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César Klauer Catálogo

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Page 1: Catálogo

César Klauer

Catálogo

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Cesar Klauer (Lima, 1960) es profesor universitario. Ha

publicado el libro de cuentos “Pura Suerte” (Altazor, 2009), y

los libros infantiles “El gigante del viento”, “El perro Patitas” y

“El delfín de arena” (Altazor, 2010). Su trabajo ha aparecido

en revistas impresas y digitales del Perú y el extranjero tales

como La Revista de Magdalena, Ónice, TXT, Letralia, La nave

de los Locos, Narrativa Breve y Uruz Arts Magazine, y en los

sitios web www.generaccion.com y www.livinginperu.com . Ha

ganado primer puesto en cuento en los juegos florales de la

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, 2009 y mención

honrosa en el concurso internacional de cuento breve Jorge

Salazar – Editorial Pilpinta, 2010. Ha sido seleccionado para

integrar la recopilación “Al este del arcoíris: antología de

microrrelatistas latinos” de Latin Heritage Foundation de

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Estados Unidos. Ganó el Concurso Internacional de Cuento

Breve 2011 de esta misma fundación norteamericana, por lo

que su trabajo aparece en el libro de antología de ganadores

“Los ojos de la virgen”. Además, aparece en la antología

conmemorativa del aniversario de la revista de literatura

Letralia titulada “Poética del refeljo”.

Catálogo es lo que indica su nombre: un muestrario narrativo

en el que se presentan cuentos y microrrelatos a manera de

presentación de su autor. Los cuentos “La suerte es pura

suerte” y “Panchito y los gatos” aparecen en el libro “Pura

suerte” (Ediciones Altazor, Lima, 2009), “Salinger es actor de

cine” ha sido publicado en la antología “La poética del reflejo”

(Editorial Letralia, Cagua, Venezuela, 2011). “Fantasías de

película” fue ganador del Premio Internacional de Relato Latin

Heritage Foundation y aparece en el libro recopilatorio “Los

ojos de la Virgen” (LHF, Washington, EE UU, 2011). Por su

parte, los microrrelatos de esta selección son tomados del

libro electrónico “La eternidad del instante” (Evistos Editorial,

Lima, 2011), disponible en Amazon Editions.

Contacto: [email protected]

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La suerte es pura suerte Los gritos sordos, casi inaudibles, cabalgan sobre el viento de

la tarde que empieza a ser noche, lame las carpetas de

ausentes ocupantes. Acarician los ejercicios sin borrar en la

pizarra desportillada, que fue negra en su juventud: ahora es

gris, o verdosa, o marrón, tal vez. Las voces flotan sobre olas

invisibles, se filtran por las rajaduras de las ventanas, los

huecos en los paneles de las puertas, reverberan en las aulas

desiertas y regresan buscando su origen: el baño, al lado del

5to D.

Combatiendo los rancios olores, los uniformes comentan

la jugada de Pancho: Está difícil. No lo va a lograr. Johnny

nunca pierde. Pancho no les presta atención, sólo piensa en lo

jodido que va a ser sacar tres otra vez. Seguro que saco diez:

¡Cajón de muerto! ¡Qué píña! Los dedos de sus manos se

buscan. Las palmas juntas como si fuera un rezo descansan una

sobre otra, crispadas, sudorosas, esperanzadas. Las lleva

cerca de su boca. Sopla: para la suerte. En medio, los dos

cubos blancos reciben la bendición. Los puntos negros sobre

cada lado tienen la palabra. Empieza a frotarlas suavemente.

Las caras de los dados se besan y es lo único que se oye pues

un silencio expectante se ha apoderado de las siluetas grises.

Frente a Pancho, Johnny, en manga de camisa, aguarda

con una rodilla apoyada en el piso, los brazos cruzados, el

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torso recto: un orgulloso jinete en su montura imaginaria. Sus

ojos son dos brasas ardientes a punto de saltar sobre su

oponente. El humo de su cigarrillo le bloquea la vista por un

segundo, con la mano libre espanta el estorbo y mantiene el

ardor de sus ojos sobre Pancho. Lanza ya de una vez, piensa

mientras lleva el tabaco a su boca y le saca lo último antes de

arrojarlo sin mirar por sobre su espalda. En el silencio, se oye

el sonido del cigarrillo extinguirse en las aguas amarillas del

urinario:¿Vas a lanzar ya, cholo? Sí, ya salía, paciencia, Johnny.

Una bendición más antes de echar los dados a su

suerte. La señal de la cruz. Dos perlas brillantes han

encontrado un caprichoso camino y cuelgan sobre su ojo

derecho. Se distrae un instante. Usa una mano para secarse.

Es un movimiento instintivo, mecánico, que se hace sin pensar,

pero que para Pancho es un desvío en su plan de sacar tres y

acabar con la angustia, llevarse el pozo –el más grande que han

visto– y marcharse a casa con los bolsillos repletos. De pronto,

un impaciente dado se escurre por entre las falanges

encogidas. Trata de asirlo, no lo consigue, sólo logra impulsarlo

hacia arriba. El pálido cubo vuela por el aire enrarecido del

baño sostenido en su vuelo por las miradas, las bocas abiertas,

el hedor de los retretes, la angustia en su pecho. Se suspende

sobre las expectantes cabezas, se burla, muestra todos sus

números rotando en cámara.

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Johnny observa inmutable. Sonríe. La fortuna lo

acompaña. Pancho tendría que soltar el segundo dado y así

hacer que el desliz parezca una jugada. Esperar que no salga el

cajón. Rogar por el tres. Pero, Pancho reacciona con rapidez,

con una velocidad que no se le conocía, y atrapa el cubo en el

aire: ¡Eso no vale! Johnny gesticula endureciendo las facciones,

señalando el puño de su rival. Y Pancho, que sí valía. Se

incorpora a medias.

Nadie se atreve a comentar el incidente, eso sería

tomar partido a favor de Pancho y comprarse la enemistad de

Johnny para siempre. No conviene. Con el puño en alto, Pancho

mira a su alrededor hurgando en los rostros de sus

compañeros de clase, queriendo encontrar apoyo. Ve a todos

los ojos esquivar su inquisidora búsqueda, nota los movimientos

de cabeza imperceptibles, observa las respiraciones

suspendidas. Enfrenta al negro: ¡Sí, vale! Levanta la cabeza,

intercepta la mirada de Johnny. La sostiene sin pestañear. Y

Johnny: ¡Ya tira, cholo de mierda! Fueron varios tensos

segundos que el negro consumió palpando los bolsillos de su

pantalón en busca de su cajetilla, los músculos de los brazos

tirantes, marcados sobre su piel mestiza.

