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La humanidad de Dios

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E D I T O R I A L T R O T T A

La humanidad de Dios

José M. Castillo

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© Editorial Trotta, S.A., 2012Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61Fax: 91 543 14 88

E-mail: [email protected]://www.trotta.es

© José M. Castillo, 2012

© Juan Francisco García Casanova, para la presentación, 2012

ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-340-6

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Religión

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Referencia: 4826

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A Margarita Orozco Fernándezy a sus hijos Marga, Dámaso

y Juan Pablo

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Presentación: Juan Francisco García Casanova.............................. 11

1. Hablar de Dios en estos tiempos .............................................. 192. Hablar de Dios en España ........................................................ 253. Pensar al Trascendente desde la inmanencia ............................. 354. La crisis actual de la fe en Dios ................................................ 415. La fe en Dios como saber y como convicción ........................... 536. El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús ...................... 61

1. Dios se vacía de sí mismo .................................................... 662. Dios se ha humanizado ........................................................ 693. A Dios se le encuentra en cada ser humano ......................... 76

7. La humanización de Dios: mística y teología ............................ 898. El cristianismo como movimiento «no-religioso» ..................... 1059. El futuro de la Iglesia y de la teología ...................................... 115

CONTENIDO

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PRESENTACIÓN

Juan Francisco García CasanovaUniversidad de Granada

La génesis de la obra de José María Castillo, la escrita, es la que, con la brevedad del boceto, quiero presentar a los lectores; la otra, la del testimonio de la fe y del compromiso con la vida es más difícil, y la dejo en manos de los que la conocen; sin duda, ellos podrán emitir un veredicto más justo, cálido y humano que el presuntamente académico que yo pretendo pergeñar aquí.

José María Castillo es un intelectual, que, a su vez, es teó-logo. En esta doble dimensión —de intelectual y de teólogo— hay que juzgar su obra.

En tanto intelectual, tiene un compromiso ineludible con la realidad, entendida como la vida que se expresa en los acon-tecimientos de nuestro tiempo. En unos momentos como los que nos toca vivir, en los que se difumina hasta su desapari-ción el perfil del intelectual, es bueno y saludable para la co-munidad traer a la luz a hombres como el autor de La huma-nización de Dios*.

Su compromiso intelectual con nuestro mundo se ha de-cantado a favor de los pobres y de la justicia; lo que equivale a «tomar partido» por los marginados y excluidos, cosa no muy bien vista por el poder, allí donde esté, de manera patente o velada. Él también, como en su día hiciera Adorno, ha enten-dido el progreso humano como resistencia a la corriente domi-nante, donde la alternativa es la capitulación.

* Trotta, Madrid, 22009. [N. del e.]

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Su producción escrita, como intelectual, está publicada en cientos de artículos periodísticos, y en no pocos libros, sobre cuestiones de actualidad que no nos dejan indiferentes: la co-rrupción, la injusticia, la pobreza, la violación de la conciencia y de los demás derechos de la persona, dentro y fuera de la Iglesia, la emigración, etc. Sus escritos siempre aportan una pa-labra crítica, que ilumina y cuestiona los diferentes aspectos de estas realidades de experiencia vivencial que afectan a los seres humanos con los que convivimos; las más de las veces, no ad-vertimos que tales situaciones de ignominia y humillación son construcciones de la soberbia y del dominio de los poderosos. Si tuviéramos que buscar una divisa para esta faceta de su obra intelectual, yo la describiría como claridad que ilumina y pro-voca. José María Castillo, en sus artículos periodísticos, tiene el coraje de armarse de fortaleza y de empatía con los que sufren frente al desorden y el caos que nos rodea, utilizando valores éticos universales o, si se quiere, multiculturales, resultantes de depósitos de consensos superpuestos, para cambiar el mundo a la luz de una nueva visión solidaria y fraternal.

Sus escritos han contribuido a la discusión del lugar de lo religioso en la esfera pública, donde solo cabe la fuerza, sin coacción, del mejor argumento, frente a lo que se ha entendido tradicionalmente como teología política, en la que prelados y príncipes se sienten revestidos por el poder delegado de Dios; espacio este en el que individuos y pueblos son meros títeres, sin capacidad de autodeterminación política. Sus intervenciones públicas están transidas de una dimensión profética que pone en tela de juicio nuestra cómoda existencia y nos despierta de la ilusión de vivir en una sociedad democrática libre y frater-na. José María Castillo, en este ámbito, ha desarrollado una importante línea de meditación y reflexión en la que trata de recuperar y traducir los valores éticos de la religión cristiana a un lenguaje posmetafísico, y ponerlos como aliados valiosísimos en la lucha contra la dominación de la economía globalizadora. Está comprometido en la esfera del uso público de la razón, en la que participan creyentes y no creyentes, en una ética multi-cultural que fomenta la solidaridad y el respeto, a la vez que

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denuncia el carácter egoísta de la sociedad de nuestros días, que ha convertido en virtud la búsqueda del dinero y del benefi-cio material. Sus artículos periodísticos son prueba fecunda de esta importante labor de deconstrucción y crítica de un discurso grandilocuente y vacío, que se sustenta en la negación de lo pú-blico, en la ilusión del progreso ilimitado e insostenible y en la fascinación por los mercados.

La otra coordenada de su vocación, la teológica, tampoco le ha resultado fácil. Como teólogo, ha de ser fiel a su tarea de hacer compatible razón y fe, o al menos mostrar su no con-tradicción.

La relación razón-fe tiene sus reglas propias. Uno y otro concepto, a primera vista, parecen autónomos y esto trae pro-blemas sin cuento. La autonomía de la razón hurga en el fondo y en el feudo de la fe y del misterio, y se hace preguntas sin ce-sar, revolviéndose contra la pretendida superioridad de la fe, sin aceptar su victoria, sabedora desde la Ilustración, como ya supo ver el piadoso Hegel, que era la fe la que corría los riesgos más costosos cuando desafiaba a la razón.

La otra obra escrita de Castillo, la teológica, la que ha ocu-pado la mayor parte de su tiempo y de su vida de profesor y de investigador es enorme y admirable. Cuenta con alrede-dor de un centenar de libros específicos. José María Castillo tal vez sea uno de los teólogos actuales más prolífico y leído de nuestro país, y en lengua española. Muchos de sus libros han alcanzado numerosas ediciones, cosa poco frecuente en el ámbito de la literatura teológica.

Tampoco este capítulo le ha traído demasiados parabienes; sí advertencias, llamadas de atención de superiores y jerarquías —como es sabido, ha sido jesuita—, exclusión y exilio inte-rior, eso sí, con el sello de la casa, sin juicio previo, sin posi-bilidad de defensa, en definitiva, sin crítica razonada de sus escritos. Su pecado, el mismo de tantos que le precedieron en la marginación: ser fiel a la razón y rebelde al poder, y, en su caso, apegado a su conciencia y al diálogo con su comunidad de creyentes. Se puede decir que José María Castillo ha sido un refugiado durante más de dos décadas. Desde su expulsión

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de la cátedra, ha sido acogido por la Universidad de Centro-américa de El Salvador, por grupos religiosos de Italia, por comunidades de base en España y por la propia Universidad de Granada, donde ha dirigido numerosos y excelentes cursos sobre cuestiones de actualidad, con una nómina de profesores de renombre internacional, entre los que habría que destacar, entre otros, a Franz Hinkelammert, François Houtart, Susan George, monseñor Óscar A. Rodríguez Maradiaga, Oskar La-fontaine, Luigi Ferrajoli, Hans Küng, Raimon Panikkar, Eduar-do Galeano, Shlomo Ben Ami, Leonardo Boff, Pedro Cerezo, Antonio Elorza, Federico Mayor...

Esta experiencia del habitar con los otros, la ha vivido como un don y se le ha revelado como la verdad de la condición hu-mana versus el ostracismo identitario y dogmático de las formas dominantes de las religiones, adaptadas a la indiferencia de la injusticia y de la pobreza.

José María Castillo, en teología, ha criticado —en su senti-do etimológico— las respuestas teológicas actuales y pasadas, y ha desembocado, como tantos otros teólogos que le prece-dieron, en preguntas últimas, existenciales y religiosas —sobre el mal y el bien, sobre la vida y la muerte—. Cuestiones que, a la postre, son expresión del sentimiento religioso, pero tra-tando de darles un sentido acorde con el desarrollo histórico de la razón humana.

Su pensamiento teológico ha evolucionando profundamen-te de acuerdo con las influencias que el autor ha ido recibiendo de su contexto cultural. Al teólogo, el hombre de ciencia que utiliza la razón como método de análisis y expresión de su ob-jeto de estudio, le ocurre lo mismo que a cualquier investigador de las ciencias humanas; es decir, de aquellos cultivadores de saberes que tienen en consideración el mundo de la vida, según la tradición cultural de Occidente, en especial de la alemana. Dios como objeto de estudio no es tan diferente desde el punto de vista formal de cualquier otro ente como la conciencia, el universo o el sujeto humano.

La reflexión teológica de José María Castillo ha ido avan-zando sin perder de vista el profundo cambio que ha sufrido la

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filosofía europea en el último siglo. La filosofía de la sospecha, fundamentalmente con Nietzsche primero, y más tarde con Heidegger, puso de manifiesto la necesidad de autoliberación de la razón de aquel pensamiento de estirpe platónica que ha-bía configurado la cultura occidental. La necesidad que siente la filosofía de romper con mitos y conceptos filosóficos que sujetaban dogmáticamente al hombre a conductas y teorías cí-nicas al servicio del poder, necesariamente tenía que contagiar a la teología y al resto de las ciencias humanas. De ahí que el pensamiento de José María Castillo haya estado influido por movimientos emancipadores como la teología de la liberación, surgida en Latinoamérica, a la que él ha estado unido, en la teoría y en la práctica.

La teología de Castillo ha llevado a apurar metodológica-mente la deconstrucción de símbolos y mitos de carácter reli-gioso-dogmático, por mor de la verdad de las cosas, allí donde tales conceptos encerraban estrategias de poder y opresión. La libertad religiosa no podía caminar separada de la liberación de los seres humanos de las situaciones de violencia y domi-nio. Una teología cristiana radical, al margen de las posiciones de cada cual en relación con los asuntos de la fe, no podía ser coherente sin avanzar por ese camino.

Paralelo a esta línea de trabajo está su interés por lo que se puede denominar una teología de la inmanencia, dentro de la cual José María Castillo ha escrito algunos libros que persiguen lo que él ha llamado la humanización de Dios, para escándalo de perezosos y vacíos de curiosidad por el saber re-ligioso. Consciente de que el problema del saber teológico es la imposibilidad de un planteamiento trascendental, en con-sonancia con la tradición kantiana, que trate de la trascenden-cia divina como objeto de conocimiento, no encuentra otra salida que la apertura al otro, a lo humano concreto, como la condición de posibilidad del sentido religioso.

A esa teología fenomenológica no le queda otra opción, como decía don Miguel de Unamuno, en Vida de don Quijote y Sancho, que «ir a buscar el sepulcro de Dios, y rescatarlo de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de su-

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prema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada». No es fácil entrar en esta meditación sin pagar un alto precio. Unos se atreven a dirigir sus indagaciones por esta senda de búsqueda y riesgo, y otros siguen el camino acostumbrado, y están en su derecho. Pero a los primeros, por la libertad que ejercen y por los resultados de sus trabajos cuando son fructíferos, la sociedad tiene la obliga-ción de reconocerlos, dando así testimonio de valentía y de defensa de la libertad de pensamiento.

Al nivel de excelencia académica de la obra de José María Castillo, se une la vertiente moral de la misma. El virtuoso del saber, en el sentido clásico, tiene que poner la sabiduría a disposición de la comunidad para la búsqueda de la verdad, a costa de cualquier otro beneficio y ventaja. Esto lo ha hecho nuestro autor de manera ejemplar, y los que conocemos a la persona y a su obra nos sentimos doblemente agradecidos: por su legado escrito y por el testimonio de su liberad.

Pero quizá, por encima del mundo académico-científico, más allá de la posición que se tenga respecto a la fe que él pro-fesa, el atractivo de José María Castillo sea que, además de in-telectual y teólogo, es también un creyente cristiano, que hace una lectura contagiosa y sencilla de Jesús, no del histórico, so-metido a metodologías científicas diversas y contrapuestas que obtienen resultados heterogéneos, sino del Jesús de los evange-lios. Es entonces cuando se pregunta, una vez más, por el senti-do de la trascendencia divina, meditando sobre cómo el «otro», el hermano, encarna al Jesús autoproclamado Hijo de Dios. De ese Jesús que predica la lógica de la superabundancia del amor, en expresión de Paul Ricoeur, y que dice que hay que amar al enemigo a la vez que planta cara a los poderes hegemónicos.

Este sentimiento cristiano de hermandad le ha llevado a un planteamiento ontológico hondamente autónomo y demo-crático, en línea con la philosophia Christi erasmiana, que le hace profesar una concepción comunitarista del hombre ver-sus la individualista de la teología liberal burguesa, vigente en el sistema económico de mercado, eufemismo del sistema ca-pitalista de nuestros días, que tiene subyugados a individuos, a

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pueblos y a Estados. Es una ontología en la que la alteridad es sustantiva en la propia constitución del sujeto humano.

Este es el hombre, o por lo menos, el hombre que yo he percibido, como tantos otros amigos y discípulos, a través de su obra, la escrita y la otra, la de testigo comprometido con la vida. Es esa obra la que lo avala como un ser de excepción, como in-dividuo de una especie en peligro de extinción, al que todos los que aún conservan algo de sensibilidad espiritual —me atrevo a concretarla en emoción por la libertad— tienen el deber de proteger. Él ha entendido aquello que nos dijera don Quijote, aquel otro gran creyente, cuando afirma que por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida.

José María Castillo, el teólogo, el intelectual, el creyente cristiano, se sintetiza en el hombre que ha preguntado, con radicalidad y sin concesiones, por la única pregunta que vale la pena y que afortunada o desafortunadamente no tiene res-puesta: ¿qué es la trascendencia divina? Y esa pregunta viene a encarnar lo que Heidegger llama la piedad del conocimiento. Mientras la pregunta sea tal, es decir, tenga lógica, existirán condiciones de posibilidad para la existencia religiosa. Desde el punto de vista fenomenológico, esta es la explicación del hecho religioso a lo largo y ancho de la historia.

Esta biografía, la intelectual, la teológica y la personal, es la que le ha hecho acreedor de respeto y reconocimiento por buena parte de comunidades cristianas de base y de multitud de laicos creyentes y ateos.

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HABLAR DE DIOS EN ESTOS TIEMPOS

Nunca fue fácil hablar de Dios con precisión. Y más difícil, sin duda, es hacer esto en los tiempos que corren. Porque, como es bien sabido, Dios no pertenece a este mundo. Con lo cual queremos decir, entre otras cosas, que Dios no está a nuestro alcance. Ni, por tanto, podemos conocer cómo es Dios «en sí mismo». Ni siquiera podemos demostrar, con argumentos ra-cionales irrefutables, que Dios existe y que es verdad todo lo que de él se piensa y se dice. De ahí, la enorme dificultad que representa ponerse a hablar de Dios, de lo que es y cómo es, de lo que Dios piensa o quiere, de lo que dice y manda, de lo que a Dios le gusta o le disgusta, de lo que prohíbe o castiga, de lo que promete y premia. Y digo que todo esto es ahora más difícil que nunca porque, en estos tiempos nuestros, la gente se va dando cuenta (cada día más y más) de que ya no se pue-de pensar ni hablar de Dios como antiguamente se pensaba y se hablaba de eso.

Este cambio, cultural y religioso, que, como sabemos, se vie-ne produciendo a un ritmo sorprendentemente acelerado desde el siglo XVIII, es decir, a partir de la Ilustración, ha sido analizado al detalle desde casi todos los puntos de vista imaginables1. Para

1. Para personas no especializadas en estos estudios, recomiendo el excelente resumen, con abundante bibliografía, que se encuentra en la obra monumental de H. Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid, 52007, pp. 655-793. Un estudio más breve, pero útil para iniciarse en estas cuestiones, en J. Hereu i

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lo que aquí nos interesa, me parece importante fijar la atención en un punto que, a mi modo de ver, resulta capital. Ya he dicho que hablar de Dios «en sí mismo», con propiedad y exactitud, es lo más difícil que hay en este mundo. Por la sencilla razón de que Dios no es de este mundo. La Biblia dice que a Dios «nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18; cf. 6, 46; 14, 8-10), de forma que el mismo Moisés no pudo ver su gloria (Ex 33, 18), ni siquiera su rostro (Ex 33, 23)2. Lo cual quiere decir que Dios, lo que es Dios en sí, no está al alcance de los seres humanos. De esto ha-blaremos detenidamente más adelante en este libro. Para lo que ahora mismo interesa, el punto capital está en caer en la cuenta de esto: lo que sabemos de Dios no lo sabemos porque el mis-mo Dios nos lo ha dicho. Con demasiada facilidad afirmamos que los libros sagrados contienen la revelación de Dios, cuando, en realidad, «Dios no está disponible en la letra»3, en ninguna letra humana, que siempre es y será simplemente humana, in-manente, histórica. Lo que llamamos la «Palabra de Dios» es un hecho cultural, una palabra «vertida en una letra enteramente humana»4, que nunca perderá su condición terrena y su ori-gen humano, por mucho que los estudiosos y pensadores de la religión se esfuercen por demostrar que tal palabra tiene un origen divino, que en realidad es indemostrable.

Las religiones, que son las que gestionan el asunto de Dios, nos lo han explicado según y cómo cada confesión religiosa lo ha creído conveniente. Nunca deberíamos olvidar que el hecho

Bohigas, «Ilustración, Revolución, Romanticismo y Cristianismo», en F. J. Carmo-na (coord.), Historia del cristianismo, vol. IV. El mundo contemporáneo, Trotta-Universidad de Granada, Madrid, 2010, pp. 68-112. Para el problema filosófico, el mejor análisis histórico es el de Juan A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Madrid, 22003, pp. 241-346. Un buen análisis del momento actual en torno a esta cuestión, en J. Martín Velasco, «¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?», en AA.VV., La fe perpleja. ¿Qué creer?, ¿Qué decir?, Tirant lo Blanch-G. J. Chaminade, Valencia, 2010, pp. 85-121.

2. W. Brueggemann, Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yahvé, Sí-gueme, Salamanca, 2007, p. 217; R. E. Brown, El evangelio y las cartas de Juan, Desclée, Bilbao, 2010, p. 40.

3. F. Fernández Ramos, Fundamentalismo bíblico, Desclée, Bilbao, 2008, p. 34.4. Ibid.

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religioso, en cualquiera de sus múltiples formas y manifestacio-nes, es siempre un hecho cultural, determinado y condicionado por la cultura en la que nace, vive y pervive. Esto quiere decir que el hecho religioso es siempre un hecho histórico. Y, por tan-to, es siempre un hecho inmanente, que pretende, desde su in-manencia, conectar a los humanos con la trascendencia. Lo cual entraña en sí —como explicaré detenidamente— una dificultad tan enorme, que es la piedra dura en la que siempre los mortales nos vamos a partir lo dientes. Por supuesto, tiene toda la razón del mundo el profesor Juan Martín Velasco cuando afirma que «en sus religiones, los humanos piensan, imaginan, sueñan, ala-ban, cantan y dan forma y figura al manantial del que procede el arroyo de sus vidas». Por eso, los hombres religiosos piensan que «las religiones tienen su origen en Dios». Pero, en todo caso y siempre, las religiones «son obra de los humanos»5.

Esto supuesto, conviene recordar lo que entraña el fenó-meno religioso en sí mismo. No interesa aquí, como es lógico, analizar, una vez más, los componentes del fenómeno religio-so y los condicionantes de la crisis y el protagonismo (ambas cosas) de la religión en este momento, el momento cultural que estamos viviendo6. Lo que me parece indispensable, para lo que trato de explicar aquí, es destacar que pensar en Dios y hablar de Dios es algo que resulta tan extremadamente difícil —si es que eso se quiere hacer con propiedad y honradez—, no solo porque Dios es trascendente a todo lo humano (que es «lo nuestro», «lo inmanente»), sino, además, porque el hecho religioso entraña en sí una inevitable ambigüedad. La religión es siempre ambigua porque desencadena, en cada ser humano, lo más sublime y lo más terrible.

Lo más sublime, porque son muchas, muchísimas, las per-sonas que se sienten inseguras ante el mundo, no le acaban

5. J. Martín Velasco, «Religión: No hay que confundir»: El Ciervo 723 (2011), p. 14.

6. Sobre este último asunto, cf. R. Ávila, «El papel de la religión en la cultu-ra», en R. Ávila, E. Ruiz y J. M. Castillo (eds.), Miradas a los otros. Dioses, culturas y civilizaciones, Arena Libros, Madrid, 2011, pp. 135-157.

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de ver sentido a la vida, no consiguen superar el miedo a la muerte, anhelan una felicidad que nunca alcanzan. Y resulta que, en las creencias religiosas, esas personas encuentran so-lución y respuesta a las cuestiones indicadas y otras parecidas que quizá les atormentan de forma que, por nada del mundo, abandonarían sus creencias7.

Pero la religión provoca también lo más terrible. Porque, por su misma estructura y constitución, la religión produce no solo los efectos positivos y benéficos que acabo de indicar, sino que, juntamente con lo dicho, el hecho religioso entra-ña, ya en «su fondo y su médula», la conocida experiencia que Rudolf Otto explicó como sentimiento de «lo numinoso» («lo santo»). Que es el «sentimiento de criatura», es decir, un sentimiento del que «se hunde y se anega en su propia nada y desaparece frente a aquel que está sobre todas las criaturas»8. Un lenguaje que ya, de entrada, da a entender que la expe-riencia religiosa está asociada, desde el primer momento, al aprecio exaltado de lo divino y al desprecio anonadante de lo humano. Mal comienzo, que, de entrada, explica por qué con tanta frecuencia las religiones enaltecen a Dios a costa de hu-millar al ser humano.

Pero esto es solo el comienzo. La experiencia de siglos nos dice que este sentimiento de «lo santo» y «lo definitivo» se ma-nifiesta, ante todo, en una experiencia de separación y oposi-ción entre «lo sagrado» y «lo profano»9. Se rompe así la unidad y la homogeneidad de lo real, de la vida, de las personas y de las cosas que nos rodean y de las situaciones que vivimos. De esta manera, para el hombre religioso, los espacios, los días y los tiempos, las personas y los objetos, las experiencias y las decisiones, todo eso, no tiene el valor, ni merece el respeto y la estima que cada cosa o cada situación tiene por sí misma, sino

7. Es recomendable, en este sentido, la lectura de un libro como el de R. A. Hinde, ¿Por qué persisten los dioses? Una aproximación científica a la religión, Biblioteca Buridán, Barcelona, 2008. Con amplia bibliografía.

8. R. Otto, Lo Santo, Revista de Occidente, Madrid, 1965, cap. II, p. 21.9. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid, 1973, pp. 25-28.

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sobre todo y por encima de todo por su condición sagrada. Lo cual, obviamente, es —ya en sí— un principio de división, de separación, de confrontación, de aprecio y desprecio, de privilegio y marginación, sentimientos que suelen tener conse-cuencias insospechadas y con repercusiones negativas en casi todos los ámbitos de la vida y de la convivencia. Porque se-paran y dividen, enfrentan y generan violencia. Además —y sobre todo— una persona (o una institución) que ve así la vida termina por deformar su visión de la realidad. No le falta ra-zón al conocido pensador y escritor José Luis Sampedro en lo que recientemente ha escrito: «Cuando creemos lo que no vemos, acabamos por no ver lo que tenemos delante»10. Por-que las creencias religiosas, al dividir y fragmentar la realidad concediéndole importancia y valor desigual a las cosas y a las personas, no por su valor comprobable, sino por conviccio-nes personales, trastornan la visión de la totalidad de lo real y, a veces, incluso impiden ver y valorar lo que estamos viendo y palpando. Por eso ocurre que, con cierta frecuencia, se en-cuentra uno personas religiosas que ven la vida o la sociedad como realmente no son. De ahí que, en tiempos de crisis y crispaciones (como ahora ocurre), no es infrecuente que las religiones, en lugar de mitigar la crispación o las tensiones, lo que hacen es acentuarlas.

Por eso, y con toda la razón del mundo, se ha analizado con precisión la ambivalencia de lo sagrado. Es lo que ha hecho Mircea Eliade analizando el fenómeno del «tabú». El tabú quie-re decir que la ambivalencia de lo sagrado no es solo de orden psicológico (en la medida en que atrae y repele), sino también de orden axiológico, en cuanto que, valorativamente y por lo que respecta a su dignidad, lo sagrado es al mismo tiempo «sagrado» y «maculado» (manchado)11. Por eso el término latino sacer pue-de significar, a la vez, «maldito» y «santo». De la misma manera que el griego hagios expresa las nociones contrarias de «puro»

10. El País Semanal 1.811 (12 de junio de 2011), p. 30.11. M. Eliade, Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de

lo sagrado, Cristiandad, Madrid, 32000, pp. 81-86.

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y «manchado»12. Esta es la razón por la que eso que llamamos «tabú» entraña la condición de los objetos, de las acciones o de las personas «aisladas» y «prohibidas» por el peligro que su con-tacto lleva consigo13.

Pues bien, al llegar a este punto, estamos tocando el fondo de esa experiencia extraña y contradictoria, que vive mucha gente, cuando ante la religión, y lo religioso en general, sien-ten seducción y rechazo, curiosidad y resistencia. Experiencias íntimas e inconfesables que le dan a la religión una importan-cia tan sublime como detestable al mismo tiempo.

Pero hay más. Porque, como bien sabemos, la religión (con todo el enigma, el misterio y el potencial que acabo de indicar) es gestionada y dirigida por hombres de carne y hueso. Hom-bres que tienen, como todos los mortales, sus debilidades y sus deseos inconfesables. Y es claro: unos hombres que se ven con un potencial tan enorme en sus manos pueden encontrarse —y se encuentran— en situaciones que les lleven a utilizar la reli-gión para su propio provecho y, además, haciendo eso con el convencimiento de que así es como cumplen con un deber sa-grado al que no pueden, ni deben, renunciar en modo alguno. Con lo cual, la religión (y el problema de Dios, que es lo que esencialmente gestiona la religión) se erige en origen y fuente inagotable de problemas enormes e incesantes, tanto para los individuos como para la sociedad en su conjunto. He aquí por qué hablar de Dios, con propiedad, precisión y honradez, re-sulta tan extremadamente complicado y difícil, sobre todo en los tiempos que estamos viviendo.

12. J. E. Harrison, Prolegomena to the Study of Geek Religion, Cambridge, 1922, p. 59. Citado por M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, cit., p. 81.

13. M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, cit., p. 82.

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HABLAR DE DIOS EN ESPAÑA

Si hablar de Dios, con propiedad y precisión —insisto en ello—, es una tarea erizada de problemas y dificultades en los tiempos que corren, cuando eso se trata de hacer en España, tales problemas y dificultades se sobrecargan con un plus que lo complica todo. Porque aquí, en este país, todo lo relacionado con Dios y con la religión está estrechamente asociado, y se vive (inconscientemente) como algo vinculado a un sector de nuestra sociedad del que son muchos los que no quieren saber nada o ante el que tienen serias resistencias. O dicho de manera más directa y clara: hay mucha gente en España que no quiere ni oír hablar de Dios porque, en realidad, de lo que no quiere hablar es de la Iglesia y, en general, de la religión.

