería injusto que si los padres necesitan ayuda para la enseñanza de sus hijos, y el Estado decide cooperar, sólo ayude a los que asisten a las escuelas estatales, y no ayude a los de las escuelas libres.

3. La educación de los niños es importante, ya que de ello depende la forma de ser y el porvenir del futuro hombre o mujer. Por desgracia una corriente anticristiana se empeña en desorientar a los pequeños, apartando de ellos las obligaciones, la oración, la formación religiosa en los colegios; y poniendo en su lugar el capricho, el “quiero” o “no quiero”, “me gusta” o “no me gusta”.

Contra ello, los padres son los primeros que deben cuidar de explicar sencillamente la Doctrina Cristiana a sus hijos, las oraciones a Dios y a la Virgen, acostumbrarles a formar el carácter dándoles horarios para levantarse, estudiar, descanso, acostarse, etcétera. Hacer que, por costumbre, sean respetuosos y alegres, sin discusiones, así como que no se habit-úen a la “droga” de la Televisión, de la que tendría que reservarse a los niños sólo los progra-mas infantiles. Otros juegos dan a los niños formación, actividad y creatividad, al revés de la Televisión, que les acostumbra a la pasividad.

Los padres, para el bien de sus hijos, deben cuidar que éstos asistan a una buena Ca-tequesis, conducida por personas bien aptas y preparadas.

En los países socialistas totalitarios dan toda la importancia a la formación del tempe-ramento en las escuelas, cosa que actualmente, por desgracia, está muy descuidado en los países de mayoría católica.

Cuando en una familia se reúnen todos para celebrar algún acontecimiento familiar: el santo del padre, el cumpleaños de la madre, cómo sufren éstos cuando alguno de los herma-nos no asiste a la celebración, y ni siquiera se disculpa, alegando que estaba impedido o en-fermo. La Misa del domingo, además de ser el acto de culto principal, porque renueva la ofrenda que Jesús hizo de sí mismo en la Cruz, es una celebración de familia. Estamos obliga-dos, bajo grave obligación, a asistir. Sería no sólo una ofensa a Dios no hacerlo, sino también un desprecio a los demás miembros de la familia. “La vida de los padres es el libro que leen los hijos.” (San Agustín) Las familias donde se cumple con delicadeza el cuarto Mandamiento son como un pedacito de cielo. La Casa del cielo, donde se goza eternamente de la visión de Dios, es para aquellos que en la tierra han vivido el amor a sus seres más allegados. Pero a veces Dios permite que, en algunos casos, "los enemigos del hombre sean los de su misma casa”. Esto, que no debiera suceder, Dios lo permite para así purificarnos más, y no perder de vista que no es a los hombres a quienes servimos, sino a Dios. “La familia es un bien necesario para los pueblos; un fundamento irrenunciable para la sociedad y un gran tesoro para los cónyuges a lo largo de toda su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que deben ser el fruto del amor y de la total entrega generosa de los padres.” “Sólo la roca del amor total e irrevocable ente el hombre y la mujer es capaz de ser el fundamento para la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres.” (Benedicto XVI, 08.07.2006 y 11.05.2006) “La tuberculosis y el cáncer no son las enfermedades más graves. Yo creo que no ser querido y no ser amado es una enferme-dad más grave aún.” “Una familia que ora unida, permanece unida” (Beata Teresa de Calcuta)

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42 Jóvenes de San José

Quinto mandamiento: El respeto por la vida 1. La vida es el don de Dios que precede a todos los otros dones. Sólo Dios es dueño

absoluto de la vida humana: a los hombres corresponde respetarla. No podemos atentar ni contra nuestra vida ni contra la del prójimo, o ponerla en peligro. Recordemos el crimen de Caín, que mató a su propio hermano, y el enojo y castigo de Dios ante este pecado gravísimo.

No sólo tenemos obligación de respetar la vida corporal sino también la espiritual de todos los hombres. Quien induce a otro a pecar con malos ejemplos o malos consejos está atentando contra esta vida del alma. El Señor condena duramente este pecado, que se llama pecado de escándalo: “Al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos, pero ¡hay de aquel por quien viniere el escándalo!” (Mt 18, 6-7).