Pancho suspira aliviado, pero nadie lo ha notado, como

nadie ha notado el temblor de sus manos porque lo disimula

frotando los dados otra vez, haciéndolos chocar, calentándolos

de nuevo. Vuelve a rociar su aliento sobre los cubos. Vuelve a

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dibujar una cruz. En el nombre del padre del hijo y del espíritu

santo. Tres, por favor, diosito. ¡Ya, pe! Brama Johnny. De su

boca llueve saliva sobre la pila de billetes y monedas sin dueño.

El humo de un nuevo cigarrillo abofetea la cara de Pancho. ¡Ya!,

dice Pancho, inhalando el humo, robándole un poco de

seguridad a Johnny.

Hace un puño hueco. Los dados bailan adentro. Lo agita

en alto, mostrándolo a todos: La suerte es pura suerte, piensa.

Johnny, mirándolo a los ojos, lanza el cigarrillo como la

primera vez, sólo que en esta oportunidad no se le escucha

extinguirse en los orines: Buena señal, piensa Pancho. La mano

baja como un bólido. Los dedos se aflojan para dejar caer la

suerte, se abren en toda su extensión cerca del piso y los

cubos ruedan. Johnny deja su postura de estatua ecuestre

para seguirlos. Pancho ha caído en cuatro patas, la respiración

contenida y la suerte es pura suerte, danzando en sus labios.

Si pierde será mala suerte para él, no para Johnny.

Los dados golpean la pared y regresan coquetos por

donde vinieron. Se detienen cerca del pie de Johnny

mostrando su veredicto: cinco: ¡Carajo! Pancho levanta los

brazos, vuelve el rostro sin querer mirar. Que lance de nuevo,

cholo. Johnny tuerce la boca, empuja con el pie las cinco

bolitas negras –tres y dos– hacia Pancho. ¡No toques mis

dados!, ruge Pancho, el dedo índice señalándolo, los ojos muy

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abiertos. Y Johnny que estaba bien, cholito. Baja el volumen,

casi murmura, no era para tanto. Sonríe.

¡Cambio de dados!, pide Pancho. Y el negro, que no

había, cholo huevón. ¿O acaso creía que estaba en Las Vegas?

Pancho lo mira fijamente. No le tiene miedo a él sino a

la suerte, que es pura suerte. Recoge los dados e inicia el

ritual una vez más.

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Panchito y los gatos La cabeza del gato negro reventó. Tal como las sandías que

usaban para las prácticas en Cieneguilla. El cuerpo decapitado

cayó a unos metros, sacudiéndose sobre el polvo. Qué buena

puntería, se felicitaba Panchito transportado al mismísimo

lado del cadáver, a través de la mira telescópica de su

carabina. Va uno, masculló manteniendo el ojo izquierdo

cerrado y el derecho atisbando por el extremo del cilindro. No

perdió la posición de tiro apoyado en el muro, los codos como

soporte, el gorro tirado hacia atrás. Había visto que la guardia

de asalto de los programas de la tele volteaban la visera hacia

la nuca cuando iban a disparar: Así que.. ¿así se hace?, decidió

imitarlos.

Satisfecho, despegó la cara de la mira. Inspeccionó los

techos en busca de más blancos. Habían salido corriendo

cuando escucharon la detonación. ¡Más cojudos, los gatos!,

sonreía porque el tiro no había sonado tan fuerte. La escopeta

sí que asustaba. Recordó la primera vez que disparó una, en

Cieneguilla. Pero eso habría sido mucho para esos gatos

miserables, endureció el semblante.

Se quedó de pie con el arma cruzada sobre el pecho.

Desde el cañón aún caliente, un espiral de vapor y humo se

elevaba delgado y minúsculo. Revisó el techo: los felinos habían

huido. Ya saldrán, rumió mimando a la carabina con las yemas

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de los dedos. La voz de su mamá lo alcanzó cuando observaba

los cachivaches desperdigados por las azoteas: sillas

desfondadas. Cajas de cartón amarillentas con sabe Dios qué

adentro. Ropa en cordeles zarandeándose según la voluntad del

viento. Pelotas viejas. Cajas de cerveza cubiertas por costras

de polvo remojado: ¡Panchito! La voz era nítida: ¿Qué haces,

hijo? Sólo veía el paisaje, suspiró.

Volvió la cabeza hacia la escalera, levantando las cejas,

la segunda pregunta nunca llegó. Entonces, recordó el objetivo,

No hay que olvidar la misión … Gatos, gatos, ¿dónde están?, se

repetía recordando la mañana anterior, el día bañado en

lágrimas, las ofertas inútiles de sus padres: Te compramos

otras, que no se pusiera así. Le dijeron incansablemente

tratando de animarlo, pero no lo lograron. En la noche, sin

poder dormir, fue cuando se le presentó la idea. De un

momento a otro. Tal vez, fue porque vio el estuche de la

carabina colgado en la pared iluminada por la tenue luz que se

filtraba de la calle. El arma le hablaba. Le rogaba que la sacara

y la pusiera en acción de una vez por todas. Una misión de

verdad, murmuró incorporándose en la cama.

Un gato amarillo asomó detrás de las cajas de cartón, a

veinte metros. Tambores de guerra redoblaron en su pecho.

Panchito asumió su papel de francotirador. Las arrugadas

letras azules engulleron el elástico pelaje en una fracción de

segundo. De la “L” se proyectaba al aire una gruesa línea de

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pelos crispados. La veía menearse formado caprichosas eses,

medialunas, signos de interrogación. Luego, el asomo de una

pata hizo caminar a la guarida. ¿Era la trasera? La caja se

sacudió indecisa ¿Dónde estaba? La caja de leche se defendió

de la gravedad lo mejor que pudo ¿Salía o no salía? Pero su

fuerza no resistió y rodó gritando incoherente. Panchito aguzó

la mirada, metió el ojo en la mira: Tranquilo, tranquilo, se

animaba en voz baja. El felino, alertado por los gritos vacíos

del cartón, corrió a explorar la seguridad de otros rumbos: Te

salvaste, Don Gato. Panchito suspiró.

La mañana anterior, había subido a la azotea llevando el

maíz, el agua, los periódicos viejos. En el camino, un rumor

inusual lo saludó. Parecía venir de la jaula: El viento no la

mueve así, pensó rascándose la barbilla con un dedo. Levantó la

mirada hacia el rectángulo lleno de palidez, neblina y

contaminación que maliciosamente lo esperaba. Luego el rumor

fue un barullo y, de pronto, un alboroto. Creyó distinguir un

ronroneo. Un piar ahogado. Alas batientes. Apretó el paso.

