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Casi un millón de mujeres combatió en lasfilas del Ejército Rojo durante la segundaguerra mundial, pero su historia nunca ha sidocontada. Este libro reúne los recuerdos decientos de ellas, mujeres que fueronfrancotiradoras, condujeron tanques otrabajaron en hospitales de campaña. Suhistoria no es una historia de la guerra, ni delos combates, es la historia de hombres ymujeres en guerra.

¿Qué les ocurrió? ¿Cómo les transformó?¿De qué tenían miedo? ¿Cómo era aprendera matar? Estas mujeres, la mayoría porprimera vez en sus vidas, cuentan la parte noheroica de la guerra, a menudo ausente de losrelatos de los veteranos. Hablan de lasuciedad y del frío, del hambre y de laviolencia sexual, de la angustia y de la sombraomnipresente de la muerte.

Alexiévich deja que sus voces resuenen eneste libro estremecedor, que pudo reescribiren 2002 para introducir los fragmentos

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en 2002 para introducir los fragmentostachados por la censura y material que no sehabía atrevido a usar en la primera versión.

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Svetlana Alexievich

La guerra no tiene rostro de mujer

ePub r1.0

libra 27.01.16

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Título original: U voini ne zhenskoe lizo

Svetlana Alexievich, 1985

Traducción: Yulia Dobrovolskaia & Zahara

García González

Editor digital: libra

ePub base r1.2

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—Según los estudios históricos, ¿desde cuándo

han formado parte las mujeres de ejércitos

profesionales?

—Ya en el siglo IV a. C., en Atenas y Esparta,

las mujeres participaron en las guerras griegas. En

épocas posteriores, también formaron parte de las

tropas de Alejandro Magno.

El historiador ruso Nikolái Karamzín escribió

sobre nuestros antepasados: «En ciertas ocasiones,

las eslavas se unían valientemente a sus padres y

esposos durante las guerras. Por ejemplo, durante el

asedio de Constantinopla en el año 626, los griegos

descubrieron muchos cadáveres de mujeres entre

los eslavos caídos en combate. Además, una

madre, al educar a sus hijos, siempre les preparaba

para que fueran guerreros».

—¿Y en la Edad Moderna?

—La primera vez fue en Inglaterra, entre 1560 y

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—La primera vez fue en Inglaterra, entre 1560 y

1650. Fue entonces cuando se empezaron a

organizar hospitales donde servían las mujeres.

—¿Qué pasó en el siglo XX?

—A principios de siglo, en la Primera Guerra

Mundial, en Inglaterra, las mujeres fueron admitidas

en las Reales Fuerzas Aéreas, entonces formaron el

Cuerpo Auxiliar Femenino y la Sección Femenina

de Transporte; en total, cien mil efectivos.

»En Rusia, Alemania y Francia también hubo

muchas mujeres sirviendo en hospitales militares y

trenes sanitarios.

»Pero fue durante la Segunda Guerra Mundial

cuando el mundo presenció el auténtico fenómeno

femenino. Las mujeres sirvieron en las fuerzas

armadas de varios países: en el ejército inglés

(doscientas veinticinco mil), en el estadounidense

(entre cuatrocientas mil y quinientas mil), en el

alemán (quinientas mil)…

»En el ejército soviético hubo cerca de un millón

de mujeres. Dominaban todas las especialidades

militares, incluso las más “masculinas”. Incluso

llegó a surgir cierto problema lingüístico: hasta

entonces para las palabras “conductor de carro de

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entonces para las palabras “conductor de carro de

combate”, “infante” o “tirador” no existía el género

femenino, puesto que nunca antes las mujeres se

habían encargado de estas tareas. El femenino de

estas palabras nació allí mismo, en la guerra…

(Extracto de una conversación con un historiador).

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La persona es más que la guerra

(Extractos del diario de este libro)

Los millones caídos en balde abrieron una senda enel vacío…

OSIP MANDELSHTAM

1978-1985

Escribo sobre la guerra…Yo, la que nunca quiso leer libros sobre guerras

a pesar de que en la época de mi infancia y juventudfueran la lectura favorita. De todos mis coetáneos.No es sorprendente: éramos hijos de la GranVictoria. Los hijos de los vencedores. ¿Que cuál esmi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantilen medio de unas palabras incomprensibles y

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en medio de unas palabras incomprensibles yamenazantes. La guerra siempre estuvo presente: enla escuela, en la casa, en las bodas y en losbautizos, en las fiestas y en los funerales. Incluso enlas conversaciones de los niños. Un día, mi vecinitome preguntó: «¿Qué hace la gente bajo tierra?¿Cómo viven allí?». Nosotros también queríamosdescifrar el misterio de la guerra.

Entonces por primera vez pensé en la muerte…Y ya nunca más he dejado de pensar en ella, paramí se ha convertido en el mayor misterio de la vida.

Para nosotros, todo se originaba en aquelmundo terrible y enigmático. En nuestra familia, elabuelo de Ucrania, el padre de mi madre, murió enel frente y fue enterrado en suelo húngaro; la abuelade Bielorrusia, la madre de mi padre, murió de tifusen un destacamento de partisanos; de sus hijos, dosmarcharon con el ejército y desaparecieron en losprimeros meses de guerra, el tercero fue el únicoque regresó a casa. Era mi padre. Los alemanesquemaron vivos a once de sus familiares lejanosjunto a sus hijos: a unos en su casa, a otros en laiglesia de la aldea. Y así fue en cada familia. Sinexcepciones.

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excepciones.Durante mucho tiempo jugar a «alemanes y

rusos» fue uno de los juegos favoritos de los niñosde las aldeas. Gritaban en alemán: «Hände hoch!»,«Zurück!», «Hitler kaput!».

No conocíamos el mundo sin guerra, el mundode la guerra era el único cercano, y la gente de laguerra era la única gente que conocíamos. Hastaahora no conozco otro mundo, ni a otra gente.¿Acaso existieron alguna vez?

La aldea de mi infancia era femenina. De mujeres.No recuerdo voces masculinas. Lo tengo muypresente: la guerra la relatan las mujeres. Lloran. Sucanto es como el llanto.

En la biblioteca escolar, la mitad de los librosera sobre la guerra. Lo mismo en la biblioteca delpueblo, y en la regional, adonde mi padre solía ir abuscar los libros. Ahora ya sé la respuesta a lapregunta «¿por qué?». No era por casualidad.Siempre habíamos estado o combatiendo opreparándonos para la guerra. O recordábamoscómo habíamos combatido. Nunca hemos vivido

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cómo habíamos combatido. Nunca hemos vividode otra manera, debe ser que no sabemos hacerlo.No nos imaginamos cómo es vivir de otro modo, ynos llevará mucho tiempo aprenderlo.

En la escuela nos enseñaban a amar la muerte.Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaríaentregar la vida por… Era nuestro sueño.

Sin embargo, las voces de la calle contaban agritos otra historia, y esa historia me resultaba muytentadora.

Durante mucho tiempo fui una chica de libros, elmundo real a la vez me atraía y me asustaba. Y enese desconocimiento de la vida se originó lavalentía. A veces pienso: «Si yo fuera una personamás apegada a la vida, ¿me habría atrevido alanzarme a este pozo negro? ¿Me habrá empujado aél mi ignorancia? ¿O habrá sido el presentimiento deque este era mi camino?». Porque siempre intuimosnuestro camino…

Estuve buscando… ¿Con qué palabras se puedetransmitir lo que oigo? Yo buscaba un género quecorrespondiera a mi modo de ver el mundo, a mimirada, a mi oído.

Un día abrí el libro Ya iz ógnennoi derevni (Soy

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Un día abrí el libro Ya iz ógnennoi derevni (Soyde la aldea en llamas), de A. Adamóvich, Y. Bril yV. Kolésnik. Solo una vez había experimentado unaconmoción similar, fue al leer a Dostoievski. Laforma del libro era poco convencional: la novelaestá construida a partir de las voces de la vidadiaria. De lo que yo había oído en mi infancia, de loque se escucha en la calle, en casa, en una cafetería,en un autobús. ¡Eso es! El círculo se había cerrado.Había encontrado lo que estaba buscando. Lo quepresentía.

Mi maestro es Alés Adamóvich…

A lo largo de dos años, más que hacer entrevistas ytomar notas, he estado pensando. Leyendo. ¿Dequé hablará mi libro? Un libro más sobre la guerra…¿Para qué? Ha habido miles de guerras, grandes ypequeñas, conocidas y desconocidas. Y los librosque hablan de las guerras son incontables. Sinembargo… siempre han sido hombres escribiendosobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo quesabemos de la guerra, lo sabemos por la «vozmasculina». Todos somos prisioneros de las

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percepciones y sensaciones «masculinas». De laspalabras «masculinas». Las mujeres mientras tantoguardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntadonada a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre.Guardan silencio incluso las que estuvieron en laguerra. Y si de pronto se ponen a recordar, norelatan la guerra «femenina», sino la «masculina».Se adaptan al canon. Tan solo en casa, después deverter algunas lágrimas en compañía de sus amigasde armas, las mujeres comienzan a hablar de suguerra, de una guerra que yo desconozco. De unaguerra desconocida para todos nosotros. Durantemis viajes de periodista, en muchas ocasiones, hesido la única oyente de unas narracionescompletamente nuevas. Y me quedaba asombrada,como en la infancia. En esos relatos se entreveía eltremendo rictus de lo misterioso… En lo que narranlas mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamosacostumbrados a leer y a escuchar: cómo unaspersonas matan a otras de forma heroica yfinalmente vencen. O cómo son derrotadas. O quétécnica se usó y qué generales había. Los relatos delas mujeres son diferentes y hablan de otras cosas.La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su

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La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, suiluminación y su espacio. Tiene sus propiaspalabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañasincreíbles, tan solo hay seres humanos involucradosen una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufrenlas personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles.Todos los que habitan este planeta junto a nosotros.Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible.

