cat a el club delos asesinos de letras

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  • 7/27/2019 Cat a El Club Delos Asesinos de Letras

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    Ttulo original:

    ditions Verdier, 1993

    Ediciones del Subsuelo, Barcelona, 2012(para la edicin espaola)

    I.S.B.N. 978-84-939426-4-9

    www.edicionesdelsubsuelo.com

    de la traduccin: Raael Caete

    Diseo de la cubierta: Maite Martn, Kilian Lpez

    Impresin y encuadernacin: Grup4, Badalona

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publica-

    cin puede ser reproducida por ningn medio sin el permiso porescrito del editor.

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    Burbujas sobre el ahogado.Cmo dice?En un rpidoglissando, una ua triangular se desliz

    sobre los hinchados lomos de los libros que nos observa-ban desde la estantera.Digo que hay burbujas sobre el ahogado. Basta me-

    ter la cabeza en el agua para que la respiracin suba enburbujas; una vez arriba se inan y explotan.

    El que hablaba contempl otra vez las hileras de librossilenciosos que se apretujaban a lo largo de las paredes.

    Ya y tambin dir usted que esa burbuja es capazde atrapar el sol, el azul del cielo y el verde balanceo dela orilla. Pero, aunque uera as, qu alta puede hacerletodo eso al que tiene la boca hundida en el ondo delagua?

    De repente, como si hubiera tropezado con una pala-bra, se levant y, ciendo con sus dedos los codos que sehaba llevado a la espalda, comenz a pasear desde las es-tanteras hacia la ventana y luego en sentido inverso, limi-tndose de vez en cuando a escudriar mis ojos con lossuyos.

    Pues s, amigo, piense que si en el estante de una bi-blioteca hay un libro de ms es porque en la vida hay un

    hombre de menos. Y, puestos a escoger entre un estantey el mundo, yo prefero el mundo. Las burbujas all arri-ba y yo en el ondo? Pues no, aunque se lo agradezco in-fnitamente.

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    Pero usted intent oponerme tmidamente, us-ted que ha dado a la humanidad tantos libros! Todos noshemos acostumbrado a leer sus

    Di, pero ya no los doy. Desde hace ms de dos aos,ni una sola palabra.

    Pues por ah se dice y se escribe que est usted pre-parando otro y an ms importante.

    l tena la costumbre de no escuchar hasta el fnal.Ms importante, no lo s. Nuevo, eso s. Pero sepa

    que los que hablan y escriben sobre eso, y esto s que los con seguridad, no recibirn de m ni un solo carctertipogrfco ms. Comprende usted?

    Evidentemente, deb de poner cara de no haberle com-prendido. Tras vacilar un momento, se dirigi de repentehacia su silln vaco, lo acerc a m, se sent casi pegandosus rodillas a las mas y escudri mi rostro con atencin.

    Nuestro silencio se ue alargando penosamente.Con la mirada pareca buscar algo en mi rostro, de la

    misma manera que tratamos de localizar una cosa quehemos olvidado en una habitacin. Yo me levant brus-camente.

    Siempre est ocupado las tardes de los sbados lehice notar, y est atardeciendo. Es hora de que me mar-che.

    Unos dedos correosos me asieron del codo, impidien-do levantarme.

    Cierto. Los sbados suelo, mejor dicho, solemosencerrarnos bajo llave y ocultarnos del resto del mundo.Pero hoy se lo voy a mostrar a usted: el sbado. Qude-

    se! Aunque lo que voy a ensearle exige que le ponga enantecedentes. Se los resumir mientras estamos solos.Bien. No creo que sepa que en mi juventud ui discpulode la pobreza. Mis primeros manuscritos me obligaban