Ganó el tope de la escalinata y descubrió la matanza. A un lado

de la jaula encontró un hueco, plumas blancas, negras y grises

regadas por dentro y por fuera, sangre en el piso y en la malla

metálica destrozada. La paloma muerta, torcida sobre un

montículo de maíz, explicaba lo que había pasado.

Un gato gris lo regresó de sus recuerdos, había

tumbado un balde vacío y ahora caminaba despreocupado sobre

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el borde de un muro. Ya vas a ver, Panchito se acomodó sobre

los codos. La carabina llamaba al felino. Por el teleobjetivo lo

vio detenerse y estirarse bostezando. Gato vago, masculló, y

se preparó a ajusticiar al animal. Su dedo índice acariciaba el

gatillo a la espera de que se detuviera en un buen sitio: No voy

a fallar, pensaba.

De pronto, del cuello de la víctima saltó un destello que

alcanzó a penetrar por la mira, cegando a Panchito por un

segundo. Quitó la cara repelido por el fulgor. ¿Qué era eso? El

gato seguía estirándose y bostezando, luego empezó a lamerse

el cuerpo medio sentado. Panchito lo observaba vacilante.

Volvió a ubicarlo en el centro de la mira, pero no disparó. Lo

estudió con mayor detenimiento. ¿Qué llevaba en el cuello?

Fue entonces que lo vio: un collar negro, camuflado por

el pelo gris del animal, pendía sobre su pecho con una medalla

plateada: Este gato tiene dueño…, su corazón dio un salto. ¿De

quién sería? El gato se lamía una pata trasera. ¿Qué hacía en

los techos? El dedo coqueteaba con el gatillo ¿Se habría

escapado? Por un breve segundo, consideró perdonar al felino,

¿Y si no era culpable?, razonaba sin quitar la vista del acusado.

La matanza y la imagen de la paloma muerta, desplumada,

estaba todavía muy fresca.

Se volvió hacia la jaula, aún sucia de sangre, plumas,

entrañas. En ese momento, lo que reproducía en su recuerdo

estaba de pronto frente a él: las imágenes de su desdicha, su

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madre barriendo las plumas, baldeando las manchas rojas, él

mismo doblando los periódicos del suelo, recogiendo el maíz,

enjugándose las lágrimas, la jaula destrozada como

escenografía. Entonces, el dedo pareció actuar por su cuenta y

se contrajo con rapidez y luchó contra la resistencia y trató

de alcanzar al resto de la mano para formar un vengativo puño

pero el arma se resistió a actuar y el gatillo no obedeció y el

dedo insistió en la orden y el gatillo se entercó y el arma no

funcionó.

La examinó maldiciéndola entre dientes, la sacudió con

fuerza, le dio vueltas preguntándole por qué no cumplía si

estaba bien cuidada y engrasada y aceitada y dormía en un

hermoso estuche importado y ¿acaso no la llevaba a pasear a

Cieneguilla? ¿Por qué? En eso descubrió que estaba con el

seguro puesto ¿Cuándo lo puso? Habría sido de casualidad.

Liberó al arma y retornó a su misión ¿Dónde andas? Sus ojos

pasearon los techos, se detuvieron especialmente cerca de las

cajas y sillas desfondadas, examinaron las esquinas alejadas,

escrutaron los bordes de los muros bajos que separan la

seguridad de la caída libre. Al fondo, el mar empezaba a hervir

con la cercanía del sol y la angustia ponía un pie en su ánimo.

Escuchó una voz tenue flotar hacia él pero no entendió

las palabras que acariciaron sus orejas suspendidas en la

humedad del aire. ¿Era el viento? Las sintió de nuevo y esta

vez estuvo seguro de que eran una sola palabra repetida

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¿voces de las casas? Tres sílabas ¿voces de la calle? Empezaba

con “mi” ¿llamaban? Mini ¿un niño? ¡Mininooo!, cantaba la voz

de una niña. Bajó la carabina y la puso a sus pies, luego apoyó

los codos en el muro y contempló el paisaje

despreocupadamente atento. Una puerta de abrió y lanzó un

vestido rosado, una chompa blanca, una cinta roja, un par de

ojos buscones y el llamado: ¡Mininooo! La cabecita de un lado a

otro, las manos sobre los cachivaches, el canto de la voz.

Cogió el arma y apuntó hacia la niña. En el centro de la

mira la ignorante figurita seguía buscando. Los dedos le

picaban. Tenía una comezón intensa a lo largo del índice que

luego se extendió por el medio y el anular y el meñique, llenó la

palma de la mano que rechazaba la idea temblando y sudando,

resbalándose del permisivo gatillo. La niña cambió de posición y

ahora buscaba a su mascota dándole la espalda al

francotirador, su voz canturreando las tres sílabas. De pronto,

la carita brilló con una sonrisa que a Panchito le causó una

extraña sensación de alivio: Dos pájaros de un tiro, se le

iluminó el rostro mientras se pasaba la mano por el pantalón

inútilmente. Su pulso estaba tan resbaladizo como su

determinación. En la mira empezó a llover. Panchito se secó la

frente con la manga de la camisa sin perder de vista a sus

víctimas. La niña se sentó con el gato en los brazos, lo

acariciaba empezando por la cabeza y bajando por el lomo. El

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felino se estiraba, cerraba los ojos, enderezaba la cola de a

pocos y de pronto saltó de su regazo.

La mañana anterior, cuando se acercó horrorizado a la

jaula descuartizada, pudo ver un gato negro escapar con una

paloma en el hocico. Trató de ir por él pero el felino saltó

hacia el techo vecino dejando una línea de plumas colgada en el

aire. Unos metros más allá, divisó otros gatos evadir su mirada

lluviosa detrás de los cachivaches: más plumas estelaban su

huida. Recogió la única paloma que había quedado. Bajó con su

camiseta impregnada de lágrimas.

La niña salió del círculo magnificado agachándose hacia

el gato: Ven, Minino. Le ofrecía las manos calientes, las

caricias y los besos. Panchito observaba resistiendo la picazón,

pero también dejándose convencer por la voz convertida en

patas de insecto que subía por sus orejas y se metía por el

conducto auditivo, cosquilleaba al tímpano. Se abría paso

penetrando su voluntad y hablando sordamente. Primero le

ordenaba que accionara el gatillo. La voz, ahora viril y

autoritaria, firmemente le daba las instrucciones. Pero su

ánimo se resistía, la mano espantaba la ilusión como si se

tratara de una mosca fastidiosa o una abeja a punto de picar.