Pero ¿por qué?, me preguntaba a menudo. ¿Porqué, después de haberse hecho un lugar en unmundo que era del todo masculino, las mujeres nohan sido capaces de defender su historia, suspalabras, sus sentimientos? Falta de confianza. Senos oculta un mundo entero. Su guerra sigue siendodesconocida…

Yo quiero escribir la historia de esta guerra. Lahistoria de las mujeres.

Tras los primeros encuentros…La sorpresa. Las profesiones militares de las

mujeres eran: instructora sanitaria, francotiradora,tirador de ametralladora, comandante de cañónantiaéreo, zapadora… Ahora esas mismas mujeres

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antiaéreo, zapadora… Ahora esas mismas mujeresson contables, auxiliares de laboratorio, guíasturísticas, maestras… Los roles no coinciden. Alrecordar parece que evocan a otras chicas.Recuerdan y se sorprenden de ellas mismas. Antemis ojos veo cómo la Historia se humaniza, se vapareciendo a la vida normal, surge una iluminacióndiferente.

Algunas de estas mujeres son narradorasextraordinarias, en sus vidas hay páginas capaces decompetir con las mejores páginas de los clásicos dela literatura. El ser humano se ve a sí mismo conclaridad desde arriba —desde el cielo— y desdeabajo —desde la tierra—. Delante está todo elcamino hacia arriba y hacia abajo: del ángel a labestia. Los recuerdos no son un relato apasionadoo impasible de la realidad desaparecida, son elrenacimiento del pasado, cuando el tiempo vuelve asuceder. Recordar es, sobre todo, un acto creativo.Al relatar, la gente crea, redacta, su vida. A vecesañaden algunas líneas o reescriben. Entonces tengoque estar alerta. En guardia. Y al mismo tiempo, eldolor derrite cualquier nota de falsedad, la aniquila.¡La temperatura es demasiado alta! He comprobado

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¡La temperatura es demasiado alta! He comprobadoque la gente sencilla (las enfermeras, cocineras,lavanderas…) son las que se comportan con mássinceridad. Ellas —¿cómo explicarlo bien?—extraen las palabras de su interior en vez de usar lasde los rotativos o las de los libros, toman suspropias palabras en vez de coger prestadas lasajenas. Y solo a partir de sus propios sufrimientos yvivencias. Los sentimientos y el lenguaje de laspersonas cultas, por muy extraño que parezca, amenudo son más vulnerables frente al moldeo deltiempo. Obedecen a una codificación genérica.Están infectados por el conocimiento indirecto. Delos mitos. A menudo se ha de recorrer un largocamino, avanzar con rodeos, para poder oír elrelato de la guerra femenina y no de la masculina:cómo retrocedían, cómo atacaban, en qué sectordel frente… Con una entrevista no basta, hacen faltamuchas. Así trabaja un retratista insistente…

Paso largas jornadas en una casa o en un pisodesconocidos, a veces son varios días. Tomamosel té, nos probamos blusas nuevas, hablamos sobrecortes de pelo y recetas de cocina. Miramos fotosde los nietos. Y entonces… Siempre transcurre un

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de los nietos. Y entonces… Siempre transcurre untiempo (uno nunca sabe ni cuánto tiempo ni porqué) y de repente surge el esperado momento enque la persona se aleja del canon, fraguado de yesoo de hormigón armado, igual que nuestrosmonumentos, y se vuelve hacia su interior. Deja derecordar la guerra para recordar su juventud. Unfragmento de su vida… Hay que atrapar esemomento. ¡Que no se escape! A menudo, despuésde un largo día atiborrado de palabras, hechos ylágrimas, en tu memoria tan solo queda una frase,pero ¡qué frase!: «Fui al frente siendo tan pequeñaque durante la guerra crecí un poco». Es la fraseque anoto en mi libreta, aunque en la grabadora hayadecenas de metros de cinta. Cuatro o cincocasetes…

¿Qué tengo a mi favor? A mi favor tengo elhecho de que estamos acostumbrados a vivirjuntos. En común. Somos gente de concilio. Locompartimos todo: la felicidad, las lágrimas.Sabemos sufrir y contar nuestros sufrimientos. Elsufrimiento justifica nuestra vida, dura y torpe. Paranosotros, el dolor es un arte. He de reconocer quelas mujeres se enfrentan a este camino con valor.

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¿Cómo me reciben?Me llaman «niña», «hija», «nena», supongo que

si hubiera sido de su generación se comportaríandiferente. Con tranquilidad y equitativamente. Sin laalegría y admiración que acompañan el encuentro devejez y juventud. Es un detalle muy importante: losque recuerdan entonces eran jóvenes y ahora sonviejos. Recuerdan tras una vida entera, después decuarenta años. Me abren su mundo con cautela,como disculpándose: «Acabada la guerra me caséenseguida. Me oculté tras la sombra de mi marido.En la sombra de lo cotidiano, de los pañales. Mimamá me pedía: “¡No hables! No confieses”. Habíacumplido mi deber ante la Patria, pero me entristecehaber estado allí. El hecho de haber conocidoaquello… Tú eres tan joven. Lamento tener quecontártelo…». Las tengo delante, y a muchas deellas las veo escuchando su alma. Escuchan elsonido de su alma. Lo verifican con palabras. Conlos años, el ser humano comprende que la vida seha quedado atrás y que ha llegado el momento deresignarse y de prepararse para marchar. Es una

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resignarse y de prepararse para marchar. Es unapena desaparecer sin más. De cualquier manera.Sobre la marcha. Al mirar atrás, uno siente el deseode no solo contar lo suyo, sino de llegar al misteriode la vida. De responder a la pregunta: ¿para qué hasido todo esto? Observar el mundo con una miradaun poco de despedida, un poco triste… Casi desdeotro lado… Ya no necesita engañar ni engañarse. Ycomprende que la visión del ser humano esimposible sin la noción de la muerte. Que el misteriode la muerte está por encima de todo.

La guerra es una vivencia demasiado íntima. Eigual de infinita que la vida humana…

En una ocasión, una mujer que había sido pilotode aviación me negó la entrevista. Por teléfono meexplicó: «No puedo… No quiero recordar. Pasétres años en la guerra… Y durante esos tres años nome sentí mujer. Mi organismo quedó muerto. Notuve menstruaciones, casi no sentía los deseos deuna mujer. Yo era guapa… Cuando mi marido mepropuso matrimonio… Fue en Berlín, al lado delReichstag… Me dijo: “La guerra se ha acabado.Estamos vivos. Hemos tenido suerte. Cásateconmigo”. Sentí ganas de llorar. De gritar. ¡De darle

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conmigo”. Sentí ganas de llorar. De gritar. ¡De darleuna bofetada! ¿Matrimonio? ¿En ese momento? ¿Enmedio de todo aquello me habla de matrimonio?Entre el hollín negro y los ladrillos quemados…Mírame… ¡Mira cómo estoy! Primero, haz que mesienta como una mujer: regálame flores, cortéjame,dime palabras bonitas. ¡Lo necesito! ¡Lo estoyesperando tanto!… Por poco le pego. Quisepegarle… Tenía quemaduras en una de las mejillas,estaba morada, vi que lo entendió todo, que laslágrimas chorreaban por esas mejillas. Por lascicatrices recientes… Y sin darme cuenta de que loestaba haciendo, yo ya le decía: “Sí, me casarécontigo”.

»Perdóname… No puedo…».La comprendí. Aunque para mí esto también es

una página, o una media página, del futuro libro.Textos. Textos. Los textos están en todas

partes. En los apartamentos de la ciudad, en lascasas del campo, en la calle, en el tren… Estoyescuchando… Cada vez me convierto más en unagran oreja, bien abierta, que escucha a otra persona.«Leo» la voz.