2. El 5° mandamiento de la Ley de Dios dice: “No matarás”, y todos lo consideramos lo más natural y que nos protege a todos. Aunque las leyes permitan matar niños, antes de su nacimiento, con el aborto, Dios no lo permite y la Iglesia excomulga a quienes intervienen en la provocación de abortos. Si nuestras santas madres no hubieran seguido la Ley de Dios, nosotros no estaríamos en este mundo.

¡Cuántos matrimonios a los que Dios no les ha mandado hijos, acogerían gozosos ni-ños de aquellas madres que se encuentren en situación difícil para atender el cuidado de sus recién nacidos! ¡Cuán preferible es esto a suprimir la vida de niños no deseados!

Demos gracias a nuestros padres por cuantos sacrificios han hecho por nosotros como la cosa más natural, y con todo cariño. Hemos de ser amables aún con aquellas personas que alguna vez nos han disgustado. Hemos de perdonar, y el tiempo debe borrar siempre las ofensas que recibimos. Así podemos esperar que Dios nos perdone también nuestras faltas. Dios quiere que sepamos perdonar de corazón. “Dios, danos valor para proteger toda vida no nacida. Porque el hijo es el mayor regalo de Dios para la familia, para un pueblo y para el mundo.” (Beata Teresa de Calcuta) “La minusvalía previsible de un niño no puede ser un motivo para interrumpir un embarazo […] porque también la vida con minusvalías es igualmente valiosa y afirmada por Dios y porque en esta tierra nunca puede nadie tener garantía de una vida sin limitaciones corporales, espirituales o intelectuales.” (Benedicto XVI; 28.09.2006) “Con frecuencia los cristianos han negado el Evangelio y han cedido a la lógica de la violencia. Han atentado contra los dere-chos de tribus y pueblos, han despreciado sus culturas y tradiciones. Señor, ¡muéstranos tu paciencia y tu misericordia y perdónanos!” (Beato Juan Pablo II, Petición de perdón de la Iglesia en el año 2000) “Las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.” (Miguel de Cervantes)

El Sexto y el Noveno mandamientos: La santa pureza. 1. En este mandamiento, y en su afín: el noveno -que explicaremos aquí juntamente

con el sexto- se nos inculca la virtud de la santa pureza y la castidad. Dios dio a nuestros primeros padres el precepto: “Procread y multiplicaos” (Gé 1, 28)

y, para que pudieran cumplirlo, los dotó de las convenientes cualidades de cuerpo y alma. Estableció también que la procreación de los hijos se llevara a cabo sólo en la unión estable de un hombre y una mujer -matrimonio-, con el fin de que pudiesen criarlos y educarlos convenientemente.

Como el traer hijos al mundo y educarlos supone muchos sacrificios y contratiempos, para facilitar la continuación de la especie, Dios dotó la unión sexual del hombre y la mujer

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 43 de un placer sensible intenso; que hay que moderar, con la ayuda de la gracia, para que no se desordene. Buscar este placer fuera del matrimonio, en actos solitarios con uno mismo, o con personas del otro sexo o del mismo, es un pecado grave que excluye del Reino de los cielos. Podemos y debemos mantenernos puros si ponemos los medios, humanos y sobrenaturales, que tenemos a mano, y si huimos de la tentación.

2. En el sexto mandamiento se nos prohíbe el adulterio –relaciones sexuales con per-sona distinta del propio cónyuge- y toda acción impura. En el noveno se prohíbe además todo pensamiento y deseo impuros, según aquello del Evangelio: “Todo el que mira a una mujer deseándola desordenadamente ya cometió adulterio en su corazón” (Mt 5, 28).