La voz decidió cambiar su estrategia y vestirse de seda y

gasa, musicalizarse con dulzura, pero sin abandonar su

venenosa sugerencia. Tenía ahora una personalidad próxima al

ruego, hermana de la súplica, emparentada con la miel, ¿era la

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voz de su mamá? Panchito, le decía su madre, dispárale a la

niña, disfrazaba su maldad con tonos de ángel. Así hablan los

ángeles, pensaba él y los pelos de su nuca se erizaban, su

pecho se ensanchaba y su dedo apretaba el gatillo con mayor

fuerza, sentía la cordura del resorte negarse a martillar sobre

el anhelante cartucho.

Entonces, apretó sin esperar la orden final. El dedo

resbaló del gatillo y éste regresó a su posición inicial con un

clic apagado y sarcástico.

Maldijo entre dientes. Se secó las manos en el costado

del pantalón. Retornó a la posición de disparo, decidido a

hacerlo de una buena vez y vengar la matanza hecha por los

gatos. ¿Una niña vale 9 gatos? Se apartó de la mira

telescópica, observó una paloma blanca que volaba sobre su

cabeza y que, de pronto, aleteó suavemente y se posó en el

muro, a solo un par de metros de él. Quiere mirar, un hilo de

saliva en la comisura de sus arenosos labios.

Panchito suspiró, se secó la frente y le contestó a la

voz: Ya, ahora sí.

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Salinger es actor de cine Enrique Moreno le devolvió la sonrisa a la chica que lo atendió.

Cogió su café, le puso azúcar, lo tapó y buscó su mesa; alejada,

pero con buena iluminación: quería continuar leyendo el

interesante libro de Vila-Matas sobre los escritores del No,

aquellos bartlebys que abandonaban la escritura. Se sentía un

poco identificado ellos: no escribir como un acto de rebeldía,

pero al fin, sus ganas de publicar sus cuentos y hasta la novela

que tenía avanzada le ganaban. Por ahora era solo un escritor

en potencia, y desempleado.

Con un suspiro de satisfacción divisó, en la esquina que

se forma por el amplio ventanal, su mesa acostumbrada libre

de personas y vestigios de desayunos: tazas sucias, migajas de

pan, servilletas arrugadas. El grueso vidrio le prohíbe el paso a

los ruidos del tráfico matutino, pero permite una vista cómoda

del estacionamiento y de los clientes que llegan al agradable

local; era su lugar preferido para leer y, al mismo tiempo,

matizar la lectura con la práctica de su voyerismo inocente,

aquel que se alimenta en las ilusiones de ligarse a una chica

hermosa con solo mirarla intencionalmente, sonreír de medio

lado, a lo Bogart, y hacerla caer en sus garras sin más. Una

ilusión que Enrique alimentaba en su cabeza, sin atreverse en

absoluto a sobrepasar ese límite de su imaginación y plasmarlo

en la vida real, pero sí en sus relatos más escondidos.

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Se sentó, abrió el libro en la página señalada con doble

marcador: el que le hizo su hija hace unos años, con un dibujo

de él en su estilo cándido de niña amorosa, y el que le había

regalado su hijo por el día del padre, un poco más tosco, pero

reluciente de amor. ¿Se había encontrado el narrador de la

historia de Vila-Matas con Salinger en Nueva York? Estaba

interesante el episodio, un escritor emblemático del No, que

se escondió y dejó de escribir, o al revés, sin razón aparente.

El narrador quería saber qué impulsó al mítico norteamericano

a renunciar a la literatura. Salinger no viajaba solo en ese bus

neoyorquino, iba con una muchacha. Estaban ambos por bajar

del vehículo, seguidos de cerca por el narrador del episodio,

cuando Enrique notó, por el rabillo del ojo, una silueta que le

llamó la atención. La mujer se encaminó hacia la puerta de

entrada del local. Era alta, de cabello castaño ondulado; un

gorro de lana cubría su cabeza y caía como boina por el lado

izquierdo del rostro, sin ocultarlo al escrutinio de la mirada de

Enrique. Caminaba con la seguridad de quien ya tiene su pedido

decidido antes de llegar a la caja: Un alto del día con un shot

de almendra, por favor. Pagó, aguardó unos segundos

prestándose sin querer al examen minucioso de Enrique, que ya

había cerrado su libro en medio de la anécdota de Salinger en

Nueva York, ¿se atrevería a hablarle el narrador? La mujer

vestía un atuendo de lana tejida, del mismo color marrón que el

gorro, sin mangas, pero con un polo de mangas largas de

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algodón negro debajo y mallas apretadas, también negras, que

se perdían en botas de cuero puntiagudas, hasta tres cuartos

de altura de las pantorrillas. El vestido caía hasta casi cubrirle

las rodillas, se pegaba a su cuerpo de señora bien cuidada,

cliente asidua de gimnasio, aficionada al spinning y los

aeróbicos. Su forma de pararse al lado del mostrador de

entregas era al menos curiosa: sus pies apuntaban hacia

adentro, una de sus rodillas estaba flexionada un poquito hacia

el interior, se frotaba las manos suavemente y su ojos,

marrones en la distancia, recorrían la sala donde solo unas

cuantas personas conversaban, respondían emails, leían la

revista gratuita del establecimiento, pensaban en sus asuntos

en silencio. Sus ojos pasaron por su sitio, Enrique desvió la

mirada para no delatarse. Nerviosamente trató de retomar la

lectura de Vila-Matas pero tuvo tan mala suerte que ambos

marcadores saltaron de su sitio y cayeron al piso, por tratar

de cogerlos en el aire, casi tumba su café. Ni planeándolo

hubiera podido llamar más la atención.

Atisbó hacia el mostrador pero la mujer de vestido de

lana ya no estaba allí, la encontró casi de inmediato frente a la

mesa del azúcar. Ella levantó la cabeza con una expresión

entre levemente angustiada y serena en el rostro, ¿esperaba a

alguien? Cogió su café y caminó buscando donde sentarse, pero

no eligió la mesa que estaba más próxima a ella, sino que siguió

su camino con dirección a la esquina lejana que Enrique

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ocupaba, ¿venía donde él? El nerviosismo lo asaltó de nuevo,

abrió el libro sin respetar la señal de los marcadores, no se dio

cuenta que tenía el texto de cabeza. Por el rabillo del ojo

seguía el camino que la mujer dibujaba, podía escuchar sus

pasos ensordecidos en la alfombra, sintió una gota de sudor

brotar de su sien y lacerar su piel con una quemante

desesperación. Su respiración entrecortada empezaba a

transformarse en un gemido como de asmático, un defecto que

le había traído problemas desde chico, por eso en el colegio le

habían puesto el mote de “Aullador”: en los exámenes orales no

dejaba de gemir con tal fuerza que los profesores, cuando aún

no lo conocían bien, pensaban que estaba burlándose de ellos.