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El ser humano es más grande que la guerra…La memoria retiene solo aquellos instantes

supremos. Cuando el hombre es motivado por algomás grande que la Historia. He de ampliar mi visión:escribir la verdad sobre la vida y la muerte engeneral, no limitarme a la verdad sobre la guerra.Partir de la pregunta de Dostoievski: ¿cuánto dehumano hay en un ser humano y cómo proteger alser humano que hay dentro de ti? Indudablemente elmal es tentador. Y es más hábil que el bien. Esatractivo. Me rehundo en el infinito mundo de laguerra, lo demás ha palidecido, parece más trivial.Un mundo grandioso y rapaz. Empiezo a entender lasoledad del ser humano que vuelve de allí. Es comoregresar de otro planeta o de otro universo. El queregresa posee un conocimiento que los demás notienen y que solo es posible conseguir allí, cerca dela muerte. Si intenta explicar algo con palabras, lasensación es catastrófica. Pierde el don de lapalabra. Quiere contar, y los demás quierenentender, pero se siente impotente.

Siempre se encuentra en un espacio diferente.

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Rodeado de un mundo invisible. Como mínimosomos tres los que participamos en la conversación:el que habla, la persona tal como fue en el pasadonarrado y yo. Mi objetivo es conseguir la verdad deaquellos años. De aquellos días. Sin que la falsedadde los sentimientos la enturbie. Inmediatamentedespués de la guerra, la persona cuenta una guerradeterminada, pero pasadas unas décadas esevidente que todo cambia, porque la vida delnarrador se cuela entre sus recuerdos. Todo su ser.Lo que ha vivido en esos años, lo que ha leído, loque ha visto, a los que ha conocido. Y hasta sufelicidad o su desgracia. ¿Conversamos a solas ohay alguien más? ¿La familia? ¿Los amigos? ¿Quéamigos? Los amigos del frente son una cosa; losdemás, otra. Los documentos son seres vivos,cambian, se tambalean junto a nosotros, son unafuente de la que siempre se puede extraer algo más.Algo nuevo y necesario justo ahora. En este precisoinstante. ¿Qué estamos buscando? No buscamoslas hazañas y los actos heroicos, sino lo sencillo yhumano, lo que sentimos más cercano. Por deciralgo, ¿qué es lo que más me gustaría saber sobre laGrecia antigua? ¿Y de la historia de Esparta? Me

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Grecia antigua? ¿Y de la historia de Esparta? Megustaría leer de qué hablaba la gente en sus casas.Cómo se marchaban a la guerra. Qué palabrasdecían el último día y la última noche a sus amados.Cómo se despedía a los guerreros. Cómoesperaban que volvieran de la guerra… No a loshéroes y a los comandantes, sino a los jóvenessencillos…

La Historia a través de las voces de testigoshumildes y participantes sencillos, anónimos. Sí,eso es lo que me interesa, lo que quisieratransformar en literatura. Pero los narradores nosolo son testigos; son actores y creadores, y, enúltimo lugar, testigos. Es imposible afrontar larealidad de lleno, cara a cara. Entre la realidad ynosotros están nuestros sentimientos. Me doycuenta de que trato con versiones, de que cada unome ofrece la suya. De cómo se mezclan yentrecruzan nace el reflejo de un tiempo y de laspersonas que lo habitan. De mi libro no me gustaríaque dijeran: «Sus personajes son reales, y eso estodo». Que no es más que historia. Simplementehistoria.

No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser

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No escribo sobre la guerra, sino sobre el serhumano en la guerra. No escribo la historia de laguerra, sino la historia de los sentimientos. Soyhistoriadora del alma. Por un lado, estudio a lapersona concreta que ha vivido en una épocaconcreta y ha participado en unos acontecimientosconcretos; por otro lado, quiero discernir en esapersona al ser humano eterno. La vibración de laeternidad. Lo que en él hay de inmutable.

Me dicen: «Bueno, los recuerdos no son historiay tampoco son literatura». Simplemente son la vida,llena de polvo y sin el retoque limpiador de la manodel artista. Una conversación cualquiera está repletade materia prima. Son los ladrillos, que están portodas partes. Pero ¡los ladrillos y el templo soncosas distintas! Yo lo veo diferente… Es justo ahí,en la calidez de la voz humana, en el vivo reflejo delpasado, donde se ocultan la alegría original y lainvencible tragedia de la existencia. Su caos y supasión. Su carácter único e inescrutable. En suestado puro, anterior a cualquier tratamiento. Losoriginales.

Construyo los templos de nuestrossentimientos… De nuestros deseos, de los

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sentimientos… De nuestros deseos, de losdesengaños. Sueños. De todo lo que ha existidopero puede escabullirse.

Una vez más… Me interesa no solamente la realidadque nos rodea, sino también la que está en nuestrointerior. Lo que más me interesa no es el suceso ensí, sino el suceso de los sentimientos. Digamos, elalma de los sucesos. Para mí, los sentimientos sonla realidad.

¿Y la historia? Está allí, fuera. Entre la multitud.Creo que en cada uno de nosotros hay un pedacitode historia. Uno posee media página; otro, dos otres. Juntos escribimos el libro del tiempo. Cadauno cuenta a gritos su propia verdad. La pesadillade los matices. Es preciso oírlo todo y diluirse entodo, transformarse en todo esto. Y al mismotiempo, no perderse. Fundir el habla de la calle y dela literatura. La dificultad adicional es que hablamosdel pasado con el lenguaje de hoy. ¿Cómo sepodrán transmitir los sentimientos de entonces?

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Es por la mañana y suena el teléfono: «No nosconocemos… He venido de Crimea, la llamo desdela estación de ferrocarril. ¿Está lejos de su casa?Quiero contarle mi guerra…».

¡Ostras!Tenía planes para ir con mi hija al parque. A

montar en el tiovivo. ¿Cómo le explico a unacriatura de seis años lo que estoy haciendo? Hacepoco me preguntó: «¿Qué es una guerra?». ¿Cómoresponderle?… Quiero que entre en el mundo con elcorazón tierno, le explico que no se puede arrancaruna flor tal cual, por las buenas. Que da penaaplastar a una mosca o quitarle un ala a una libélula.Entonces ¿cómo explicarle la guerra a un serpequeño? ¿Cómo explicarle la muerte? ¿Cómoresponder por qué unas personas matan a otras?Matan incluso a niños tan pequeños como ella.Nosotros, los adultos, formamos una especie decomplot. ¿Y los niños qué? Después de la guerramis padres lograron explicármelo a mí, pero yo yano soy capaz de hacer lo mismo con mi hija. Noencuentro las palabras. Cada vez la guerra nos gustamenos, nos cuesta más justificarla. Para nosotros yaes el asesinato, nada más. Al menos para mí lo es.

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es el asesinato, nada más. Al menos para mí lo es.No estaría mal escribir un libro sobre la guerra

que provocara náuseas, que lograra que la sola ideade la guerra diera asco. Que pareciera de locos. Quehiciera vomitar a los generales…

Esta lógica «de mujeres» deja atónitos a misamigos (a diferencia de mis amigas). Y vuelvo a oírel argumento «masculino»: «Tú no has participadoen ninguna guerra». Pero tal vez es lo mejor: noconozco la pasión del odio, tengo una visiónneutral. No de militar, no de hombre.

En óptica existe el concepto de luminosidad: esla capacidad del objetivo de fijar mejor o peor laimagen captada. En cuanto a la intensidad de lossentimientos, de la percepción del dolor, la memoriabélica de las mujeres posee una «luminosidad»extraordinaria. Diría incluso que la guerra femeninaes más terrible que la masculina. Los hombres seocultan detrás de la Historia, detrás de los hechos;la guerra los seduce con su acción, con elenfrentamiento de las ideas, de los intereses…mientras que las mujeres están a expensas de lossentimientos. Y otra cosa: a los hombres desde queson niños se les dice que tal vez, de mayores,

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son niños se les dice que tal vez, de mayores,tendrán que disparar. Nadie les enseña eso a lasmujeres… Ellas no contaban con que tendrían quehacer ese trabajo… Sus recuerdos son distintos, suforma de recordar es distinta. Son capaces de veraquello que para los hombres está oculto. Repito:su guerra tiene olores, colores, tiene un detalladouniverso existencial: «Nos dieron los macutos y losusamos para cosernos unas falditas»; «En la oficinade reclutamiento, entré por una puerta llevando unvestido y salí por otra llevando un pantalón y unacamisa militar, me cortaron la trenza y no medejaron más que un flequillo»; «Los alemanesacribillaron a tiros toda la aldea y después selargaron… Nos acercamos al lugar desde donde lohabían hecho: la arena amarilla bien pisoteada, sobreella había un zapato de niño…». En más de unaocasión me lo han advertido (sobre todo escritoreshombres): «Las mujeres inventan». Sin embargo, lohe comprobado: eso no se puede inventar.¿Copiado de algún libro? Solo se puede copiar de lavida, solo la vida real tiene tanta fantasía.

Las mujeres, hablen de lo que hablen, siempretienen presente la misma idea: la guerra es ante todo

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tienen presente la misma idea: la guerra es ante todoun asesinato y, además, un duro trabajo. Por último,también está la vida cotidiana: cantaban, seenamoraban, se colocaban los bigudíes…

En el centro siempre está la insufrible idea de lamuerte, nadie quiere morir. Y aún más insoportablees tener que matar, porque la mujer da la vida. Laregala. La lleva dentro durante un largo tiempo, lacuida. He comprendido que para una mujer matar esmucho más difícil.