Esto supuesto, empiezo recordando una fecha que ha marca-do, de forma decisiva, la presencia de la religión y de la teología en España. Como es sabido, en los últimos años del reinado de Isabel II, concretamente el 25 de octubre de 1868, el ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla1, suprimió la Religión como asignatura obligatoria en los planes de estudio de los institutos y las universidades. En consecuencia, la teología quedó prohibida

1. Vinculado a los intelectuales demócratas y progresistas de los últimos años del reinado de Isabel II: Sanz del Río, Salmerón, García Blanco, Giner de los Ríos, Castelar, Fernando de Castro. Cf. V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974). Estudio histórico-jurídico desde la documentación vaticana inédita, Universidad de Navarra, Pamplona, 1979, p. 148, n. 118.

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en la Universidad española2. El propio ministro Ruiz Zorrilla fue consciente de que su decreto comportaba «una alteración que es de la mayor gravedad y trascendencia»3. El motivo de esta grave alteración se explica en el decreto de supresión: «La facultad de Teología, que ocupaba el puesto más distinguido en las univer-sidades cuando eran pontificias no puede continuar en ellas. El Estado, a quien compete únicamente cumplir fines temporales de la vida, debe permanecer extraño a la enseñanza del dogma y dejar que los diocesanos la dirijan en sus seminarios con la in-dependencia debida. La ciencia universitaria y la Teología tienen cada cual su criterio propio y conviene que ambas se mantengan independientes dentro de su esfera de actividad»4.

Pero aquí debe hacerse una precisión importante. La supre-sión de la Teología en las universidades españolas no fue sola-mente decisión de un ministro liberal, anticlerical y progresista. En realidad, se sabe que tal supresión había sido pedida por los obispos españoles, que se sentían insatisfechos del régimen académico vigente y de las continuas interferencias del Estado en la enseñanza fundamental de la Iglesia. Y es cierto que el des-contento eclesiástico venía de años atrás, de forma que ya había sido gestionado por los nuncios de la Santa Sede en Madrid5. Por eso no es exacto decir que aquello fue solo una medida contra la Iglesia, como dieron a entender V. de la Fuente6 y M. Menéndez Pelayo7.

2. Colección legislativa de España, Edición oficial, Madrid, 1868-1874, vol. C, pp. 453-467. Cf. V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 148, n. 119.

3. V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 149.4. Colección legislativa de España, vol. C, cit., pp. 416-424. Cf. V. Cárcel

Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 149, n. 120.5. Se sabe que el último ministro de Fomento de Isabel II, Severo Catalina

del Amo, tenía ya preparado un decreto de supresión de la teología en la universi-dad, un decreto que satisfacía plenamente a la Iglesia (ASV [Archivo Secreto Vati-cano] SS 249 [1837] 1.º, ff. 168-171; AN, Madrid 464, III, 5, minuta). V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 150, n. 121.

6. Historia eclesiástica de España, vol. VI, Madrid, 1875, pp. 269-270. Cf. V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 160, n. 122.

7. Historia de los heterodoxos españoles, vol. II, Madrid, 1956, p. 1123. Cf. V. Cárcel Ortí, Iglesia y Revolución en España (1868-1974), cit., p. 150, n. 123.

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Sin embargo, este asunto no es tan simple. Ni, de hecho, se limitó a un desacuerdo entre los obispos y un ministro liberal de Isabel II. Lo que realmente sucedió en la Iglesia y en las universidades españolas cuando durante el siglo XIX se decidie-ron a romper la mutua colaboración, echando cada cual por su camino, fue un fenómeno más complejo y de más graves conse-cuencias, si la cosa se mira desde la perspectiva del tiempo que ha transcurrido hasta hoy. Desde este punto de vista, resulta enormemente iluminador leer a los predicadores españoles del siglo XIX, que, en sus sermones, evidenciaban el verdadero sen-tir de la Santa Sede y de los obispos españoles en cuanto se re-fiere a las relaciones de la teología con la Universidad. Con un ejemplo basta: uno de los más conocidos oradores sagrados de aquel tiempo decía en un sermón: «En tanto que los filósofos y los sabios del siglo no doblen su frente ante la revelación de las santas escrituras; en tanto que rehúsen el homenaje de su re-conocimiento a la Religión de Jesús, en vano se agitan por des-pejar el oscuro laberinto y la enmarañada senda a una ciencia orgullosa y mundana, porque los adelantos, aun en las ciencias naturales, según el pensamiento de un sabio y piadoso obispos español, marchan al nivel de la docilidad del hombre en some-ter su inteligencia al imperio del principio divino, que funda la gloria del talento y de la sabiduría en el temor de Dios»8.

Como es lógico, el texto que acabo de citar no necesita co-mentario. Y es fiel reflejo de la mentalidad que imperó, en la Universidad española, durante todo el siglo XIX. Uno de los clási-cos españoles de finales del XVIII y comienzos del XIX, José Blan-co White, en una de sus conocidas Cartas de España, escribe: «Pocas son las ventajas que un joven puede sacar de los estudios universitarios en España. Esperar que exista un plan racional de estudios en un país en el que la Inquisición está constantemente al acecho para mantener la inteligencia humana dentro de los

8. Púlpito español, en Biblioteca de predicadores o Sermonario escogido de las obras predicables de Cochín, Chevassu, García González, Trento y otros, recogido por D. Vicente Canós, París, 1846, tomo VI, p. 286. Citado por J. A. Portero, Púlpito e ideología en la España del siglo XIX, Libros Pórtico, Zaragoza, 1978, p. 55.

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límites que la Iglesia de Roma con su ejército de teólogos ha puesto al progreso, sería manifestar un desconocimiento total de las características de nuestra religión. Gracias a la unión que hay entre nuestra Iglesia y nuestro Estado, los teólogos católi-cos casi han conseguido mantener la instrucción pública a su propio nivel. Aun las ramas de la ciencia que parecen menos relacionadas con la religión no pueden escapar de la férula de los teólogos y el mismo espíritu que hizo a Galileo retractarse de rodillas de sus descubrimientos astronómicos todavía obliga a nuestros profesores a enseñar el sistema de Copérnico como una hipótesis. La verdad es que al lado de los teólogos católicos ninguna actividad de la inteligencia humana es independiente de la religión... De aquí la intromisión de los teólogos en todas las ramas del conocimiento humano, interferencia que todavía defienden los poderes civiles en gran parte de Europa pero en ningún otro lugar tan monstruosamente como en España. La astronomía tiene que pedir permiso a los inquisidores para ver con sus propios ojos. La geografía se vio obligada a encogerse delante de ellos. Los planes de Colón fueron sometidos a juicio de los teólogos lo mismo que la solución a la cuestión de si los americanos constituían una especie propia. Un monje espectral acecha al geólogo en las entrañas de la tierra y otro de carne y hueso vigila los pasos del filósofo por su superficie. La anatomía es juzgada sospechosa y vigilada de cerca siempre que toma el escalpelo, y la medicina tuvo no poco que sufrir cuando se esforzaba en borrar del catálogo de los pecados mortales el uso de la quina y la vacuna. No solo hay que creer lo que cree la Inquisición, sino que hay que someterse implícitamente a las teorías y explicaciones de sus teólogos»9. Como dijo, con toda precisión, Raymond Carr, «la Inquisición había suprimido las verdades de la filosofía, la física y la geología, había esclavizado el espíritu español y rechazado el progreso. Ahí radicaba la si-miente de todo el debate del siglo XIX»10. Y aunque, como sabe-

9. J. Blanco White, Cartas de España, carta 3.ª, III, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2004, pp. 87-88.

10. R. Carr, España, 1808-1939, Ariel, Barcelona, 1970, p. 124.

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mos, la Inquisición ya no existía cuando se decretó la supresión de las facultades de Teología en la Universidad española, no es menos cierto que el espíritu y la mentalidad de los inquisido-res condicionó decisivamente el pensamiento y la convivencia en las décadas posteriores a la supresión definitiva del tribunal inquisitorial, denominado Justas de Fe durante la restauración de Fernando VII. Este macabro tribunal fue suprimido definiti-vamente por un decreto del 15 de julio de 1834.

Esta fue la postura intransigente que la Iglesia mantuvo, con ligeras variantes, durante casi todo el siglo XIX, en cuanto se refería a las relaciones de la teología con la libertad de la razón para la investigación y enseñanza de la ciencia y de los descu-brimientos científicos. En 1863, el papa Pío IX le escribía al arzobispo de Múnich previniéndole contra quienes «se jactan desvergonzadamente de la falsa libertad de la ciencia»11. Es más, la teología del absolutismo papal, que alcanzó su clave de bóveda en el concilio Vaticano I (1870), llega al culmen de sus formulaciones más atrevidas en el pontificado de Pío IX, un hombre plenamente convencido de que la razón humana cae inevitablemente en el error, en cuanto rechaza la autoridad de la Iglesia. Para este papa, en efecto, los científicos católicos tienen que someterse en todo a la divina revelación, para que así puedan estar completamente libres de errores12. Inevitable-mente, en tales condiciones, la separación de la teología y la Universidad resultó irremediable. Un hecho históricamente la-mentable. Sobre todo, si se tiene en cuenta que, a las posturas más integristas y ultramontanas de la Iglesia española, se en-frentaron, precisamente en los años de «la crisis de la Monar-quía» (1867-1868), los propulsores del movimiento intelec-tual que, en los círculos universitarios españoles, se propagó sirviéndose de las ideas de un filósofo alemán de segunda fila,

11. «devitent... qui falsam scientiae libertatem... impudenter iactant» (Actorum Romanorum Pontificum. Pii IX P. M. Acta, I, vol. III, Graz, 1971, p. 644).

12. Así lo dice expresamente Pío IX en su alocución a un consistorio secreto el 11 de diciembre de 1854 (Pii IX P. M. Acta, I, vol. I, pp. 623-624). He analizado ampliamente este asunto en mi estudio «La exaltación del poder magisterial en el siglo XIX», en AA.VV., Teología y Magisterio, Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 139-160.

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Krause, cuya obra principal había sido escrita muchos años antes, en 181113.

En cualquier caso, y sea cual sea el juicio definitivo que se dé de aquella compleja situación, con lo que he dicho, no pre-tendo afirmar que el hecho religioso, y los saberes asociados a él, hayan estado ausentes de las universidades españolas. El fe-nómeno religioso, como todos sabemos, siempre ha estado (y sigue estando) presente en el tejido social de España y ha sido objeto de estudio en la enseñanza universitaria desde no pocos puntos de vista: la cultura, la historia, la política, la sociología, el arte, la psicología y tantos otros saberes que quedarían ine-vitablemente incompletos si de ellos se arranca la dimensión religiosa que siempre, de una forma o de otra, ha estado pre-sente en la experiencia humana y en la convivencia social.

Pero, a lo que acabo de decir, hay que añadir algo que es decisivo cuando hablamos del hecho religioso y de la experien-cia religiosa. Este hecho y esta experiencia no se reducen, ni se limitan, a los conocimientos que se relacionan con la religión y sus diversas manifestaciones personales y sociales. Esos saberes son indispensables para el debido conocimiento de la religión. Pero, en todo caso, quiero dejar claro lo siguiente: lo central y específico de la religión es Dios, la fe en Dios, la experiencia de Dios, la creencia religiosa como tal. Y eso —justamente eso y no otra cosa— es la teología en sentido propio. Y en eso es en lo que radica la dificultad más seria que entraña la teología, y su tema central (el tema de la experiencia de Dios y de la rela-ción con Dios), para hablar con propiedad y honestidad sobre estos asuntos. De ello trataré en el capítulo siguiente.

Pero, antes de entrar en esas cuestiones que son el conte-nido central de este libro, me parece necesario decir algo so-bre las consecuencias que ha tenido, en España y en la Iglesia española, la ausencia y el consiguiente vacío de la teología en nuestras universidades públicas.

A diferencia de lo que ocurre en España, el estudio de las religiones y de la fe religiosa, ha estado y sigue estando pre-

13. R. Carr, España, 1808-1939, cit., pp. 292-295.

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sente en las universidades europeas, concretamente en el área universitaria anglosajona y alemana. Incluso en Francia, donde se rechazó la presencia de la religión en la escuela pública, sin embargo, se ha mantenido el estudio del hecho y de la expe-riencia religiosa, con todas sus implicaciones y consecuencias, en L’École des Hautes Études de París, así como en el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Como todos sabemos, la Ilustración criticó severamente la religión y desta-có el estudio de saberes como la filosofía, la fenomenología, la psicología, la sociología y la antropología, que se ocuparon ampliamente de la religión desde el siglo XIX.

Todo esto es de sobra conocido. Pero lo importante aquí es tomar buena nota de las consecuencias que se siguieron del divorcio entre teología y Universidad en España. Porque hoy estamos en condiciones de afirmar que ese divorcio, si bien es indudable que liberó a la Universidad española del pesado control del clero y de las limitaciones que impone la censura eclesiástica, no es menos cierto que, al separarse (e incluso a veces enfrentarse) el «saber eclesiástico» del «saber laico», dadas las circunstancias en que se produjo tal separación, a partir de ella cuajó la contraposición entre una cultura clerical y una cultura laica, que venía de lejos14 y que, con el paso del tiempo, en lugar de encontrarse y enriquecerse mutuamente, lo que ha ocurrido es que se han ido distanciando más y más, con detrimento para ambas, pero sin duda la que más ha re-sultado dañada ha sido, sobre todo, la cultura clerical. Una cul-tura que cada día se va quedando más rezagada y con menos capacidad de diálogo con el mundo y la sociedad en la que, a duras penas, se mantiene, con una presencia cada vez más pálida, más lejana y con menos voz y muy escaso influjo en la

14. Cf. O. Brunner, Adeliges Landleben und europäischer Geist, Salzburgo, 1948, pp. 62-74. Cf. J. Matthes, Introducción a la sociología de la religión, vol. I. Religión y sociedad, Alianza, Madrid, 1971, p. 39. En realidad, se trata de un proceso que arranca del siglo XII: la unidad entre historia del mundo e historia de la salvación, tan problemática a raíz de la separación entre el Imperio y la Iglesia, quedó, desde la Ilustración, sometida a una nueva reconstrucción partiendo del otro extremo: se hizo de la historia del mundo la auténtica historia salvadora.

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sociedad del presente y en el mundo que se va configurando para el futuro.

Es verdad que, en el mundo anglosajón y en Francia, se han destacado, durante los dos últimos siglos, los saberes relacio-nados con el hecho religioso. De ahí la floración de estudios y estudiosos en las ciencias humanas relacionadas con el fenóme-no religioso y la experiencia espiritual en sus diversas manifes-taciones. Mientras que, en España, lo que ha sucedido de facto ha sido la creciente clericalización de la religión, de forma que en nuestro país no existe un espacio secular o laico y, por tan-to, no tenemos en España un espacio que no sea confesional para el estudio del hecho religioso con la amplitud que implica una perspectiva de totalidad15. Por eso, nada tiene de extraño la escasa y pobre presencia que la teología española tuvo en el siglo pasado. En los seminarios y centros de estudios superiores se enseñó la teología neo-escolástica hasta los años siguientes al concilio Vaticano II. Y antes y después del concilio, se vivió en la Iglesia española fundamentalmente de las traducciones que se podían hacer de la producción teológica alemana y francesa principalmente.

Equipada nuestra Iglesia española con una teología «de pres-tado», en un país en el que Dios y la religión han sido tan determinantes en su torturada historia del siglo XX, no parece exagerado indicar (al menos, indicar) que la Iglesia no ha es-tado siempre a la altura de las circunstancias para responder, desde las creencias cristianas más auténticas, a los problemas tan graves que ha tenido que afrontar. Por supuesto, la Iglesia española ha producido héroes y mártires, mujeres y hombres ejemplares que han dado lo mejor de sí mismos por el bien de este país. Pero tan cierto como eso es que la Iglesia española hoy es recordada, por muchos ciudadanos, más como factor

15. Condición indispensable para que el saber humano pueda tener una pre-sencia social que sea capaz de resistir los planteamientos más elementales de una ciencia con capacidad dialéctica. Cf. J. Habermas, «Teoría analítica de la ciencia y dialéctica», en Th. W. Adorno et al., La disputa del positivismo en la sociología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1973, pp. 147-153.

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de división y enfrentamientos que como origen y fuente de paz, cohesión y unidad entre todos los ciudadanos que habitamos esta tierra. Ahora bien, si digo estas cosas, no es para echar más leña a un fuego que ya nos ha quemado a todos seguramente más de lo que imaginamos. Si digo estas cosas, es para que, en la medida de lo posible, tomemos conciencia del problema más serio y más profundo que a todos nos concierne, si es que pretendemos hablar a fondo de religión. Sin duda alguna, el problema más fuerte, que todos tenemos, no es el problema político, ni las cuestiones meramente ideológicas. Lo más gra-ve de todo, cuando hablamos de la Iglesia y de la religión, es el problema de Dios. Y aquí, exactamente aquí y como dijo el poeta, «estamos tocando el fondo». Porque, siendo coherentes, la pregunta que hay que hacerse es tan clara como inevitable, a saber: ¿qué Dios ha podido estar, y de hecho está, detrás de formas de pensar y de conducta tan extrañas, tan aberrantes y tan contradictorias como las que acabo de apuntar? Es más: ¿qué Dios sigue justificando no pocos comportamientos y de-claraciones de obispos españoles que, durante el pasado siglo, declararon, en nombre de Dios, que era una «cruzada religio-sa» lo que realmente fue una «guerra civil», cruel en extremo? ¿qué Dios es ese que luego justificó el juramento de fidelidad que los obispos españoles tenían que hacer ante el dictador, Franco, apenas eran consagrados pastores de la Iglesia?16, ¿qué Dios es el que hoy mismo inspira a determinados jerarcas de la Iglesia a decir y hacer lo que escandaliza o indigna a tantos ciudadanos de buena voluntad sobre cuestiones relacionadas con la sexualidad, las investigaciones científicas, el trato a los

16. El texto del juramento era leído por cada obispo, ante el dictador, en el palacio de El Pardo: «Ante Dios y los Santos Evangelios juro y prometo, como co-rresponde a un obispo, fidelidad al Estado español y al Gobierno establecido según las leyes españolas. Juro y prometo, además, no tomar parte en ningún acuerdo que pueda perjudicar al Estado español y al orden público, y haré observar a mi clero igual conducta. Preocupándome del bien e interés del Estado español procuraré evi-tar todo mal que pueda amenazarlo». Publicado por R. Díaz Salazar, Iglesia, Dicta-dura, Democracia. Catolicismo y sociedad en España (1953-1979), HOAC, Madrid, 1981, pp. 120-121. El texto remite a la revista Pastoral Misionera 6 (1976), p. 65.

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enfermos terminales o la participación de los fieles en la vida de la Iglesia?

Ante preguntas como estas o quizá otras parecidas, afronta-remos, sin miedo y sin reprimir la libertad de pensar, el proble-ma de Dios, tal como tantas personas lo viven en su intimidad más secreta, por más que con frecuencia es posible que no se-pan formulárselo o no se atrevan a decir a otros lo que piensan en conciencia.

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PENSAR AL TRASCENDENTE DESDE LA INMANENCIA

Como ya dije al comienzo de este libro, nunca ha sido fácil ha-blar de Dios y, por tanto, hablar de teología. Y más difícil, sin duda alguna, es hacer eso en este momento. Sobre todo, si que-remos hablar de Dios con la seriedad y la honradez intelectual que siempre nos exige nuestra propia humanidad. Esta dificul-tad —por lo que a mí respecta— me preocupa, no solo por el motivo ya indicado: no puede resultar fácil hablar de teología, es decir, de un saber confesional, en un Estado que no es cons-titucionalmente confesional. A ese motivo general, se suma el motivo coyuntural, determinado por el momento que estamos viviendo. Me refiero al momento de crisis de la fe en Dios, de la crisis de la religión, de la crisis de la Iglesia, sobre todo entre las generaciones jóvenes. Por tanto, el momento de la decreciente credibilidad social de la religión y de la Iglesia con todo lo que eso conlleva: las frecuentes discusiones de los dirigentes religio-sos con los poderes públicos por cuestiones relacionadas con el derecho y la ética, como recientemente recordaba en Madrid el profesor Hans Küng, precisamente el día que fue investido doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, cuando Küng hacía mención de las discusiones entre la Iglesia y el Estado a propósito de la familia, la interrupción del embarazo, la inseminación artificial y otros temas que están en la mente de la gran mayoría de los ciudadanos1.

1. H. Küng, Laudatio y discurso, UNED, Madrid, 2011, p. 30.

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Insisto en que, a mi juicio, es extremadamente difícil hablar de Dios, incluso pronunciar esa palabra cuando se tiene que pronunciar y en el sentido en que se debe decir. Y repito que, si esto ha sido siempre así, lo es más en este momento. ¿Por qué?

Por lo general, casi todo el mundo es consciente de que, cuando hablamos de Dios, nos referimos a una realidad que nos supera, que no es fácil de entender ni de explicar, y de la cual na-die está enteramente seguro, ni en cuanto a su existencia, ni en cuanto se refiere a su naturaleza, es decir, a lo que es o cómo es Dios. A fin de cuentas, como dice el evangelio de Juan, «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18). Por eso, entre otras razones, a Dios se le sitúa en el ámbito del «enigma» y el «misterio»2, palabras con las que algunos expresan un cierto sentimiento de «asombro»3, quizá de «admiración», «respeto» o «sobrecogimien-to» y, en no pocos casos, también «miedo». Sin olvidar a los que, ante la palabra Dios o el pensamiento de lo que Dios puede ser o hacer, lo que sienten es «rechazo» en alguna de sus múltiples manifestaciones. En todo caso, lo que ocurre, con bastante fre-cuencia, es que son muchas las personas, que se interesan por el tema de Dios, que perciben la dificultad que entraña este asunto, pero que no aciertan a precisar y formular dónde y en qué está el problema que Dios representa para los humanos.

Empezando por lo más básico, recordemos que, por defini-ción, Dios es el Trascendente. Con lo cual, si es que hablamos del Trascendente y de lo trascendental en el sentido propio y preciso de aquello que se sitúa más allá de los límites de nues-tro conocimiento experimental y demostrable, al hablar de Dios nos estamos refiriendo a una realidad que no conocemos, ni podemos conocer. Por la sencilla razón de que «lo tras-cendente» es aquello que obviamente «nos trasciende». Y nos trasciende, sobre todo y precisamente, en nuestra posibilidad

2. Así ha planteado acertadamente el problema de Dios, en cuanto filosofía de la religión, J. Gómez Caffarena, El Enigma y el Misterio, Trotta, Madrid, 2007.

3. Así, como recuerda el mismo Caffarena, Aristóteles indica el comienzo del «filosofar» (Metafísica, A, 982b 11-19) (J. Gómez Caffarena, El Enigma y el Miste-rio, cit., p. 11).

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de conocer, es decir, está fuera del campo inmanente de nues-tra capacidad de conocimiento. De ahí que «lo trascenden-te» es «lo absolutamente otro» en relación a «lo inmanente», que es el ámbito propio de cuanto está al alcance de nuestra capacidad de conocer. Desde la inmanencia, solo podemos pensar, decir y explicar «lo inmanente». Por eso, cuando las religiones —y en su nombre, los hombres de la religión— nos hablan de Dios, en realidad no hablan, ni pueden hablar, de Dios en sí, sino de las representaciones de Dios que los huma-nos nos hacemos.

Pues bien, al llegar a este punto, se puede afirmar que estamos tocando «la clave del problema»4. El problema real y de fondo con el que nos encontramos siempre que pensamos o hablamos de Dios o con Dios. El origen de este problema está en que la mente humana no puede pensar sino mediante un proceso de «objetivación» o de «cosificación», que es lo que caracteriza el modo propio de conocer de nuestra con-ciencia de seres humanos. De donde resulta que el Trascen-dente, que es verdaderamente tal (o sea, es el Trascendente) en la medida en que está «más allá» o «fuera de» los límites del campo inmanente de nuestra capacidad de conocimiento, desde el momento en que entra en el ámbito de nuestra in-manencia y, por tanto, se hace asequible a nuestra conciencia, desde ese momento, el Trascendente degenera en «objeto» o se convierte en «cosa». Así es cómo se produce el proceso de objetivación o de cosificación, en virtud del cual nosotros ya no conocemos a Dios, sino la objetivación de Dios o la cosificación de Dios que construye nuestra mente. Pero eso ya no es Dios en sí, sino la representación inmanente de Dios trascendente que hace la conciencia humana. Por más que, a tales representaciones, les pongamos los títulos más solem-nes y grandiosos que la mente humana ha podido imaginar. Y así, Dios es el «Infinito», el «Omnipotente», el «Absolu-to», el «Eterno», etc. Pero, en realidad, mediante esos títulos, los humanos expresamos como podemos, no a Dios en sí,

4. P. Ricoeur, De l’Interprétation. Essai sur Freud, Seuil, París, 1965, p. 504.

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sino nuestras «representaciones» o nuestras «objetivaciones» del Tras cendente.

Insisto en este punto capital, aun a riesgo de resultar rei-terativo: desde nuestra inmanencia, no podemos pensar sino en realidades inmanentes, por más que a lo inmanente nos lo representemos y lo califiquemos mediante el utillaje de los mi-tos, las teofanías, las cratofanías y los títulos y calificativos más solemnes o incluso los más asombrosos. Y es que, al insistir en este dato elemental de la estructura de nuestro conocimiento, no se incurre en el «reduccionismo metodológico exclusivo y dogmático hacia la inmanencia», como dijo alguien, desde la impunidad del anonimato (que ofrece internet) y, según creo, utilizando una formulación que difícilmente podrá explicar quien ha dicho tal cosa. Por lo demás, en esto consiste lo que Paul Ricoeur denominó acertadamente el proceso de «con-versión diabólica» en virtud del cual el Trascendente, al «ob-jetivarse» en nuestra mente, degenera en «cosa»5.

Por otra parte, a estas representaciones de Dios, por más que se las presente y se las pretenda explicar a partir de teo-fanías y revelaciones divinas, en realidad no pueden ser sino fenómenos culturales, que, como ocurre frecuentemente en casi todas las culturas, sufren procesos de crisis, de transfor-mación, de cambios profundos; o incluso atraviesan desiertos de soledad y muerte. Crisis de las que, a veces, se rehacen. Y crisis también en las que, en ocasiones, sucumben y mueren. Así ocurrió en el caso de la religión más antigua del mundo, la religión de Mesopotamia; o lo que sucedió con la religión del antiguo Egipto, por poner solo dos ejemplos, entre tantos otros, que nos son bien conocidos.

Pues bien, si recuerdo estas cosas, es porque me parece que están en la base de fenómenos culturales y sociales de enorme envergadura, que en nuestro tiempo estamos viviendo y pa-deciendo. Me refiero —como ya he apuntado antes— al pro-ceso actual de la crisis de la fe en Dios, la crisis de la religión, la crisis de la Iglesia. Una crisis, además, que está asociada al

5. Ibid., p. 504.

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fenómeno, antiguo y moderno, de la violencia que, como en-seguida voy a explicar, entraña profundas conexiones con el hecho religioso. Y, además, conexiones que tienen mucho que ver con intereses políticos, económicos, culturales y sociales, lo que complica el problema hasta extremos que seguramente no podemos ni imaginar.