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    a invertir mis ltimos cntimos en encolarlos y mandarlospor correo, aunque invariablemente no tardaban en de-

    volvrmelos rechazados. En los cajones de la mesa guar-

    daba un montn de sobres usados, sucios y estropeados.Aparte de esa mesa que haca las veces de cementerio demis fcciones, en mi habitacin haba tambin una cama,una silla y una estantera con libros, compuesta por cua-tro tableros alargados y arqueados por el peso de las pa-labras que recorran toda la pared. Por lo general no tena

    lea para la estua, ni alimento que llevarme a la boca.Pero mi relacin con los libros era casi religiosa, como laque suelen tener las dems personas con los iconos; la po-sibilidad de venderlos era algo que no se me haba pasa-do por la cabeza hasta el da en que un telegrama meoblig a ello: Mam muri el sbado. Tu presencia esnecesaria. Ven!. Aquel telegrama comenz a comerse

    mis libros esa misma maana. Por la tarde, los estantesya estaban vacos y mi biblioteca, convertida en tres ocuatro billetes de banco, metida en el bolsillo lateral demi pantaln. La muerte de quien te dio la vida es unacosa muy seria. Siempre ha sido as, y para todo el mun-do; una cua negra en la vida de cualquier persona. Des-pus de asistir a los unerales recorr de nuevo, a la inver-sa, aquella distancia de mil verstas y volv a encontrarmeen el umbral de mi pobre morada. El da de mi partidaestaba desconectado de la realidad, as que slo ue en-tonces, a mi regreso, cuando el eecto de las estanteras

    vacas se maniest en mi conciencia con toda su crude-za. Recuerdo que, despus de cambiarme de ropa, me

    sent a la mesa y volv la cabeza hacia el vaco que reina-ba en aquellas cuatro tablas negras. Aunque liberadasdel peso de los libros, las tablas an no haban enderezadosus gibas y pareca como si el vaco siguiera presionndo-

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    las perpendicularmente hacia abajo. Trat de desviar la mi-rada hacia otros objetos, pero en la habitacin como yale dije slo haba una cama y aquella estantera. Me

    desnud y me met en la cama, dispuesto a dormir la de-presin. Pero no; aquella impresin, despus de darmeun breve respiro, se reaviv. Yo yaca de cara a las estan-teras, as que contempl cmo el brillo de la luz de la lunatitilaba y luego se deslizaba por las tablas desnudas. Pare-ca como si una vida apenas perceptible, con unos tmidos

    advenimientos, comenzara a brotar all, en aquel espacioausente de libros.Naturalmente, todo aquello no era ms que una bro-

    ma pesada que me jugaban los nervios, as que cuandola maana se desperez, contempl tranquilamente lastablas vacas y ligeramente curvadas de las estanteras ba-adas por la luz del sol, me sent a la mesa y comenc a

    trabajar como de costumbre. En cierto momento necesi-t corroborar unos datos y, en un movimiento incons-ciente, mi mano derecha se estir hacia los lomos de loslibros; en su lugar slo encontr aire. Esta escena se repi-ti una y otra vez. Con disgusto clavaba la mirada en losestantes vacos de libros, aunque llenos de pequeas par-tculas de polvo y de sol, mientras tensaba la memoria yme esorzaba en ver la pgina y el prrao que necesitabaconsultar. Pero las letras imaginarias del interior de lailusoria encuadernacin se contraan a un lado y a otro y,en lugar del prrao necesario, apareca un desparrameabigarrado de palabras. Adems, la horizontalidad delprrao se rompa y estallaba en decenas de variantes. Yo

    eleg una de ellas y la insert con cuidado en mi texto.Poco antes del anochecer, para descansar del trabajo,

    me gustaba tumbarme en la cama con un tomo pesadode Cervantes en las manos y saltar con la mirada de un

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    episodio a otro. Aunque ese libro ya no exista, recorda-ba muy bien su emplazamiento de siempre: el rincn iz-quierdo del estante inerior, aplastando la piel oscura de

    sus cantoneras amarillas contra el taflete rojizo de losautos sacramentales de Caldern. Cerrando los ojos, pro-cur imaginarlo all, a mi lado, entre mi ojo y la palma demi mano (los amantes abandonados siguen viendo a susamados de la misma manera: cierran con uerza los pr-pados y hacen un ejercicio de imaginacin y voluntad).

    Y dio resultado. Con el pensamiento pasaba una hoja, yotra. Luego, mi memoria dejaba escapar las letras y ellascaan y se deslizaban hasta perderse de vista. Intent con-

    vocarlas de nuevo a mi presencia; unas palabras regresa-ban, otras no. Entonces comenc a llenar los espacios enblanco, intercalando en los intervalos mis propias palabras.Cuando me cansaba de aquel juego y abra los ojos, la habi-

    tacin ya estaba llena de noche y una densa oscuridad cu-bra todos los estantes y rincones de la habitacin.