San Pablo, refiriéndose a los pecados contra la santa pureza, nos recuerda que nues-tros cuerpos son templos del Espíritu Santo y no podemos profanarlos pecando contra ellos (cf. 1 Cor 3, 16). Hay que luchar con energía para apartar las ocasiones de pecar: “Si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros, que no todo tu cuerpo sea arrojado al infierno” (Mt 5,29). Los medios principales para guardar la pureza son: la confesión y comunión frecuentes; la devoción a la Santísima Virgen; la modestia y la huida de las ocasiones peligrosas, como conversaciones, miradas, lecturas, modas, bailes y espectáculos deshonestos. La pureza es cosa de valientes, de hombres y mujeres de voluntad recia, que saben lo que vale el amor, y huyen del egoísmo de la carne, sucio y degradante. La santa pureza es tan hermosa -nos hace semejantes al Señor, a su Madre Bendita y a San José- que el Señor ha dicho en el Evangelio: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros trate a su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como los gentiles que no conocen a Dios.” (1 Te 4, 3-4) “En consecuencia, la sexualidad, por medio de la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona.” “Donar el propio cuerpo otra persona simboliza la entrega total de uno mismo a esa persona.” “También la experiencia nos muestra que las relaciones sexuales prematrimoniales dificultan le elec-ción del compañero de vida correcto. Para preparar en buen matrimonio es necesario que eduquéis y afiancéis vuestro carác-ter. Debéis cultivar también aquellas formas de amor y ternura que son adecuadas a lo transitorio de vuestra relación de amistad. El saber esperar y renunciar os facilitará más adelante el respetar amorosamente a la pareja.” (Beato Juan Pablo II, Familiaris Consortio; encuentro con jóvenes en Kampla, Uganda, 06.02.1993, y 08.09.1985, en Vaduz a los jóvenes) “La fidelidad conyugal y la continencia fuera del matrimonio son los mejores medios para evitar la infección y la propagación del virus. De hecho, los valores que brotan de la verdadera comprensión del matrimonio y de la vida familiar constituyen el único fundamento seguro de una sociedad estable.” “Hoy es especialmente urgente evitar que el matrimonio se confunda con otro tipo de uniones que se fundamentan en un amor débil. Sólo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de ser el fundamento de una sociedad que se convierta en un hogar para todos los hombres” (Benedicto XVI, 14.12.2006 y 11.05.2006)

El Séptimo y el Décimo mandamientos: Los bienes propios y ajenos 1. Por medio del séptimo mandamiento, Dios protege los bienes del prójimo y sancio-

na, por tanto, el derecho de propiedad: “No hurtarás”. Este Mandamiento no sólo nos prohí-be toda violencia contra los bienes ajenos, sino que nos manda considerarlos como dones de Dios, y no olvidar que con ellos debemos servirle, además de ayudar al prójimo que está en necesidad.

San Pablo reprueba el hurto, al mismo tiempo que manda a los cristianos que traba-jen, para que puedan ser generosos ayudando a los demás: “El que robaba, ya no robe; antes bien, afánese trabajando con sus manos en algo de provecho, para tener algo que dar al que se halla en necesidad" (Ef 4, 28).

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44 Jóvenes de San José 2. La codicia de los bienes materia-

les es la raíz de muchos males. Por eso Dios la prohíbe en el décimo mandamien-to, que es el complemento del séptimo, como el noveno lo es del sexto. Gran parte de las discordias, asesinatos y gue-rras, se deben a la codicia y avaricia de los hombres. No debemos olvidar que las riquezas son sólo instrumentos y no se deben desear por ellas mismas, sino por los servicios que nos prestan, por el bien que podemos hacer con ellas.

Jesucristo nos pide a todos que no nos dejemos esclavizar por las riquezas y que, por tanto, tengamos el corazón libre de toda avaricia: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).

Seamos generosos en aliviar las necesidades reales del prójimo mediante la limosna. Recordemos aquello de San Juan: “El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra sus entrañas ¿cómo es posible que more en él el amor de Dios?” (1 Jn 3, 17). Las personas que son austeras acostumbran a ser las más generosas con los demás. Hay que procurar que, con el producto del trabajo, se pueda atender bien a las necesidades de la familia de forma austera y provechosa para los hijos: alimentación, estudios, vacaciones, etc., pero todo ello, y siempre, sin ostentaciones, ni despilfarro; lo que se tira hoy, puede faltar mañana. Los jóvenes deben ahorrar para poder casarse en su día y formar una buena familia cristiana. La austeridad permite ayudar a familias necesitadas, a la parroquia y beneficencia, con lo que se pone en práctica lo que Dios desea, de que tengamos “amor al prójimo”. “Ante las crueldades de un capitalismo que degrada a la persona a la categoría de mercancía, comprendemos de manera nueva lo que quería decir Jesús con la advertencia anta la riqueza, ante el ídolo Mammón que destruye a la persona, estrangu-lando con sus manos una gran parte del mundo.” “La caridad es el camino principal de Doctrina Social Critiana” “La obteción de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales.” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret y Caritas in Veritate) “Con razón os comprometéis a favor de conservación del medio ambiente, de los animales y de la plantas. ¡Pronunciad aún con mayor decisión un sí a vida humana, que en la jerarquía de las criaturas está muy por encima de todas las realidades del mundo visible!” “Una democracia sin valores se convierte fácilmente, como demuestra la historia, en un totalitarismo abierto o disimulado.” (Beato Juan Pablo II, 08.09.1985 y Centesimus annus)