Los hombres… Permiten con desgana que lasmujeres entren en su mundo, en su territorio.

Estuve buscando, en la planta de producción detractores de Minsk, a una mujer que había sidofrancotiradora. Una francotiradora famosa. Losrotativos del frente le dedicaron varios artículos.Sus amigas de Moscú me dieron el número deteléfono de su casa, pero era uno antiguo. Elapellido que yo tenía apuntado era el de soltera. Fuia la administración de la fábrica donde, según misdatos, ella estaba empleada. Ellos (el director de laplanta y el jefe de la administración) me dijeron:

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planta y el jefe de la administración) me dijeron:«¿No le basta con los hombres? ¿Para qué quieretodas esas historias de mujeres? Esas fantasíasfemeninas…». Los hombres temían que las mujerescontaran otra guerra, una guerra distinta.

Visité a una familia… Los dos habíancombatido, el marido y la mujer. Se conocieron enel frente y se casaron: «Celebramos la boda en lastrincheras. La víspera del combate. Me apañé unvestido blanco con la tela de un paracaídasalemán». Él era tirador de ametralladora, ella hacíade enlace. El hombre, sin rodeos, envió a la mujer ala cocina: «¿Nos preparas algo?». Una vez servidosel té y los bocadillos, ella se sentó con nosotros, yel marido enseguida la hizo volver a levantarse: «¿Ylas fresas? ¿Dónde está el tesoro de nuestroscampos?». Tuve que insistir, pero el maridofinalmente le cedió su sitio a la mujer. Antes de irsele recordó: «Cuéntalo tal como te he enseñado. Sinlágrimas y naderías de mujeres: “Yo quería serguapa… Lloré cuando me cortaron la trenza…”».Más tarde, en susurros, ella me confesó: «Se hapasado toda la noche haciéndome estudiar elvolumen de La historia de la Gran Guerra Patria.

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Se preocupa por mí. Y ahora seguro que estásufriendo porque sabe que acabaré recordando algoque no debo».

Esto mismo ha ocurrido más de una vez, en másde una casa.

Sí, ellas lloran, mucho. Gritan. Y cuando mevoy se tienen que tomar las pastillas para el corazón.Llaman a urgencias. Y, sin embargo, continúanpidiéndome: «Ven. Ven, por favor. Llevamos tantotiempo calladas. Cuarenta años con la bocacerrada…».

Soy consciente de que no deben redactarse elllanto ni los gritos, una vez redactados perderánimportancia; la versión escrita saltará al primer planoy la literatura sustituirá la vida. Así es este material,la temperatura de este material. Supera los límites.En la guerra, el ser humano está a la vista, se abremás que en cualquier otra situación, tal vez el amorsería comparable. Se descubre hasta lo másprofundo, hasta las capas subcutáneas. Las ideaspalidecen ante el rostro de la guerra, y se destapaesa eternidad inconcebible que nadie está preparadopara afrontar. Vivimos en un marco histórico, nocósmico.

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cósmico.En ocasiones me devolvían el texto que yo les

enviaba para que leyeran, con una nota: «No hablesde las pequeñeces… Escribe sobre nuestra GranVictoria…». Pero las «pequeñeces» son para mí lomás importante, son la calidez y la claridad de lavida: el flequillo que dejan tras cortar la trenza, lasollas de campaña llenas de sopa y gachashumeantes que nadie comerá porque de las cienpersonas que fueron a combate solo han regresadosiete; o, por ejemplo, lo insoportable que fue paratodos, después de la guerra, pasar por el mercado yver las tablas de los carniceros teñidas de rojo…Incluso aquel paño rojo… «Cariño, han pasadocuarenta años, pero en mi casa no encontrarás nadade color rojo. ¡Desde la guerra, odio el rojo!».

Atenta, escucho el dolor… El dolor como pruebade la vida pasada. No existen otras pruebas,desconfío de las demás pruebas. Son demasiadoslos casos en que las palabras nos alejaron de laverdad.

Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el grado

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Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el gradosuperior de información, el que está en conexióndirecta con el misterio. El misterio de la vida. Laliteratura rusa en su totalidad habla de esto. Se haescrito más sobre el sufrimiento que sobre el amor.

Y las historias que yo escucho también…

¿Quiénes eran: rusos o soviéticos? No, no, eransoviéticos: los rusos, los bielorrusos, losucranianos, los tadzhik…

De veras existió ese hombre soviético. Creo queya no habrá ninguno más de su especie, y ellos losaben. Incluso nosotros, sus hijos, somos distintos.Queremos ser como todos los demás. Parecernos almundo, no a nuestros padres. Y ya no hablemos delos nietos…

Pero yo les quiero. Les admiro. En sus vidashubo Stalin, hubo Gulag y también hubo Victoria.Ellos lo saben.

Hace poco me ha llegado una carta:«Mi hija me quiere mucho, para ella soy una

heroína, leer su libro le dará un gran disgusto. Lasuciedad, los parásitos, la sangre infinita: todo eso

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suciedad, los parásitos, la sangre infinita: todo esoes verdad. No lo niego. Pero ¿acaso el recuerdo detodo aquello es capaz de originar los sentimientosmás nobles? ¿Prepararnos para un acto de valentía?…».

Lo he comprobado muchas veces:… nuestra memoria no es un instrumento ideal.

No solo es aleatoria y caprichosa, sino que ademásarrastra las ataduras del tiempo.

… miramos al pasado desde el presente, elpunto desde el que observamos no puede estar enmedio de la nada.

… y además están enamoradas de todo lo queles pasó, porque para ellas no solamente es laguerra, también es su juventud. El primer amor.

Las escucho cuando hablan… Las escucho cuandoestán en silencio… Para mí, tanto las palabras comoel silencio son el texto.

—Esto no es para que lo publiques, es solopara ti… Los adultos… En el tren, siempre ibanpensativos… Tristes. Recuerdo una noche, mientraslos demás dormían, en que un hombre me habló de

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los demás dormían, en que un hombre me habló deStalin. Había bebido y se armó de valor, meconfesó que su padre llevaba diez años en uncampo de trabajos forzados, incomunicado. No sesabía si estaba vivo o muerto. El hombre pronuncióunas palabras terribles: «Yo quiero defender a miPatria, pero no quiero defender a ese traidor de laRevolución, a ese Stalin». Yo nunca había oídonada similar… Me asusté. Por suerte, por la mañanaya no estaba. Se habría bajado del tren…

—Te cuento un secreto… Yo tenía una amiga,se llamaba Oksana, era de Ucrania. Fue por ella porquien supe por primera vez de la tremendahambruna en Ucrania. No se veía ni un ratón, ni unarana: se los habían comido todos. En su aldeamurieron la mitad de los habitantes. Murieron todossus hermanos pequeños y sus padres, ella se salvóporque cada noche robaba estiércol de caballo de

los establos del koljós[1] y se lo comía. Nadie máspudo comérselo, excepto ella: «Si está templado, note entra en la boca, pero frío es comestible. Y mejorsi está congelado, huele a hierbas secas». Yo ledecía: «Oksana, el camarada Stalin lucha. Aniquila alos malvados. Pero ellos son muchos». «No —me

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los malvados. Pero ellos son muchos». «No —merespondía—, eres tonta. Mi padre enseñaba Historiaen la escuela y me decía: “Un día el camarada Stalinpagará por sus crímenes…”.

»De noche yo pensaba: “¿Y si Oksana es elenemigo? ¿Y si es una espía? ¿Qué he de hacer?”.Dos días más tarde murió en combate. No quedabanadie vivo de su familia, no hubo adónde enviar elaviso…».

Rara vez tocan este tema y, cuando lo hacen, escon extrema cautela. Siguen paralizados por lahipnosis de Stalin, por el miedo, y por su fe. No hanlogrado aún dejar de amar lo que tanto habíanamado. El valor en la guerra y el valor en elpensamiento son dos valores diferentes. Yo creíaque eran lo mismo.

El manuscrito lleva mucho tiempo sobre lamesa…

Llevo dos años recibiendo cartas de rechazo delas editoriales. Las revistas guardan silencio. Elveredicto siempre es el mismo: es una guerrademasiado espantosa. El horror sobra. Sobra

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naturalismo. No se percibe el papel dominante ydirigente del Partido Comunista. En resumen, no esuna guerra correcta… ¿Y cómo es entonces lacorrecta? ¿Con los generales y el sabiogeneralísimo? ¿Sin la sangre y los parásitos? Conlos héroes y los actos de valentía. Sin embargo, loque yo recuerdo de niña es: iba caminando con miabuela a través de un inmenso campo, y ella mecuenta: «En este campo, después de la guerra,durante mucho tiempo no creció nada. Losalemanes se habían retirado ya… En este lugar huboun combate, lucharon durante dos días… Losmuertos yacían uno junto al otro, como gavillas.Como las traviesas de una línea de ferrocarril. Losalemanes y los nuestros. Tras la lluvia, sus carasquedaron llorosas. Tardamos un mes en enterrarlosa todos…».