¿Señor Garcés?, escuchó la suave voz a su lado. Levantó

la mirada y encontró a la mujer parada allí mismo, mirándolo

inquisitivamente, el café en la mano, los labios ligeramente

abiertos a punto de hacer una segunda pregunta: ¿El señor

Pedro Garcés? Enrique no sabe cómo le llegó la inspiración, y

con ella, la confianza de la que adolecía desde siempre para

hablar con extraños, especialmente si eran del sexo femenino

y le dirigían la palabra sin previo aviso. De su boca salió una

respuesta tan certera que Enrique dudó por un momento si era

él quien la había pronunciado o era el tal Garcés metido en su

piel. Es que sonaba tan firme y confiada, tan verdadera, que de

inmediato comprendió que no era solamente una respuesta sino

un escudo invisible que lo protegía de todo, que le daba la

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libertad de hacer y decir lo que fuera sin ser responsable de

sus actos: era Garcés mismo, que lo culpen a él si algo iba mal,

¿quién le mandaba a esa mujer a ofrecerle esta oportunidad?,

no era su culpa que ella misma llegara y le iniciara la

conversación, lo que no estaba del todo claro era cómo iba a

continuar la charla, a esas instancias no llegaba su

atrevimiento: Sí, soy yo, sonrió como Garcés y cerró el libro

con suavidad.

La mujer lo examinó unos segundos en silencio,

¿dudaba? Pasó el café a la mano izquierda, estiró la derecha y

se la ofreció a Enrique. Mucho gusto, Mariela Mesones.

Mariela Mesones, qué nombre tan sonoro, tan musical, tan

perfecto para esa mujer de cabello castaño, ojos color de miel

y gorro medio caído, ¿qué edad le echaba? Andaría por los

treinta-y-tantos, no llegaba a los cuarenta, pero eso no

importaba, ¿o sí? A sus casi cincuenta, Enrique nunca había

tenido cerca de una mujer de ese porte. Mucho gusto, señorita

Mesones, se levantó de su silla, le estrechó la mano, tibia por

el café que había sostenido antes de saludarlo, ¿podía llamarla

Mariela?, ella lo miró fijamente a los ojos; Enrique quiso

ahogarse en ellos ahí mismo, ¿no le molestaba que la llamara

por su nombre a secas, no? Claro que no, señor Garcés.

Con un gesto del brazo la invitó a acompañarlo, ¿y

ahora? Mariela dejó el café sobre el tablero a cuadros, colgó

su cartera en el respaldar, se sentó y se acomodó en la silla

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como buscando que se amoldara a sus redondeces. Enrique

sintió que el corazón le latía con mayor fuerza, logró dominarlo

casi de inmediato, convertirse en el doble de Pedro Garcés

funcionaba, pero, ¿hasta dónde lo protegería? Él no sabía qué

era lo que ese tal Pedro Garcés tenía que conversar con

Mariela, ¿y si se aparecía y la reconocía? De algún modo

habrían coordinado; evidentemente, a ella le había fallado, ¿y

si Pedro Garcés no se confundía? Cogió su café, sorbió un

trago amargo, reconfortante, tenía que ganar tiempo y pensar

en algo rápido.

Mariela inició el diálogo, ahora él solo tenía que seguirle

la corriente hasta poder inventarse algo convincente. Su voz

sonaba cautelosa, aquí estoy, señor Garcés. Sus uñas brillaban

de un rojo ardiente, sus labios llevaban el mismo tono colorado

fuerte. Este es un lugar extraño para una entrevista, ¿no?,

Mariela giró la cabeza escrutando el lugar. Así que eso era,

una entrevista. Enrique había visto varias veces que señores

de saco y corbata llegaban en orden cronométrico buscando a

los entrevistadores. Era una moda, ¿por qué no hacían su

selección de personal en su propia oficina? La miró con

seriedad, ya sabía qué decir, ojalá que el verdadero Garcés no

llegara y malograra el juego: Cuénteme acerca de Ud., por

favor Mariela. Ella abrió los ojos ligeramente, como si la

pregunta la agarrara de sorpresa. Bueno, señor Garcés, aunque

todo está en mi curriculum, le voy a… Lo sé, lo sé, intervino

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Enrique, pero lo que deseo es conocerla en el plano personal,

¿Ud. me comprende, no? Mariella guardó silencio, parecía

estar eligiendo qué dato revelar y cuál guardarse. En ese caso,

le contaré algo acerca de mis gustos, si no le incomoda. A

Enrique no le incomodaba en lo más mínimo, al contrario, sorbió

un trago corto de café, ya tibio, quizás tendría que pedir otro,

pero si lo hacía tendría que invitarle uno a Mariella. Sintió una

punzada en el bolsillo: su presupuesto no andaba tan holgado,

ese local no era barato. Usualmente gastaba solo lo que

costaba el café más pequeño, sin adicionales ni sánguches ni

nada de las delicias que anunciaban en sus vitrinas

refrigeradas. Él iba allí porque le gustaba el ambiente, la

quietud en las mañanas, el sabor del café fresco que pasaban

cada pocos minutos.

Los instantes que siguieron le parecieron a Enrique un

sueño, no porque fueran hermosos, sino porque se aburrió

como un cactus. La tal Mariela no tenía nada de encantador.

Sus intereses personales iban desde las películas y series de

vampiros, tan estúpidamente en boga, hasta seguir un

programa de bailes de la televisión. ¿Ud. cree, señor Garcés,

que van a eliminar al ex de la señito?, los ojos de Mariela

saltaron en los suyos intercaladamente, tomaba el café en

largos y ruidosos tragos. Llegó un momento en que ya se lo

había acabado, pero ella insistía en succionarle el aroma al

vaso, lo dejaba sobre la mesa con un golpe seco, hueco, sonoro,

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¿esperaría que le invitase otro? Enrique no sabía si quería

terminar la farsa o continuarla para ver hasta dónde llegaba.

De todos modos, Mariela era bonita, y, si no la escuchaba con

atención, solamente mirarla era agradable. ¿Sería casada?, no

le había preguntado, seguramente estaría en su curriculum,

pero él no lo tenía, ni siquiera llevaba algo que pudiera hacer

pasar por una carpeta de datos personales, un folder, un sobre

manila.