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LA CRISIS ACTUAL DE LA FE EN DIOS

Si pretendemos hablar de esta crisis con honestidad y sin echar mano de los consabidos tópicos de los «profetas de calami-dades», los que «en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina», como tan sabiamente supo decir Juan XXIII en su famoso discurso de apertura del concilio Vati-cano II, lo primero que deberíamos tener claro es que semejante crisis no tiene su explicación última, ni normalmente está moti-vada, por las razones que con frecuencia suelen aducir no pocos predicadores (de distintos colores y pelajes) cuando se refieren a este asunto. Sinceramente, mi punto de vista es que mucha gen-te no ha dejado de creer en Dios por causa de la degeneración moral y de los pecados, de los que tanto suelen hablar no pocos profesionales del sermón y de la prédica religiosa en general. Ni es correcto, me parece a mí, decir (sin más) que se ha per-dido la fe porque vivimos en una cultura laicista, secularizada y relativista. La cultura en la que se han pervertido los «valores absolutos» por causa de los avances incontrolados de la ciencia y la tecnología. Con lo que, a juicio de no pocos clérigos y cate-quistas, se ha desplazado a Dios del centro de la vida.

Por supuesto y sin duda alguna, hay personas que, en sus problemas de fe, están muy condicionadas por todo lo que acabo de apuntar. Y por otras posibles causas que nadie quizás puede sospechar. Pero —ya digo— el centro del problema no está en nada de eso. Está —me parece a mí— en algo muy distinto, que mucha gente es probable que nunca haya pensado. Me explico.

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Como muy bien ha escrito recientemente el profesor Juan Martín Velasco, «la actual crisis de Dios solo ha podido desen-cadenarse debido a la forma falseada de presentar a Dios y de vivir la relación con él, que se había extendido por las Iglesias cristianas sobre todo en la época moderna»1. Muchas perso-nas no han abandonado su creencia en Dios porque son gente que se ha pervertido moralmente o porque ha trastornado sus ideas religiosas. Abundan las personas que han perdido la fe en Dios porque las instituciones y los enseñantes (profesores, predicadores, catequistas...) del tema religioso han ofrecido, con demasiada frecuencia, una imagen de Dios tan deforma-da, que Dios, para muchos ciudadanos, resulta absurdamente incomprensible, inaceptable o incluso insoportable.

¿En qué consiste esa forma falseada de presentar a Dios? Dicho de la forma más sencilla posible, consiste «en esa con-cepción según la cual Dios sería una realidad, un ser; ‘otro’ en relación con las ‘realidades del mundo’ y con su totalidad. ‘Otro’, sobre todo, en relación con el ‘sujeto humano’»2. Lo que, en definitiva, nos viene a decir que es mucha la gente que a Dios lo ve, lo piensa, lo entiende, como otro ser, «otra persona», un «tú», con el que cada uno puede hablar y con el que puede relacionarse, al que se le pide lo que se necesita; o también al que se le ofende, como se puede ofender a otro ser humano cualquiera. Y, lo que es más complicado, a Dios se le experimenta como un «tú» extraño, al que se le puede (y se le suele) ofender por cosas que a nadie ofenden en esta vida. Por poner un ejemplo muy simple y que reproduce un hecho muy real, yo me pregunto ¿en qué familia normal, los hijos acuden cada domingo a visitar a su padre, y lo primero que tienen que hacer es ponerse de rodillas ante ese padre y empe-zar a darse golpes de pecho asegurando que le han ofendido hasta tal extremo que tienen que sentirse malos hijos, suplicando

1. J. Martín Velasco, «¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?», en AA.VV., La fe perpleja. ¿Qué creer? ¿Qué decir?, Tirant lo Blanch-G. J. Chamina-de, Valencia, 2010, p. 104.

2. Ibid., 110.

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con dolor al bondadoso padre insistentemente que les perdo-ne?, ¿no sería eso una conducta propia de gente extravagante? Pero, sobre todo y más allá de las rarezas personales (de las que tantas veces ni nos damos cuenta), ¿qué idea de Dios y qué experiencia de Dios hay detrás de todo eso?, ¿todo eso respon-de a una realidad («Alguien») que está (donde sea y como sea) fuera de nosotros?, ¿o no será todo eso, más bien, una pura imaginación que las personas creyentes montan y organizan en su intimidad para conseguir objetivos o fines que nadie se atreve a confesar?

Como es lógico, esto me lleva a otra pregunta: ¿Por qué la gente piensa en Dios, busca a Dios, cree en Dios? ¿Qué necesi-dad tenemos de eso que llamamos «lo trascendente»? ¿No sería mejor prescindir del complicado asunto de Dios y de las religio-nes para vivir (tranquilamente y sin más problemas añadidos) nuestra limitada condición humana? Aquí, la respuesta es más sencilla, al menos, a primera vista. Es un hecho que los seres humanos, desde su oscura y arcana prehistoria, y en nuestra ya larga historia, no hemos prescindido de la búsqueda de Dios. Y no hemos prescindido porque, sin duda, no hemos podido pres-cindir. Precisamente, por causa de nuestras carencias y deseos siempre insatisfechos. Como bien se ha dicho, «la creencia en una deidad está relacionada con una serie de propensiones hu-manas, especialmente con el deseo de comprender las causas de los hechos, sentir que uno controla su propia vida, la búsqueda de seguridad en la adversidad, una forma de habérselas con el miedo a la muerte, el deseo de establecer relaciones con los de-más y otros aspectos de la vida social, así como la búsqueda de un sentido coherente para la vida»3.

Por eso —exactamente por eso— sobre ese «Otro», sobre ese «Tú», que nos imaginamos que es Dios, hemos proyectado todo aquello que nosotros apetecemos y de lo que carecemos: poderío, sabiduría, duración, bondad, felicidad... Sobre todo y con especial insistencia, las dos cosas que más necesitamos

3. R. A. Hinde, ¿Por qué persisten los dioses? Una aproximación científica a la religión, Biblioteca Buridán, Barcelona, 2008, p. 93.

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y más anhelamos todos los humanos: el poder y la bondad. Y así, hemos elaborado la imagen y la teología de un Dios que es infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Por tanto, Dios lo puede todo y siempre quiere lo mejor para nosotros. De esta manera, la teología se quedó satisfecha, pensando que había explicado a Dios de la mejor manera posible: el Dios ilimitada-mente perfecto frente a nuestra limitada imperfección.

A Dios, así pensado y bien argumentado, le hemos llama-do el Infinito, el Absoluto, el Trascendente. Pero, sin duda, no hemos caído en la cuenta de que ese «Otro», ese «Tú», ese «ob-jeto» de nuestra mente, es (ante todo) eso: un objeto de nuestra mente. Es decir, un producto de nuestra inmanencia y, por tan-to, es una realidad inmanente, por más que solemnemente nos empeñemos en decir que eso es el Trascendente. Insisto, una vez más: los seres humanos somos inmanentes y no podemos salir de nuestra inmanencia. Por eso, aunque es evidente que, mientras nos atenemos al ámbito propio nuestro, el ámbito de nuestra inmanencia, somos brillantes en las teorías que elabo-ramos y cada día más eficaces en el progreso de nuestros co-nocimientos científicos y de nuestras tecnologías, no es menos cierto que, cuando intentamos rebasar el horizonte último de nuestra limitada inmanencia, la representación del Trascendente que hemos elaborado, nos ha salido mal. Y no sé si es exagera-do decir que nos ha salido fatal. Esto, por dos razones.

En primer lugar, porque tenemos motivos abundantes para pensar que el «Dios trascendente», que nos hemos represen-tado, es inevitablemente un Dios proyectivo, es decir, es el re-sultado de una «idea proyectiva», en cuanto que lo que hemos hecho ha sido proyectar sobre Dios las cualidades que noso-tros los mortales más necesitamos y apetecemos.

En segundo lugar, porque, al pretender armonizar en Dios el poder sin límites y la bondad sin límites, en realidad nos ha salido un Dios contradictorio y un Dios violento. Ha resultado contradictorio porque, tal como «de hecho» es este mundo, que (según decimos los teólogos) tiene su origen en la decisión y en el poder de Dios, resulta evidente que se trata de un mundo que no puede haber sido pensado y creado por un ser que es, al

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mismo tiempo, infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Porque ambas cosas son incompatibles con el mal, el asombroso y aterrador problema de tantos males que padecemos y tenemos que soportar en esta tierra. El profesor Juan Antonio Estrada, en su brillante estudio sobre La imposible teodicea, concluye así su exhaustivo análisis: «En conclusión, la teodicea, en cuanto intento especulativo de justificar el mal existente y hacerlo ra-cionalmente compatible con el postulado de un Dios bueno y omnipotente, es un fracaso»4. Y no olvidemos que el fracaso de la teodicea es el fracaso de Dios. O más exactamente, el fracaso de la representación de Dios que nos ha ofrecido la teología al uso. La teología que ha brotado de nuestro discurso racional. O sea, el Dios que es producto de nuestra razón.

Pero hay más. Porque ese Dios, que «opera y se hace presente como un ente particular junto a otros»5, además de contradicto-rio, es también un Dios peligroso. Con lo cual entro derechamen-te en otro fenómeno que a todos nos preocupa enormemente, y con toda razón, en este momento. Me refiero al fenómeno de la violencia. Y conste que, cuando hablo de violencia, no pienso solamente en la violencia de la muerte y de la guerra. Además de eso, y antes que eso, pienso en la ya mencionada «ambivalencia de lo sagrado»6. Una ambivalencia de la que ya dije algo en el capítulo primero, pero en la que no me cansaré de insistir. Por-que es precisamente esta ambivalencia de lo sagrado una de las mayores fuentes de complicación y problemas para las personas que cultivan la experiencia religiosa. Ya dije, en efecto, que lo sagrado es vivido en una ambivalencia que no es solamente de orden psicológico (en la medida en que lo sagrado atrae y repele al mismo tiempo), sino que se trata también de una ambivalencia de orden axiológico, en cuanto que lo sagrado es, a la vez, «sa-grado» y «maculado»7. De forma que, como ya indicaba Virgi-

4. J. A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Ma-drid, 22003, p. 341.

5. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1978, p. 87.6. M. Eliade, Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de

lo sagrado, Cristiandad, Madrid, 2000, p. 81.7. Ibid., p. 81.

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lio, sacer significa igualmente «santo» y «maldito»8. De la misma manera que hagios puede expresar a la vez la noción de «puro» y «manchado»9. Justamente lo que a todos nos ocurre con la re-ligión, con la teología y, en definitiva, con Dios. Es decir, lo que nos ocurre con la representación de Dios que hemos elaborado desde nuestra inmanencia.

Con lo cual desembocamos en la enigmática experiencia del tabú, «esa condición de los objetos, de las acciones o de las personas ‘aisladas’ y ‘prohibidas’ por el peligro que su contac-to lleva consigo» (J. G. Frazer)10. De ahí la violencia de la ex-periencia religiosa, sentida en forma de amenaza, culpa, man-cha, prohibición, renuncia, castigo, sentimientos que rompen la conciencia de la propia dignidad y de la propia seguridad. Es quizá la forma de violencia más refinada que padecen tantas personas en su más secreta intimidad.

Pero no es esta la peor ambigüedad de la religión. Para mu-cha gente, Dios es peligroso incluso cuando se nos presenta como fuerza que potencia el universalismo humanitario. Por-que ese sentimiento, tan profundamente humano, descansa no solo en la identificación con Dios, sino, además, en la sataniza-ción de quienes se oponen a Dios. La violencia religiosa, que puede ir desde el más sutil desprecio hasta la más brutal ame-naza contra la vida misma, tiene siempre su origen en el uni-versalismo de la igualdad entre los creyentes, que priva a los no creyentes o a los que tienen otras creencias, de aquello que se les promete a ellos: dignidad e igualdad11. Y así, nos damos de cara con el lamentable espectáculo de los enfrentamientos, di-

8. Eustatio, Ad Iliadem, XXIII, p. 429. Citado por M. Eliade, Tratado de his-toria de las religiones, cit., p. 81.

9. J. E. Harrison, Prolegomena to the Study of Greek Religion, Cambridge, 1922, p. 59. Citado por M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, cit., p. 81.

10. Cf. M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, cit., p. 82, que cita la abundante documentación que se encuentra en el tomo III, Tabou et les périls de l’âme, de Rameau d’or, de J. G. Frazer, trad. francesa, París, 1927; trad. española (abreviada), La rama dorada, FCE, México, 31956.

11. U. Beck, «Dios es peligroso», en El País, 15 de enero de 2008. U. Beck ha explicado más esta idea en El Dios personal. La individualización de la religión y el «espíritu» del cosmopolitismo, Paidós, Barcelona, 2009, pp. 61-65.

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visiones, conflictos, tensiones, descalificaciones, intolerancias y todas las formas de represión y agresión que las religiones han provocado, en unos casos; han justificado, en otras ocasiones; o han potenciado en todas las contiendas teológicas y guerras de religión que en el mundo han sido.

Evidentemente, todo esto ya es grave y preocupante. Pero, en este momento, nos vemos metidos de lleno en un nuevo ambiente de violencias, motivadas por la religión, y que nunca hasta ahora se habían manifestado con la fuerza que estamos palpando en la situación actual. Se trata, como bien sabemos, de una situación nueva. ¿En qué consiste esta novedad? Si las religiones siempre han ido superando fronteras territoriales infranqueables, y cavando nuevos abismos entre los creyentes y los no creyentes, ¿cuál es, entonces, esa novedad? El acerca-miento a nivel global, que resulta del entramado de las tecno-logías de la comunicación, conduce a que las grandes religiones entren en contacto y se mezclen. Pero eso igualmente conduce a un choque de universalismos, a disputas externas sobre las verdades reveladas, así como sobre los modos que tienen unos y otros de satanizar a los demás. El choque de universalismos significa lo siguiente: estar obligado a justificarse y a reflexio-nar tanto en la vida íntima como en los deberes públicos, allí donde antes dominaba la absoluta certeza12. Todos sabemos de las situaciones de malestar y de frecuentes tensiones que esta nueva situación genera, tanto en la convivencia entre personas y grupos religiosos como en las relaciones de unos y otros con los poderes públicos en todo cuanto afecta a la paz y solidez del tejido social. Si la violencia de la religión ha sido un problema de siglos y de tan graves consecuencias, en este momento (y en el futuro) ese problema se acentúa abriendo siempre frentes nuevos de conflictividad.

Sin olvidar algo que es decisivo cuando hablamos de Dios y de religión. Me refiero al hecho, tan insistentemente repetido y analizado, de la institucionalización de la religión. El fenóme-no religioso no es un hecho privado. Ni es un hecho meramente

12. U. Beck, El Dios personal, cit., pp. 63-65.

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espontáneo y dejado a la improvisación de cada cual. Toda reli-gión, para perpetuarse, necesita institucionalizarse. Ahora bien, desde el momento en que la religión se organiza como institu-ción, desde ese momento entran, como elementos decisivos del hecho religioso, los «mediadores religiosos» que actúan a modo de intermediarios entre Dios y sus fieles. La existencia de estos intermediarios entre lo divino y lo humano, entre Dios y los hombres, es un hecho que, bajo diversas formas y denomina-ciones, ha existido en todas las religiones, desde la más antigua que se conoce por documentos escritos, la religión de Mesopo-tamia, que nos dejó abundante información sobre los ministros del culto religioso, su razón de ser y su forma de vida13. En la religión de Israel, el «sacerdote» (hiéreus) es el hombre que tie-ne una relación directa con «lo sagrado» (hiéros). Los sacerdotes aparecen en la Biblia después de la salida de Egipto, sobre todo en el Levítico. El término original kohén, según piensan algu-nos especialistas, significaría «inclinarse». Lo que supone que el sacerdote es el que se inclina ante la divinidad14 y así, median-te la adoración, ejerce su actividad de mediador. Pero la idea más aceptada es la que presenta a los sacerdotes de Israel como «representantes de la pureza y santidad del mismo Yahvé»15. En cualquier caso, al hablar de los «mediadores religiosos», es im-portante saber que, en la religión de Israel, además de la me-diación del culto sagrado y de los sacerdotes, existió y también actuó de forma decisiva la mediación de los profetas y de los sabios. Así, en la religión de Israel, la mediación entre el pueblo y la divinidad quedó más fragmentada y, por tanto, menos con-centrada, dejando a la comunidad creyente más autonomía y, por tanto, más libertad de pensamiento y de decisión.

En el caso del cristianismo, sin embargo, el problema ca-pital de la mediación religiosa se ha pensado, se ha gestiona-

13. J. Bottéro, La religión más antigua: Mesopotamia, Trotta, Madrid, 2001, pp. 147-152.

14. A. Vanhoye, Prêtres anciens, prêtre nouveau selon le Nouveau Testament, Seuil, París, 1980, pp. 34-35.

15. W. Brueggemann, Teología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2007, p. 698.

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do y ha terminado por organizarse de forma muy distinta. Y me parece importante destacar este punto porque consi-dero que se trata de una cuestión decisiva. El hecho es que la Iglesia católica ha elaborado una teología del poder y ha legislado este asunto de forma que todo el poder mediador ha quedado concentrado en el sacerdocio, desde el punto más alto de la pirámide, el papa, pasando luego por el episcopa-do, hasta llegar a los simples presbíteros. No existe ninguna otra religión en el mundo en la que el poder mediador esté tan concentrado en un grupo relativamente reducido de hom-bres en comparación con la totalidad de los fieles. De ahí que, en ninguna otra religión del mundo, el pueblo creyente tiene que aceptar, como elemento constitutivo de sus creencias, un estado de sumisión tan fuerte como el que se les exige a los católicos. Ya que la sumisión a Dios es sumisión a determi-nados hombres que pueden pedir cuentas hasta de los asun-tos más íntimos de la vida y la conciencia. Así se entiende, teológicamente y jurídicamente, la sumisión de los laicos a los presbíteros; de estos a los obispos; y los obispos, a su vez y según el ordenamiento jurídico que se establece en el De-recho canónico, designados, controlados y siempre someti-dos a quien es la cabeza del colegio episcopal, el Romano Pontífice, que, además, es el jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano16. De esta manera, los tres grandes poderes religio-sos, el de enseñar, el de santificar y el de regir, han quedado concentrados en quienes poseen la potestad jerárquica: pres-bíteros, obispos, papa (LG 24-26).

Lo decisivo y lo más grave, en todo este asunto, por lo que se refiere a Dios y a la crisis de la fe en Dios que padecemos hoy, está en que esta «plenitud de poder», plenitudo potestatis, según la fórmula que ya aparece en León Magno17 y que se hipertrofia exageradamente en el siglo XII (desde Gregorio VII

16. Concilio Vaticano II, LG 22; CIC, 331, 333, 1404, 1372. La Ley fun-damental del Estado de la Ciudad del Vaticano entró en vigor el 22 de febrero de 2001.

17. Y. Congar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, Cerf, París, 1968, p. 205.

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a Inocencio III)18, no se refiere ni afecta únicamente al régimen del gobierno o de la organización institucional. Lo más deli-cado y lo más duro de este asunto es que se trata de un poder sobre la fe misma de las personas y que, por lo tanto, es un poder que condiciona y determina las creencias religiosas en sí mismas. Se trata, en consecuencia, de un poder que tiene capacidad para decidir lo que cada católico puede pensar y lo que no puede pensar, en el sentido de lo que debe tener por verdadero y lo que debe rechazar como falso, como peligroso, como herético. Estamos, por eso mismo, ante un poder que in-vade la mente, la intimidad de la conciencia, que no tiene más salida —si es que se quiere ser coherente con la fe en Dios— que someterse en plena y perfecta obediencia a lo que otro hombre piensa y decide que yo también he de pensar y deci-dir, si es que pretendo ser fiel a Dios. Según la certera fórmu-la acuñada por Congar, a partir de Gregorio VII, se consuma una auténtica mística de la obediencia, según la cual «obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa»19. Además, con el paso de los años, esta mentalidad —que es la que rige en el gobierno de la Iglesia— no se ha debilitado, sino todo lo contrario, hasta alcanzar sus cotas más altas en los pontificados de Pío IX, en el siglo XIX, y de Juan Pablo II, en los siglos XX y XXI.

Como es lógico, si es que esta forma de entender la reli-gión se toma en serio y se abraza con todas sus consecuencias, lo que de todo esto se sigue es que, para tener buena relación con Dios, lo primero que hay que hacer es llegar a una autén-tica desapropiación mental, es decir, hay que llegar a la acción y el efecto de despojarse y perder la propiedad del propio pen-samiento. Para pensar, en los asuntos más serios de la vida y

18. Y. Congar, L’Église: de Saint Augustin à l’époque moderne, Cerf, París, 1970, pp. 185-192.

19. Y. Congar, «Der Platz des Papsttums in der Kirchenfrömmigkeit der Refor-mer des 11. Jahrhunderts», en J. Daniélou y H. Vorgrimlert (eds.), Sentire Ecclesiam. Das Bewusstsein von der Kirche als gestaltende Kraft der Frömmigkeit, Friburgo Br., 1961, p. 215. Citado por H. Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid, 52007, p. 391.

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de la propia conducta, en cuestiones tan básicas como pueden ser las ideas sobre el amor, la familia, el sexo, el dinero, la política; o en asuntos tan triviales como puede ser el simple hecho de poner o quitar una imagen religiosa en un local pú-blico; en todo eso (y mil cosas más), la fe en Dios no tiene otra salida que dejar de ver la vida como uno la ve, dejar de pensar como piensa mucha gente normal y corriente, y asumir como propias las ideas que me dicta el párroco, el obispo o, sobre todo, el papa. Y eso, por más que uno sepa que ha habido obispos y papas que han dicho y hecho cosas de las que luego se han arrepentido y por las que han tenido que pedir perdón, como ha ocurrido recientemente con el caso Galileo o con los escándalos eclesiásticos de pederastia.

Por todo lo que he dicho en páginas anteriores, ya quedó claro que lo de Dios está difícil y complicado. Si a todo aquello le sumamos ahora esto, ¿de qué nos sorprendemos cuando ve-mos que cada día hay menos gente en las iglesias, que se vacían los seminarios y los conventos, que tantos jóvenes no quieren saber nada de estos embrollos de la religión y así sucesivamente?

Y es que —para concluir este capítulo— «a Dios nadie lo ha visto jamás», como dice el Evangelio. O sea, Dios no está a nuestro alcance. Ni sabemos cómo es, ni podemos saberlo. Lo que sabemos de Dios son las representaciones que de Dios nos han hecho las religiones. Y siempre —no podía ser de otra ma-nera— nos lo han representado proyectando sobre Dios lo que más apetecemos los humanos, el poder (para resolver todo lo que nos hace sufrir) y la bondad (para tener asegurado el cariño que tanto necesitamos). Pero resulta que, con el utillaje de esas representaciones, nos hemos equivocado. Y Dios nos ha salido mal. Porque ha resultado ser un Dios contradictorio y un Dios peligroso.

Además —y para completar una imagen de Dios según la cual «lo divino» viene a ser un elemento extraño que no encaja en «lo humano»— nos damos cuenta de que las dificultades que entraña la fe en Dios se han pretendido solucionar echan-do mano del poder sagrado de sacerdotes, obispos y papas. Un poder que llega a exigir una auténtica «desapropiación men-

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tal», es decir, se trata de renunciar a la propiedad del propio pensamiento. Lo que significa que, sin darse uno cuenta de lo que realmente le sucede, el hecho es que abundan las perso-nas que pierden la libertad de pensar. Y hasta llega el día en que uno mismo se da cuenta de que se ha pasado gran parte de la vida cortándose o limitándose los caminos del propio pensa-miento y de la propia reflexión. Porque se sabe que, si uno sigue la lógica del discurso, sin miedos ni censuras, lo más probable es que desemboque en situaciones íntimas insoste-nibles. He aquí por qué, en determinados grupos o ambientes religiosos, no es infrecuente encontrar personas extrañamen-te contradictorias. Personas, a la vez, sumamente religiosas y sumamente intolerantes, fanáticas y hasta con manifestaciones de incomprensible violencia. Como es lógico e inevitable, es-tando así las cosas, la crisis de la fe en Dios está perfectamente servida. ¿Y nos sorprende encontrar tantas personas de exce-lente voluntad y de la mejor conducta, como amigos, como profesionales, como ciudadanos, pero que no quieren saber nada de Dios, de la religión y de la Iglesia?

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LA FE EN DIOS COMO SABER Y COMO CONVICCIÓN

A la vista, pues, de la situación que he descrito en el capítulo anterior, parece lógico afirmar que la teología, si pretende ser honesta y coherente, se ve obligada a afrontar la cuestión más apremiante del momento histórico y cultural que estamos vi-viendo. Esta cuestión se puede formular a partir de la siguien-te pregunta: ¿tiene solución y salida el Dios contradictorio y violento al que, no obstante la enorme carga de contradicción y de conflictividad que lleva en sí mismo, nos hemos acostum-brado, lo soportamos y hasta abundan quienes aseguran que lo necesitan y lo aman?

Así las cosas, y por más sorprendente que pueda parecer, mi punto de vista es que «lo central de la actual situación reli-giosa es la convicción de que un Dios, que parecía formar par-te de las evidencias naturales con las que se contaba, ha pasado a tal grado de no-evidencia que, no solo el mundo y la realidad en su conjunto pueden explicarse sin él, sino que ha pasado a ser visto teórica y prácticamente como imposible»1.

Pero, ¡atención!, aquí debo hacer una advertencia que me parece determinante. El problema de Dios no radica ni en su trascendencia, ni, por tanto, en que Dios es el Trascendente. Si Dios no fuera el Trascendente, no sería Dios. Sería un «objeto»

1. J. Martín Velasco, «¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?», en AA.VV., La fe perpleja. ¿Qué creer? ¿Qué decir?, Tirant lo Blanch-G. J. Chamina-de, Valencia, 2010, p. 105.

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más, producto de nuestra inmanencia, un producto más de nuestro conocimiento. Por eso insisto en que el problema no radica en el Trascendente, sino en las representaciones del Tras-cendente que nosotros nos hacemos, las que nos hemos hecho a lo largo de la historia; y las que nos seguimos haciendo en este momento. El problema de Dios no está, ni puede estar, en creer en lo incognoscible, en lo indemostrable, incluso en lo absurdo. Una relación con Dios, que se plantea desde se-mejante presupuesto, es una relación llamada inevitablemente al fracaso. En este sentido, y si pensamos en la fe solo como creencia, es decir, como conjunto de saberes que afirmamos y defendemos racionalmente, se puede asegurar que, «desde el punto de vista filosófico o psicológico, la fe no es ninguna virtud, sino un vicio, no constituye excelencia alguna, sino un defecto, un fallo del aparato cognitivo. Creer lo que no pode-mos ver ni comprender ni demostrar, creer lo absurdo, creer lo increíble, es más bien una patología mental que una virtud o excelencia que merezca recompensa alguna»2. Afirmaciones de este talante no nos tendrían que inquietar y, menos aún, escandalizar. Porque, insisto, una cosa es la fe como creencia, y otra cosa es la fe como convicción personal que se traduce en un conjunto de formas de conducta y en hábitos de comporta-miento, como enseguida voy a explicar.

En todo caso, pienso que es necesario tener el coraje de afrontar, con libertad y honestidad, el planteamiento de Moste-rín, para intentar así —si ello es posible— depurar el significado y el planteamiento que debemos darle, en este momento y hasta donde nos sea posible, al hecho religioso en toda su profundi-dad. Es decir, depurar y dejar en claro el significado que ten-dríamos que darle a nuestra posible relación con Dios.