    Por entonces yo dispona de mucho tiempo libre, demanera que repet cada vez con ms recuencia aquel jue-go con mis estanteras vacas. Un da tras otro se ibanaadiendo antasas hechas de letras. Yo no tena dinero,ni ganas de ir a por letras a las casas de empeo de libroso a las tiendas de libros de viejo, as que las sacaba a pua-dos letras, palabras, rases de m mismo. Escoga misideas y pensamientos y despus de imprimirlos, ilustrar-los y encuadernarlos con esmero iba colocando con cui-dado una idea tras otra, una antasa tras otra, rellenandoaquel dcil vaco que aspiraba desde el interior de mis

    anaqueles negros de madera todo aquello que yo le pro-porcionaba. En cierta ocasin en que un husped inespe-rado vino a devolverme un libro que yo le haba prestado,al querer ponerlo en el estante, yo le detuve, dicindole:

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    Est todo ocupado.Mi husped era tan pobre como yo y saba que la ex-

    centricidad es el nico derecho que poseen los poetas me-

    dio muertos de hambre. Me mir tranquilamente, puso ellibro sobre la mesa y me pregunt si quera escuchar unpoema suyo.

    Cuando hube cerrado la puerta tras l y su poema,traslad inmediatamente el libro de all y lo puse lo mslejos posible, pues las vulgares letras doradas impresas

    en su cubierta oronda podan perturbar el juego mentalque acababa de instituir.Al mismo tiempo, yo segua trabajando en mis ma-

    nuscritos. Y para mi sorpresa, un paquete que haba en-viado a las viejas direcciones de siempre no me ue de-vuelto; los escritos haban sido aceptados y se editaron.Result pues que aquello que no haban podido ensear-

    me los libros hechos de papel y tinta de imprenta lo ha-ba conseguido fnalmente con la ayuda de tres metroscbicos de aire. Ahora ya saba qu hacer: uno a uno, uicogiendo mis libros imaginarios, los antasmas que lle-naban el vaco entre los tableros negros de mi antiguaestantera y, sumergiendo sus letras invisibles en tintasms ordinarias, los ui convirtiendo en manuscritos y losmanuscritos en dinero. Y as, poco a poco, ao tras ao,a medida que mi nombre se haca ms popular y dispo-na de ms y ms dinero, mi biblioteca se ue agostandoprogresivamente de antasmas. Si antao dilapid el va-co de mis anaqueles con demasiada premura e irreexin,estoy por decir que este nuevo vaco me irritaba an ms,

    pues estaba construido con aire demasiado comn.Ahora, como usted mismo puede comprobar, mi po-

    bre habitacin tambin se ha ido agrandando hasta con-vertirse en un apartamento amueblado de lo ms apa-

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    rente. En lugar de la vieja estantera ya uera de uso, cuyovaco podra haber cargado de nuevo con el peso de nue-vos volmenes, coloqu unos armarios amplios y acris-

    talados; esos que ve usted. La inercia actu a mi avor; laama me iba proporcionando nuevos y mayores honora-rios. Pero yo era consciente de que el vaco que haba mal-

    vendido, antes o despus, se vengara. A fn de cuentas,los escritores no somos ms que unos domadores proe-sionales de palabras, y las palabras que se mueven en un

    prrao, si estuvieran vivas, con toda probabilidad teme-ran y odiaran la plumilla astillada, tanto como las ferasdomadas temen el ltigo que se agita sobre ellas. O para seran ms precisos, ha odo hablar del procedimiento deelaboracin del astracn karakulshak? Los proveedoresde este material manejan una terminologa muy especf-ca: empleando los ms diversos e ingeniosos procedi-

    mientos, tantean los bucles y arabescos de la piel de uncordero que an se encuentra en la placenta de la madrey, cuando encuentran el dibujo adecuado y la composi-cin de bucles deseada, proceden a matar el eto antes deque nazca; a este procedimiento lo llaman fjar el dibujo.Pues bien, algo parecido hacemos nosotros con nuestrasideas y pensamientos: somos sus abricantes y sus asesi-nos al mismo tiempo.