En eso, Enrique vio entrar al local a un par de

encorbatados muy serios. Sus trajes elegantes contrastaban

con el atuendo simple y sin corbata que él vestía. Uno tenía

cara de Garcés, el otro llevaba varias carpetas de cartón en la

mano, tenía aspecto de asistente o secretario. El asistente se

puso en la cola para pedir los cafés mientras Garcés esperaba

al lado de la mesa del azúcar, miraba su reloj, examinaba a los

presentes, se rascaba el pómulo. Mariela estaba ahora

tratando de convencer a Enrique de que los aeróbicos eran

mejores alternativas de ejercicios que el spinning: Verás,

Pedro, ya lo tuteaba con toda confianza, en el caso de los

aeróbicos, se ejercita todo el cuerpo, sonrió, en cambio, con el

spinning solo endureces piernas y trasero, se golpeó el muslo

con la palma de la mano, sus blancos dientes iluminaron la

mesa. Enrique no le prestaba atención de verdad, solo asentía

de vez en cuando y soltaba un gruñido que bien podía ser un sí

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como un no-sé o un ya-no-fastidies. Mariela no parecía

inmutarse por la falta de interés y continuaba con su perorata.

Enrique vigilaba a los recién llegados. El asistente ya

tenía los cafés en la mano, se acercó al jefe, pusieron el

azúcar. Garcés seguía examinando a todos, no tardaría en

ubicar a Mariela conversando con él y entonces sería la

hecatombe, la bomba nuclear, el fin del mundo. ¿Quién es Ud.

y por qué ha usado mi nombre? Enrique no sabría qué

responder, tendría que salir corriendo, esquivando al vigilante

que seguramente, advertido por el asistente, ya estaría allí

para detenerlo y entregarlo al serenazgo y la policía. Enrique

empezó a sudar frío. Transpiraba por la frente, el cuello, la

espalda, las manos. El gemido de asmático amenazaba con

hacerse presente, eso ya sería el colmo, lo acusarían de acoso

sexual o algo peor. Mariela le estaba diciendo que el horario de

la oficina era muy importante para ella porque tenía ciertas

actividades, que no llegaba a explicar con claridad. Requerían

de su atención personal, ¿tú entiendes, no, Pedro? Enrique

gruñó un sí que parecía ya, movió la cabeza afirmativamente.

Vio a los encorbatados iniciar su búsqueda de una mesa,

decidieron ocupar un juego de muebles de sala con mesita de

centro justo a unos metros de donde estaban ellos dos. Para

suerte suya, Garcés y su asistente se sentaron dándoles la

espalda. El jefe preguntó algo que Enrique no pudo escuchar,

pero imaginó que preguntaba con quién tenía la entrevista; el

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asistente abrió el folder que llevaba y consultó una lista con el

dedo índice, miró su reloj y le habló a Garcés.

Mariela sonreía esperando una respuesta, Enrique se

rascó la barbilla, luego la cabeza; finalmente, se frotó la

frente y la cara, su piel se estiró disimulando su expresión

preocupada ¿Entonces?, ella seguía sonriendo. Enrique se

entretuvo de la preocupación de tener al verdadero Garcés

cerca, observó a Mariela con detenimiento: tenía unos dientes

perfectos, blanquísimos y parejos, ¿serían de verdad? Su nariz

era también elegante, ¿cuánto le habría costado? El vestido de

lana pegado al cuerpo dibujaba sus pechos redondos de una

forma provocativa, sin ser atrevida, ¿quién se los habría

hecho? Ella pareció darse cuenta de la verificación de que

estaba siendo objeto, no se sobresaltó, no dejó de sonreír, sus

ojos brillaron con malicia, se mordió el labio inferior

suavemente. Enrique suspiró, ¿y ahora? Se oyó a sí mismo

como si fuera la voz de otro, la de Garcés: ¿Eres casada,

Mariela? Ella cambió el semblante animado por uno más

sombrío, pensativo. Examinó a Enrique un instante: Era, reveló

al fin, ¿es eso importante?, se puso seria. Enrique no perdía de

vista a Garcés y su asistente. Ahora, el secretario se había

levantado y recibía con gestos amables a un hombre de unos

treinta años. Enrique suspiró aliviado, el turno de Mariela

había pasado, ahora se dedicarían a otros postulantes. La miró:

Tal vez, sonrió seguro de sí mismo. ¿Y tú eres casado, Pedro?,

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retrucó Mariela mirándolo de costado, ladeando la cabeza un

poco, sus labios arqueados camino a una sonrisa. Enrique le dijo

la verdad, era casado, allí estaba el anillo, ¿ves, Mariela?, alzó

la mano con el oro resplandeciente en su dedo; pero él no

hablaba de su situación, sino de la de ella. Mariela pareció

haber recibido una mala noticia, su rostro se ensombreció,

para Enrique esa no era una buena señal, tenía que regresarla a

ese estado alborozado de antes. ¿Tenía hijos, Mariela?

Entonces se dio cuenta que podría haber malogrado todo, si

Mariela tuviera hijos, recordarlos no era la mejor manera de

seducirla, ¿no? Ella suspiró, no tenía hijos, pero quería hablar

más bien del trabajo, ¿cuánto es el sueldo, Pedro? Mariela

recobró el aplomo y la sonrisa; Enrique desvió la mirada un

segundo hacia la ubicación de Garcés y su asistente. Parecían

terminar la entrevista con el postulante, se estrechaban las

manos, Garcés se veía satisfecho, el postulante se fue con

cara alegre. El sueldo, Pedro, ¿cuánto es? Enrique retomó la

conversación con Mariela. Eso depende, la miró a los ojos. Ella

no preguntó de qué dependía, suspiró, se enderezó en el

asiento, cogió el vaso de café, vacío, chupó la boquilla, lo agitó

en el aire comprobando que ya no había más café, lo dejó en la

mesa. Frunció los labios, como si fuera a darle un beso a

alguien: ¿Qué quiere decir eso, Pedrito? Enrique vio a Garcés y

su asistente salir conversando animadamente. Antes de

desaparecer por el umbral de salida, Garcés examinó el salón

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una última vez, su mirada se cruzó con la de Enrique, se detuvo

en él un segundo, el asistente salió y mantuvo la puerta abierta

para su jefe, Garcés se fue con aire dubitativo, Enrique sonrió.