¿Acaso puedo olvidarme de aquel campo?No me limito a apuntar. Recojo y sigo la pista

del espíritu humano allí donde el sufrimientotransforma al hombre pequeño en un gran hombre.Donde el ser humano crece. Para mí, este ser ya noes el proletariado mudo de la Historia, quedesaparece sin dejar huella. Veo su alma. Entonces

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desaparece sin dejar huella. Veo su alma. Entonces¿en qué consiste mi conflicto con el poder? Ya lohe descubierto: las grandes ideas necesitan hombrespequeños, no les interesan los grandes hombres. Ungran hombre es excesivo e incómodo. Es difícil demoldear. Yo en cambio busco al pequeño granhombre. Ultrajado, pisoteado, humillado, aquel quedejó atrás los campos de Stalin y las traiciones, ysalió ganador. Hizo el milagro.

La historia de la guerra ha sido reemplazada porla Historia de la Victoria.

Pero él, mi hombre, nos contará…

DIECISIETE AÑOS MÁS TARDE2002-2004

Leo mi viejo diario…Intento recordar la persona que fui al escribir el

libro. Ya no existe, y no existe el país dondevivíamos entonces. El mismo país que defendían ypor el que daban la vida, entre 1941 y 1944. Elmundo al otro lado de la ventana ha cambiado: unmilenio nuevo, guerras nuevas, armas nuevas y un

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milenio nuevo, guerras nuevas, armas nuevas y unhombre ruso (mejor dicho, ruso-soviético)inesperadamente transformado.

Llegó la Perestroika de Gorbachov… Mi librose publicó enseguida, la tirada fue increíble: dosmillones de ejemplares. Fue una época de sucesosextraordinarios, otra vez salimos disparados haciauna dirección desconocida. Otra vez hacia el futuro.Aún no sabíamos (o habíamos olvidado) que larevolución es siempre una ilusión, sobre todo ennuestra historia. Pero esto ocurrirá después, enaquel entonces todos estábamos borrachos delibertad. Yo recibía decenas de cartas cada día, miscarpetas se inflaban. La gente quería hablar…Quería contarlo todo. Se volvieron más libres ysinceros. No tuve ninguna duda de que estabacondenada a seguir completando mis libros. No areescribirlos, sino a continuarlos. Has puesto unpunto y al momento se convierte en unos puntossuspensivos…

Estoy pensando que ahora haría otras preguntas yescucharía otras respuestas. Y habría escrito otro

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escucharía otras respuestas. Y habría escrito otrolibro, no uno completamente diferente, pero otrolibro. Los documentos con los que trabajo sontestimonios vivos, no se solidifican como la arcillaal secarse. No enmudecen. Se mueven a nuestrolado. ¿Qué es lo que les preguntaría ahora? ¿Quéme gustaría añadir? Me interesaría mucho… Estoybuscando la palabra exacta… El hombre biológico,no solo el hombre fruto de un tiempo y una idea.Hubiera intentado profundizar en la naturalezahumana, en su oscuridad, en su subconsciente. Enel misterio de la guerra.

Habría escrito sobre el día en que visité a unamujer que había luchado con el ejército departisanos… Una mujer corpulenta, pero todavíaguapa; ella me contó cómo su grupo (ella era lamayor, iba con dos adolescentes) salió dereconocimiento y por casualidad hicieronprisioneros a cuatro alemanes. Estuvieron muchotiempo deambulando por el bosque. Un díaavistaron una emboscada. Estaba claro que yendocon los prisioneros no conseguirían abrirse camino,no escaparían, así que tomó una decisión: pasarlospor las armas. Los adolescentes no podrían

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matarlos, llevaban varios días vagando juntos por elbosque, y si has pasado tanto tiempo con unapersona, aunque te sea ajena, ya te hasacostumbrado a su presencia, se te hace máscercana, sabes cómo come, cómo duerme, cómoson sus ojos y sus manos. No, ni hablar, los chicosno serían capaces. Lo tuvo claro. Es decir, tendríaque hacerlo ella. Delante de mí recordó cómo loshabía ido matando. Tuvo que engañar a unos y aotros. Primero se alejó con uno de los alemanes conel pretexto de buscar agua y le pegó un tiro por laespalda. En la nuca. A otro se lo llevó a recogerleña… Me sacudió la tranquilidad con la que lonarraba.

Los que han estado en la guerra siemprerecuerdan que hacen falta tres días para que un civilse transforme en un militar. ¿Por qué no hacen faltamás de tres días? ¿O es otro mito? Diría que sí. Allíel ser humano es mucho más incomprensible ydesconocido.

En todas las cartas leía lo mismo: «No te loconté todo porque aquella época era diferente. Noshabíamos acostumbrado a evitar muchas cosas…»,«No te he confiado toda la verdad. Hasta hace poco

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«No te he confiado toda la verdad. Hasta hace pocoestaba prohibido hablar de ello. O simplemente eravergonzoso», «Los médicos me han condenado: midiagnóstico es fatal… Quiero contar toda laverdad…».

Hace unos días recibí esta carta: «Nuestra vida,la vida de los viejos, resulta muy dura… Nosufrimos por las pensiones, insuficientes yhumillantes. Lo que nos hiere por encima de todo esque nos arrancaron de un gran pasado y nosecharon a un presente insoportablemente pequeño.Ya nadie nos invita a hacer ponencias en loscolegios, en los museos, ya no nos necesitan. Abresel periódico y lees que los nazis eran unosmagnánimos, y los soldados de nuestro ejércitoparecen cada vez más monstruosos».

El tiempo también es la patria… Pero quiero aesas mujeres como eran antes. No quiero su tiempo,las quiero a ellas.

Todo puede transformarse en la literatura…De todos mis apuntes, la carpeta más interesante

es en la que incluí los episodios que eliminó la

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es en la que incluí los episodios que eliminó lacensura. En ella también están escritas misconversaciones con el censor. Y encontré laspáginas que decidí borrar yo misma. Miautocensura, mi propio veto. Y mis explicacionesde por qué las rechazo. Varios episodios estánrestituidos en el libro, pero las páginas que vienen acontinuación las quiero publicar por separado: sonun documento en sí mismas. Forman parte de micamino.

DE LO QUE HA RECORTADO LA CENSURA

«Me despierto por la noche… Oigo algo, como sialguien llorara… Estoy en la guerra…

»Estábamos batiéndonos en retirada… Pasadala ciudad de Smolensk, una mujer me dio su vestidoy pude cambiarme de ropa. Yo caminaba sola…entre los hombres. Antes de eso iba vestida con unpantalón y de repente tuve que cambiarlo por unvestido ligero. De pronto me vino eso… Bueno, yasabes, cosas de mujeres… Me vino antes detiempo, por los nervios, supongo. Por las

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tiempo, por los nervios, supongo. Por lasemociones, la sensación de ofensa. ¿Dóndeencuentras lo necesario en esos casos? ¡Quévergüenza! Dormíamos en el bosque, debajo de losarbustos, en las zanjas. Éramos tantos que elbosque se nos quedaba pequeño. Caminábamosperdidos, desengañados, sin creer en nadie…¿Dónde están nuestros aviones?, ¿dónde estánnuestros tanques? Todo lo que volaba, se movía,retumbaba… Todo era alemán.

»Y en ese estado me cogieron prisionera. El díaantes además me había roto ambas piernas… Teníaque estar tumbada y me orinaba encima… No sécon qué fuerzas logré arrastrarme de noche poraquel bosque. Los partisanos me encontraron porcasualidad…

»Me dan pena los que leerán este libro, y losque no lo leerán también…».

«Aquella noche estaba de guardia… Entré en la salade los heridos. Había un capitán allí… Los médicosme habían avisado al empezar mi turno de quemoriría esa misma noche. De que no llegaría a lamañana siguiente… Le pregunté: “¿Cómo estás?

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mañana siguiente… Le pregunté: “¿Cómo estás?¿Qué puedo hacer por ti?”. Nunca lo olvidaré… Derepente sonrió, una sonrisa tan luminosa sobre surostro extenuado: “Desabróchate la bata…Enséñame tus pechos… Hace mucho que no veo ami esposa…”. Me azoré, ni siquiera había besadonunca a nadie. Le dije algo. Me escapé y volví unahora más tarde.

»Había muerto. En su rostro todavía estabaaquella sonrisa…».

«Cerca de Kerch… Navegábamos en una barcazabajo el fuego enemigo. La proa se incendió… Elfuego avanzaba por la cubierta. Explotaron lasmuniciones… ¡Una explosión tan potente! Tanfuerte que la barcaza cedió por la banda derecha ycomenzó a hundirse. La orilla estaba cerca,sabíamos que estaba cerca, los soldados selanzaron al agua. Desde la orilla comenzaron adisparar las ametralladoras. Los gritos, los gemidos,las injurias… Yo era una buena nadadora, queríasalvar al menos a uno. Al menos a un herido… Es elagua, no la tierra: un herido muere enseguida. Se

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agua, no la tierra: un herido muere enseguida. Sehunde en cuestión de segundos… Oí a mi lado quealguien subía a la superficie y volvía a zambullirse.Arriba, abajo. Aproveché y le agarré… Estaba frío,resbaladizo… Pensé que estaba herido, que laexplosión le había arrancado la ropa. Porque yotambién estaba desnuda… En paños menores… Laoscuridad era total. No se veía nada. Alrededor:“¡Aaah! ¡Eeeh!”. Y blasfemias… A duras penasllegué a la orilla… En aquel momento resplandecióuna bengala y vi que había salvado a un pez grande,estaba herido. Era enorme, del tamaño de unhombre. Una beluga… Se estaba muriendo. Caí asu lado y escupí todas las palabrotas que sabía.Lloré de rabia… Todos sufrían…».