Pues bien, para que la relación con Dios pueda tener sen-tido (ahora sobre todo), y pueda ser acogida por las gentes de nuestro tiempo, ha de ser una relación fundamentada no en creencias centradas en la metafísica del «ser», sino una relación

2. J. Mosterín, Los cristianos. Historia del pensamiento, Alianza, Madrid, 2010, pp. 68-69.

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que se centra y consiste en la praxis histórica que se realiza en la historia del «acontecer». Si las «representaciones» del «Tras-cendente» y, por tanto, las religiones son siempre aconteci-mientos culturales, no olvidemos que nosotros somos hijos de la cultura de Occidente. Y no olvidemos tampoco que, en esta cultura nuestra, han dejado su marca las tradiciones de la Bi-blia. Pues bien, cualquiera que tome la Biblia en sus manos, lo que descubre en ella no son especulaciones sobre el ser de Dios extraídas de la metafísica, sino relatos del acontecer extraídos de la historia. Y es en esos relatos, siempre vinculados a la con-ducta, al comportamiento humano, en los que descubrimos a Dios y en los que podemos encontrar la representación del Trascendente. Tiene razón Bernhard Welte cuando nos ha he-cho notar que a la revelación bíblica no le interesa «lo que es» (was ist) Dios, sino «lo que sucede» (was geschah) cuándo (y dónde) actúa Dios3.

Por esto, sin duda, el judaísmo no centró su relación con Dios en la fe, sino en la praxis, en la acción, en la conducta, en el cumplimiento de la Torá. De ahí que, con toda razón, se ha dicho que, cuando en la literatura rabínica se utiliza el concepto de «hombre de fe», lo que se quiere expresar es un determinado comportamiento, la conducta ejemplar que hay que vivir. En otras palabras, se trata de la fidelidad que se rea-liza y se expresa en la práctica de la justicia4.

En definitiva, la exactitud y corrección de nuestra relación con Dios no consiste en la exactitud y corrección de nuestras

3. B. Welte, Gesammelte Schriften IV/2. Wege in die Geheimnisse des Glau-bens, Herder, Friburgo Br., 2007, p. 125.

4. O. Michel, «Fe» (pístis), en L. Coenen, E. Beyreuther y H. Bietenhard, Dic-cionario exegético del Nuevo Testamento, vol. II, Sígueme, Salamanca, 1980, p. 178. Por lo demás, al planteamiento teológico que me he limitado a apuntar, aquí vendría bien añadir la potente corriente de pensamiento que representaron las profundas revoluciones sociales del siglo XIX y primera mitad del XX. Me refiero concretamente a la «filosofía de la praxis», tal como la planteó, por ejemplo, Benedetto Croce y la recoge A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Lautaro, Buenos Aires, 1958. En todo caso, ni a estos autores ni a los teólogos (sean del signo que sean) se les ha de leer olvidando las exigencias de la praxis que brotan del Evangelio, en el sentido que pretende explicar este libro.

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ideas religiosas, sino en la exactitud y corrección de nuestra conducta y de nuestra forma de vivir. O dicho con otras pa-labras: la relación del ser humano con Dios no se verifica me-diante la fe, sino mediante la ética. No se juega en el ámbito de las creencias, sino en el ámbito del comportamiento. Y soy consciente de que, al decir esto, me estoy atreviendo a hacer una afirmación que sin duda sorprenderá a algunos y segura-mente indignará a bastantes personas.

En cualquier caso, a quienes puedan reaccionar así, me permito recordarles que, con demasiada frecuencia, la fe y, en general, las creencias religiosas han servido para dividir y en-frentar a la gente, a los pueblos, a culturas enteras. Por la fe, se ha perseguido, se ha condenado, se ha humillado y hasta se ha matado a mucha gente en la ya larga historia de las creen-cias religiosas, las guerras de religión, las matanzas de here-jes, paganos, cismáticos, heterodoxos y brujas. Teniendo en cuenta que, en el fondo de comportamientos tan macabros, había un «dios extraño», justificante de todas las violencias. No. La relación del ser humano con Dios no se puede veri-ficar de esa manera. Sobre este asunto volveré más adelante. Pero ya digo, desde ahora, que no puede haber otra verificación auténtica de la relación con Dios que la conducta que cada cual tiene con sus semejantes. Con lo que llegamos a la cuestión capital: ¿de qué conducta se trata?

Para responder a esta pregunta, tengamos la libertad y el coraje de afirmar sin remilgos: decididamente, tenemos que pen-sar a Dios de otra manera. Lo que equivale a afirmar que es necesario modificar nuestra idea de Dios y nuestra represen-tación de Dios. Si tomamos en serio la trascendencia de Dios —amplío lo que ya he dicho sobre este punto capital—, eso nos viene a indicar que Dios no es un ser supremo, que está «más allá y por encima del mundo, que viene del exterior a hablar y actuar en el mundo». No nos queda más remedio que aceptar que Dios es, a la vez, «totalmente otro» y es igualmen-te «no otro». De forma que «precisamente por ser radicalmen-te trascendente al mundo que sostiene en el ser», por eso Dios «es radicalmente inmanente». Por tanto, Dios se nos revela, se

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nos da a conocer, «desde el interior mismo del mundo, de la historia y de las libertades humanas»5.

Nunca deberíamos dejar de tener muy presente que la in-manencia no tiene acceso a la trascendencia. Es decir, como ya he indicado y repito de nuevo, desde la inmanencia, siempre estamos en la inmanencia. Y eso significa que nuestras represen-taciones del Trascendente no son sino representaciones inma-nentes que nunca rompen o salen fuera de lo que nos es in-manente, no salen de nuestra propia humanidad. Estoy, pues, diciendo con expresiones teóricas, especulativas, abstractas, una cosa sumamente sencilla y que todos tenemos siempre a la vista y al alcance de la mano. Y es que hemos nacido, vivimos y perte-necemos a «este mundo», no a «otro mundo», que no es ya otra galaxia o la estrella más distante a años luz de nuestra tierra. No. Cuando aquí hablo de «otro mundo», me refiero a lo que está fuera o más allá de todo lo visible, lo tangible, lo conocible y lo demostrable. Y repito una vez más: Dios es precisamente Dios porque no es ni conocible, ni demostrable. No es, pues, un obje-to, una cosa más de las que nosotros tenemos o podemos tener a nuestro alcance.

Soy pesado y machacón, en este punto capital, porque aquí y en esto es donde nos jugamos el estar hablando de Dios o estar hablando de cosas que nosotros nos inventamos, nos imagina-mos y luego las explicamos como nos conviene o nos interesa, quizá utilizando las teorías teológicas más brillantes del mundo, pero que, a fin de cuentas, no son sino eso, teorías nuestras. Ni más ni menos que eso.

¿Quiere decir esto que el tema de Dios es un tema conde-nado inevitablemente al fracaso? ¿Estamos, por tanto, al ha-blar de Dios, metidos en un callejón sin salida? Ya he dicho que, si nos atenemos a lo que puede dar de sí la sola razón, por ese camino desembocamos derechamente en una contra-dicción insalvable. Creo que en eso ha consistido la inmensa limitación que siempre ha arrastrado la especulación escolás-

5. H. Bouillard, «Le concept de révélation de Vatican I à Vatican II», en AA.VV., Révélation de Dieu et langage de l’homme, Cerf, París, 1972, p. 48.

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tica, tan profundamente marcada (y condicionada) por la me-tafísica griega.

Pero también ocurre —y pienso que aquí tocamos una cues-tión capital en este discurso— que el ser humano no actúa, ni solo ni principalmente, desde lo que le aporta o le puede apor-tar el discurso racional. «No debemos» actuar nunca contra la propia razón. Pero, más cierto que eso es que «no podemos» actuar si nos limitamos a la sola razón. Sobre todo, cuando afrontamos el problema de nuestra relación con Dios. En este orden de cosas, me parece programática la sincera y lúcida con-fesión de Kant cuando, en el Prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, afirma: «Debí abandonar el saber a fin de hacer lugar para la fe»6.

Nunca insistiremos bastante en la fuerza determinante de esta sinceridad confesional de Kant. Las ciencias humanas nos han enseñado hasta la saciedad que los saberes y los compor-tamientos de los seres humanos están, desde su raíz, condicio-nados y determinados, no solo por contenidos mentales, que expresamos mediante signos, sino sobre todo por experiencias (con sentido de totalidad) que comunicamos mediante sím-bolos. Por esto, ni la ciencia, ni los conocimientos que nos apasionan, ni las relaciones humanas, ni (menos aún) las con-vicciones, que dan sentido a nuestra vida, nada de eso está de-terminado solamente por razones y verdades, sino, sobre todo, por experiencias y símbolos7.

Por esto se comprende la gran paradoja que consiste en que, no obstante la contradicción racional que entraña el problema de Dios, las creencias religiosas movilizan en el ser humano la fuerza de experiencias y de símbolos mediante los que tales ex-periencias se expresan. Símbolos que son, según la certera for-mulación de Paul Ricoeur, los «centinelas del horizonte» último

6. I. Kant, Crítica de la razón pura, Prefacio a la 2.ª edición, B XXX, Alfagua-ra, Madrid, 1979, p. 27.

7. He analizado esta cuestión básica en mi libro Símbolos de libertad. Teo-logía de los sacramentos, Sígueme, Salamanca, 1981, pp. 165-220. De forma más resumida, con bibliografía actualizada, en J. M. Castillo, «Sacramento», en J. A. Es-trada, 10 palabras clave sobre la Iglesia, Verbo Divino, Estella, 2007, pp. 310-344.

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de nuestra inmanencia. Y símbolos también por los que sabemos y experimentamos que el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia. De ahí que resulte sencillamente absurdo acusar a esta forma de pensamiento de «reduccionismo meto-dológico exclusivo y dogmático hacia la inmanencia», propio de un pensamiento occidental decadente. No he podido saber quién ha hecho semejante afirmación. Sea quien sea, al que haya dicho tal cosa (o al que pueda pensarla), no le vendría mal tener muy claro en su cabeza que la mente humana no puede ni pen-sar en el Trascendente sino desde la inmanencia, desde nuestra humana inmanencia. Porque no estamos, ni podemos estar, en condiciones de hacer otra cosa.

Entonces, ¿qué solución tenemos a nuestro alcance? Yo pro-pongo la que conozco, al menos, algo. La que he estudiado y la que intento vivir.

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EL CENTRO DEL CRISTIANISMO NO ES DIOS, SINO JESÚS

Afrontamos, pues, la pregunta que más directamente nos inte-resa aquí: ¿cómo ha resuelto la tradición religiosa occidental, la tradición cristiana, la dificultad que constituye la convicción según la cual el Trascendente se nos hace presente en nuestra inmanencia? En otras palabras: ¿qué nos aporta la fe cristiana para resolver el problema de nuestra relación con Dios; y el problema también de nuestra relación con el ser humano?

El centro del cristianismo no es Dios, sino Jesús. Esto quiere decir, entre otras cosas, que el centro del cristianismo no es el Trascendente, sino un ser humano, un hombre, que nos revela, nos da a conocer y nos explica al Trascendente. Dicho más claramente, el centro del cristianismo no es lo divino, sino lo humano. Porque, cuando digo que el centro del cristianis-mo es Jesús, me refiero al Jesús terreno, el que nació, vivió y murió en la Palestina del siglo primero. El Jesús del que hoy estamos en condiciones de afirmar con seguridad que «el único consenso verdadero entre los estudiosos, al margen de sus di-versas orientaciones, es la certeza de su existencia histórica»1. Y digo, en consecuencia, que aquel hombre, aquel ser humano, es el centro del cristianismo precisamente porque en él se nos ha

1. F. Lenoir, El Cristo filósofo, Ariel, Barcelona, 2009, p. 28. Para un estudio más documentado de este punto, analizado de forma casi exhaustiva, cf. J. P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, vol. I, Verbo Divino, Estella, 2004, pp. 47-218.

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manifestado Dios, en él hemos conocido a Dios, al Dios al que nadie ha visto jamás (Jn 1, 18; 1 Jn 4, 12.20). De forma que, en un ser humano que pertenece a nuestra inmanencia, ahí es don-de encontramos a Dios. Por eso es exacto afirmar que, en Jesús, Dios ha entrado en nuestra inmanencia y se ha unido a la con-dición humana. Jesús, por tanto, representa y significa que en lo humano, y solo en lo humano, es donde podemos encontrar a Dios y donde podemos relacionarnos con Dios. Esto es lo que la teología cristiana afirma cuando habla del misterio de la en-carnación de Dios en Jesús. Y esto es lo que representa, entre otras cosas y fundamentalmente, el acontecimiento de la huma-nización de Dios, tal como se realizó y se vivió en aquel ser humano que fue Jesús de Nazaret2. Lo que conlleva una com-prensión completamente distinta, tanto en el cristianismo como en la Iglesia, de muchas cosas que, precisamente porque se ven como divinas, por eso mismo se consideran intocables, cuando en realidad no solo se pueden alterar, sino que tenemos que repensarlas y modificarlas, justamente para ser fieles a su razón de ser: hacer de vehículos humanos y, por tanto, modificables, para que podamos encontrarnos con el Trascendente. Lo que importa y lo que nos interesa no es mantener inmóviles las me-diaciones humanas para acceder a lo divino. Lo que importa es que de verdad accedamos a Dios.

El problema que, desde el punto de vista del pensamien-to eclesiástico, aquí se puede presentar está en que, según el dogma cristológico, se podría afirmar que Jesús es el revelador y la revelación de Dios «porque es el Verbo del Padre hecho hombre»3. Pero ocurre que eso equivaldría a decir que Jesús nos revela a Dios porque es el Hijo de Dios. Es decir, «de la misma naturaleza (homoúsios) del Padre»4. Lo que sería lo mismo que afirmar que, en Jesús, Dios nos revela a Dios. Por tanto, lo pu-

2. J. M. Castillo, La humanización de Dios. Ensayo de cristología, Trotta, Ma-drid, 22010.

3. J. Alfaro, «Las funciones salvíficas de Cristo como Revelador, Señor y Sa-cerdote», en Mysterium Salutis, III/1, Cristiandad, Madrid, 1971, p. 682.

4. Concilio de Nicea (325) (DH 125).

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ramente humano de Jesús, lo que en él veía todo el mundo, eso no vendría a ser sino un revestimiento, una especie de disfraz, que asumió aquel modesto galileo, que fue Jesús, para que, en su apariencia humilde y modesta, Dios se nos diera a conocer. Ahora bien, semejante discurso representa la contradicción más patente que, con todo disimulo, se puede plantear a todo lo dicho (hasta aquí) en este libro. Porque, en definitiva, decir que Dios nos revela a Dios es lo mismo que afirmar que el Trascen-dente nos revela al Trascendente. Lo cual es no salir de la tras-cendencia y, por tanto, mantener tozudamente la separación radical y la imposibilidad de comunicación del Trascendente con los seres inmanentes, que somos los humanos.

Por supuesto, desde el punto de vista del pantokrátor, el «omnipotente», que los teólogos de Constantino el Grande podían tener en su cabeza al pensar a «dios» —el dios que cabía en las categorías de la teología imperial del tiempo de los Anto-ninos5—, que veían a semejante «dios» desde ideas sincretistas que mezclaban concepciones mazdeicas y semíticas con la ima-gen del emperador como amo del universo y del cosmos entero6, resultaba perfectamente armonizable el «dios» del Imperio con el «omnipotente» que pudieron afirmar las ideas «cesaropa-pistas» de Bizancio. El hecho es que hay motivos para sospe-char con fundamento que así quedó establecido el principio que tanto apreció el «teólogo de cabecera» de Constantino: «un solo Dios, un solo emperador». Sabemos, en efecto, que Eusebio de Cesarea presentó a Constantino como el emperador elegido por Dios para revelar al mundo el poder de la Cruz, pero dentro de un proyecto de salvación divina en el que el Imperio ya se había convertido en el instrumento providencial de semejante salvación7. Es más, como se ha dicho muy bien, el fondo de las

5. Se suele hablar de «Antoninos» para designar la dinastía que empieza en el emperador Trajano y que toma este nombre de Antonino Pío. Bajo esta dinastía, el Imperio vivió su edad de oro, del 96 al 192. Cf. P. Grimal, La civilización romana, Paidós, Barcelona, 2008, p. 71.

6. P. Grimal, La civilización romana, cit., pp. 78-79.7. G. Dagrón, Emperador y sacerdote. Estudio sobre el «cesaropapismo» bi-

zantino, Universidad de Granada y Universidad de Valencia, Centro de Estudios

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ideas heredadas de la Antigüedad y de la realidad constantiniana era que debía existir una traducción terrestre de la monarquía divina. «El Emperador eterno (Dios) rige el mundo conjunta-mente con el emperador de Roma»8. Es claro que, desde esta cu-riosa teología, se podía defender un «dios», del que nadie sabía a ciencia cierta si era divino o humano, pero que al mismo tiempo podía dar pie para confundir al Trascendente con lo inmanente. En cualquier caso, es evidente que, a estas alturas, ya no estamos para aceptar sin más una teología así.

Por eso tengo el convencimiento de que la teología cristia-na no ha reflexionado suficientemente, ni ha extraído las de-bidas consecuencias, del planteamiento fundamental que, con modestia y sinceridad, estoy presentando en este libro. Quie-nes nos interesamos por el hecho religioso nunca deberíamos olvidar que, en cualquier religión, sus creencias, sus normas, sus prácticas rituales, su sistema organizativo, todo en definiti-va, depende últimamente del Dios en el que esa religión cree.

Ahora bien, empezando por lo primero, no olvidemos que el cristianismo tiene sus raíces en el judaísmo. Jesús fue un ju-dío, que creyó en el Dios de Israel, por más que —como expli-caré— él llevó a cabo seguramente el cambio más asombroso que se ha producido en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad. Pero, aun siendo eso muy verdadero, tengo presente que Yahvé se ofreció a Israel en la práctica diaria de la vida. Lo que supone, para las comunidades religiosas, judías y cristianas, como bien ha hecho notar Walter Brueggemann, que las disciplinas y prácticas cotidianas de la comunidad son, de hecho, actividades teológicas, pues son los modos y los ám-bitos en que pueden nutrirse el discurso y los gestos que tienen que ver con Yahvé. Lo que nos lleva derechamente a la siguien-te conclusión fundamental: «la praxis diaria visible y disponi-

Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, Granada-Valencia, 2007, pp. 160-161, con bibliografía selecta en p. 160, n. 14.

8. O. Treitinger, Die oströmische Kaiser- und Reichsidee nach ihrer Gestaltung im höfischen Zeremoniell, Jena, 1938. Citado por Y. Congar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, Cerf, París, 1968, p. 354.

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ble, constituida y llevada a cabo humanamente, desarrolla los vínculos definitorios entre Yahvé e Israel»9. No es, pues, en la verdad teórica o metafísica, ni en el espacio separado y privile-giado del culto ceremonial, donde se produce el más profundo y auténtico encuentro con el Dios de Israel y el Dios de Jesús. Es en lo cotidiano de la vida, en lo sencillo y hasta en lo vul-gar, realizado humanamente y en las circunstancias de nuestra condición humana, donde —ya desde la experiencia religiosa que asimiló aquel judío singular que fue Jesús— encontramos a Dios y, de facto, nos relacionamos con él.

Pero, al decir esto, estamos todavía en nuestras raíces, en los orígenes o, si se quiere, en el punto de partida. Si avan-zamos, a partir de este punto de partida, en el gran relato de los evangelios, encontramos lo que Jesús mismo calificó como la «plenitud» (pleróo): «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas. No vine para abolir, sino para llevar a ple-nitud» (Mt 5, 17). El Evangelio no es solo el «cumplimiento» de la Torá10. Es su «plenitud», que consiste en «una praxis en el mundo»11. Pero, a mi modo de ver, esta «praxis» se inter-pretaría mal si se redujera a unas determinadas observancias o al cumplimiento de unos preceptos. Se trata de algo indeci-blemente más hondo y que entraña un alcance de totalidad. ¿Qué quiero decir con esto?

Quiero decir tres cosas, que están claramente afirmadas en tres tradiciones distintas del Nuevo Testamento: la tradición de Pablo de Tarso, la tradición del evangelio de Juan y la tradición del evangelio de Mateo. En estas tradiciones se afirma: 1) que el Dios de Jesús es un Dios que se vacía de sí mismo; 2) que el Dios de Jesús es un Dios que se ha humanizado; 3) que el Dios de Jesús es un Dios al que se le encuentra en cada ser humano.

9. W. Brueggemann, Teología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2007, p. 606.

10. W. Carter, Mateo y los márgenes. Una lectura sociopolítica y religiosa, Verbo Divino, Estella, 2007, pp. 222-223.

11. U. Luz, El evangelio según san Mateo. Mt 1-7, vol. I, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 330.

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1. Dios se vacía de sí mismo

He afirmado que Jesús es la encarnación de Dios. He dicho, además, que, por eso mismo, Jesús es la humanización de Dios. Lo cual quiere decir —siguiendo la sorprendente ense-ñanza de Pablo de Tarso— que, superando todo límite mental y toda mesura expresiva en Jesús, Dios «se vació de sí mismo» (eautòn ekénosen) (Flp 2, 7). El verbo griego kenoô significa «vaciar». Pablo, por tanto, afirma que Jesús es un «Dios kenó-tico», un Dios «vaciado de sí mismo», una fórmula tan extra-ña que, con toda razón, ha habido quien se ha preguntado: «¿Qué demonios, o qué ángeles, es la «forma de Dios» (mor-phé Theoú) (Flp 2, 6) que se vacía en lo contrario, la «for-ma de esclavo» (morphé douloú) (Flp 2, 7)?»12. Al decir esto, Pablo no utiliza una fórmula literaria o ingeniosa. Cuando recordamos estas palabras de Pablo, nos enfrentamos a algo que produce sobrecogimiento. En efecto, cuando Pablo habla de kénosis, ¿ese despojo afecta solamente a Jesús o es un va-cío que atañe también a Dios?

La lectura correcta del texto de Flp 2, 7 no ofrece lugar a dudas: el que se despoja de su rango, el que se vacía de sí mismo, es Dios. Evidentemente, este despojo no se puede in-terpretar en el sentido de que Dios, durante la vida terrena de Jesús, dejó de ser Dios. Nadie, que mantenga creencias cristianas, afirmaría semejante cosa. Ni en el texto hay datos para dar a las palabras de Pablo tal interpretación. Porque el ser de Dios nos es desconocido. Lo que Pablo dice es que la morphé Theoú se cambió en la morphé douloú. Esto no quiere decir que la «apariencia» de Dios se transformó en «aparien-cia» de esclavo13. Ni tampoco significa que la «esencia» de Dios se hizo «esencia» de esclavo14. La palabra griega morphé

12. J. D. Crossan y J. L. Reed, En busca de Pablo. El Imperio de Roma y el Reino de Dios frente a frente en una visión de las palabras y del mundo del apóstol de Jesús, Verbo Divino, Estella, 2006, p. 350.

13. J. Schneider, Homoios, en ThWNT V, p. 197.14. E. Käsemann, «Análisis crítico de Flp 2, 5-11», en Ensayos exegéticos,

Sígueme, Salamanca, 1978, p. 95.

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significa «forma» o «manifestación visible»15. Por tanto, Pablo quiere decir dos cosas: 1) Que de Dios solo podemos cono-cer su manifestación exterior y accesible a nosotros, o sea, su manifestación visible y tangible. Es decir, de Dios solo pode-mos conocer cómo se hace presente en este mundo. 2) Que el Dios, que se nos da a conocer en Jesús (el Dios que se nos reveló en Jesús), solo se hace presente «en forma de esclavo». Con lo cual estamos afirmando que Dios ha renunciado defi-nitivamente a toda grandeza, a toda majestad, a toda expre-sión de poder. Es decir, al Dios de Jesús solo se le encuentra en lo que puede representar un esclavo en el presente orden establecido, o sea, en este mundo. Lo cual es la renuncia total a toda condición sagrada, a todo privilegio y a toda distin-ción. Por tanto, en la medida en que nos acercamos a esta forma de estar en el mundo y nos ponemos de parte de cuan-tos viven en ella, en esa misma medida, nos acercamos a Dios. Andan, por tanto, desconcertados, perdidos y extraviados, todos los que (por más que sean sacerdotes, obispos o papas) pretenden aparecer en este mundo como «representantes» de un Dios que ya no puede ser representado nada más que en el vacío y el despojo de los últimos, «los nadies» de este mundo.

Y, todavía, algo que es fundamental: el himno de Pablo, en la Carta a los Filipenses, termina diciendo que el Dios, que (en Jesús) se vació de sí mismo, después de su humillación fue exal-tado (Flp 2, 9-11). ¿Significa esa exaltación una anulación de la kénosis para que todo volviera a estar como estaba antes? ¿No se está hablando ahí del premio que el Padre le concede al Hijo al constituirlo Señor nuestro por la fuerza del Espíritu mediante la resurrección? (Rom 1, 4). Esto es cierto. Pero no olvidemos que, según el texto del himno de la Carta a los Filipenses, lo que Dios le concedió a Jesús no fue una cualidad distinta, sino un nombre (onoma) distinto. Y aunque es verdad que el nombre, en la cultura hebrea, indica algo esencial o típico acerca del que

15. W. Pöllmann, Morphé, en H. Balz y G. Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, vol. II, Sígueme, Salamanca, 2002, pp. 331-334.

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lo lleva16, en todo caso nunca, se puede afirmar, ni mediante el nombre ni mediante cualquier otra expresión, en qué consiste «la esencia divina de Jesús»17. Por la sencilla razón de que na-die conoce y nadie puede explicar en qué consiste una presunta esencia que, desde el momento en que sabemos que pertenece al ámbito de «lo divino», a todos nos trasciende y no está a nuestro alcance el conocerla. Por eso, lo que razonablemente se puede deducir del texto de Pablo es que la presencia de Dios «en forma de esclavo» es la forma que Dios asumió, en Jesús, de manera definitiva y sin posible vuelta atrás. Porque es la forma humillada del Dios kenótico (el Dios vaciado de sí) la que Dios ha asumido para siempre. De manera que solo en esa forma es como podemos descubrirlo, encontrarlo y relacionarnos con él. Es el Dios que no pretende, ni quiere, ni puede imponerse a nadie. Eso es lo que Dios ha exaltado para siempre.

Para terminar lo que vengo explicando sobre este texto fundamental de Pablo: una indicación que me parece relevan-te para entender el texto y para ver con más claridad su aplica-ción a la vida concreta de los creyentes en Jesús y en el Dios de Jesús. Sería un error —y un error peligroso— interpretar este texto en el sentido (literal y superficial) de que los creyentes en Jesús, si es que quieren ser consecuentes con esa creencia, tendrían que vivir como auténticos «esclavos», es decir, como seres humanos privados de derechos y libertades, como los úl-timos de los últimos en este mundo. No. Ni Jesús, ni el Dios de Jesús, pueden querer o exigir semejante brutalidad y tan brutal extravagancia. No se trata de nada de eso. Para comprender el significado del texto de Pablo que vengo comentando, hay que tener en cuenta que la «forma de Dios» (la morphé Theoú), de la que habla Pablo, era considerada como la manera ade-

16. L. Hartmann, Onoma, en H. Balz y G. Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, vol. II, cit., pp. 258-260.