¿Qué qué significaba eso?, ¿Mariela se hacía la tonta o lo era

de verdad? Enrique revisó su billetera mentalmente, sabía que

no contaba con grandes fondos, solo los justos para pagar su

gasolina del mes, pero tenía su tarjeta de crédito sin usar, la

que guardaba para emergencias, ¿la tenía a la mano?, claro que

sí, siempre la llevaba por si ocurría alguna urgencia. ¿Sería

seguro usarla? Mariela, la miró directo a los ojos, con una

confianza digna de mejor causa, un aplomo insospechado para

él mismo, ¿acaso tengo que deletrearlo?, esbozó una sonrisa

Bogart, solo le faltaba el cigarrillo nublándole la vista.

Mariela suspiró: ¿Por qué siempre es así, Pedrito?,

apretó los labios, miró alrededor, cogió el vaso de café, lo

agitó, volvió a dejarlo en la mesa. Enrique sentía el corazón

luchando por salirse del pecho. ¿Pero, cuánto es?, dime,

Pedrito. Enrique sonrió. Él, empezó a contarle, necesitaba una

asistente personal, el otro puesto, ese de… ¿recepcionista?,

Mariela se le adelantó, apretó los labios y suspiró resignada;

sí, el de recepcionista, era más fácil de cubrir, pero su

asistente personal tenía que ser especial. Ella lo miraba

hurgando en sus palabras a medida que salían de su boca,

sopesando la propuesta soterrada que le estaba haciendo su

futuro jefe. Sabrás entender, Marielita, que es un puesto de

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confianza, donde se tiene acceso a información clasificada,

apretó un puño frente a la mirada atenta de Mariela, y pues

hay que ser muy cuidadosos en la elección. Enrique no sabía

cómo le salían todas esas mentiras, sin siquiera temblarle la

voz, ni dudar, como si fueran verdad y él se llamara Garcés y

pudiera ofrecerle ese trabajo a Mariela.

Sonaba interesante, Mariela hizo un puchero, cruzó las

manos sobre la mesa, puso cara de niñita, o al menos eso le

pareció a Enrique que quería ella, y preguntó nuevamente: ¿Y el

sueldo, Pedrito? Enrique suspiró, se enderezó en la silla: El que

tú quieras, tengo carta libre. Mariela sonrió, cogió el vaso de

café, pero recordó que estaba vacío, lo agitó, se encogió de

hombros.

Enrique la miró fijamente a los ojos: ¿estaba ella en

condiciones de ocupar un puesto de esa importancia? Mariela

puso cara de sorprendida: ¿Qué pregunta es esa, Pedrito? Ella

tenía todo para hacer el trabajo a completa satisfacción de su

jefe. El énfasis con que pronunció todo y satisfacción le

pareció a Enrique suficiente señal. Entonces, vamos, se

escuchó decir con una sorprendente sangre fría, debes pasar

una prueba. Se levantó, la cogió de la mano, sintió la suavidad

de su piel, la agresividad de sus uñas, la liviandad de su paso

seguro y firme, sus músculos de gimnasio, el pelo en cascada

sobre los hombros, su perfume floral penetrante.

¿Sabes quién es Salinger, Mariela?, la miró.

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¿No es un actor de cine?, Mariela movió la cabeza

negativamente.

Sí, Mariela, pero de los antiguos.

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Fantasías de película La función estaba por empezar: las luces de la sala, de a pocos,

daban paso a las penumbras que luego serían laceradas por los

rayos de plata nacidos del proyector. No había asientos libres,

excepto el que estaba a mi derecha; a mi izquierda se abría un

camino de tinieblas, estelado de luces rojas. Sobre el espaldar

había puesto mi casaca, un viejo pero efectivo truco para

evitar a los vecinos: el cine debe ser un placer solitario.

De pronto, las penumbras vertieron una silueta justo a

mi lado. Alcé la mirada y la vi: su cabello lacio se deslizaba en

cascada sobre los hombros, su figura delgada emanaba una

aromática brisa floral que flotaba a su alrededor

resueltamente. El centelleo intermitente de la pantalla me

reveló un rostro sugestivo, de facciones jóvenes y delicadas,

una nariz pequeña y redondeada. ¿Está ocupado?, el índice

extendido señalaba el asiento libre. Su voz era un canto

apacible, pero al mismo tiempo transmitía una seguridad que le

impregnaba un matiz seductor. No, no estaba ocupado. Cogí la

casaca, me puse de pie arriesgándome a ser insultado por las

decenas de sombras detrás de mí. La chica pasó tratando de

no tocarme, pero en el cine eso es imposible: sus firmes nalgas

me rozaron por un segundo larguísimo en el que su fragancia a

rosas me encerró en un abrazo perfumado. Se sentó

acomodándose sobre el asiento, como amoldándolo a su cuerpo;

de inmediato, fijó la mirada en la pantalla, atenta a la acción

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de la que yo ya me había desligado por completo. Por el rabillo

del ojo, inmóvil, la observaba.

Habría pasado una hora de filme cuando fue ella quien

empezó todo: su mano izquierda se escurrió por el posabrazos,

rodó por debajo de la casaca que había puesto sobre mis

piernas y aterrizó en mi muslo derecho. Tan sutil fue el

movimiento que no lo advertí, hasta que caí en cuenta que sus

dedos estrujaban mi pierna con la fuerza leve de un masaje. La

palma de su mano inició una caricia pausada hacia la rodilla

para luego regresar a su posición inicial. Lo hizo tres veces, a

la cuarta, la mano no se detuvo donde había iniciado el

recorrido sino que se aventuró muslo arriba, hasta el

nacimiento de la ingle. Allí se quedó reposando, moviendo los

dedos, quemándome a través de la tela del abultado pantalón.

Yo no sabía qué hacer, ¿la tocaba yo también? Con sigilo

exagerado, dadas las circunstancias, viré la cabeza un par de

centímetros: a mi alcance brillaban sus rodillas y parte de los

muslos, ¿la toco?, estaba tratando de decidirme cuando la

inquieta mano reinició sus exploraciones y me robó la

respiración. Esta vez los dedos querían jugar con fuego:

apuntaron a la cremallera. Con sutileza y pericia asombrosas,

bajó el cierre completamente, ¿acaso nadie había percibido el

ruido de los dientes al abrirse? Volteé hacia la chica, ella

seguía mirando la película impávida mientras que su mano ya

había entrado por la bragueta, jugueteaba conmigo, me

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acariciaba de arriba abajo. Tragué saliva, cerré los ojos, me

abandoné al abismo de su tibia mano.