Octavo mandamiento. La fama del prójimo El octavo mandamiento, que nos prohíbe dar falsos testimonios y mentir, protege la

buena fama del prójimo y su derecho a no ser engañado. Los pecados contra la verdad, y la buena fama del prójimo, destruyen la convivencia pacífica entre los hombres y son una grave injusticia. Como dice la Escritura: “Una buena fama es más valiosa que las grandes riquezas” (Pr 22, 1).

Dios es la Verdad, y el demonio es, como dice Jesús, el “Padre de la mentira”. Por eso debemos amar la verdad. Cuando no podamos decir la verdad, debemos callamos; pero nunca decir mentiras: “Los labios mentirosos los aborrece Yahvé” (Pr 12, 22).

13 No robarás

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Lo que no te han contado de la Fe Católica 45 Son contrarios a este mandamiento, no sólo la mentira, sino también sus hermanas

pequeñas: la simulación, la hipocresía, la jactancia, la ironía, la falsa humildad. El Señor nos manda también que seamos ponderados, justos y caritativos, en los jui-

cios que hacemos, aunque sea interiormente, del comportamiento del prójimo, es decir, que prohíbe también el juicio temerario del prójimo, que condena sin suficientes motivos para hacerlo.

Se quita la fama del prójimo con la calumnia -que es inventar algo malo acerca del prójimo-, pero también con la murmuración, es decir, revelando cosas ocultas que no tienen porqué darse a conocer. El calumniador no es sólo el que inventa la falsa acusación, sino también el que la hace circular. Todos están obligados a hacer reparación por el mal causado, si quieren ser perdonados por Dios.

La justicia y la veracidad nos obligan, además, a guardar secreto de aquellas cosas que sabemos por nuestra amistad, o por nuestra profesión acerca del prójimo y que, de darse a conocer, podrían hacerle un daño a su reputación o a sus bienes. Dios te ha dado la lengua para que le bendigas; no la emplees para hablar mal del prójimo, hecho a semejanza de Dios. Sé comprensivo con sus miserias, ayúdale, con la oración y con la acción, a salir de ellas. “Pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre por analogía a su creador” (Sab 13, 4)

Los preceptos de la Santa Madre Iglesia 1. Le dijo Jesús a Pedro: “Te daré las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que atares

sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos” (Mt 16,19). La Iglesia, por tanto, por voluntad divina, está gobernada por el Papa y por los Obispos, en comunión con él. Todos ellos, además de maestros de la fe, son también Pastores, Jefes del rebaño de Cristo, y tienen verdadera autoridad sobre los fieles. Estos deben obedecer en conciencia -pecan si no lo hacen- las legítimas normas de conducta que promulguen el Papa, para toda la Iglesia, y los Obispos, para sus respectivas diócesis.

Quien desoye y desobedece a la jerarquía eclesiástica, desoye y desobedece al mismo Jesucristo. Efectivamente, dice Él: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia. Y el que a mí me desprecia, desprecia a Aquel que me ha enviado” (Lc 10, 16).

2. El Papa y los Obispos tienen el derecho y deber de dictar enseñanzas, leyes y pre-ceptos, de acuerdo con las necesidades de los fieles. La mayor parte de las leyes de la Iglesia se encuentran en el Código de Derecho Canónico y en los libros litúrgicos. Aunque la autori-dad en la Iglesia está templada por el amor, no puede dejar de ejercerla. La historia y la expe-riencia demuestran que una sociedad en la que no se ejerce la autoridad, se resquebraja, se desintegra. La mayor parte de templos modernos son muy sencillos y, no pocas veces, muy pobres. Sin embargo hay templos antiguos que son obras magníficas de arte y tienen objetos para el culto que son ricos. Ellos son un reconocimiento de que todo pertenece a Dios y de que le devolvemos parte de lo que es suyo, de lo que Él nos ha dado. Esto no va contra los pobres. Cuando mayor generosidad hubo para Dios en los siglos pasados, hubo también mayor largueza para con todos los necesitados. En casos extremos la Iglesia ha sabido vender esos objetos para atender a los pobres. Así lo recuerda la Liturgia en la festividad del mártir español, el diácono romano San Lorenzo. Las joyas de arte y los templos han tardado mucho en hacerse: han dado trabajo a muchos artistas y artesanos. Han promocionado también, por tanto, la riqueza. “Nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19)