17. L. Hartmann, «‘In the Name of Jesus’. A Suggestion concerning the Ear-liest Meaning of the Phrase»: NTS 20 (1973-1974), pp. 432-440. Tampoco se pue-de deducir de este texto la pre-existencia del Hijo. Cf. Ch. H. Talbert, «The Problem of Pre-Existence in Philippians 2, 6-11», en Íd., The Development of Christology during the First Hundred Years, Brill, Leiden/Boston, 2011, pp. 45-59.

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cuada e incluso normal de proclamar a Dios, utilizando textos e imágenes que, desde los tiempos de Constantino, se refe-rían al emperador18. Es decir, hablar de la «forma de Dios», en aquel tiempo, era hablar del poder que domina y que impone los propios intereses, los propios puntos de vista, las propias ideas, etcétera.

Pues bien, exactamente lo opuesto a eso es lo que Pablo llama la «forma de esclavo» (la morphé douloú), que es la for-ma de conducta del que siempre está dispuesto y disponible, del que siempre atiende y se interesa por lo que quieren, pien-san o les agrada a los demás. Sobre todo, el que a todas horas está y vive interesado por el que sufre y el que se ve en apuros o en necesidad. Y es ahí, justamente en eso, donde y en lo que Pablo afirma que encontramos a Dios. Porque en eso es donde está el Dios que se despojó de su rango y así es como nos reve-ló su trascendencia, la forma de vida que trasciende nuestras conductas centradas en el propio deseo y el propio interés. Por eso, se ha dicho con toda razón: «lo que contemplamos en Jesús es el camino, el sendero, hacia la transformación personal. Y es el camino, el sendero, en oposición a y en defensa de un modo de vida muy diferente al modo estándar de ‘este mundo’. Esta convicción le costaría la vida a Pablo»19.

2. Dios se ha humanizado

La teología cristiana está acostumbrada a hablar de la encar-nación de Dios. Esta fórmula es, a fin de cuentas, la fiel tra-ducción del texto griego del prólogo del evangelio de Juan: ho Lógos sarx egéneto (Jn 1, 14). Pero ocurre que la teología se ha frenado, y hasta se ha atascado, en la fórmula de la «encarna-ción». Es notable la resistencia, que casi siempre han tenido los

18. J. D. Crossan y J. L. Reed, En busca de Pablo, cit., pp. 348-349; M. J. Borg y J. D. Crossan, El primer Pablo. La recuperación de un visionario radical, Verbo Divino, Estella, 2009, pp. 222-223.

19. M. J. Borg y J. D. Crossan, El primer Pablo, cit., p. 224.

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teólogos cristianos, para hablar de la «humanización» de Dios. Si «lo divino» está situado en un rango infinitamente superior a «lo humano», al pensamiento cristiano le ha repugnado utili-zar un lenguaje que pudiera representar o incluso insinuar un rebajamiento, un despojo, de lo «divino» hasta quedar reduci-do a lo simplemente «humano».

Estas ideas estaban ya aceptadas en la cultura romana del tiempo de Jesús y se mantuvieron firmes en los siglos siguien-tes. Como bien se ha dicho, el mandato divino de supremacía cósmica del Imperio romano y su destino profético de do-minación mundial aparecían en textos escritos, en imágenes talladas y en estructuras urbanas. Está bien estudiado y de-mostrado que las copas de Boscoreale presentan la normali-dad del gobierno imperial de Roma como una encarnación aquí abajo de la normalidad del dominio divino del cielo20. Y es evidente que, para las gentes de aquel tiempo, en todo el Imperio, «lo divino» no podía rebajarse a la limitada y mísera condición de «lo humano». Séneca, el preceptor de Nerón, le escribía a su pupilo: «Tú no puedes alejarte a ti mismo de tu elevado rango; él te posee, y dondequiera que vayas, te sigue con su gran pompa. La servidumbre propia de tu elevadísimo rango es el no poder llegar a ser menos importante (est haec summae magnitudinis servitus non posse fieri minorem); pero precisamente esta necesidad la tienes en común con los dio-ses. Porque también a ellos los tiene el cielo ligados, y a ellos no les es dado descender, como tampoco te es dado a ti, sin correr riesgo. Tú estás ‘enclavado’ en tu rango»21.

Estas ideas, con el paso de los años, se acentuaron y hasta fueron magnificadas. Sobre todo, en los tiempos difíciles en que el Imperio se vio seriamente amenazado. Por la sencilla razón de que había entrado en un proceso irreversible de des-

20. J. D. Crossan y J. L. Reed, En busca de Pablo, cit., p. 342; cf. A. Kuttner, Dynasty and Empire in the Age of Augustus: The Case of the Boscoreale Cups, University of California Press, Berkeley, 1995.

21. Séneca, De clementia, III, 6, 2 s. Citado por G. Theissen, El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de valores, Sígueme, Salamanca, 2005, p. 310.

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composición interior y de invasión exterior por parte de los pueblos del Norte. Un declive que, como sabemos, curiosamen-te coincidió con un proceso inverso, el crecimiento y el esplen-dor cada vez mayor de la Iglesia. Me refiero aquí a los siglos de aumento de los cristianos y de prosperidad en las comunidades de fieles que ya se advierte en el siglo III22, y se afianza con fuerza en el IV, a partir de Constantino el Grande y sobre todo con el edicto de Teodosio23.

Pues bien, en aquellos tiempos, atormentados para el Im-perio, resultó determinante, en la designación y en la actividad política de los emperadores, la legitimación religiosa, estable-ciendo una relación directa entre el cargo supremo del empe-rador y el mundo de lo divino24. El pensamiento teológico de los cristianos y el pensamiento religioso de los emperadores llegaron a aproximarse en cuestiones tan fundamentales como la idea misma de Dios. Sabido es que el Símbolo de Nicea, el «credo» que rezamos los cristianos, empieza por afirmar la fe en el «Padre Todopoderoso» (Pisteuómen eís êna Theón, paté-ra pantokrátora)25. Ahora bien, el término pantokrátor es una denominación o invocación que originalmente se utilizó para invocar a Isis desde muy antiguo en Megalópolis, en el Pelo-

22. Aunque es verdad que durante el siglo II y principios del III el cristianismo era un ejército de desheredados (cf. A. D. Nock, en Arv. Theol. Rev. 25 [1932], pp. 344-354), no es menos cierto que la capacidad de acogida de las comunidades cristianas, ya en la segunda mitad del siglo III, hizo que los desamparados de aquella época de angus-tia encontrasen en la Iglesia la esperanza de la que carecían y el respeto a sí mismos que tanto echaban de menos. Así lo demostró el clásico estudio de E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Cristiandad, Madrid, 1975, pp. 175-179.

23. Cod. Theod., XVI, 1, 2. Cf. F. J. Lomas, «El Imperio cristiano», en M. So-tomayor y J. Fernández Ubiña, Historia del cristianismo, vol. I. El mundo antiguo, Trotta-Universidad de Granada, Madrid, 42011, pp. 481-530.

24. E. Lo Cascio, «The Government and Administration of the Empire in the Central Decades of the Third Century», en The Cambridge Ancient History, vol. XII. The Crisis of Empire, Cambridge University Press, Cambridge, 2005, p. 157 y, sobre todo, pp. 171-172. Cf. P. Heather, La caída del Imperio romano, Crítica, Barcelona, 2008, pp. 162-172.

25. H. Denzinger y P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Bar-celona, 2000, n.º 125, p. 125.

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poneso. Se trataba de un título de los dioses, seguramente de origen egipcio, procedente de prácticas mágicas en el culto re-ligioso. La misma denominación se encuentra también en Eurí-pides (frg. 904) y en Sófocles (Trach. 127). En los documentos egipcios hay referencias a esta invocación sagrada en Delos. Y más tarde, en el culto a Dionisos, según una inscripción encon-trada en Éfeso, que procede del tiempo del emperador Adria-no26. Pues bien, este título divino fue asumido por los Padres de la Iglesia desde muy pronto, ya en el siglo II27, y repetidamente utilizado por los autores de los siglos siguientes28. Téngase en cuenta que, como he dicho, es el calificativo que utilizaron los «Símbolos de la Fe» para definir al Dios y Padre de Jesús29.

Como es lógico, todo esto dio pie para que los cristianos, al confesar su fe, tuvieran muy presente el Dios del poder y la dominación universal (el pantokrátor), con marcado carácter

26. Cf. Pauly y Wissowa, Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, XVIII/3, 1949, cols. 829-830; G. Braumann, kratêo..., en L. Coenen, E. Beyreuther y H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, vol. II, Sígueme, Sala-manca, 1980, p. 225. Para más información sobre este término, que aparece solo en 2 Cor 6, 18 y nueve veces en el Apocalipsis, cf. Th. Blatter, Macht und Herrschaft Got-tes, Friburgo Br., 1962, y H. Hommel, «Pantokrator in New Testament and Creed»: StEv VI (1973), pp. 256-266. Citados por H. Langkammer, Pantrokrátor, en H. Balz y G. Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, cit., vol. II, p. 699.

27. Orac. Sib., I. 66; ibid., II, 220; Justino, Dial. 16, 4 (PG 6, 512 A); Thphl. Aut., Autol., I, 4 (PG 6, 1029 B); Clemente de Alej., Strom., I, 17 (GCS 2, 55, 19; VII, 2, GCS 5, 22 y PG 9, 408 B); Metodio, Symp. 10 (PG 18, 153 B); Epist. Ad Diog., 2 (PG 25, 393 A).

28. Basilio, Com. in Is. 240 (PG 30, 540 B); Atanasio, Disputatio cum Ario in Synodo, 37 (PG 28, 488 C); Gregorio de Nisa, Contra Eunom., 2 (PG 45, 537 C); Dídimo, Contra Eunom., 4 (PG 29, 679 B); De Trinit., 3. 2 (PG 39, 805 B); Orígenes, De princip., I, 2, 10 (PG 11, 139 A); Metodio, De creatis, 2 (PG 18, 333 B); Juan Damasceno, Dial. Cum Manich., 2 (PG 96, 1325 C); Contra Manich., 76, 1, ed. de B. Kotter, De Gruyter, Berlín, 1984, p. 291, 5; 327, pp. 21-22; Mertyrium Polycarpi, 14, 1, ed. de Bihlmeyer, p. 120; Eusebio de Cesarea, Vita Constantini, III, 53 (PG 20, 1117 A): se trata de un texto en el que se califica a Dios, no solo como pantokrátor, sino además como «déspota de todo cuanto existe»: ton holon déspote Theô; Pseudo-Justino, Cohortatio ad Graecos de Monarchia, 38, 13, ed. de M. Marcovich, De Gruy-ter, Berlín, 1990, p. 77; Olympiodor. Diác. de Alejandría, Com. in Job, ed. de U. y D. Hagedorar, De Gruyter, Berlín, 1984, p. 291, 5; 327, 21-22.

29. H. Denzinger y P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia, cit., n.os 10-51, pp. 10-51.

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político, ya que este título fue utilizado por los emperadores de Roma30. Lo que hace pensar en algo que impresiona: bien pudo darse que los cristianos tuvieran más presente al «Pan-tokrátor» imperial, que al Padre de bondad y misericordia del que habla constantemente Jesús en el Evangelio. Y así, hasta nuestros días. Lo que puede provocar (entre otras cosas) que, en la misa dominical, haya fieles que afirman primero su fe en el «Pantokrátor» que lo domina todo con poder despótico, y luego escuchan quizá una bella homilía que les exhorta a imitar al Padre que siempre es bueno, siempre acoge, siempre perdona y, en todo caso, manda su sol sobre buenos y malos, y hace caer la lluvia sobre justos y pecadores. No cabe duda de que las cosas han venido rodadas de forma que, a fin de cuentas, es un hecho que el Trascendente ha entrado quizá de-formado en nuestra inmanencia, es decir, ha entrado de forma que a mucha gente le resulta demasiado costoso creerse todo lo relacionado con Dios y poder integrarlo en sus vidas.

En cualquier caso, y si nos atenemos a la terminología que se utilizó en los sínodos locales y en los concilios generales, esta mentalidad, marcada por la filosofía griega y por las ape-tencias imperiales de Roma y Bizancio, dejó su huella en el dogma cristológico, seguramente condicionado más de lo que imaginamos por el «cesaropapismo» de los siglos IV y V31. Es la influencia que se advierte en la fórmula final del concilio de Calcedonia (año 451), en la que la Iglesia se vio obliga-da a defender que Jesucristo es «perfecto en la humanidad»32, pero lo es de forma que en él hay «una sola persona»33, que es

30. Ya, a partir de la dinastía de los Antoninos, que se inicia con Trajano, se acentúa la divinización del emperador. Una tendencia que se hace más fuerte en el siglo III. El Sol era el gran dios de la religión sincretista en la que se mezclan ideas tomadas del mazdeísmo y del semitismo, de forma que el emperador se afianza como el verdadero pantokrátor, amo del universo y del cosmos entero. P. Grimal, La civi-lización romana. Vida, costumbres, leyes, artes, Paidós, Barcelona, 2007, pp. 71-79.

31. G. Dagron, Emperador y sacerdote, cit.32. H. Denzinger y P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia, cit., n.º 301,

p. 162.33. kai eís èn prósopon kai mían ypóstasin (ibid., n.º 302, p. 163).

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la persona divina. Lo que equivale a decir que en Jesús existe una humanidad perfecta sin persona humana. Una afirmación extraña, que el pueblo y la piedad popular han interiorizado de forma que, entre los cristianos educados en la mejor for-mación teológica, existe el convencimiento de que Jesús fue, por su puesto, humano. Pero realmente menos humano que divino. Lo que equivale a afirmar que en Jesús prevaleció «lo divino» sobre «lo humano». Esto equivale a un «monofisismo larvado» que muchos cristianos arrastran sin hacer de eso el menor problema. Sin duda, por eso conocemos a excelentes cristianos que se inquietan si ven que se cuestiona, de la ma-nera que sea, la divinidad de Cristo. Pero raramente se ponen nerviosos si oyen que se habla de Jesús como si fuera una es-pecie de ser celestial disfrazado de hombre.

Y es que, sin duda alguna, apetecemos más «lo divino» que «lo humano». Porque apetecemos más «lo ilimitado» que «lo limitado». Los límites, los muchos límites que entraña nuestra condición humana, nos resultan insoportables. De ahí que no toleremos las agresiones a lo divino, al tiempo que a lo hu-mano lo estamos destrozando sin piedad a todas horas. No nos gusta lo humano. No queremos ser como somos. Por eso sigue viva, y más activa que nunca, la tentación satánica de la serpiente según el mito del paraíso: «seréis como Dios» (Gn 3, 5). Lo que explica que, no solo creyentes, los piadosos y los beatos, sino también los irreligiosos, los agnósticos y los ateos, todos, absolutamente todos, en lo que más creemos y lo que todos más apetecemos es precisamente eso: ser como Dios, o sea, acabar con los límites y las limitaciones para vivir el sueño que llevamos inscrito en las entrañas de la vida, el sueño que jamás reconocemos como el gran motor de nues-tras conductas.

En los evangelios nos quedó constancia de que Jesús pro-cedió exactamente al revés. Si algo hay claro, en los relatos de la vida del Jesús terreno, es que él fue un hombre, un ser hu-mano como los demás seres humanos. Pero lo fue de tal forma que, en aquel ser humano, se veía y se palpaba a un hombre tan excepcional que con frecuencia suscitaba una pregunta in-

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quietante: «¿Quién es este?» (Mt 8, 27 par; cf. Mc 2, 7 par) o causaba el estupor de quien se ve ante poderes que le sobreco-gen (Lc 5, 9-10). Y es que, a la gente de entonces (como toda-vía nos ocurre a nosotros ahora), la presencia de «lo divino» en «lo humano» le parecía inconcebible. «Dios presente en lo meramente humano» es una afirmación que, si todavía hoy a nosotros nos resulta sorprendente, mucho más lo tuvo que ser para quienes convivieron con Jesús.

Por eso, en el largo relato de la cena de despedida, tal como lo recoge el IV evangelio, se da cuenta del momento en el que el apóstol Felipe interrumpe a Jesús diciéndole: «Señor, en-séñanos al Padre y con eso tenemos bastante» (Jn 14, 8). Lo que en realidad pedía Felipe es que Jesús le «mostrara», más aún, que le «hiciera ver» a Dios, ya que eso justamente es lo que significa el verbo griego deiknymi, con un marcado sen-tido de visión sensible. Pues bien, ante semejante petición, la respuesta de Jesús fue tan aleccionadora como sorprendente: «Tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y todavía no me co-noces, Felipe?» (Jn 14, 9). Lo que en este relato llama la aten-ción es que Felipe preguntaba por el conocimiento de Dios. Y, sin embargo, Jesús respondió, con toda naturalidad, apelando al conocimiento que aquellos hombres, que le acompañaban, tenían de Jesús mismo. Y es que, según lo que aquí afirma este evangelio, conocer a Jesús es conocer a Dios. Lo cual no quiere decir que Jesús estaba divinizado, sino exactamente al revés, que, en Jesús, Dios se había humanizado. Porque humano era lo que estaba viendo, oyendo y palpando Felipe y quienes estaban con él. Tal es el significado de lo que dice Jesús de forma tajante: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). ¿Qué veía Felipe? Un hombre que acababa de cenar, que hablaba, que se quejaba del abandono de unos (Jn 13, 36-38) y de la traición de otros (Jn 13, 21-31). Y en el fon-do, lo que eso significa es que el conocimiento de Dios se ha hecho en Jesús visión de un ser humano. Efectivamente, en Jesús se produjo la humanización de Dios. La trascendencia se ha hecho palpable en la inmanencia.

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3. A Dios se le encuentra en cada ser humano

Pero los evangelios dan un paso más. Un paso cuya significa-ción y alcance no se acaba de integrar en la vida de muchos cristianos. Se trata de algo que nos desconcierta tanto, que, a estas alturas, todavía no hemos aprendido a dar ese paso. No se trata ya solamente de que Dios se ha humanizado en el ser humano que fue Jesús, el Jesús terreno. Supuesta la humaniza-ción de Dios en Jesús, hay que llegar, en esa dirección, hasta las últimas consecuencias.

En los cuatro evangelios llama la atención una serie de tex-tos, que son claramente paralelos, y que sobre todo proponen verbos que expresan acciones humanas que se aplican igual-mente a seres humanos, a Jesús y finalmente a Dios mismo. Estos verbos son «acoger», «recibir», «rechazar», «escuchar», aplicando estas acciones humanas lo mismo a niños que a adultos, es decir, a toda clase de personas: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40; Jn 13, 20); «El que acoge a un chiquillo..., me acoge a mí, y el que me acoge a mí, no es a mí a quien me acoge, sino al que me ha enviado» (Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 9, 48); «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros, me rechaza a mí, y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16). Es evidente, pues, que en la primeras comunidades de cris-tianos, desde la comunidad de Marcos hasta la Iglesia a la que se dirige el evangelio de Juan, existía una convicción muy firme, en el sentido de que los comportamientos humanos, de unos seres con otros, son, en definitiva, comportamientos que tenemos con Jesús y, en última instancia, con Dios. Por tanto, no se trata solamente de la «identificación» de Jesús con sus discípulos34. Se trata de lo más radical que se puede plantear en el ámbito de las creencias religiosas: lo que se hace a cualquier ser humano, aunque sea el más pequeño, el más

34. J. Friedrich, Gott im Bruder? Eine methodische Untersuchung von Redaktion, Überlieferung und Tradition in Mt 25, 31-46 (CthM A, 7), Stuttgart, 1977, p. 104.

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insignificante y el más indigno, es a Dios mismo a quien se le hace.

Pero, sin duda alguna, el texto del Evangelio en el que este convencimiento del cristianismo primitivo adquiere mayor densidad es la «descripción del juicio» final o juicio definitivo35 que Cristo, exaltado a la gloria (Mt 25, 31), hará de la huma-nidad entera. Me refiero al conocido texto de Mt 25, 31-46, del que ya X. Pikaza nos ofreció un estudio pormenorizado y sobre el que se siguen publicando excelentes análisis36.

De entrada, y para ir derechamente al fondo del asunto, hay que decir —sin miedo a exagerar— que este texto en su con-junto presenta otra forma de entender y vivir la religión. Tal es, en efecto, el problema más fuerte que ha de afrontar quien se pone a leer este discurso de Jesús. Si es que se pone a leerlo sin prejuicios ni miedos dogmáticos que puedan bloquear la mente o limitar la libertad de pensar. Porque, en realidad, lo que en este texto plantea Jesús es que lo central y determinante de la religión no es la fe, sino la ética. No se trata, en modo alguno, de que la fe se opone a la ética. Lo que en este pasaje afirma el Evangelio consiste en que la ética es la realización fundamental y determinante de la fe. Por eso se comprende, si nos atenemos al texto, que Jesús no le va a preguntar a nadie por sus creen-cias, sus ideas religiosas, sus dudas o sus oscuridades teológicas, sus fidelidades o infidelidades a la doctrina de la fe. Es más, na-die va a tener que responder de su agnosticismo o incluso de su ateísmo. Y, por supuesto, nadie tendrá que explicar por qué fue progresista o conservador, de derechas o de izquierdas, orto-doxo o heterodoxo. Todo eso, que tanto preocupa a la gente de Iglesia y a cuantos se identifican con la ideología o el programa de un partido político determinado, a Dios —al menos por lo

35. Así lo entiende K. Berger, Formgeschichte des Neuen Testaments, vol. III, Hei-delberg, 1984, pp. 303 s. Citado por U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. III, Sígueme, Salamanca, 2003, p. 662.

36. Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Mt 25, 31-46). Juicio de Dios y compromiso histórico en Mateo, Sígueme, Salamanca, 1984. La bibliogra-fía más selecta y completa es la que ofrece el estudio de U. Luz citado en la nota anterior, pp. 659-660.

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que dice este Evangelio—, no parece que le interese como una cuestión decisiva.

Además, tal como Jesús anuncia el juicio final, está claro también que lo determinante para la salvación no es lo sagra-do, sino lo profano. Y por eso también, lo que decide nuestra salvación, a juicio de Jesús, no es lo religioso, sino lo laico. Porque es evidente que la lista de cosas que van a decidir la salvación o la perdición en el juicio último pertenecen todas ellas a lo que hoy calificaríamos como «problemas humanos» o «asuntos sociales»; en ningún caso cuestiones que se han de gestionar en la parroquia o en la diócesis. Lo que Jesús indi-ca como cuestiones decisivas son seis asuntos que serán los grandes temas del examen de Dios. Estos temas son: la comi-da, la bebida, el vestido, la salud, la acogida a los extranjeros, la visita a los presos (Mt 25, 35-36). Por supuesto, la lista de temas que presenta este discurso no es exhaustiva, ni puede serlo. Porque sabemos muy bien que hay otras cosas que son importantes para la salvación o la perdición de las personas. Pero lo significativo y lo elocuente en este relato, tal como está redactado, es que ninguno de los temas, que presenta Jesús, se refiere directamente a asuntos religiosos. Todos ellos son problemas que preocupan a cualquier ser humano, tenga las creencias que tenga; o aunque no tenga creencia religiosa alguna.

Pero no solo esto. Lo más notable es que, en el juicio de Dios, no se va a tomar en cuenta cómo ha gestionado cada cual sus asuntos propios, sino los asuntos de los demás. Lo que equivale a una conclusión sorprendente: si el Evangelio tiene razón, lo que del anuncio del juicio final se deduce es esto: lo que a Dios le importa no es lo que cada cual hace por su pro-pia salvación, sino lo que hace por la felicidad y el bienestar de las personas con las que cada cual se encuentra en la vida. De forma que lo central y hasta lo esencial de este relato no es el problema del juicio o de la condenación. Ni tampoco la cuestión de si los que serán sometidos al juicio serán solo los paganos o, más bien, la humanidad entera. Todo eso tiene su interés, no cabe duda. Pero no es lo central que Jesús qui-

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so dejar claro. La enseñanza clave es, como bien explican los mejores conocedores del texto, que «solo importa el amor al prójimo, no la confesión religiosa de la fe»37. Lo que equivale a tener bien afianzada la siguiente convicción: «La persona indigente es el lugar de Dios en el mundo»38.

La consecuencia que, en sana lógica, se sigue de lo que aca-bo de decir sobre el «Dios kenótico», sobre el Dios humanizado y sobre el Dios que se encuentra en cada ser humano, es que el proyecto cristiano no puede ser sino el mismo proyecto de Dios. Ahora bien, como acabamos de ver, tal como Dios se nos ha dado a conocer en Jesús, o sea, tal como el Trascendente se nos ha hecho visible y tangible en el campo de nuestra inmanencia, lo que Dios ha hecho ha sido humanizarse. De ahí que, si es que pretendemos ser coherentes con nuestra creencia fundamental, el proyecto cristiano no puede ser un proyecto de divinización, sino un proyecto de humanización.

¿En qué consiste tal proyecto? Lo humano se suele contra-poner a lo divino. Pero, como bien sabemos, lo divino se aso-cia al poder, a la gloria y la grandeza sin límites. Por el con-trario, lo humano se relaciona con la debilidad, la limitación e incluso la fragilidad. De hecho, lo mínimamente humano, lo que es común a todos los seres humanos (sea cual sea la na-cionalidad o la cultura, la religión o la educación de cada cual), se reduce a la carnalidad y a la alteridad: todos los humanos somos de carne y hueso (carnalidad); y todos los humanos nos necesitamos los unos a los otros (alteridad). Pues bien, siendo así la condición humana, se comprende que la tentación satáni-ca fundamental sea la apetencia de «ser como Dios» (Gn 3, 5). Es decir, ser más que los otros y estar sobre los demás. De ahí, la violencia en todas sus formas. Por eso, según los evangelios, Jesús nos marca el camino de nuestra humanización porque

37. H. Braun, «Die Problematik einer Theologie des Neuen Testaments», en Íd., Gesammelte Studien zum Neuen Testament und seiner Umwelt, Tubinga, 1967, p. 337; U. Luz, «Einige Erwägungen zur Auslegung Gottes in der ethischen Verkün-digung Jesé»: EKK, V/2 (1970), p. 127. Cf. U. Luz, El evangelio según san Mateo, cit., vol. III, p. 668.

38. U. Luz, El evangelio según san Mateo, cit., vol. III, p. 668.

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el proyecto de vida que nos trazó consiste en no querer nunca estar sobre los demás, dominar o someter a los demás, sino es-tar siempre con los demás, especialmente con los últimos, con los que están más abajo y son por eso las víctimas de la histo-ria. Una vida entendida así, se traduce en respeto, tolerancia, estima, dignidad para todos, unión entre todos, solidaridad con todos y felicidad compartida.

Pero, con decir esto, no hemos dicho todo lo que esto re-presenta. Al presentar el proyecto cristiano de esta manera, lo que en realidad estamos haciendo es presentar la religión (y el problema religioso) como proyecto enteramente distin-to. Porque todo esto, en definitiva, «es la consumación de la transición moderna como salida de la religión, es decir, la con-sumación de la pérdida por parte de la religión de su función integradora de la sociedad; es la consumación del nihilismo que ha conducido a la «muerte de Dios», tras la crisis de la ontoteología, es decir, de la inclusión de Dios en el acabado sistema de explicación de lo real como su clave de bóveda; es nuestra reducción a una situación de diáspora, de exilio en una sociedad y en una cultura que nosotros ya no determinamos y que cada vez nos son más ajenas a los teólogos y, en general, a los «hombres de la religión». He aquí los rasgos que convier-ten nuestro tiempo en tiempo «poscristiano», en cultura de la ausencia de Dios, lo que nos lleva a «un veraz reconocimiento de nuestra situación interior». Una situación que, probable-mente, nos era ocultada, hasta hace poco, quizá por causa de residuos e inercias de épocas anteriores39.