En el momento menos oportuno, las luces se

encendieron. Escuché el rumor de los comentarios, las risas,

los pasos alejándose, las bisagras de las sillas, los golpes de los

asientos enmudecidos sobre espaldares calientes. Abrí los

ojos, puse ambas manos sobre la casaca, con vergüenza mal

disimulada; entonces, me di cuenta que la chica se había

esfumado. Examiné el gentío que vaciaba sus butacas y

atestaba los pasillos. Busqué entre los perfiles que se

combinaban, ¿tenía falda roja?, mis ojos saltaban de una

silueta a otra, naufragando, ¿llevaba blusa?, no la encontraba,

¿su cabello era negro, castaño?, la sala se desocupaba

lentamente. Me pareció verla, de espaldas, esquivando

cuerpos, atravesando la puerta de salida. Esperé a que la sala

estuviera desierta, la sangre en su lugar habitual. Subí el

cierre del pantalón, suspiré y salí.

En el estacionamiento, mi esposa me esperaba al lado

del automóvil: ¿Qué tal la peli? No supe qué decir; pensé un

instante, inventé que había estado buena, agité la mano en el

aire, me enredé los dedos con las llaves, se me cayó el llavero,

maldije. Ella rió: Sólo a ti se te ocurre ir a ver una de dibujos.

Se aproximó, pasó una mano por mi cabeza, luego me abrazó

con esa aromática brisa floral, tan estimulante; acercó su boca

a mi oreja: La próxima vez lo hacemos en un teatro, ¿qué te

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parece? Su aliento tibio resucitó el cosquilleo entre mis

piernas: Te vas a la última fila, por favor. Bueno, de acuerdo,

pero yo había pensado en el circo. Podía ser, pero lejos del

escenario. Su aliento escaldó mi cuello; allí quizás hasta … Y

yo, jadeante, ¿para qué esperar tanto? Tienes razón, vibró su

voz en mi pecho. Sus rodillas tocaron el piso. Sus manos

buscaron la cremallera.

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Matanza en serie La brillante hoja metálica chorreaba la sangre fresca. La mano

cogía el mango de madera con firmeza mientras los goterones escarlatas reventaban en el piso, teñían de manchas tétricas

sus zapatillas, pantalón, mandil. Al fondo, los gritos dominaban,

aturdían, se desesperaban. Felipe no hacía caso al alboroto, estaba concentrado, enfocado

en hacerlo bien, como siempre. Cogió el cuello de la próxima víctima, la que había elegido al azar, y la degolló con la

maestría de la experiencia. Se secó el sudor con el dorso de la mano que sostenía el arma letal, tragó aire.

Abrió la jaula, sacó otro pollo.

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Medida extrema Yo les había hablado de ese chifa tanto que ahora no podía

quedar mal, exponerme a las represalias de los jefes no estaba en mis planes. El sudor que empezó a brotar de mi frente,

cuello y manos pronto se haría evidente, ¿qué diría entonces?

Por mi cabeza desfilaron las más elaboradas excusas, todas con el objetivo de ocultar lo que no se podía: ¡Mi pescuezo

estaba en juego! Entonces, decidí tomar una medida extrema. ¿Nicolas Cage no

lo había hecho en Vampire´s Kiss? Cogí el tenedor, apunté, la ensarté (crujió un poco), me metí la cucaracha a la boca.

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Ganas de volar Se paró en el risco más alto con el rumor del mar envolviéndolo

y las gaviotas reflejadas en sus pupilas redondas. ¡Qué hermosas eran! ¡Qué vuelo tan elegante!

Sus perfiles se recortaban nítidamente contra el cielo

brillantemente azul, respiraban directamente de las nubes, se dejaban acariciar por el sol como algodones alados que

navegaban en el rumor de la marea: imponentes aves hijas del cielo. Él quería ser como ellas y compartir el espacio libre,

nadar en el viento. Entonces, miró hacia las rocas bañadas de espuma blanca, se alistó a superar el vacío. Sí se puede,

suspiró el pingüino.

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Cena de verano Sus voces eran navajas estridentes teñidas de la

desesperación de las tripas apretadas. La madre se tomó su tiempo decidiendo con cuál empezar, cuatro son muchos,

parecía pensar mientras sus oscuros ojos se fundían con el

horizonte: la incandescente naranja del sol se despedía con solo un gajo fosforescente iluminando levemente el camino del

tibio viento veraniego. Las hojas del árbol se meneaban apaciblemente y producían un silbido tenue con aroma a flores,

café fresco, sopor. Regresó al momento jalada por el escándalo de los chillones hambrientos. Se sacudió, cogió un

gusano. Lo metió en el pico del primer pichón.

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Memoria de los zapatos ¿Recuerdas?, suspiró el príncipe. Alzó el zapatito empolvado

de añoranza. Miró la imponente araña de cristal pendiendo del techo

altísimo del gran salón. Evocó la búsqueda, ¡hacía tantos años!

Recordó los pies sucios, callosos, ansiosos: cientos de candidatas.

¡Ha! No. Me. Hagas. Acordar, resonó la voz cascada, áspera. Se volvió hacia él, la princesa le clavó la mirada como aguja

oxidada.

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Rabo de nube/ Pepe no toma café El rulo blanco, similar a un rabo de nube, brillaba con una luz

que provenía de su centro mismo, y era esa luminosidad combinada con el vaporoso penacho la que precisamente

acentuaba el efecto repetitivo del recuerdo, que retornaba

ahora con una voz tan clara que parecía un presente elástico, una instante pasado-presente-futuro que abarca la vida en

cámara lenta. Con el siguiente rabo de nube, el mensaje resonó otra vez, un

eco de efecto de sonido reverberante y el filo de su brutalidad hundiéndose en su pecho, hendiendo en lo más

blando, incrustándose entre latido y latido con la fiereza

propia de lo inesperado: Te dejo, Pepe, te dejo dejo dejo te dejo te te te dejo.

Y Pepe, inmóvil desde ese instante fatal, veía en la repetición los labios ahora ajenos y que tanto aseguraron que hasta que la

muerte los separe y eternamente por siempre jamás sin fin y

sin solución de continuidad, pero que ya no le pertenecían más, mil veces enroscados en el vapor del café, el rabo de nube que

se apoderó de las palabras para eternizarlas en su caprichoso ascenso.

Milagros no dijo más Pepe te dejo te te te dejo dejo te dejo dejo dejo, ¿era necesario hundir más la daga traicionera? Se

fue después de haber convertido al silencio en una eterna

repetición, y al latir del corazón en un cuchillo envenenado de dolor.

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Pepe examinó la taza de café, las roscas de vapor blanco

envolvieron su visión; se acercó al borde y miró su propio reflejo lloroso en la superficie llana, inmóvil, del oscuro líquido.

Desde aquel día, Pepe no toma café.