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46 Jóvenes de San José Apéndice: Principales oraciones del cristiano La Señal de la santa Cruz

+Por la señal de la santa Cruz, +de nuestros enemigos +líbranos Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

El Padrenuestro Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu

Reino; hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación; y líbranos del mal. Amén.

El Avemaría Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita Tú eres entre

todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

El Gloria al Padre Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre,

por los siglos de los siglos. Amén.

La Salve Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios

te salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ea, pues, señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh, clementísima, oh, piadosa, oh, dulce siempre Virgen María! Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucris-to. Amén.

El Acto de Contrición Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por

ser Vos quien sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas eternas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, con-fesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén.

El Credo Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo,

su único Hijo, nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepul-tado; descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso; desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo; la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos; el perdón de los pecados, la resurrección de la carne; y la vida eterna. Amén.

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Santo Rosario Por la señal… Señor mío Jesucristo… Señor y Dios nuestro, dirigid y guiad

todos nuestros pensamientos, palabras y obras a mayor honra y gloria vuestra. Y vos, Virgen Santísima, alcanzadnos de vuestro divino Hijo, que con toda aten-ción y devoción podamos rezar esta parte de vuestro santo Rosario, el cual os ofrecemos por la exaltación de la santa Fe católica, por la extirpación de las herejías y errores, por nuestras necesi-dades espirituales y temporales, por el bien y sufragio de los vivos y difuntos que sean de vuestro agrado y de nuestra mayor obligación.

Se enuncia el primer misterio del día y se reza:

Padre nuestro… Dios te salve, María… (10 veces) Gloria al Padre… María, Madre de gracia y Madre de

piedad y de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y ampáranos, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

¡Oh Jesús mío! Perdonad nuestros pe-cados, preservadnos del fuego del infier-no, llevad al cielo a todas las almas, socorred especialmente a las más nece-sitadas de vuestra divina misericordia.

Misterios: Gozo (Lunes y Sábado)

1º La encarnación del Hijo de Dios. 2º La visitación de Nuestra Señora a su prima santa Isabel. 3º El nacimiento del Hijo de Dios. 4º La Presentación de Jesús en el tem-plo. 5º El Niño Jesús perdido y hallado en el templo.

Luz (Jueves) 1º El Bautismo de Jesús en el Jordán. 2º La autorrevelación de Jesús en las bodas de Caná. 3º El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión. 4º La Transfiguración. 5º La Institución de la Eucaristía.

Dolor (Martes y Viernes) 1º La Oración de Jesús en el Huerto. 2º La Flagelación del Señor. 3º La Coronación de Espinas. 4º Jesús con la Cruz a cuestas camino del Calvario. 5º La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor.

Gloria (Domingo y Miércoles) 1º La Resurrección del Hijo de Dios. 2º La Ascensión del Señor a los Cielos. 3º La Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. 4º La Asunción de Nuestra Señora a los Cielos. 5º La Coronación de la Santísima Virgen como Reina de Cielos y Tierra.

Acabados los 5 misterios se reza: Letanías lauretanas Señor, ten piedad (Bis)

Cristo, ten piedad (Bis) Señor, ten piedad (Bis) Cristo, óyenos (Bis) Cristo, escúchanos (Bis)

Dios, Padre celestial, ten miseri-cordia de nosotros. Dios, Hijo, Redentor del mundo, Dios, Espíritu Santo, Santísima Trinidad, un solo Dios,