En cualquier caso, yo pediría sosiego y comprensión para quienes se sientan incómodos ante este planteamiento y este lenguaje. Como indica el ya citado profesor Martín Velasco, «Dios brilla, en el sentido más positivo del término, por su ausencia». Y si es que hay individuos a quienes esta afirma-ción llega a poner nerviosos, les recomendaría que actualicen el

39. J. Martín Velasco, «¿Crisis de Dios en la Europa de tradición cristiana?», en AA.VV., La fe perpleja. ¿Qué creer?, ¿Qué decir?, Tirant lo Blanch-G. J. Chami-nade, Valencia, 2010, p. 120.

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recuerdo de un hecho asombroso, que está en el centro mis-mo de nuestra condición cristiana: «la revelación definitiva de Dios en Jesucristo culmina en la muerte de su Hijo en la cruz; es decir, en la aparentemente más total de sus ausencias»40.

Insisto en que se trata de la revelación de «lo divino» en «lo humano», mediante la kénosis o vaciamiento que Dios hace de sí mismo. Y así, a través de lo humano y en el encuentro con lo humano, es donde vemos a Dios y nos relacionamos con Dios, en todo ser humano. Destaco que se trata de la revelación de lo divino en lo humano; no se trata solo y simplemente de la unión de lo divino con lo humano. Porque, si nos quedamos so-lamente con esto último, con la unión de lo divino y lo humano, y no llegamos a entender y aceptar que lo más fuerte y decisivo está en que solamente a través de lo humano es como podemos conocer lo divino y relacionarnos con lo divino, entonces, lo que sucede es que, finalmente y a la hora de la verdad, lo di-vino termina por imponerse a lo humano. O sea, venimos a donde estamos en este momento, según la mentalidad religio-sa más extendida y la más comúnmente aceptada. Ahora bien, cuando esto sucede, las consecuencias que de eso se siguen son graves y pueden llegar a ser desastrosas. Me explico.

Quienes probablemente mejor han comprendido lo que acabo de indicar han sido los juristas, especialmente los his-toriadores del derecho. Porque, cuando en el ámbito de los derechos fundamentales o constitucionales y en el mundo de las leyes, se pretende unir lo divino y lo humano, lo religioso y lo laico, lo sagrado y lo profano, el peso de lo divino y lo reli-gioso es tan fuerte, que termina pretendiendo sobreponerse a cuanto los pensadores religiosos (sobre todo si son católicos) consideran que es lo meramente humano. Y es que el fondo del problema radica en que la teología católica, siendo conse-cuente con los principios establecidos por ella misma, sigue to-davía convencida de que «la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y

40. Ibid., p. 121.

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de su eterno destino». Lo que conlleva, como ha dicho el papa Benedicto XVI, que «el fundamento último [de las realidades temporales] se encuentra en la religión»41. Ahora bien, desde el momento en que las cosas se ven así, las tensiones y conflic-tos están servidos y se ponen a la orden del día, como bien nos lo ha demostrado la experiencia acumulada de muchos siglos de historia.

No exagero. Cuando se analizan las grandes líneas de la historia jurídica medieval, se advierte que ya, a finales del si-glo V (año 494), el papa Gelasio, preocupado por el creciente «cesaropapismo» (intromisión de los emperadores en el pen-samiento teológico), estableció el criterio que debía regir las relaciones de la Iglesia con el Imperio, insistiendo en la dis-tinción de poderes42. Pero el hecho es que, tres siglos más tarde, en la era carolingia, el principio que se destacó no fue ya la distinción, sino la necesaria integración, subrayando la exigencia que se sentía fuertemente de reducir a la unidad los poderes que provenían de ambos polos, el eterno y el tempo-ral. Así, el orden eterno y el orden temporal se fundían en la visión «eclesial» del mundo transfigurado en el unum corpus mysticum cuya cabeza era Cristo. En este cuerpo místico no cabía laicismo alguno. Ni podía plantearse la hipótesis de nin-gún tipo de escisión entre el estatus de ciudadano y el de cre-yente, dado que, como todo el mundo pensaba, no se veía se-paración posible del alma y del cuerpo en la persona humana viviente. Por otra parte, la sociedad constituida en «iglesia»

41. Benedicto XVI dijo exactamente estas palabras en su discurso ante el presi-dente de la República italiana, el 24 de junio de 2005. Cf. L’Osservatore Romano, 25 de junio de 2005, p. 5. Inmediatamente antes había dicho el papa: «Legitima é dunque una sana laicitá dello Stato in virtú della quale le realtá temporali si reggono secondo le norme loro proprie, senza tuttavia escludere quei riferimenti etici che trovano il loro fondamento ultimo nella religione».

42. «Este mundo se rige principalmente a partir de dos principios: la autori-dad sagrada de los pontífices y la potestad real» (Duo quippe sunt quibus principa-liter mundus hic regitur: auctoritas sacra pontificum et regalis potestas [A. Thiel, Epistolae Romanorum Pontificum... a S. Hilario usque ad Pelagium II, Braunsberg, 1868, p. 350]). Cf. Y. Congar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, Cerf, París, 1968, p. 254.

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no podía ser sino la proyección de las dos naturalezas, la di-vina y la humana, inseparablemente unidas en la persona del Redentor. Y en cuanto al Monarca, su imperio venía a coinci-dir necesariamente con la omnipresente comunidad eclesial. De forma que había hasta quien definía al tal Monarca como «emperador de toda la Iglesia en Europa»43. Así, la Iglesia se hizo plenamente «romana», de la misma manera que el Esta-do se hizo plenamente «cristiano», llamado a realizar el rei-no de Dios en la tierra. Una y otro, Iglesia y Estado, tendían a la misma meta. Pero acogiendo en sí la antigua ciudadanía romana y uniéndose a ella44. Hasta el extremo de que, como se ha dicho con toda precisión, «la custodia de la tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia». Y así, «como institución, el Derecho propio de la Iglesia en toda Europa fue el Derecho romano». Y es que, como se decía en la Ley ripuaria de los francos (61[58] 1), «la Iglesia vive con-forme al Derecho romano»45.

Como es lógico, en una sociedad así entendida y así orga-nizada, la primera consecuencia que se produce es el llamado y bien conocido fenómeno de la cristiandad. El término «cris-tiandad» aparece ya el año 865, en el pacto de Douzy entre Carlos el Calvo y Luis el Germánico46. Y aunque la historia de la expresión christianitas no es conocida de forma exhaustiva47, se sabe con certeza que con esta expresión, desde la segunda

43. Así llamaba a Ludovico Pío el abad Ardo Smaragdus (Vita S. Benedicti abbatis Anianensis et Indensis, ed. de G. Waitz, Mon. Germ. Hist., Script., XV. 1. 211, c. 29). Cf. E. Cortese, Le grandi linee della storia giuridica medievale, Il Cigno GG Ed., Roma, 92008, p. 126, n. 333.

44. P. Koschaker, L’Europa e il Diritto Romano, Sansoni, Florencia, 1962, p. 66.45. P. G. Stein, El Derecho romano en la historia de Europa. Historia de una

cultura jurídica, Siglo XXI, Madrid, 2001, p. 57.46. Ut Ecclesia nobis et illis commissa et regnum unum est, et populus, et chris-

tianitas una est (en Mon. Germ. Hist., cap. II, p. 167). Cf. Y. Congar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, cit., p. 65.

47. J. Rupp, L’idée de Chrétienté dans la pensée pontificale des origines à Inno-cence III (Tesis doctoral, Pontificia Universidad Gregoriana), Roma, 1939. Cf. Y. Con-gar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, cit., p. 65, n. 18; G. G. Meersseman, Die Christenheit als historischer Begriff, Friburgo Br., 1954, pp. 185-199.

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mitad del siglo IX, sobre todo a partir del papa Juan VIII, la «cristiandad» viene designando la unidad de los cristianos «en el plano de sus intereses temporales»48. Lo cual quiere decir, obviamente, que, en la medida en que la sociedad mantiene y tolera elementos residuales de la antigua cristiandad, la socie-dad (y los poderes que la gobiernan) admiten unas condiciones que, en un Estado no confesional y en el que tienen que convi-vir ciudadanos con distintas creencias (o sin creencias religio-sas), se hace sencillamente imposible la igualdad de derechos y la convivencia pacífica de todos los miembros de tal sociedad y de ese Estado.

Por eso, si pensamos todo este asunto desde el punto de vis-ta de las creencias cristianas, fundamentadas en los evangelios, parece imprescindible recordar tres hechos que considero ente-ramente básicos. Hechos de los que, si prescindimos, el conteni-do de los evangelios nos resulta sencillamente incomprensible. Los tres hechos a los que me refiero son los siguientes:

a) Jesús fue un hombre profundamente religioso

Lo que es cierto hasta tal punto que, si de los evangelios arran-camos la religiosidad, la espiritualidad, la mística de Jesús, los evangelios quedarían adulterados hasta tal extremo, que serían relatos carentes de sentido. Esta mística queda patente en la íntima relación de Jesús con el Padre, una relación que los mis-mos evangelios presentan como única y exclusiva (Mt 11, 27; Lc 10, 22). Y, además, esa intimidad concretada en la oración insistente y frecuente de Jesús al Padre; y de la que los evange-lios sinópticos informan repetidas veces. Lo que indica, entre otras cosas, la profunda espiritualidad de Jesús49.

48. Y. Congar, L’ecclésiologie du Haut Moyen-Âge, cit., pp. 65-66.49. Mc 1, 35; 6, 46; 14, 32.35.39; Mt 14, 23; 19, 13; 26, 36.39.42.44; Lc 3, 21;

5, 16; 6, 12; 9, 18.28.29; 11, 1; 22, 41.44.45. Cf. A. Hamman, La prière. Le Nouveau Testament, Desclée, Tournai, 1959, pp. 78-82; L. Monloubou, La prière selon saint Luc. Recherche d’une structure (Lectio Divina 89), Cerf, París, 1979. Cf. F. Bovon, El evangelio según san Lucas, vol. II, Sígueme, Salamanca, 2002, pp. 159-160.

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b) La religiosidad de Jesús no se identificó con la religiosidad establecida en su pueblo

Lo que, dicho con otras palabras, significa que la religiosidad de Jesús fue una religiosidad alternativa. Jesús vivió su religiosidad y su espiritualidad sin limitarse para eso al espacio y al tiempo circunscritos por «lo sagrado». En el fondo, los conflictos que Jesús tuvo y mantuvo con el tiempo sagrado (el sábado) y con el espacio sagrado (el templo) no fueron sino la manifestación más clara de una libertad sorprendente, y hasta escandalosa, ante la religión oficial. Es verdad que los evangelios informan de frecuentes visitas de Jesús a las sinagogas y al templo. Pero en ningún texto se dice que Jesús acudiera a aquellos centros reli-giosos para orar o participar en el culto sagrado. Jesús iba a la sinagoga o al templo porque eran los sitios en los que se reunía la gente y allí explicaba su mensaje. Lo que fue, con frecuencia, motivo de conflictos y enfrentamientos con los grupos más ob-servantes (Mc 3, 1-6 par; 6, 1-6 par; Lc 4, 16-30; 13, 10-17; Jn 6, 59). Hasta el extremo de que, en algunas ocasiones, preci-samente los más «piadosos» intentaron matar a Jesús por las co-sas que enseñaba en los lugares santos (Mc 3, 6; Lc 4, 29-30). Y si nos referimos, no ya a la sinagoga, sino más concretamente al templo (centro de la religión establecida), uno de los estudiosos más competentes en el análisis de las relaciones entre Jesús y el judaísmo, E. P. Sanders, ha escrito acertadamente que «el con-flicto con el templo parece estar profundamente arraigado en la tradición, y está fuera de duda que se produjo realmente»50. Más aún, el mismo Sanders, concluye su extenso análisis sobre la fa-mosa expulsión de los mercaderes del templo (Mc 11, 15-19; Mt 21, 12-17; Lc 19, 45-48; Jn 2, 13-22) afirmando: «Así pues, considero que la acción simbolizaba por lo menos un ataque, y notemos que un ‘ataque’ no está lejos de la ‘destrucción’. Pero

50. E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, Madrid, Trotta, 2004, p. 100. Para la relación de opiniones, Sanders remite al amplio estudio de W. D. Davies, The Gos-pel and the Land. Early Christianity and Jewish Territorial Doctrine, Berkeley/Los Ángeles, 1974, pp. 349-352, n.os 45 y 46.

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¿qué significado tenía? ¿Sobre qué fundamentos concebibles podría Jesús haberse decidido a atacar —y a expresar sim-bólicamente la destrucción— de lo que Dios había ordenado? La respuesta obvia es que la destrucción apunta a su vez a la ‘restauración’»51. Pero, ¿de qué «restauración» se trataba? ¿Pre-tendió Jesús ser el «restaurador» de una religión deteriorada?

c) Jesús no pretendió fundar una nueva religión, sino humanizar cualquier forma de religiosidad

En efecto, tal como se recuerda a Jesús en los evangelios, Je-sús no instituyó ninguno de los elementos que se consideran constitutivos de una religión en el sentido tradicional, y tal como esto se deduce de los componentes del fenómeno reli-gioso. Jesús no constituyó, ni fijó espacios sagrados; ni tiem-pos sagrados, ni rituales o ceremoniales vinculados a un culto religioso; ni organizó ceremoniales para consagrar sacerdotes o cualquier otra forma de personal sagrado. Los evangelios ha-blan con frecuencia de la fe52. Pero lo sorprendente es que no relacionan nunca esa fe ni con verdades o dogmas de carácter religioso, ni con rituales sagrados o normativas relacionadas con tales rituales. En los evangelios, la fe se pone en relación con comportamientos relacionados con la salud y la dignidad de personas que sufren por motivos de enfermedad, de exclu-sión social, o por causa de carencias relacionadas con la ali-mentación o con las injusticias que padecen los más débiles. A esto se refiere la expresión, tan frecuente en los evangelios: «tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; cf. Mc 10, 52; Mt 8, 10.13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42)53. Es más, resulta llamativo el hecho de que la fe que más se elogia, en los relatos evangélicos, es la fe de personas que no practicaban la religión revelada a Israel: un militar romano (Mt 8, 10 par), una mujer cananea (Mt 15, 28 par), un samaritano (Lc 17, 19),

51. E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, cit., p. 115.52. J. Alfaro, «Fides in terminologia biblica»: Gregorianum 42 (1961), pp. 463-505.53. Ibid., p. 476.

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o también el caso de personas que tenían que resolver problemas de pureza ritual (Mc 6, 34 par). Porque, como se ha dicho muy bien, los evangelios son —como modelo de libro religioso— algo formalmente nuevo. Porque no se centran en unas creen-cias o en unas observancias, sino que en ellos todo se concentra en una persona, en Jesús, en su forma de vivir, en su actividad, en sus preferencias, en sus érga, las «obras de Jesús» (Jn 5, 20.36; 9, 3 s.; 10, 25.32.37 s.; 14, 10-12) o simplemente el érgon, la obra de Jesús (Jn 4, 34; 17, 4), que es lo que «acredita» al propio Jesús ante quienes se resistían a creer en él. De manera que los evangelios ni son ni ofrecen una threskeia (religión sagrada de observancias), sino un bios (una vida), un género literario enteramente nuevo y original en la Antigüedad54. Y es precisamente acomodándose a ese bios, a esa forma de vivir, como se obtiene la salvación. De ahí, la relación que el mis-mo Jesús establece entre el «seguimiento» (Mt 19, 21 par) y la «salvación» (Mt 19, 25 par). Recordando siempre que seguir a Jesús es asumir el bios, la forma de vida, que llevó el mismo Jesús, anteponiendo esa forma de vida a cualquier demora que se pudiera justificar por los deberes religiosos o familiares más razonables o incluso apremiantes (Mt 8, 19-20 par)55.

En definitiva —y esta es la conclusión a la que llegamos en este capítulo— todo se reduce a comprender que el centro del cristianismo no es Dios, a cuya trascendencia inalcanzable pre-tendemos llegar mediante la fe y la religión. El centro del cristia-nismo es Jesús, con el que nos relacionamos mediante la ética al servicio de la misericordia, el bios del propio Jesús.

54. G. Theissen, La religión de los primeros cristianos. Una teoría del cristianis-mo primitivo, Sígueme, Salamanca, 2002, p. 205. Cf. R. A. Burridge, What are the Gospels? A comparison with Graeco-Roman Biography, Cambridge, 1992, pp. 240 ss. Citado por G. Theissen, op. cit., n. 9.

55. Para la correcta interpretación de este texto, demasiado extraño y duro de entender, cf. M. Hengel, Seguimiento y carisma. La radicalidad de la llamada de Je-sús, Sal Terrae, Santander, 1981, especialmente en pp. 20-30. Sin olvidar las certeras matizaciones más recientes que se han hecho a este relato extravagante. Cf. J. D. G. Dunn, El cristianismo en sus comienzos, vol. I. Jesús recordado, Verbo Divino, Este-lla, 2009, pp. 577-579.

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LA HUMANIZACIÓN DE DIOS: MÍSTICA Y TEOLOGÍA

Queda por explicar todavía algo que me parece fundamental. Lo que acabo de decir, en el capítulo anterior, no es un inven-to de la teología progresista —la teología irresponsable, dicen algunos— de las décadas pasadas. La cosa viene de lejos.

En efecto, el tema de la «humanidad de Dios» tiene ya su punto de partida en el «vaciamiento» o kénosis de Dios, del que se habla en la Iglesia desde el apóstol Pablo, en el him-no del capítulo segundo de la Carta a los Filipenses, como he explicado en páginas precedentes. Y es importante saber que esta carta se redactó entre los años 52 y 55 del siglo I, es de-cir, unos veinte años antes de la redacción de los evangelios sinópticos que ha llegado hasta nosotros1. Teniendo presente que el himno (Flp 2, 6-11) es anterior al texto de la carta2. Por lo tanto, bastantes años antes de que se escribieran los evangelios, ya se hablaba del «rebajamiento» de Dios y hasta del «despojo» que Dios hizo de Sí mismo en Jesús. Lo que dio pie a que hubo autores cristianos importantes, en los siglos II y III, que hablan de una metamorfosis en Dios, ya que, en Je-sús, se produjo el cambio asombroso de la morphé «de Dios»

1. F. Vouga, «La carta a los Filipenses», en D. Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento, Desclée, Bilbao, 2008, pp. 239-240.

2. Así quedó generalmente aceptado ya desde el conocido estudio de E. Loh-meyer, Kyrios Jesus. Eine Untersuchung zu Phil 2, 5-11 (SAH 4), Winter, Heidel-berg, 1928. Cf. F. Vouga, «La carta a los Filipenses», cit., p. 234.

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en morphé «de esclavo»3. Es más, Orígenes recurre a Flp 2, 6 y a Col 2, 9 para afirmar que Jesús, constituido «en forma de Dios», se redujo «a nada» (se anonadó) para dar a cono-cer así la plenitud de la divinidad4. He aquí la sorprendente paradoja que recorre la teología de Jesús como «imagen de Dios» en un autor tan determinante como fue el caso de Orí-genes5. Más aún, está de sobra demostrada la reacción que se produjo contra los teólogos de la llamada «escuela de Ale-jandría» para destacar que fue precisamente en la humanidad de Jesús donde se hizo visible y palpable la «imagen» de Dios (Col 1, 15)6. Se tenía, pues, conciencia de que la humanidad de Dios era lo característico del cristianismo, en cuanto que era así como los cristianos entendían a Dios y creían en él. No veían, por tanto, la humanidad como contrapuesta a la divinidad, sino que, por el contrario, la relación con lo divino solamente se puede realizar y experimentar —así pensaban aquellos autores antiguos— en lo humano.

Como es lógico, para personas que tenían esta mentalidad, la lectura y la comprensión de los evangelios debía de resultar relativamente fácil y hasta connatural. En ellos encontraban el bios de un ciudadano galileo del siglo primero, o sea, un ser humano. Y eso no les ocasionaba, según parece, perpleji-dades o dudas para ver en aquel nazareno, en su bondad y en su humanidad hacia todas las limitaciones y penalidades de los humanos, al Dios en el que ellos creían y al que querían parecerse.

Pero el problema, que pronto se planteó, es que esta forma de pensar a Dios y de relacionarse con él no era fácilmente

3. Ireneo, Adv. haer., III, 11, 2; Tertuliano, Adv. Marc., V, 20, 3 (CC 1, 724); Hipólito, Ref., X, 11, 10-11; Orígenes, Contr. Cels., IV, 15, 18; Epifanio, Haer., 76, 34 (GCS 37, 383, 27); Filóstrato, Divers. haer. liber, 70, 1 (CC 9, 246-247). Cf. R. Cantalamessa, Dal Kerygma al Dogma, Vita e Pensiero, Milán, 2006, p. 107.

4. Orígenes, De principiis, I, 2, 9-10.5. H. Crouzel, Théologie de l’image de Dieu chez Origène, Cerf, París, 1956,

pp. 232 ss.6. Cf. F. Loofs, «Das altkirchliche Zeugnis gegen die herrschende Auffassung

der Kenosisstelle Phil 2, 5-11»: Theol. Stud. Krit., C (1927-1928), pp. 1-102.

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aceptable en la sociedad y en la cultura del Imperio romano. Porque está bien demostrado que, en aquel imperio, el poder político se mantenía, no solo por la consistencia de los poderes del Estado, sino que, además, el Imperio vio claramente que, para mantener su fortaleza, uno de los medios que tenía que utilizar era la fe en los dioses, la práctica de la religión y la fuerza de los misterios7. Esto es lo que explica la acusación y la denuncia de «ateísmo» que se hizo contra los cristianos du-rante los tres primeros siglos. Lo que en concreto significa que a los grupos humanos que entendían la religión como la enten-dió Jesús se los veía como ateos8. Porque el ateísmo, en aquella cultura, no era lo que es para nosotros: la negación filosófica o teológica de la existencia de Dios. Para las gentes del Imperio, al menos hasta el siglo IV, el ateísmo era la no-aceptación de las prácticas religiosas. Así lo habían decidido, con su poder y con toda firmeza, los emperadores. Es lo que se dice, por ejemplo, en el Martyrium Cipriani9.

Así las cosas, fue prácticamente inevitable el desplazamien-to que, seguramente de forma inconsciente pero también con bastante eficacia, se fue produciendo durante los siglos II y III hacia la aceptación (para aquellas gentes seguramente natural y lógica) de la «religión» y de las «prácticas y observancias re-ligiosas» en el «cristianismo». De esta manera, la religio chris-tiana llegó a verse e identificarse como una de las formas de la antigua religiosidad, una más entre la muchas religiones y los muchos dioses que se aceptaban en el Imperio10. Por eso, sin

7. P. Stockmeier, «Christlicher Glaube und antike Religiosität», en Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt, vol. 23/2, De Gruyter, Berlín, 1980, p. 872. Este excelente estudio, en lo que se refiere a este punto concreto, remite al trabajo de J. Vogt, Zur Religiosität der Christenverfolger im Römischen Reich (St. der Hei-delberg. Akademie der Wiss. phil.-hist.), Heidelberg, 1962.

8. A. von Harnack, Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten, Leipzig, 1904, pp. 8-16; L. M. Sans, «El ‘ateísmo’ de los primeros cristianos»: Razón y Fe 173 (1966), pp. 157-166.

9. Imperatores... praeceperunt eos, qui Romanam religionem non colunt, de-bere Romanas caeremenias recognoscere (Pass. Cypr. 1, 1, ed. Knopf-Kruger, 62). Cf. P. Stockmeier, «Christlicher Glaube und antike Religiosität», cit., p. 889.

10. P. Stockmeier, «Christlicher Glaube und antike Religiosität», cit., p. 894.

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duda, ya Tertuliano presenta a los cristianos como un cuer-po que se identifica por «la conciencia de su religión y por la unidad de su disciplina»11. En virtud de este criterio, a partir de entonces, la alternativa entre fe y religión se resolvió inter-pretando la fe como una religión12. Lo que, en el fondo, signi-ficaba que la religiosidad alternativa, que Jesús vivió y enseñó, quedó absorbida por (e integrada en) el fenómeno religioso y en las manifestaciones de la religión de todos los tiempos. La memoria de Jesús, su recuerdo y la fuerza de su bios, empezó así a perder su originalidad y su singular peculiaridad.

Pero ocurrió algo mucho más decisivo en el proceso de de-formación del Evangelio. Porque lo más determinante que ocu-rrió, al integrarse el Evangelio en la cultura del Imperio, consis-tió en que se empezó a interpretar a Dios, no ya en el sentido del Padre del cielo, del que había hablado Jesús, sino viéndolo según la idea del pater familias, tal como lo presentaba el Derecho romano. Así, lo específico de Dios pasó, de ser la bondad con todos y para todos (buenos y malos, justos y pecadores, amigos y enemigos) (Mt 5, 45) y la misericordia que acoge siempre al perdido sin castigarle ni reprocharle nada (Lc 15, 11-32), a ser el dominium y la potestas, que eran las características definitorias, según explicaban los juristas romanos. Ejemplos en este sentido son Ulpiano13 y Tertuliano14. Una concepción de Dios que, con otras palabras, se encuentra también en Lactancio15. Si tenemos

11. Corpus sumus de conscientia religionis et disciplinae unitate et spei foedere (Apol. 39, 1 [CC 1, 150]).

12. P. Stockmeier, «Christlicher Glaube und antike Religiosität», cit., p. 894.13. Dig. 50, 16; 195, 2.14. Para Tertuliano, el «modelo» (Leitbild) ha de ser el pater familias (Apol. 34,

2 [CC 1, 144]). Un modelo que, para el jurista que fue Tertuliano, se explica así: Pla-ne nec pater tuus est, in quem competat et amor propter pietatem et timor propter potestatem, nec legitimus dominus, ut diligas propter humanitatem et timeas prop-ter disciplinam (Adv. Marc. I, 27, 3 [CC 1, 471]). Cf. P. Stockmeier, «Christlicher Glaube und antike Religiosität», cit., p. 895; R. Braun, Deus Christianorum. Re-cherches sur le Vocabulaire doctrinal de Tertullien (Publ. de la Faculté des Lettres et sciences humaines d’Alger 12), París, 1962, pp. 28 ss.

15. deos multos colere contra naturam est contraque pietatem unus igitus co-lendus est, qui potest vere pater nominari (Div. Inst. IV, 3, 13 [CSEL 19, 280]). Y es

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en cuenta que los autores cristianos (los dos últimos), que acabo de mencionar, escribieron en los siglos III y IV, no es ningún des-propósito asegurar que fue asombrosa la transformación que, en poco tiempo, sufrieron el legado y la memoria de Jesús. Porque, en realidad, se pasó de fiarse de un Padre de bondad a someterse a un Dominador y un Dueño de poder o, lo que es peor, se pudo tener la dura experiencia de temer a un dios de ira al que urgía aplacar mediante «sacrificios expiatorios por adelantado» (sacrificium hostiae praecideneae) en la víspera de un acontecimiento que podía resultar peligroso16.