    Naturalmente, tampoco entonces era yo un hombrecndido y comprenda que me estaba convirtiendo enun asesino proesional de ideas. Pero qu poda hacer?A mi alrededor slo vea manos extendidas y yo, en cadauna de ellas, iba arrojando un puado de letras. Pero esas

    manos pedan ms y ms. Borracho de tinta, estaba dis-puesto, al precio que uera, a orzar continuamente nuevostemas. Pero mi atormentada antasa ya no daba params; ni para una sola palabra ms. As que decid exci-

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    tarla de manera artifcial, echando mano de un viejo re-curso por otra parte ya experimentado. Orden limpiary vaciar por completo una de las habitaciones de mi casa.

    Pero venga conmigo, ser ms sencillo si se la muestro.Mi anftrin se levant y yo le segu. Cruzamos varias

    habitaciones contiguas. Un umbral, otro umbral, un pa-sillo; as hasta que llegamos a una puerta cerrada conllave, oculta tras un cortinn del mismo color que la pa-red. La llave chirri con uerza; luego accion el inte-

    rruptor de la luz. Me vi entonces en una habitacin cua-drada. Al ondo, rente a la puerta, haba una chimeneay alrededor de ella, dispuestos en semicrculo, siete pe-sados sillones de madera tallada. A lo largo de las pare-des, tapizadas con un pao oscuro, haba una serie deanaqueles de color negro, vacos por completo de libros.Tambin divis unas tenazas de hierro con las asas apo-

    yadas contra la rejilla de la chimenea. Eso era todo. Cami-nando sobre una alombra sin adornos que amortiguabanuestros pasos, nos acercamos a los sillones colocados ensemicrculo. El dueo de la casa me invit con un gestode la mano.

    Tome asiento. Le sorprende que haya siete sillo-nes? Al principio slo haba uno. Antes sola venir poraqu para conversar con el vaco de las estanteras, paraque estas cavernas negras de madera me propusieran al-gn tema. Pacientemente, cada tarde, me encerraba aqucon llave y, en medio de este silencio y este vaco, aguar-daba. Mortecinas y extraas, brillando de vez en cuandocon un suave y oscuro resplandor, ellas no queran res-

    ponderme. Entonces yo, despus de darme nimos conpalabras de doma y adiestramiento, regresaba a mi tinte-ro. Justo por entonces se aproximaban las echas de en-trega de dos o tres contratos literarios que haba concer-

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    tado previamente, pero yo no tena ningn tema sobre elque escribir.

    Ah, qu odiosa me resultaba entonces toda aquella

    gente que con ayuda de un abrecartas destripaba tran-quilamente las hojas de una revista recin comprada yenvolva mi apaleado y desmoralizado nombre con de-cenas de miles de miradas! Vaya, justo ahora me estoyacordando de una ancdota sin importancia. En ciertaocasin paseaba por una calle cuando vi en la acera he-

    lada a un nio que anunciaba a voz en cuello: Letras,letras para chanclos!.* Recuerdo que en aquel momen-to pens que a las letras de aquel nio y a las mas lesesperaba un mismo fnal: quedar siempre por debajo delas suelas.

    En eecto, yo me senta, al igual que mi literatura, pi-soteado y desprovisto de sentido, y si no me hubiera ayu-

    dado la enermedad, dicilmente habra encontrado unasalida acertada. Esa enermedad, penosa e inesperada, metuvo apartado mucho tiempo de la escritura; mi incons-ciente pudo descansar, ganar tiempo y pertrecharse depensamientos. Recuerdo que, estando an dbil y sintin-dome medio excluido del mundo, despus de un largoparntesis, abr la puerta de esta oscura habitacin y alllegar a la altura de este silln contempl de nuevo el

    vaco de las estanteras, un vaco silencioso e incompren-sible, pero que a pesar de todo comenz a hablarme!Consinti de nuevo hablar conmigo como en los viejostiempos. Yo que crea que haban terminado para siem-pre. Comprndame! Eso ue para m tan, tan

    * En Rusia, un trabajo callejero consista en grabar las iniciales en las suelasde las botas y chanclos de los transentes, a fn de que sus propietarios no losconundieran al recogerlos en el zagun de una casa a la que, por ejemplo,hubieran sido invitados para una festa ms o menos concurrida. (N. del T.)

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    Los dedos del narrador se posaron sobre mi hombropara retirarse de inmediato.