Santa María, ruega por nosotros. Santa Madre de Dios, Santa Virgen de las vírgenes, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre castísima, Madre siempre virgen, Madre inmaculada, Madre amable, Madre admirable, Madre del buen consejo, Madre del Creador, Madre del Salvador, Madre de misericordia, Virgen prudentísima, Virgen digna de veneración, Virgen digna de alabanza, Virgen poderosa, Virgen clemente, Virgen fiel, Espejo de justicia, Trono de la sabiduría, Causa de nuestra alegría, Vaso espiritual, Vaso digno de honor, Vaso insigne de devoción, Rosa mística, Torre de David, Torre de marfil, Casa de oro, Arca de la alianza, Puerta del cielo, Estrella de la mañana, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos, Reina de los Ángeles, Reina de los Patriarcas, Reina de los Profetas, Reina de los Apóstoles, Reina de los Mártires, Reina de los Confesores, Reina de las Vírgenes, Reina de todos los Santos, Reina concebida sin pecado origi-nal, Reina asunta a los Cielos, Reina del Santísimo Rosario, Reina de la familia, Reina de la paz,

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, perdónanos Señor.

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, escúchanos Señor.

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten miseri-cordia de nosotros.

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

Oremos. Te pedimos, Señor, nos concedas a nosotros tus sier-vos, gozar de perpetua salud de alma y cuerpo, y por la gloriosa intercesión de la bienaventurada siempre Virgen María, seamos librados de las tristezas presentes y gocemos de la eterna alegr-ía. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Por las intenciones del Papa: Padre nuestro… Dios te salve, María… Gloria al Padre…

Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío. Corazón Inmaculado de María, sed la salvación mía. Bienaventurado Patriarca San José, rogad por nosotros.

Las tres Avemarías La práctica de esta devoción no puede ser ni más fácil, ni más breve.

Se concreta en rezar todos los días tres Avemarías (Dios te salve…) agradeciendo a la Santísima Trinidad los dones de Poder, Sabiduría y Amor que otorgó la Virgen Inmaculada, e instando a María a que de ellos use en auxilio nuestro. Con esta devoción se asegura la vida eterna. Después de cada una de las tres Avemarías se puede decir:

Madre mía Santísima, guardadme de vivir y morir en pecado mortal.

La Divina Misericordia Dios te ama inmensamente, te lo dice en el Evangelio, pero ahora

que la Humanidad va errada y ha caído en las tinieblas de la confu-sión, de la violencia y del pecado, viene a recordárnoslo con un men-saje lleno de esperanza que nos da a través de Sor Faustina Kowalska, muerta en 1938 y proclamada santa por SS. Juan Pablo II, el día 30 de abril del año 2000. Jesús se apareció se le y le ordeno Pintar su imagen: “Yo prometo al que venere esta imagen de La Misericordia, que no se perderá.” "Yo protegeré las casas y ciudades en donde se encuentre y venere esta imagen."

Coronilla Primero dirás: Creo en Dios Padre todopoderoso… Luego rezas, un Padre nuestro… y un Dios te salve, María… Des-

pués, se rezan 5 decenas como sigue: Padre Eterno: te ofrezco el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divi-

nidad de tu amadísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, en expia-ción de nuestros pecados y los del mundo entero. (1 vez)

Por su dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. (10 veces)

Terminadas las cinco decenas, dígase tres veces: Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de noso-

tros y del mundo entero. La Hora de la Misericordia "A LAS TRES DE LA TARDE, suplica mi Misericordia, espe-

cialmente para los pecadores, y aunque sea por un brevísimo instante absórbete en mi Pasión, en particular en mi desamparo en el momen-to de mi agonía. Este es el momento de la gran Misericordia hacia el mundo. En tal hora, nada le será negado al alma que me lo pida por los méritos de mi Pasión".

La Fiesta, y la Confesión y Comunión El alma que el primer domingo después del de resurrección confiese

y comulgue obtendrá la remisión completa de sus culpas y penas. (Una indulgencia plenaria aplicada a uno mismo). “Cuando te con-fiesas, debes saber que YO mismo te espero en el confesionario; estoy oculto en el sacerdote, pero YO mismo actúo en el alma”. (Jesús, a Santa Faustina Kowalska)

Page 48: Catecismo de la Marcha de la Fe

Los Jóvenes de San José son un grupo de caridad nacido en el seno de la Unión Seglar de San Antonio María Claret, que fun-damentan su actividad en la cita bíblica “Porque tuve hambre y me distéis de comer.” El grupo de Jóvenes de San José procura ser luz en el mundo y sal en la tierra como nos pide nuestro Señor. Llevar una fe viva en obras. Llevar un mensaje de esperanza a los indigentes, la predicación del Evangelio a la gente que vive en la calle es su objetivo. Saben que para lograr esto primero tienen que beber de la fuente de donde brota todo bien, de la fuente de donde brotan todas las gracias, es por eso que la frecuencia de sacramentos es su fuente de energías, la oración delante del Santísimo Sacramento del Altar un compromiso mensual en la Adoración Nocturna, y los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola una escuela para acrecentar su amistad con el Señor.