«Estábamos tratando de abrir el cerco… Nosdirigíamos hacia todas partes, y en todas partes nostopábamos con los alemanes. Lo decidimos: por lamañana entraríamos en combate. Si estamoscondenados, es mejor morir con dignidad.Luchando. Había tres chicas. De noche lo hicieroncon todos los que pudieron… Claro que no todos

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con todos los que pudieron… Claro que no todoseran capaces. Los nervios. Es normal… Cada unode ellos se estaba preparando para morir…

»A la mañana siguiente algunos se salvaron…Pocos… Unos siete hombres de los cincuenta queéramos. Los alemanes nos segaban con lasametralladoras… Recuerdo con gratitud a aquellaschicas. Por la mañana, entre los vivos, no encontréa ninguna… Nunca las he vuelto a ver…».

DE LA CONVERSACIÓN CON EL CENSOR

—Después de leer un libro como este, nadiequerrá ir a la guerra. Usted con su primitivonaturalismo está humillando a las mujeres. A lamujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujercorriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos porsantas.

—Nuestro heroísmo es aséptico, no quieretomar en cuenta ni la fisiología, ni la biología. No escreíble. La guerra fue una gran prueba tanto para elespíritu como para la carne. Para el cuerpo.

—¿De dónde ha sacado usted esas ideas? Esas

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—¿De dónde ha sacado usted esas ideas? Esasideas no son nuestras. No son soviéticas. Se burlade los que yacen en las fosas comunes. Ha leído

demasiados libros de Remarque[2]… Aquí estascosas no pasan… La mujer soviética no es unanimal…

«Alguien nos había delatado… Alguien les habíadicho a los alemanes dónde estaba el campamentode los combatientes. Rodearon el bosque y cerrarontodos los accesos. Nosotros estábamos escondidosen lo más profundo del bosque. Nos salvaban lospantanos, los del destacamento punitivo no semetían allí. El cenagal. Se tragaba la técnica y a loshombres. Durante días, durante semanas, estuvimosde pie con el agua llegándonos hasta el cuello. Connosotros había una operadora de radio que habíadado a luz hacía poco. Un bebé de un año… Pedíapecho… Pero la madre tenía hambre, no habíaleche, el niño lloraba. Los soldados estaban cerca…Llevaban a los perros… Si los perros le oían,moriríamos todos. Todo el grupo, unas treintapersonas… ¿Lo entiende?

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personas… ¿Lo entiende?»El comandante tomó la decisión…»Nadie se atrevía a transmitir la orden a la

madre, pero ella lo comprendió. Sumergió el bultocon el niño en el agua y lo tuvo allí un largo rato…El niño dejó de llorar… El silencio… No podíamoslevantar la vista. Ni mirar a la madre, ni intercambiarmiradas…».

«Cogíamos a los prisioneros y los conducíamos aldestacamento… No los fusilaban, era una muertedemasiado fácil, los apuñalábamos con lasbayonetas, como si fuesen cerdos. Losdespedazábamos. Yo iba a verlo… ¡Esperaba!Esperaba el momento en que los ojos les reventabande dolor… Las pupilas…

»¡¿Qué sabrá usted?! Ellos quemaron a mimadre y a mis hermanas pequeñas en una hoguera,en medio del pueblo…».

«De la guerra no recuerdo ni gatos, ni perros. Solorecuerdo ratas. Ratas grandes… Con unos ojos decolor amarillo y azul… Las había a mares. Me

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color amarillo y azul… Las había a mares. Merecuperé de la herida y en el hospital me enviaron devuelta a la unidad. Me tocó una unidad en lastrincheras, a las afueras de Stalingrado. Elcomandante ordenó: “Acompañadla a la choza dechicas”. Entré y me sorprendió descubrir quedentro no había nada. Las camas vacías hechas conramas de pino y ya está. No me avisaron… Dejé mimochila y salí. Cuando regresé media hora mástarde, ya no encontré la mochila. No había ni rastrode mis cosas, ni el peine, ni el lápiz. Resulta que lasratas se lo habían jalado en un instante…

»Por la mañana me enseñaron los mordiscos enlos brazos de los heridos graves…

»Ni en la película más terrorífica he visto algocomo las ratas abandonando la ciudad antes de losataques aéreos. No fue en Stalingrado… Lo vi enViazma… Era por la mañana, y hordas de ratascorrían por las calles, se marchaban al campo.Olfateaban la muerte. Eran millares… Negras,grises… La gente observaba horrorizada elespectáculo. Justo cuando las ratas desaparecieron,comenzó el ataque. Llegaron los aviones. De lascasas y sótanos no quedaron más que piedras

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casas y sótanos no quedaron más que piedrasdesmenuzadas…».

«En las afueras de Stalingrado había tantos muertosque los caballos ya no los temían. Normalmente seasustan. Un caballo nunca pisará a un muerto.Recogimos a nuestros muertos, pero los alemanesestaban desperdigados por todas partes. Estabancongelados… Trozos de hielo… Yo era conductor,llevaba las cajas con las granadas y oía cómodebajo de las ruedas crujían sus cráneos… Sushuesos… Y me sentía feliz…».

DE LA CONVERSACIÓN CON EL CENSOR

—Sí, es cierto que la Victoria nos ha costadomucho, debería usted buscar los ejemplos heroicos.Hay miles. En cambio, se dedica a sacar a la luz lasuciedad de la guerra. La ropa interior. En su libro,nuestra Victoria es espantosa… ¿Qué pretende?

—Busco la verdad.—Para usted, la verdad está en la vida. En la

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—Para usted, la verdad está en la vida. En lacalle. Bajo nuestros pies. Para usted es tan baja, tanterrenal. Pues se equivoca, la verdad es lo quesoñamos. ¡Es cómo queremos ser!

«Avanzábamos… Entramos en los primerospueblos alemanes… Éramos jóvenes. Fuertes.Llevábamos cuatro años sin mujeres. En lasbodegas había vino. Había comida. Capturamos aunas chicas alemanas y… violamos a una entre diezhombres… Había pocas mujeres, la poblaciónescapaba del ejército soviético, así que cogíamos alas adolescentes. A las niñas… de doce, treceaños… Si lloraban, les pegábamos, les tapábamosla boca con algo. Les dolía y nosotros nos reíamos.Ahora no entiendo cómo fui capaz de hacerlo… Yovenía de una familia educada… Pero lo hice…

»Lo único que temíamos era que nuestraschicas lo descubrieran. Nuestras enfermeras.Delante de ellas sentíamos vergüenza…».

«Nos estaban siguiendo… Vagábamos por los

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«Nos estaban siguiendo… Vagábamos por losbosques, por los pantanos. Comíamos hojas,cortezas de árboles, raíces. Éramos cinco, uno eracasi un niño, recién reclutado. Una noche el quetenía al lado me susurró: “El chico está mal, moriráde todos modos. ¿Me entiendes?…”, “¿Qué quieresdecir?”, “Un preso me lo ha contado… Cuando sefugaban de la trena, se llevaban siempre a uno másjovencito… La carne humana es comestible… Asíse salvaban…”.

»No tuve fuerzas para darle una paliza. Al díasiguiente encontramos a los partisanos…».

«Una mañana, los partisanos se presentaron en laaldea. Sacaron de su casa al caudillo de la aldea y asu hijo. Con unas varas de hierro les golpearonhasta que cayeron al suelo. Y mientras yacían entierra, los remataron. Yo miraba por la ventana. Lovi todo… Mi hermano mayor estaba entre lospartisanos… Cuando entró en casa y quisoabrazarme, le grité: “¿¡Hermanita!? ¡No te meacerques! ¡Eres un asesino!”. Y después me quedémuda. No pude hablar durante un mes.

»Mi hermano murió en combate… ¿Qué habría

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»Mi hermano murió en combate… ¿Qué habríapasado si hubiera sobrevivido? Si hubiera regresadoa casa…».

«Una mañana los soldados del destacamentopunitivo prendieron fuego a nuestra aldea… Solo sesalvaron los que escaparon al bosque. Huyeron sinnada, con las manos vacías, no cogieron ni un trozode pan. Ni huevos, ni manteca. De noche, la tíaNastia, nuestra vecina, azotaba a su hija porque laniña no paraba de llorar. La tía Nastia se escapócon sus cinco hijos. Yulia, mi amiguita, era muydébil. Siempre estaba malita… Los otros cuatroniños, todos pequeños, pedían comida. Y la tíaNastia se volvió loca, aullaba: “Uh-uh-uh-uh… Uh-uh-uh-uh…”. Una noche oí que Yulia sollozaba:“Mamá, no me ahogues. No lo haré… No te dirémás que tengo hambre. No lo diré…”.