Los cristianos seguían, sin duda, creyendo en el Padre del que hablan los evangelios. Pero se convencieron desde entonces de que ese Padre es también un Dios de poderío y dominación universal. Y hasta un Dios que podía representar una amenaza. Esta transformación quedó definitivamente zanjada cuando el año 325, en el concilio de Nicea, se definió el Símbolo de la Fe. Y en él se afirmó que los seguidores de Jesús «creemos en un solo Dios, Padre Omnipotente», patéra pantokrátora, según reza el texto griego original17. El Dios de los cristianos es «Padre», como había dicho tantas veces Jesús. Pero también es «Pantokrátor»18, el dios de los paganos, con la cualificación de ser el dominador absoluto, tal como se apropiaron este título los emperadores de Roma, el «amo del universo, del cosmos entero»19.

Aquí no se debe pasar por alto que lo más grave que le puede ocurrir a una religión es no tener claro y bien delimi-

de este «padre» del que Lactancio afirma: idem etiam dominus sit necesse est, quia sicut potest indulgere, ita etiam coercere (ibid.; también en IV, 4, 11).

16. R. Schilling, «Religión romana», en G. J. Bleeker y G. Widengren, Historia Religionum, vol. I, Cristiandad, Madrid, 1973, p. 463.

17. Credo Niceno (DH 125).18. Pauly-Wissowa, Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft,

XVIII/3, pp. 829-830; P. Grimal, La civilización romana, Paidós, Barcelona, 2007, pp. 78-79.

19. Es conocido el clásico estudio de E. Peterson, El monoteísmo como proble-ma político [1935], Trotta, Madrid, 1999. Cf. A. Momigliano, The Conflict between Paganism and Christianity in the fourth Century, Warburg-Studies, Oxford, 1963; P. Stockmeier, «Die sogenannte Konstantinische Wende im Licht antiker Religiosität»: Hist. Jahrh. 95 (1975), pp. 1-17.

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tado el Dios que dicha confesión religiosa presenta como el verdadero Dios. Y el Dios, por tanto, en el que los creyentes de esa confesión depositan su fe. Porque, como es obvio, si se difumina o se trastorna el centro mismo de la fe y el motor de las creencias, todo lo demás queda descolocado, desajustado, quizá viene a resultar deforme. ¿Por qué, si no, ocurre con tanta frecuencia que oímos a teólogos y predicadores hablar de lo que Dios quiere, de lo que Dios reprueba, de lo que Dios prohíbe, premia o castiga, y, sin saber por qué ni cómo, experi-mentamos un profundo malestar y hasta llegamos a sentir que nuestro interior grita: «¡esto no puede ser así!»?

Y es que, como no pudo ser de otra manera, a partir del momento en que cuajó definitivamente el proceso de transfor-mación de la imagen de Dios que estoy explicando, las personas que, por una parte, leían atentamente el Evangelio, pero, ade-más de eso, asistían a la predicación y a las ceremonias litúrgicas de los templos, tenían que experimentar un desajuste íntimo en sus conciencias. Por una razón que se comprende fácilmente: la humanidad de Jesús y del Padre de Jesús no encaja con el poderío (absoluto y a veces inhumano) que se le podía aplicar a un emperador de Roma. De lo que se siguió una consecuencia fatal: lo humano y lo divino empezaron a resultar difíciles de armonizar. Y —lo que es más grave— con frecuencia, lo huma-no y lo divino se vieron (y se ven) como dos dimensiones de la realidad que entran en conflicto la una con la otra. Por eso bien puede suceder, y sucede, que en nombre de Dios (lo divino) se humilla al hombre (lo humano). Con lo que el problema del mal, el problema de Dios, el problema de la conciencia, el pro-blema de la fe y de la religión quedaron así, no solo planteados, lo cual es lógico, sino sobre todo mal planteados, lo cual es disparatado y hasta peligroso para no pocas personas.

Pues bien, ya he dicho que, a mi entender, este problema no tiene solución si intentamos resolverlo utilizando los ins-trumentos que nos proporciona la sola razón. Por eso han sido sobre todo los místicos quienes han aportado las soluciones más audaces y también las más certeras a todo este complica-do asunto. Me limito aquí a recordar, entre otros, a Meister

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Eckhart, en su conocido sermón Beati pauperes spiritu, en el que el místico alemán afirma con serenidad y aplomo: «Por eso le pido a Dios que me libre de Dios, porque mi ser esencial está por encima de Dios, si tomamos a Dios como inicio de las criaturas» (Darum bitte ich Gott, dass er mich Gottes quitt mache; denn mein wesentliches Sein ist oberhalb von Gott, sofern wir Gott als Beginn der Kreaturen fassen)20. Es más, para Eckhart, el «fondo del alma», lo más profundo del ser huma-no, el Grund der Seele, es allí y aquello en lo que el hombre es igual a Dios, la sede de la vida divina, precisamente, en lo hu-mano21. De ahí, la necesidad del «despojo» total de cuanto ata y limita, lo que Eckhart llama Abegescheidenheit22, que coinci-de con lo dicho en el sermón sobre los Beati pauperes spiritu. Se trata de la libertad plena. Puesto que, sorprendentemente, a la representación que nosotros nos hemos hecho de Dios le hemos puesto tantas cualidades, grandezas y poderes que, a fin de cuentas, eso es uno de los temas y motivos que más nos atan y menos margen de libertad nos dejan. Solo así se alcanza el plano de la unidad esencial de la divinidad con nuestra hu-manidad23. Un planteamiento en el que viene a coincidir san Juan de la Cruz, el místico cristiano que escribió el poema so-bre Dios más sublime y más profundo que seguramente se ha compuesto en el cristianismo, pero que, sorprendentemente, en todo el poema no menciona nunca a Dios. Porque el mismo Juan de la Cruz, al explicar el contenido del poema, explica que a Dios no se le encuentra sino en el mismo sujeto que lo busca, en su propia intimidad, en el amor que él mismo vive. Amor a la vida, a la naturaleza, a las cosas, a las personas, a

20. Meister Eckhart, Deutsche Predigten und Traktate, Carl Hanser, Múnich, 1955, p. 308; cf. también p. 305; trad. española, Tratados y sermones, Edhasa, Bar-celona, 1983.

21. F. Vandenbroucke, La spiritualité du Moyen Âge, Aubier, Ligugé, 1962, pp. 461-562.

22. El tratado Von Abegescheidenheit fue editado por E. Schäfer, Gotinga, 41924; trad. española cit., pp. 337-357. Cf. F. Vandenbroucke, La spiritualité du Moyen Âge, cit., p. 457, n. 31.

23. F. Vandenbroucke, La spiritualité du Moyen Âge, cit., p. 461.

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la búsqueda de Dios que está en todo: «No te hallaba, Señor, de fuera, porque mal te buscaba fuera; que estabas dentro»24. En la soledad, en la oscuridad, en lo oculto y en el vacío de uno mismo, en el silencio de Dios y sobre Dios, ahí y en eso es donde cada cual encuentra a Dios.

Más cerca de nosotros en el tiempo, las crueldades, violen-cias, guerras y sufrimientos indecibles, que acarreó el siglo XX, prepararon el terreno del viejo Occidente para una fecundidad teológica que no será fácil volver a alcanzar en los ámbitos y cul-turas en los que se ha desarrollado el cristianismo. Sin duda, uno de los primeros protagonistas de esta creatividad de la teología cristiana fue Dietrich Bonhoeffer, uno de los testigos más cualifi-cados del profundo proceso de humanización de la teología y del Dios de la teología, que empezó a manifestarse, precisamente, cuando más se deshumanizó Europa, en los años despiadados de la segunda guerra mundial. Las cartas que Bonhoeffer es-cribió a un amigo desde la prisión de Tegel, poco antes de ter-minar ahorcado en el campo de exterminio de Flossenbürg, en abril de 1945, impresionaron vivamente a miles de personas en las décadas de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo.

La idea capital de Bonhoeffer es —según mi modesta opi-nión— la misma idea que ha servido de espina dorsal de este libro: «La trascendencia teóricamente perceptible no tiene nada en común con la trascendencia de Dios. Dios está en el centro de nuestra vida, siendo así que está más allá de ella»25. Esto supuesto, la convicción nuclear y directiva de Bonhoeffer se centra en la visión del cristianismo como «salida de la reli-gión». Su propuesta es tan clara como provocadora: «Nuestra relación con Dios no es una relación ‘religiosa’ con el ser más alto, más poderoso y mejor que podemos imaginar —lo cual no es la auténtica trascendencia—, sino que nuestra relación con

24. Cántico espiritual, segunda redacción, 1, 6. Cf. J. Vicente Rodríguez, 100 fichas sobre San Juan de la Cruz, Monte Carmelo, Burgos, 2008, p. 213.

25. A. Dumas, «Dietrich Bonhoeffer», en R. Vander Gucht y H. Vorgrimler, Bilan de la théologie du XX siècle, vol. II, Casterman, Tournai-París, 1970, p. 734, que remite a la edición francesa de las cartas de Bonhoeffer desde la prisión: Résis-tance et soumission, Labor et Fides, Ginebra, 1968, p. 123.

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Dios es una nueva vida en el ‘ser para los demás’, en la par-ticipación en el ser de Jesús. Las tareas infinitas e inaccesibles no son lo trascendente, sino el prójimo que cada vez hallamos a nuestro alcance»26. Por eso, el mismo Bonhoeffer afirma con firmeza: «Ser cristiano no significa ser religioso de una cierta manera..., sino que significa ser hombre»27. Pero hombre en su sentido más hondo. En el sentido de nuestra plena humanidad, sin aditamentos, sin cargas y sin adornos, entendiendo nuestra humanidad como sinónimo de la más entrañable fraternidad. Bonhoeffer escribió, por eso: «A menudo me pregunto por qué un ‘instinto cristiano’ me atrae en ocasiones más hacia los no-religiosos. Y esto sin la menor intención misionera, sino que casi me atrevería a decir ‘fraternalmente’»28. En definitiva, la cuestión de fondo que plantea Bonhoeffer es el problema de la trascendencia de Dios. ¿Dónde encuentra el ser humano al Tras-cendente? Su respuesta es lúcida y clara: hallar al Trascendente es «estar ahí para los otros»29. De donde el mismo Bonhoeffer deduce la consecuencia más desconcertante, la más profunda reflexión que puede hacer un ser humano que toma en serio al que definimos como el Trascendente: «Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios»30. Es la exigencia más fuerte que a un cristiano se le puede plantear.

Como es sabido, a partir de la segunda guerra mundial, el pensamiento de Bonhoeffer no fue el único que se orientó en esta «dirección humanista» dentro de la teología cristiana, tanto protestante como católica. En el ámbito del protestan-tismo, se destaca la teología de Paul Tillich. La convicción de Tillich es que lo incondicionado, lo divino, está presen-te en toda actividad humana. Un planteamiento que entraña consecuencias de enorme envergadura. Porque, para Tillich,

26. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautive-rio, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 266.

27. Ibid., p. 253.28. Ibid., p. 198.29. D. F. Álvarez Espinosa, «Dietrich Bonhoeffer: cristianismo arreligioso en

un mundo adulto»: Iglesia Viva 244 (2010).30. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, cit., p. 252.

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esto quiere decir, ante todo, que lo divino no se debe buscar «separado» de lo humano o «al margen» de la vida. Por eso, este teólogo rechazó con fuerza lo que él llamaba el «sobre-naturalismo» que establece un segundo mundo, un mundo de realidades divinas al margen y por encima del mundo de aquí abajo. De donde resulta una consecuencia teológica de pri-mera importancia, a saber: no hay ningún dominio de la vida que quede excluido de esta dimensión incondicionada o que sea extraño a esta preocupación última. Por eso, según Tillich, hay que curar al ser humano. La salvación no es la evasión de lo humano, sino la unidad consigo mismo como con el funda-mento divino del propio ser31. Y es que la vocación profunda de Tillich se centró en «reunir lo que él vivía como separado»32. Me refiero al sentimiento, que Tillich experimentó en el ins-tituto de enseñanza media, un sentimiento de fuerte oposi-ción entre la tradición cristiana, que recibió en su familia, y la tradición humanista que asimiló en sus años de estudiante. Es, en definitiva, la tensión que viven tantos jóvenes y que des-emboca o en el rechazo de una de esas dos tradiciones, es decir, el rechazo de la tradición religiosa de tantas familias, o el rechazo de la tradición que percibe en sus estudios, en sus profesores o en sus compañeros. ¿Solución? Para muchos, el escepticismo, el agnosticismo, quizá el ateísmo. Para otros —los menos— saber hacer una síntesis mediante el proceso y la búsqueda que lleva a unir lo religioso en lo humano. Es lo que el propio Tillich confiesa que logró. Lo que intentó transmitir en su inmensa obra teológica33.

Por su parte, en la teología católica de los años cuarenta del siglo pasado, se hicieron notar con fuerza las grandes figuras teológicas que fueron los inspiradores de los documentos del

31. P. Tillich, Théologie de la culture, París, 1968, p. 43; también en Gesam-melte Werke, I, Evangelisches Verlagswerk, Stuttgart, 1951, p. 381. Cf. F. Chapey, «Paul Tillich», en R. Vander Gucht y H. Vorgrimler, Bilan de la théologie du XX siècle, cit., vol. II, pp. 891-910.

32. F. Chapey, «Paul Tillich», cit., p. 892.33. P. Tillich, Le christianisme et les religions, precedido de Réflexions autobio-

graphiques, Aubier, París, 1968, pp. 29-30.

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concilio Vaticano II. Aquellos hombres fueron los creadores de la Nouvelle Théologie, promovida principalmente por los jesuitas franceses (Bouillard, De Lubac, Daniélou), la Escue-la de Teología de Le Saulchoir, de los dominicos de Francia (Chenu, Congar) y los grandes teólogos centroeuropeos de aquellos años (H. Urs Von Balthasar, Karl Rahner, E. Schille-beeckx, H. Küng, entre otros). Una de las convicciones que, en el fondo, potenciaron el pensamiento de estos autores fue la necesidad de superar el dualismo y la contraposición entre lo «natural» y lo «sobrenatural». Rahner supo sintetizar esta supe-ración del dualismo «natural-sobrenatural», «divino-humano», en la expresión que lo resume todo: el ser humano y su activi-dad constituyen el «existencial sobrenatural»: cada uno puede y debe entenderse a sí mismo «como el acontecimiento de una autocomunicación sobrenatural de Dios»34.

Aquí me parece enormemente importante, práctico y de-cisivo, caer en la cuenta de que toda esta enseñanza teológica no constituye una serie de meras especulaciones sobre cosas que no tienen relación con la vida y con la realidad concreta a la que nos tenemos que enfrentar cada día. Nada de eso. Lo primero que aquí está en juego —para quienes se interesan por los asuntos de la religión— es nada menos que la comunicación de Dios y la presencia de Dios en cada ser humano, sea quien sea, piense como piense y viva como viva. El gran teólogo espe-culativo, que fue K. Rahner, lo supo decir en pocas palabras: «cada hombre, radicalmente cada uno, debe entenderse como el acontecimiento de una autocomunicación de Dios»35. O sea, cada cual no se entiende a sí mismo si no ve, en él y en su vida toda, una incesante comunicación de Dios con él y en él. Una comunicación que siempre está en él, lo acompaña y hasta lo constituye. De forma que la existencia, no meramente

34. Cf. J. M. Castillo, «El gran viraje de las teologías protestante y católica: el concilio Vaticano II», en F. J. Carmona Fernández (coord.), Historia del cristianis-mo, vol. IV. El mundo contemporáneo, Trotta-Universidad de Granada, Madrid, 2010, pp. 386-391.

35. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1979, p. 160.

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determinados actos, es un «existencial sobrenatural». Porque así es como nos hizo Dios y nos quiere Dios. Lo que se traduce en la incesante y continua experiencia de Dios hasta en lo más vulgar de la vida. El mismo Rahner lo explica así: «La expe-riencia a la que aquí se apela no es primera y últimamente la experiencia que hace un hombre cuando en forma voluntaria y responsable se decide a una acción religiosa, por ejemplo, a la oración, a un acto de culto, o a una refleja ocupación teo-rética con una temática religiosa, sino la experiencia que se envía a cada persona previamente a tales acciones y decisiones religiosas reflejas, y que se le envía, además, tal vez bajo forma y conceptos que en apariencia nada tienen de religiosos»36. Es, en definitiva, la vida humana constituida por sí misma en vida divina. Lo natural erigido en sobrenatural. Y lo profano identificado con lo sagrado.

En el fondo, estos teólogos, al pensar y hablar de esta ma-nera, no hicieron sino mostrar su fidelidad a la más original y primitiva tradición cristiana. No olvidemos que Jesús de Naza-ret se comportó y habló desde una toma de postura sumamente crítica, no con el pueblo de Israel, sino con los dirigentes de la religión de Israel, con sus sacerdotes y su templo. Ni la muerte de Cristo se puede interpretar como, de facto, se interpreta en las cartas de Pablo: la muerte en cuanto «sacrificio expiatorio» que Dios exige y necesita para perdonar las maldades y peca-dos de la humanidad (Rom 3, 25-26; 4, 25; 1 Cor 15, 3-5). De ahí, los numerosos textos de Pablo en los que el apóstol afirma que Jesús fue entregado por Dios a la muerte por nosotros y por nuestros pecados (Rom 5, 6-8; 8, 32; 14, 15; 1 Cor 1, 13; 8, 11; 2 Cor 5, 14; Gal 1, 4; 2, 21; Ef 5, 2). Evidentemente, todo esto representa un lenguaje duro, difícil de entender, y que para muchas personas constituye una dificultad casi insu-perable a la hora de creer en un Dios bueno. Porque no puede ser bueno un Dios que «necesitó» la sangre y la muerte de su propio hijo para aplacarse en su ira contra quienes le ofenden. ¿No es eso tanto como decir que Dios es una especie de ser

36. Ibid., p. 165.

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deforme y monstruoso en el que no se puede creer y del que nadie se puede fiar? El hecho es que esta manera de pensar y de hablar ha alejado a muchas personas de la fe en Dios.

Pues bien, así las cosas, para empezar a entender por qué san Pablo habló de esta manera al intentar explicar lo que pue-de significar un «Dios crucificado», lo primero que se ha de tener muy claro es que la muerte de un hombre que, en tiempo de Jesús y en la cultura del Imperio, era asesinado en una cruz, no podía ser presentado como Dios. Un crucificado, no solo no tenía nada que ver con lo sagrado o con lo religioso, sino que representaba exactamente todo lo contrario: la descalificación, la exclusión, incluso la maldición suprema que podía pesar so-bre un ser humano. Maldición que se pensaba como el más grave castigo de los poderes humanos. Y además de los poderes de los dioses, de cualquier divinidad. Por esto se comprende que los primeros cristianos nunca representaron a Jesús en la figura de un crucificado. Más aún, no deja de resultar sorpren-dente que la primera imagen de un crucifijo, que se nos ha con-servado, es la de un grafiti que se ha descubierto, en las ruinas del Palatino de Roma, en donde se representa a Jesús como un hombre crucificado con cabeza de burro. Esta inscripción, ob-viamente ofensiva para los cristianos, data (aproximadamente) del año 200 d. C.37.

Por eso, san Pablo, para hablar del «Crucificado» y para explicar la «Cruz», echó mano de las teorías del «sacrificio» y de la «expiación», como actos religiosos y tal como esos términos eran inteligibles en aquellos tiempos. No cabe duda de que Pablo dulcificó la crudeza de tales términos interpre-tándolos como «justicia» (Rom 3, 26; 2 Cor 5, 21) y «bendi-ción» (Gal 3, 14), que se tradujeron en «rescate» y «entrega amorosa»38. Por otra parte, nos conviene tener presente que

37. J. D. Crossan y J. L. Reed, En busca de Pablo. El Imperio de Roma y el Reino de Dios frente a frente en una visión de las palabras y del mundo del apóstol de Jesús, Verbo Divino, Estella, 2006, pp. 438-440.

38. G. Theissen, La religión de los primeros cristianos, Sígueme, Salamanca, 2002, pp. 179-180.

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las cartas de Pablo no se inspiraron en los escritos canónicos (del Antiguo Testamento) como modelos formales, y tampoco se pueden considerar por su género literario como continua-ción de los escritos bíblicos; los evangelios, en cambio, conti-nuaron la escritura histórica del Antiguo Testamento39. Desde este punto de vista, se puede afirmar que mientras que las car-tas de Pablo se sirven más del lenguaje del «ser» (helenístico), los evangelios se mantienen fieles al lenguaje del «acontecer» (bíblico). Por eso, en Pablo hay más reflexión teórica, en tanto que en los evangelios se advierte enseguida el predominio del relato histórico.

En todo caso —y prescindiendo de estas precisiones más técnicas—, lo más desafortunado que ocurrió fue esto: lo que, en su origen, fue la consecuencia de una vida, vivida en liber-tad (eso fue lo que vivió Jesús), se ha convertido, se ha inter-pretado y se ha predicado como un acto religioso, que se ha de vivir en resignación, sumisión, paciencia, dolor y aceptación del sufrimiento (eso es lo que no se cansa de repetir la Iglesia). Explicando, además, todo este asunto como el plan que Dios dispuso para nuestra salvación. Con lo que, de golpe y porra-zo, se marginó la historia, se disfrazó aquella «insoportable» historia de Jesús, se arrinconó la «memoria subversiva» que entraña el Evangelio. Y en lugar de aquel «recuerdo peligro-so» (J. B. Metz), hubo teólogos, obispos y papas, que coloca-ron, en el trono sagrado y solemne del Magisterio infalible, la «teología» que ensalza el dolor y el sufrimiento, que predica constantemente el aguante y la paciencia, que antepone lo so-brenatural a lo natural y hasta ocurre que se desemboca en el extremo de enfrentar lo divino con lo humano. Pudiendo llegar, a veces, hasta el despropósito esperpéntico de amparar-se en no sé qué presuntos «derechos divinos» para terminar anulando o mutilando los «derechos humanos» de las personas. Por supuesto, de palabra nunca se dice esto así. Pero así es-tán planteadas y «resueltas» (?¡) no pocas situaciones humanas en la legislación oficial de la Iglesia. Baste pensar, por poner un

39. Ibid., p. 205.

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ejemplo, en los derechos de la mujer, si se comparan con los derechos del hombre.

Y, para terminar este capítulo, hago todavía una observa-ción que me parece capital. Cuando, el 12 de agosto de 1950, el papa Pío XII firmó la encíclica Humani generis, con ello quedó patente que el Vaticano se dio cuenta del peligro que lo amenazaba con la poderosa corriente de pensamiento que ve-nía demandando la humanización de lo divino, y la presencia de lo sobrenatural en lo natural y en lo humano. Pío XII califi-có estas «novedades» como «frutos venenosos» que dañan casi toda la teología40. El papa no condenó a ningún teólogo en concreto, seguramente por la decisiva influencia que tuvo en este asunto la embajada de Francia ante la Santa Sede41. De hecho, había varios teólogos franceses amenazados, entre ellos los jesuitas De Lubac y Daniélou y el dominico Congar, que, al final de sus días, terminaron (los tres) siendo nombrados cardenales. Porque, en realidad, los «frutos venenosos» que dañaban tanto la teología tenían su raíz en algo que se com-prende enseguida, a saber: si es cierto que Dios se humaniza y se funde con lo humano, ¿dónde y cómo justificamos un pre-sunto poder divino que quien lo ejerce en la tierra tiene, por eso mismo, una potestad sobre lo humano que es «suprema, plena, inmediata y universal», según indica el canon 331 del vigente Código de Derecho Canónico? Por lo que dice este ca-non, un principio rector para la teología es el principio de la obediencia, que es más determinante que el principio del de-recho. Pero ¿cómo se sostiene semejante planteamiento si no contamos con un ámbito de «lo divino» que se impone nece-sariamente al ámbito de «lo humano»? ¿Cómo se explica que puede existir (y existe) un poder religioso que puede tocar allí donde a nadie le está permitido tocar, en el ámbito más íntimo y personal de cada ser humano, el ámbito de la propia conciencia?

40. DH 3890.41. Y. Congar, Diario de un teólogo (1946-1956), Trotta, Madrid, 2004,

pp. 187-188.

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Es evidente que la sacra potestas, que poseen en plenitud el papa y los obispos, se fundamenta en una teología, es decir, una comprensión de Dios, que si se entiende como el Dios encarnado, el Dios kenótico, el Dios crucificado que es, según las atrevidas afirmaciones de san Pablo, «debilidad» y «locu-ra» (1 Cor 1, 23), el Dios que muere gritando el desamparo de Dios (Mc 15, 34; Mt 27, 46), ese Dios, ciertamente, no justifica la teología del poder que se afirma diciendo que es una sacra potestas. La «potestad suprema y plena», que define el concilio Vaticano I42, y la potestad que, además, es «uni-versal», según el Vaticano II43, y que sustenta la teología del episcopado y sobre todo del papado, tal como ese poder se explica y se pone en práctica en la Iglesia, no se puede ex-plicar ni es compatible con la tajante prohibición de Jesús a los apóstoles que pretendieron ocupar los primeros puestos y situarse sobre los demás (Mc 10, 31-45; Mt 20, 20-24).

Me parece que, en última instancia, la amenaza al poder, tal como según parece se vive en la curia romana; y la presión de poder sobre el episcopado mundial, sobre el clero y los fieles, tal amenaza y tal presión, como expresiones del miedo a perder el poder, es lo que explica el creciente integrismo teológico, el conservadurismo clerical y las posturas más fundamentalistas que la jerarquía eclesiástica viene manteniendo inflexiblemente desde el siglo XI (Gregorio VII) y que, a partir de la muerte de Pablo VI, se han acentuado de forma alarmante. El Estado de la Ciudad del Vaticano es el último Estado no democrático que se perpetúa en Europa como monarquía absoluta. Y el pa-pado es la última forma de liderazgo religioso que se ejerce en forma de poder inapelable (can. 333, 3). Un poder así, necesita un Dios que se corresponda con eso, que lo apruebe y lo bendi-ga. Pero es evidente que ese supuesto Dios no coincide ni es el Dios del que habló Jesús y que se nos dio a conocer en Jesús, en la vida, la actividad y las enseñanzas de Jesús tal como todo eso se relata en los evangelios.

42. Constitución Pastor Aeternus, cap. III (DH 3064).43. Constitución Lumen Gentium, cap. 3, n.º 22 (DH 4146).

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EL CRISTIANISMO COMO MOVIMIENTO «NO-RELIGIOSO»

Por lo dicho hasta aquí, cabe pensar —y es lo más razonable concluir— que la correcta comprensión del cristianismo es la que lo interpreta como un movimiento no-religioso. Dios, en Jesús, no se encarnó en lo sagrado, como tampoco se encarnó en lo religioso. Dios, en Jesús, se encarnó en lo humano. La experiencia nos enseña que no es menos verdad que las reli-giones, por más cierta que sea su influencia positiva y enorme-mente benéfica para muchas personas, con frecuencia dividen a los individuos y a los grupos humanos, alejan, enfrentan y, de una forma o de otra, generan violencia, descalificación, humillación e incluso, en no pocos casos, han provocado (y siguen provocando) muerte. Por eso, yo no puedo entender a Jesús como fundador de una religión que desencadena los conflictos, persecuciones, condenas y sufrimientos que histó-ricamente ha provocado el cristianismo. Todo lo contrario, mi convicción más firme es que Jesús está, no solo por encima, sino, sobre todo, está en contra de todas esas atrocidades y de las condiciones que las han hecho posibles, las han justificado y las han fomentado.