Su fundador el Padre José María Alba Cereceda, SJ, les de-cía poco antes de morir, el 11 de enero de 2002, "Haced comuni-dades de amor", y es ése uno de sus objetivos en todo lo que hacen, poner la caridad en el centro de su vida. La conversión es un reto constante en sus vidas. El llevar almas de joven a Cristo, como reza el himno de Juventudes Católicas, es su afán. Los Jóve-nes de San José quieren vivir como hijos fieles de la Iglesia, y transmitir su mensaje de esperanza a todos aquellos que el Señor ponga en su camino. No buscan más grandeza que esa, eso es lo que quieren, vivir fieles al bautismo, que nos incorpora en la Igle-sia y les hace hijos de Dios y herederos del Cielo. Y ser radicales, como nos pide Su Santidad Benedicto XVI a la hora de vivir su fe. El anuncio de las Bienaventuranzas es una clara propuesta del Señor para vivir en comunión con Él y alcanzar la auténtica felici-dad. Quien acoge con radicalidad este programa de vida, encuen-tra la fuerza necesaria para colaborar en la edificación del Reino de Dios y ser instrumento de salvación. Quieren vivir plenamente su bautismo. Si les preguntan quiénes son los Jóvenes de San José digan eso: unos bautizados.

La santa Iglesia honra mucho a san José por ser esposo de María y pa-dre virginal de Cristo.

Pío IX lo proclamo, en 1870, Patrono de la Iglesia universal. Por su ad-mirable pureza, se invoca especialmente a san José para obtener esta virtud. Es el Patrono de la vida interior, por haber pasado la vida en compañía de Jesús y de María. Vida de fe, de humildad y de trabajo. Por este último título, es Patro-no de los obreros. Además es el Patrono de la buena muerte por haber muerto entre los brazos de Jesús y María. Por haber sido encargado de proveer a las necesidades de la Sagrada Familia, los fieles acuden a él para sus necesidades temporales.

El miércoles de cada semana y el mes de marzo están consagrados a él. En honor de san José se celebran dos festividades: el 19de marzo, san José, Esposo de la Virgen María; y el 1 de mayo, san José, Patrono de los obreros.

Letanía de san José Señor, ten misericordia de nosotros (Bis) Cristo, ten misericordia de nosotros (Bis) Señor, ten misericordia de nosotros (Bis) Cristo, óyenos (Bis) Cristo, escúchanos (Bis) Dios Padre Celestial, ten misericordia de noso-

tros. Dios Hijo Redentor del mundo, Dios Espíritu Santo, Trinidad Santa, un solo Dios, Santa María, ruega por nosotros. San José, Ínclito descendiente de David, Lumbrera de los patriarcas, Esposo de la Madre de Dios, Custodio casto de la Virgen, Padre nutricio del Hijo de Dios, Solícito defensor de Cristo, Jefe de la Sagrada Familia, José justísimo, José castísimo, José prudentísimo, José fortísimo, José obedientísimo, José fidelísimo, Espejo de paciencia, Amante de la pobreza, Modelo de obreros, Honra de la vida doméstica, Custodio de vírgenes, Sostén de las familias, Consuelo de los afligidos, Esperanza de los enfermos, Abogado de los moribundos, Terror de los demonios, Protector de la santa Iglesia, Cordero de Dios que quitas el pecado del mun-

do, perdónanos Señor. Cordero de Dios que quitas el pecado del mun-

do, escúchanos Señor. Cordero de Dios que quitas el pecado del mun-

do, ten misericordia de nosotros. Lo nombró administrador de su casa. Y señor de todas sus posesiones.

Oremos. Oh Dios, que con inefable providencia te dignaste escoger al bienaventurado José para esposo de tu santísima Madre, te rogamos nos concedas tenerlo como intercesor en el cielo, ya que lo veneramos como protector en la tierra. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.