»Al día siguiente ya nadie vio a Yulia… Nuncamás…

»La tía Nastia… Volvimos a la aldea hechacenizas… Todo estaba quemado. Al poco tiempo,la tía Nastia se ahorcó en el manzano negro de su

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la tía Nastia se ahorcó en el manzano negro de sujardín. Colgaba muy, muy bajo. Los niños larodearon y pedían comida…».

DE LA CONVERSACIÓN CON EL CENSOR

—¡Esto es mentira! Es una difamación contranuestros soldados, que salvaron a media Europa.Contra nuestros partisanos. Contra nuestro heroicopueblo. No necesitamos su pequeña historia,necesitamos una Gran Historia. La Historia de laVictoria. ¡Usted detesta a nuestros héroes! Detestanuestras grandes ideas. Las ideas de Marx y deLenin.

—Es verdad, no me gustan las grandes ideas.Amo al hombre pequeño…

LO QUE DECIDÍ NO INCLUIR

«Año 1941… Nos rodearon. Con nosotros estabaLunin, el instructor político… Leyó ante todosnosotros el decreto que decía que los soldados

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nosotros el decreto que decía que los soldadossoviéticos no se entregaban al enemigo. El camaradaStalin había dicho que entre nosotros no existíanlos prisioneros, solo los traidores. Los muchachossacaron las pistolas… Entonces el instructorpolítico dijo: “No lo hagáis. Vivid, chicos, soisjóvenes”. Y se pegó un tiro…».

«Otra historia, de 1943… El ejército soviéticoavanzaba. Entramos en Bielorrusia. Recuerdo a unniño. Surgió como de debajo de la tierra, de unsótano, corría hacia nosotros y gritaba: “Matad a mimadre… ¡Matadla! Quería a un alemán…”. Teníalos ojos a punto de estallar del miedo. Detrás de élcorría una vieja sucia. Iba toda de negro. Corría yse santiguaba: “No hagáis caso al crío. Estáloco…”.».

«Me llamaron del colegio… La antigua maestrahabía vuelto después de haber sido evacuada porlos alemanes. Me dijo:

»—Quiero cambiar a su hijo a otra clase. En miclase solo tengo a los mejores alumnos.

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clase solo tengo a los mejores alumnos.»—Pero mi hijo siempre saca las notas más

altas.»—No importa. El niño ha convivido con los

alemanes.»—Sí, fueron tiempos difíciles.»—No me refiero a eso. Todos los que han

vivido en territorios ocupados… están bajosospecha…

»—¿Cómo? No lo entiendo…»—Les habla a los demás niños de los

alemanes. Y tartamudea.»—Es por el miedo. El oficial alemán que

estuvo alojado en nuestra casa le golpeó. No legustó cómo el niño le limpió las botas.

»—Lo ha dicho… Lo acaba de confesar… Hanconvivido con el enemigo…

»—¿Y quién permitió que ese enemigo llegaracasi hasta Moscú? ¿Quién permitió que estuvieraaquí, junto a nosotros y a nuestros hijos?

»Tuve una crisis nerviosa…»Me pasé dos días pensando que la maestra me

denunciaría. Pero al final decidió no cambiar a mihijo de clase.».

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hijo de clase.».

«De día temíamos a los alemanes y a los de lapolicía auxiliar; de noche, a los partisanos. Lospartisanos se llevaron a mi última vaquita, nosquedamos solo con el gato. Los partisanos estabanhambrientos, furiosos. Se fueron con mi vaquita, yyo los perseguí corriendo detrás, como unos diezkilómetros. Suplicaba: “Devuélvanmela. Tengo encasa a tres niños con mucha hambre”. “¡Vete,mujer! —me amenazaron—. Si no, tedispararemos”.

»Lo que cuesta encontrar en la guerra a unabuena persona…

»Los prójimos luchaban entre sí. Los hijos de

lo s kuláks[3] regresaban del exilio. Sus padreshabían muerto y ellos habían servido a losalemanes. Buscaban venganza. Uno de ellos mató alanciano maestro de escuela en su propia casa. Eranuestro vecino. Había denunciado a su padre yparticipado en las expropiaciones. Era un comunistaconvencido.

»Primero los alemanes anularon los koljós y les

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»Primero los alemanes anularon los koljós y lesdieron las tierras a la gente. Después de Stalin, lagente tuvo un respiro. Pagábamos los tributos… Arajatabla… Después empezaron a quemarnos. Anosotros y a nuestras casas. Se llevaban el ganado yquemaban a la gente.

»Ay, hijita, las palabras me asustan. Laspalabras son horribles… El bien me salvaba, nuncale he deseado mal a nadie. Yo siempre me heapiadado de todos…».

«Acabé la guerra en Berlín…»Regresé a mi aldea con dos Órdenes de la

Gloria y varias medallas. Estuve en casa tres días; alcuarto día, de madrugada, mientras todos dormían,mi madre me despertó: “Hijita, te he preparado tuscosas. Vete… Vete… Tienes dos hermanaspequeñas. ¿Quién querrá casarse con ellas? Todossaben que has pasado cuatro años en el frente, conlos hombres…”.

»Deje en paz a mi alma. Haga como los demás,escriba sobre mis condecoraciones…».

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«La guerra es la guerra. No es ningún teatro…»Llamaron al destacamento para que nos

reuniéramos en el llano y formamos un círculo. Enmedio estaban dos de nuestros chicos, Misha K. yKolia M. Misha era un bravo explorador, tocaba elacordeón. Y nadie cantaba mejor que Kolia…

»Estuvieron un largo rato leyendo lasacusaciones: en tal aldea exigieron al campesino dosbotellas de aguardiente y de noche… violaron a susdos hijas… En tal aldea, a tal campesino learrebataron un abrigo y la máquina de coser, quecambiaron por alcohol…

»Quedan sentenciados a muerte… La sentenciaes definitiva e inapelable.

»¿Voluntarios para la ejecución? Todo eldestacamento se quedó callado… ¿Quién? Noabrimos la boca… Fue el comandante quien ejecutóla sentencia.».

«Yo era la tiradora de la ametralladora. Maté atantos…

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tantos…»Durante mucho tiempo después de la guerra

me daba miedo dar a luz. Tuve hijos cuando mecalmé. Cuando pasaron siete años…

»Pero no he perdonado nada. Y nuncaperdonaré… Me alegraba ver a los alemanesprisioneros. Me alegraba que su aspecto dieselástima: calzaban peales en vez de botas, llevabanpaños en la cabeza… Atravesaban la aldea y pedían:“Señora, deme pan…, pan…”. Me asombraba quelos campesinos salieran de sus casas y les dieran untrozo de pan, una patata… Los niños corrían detrásy les lanzaban piedras… Y las mujeres lloraban…

»La sensación que tengo es que he vivido dosvidas: una de hombre y otra de mujer…».

«Acabada la guerra… La vida humana no valíanada. Un ejemplo… Volvía del trabajo en autobús yde pronto oí unos gritos: “¡Ladrón! ¡Al ladrón! Mibolso…”. El autobús se detuvo… Alboroto,empujones. Un oficial joven hizo bajar a un chavaldel autobús, puso su brazo sobre la rodilla y,¡toma!, le rompe el brazo. Vuelve a subir… El

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autobús se puso en marcha… Nadie defendió alchaval, nadie llamó a la policía. No llamaron a losmédicos. El oficial tenía todo el pecho cubierto decondecoraciones militares… Me preparé para bajaren mi parada. Él salió primero, me tendió la mano:“Pase usted…”. Tan galante…

»Acabo de recordarlo… En aquella épocatodavía éramos militares, vivíamos según la leymarcial. Esa no era una ley humana.».

«Regresó el Ejército Rojo…»Nos dieron permiso para excavar las tumbas,

para buscar dónde habían sido enterrados nuestrosfamiliares fusilados. Según la tradición, frente a lamuerte hay que vestir de blanco: chal blanco,camisa blanca. ¡Lo recordaré hasta el último minutode mi vida! La gente iba con lienzos blancosbordados… Todos vestidos de blanco… ¿Dóndehabrán guardado todas esas prendas?

»Cavábamos… La gente se llevaba lo quehabían encontrado y reconocido. Uno traía unbrazo en una carretilla, otro conducía un carro conuna cabeza dentro… Una persona aguanta poco

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una cabeza dentro… Una persona aguanta pocotiempo entera debajo de la tierra, se habíanentremezclado. Con la arcilla, con la arena.

»No encontré a mi hermana, me parecióreconocer un trocito de su vestido, me pareció queera suyo… Mi abuelo me dijo: “Nos lo llevamos,así tendremos algo para enterrar”. Y pusimos en elataúd aquel trocito de tela…

»Recibimos el papelito que decía que mi padre“ha desaparecido”. Otros cobraban algo por susmuertos, pero a mi madre la espantaron en lasoficinas de la administración rural: “A usted no lecorresponde ningún subsidio. A lo mejor su hombrevive a cuerpo de rey con una frau alemana. A lomejor es el enemigo del pueblo”.