Pero, ¡atención!, porque no basta con decir que Dios, en Jesús, se encarnó en lo humano. Porque lo humano, química-mente puro, no existe. Lo humano está siempre unido, está en todas partes fundido con lo in-humano. Porque, a medida que los seres humanos fueron alcanzando, en su proceso de evo-lución y crecimiento, la condición de ser verdaderamente hu-

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manos, en esa misma medida se fueron dando cuenta y fueron tomando conciencia de sus propias limitaciones y carencias. Como igualmente fueron descubriendo que podían aumentar sus poderes y remediar sus necesidades mediante las tecnolo-gías1. Y así, inventaron instrumentos para cultivar la tierra y acrecentar sus frutos. Con ese fin y para lograr eso, se unie-ron en poblados, que necesitaban un orden. El «orden» del que con razón se ha dicho que «estrujaba la vida como los tentácu-los de un monstruo»2. Con lo que se generalizó la «violencia»: en la medida en que de la misma manera que «la violencia engendra el caos, el orden engendra violencia. Este dilema es insoluble. Fundando en el miedo a la violencia, el orden gene-ra él mismo miedo y violencia»3.

En todo caso, lo que fue un salto espectacular hacia delante, la generalización de las tecnologías, fue igualmente el origen de fenómenos cuya importancia ha sido determinante en la histo-ria de la humanidad. Porque el salto espectacular hacia delante, que fue el nacimiento en la historia de las técnicas y las cultu-ras, provocó la aparición de algunos rasgos que nos son bien conocidos: se ahondaron las desigualdades económicas, surgie-ron las jerarquías sociales verticales y pronto se hizo presente el poder despótico4. Desde entonces, lo humano, fundido con lo in-humano, se vivió siempre vinculado a lo cultural. ¿Fue todo esto una serie de mega-fenómenos inevitables? ¿Pudieron nacer y desarrollarse las cosas de otra manera? No es este ni el sitio

1. Se ha discutido —y no es una mera «curiosidad»— si fue el cerebro el que originó y promovió el nacimiento y desarrollo de las técnicas y, en general, todo lo que es nuestra motricidad. O, por el contrario, fue la motricidad la que desarrolló el cerebro. No parece que este problema capital sea tan fácil de resolver. En todo caso, la mera visión «cerebral» de la evolución es inexacta. Hay hechos de orden meramente antropológico que demuestran que fue precisamente la «locomoción» el hecho determinante de la evolución biológica e incluso, con el paso de los siglos, de la evolución social. Cf. A. Leroi-Gourhan, Le geste et la parole, vol. I. Technique et langage, Albin Michel, París, 1964, pp. 42, 152-154.

2. W. Sofsky, Tratado sobre la violencia, Abada, Madrid, 2006, p. 7.3. Ibid., p. 8.4. M. Daraki, Las tres negaciones de Yahvé. Religión y política en el antiguo

Israel, Abada, Madrid, 2007, p. 7.

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ni el momento de discutir y responder estas preguntas, que son ya en sí de una complejidad que supera con mucho mis conoci-mientos y posibilidades. En cualquier caso, lo que (a mi juicio) parece más acertado es que, como bien se ha dicho, el pro-ceso del que surgió la civilización demuestra que la evolución tecnológica y la evolución social pueden disociarse y avanzar en sentido inverso: la evolución tecnológica, como progreso; la evolución social, como degradación5. Es lo que estamos viendo y sufriendo en nuestro tiempo: cuando las nuevas tecnologías nos sorprenden cada día con inventos que nos maravillan, nos impresionan y hasta nos desconciertan, la mitad de la humani-dad sufre y tiene que soportar un atraso insoportable en casi todos los órdenes de la vida. Se unen y hasta se funden así el progreso creciente con la degradación más inimaginable.

La teología tradicional ha explicado este desquiciamiento echando mano de la doctrina del pecado original. Un pecado que necesita redención y salvación. La redención y salvación que nos concede Dios mediante la vida, muerte y resurrección de Jesús el Cristo. Todo esto, como es lógico, constituye un lengua-je cuya significación depende de la interpretación que se le dé. En cualquier caso, el pecado original no se puede interpretar a partir de una lectura del relato bíblico de Adán y Eva como un relato histórico, ya que hoy está bien sabido y demostrado que los once primeros capítulos del Génesis no se pueden leer en clave histórica, puesto que se trata de relatos míticos6. Admitido, pues, el llamado «pecado original» como la limitación inherente a la condición humana, con la inclinación al mal que llevamos inscrita en el «deseo»7, todo este complejo asunto admite dos posibles interpretaciones. La interpretación tradicional, que ha

5. Ibid., p. 8.6. Cf. A. González, «Pecado original», en J. J. Tamayo (dir.), Nuevo dicciona-

rio de teología, Trotta, Madrid, 2005, pp. 724-731.7. R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002,

pp. 23-36. Insisto en que eso que los teólogos designan como «pecado original» no se puede explicar solamente como limitación. Además de eso, el pecado original es inclinación al mal. Cosa que, por otra parte, estamos experimentando todos los días y por todas partes.

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sido la interpretación religiosa y sagrada en la que «el sufrimien-to y la muerte», vividos en la «obediencia a la fe», se nos han explicado como la causa de nuestra salvación. La interpretación que hoy se puede ofrecer, en el sentido de una interpretación humana y profana en la que «la existencia para los demás», vi-vida en la «honradez ética», es el motor que hace posible «otro mundo» y «otra religión», en la «esperanza de una plenitud de vida», la plenitud que todos los humanos anhelamos.

Pues bien, cuando decimos que el Dios de Jesús se humanizó y al Dios que nos reveló Jesús lo encontramos en lo humano, lo que se pretende afirmar es que la espiritualidad, que nos enseñó Jesús, no tiene su centro y su realización en las observancias rituales o en las prácticas sagradas de los altares y los templos, por más que todo eso pueda tener una importante significación para quienes encuentran en ello sentido para sus vidas y sus creencias. Pero todo eso no sería sino una espiritualidad que brota de las creencias de la religión. Con lo que Jesús no habría sido sino el fundador de «otra religión», una más entre las mu-chas que ya había en este mundo cuando Jesús pasó por él. Pero no: lo propio y específico de la espiritualidad de Jesús no es la fe, sino la ética que se pone al servicio de la misericordia. Que nadie, por tanto, intente justificar su falta de creencias diciendo que la fe es un don de Dios y que, en consecuencia, al que Dios no le concede la fe, no tiene responsabilidad en eso y puede, por tanto, organizar su vida según sus propias conveniencias. El que piensa de esa manera está en su derecho de hacerlo. Pero, sea cual sea la solución que cada cual le dé al tema de las creencias y de la religión, lo que nadie puede eludir es el problema central que a todos nos concierne: el problema de la responsabilidad ética, que nos humaniza, nos va liberando de nuestra deshumanización y hace posible un mundo más justo, más humano, más habitable. Esto es asunto de todos y a todos nos interesa por igual.

Desde este punto de vista se puede asegurar que Jesús es patrimonio de toda la humanidad. Quiero decir: Jesús no es (ha-blando religiosamente) «propiedad del cristianismo». Ni es per-tenencia exclusiva de los cristianos o de la Iglesia. De ahí que,

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a mi manera de ver, ha sido el cristianismo, ha sido la Iglesia, la que se ha apropiado de Jesús y lo ha presentado como el centro y el contenido fundamental de una religión determinada, la re-ligión cristiana. En realidad, lo que tendría que haber hecho la Iglesia es tener la libertad, el coraje y la honestidad de presentar a Jesús como la realización plena de lo más profundamente hu-mano, de lo plenamente humano, de lo mínimamente humano, de aquello que, por encima de culturas, tradiciones, costumbres y creencias religiosas, constituye el logro de los anhelos de humani-dad y de ultimidad que todos llevamos inscritos en lo más básico de nuestro ser.

Al hablar de esta manera, no hago sino conectar con las primeras afirmaciones que he presentado en este libro. Los sa-beres propios de la religión nos dicen que Dios es inalcanza-ble conceptualmente. Si afirmamos que Dios se define como el Trascendente, tomemos en serio su trascendencia. De ahí que cualquier saber nuestro sobre Dios es, inevitablemente, un «sa-ber proyectivo», como ya nos lo hizo notar Feuerbach. Lo que nosotros realmente hacemos, al pensar en Dios y al hablar de Dios, no es sino proyectar sobre el que denominamos el Infinito y el Absoluto nuestras apetencias de poder, de tener, de saber y de poseer todo cuanto brota de nuestros deseos más hondos siempre insatisfechos. Frente a este saber proyectivo, la tradi-ción cristiana, desde el Evangelio, nos dice que la forma de vida de Jesús es el criterio para pensar en Dios y para hablar de Dios. En este sentido, aquel ser humano, que fue Jesús el Nazareno, es la revelación de Dios. De forma que, desde este punto de vis-ta, podemos (con todo derecho) hablar de la humanización de Dios en Jesús. Al tiempo que, por eso mismo y supuesto lo que acabo de decir, es también correcto hablar de la divinización de Jesús en Dios. Pero, insisto, esta segunda afirmación sería una consecuencia derivada, semánticamente, de la humanización de Dios en Jesús. Seamos consecuentes hasta el final. Perdamos el miedo a pensar. Un Dios, pensado por nosotros, será todo lo grandioso, ilimitado e imponente que se nos pueda imaginar. Pero, a fin de cuentas, será siempre una criatura más, una cosa más, un «objeto» «creatural», elaborado por nuestra mente. Hay

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que ser decididos y perder el miedo a decir con firmeza: desde nuestra inmanencia, toda afirmación nuestra se refiere siempre a lo inmanente. De esto, ni podemos salir, ni podemos pasar.

Esto supuesto, la conclusión a la que podemos y debemos llegar es esta: encontrar a Dios en Jesús es encontrar a Dios en lo humano, en lo verdaderamente humano, en la realidad y en la experiencia humanos, en la medida en que esta realidad y esta experiencia superan lo inhumano que hay en nosotros y dominan la deshumanización que tanto daña la convivencia social y debilita o deteriora el tejido social. Por lo tanto, si a Dios lo encontramos en lo que es verdaderamente humano, eso nos viene a decir que a Dios lo encontramos en la libertad humana, en el amor humano, en el respeto a los demás, en la cercanía a todo lo verdaderamente humano que hay en la vida.

Pero no solo esto. Si damos un paso más, tenemos que llegar a la conclusión de que las instituciones religiosas, que invocan la autoridad de Jesucristo, no pueden invocar un presunto po-der, emanado de Jesús, en virtud del cual se sienten en el dere-cho de recortar, disminuir o anular los derechos fundamentales de las personas, las libertades de los ciudadanos, condicionar la laicidad de los poderes públicos, siempre que esos poderes se ajusten a los derechos humanos aprobados por la comunidad internacional.

Concretamente, si como bien se ha dicho, en España hemos pasado, en los últimos treinta años, del «consenso constituyen-te» al «conflicto permanente»8, es de suma importancia que, no solo las instituciones políticas, sino igualmente las distintas confesiones religiosas se pregunten en qué sentido y hasta qué punto también ellas están siendo responsables de esta situación de casi permanente conflictividad que a todos nos perjudica, y que tanto deteriora nuestra convivencia y nuestro progreso.

Es verdad que en las culturas antiguas, al igual que en la cultura premoderna y preilustrada, la religión desempeñó un papel decisivo para definir la identidad de los pueblos y cul-

8. Ó. Alzaga, Del consenso constituyente al conflicto permanente, Trotta, Madrid, 2011.

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turas, para el mantenimiento del orden público y el fortaleci-miento de la cohesión social. Ya indiqué antes la importancia singular que el Imperio romano concedió a la religión en el sentido que acabo de indicar, como en tiempos precedentes se había hecho en Mesopotamia, Egipto, Israel... Por lo que se refiere al Imperio y a la religión de Roma, el pensamiento de Maquiavelo es un ejemplo elocuente de lo que vengo explican-do. En sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Ma-quiavelo ensalza la figura de Numa Pompilio, mítico sucesor de Rómulo, diciendo que aquel hombre singular «encontrando (en Roma) un pueblo ferocísimo, y queriendo reducirlo a la obediencia civil con artes pacíficas, recurrió a la religión como elemento imprescindible para mantener la vida civil, y la cons-tituyó de modo que, por muchos siglos, en ninguna parte había tanto temor de Dios como en aquella república, lo que facilitó cualquier empresa que el senado o los grandes hombres de Roma planearon llevar a cabo»9. Por eso, el mismo Maquia-velo insiste: «Los príncipes o los Estados que quieran man-tenerse incorruptos deben sobre todo mantener incorruptas las ceremonias de su religión..., pues no hay mayor indicio de ruina de una provincia que ver que en ella se desprecia el culto divino»10.

Pero, como es lógico, este papel de la religión en la socie-dad y en la gestión política supone y exige un determinado tipo de religión. Una religión, sobre todo, que presente a un Dios poderoso y exigente, capaz de someter a la ciudadanía con menos costo y con más eficacia de cuanta puedan ejercer sobre la gente todas las policías del mundo. Para esto, los dio-ses de las antiguas religiones eran presentados y representa-dos con los rasgos que más y mejor se correspondían con los atributos propios de un mandatario absoluto. Ya en la religión más antigua que conocemos, la religión de Mesopotamia, la palabra «dios» remitía, por sí misma, «a algo sobrehumano y

9. N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, I, 11, Alianza, Madrid, 2003, p. 67.

10. Ibid., I, 12, p. 71.

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terrorífico; y la sola idea de la proximidad de lo sobrenatural te-nía, por tanto, como efecto paralizar de temor»11. Y es que, ya en aquella religión, «los dioses eran ante todo «Señores-y-due-ños» (bêlu), que podían dar prueba de bondad, pero que per-manecían siempre envueltos en majestad, lejanos y temibles, aislados en su esfera propia, inaccesibles a cualquiera distinto a ellos»12. En el fondo, esta idea de Dios con su incidencia en la gestión de la vida política y social es la que pervive en Egipto, en Israel, en Grecia y en Roma13. Precisamente, en el Imperio romano, pocos años después de la muerte de Jesús, Séneca, preceptor de Nerón, le recordaba a su pupilo, como ya mencioné antes en este mismo libro, que la condición de supremacía absoluta, propia del emperador, era la misma que la condición celestial de los dioses14.

Ahora bien, en una cultura en la que predominaba esta mentalidad tenía que resultar poco menos que imposible en-tender y vivir el cristianismo como movimiento «no-religioso». Si, precisamente, —como bien sabemos— era la religión con sus templos y sus altares, con sus sacerdotes y sus ceremo-nias, sus ritos y sus solemnidades, lo que constituía uno de los pilares básicos del sistema en su conjunto. Sobre todo cuando, a partir de la «teología política» de Eusebio de Cesarea, el «teó-logo de cabecera» del emperador Constantino, terminó por im-ponerse el convencimiento que cristianizó la fórmula: «un solo Dios, un solo emperador»15. Y más, si tenemos presente (como ya quedó explicado) que fue precisamente Constantino quien consiguió colocar nada menos que en el «credo» de la Iglesia,

11. J. Bottéro, La religión más antigua: Mesopotamia, Trotta, Madrid, 2001, p. 59.

12. Ibid., p. 62.13. Esta relación entre poder divino y poder humano ha sido ampliamente

estudiada. Es clásico, en este sentido, el estudio de E. Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, Leipzig, 1935; trad. castellana, El monoteísmo como pro-blema político, Trotta, Madrid, 1999.

14. Séneca, De clementia III, 6, 2 s.15. G. Dagron, Emperador y sacerdote. Estudio sobre el «cesaropapismo» bi-

zantino, Universidad de Granada, Granada, 2007, p. 160.

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según la fórmula de Nicea, la solemne afirmación de la fe, no en el «Dios Padre de Jesús», del que nos hablan los evangelios, sino la fe en el «Dios Padre Pantokrátor», imagen del señorío y poder absoluto del emperador.

Por suerte, a partir de la Ilustración y cada día más a lo largo de la Modernidad, la sociedad no tolera ya poderes ab-solutos o sus imitaciones más o menos camufladas. La gente de nuestro tiempo no toleramos nada de eso ni en política ni en religión. Y menos aún necesitamos que la religión se dedique a reforzar tales poderes, a legitimarlos o a sostenerlos. El Jesús terreno, hace más de veinte siglos, se dio cuenta de esto. Y lo dejó dicho: «Sabéis que los que figuran como jefes de las nacio-nes las dominan, y que sus grandes les imponen su autoridad. No ha de ser así entre vosotros» (Mc 10, 42 par). A estas altu-ras de la vida y de la historia, está más que demostrado que los poderes absolutos, tanto terrenales como celestiales, han dado de sí todo lo que podían dar. Y lo que nos han dejado, ahí está, a la vista de todos: dominación, devastación y deshumaniza-ción. Solo la mística que se traduce en una ética al servicio de la misericordia puede dar respuesta a las necesidades más urgentes del momento en que vivimos.

En este sentido, cabe entender el cristianismo como un movimiento «no-religioso». Jesús no pretendió, ni fundar una religión, ni corregir la que él conoció y vivió en su pueblo y en su cultura. Jesús se aferró a insistir en que lo determinante es hacer lo que él hizo: «El que quiera hacerse grande ha de ser servidor vuestro, y el que quiera ser primero, ha de ser siervo de todos; porque tampoco el Hijo del Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos» (Mc 10, 43-45 par). Si tenemos en cuenta que este texto se ha de entender recordando la versión que hace de él Lucas: «pues yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27). Y, sobre todo, con la idea capital que nos recuerda el evangelio de Juan: «Os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con vosotros, hagáis entre vosotros» (Jn 13, 15). Jesús dijo esto des-pués de haber lavado los pies a los discípulos, es decir, después de haber hecho lo que hacían los esclavos con sus amos. Pues

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bien, si todo esto se tiene en cuenta, entonces pierde fuerza la idea según la cual lo que Jesús dijo fue que su muerte sería la realización del «sacrificio religioso de rescate por los pecados», al que seguramente se refiere Is 53, 10-11. No parece que ese pueda ser el significado de esta referencia de los evangelios al final de la vida de Jesús como «un acto religioso». Porque no fue eso. Aquel final dramático fue la ejecución de una condena del poder civil, la condena más despreciada y despreciable para cualquier religión de aquel tiempo16. Lo que realmente Jesús les dijo a aquellos hombres fue sencillamente esto: «Como en la vida, así en la muerte»17. Es decir, lo que yo espero y quiero de vosotros es una conducta global, una forma de vivir y morir, como la que estáis viendo en mí. ¿Qué conducta era aquella? Dicho en pocas palabras y de la forma más sencilla y segura-mente la más profunda que se puede decir: Jesús fue un hombre que no se cansó nunca de ser buena persona. El que hace esto, el que vive así, es el que desencadena el comportamiento más revolucionario y transformador que un ser humano puede lle-var a cabo en su vida. Con esto, tan superficial y tan simple, estamos tocando el fondo. Porque así, y solamente así, tocamos allí y en aquello que todo ser humano anhela, por más que lo sienta, lo viva y lo diga con palabras y formas distintas y hasta, quizá, a primera vista, incompatibles. Y en esto, ni más ni menos, consiste la mística que es el centro y el espíritu del cristianismo.

16. A. Vanhoye, Prêtres anciens, prêtre nouveau selon le Nouveau Testament, Seuil, París, 1980, pp. 68-69.

17. H. Schürmann, Gottes Reich. Jesu ureigener Tod im Licht seiner Basileia-Verkündigung, Herder, Friburgo Br., 1983, pp. 205-208.

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EL FUTURO DE LA IGLESIA Y DE LA TEOLOGÍA

Me parece conveniente, incluso necesario, terminar este libro insistiendo en que la Iglesia tendrá futuro y la teología podrá pervivir en la medida en que ambas —Iglesia y teología— ten-gan el coraje y la libertad de tomar y seguir un rumbo distinto al que han seguido y han sido fieles hasta ahora. Como todos sabemos, durante siglos, la teología (siempre controlada por la Iglesia) se consideró a sí misma la regina scientiarum, el cen-tro de todos los saberes y el poder normativo para marcar el camino que cada ciencia y cada disciplina tenía que seguir. Por suerte para todos, esta posición preponderante de la Iglesia y su teología se ha venido abajo, y ha perdido la consistencia y la importancia singular que tuvo en tiempos pasados. El pro-greso de la ciencia y el avance incontenible de las tecnologías —no obstante las limitaciones y hasta las dificultades que pue-den plantear— van poniendo a las religiones en su sitio. Es un proceso erizado de dificultades. Porque, como es bien sabido, las religiones se resisten al cambio y, con frecuencia, se que-dan atascadas en la fidelidad a sus tradiciones de un pasado que, según se puede pensar razonablemente, ya nunca va a ser determinante en la vida de los individuos y de los pueblos. De ahí, el desajuste que cada día se percibe más fuerte entre teo-logía y ciencia, entre teología y sociedad.

Con frecuencia, este desajuste se pretende explicar por causa de la prepotencia y el afán de mando de los dirigentes religiosos, amparados en presuntos poderes divinos que, si es

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que, efectivamente, tales poderes provienen del cielo, siempre estarán sobre los poderes de la tierra. Es posible que esta men-talidad pueda tener su influencia en la toma de postura de la religión frente a la ciencia y a los saberes que imparten las uni-versidades del Estado y otras instituciones públicas similares. Pero no creo que el fondo del problema esté en las apetencias de poder que puedan tener los responsables de las institucio-nes religiosas. Al hablar de este asunto, no creo que estemos ante un problema moral, psicológico o axiológico. Se trata, según creo, de un problema estrictamente teológico.

Nunca deberíamos olvidar el axioma que tantas veces se ha repetido sabiamente: «en asuntos de verdadera importancia, lo más práctico es tener una buena teoría». Y esto es lo que, con demasiada frecuencia, falla en no pocos ambientes religiosos y teológicos. Es la teoría sobre Dios y la experiencia de Dios lo que falla. Y por eso, lo que ocurre es que, de una equivocada teología sobre Dios, se pueden (y se suelen) sacar consecuen-cias desastrosas, para las personas, para las instituciones y para la sociedad. Si estoy en lo cierto —según lo que he intentado explicar en este libro—, a Dios no lo encontramos en un «Tú» trascendente, que se nos impone desde un poder inapelable. Ya he dicho que esa representación de Dios está en la base y es la explicación de la actual crisis de la fe en Dios. Porque cada día (por fortuna) es más escaso el número de personas que se atreven a seguir creyendo en ese Dios contradictorio y peligroso. Por eso he insistido en que a Dios lo encontramos donde únicamen-te lo podemos encontrar nosotros, que somos seres humanos, nacidos en nuestra inmanencia, y que en ella permanecemos y estaremos mientras vivamos, por más que nos imaginemos que la podemos rebasar, superar o trascender de la manera que sea. No. Desde nuestra condición inmanente, solo podemos encon-trar a Dios en nuestra inmanencia, en lo laico, en lo secular, en lo civil, en lo humano. Y también lo encontramos —esto me pa-rece determinante— en la experiencia simbólica que vivimos en nuestra intimidad, que puede ser la experiencia estética, la ex-periencia del silencio o la experiencia de la plegaria en cuanto expresión de nuestros anhelos más profundos. La experiencia

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de los místicos y de tantas personas que, desde la soledad, desde el sufrimiento o desde la correcta relación con los otros, han encontrado sentido a sus vidas, es elocuente en este sentido.

Por eso, si tal es el concepto de Dios y la posibilidad de experimentar y encontrar a Dios, la teología, en cuanto saber que se ocupa del tema de ese Dios al que encontramos en lo humano, si es que debe seguir existiendo en el futuro, tendrá que ser, antes que un saber superior que enseña a los demás saberes, un sujeto humilde y modesto que siempre tendrá que presentarse, con humildad y modestia, como un saber huma-no que aprende de los demás saberes lo que necesita asimilar de ellos para conocer mejor lo humano, para interpretar desde los saberes humanos el significado y el alcance que puede te-ner la presencia del Dios humanizado entre los seres huma-nos. Porque —no lo olvidemos nunca— es en lo humano, y desde lo humano, donde podemos encontrar a Dios. Desde este punto de vista, no le faltaba razón a Karl Rahner cuando escribió lo siguiente: «Si es que tiene que seguir existiendo todavía la teología en el futuro, esta no será ciertamente una teología que se instala sencillamente y a priori ‘junto a’ o ‘por encima’ del mundo, como una especie de mundo aparte. Es decir, la teología no estará ‘junto a’ o ‘por encima de’ el mun-do secular o del mundo laico, tal como es de hecho nuestro destino... Hay, pues, que decir que la ansiosa pregunta de los teólogos sobre el futuro de la teología no puede recibir sino la respuesta afirmativa que exige una sola condición: la aptitud de la teología para hablar de Dios en un lenguaje secular»1. Y hoy, más de sesenta años después del día en que Rahner hizo esta afirmación, los cambios acelerados de las últimas décadas nos empujan a tener que afirmar, con libertad y sinceridad, que, de aquí en adelante, solamente tendrá razón de ser y futuro la teología que sea capaz de aportar algún sentido a la vida. Y así, potenciar la mejor respuesta que podemos dar a nuestros anhelos de humanidad.

1. K. Rahner, «L’avenir de la théologie», en R. Vander Gucht y H. Vorgrimler, Bilan de la théologie du XX siècle, vol. II, Casterman, Tournai-París, 1970, p. 931.

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El problema concreto, con el que hoy se encuentra la teo-logía católica, está en que los mencionados anhelos de huma-nidad, que se palpan en tanta gente de buena voluntad, no en-cuentran respuesta y solución en la mayor parte de la teología que, en las últimas décadas, se viene produciendo y publican-do. La raíz de este problema está, me parece a mí, en el mie-do. Tengo la impresión de que, en los ambientes eclesiásticos, hay miedo y se palpa el miedo al control que la curia vaticana ejerce sobre los profesores de Religión y los profesionales de la Teología (profesores de seminarios y centros de estudios eclesiásticos). Como es lógico, en este asunto tan delicado no se puede generalizar. Pero me parece que no es ninguna exa-geración decir que los docentes de teología se sienten (quizá in-conscientemente) condicionados por el control que sobre ellos ejerce la autoridad central de Roma. Y digo esto porque lo he sufrido en mi experiencia de profesor de Teología. Y porque lo percibo en la dificultad que se palpa para abrir caminos nuevos a la teología que pretende responder a las cuestiones que más preocupan a muchas personas de buena voluntad. En todo caso, lo que no admite duda es que ya han sido muchos los profesores de Teología (en todos los niveles de la docencia) que han sido advertidos, amenazados, juzgados, expulsados de sus puestos de trabajo. Así las cosas, sería un milagro que quienes enseñan Teología no tuvieran miedo a ser censurados o excluidos. Por otra parte, es evidente que el miedo bloquea las mentes para pensar. Y paraliza la libertad para decir lo que, en no pocos momentos y situaciones, habría que decir. No creo que yo incurra en exageración al decir lo que acabo de indicar.

Solo desde la libertad, podremos responder a los ya men-cionados anhelos de humanidad de tanta gente que, quizá su-friendo en silencio y paciencia, soporta este mundo tan deshu-manizado en que vivimos. Me refiero a los anhelos que buscan una forma de vida que, por ser más plenamente humana, por eso es y será también más plenamente feliz.

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NOTA FINAL

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