    Pero ni usted ni yo disponemos ahora de tiempo

    para eusiones lricas. Mis colegas estn a punto de lle-gar. Por tanto, demos marcha atrs y volvamos a los he-chos. Pues bien, ue entonces cuando aprend que lasideas necesitan amor y silencio. Antes, como un dilapi-dador de antasmas, las amontonaba y las ocultaba deojos curiosos. Las encerraba todas aqu, bajo llave, y mi

    biblioteca invisible comenz a ormarse de nuevo: an-tasma tras antasma, obra tras obra, ejemplar tras ejem-plar, volvieron a llenar estos estantes. Eche una miradahacia aqu. No, mejor mire el estante intermedio. No venada, no es cierto? En cambio, yo

    Me apart ligeramente y en las aceradas pupilas de miinterlocutor vi que temblaba una alegra concentrada y

    brutal.Fue entonces cuando decid cerrar de una vez por

    todas la tapa del tintero y regresar al reino de las ideaspuras, libres, inmateriales. A veces, siguiendo esa vieja yarraigada costumbre de la escritura, me senta impelidohacia el papel. Aunque algunas palabras, a pesar de misdesvelos, lograban abrirse paso a travs de mi lpiz, yoreaccionaba matando de inmediato esos abortos, desha-cindome implacablemente de esas viejas inclinacionesde hombre de letras. Ha odo usted hablar alguna vez delos llamados Giardinetti di San Francesco, los Jardinesde San Francisco? Yo los he visitado en Italia en variasocasiones. Se trata de unos parterres minsculos cavados

    metro a metro en dos o tres terrazas que, tras unos mu-ros altos y recnditos, se encuentran prcticamente entodos los monasterios ranciscanos. En la actualidad, y acambio de unas cuantas monedas de cobre, podemos con-

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    templarlos, aunque con ello estemos violando la tradi-cin de san Francisco. Pero slo desde uera, por unaspuertecillas laterales. Sin embargo, en otros tiempos ni

    siquiera eso estaba permitido. Las ores crecan all talcomo haba dispuesto el ilustre ranciscano en su testa-mento; es decir, no para el deleite de los humanos, sinopara la propia satisaccin de las ores. A menos que pre-

    viamente se hubiera recibido la tonsura, estaba prohibi-do arrancarlas o trasplantarlas uera de las terrazas; al

    igual que tocarlas con el pie o rozar con la mirada esatierra que se entregaba a las ores. As, protegidas antecualquier contacto y a salvo de las miradas y de las tije-ras de podar, las ores disrutaban del derecho de ore-cer y exhalar su aroma para su nico deleite.

    Pues bien, ue entonces cuando decid, aunque estono le parecer extrao, plantar mi propio jardn recn-

    dito, protegido por el silencio y el misterio, donde todasmis ideas, mis antasmas ms refnados y mis proyectosms monstruosos, lejos de las miradas, pudieran germi-nar y orecer para placer exclusivamente mo. Detesto lapiel burda de esos rutos que cuelgan pesadamente haciaabajo y atormentan las ramas secas y retorcidas. Quieroque en mi minsculo jardn la oracin sea eterna, que nomenge nunca, ni que engendre sentidos y ormas com-plejas. No crea que soy una persona egosta, incapaz deabandonar mi yo, que odia a las personas y los pensa-mientos ajenos, los que no son mos. No! En este mun-do slo existe una cosa que odie verdaderamente: las le-tras. Por eso, bienvenido sea ese hermano que pueda y

    quiera, caminando a travs del misterio, vivir y trabajaraqu, en el arriate de las ideas puras.

    Guard silencio un momento mientras recorra conmirada atenta los respaldos de los sillones de madera de

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    roble que, dispuestos en semicrculo a su alrededor, pa-recan escuchar atentamente su discurso.

    Poco a poco, algunos elegidos, llegados del mundo

    de los que escriben y leen, han conuido aqu, en la au-sencia de letras. El jardn de las ideas no es para cualquie-ra. Somos pocos y seremos an menos. Porque el peso delos anaqueles vacos es abrumador. Y sin embargo

    Pero es que usted intent replicar, como dice,no slo se priva de palabras a s mismo, sino tambin a

    otros. Quiero recordarle lo de las manos extendidasEso sabe usted, Goethe, en cierta ocasin, expli-c a Eckermann* que Shakespeare era un rbol que ha-ba crecido desmesuradamente y que haba ahogado sinrespiro, durante doscientos aos, toda la literatura inglesa.Y Verne, acerca de Goethe, tambin escribi hace treintaaos: Un cncer que se extiende monstruosamente por

    todo el cuerpo de la literatura alemana. Y ambos tenanrazn, porque si el palabrero de uno acalla el del otro, silos escritores se impiden mutuamente realizarse, enton-ces a los lectores no nos dejarn ni siquiera la posibilidadde pensar. Yo dira que el lector no logra tener ideas, quelos proesionales de la escritura, ms uertes y experi-mentados en estos menesteres, le han arrebatado el de-recho a tenerlas. Las bibliotecas han aplastado la antasadel lector, mientras los proesionales de la escritura, esepequeo puado de escribas, han colmado las estante-ras y nuestras cabezas hasta los topes. Hay que acabarcon ese exceso de letras; en los estantes y en las cabezas.Hay que abrir sitio en lo ajeno para hacerle un hueco a lo

    propio; el derecho a pensar nos pertenece a todos: al pro-

    * Johann Peter Eckermann (1792-1854), recordado especialmente por sucontribucin al conocimiento del gran poeta Goethe gracias a su obra Con-versaciones con Goethe. (N. del T.)

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    esional y al diletante. Espere Ahora traigo el octavosilln.

    Y sin esperar respuesta sali de la habitacin.

    Al quedarme solo contempl de nuevo aquella espe-cie de centro de aislamiento, con sus estanteras decora-das de vaco, que ahogaba los pasos y las palabras. Measalt una intensa sensacin de cautela y embarazo; sinduda, as debe de sentirse cualquier cuerpo vivo que seasometido a una viviseccin. Qu quieren l o ellos de

    mi persona? Qu esperan de m? Me propuse con fr-meza aclarar inmediatamente la situacin. Pero cuandola puerta se abri de par en par, en el umbral aparecierondos personas: el dueo de la casa y un hombre con gaasy una cabeza esrica coronada por una pelambrera peli-rroja de erizo. Apoyando su cuerpo lacio y como deshue-sado sobre un bastn, me examinaba desde el umbral a

    travs de sus anteojos redondos.Das present el dueo de la casa.Yo dije mi nombre.Justo a continuacin, en el marco de la puerta apare-

    ci una tercera persona: un hombrecillo bajo y enjuto,con unas bolsas mviles debajo de unos ojos como agu-

    jas y una boca que ms bien pareca una ranura seca yestrecha. El anftrin se volvi hacia este tercer perso-naje.

    Ah, Tud!S, soy yo, Zez.Al advertir la perplejidad en mis ojos, aquel a quien

    llamaban Zez solt una risotada divertida.

    Despus de la conversacin que hemos mantenido,comprender que aqu y subray esta ltima palabralos nombres de los escritores no pintan nada. Lucen me-

    jor en las cubiertas de los libros. As que en lugar de

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    nombres, a cada miembro de nuestra hermandad le he-mos asignado lo que llamamos una slaba sin sentido.Le explico: un tal proesor Ebbinghaus, un cientfco ex-

    traordinario que estudi las leyes de la memorizacin,descubri un sistema que bautiz con el nombre de sis-tema de las slabas sin sentido. Se trata sencillamentede coger una vocal y aadirle, a izquierda y derecha, unaconsonante. Del listado de slabas ormadas de esta ma-nera, el proesor Ebbinghaus elimin todas las que po-

    sean una mnima sombra de sentido y utiliz las restan-tes para estudiar los procesos mnemotcnicos. Pues bien,nosotros, con el fn primordial de Bah, lo que sigue nomerece comentario alguno. De hecho, dnde estn nues-tros creacuentos? Ya es la hora

    Como si de una respuesta se tratara, en ese precisomomento golpearon la puerta. Entraron dos individuos:

    Jit y Sog. Un minuto despus apareci en el umbral, res-pirando con cadencia asmtica y secndose el sudor, unpersonaje ms: este responda al nombre de Fev. Slo que-daba vaco un silln. Por fn lleg tambin el ltimo: unhombre con un perfl suave y una cada rontal muy pro-nunciada.

    Rar, llega usted con retraso! le salud el presi-dente.

    El recin llegado alz los ojos; su mirada era enajena-da y como lejana.