»En la época de Jruschov me puse a buscar ami padre. Cuarenta años más tarde. Recibí unarespuesta cuando Gorbachov: “No figura en laslistas…”. No obstante, un camarada de suregimiento contactó conmigo, así supe que mipadre había muerto como un héroe. Fue en la zonade Mogilev, se abalanzó hacia un tanque con unagranada…

»Qué lástima que mi madre no vivió para

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»Qué lástima que mi madre no vivió parasaberlo. Murió con el estigma de ser la mujer delenemigo. De un traidor. Hubo muchas como ella.Murieron sin saber la verdad. Fui a visitar la tumbade mi madre con la carta. Se la leí…».

«Muchos de nosotros creíamos…»Pensábamos que después de la guerra todo

cambiaría. Que Stalin confiaría en su pueblo… Laguerra aún no había acabado, pero ya había trenes

dirigiéndose a Magadán[4]. Trenes llenos devencedores… Arrestaron a todos los que alguna vezhabían caído prisioneros de los alemanes, a los quehabían sobrevivido a sus campos de concentración,a los que los alemanes habían utilizado como manode obra… A cualquiera que había visto Europa. Alos que podían contar cómo vivía la gente en otraspartes. Sin los comunistas. Cómo eran allí las casasy las carreteras. Que allí no había koljós…

»Después de la guerra, todos cerraron el pico.Vivían en silencio y con miedo, igual que antes de laguerra…».

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«Doy clases de Historia en la escuela… Desde quetrabajo, los manuales de Historia se han reescritotres veces. He enseñado a mis alumnos con tresmanuales diferentes…

»Pregúntennos ahora que estamos vivos. Noreescriban después, cuando nos hayamos ido.Pregunten…

»No se imagina lo difícil que es matar a un servivo. Yo estuve en una organización clandestina. Meencomendaron que consiguiera un puesto decamarera en el comedor de los oficiales… Erajoven, guapa… Me dieron el empleo. Tenía queecharles veneno en la sopa y después marcharme alcampamento de los partisanos. La cuestión fue queme había acostumbrado a ellos, eran enemigos,pero los veía cada día, me decían: “Danke schön…Danke schön…”. Es difícil… Matar es difícil…Matar es más difícil que morir…

»Toda mi vida he enseñado Historia… Y jamáshe sabido cómo contarla. Con qué palabras…».

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Viví mi propia guerra… Recorrí un largo caminojunto a mis personajes. Como ellas, pasó muchotiempo hasta que pude asumir que nuestra Victoriatenía dos caras: una es bella y la otra es espantosa,cubierta de cicatrices. Mirarla es doloroso. «En uncombate cuerpo a cuerpo, el adversario te mira a losojos cuando lo matas. Lanzar proyectiles o disparardesde una trinchera es otra cosa», me decían.

Escuchar a una persona que te cuenta cómomoría o cómo mataba viene a ser lo mismo: tienesque mirarla a los ojos…

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«No quiero recordar…»

Un edificio viejo en uno de los arrabales de Minsk,uno entre los muchos que se construyeron deprisa ycorriendo al acabar la guerra, como solucióntemporal… Lleva años allí, rodeado de unaacogedora maleza de jazmín. En ese lugar comenzómi búsqueda, que se alargaría siete años, unosincreíbles y dolorosos siete años en los quedescubriría el universo de la guerra, un universocuya razón de ser aún no hemos descifrado deltodo. Me aguardaban el dolor, el odio, la tentación.La ternura y la perplejidad… Unos años en los quetrataría de comprender qué diferencia hay entre lamuerte y el asesinato, dónde está la frontera entre lohumano y lo inhumano. ¿Cómo se siente unapersona a solas ante la absurda idea de que puedematar a otra? E, incluso, de que debe matarla. Años

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matar a otra? E, incluso, de que debe matarla. Añosen los que descubriría que en la guerra, aparte de lamuerte, hay un sinfín de cosas, las mismas cosasque llenan nuestra vida cotidiana. La guerra tambiénes vida. Años en los que me enfrentaría a unainfinidad de verdades humanas. De secretos.Reflexionaría sobre cuestiones que ni me habíaimaginado que existían. Por ejemplo, ¿por qué elmal no nos sorprende? ¿Por qué nuestro conscientecarece del sentimiento de asombro ante el mal?

El camino y los caminos… Decenas de viajespor todo el país, miles de metros de cinta grabados.Quinientas entrevistas, luego las dejé de contabilizar,los rostros se borraban, solo quedaban las voces.En mi memoria suena un coro. Es un coro enorme,a veces las palabras no se distinguen, solo se oye elllanto. He de confesarlo: no siempre las he tenidotodas conmigo, no siempre he creído que diera latalla para recorrer este camino. Para llegar al final.Había minutos de incertidumbre y miedo, que metentaban para que parara, que me apartase, pero yano podía. Había sido capturada por el mal, paraentenderlo tenía que mirar al abismo. Ahora meparece que he adquirido ciertos conocimientos,

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parece que he adquirido ciertos conocimientos,pero también es verdad que tengo muchas máspreguntas y aún me faltan respuestas.

Pero por aquel entonces, en el punto de partida,yo no tenía ni idea de todo esto…

Me condujo hasta aquel edificio una pequeñareseña publicada en el rotativo local, que informabade que se había jubilado María Ivánovna Morózova,la jefa contable de la planta industrial en la que sefabricaban las máquinas viales de Minsk. Durante laguerra, decía la noticia, había sido francotiradora,tenía once condecoraciones militares, en su cuentacomo francotiradora figuraban setenta y cincomuertes. En mi conciencia, la profesión militar deaquella mujer no cuadraba con su oficio. Ni con lafotografía prosaica del periódico. Con todos esosrasgos triviales.

… Una mujer menuda, con una larga trenza dedoncella formando una corona, estaba sentada enun enorme sillón mientras se tapaba la cara con lasmanos.

—No, ni hablar. ¿Volver allí de nuevo? No soy

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—No, ni hablar. ¿Volver allí de nuevo? No soycapaz… Incluso ahora evito las películas sobre laguerra. En aquella época solo era una niña. Soñabay crecía, crecía y soñaba. Y de pronto comenzó laguerra. Verás, siento pena por ti… Sé de quéhablo… ¿Realmente quieres saberlo? Te lo preguntocomo se lo preguntaría a una hija…

Por supuesto, se sorprendió.—¿Por qué yo? Deberías preguntarle a mi

marido, le encanta recordarlo. Los nombres de loscomandantes, de los generales, los números de lasunidades: se acuerda de todo. Yo en cambio no.Solo recuerdo lo que me ocurrió a mí. Recuerdo miguerra. En la guerra hay mucha gente a tu alrededor,pero siempre estás sola, porque ante la muerte el serhumano siempre está solo. Recuerdo esa terriblesoledad.

Me pidió que apartara el micrófono:—Para contarlo necesito verte los ojos, el

micrófono me distrae.Aunque pasados unos minutos se olvidó de la

grabadora…

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María Ivánovna Morózova (Ivánushkina), cabo,

francotiradora:

«Será un relato sencillo… El relato de unamuchacha rusa cualquiera, entonces habíamuchas…

»En el lugar donde estaba mi pueblo natal,Diákonovskoe, ahora se encuentra el distritoProletarski de Moscú. Empezó la guerra, yo todavíano había cumplido los dieciocho. Tenía unastrenzas largas, muy largas, me llegaban hasta lasrodillas… Nadie creía que la guerra sería larga,pensábamos que de un día para otro se acabaría.Que conseguiríamos rechazar al enemigo. Yo habíatrabajado en el campo, después asistí a un curso decontabilidad y comencé a trabajar. La guerracontinuaba… Mis amigas… Las muchachas dijeron:“Debemos ir al frente”. Se respiraba en el aire.Todas nos apuntamos a los cursillos de la oficinade reclutamiento. Tal vez algunas solo lo hicieronarrastradas por el grupo, no sabría decirlo.

Nos enseñaban a disparar con la escopeta, alanzar granadas. Al principio, a decir verdad, medaba miedo coger la escopeta… Era desagradable.

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daba miedo coger la escopeta… Era desagradable.No podía imaginarme que tendría que matar, yosimplemente quería ir al frente. En los cursilloséramos unas cuarenta personas. Cuatro chicas denuestro pueblo, todas amigas; otras cinco de otropueblo… En fin, había vecinos de varias aldeas. Ysolo eran chicas. Hacía tiempo que todos loshombres se habían alistado, los que podían. Aveces el ordenanza llegaba en plena noche, en doshoras tenían que estar preparados y se marchaban.En ocasiones, incluso se los llevaban directamentedesde el campo.».

Hizo una pausa. «No sabría recordar si algunavez bailábamos. Si así fuera, las chicas bailaban conlas chicas, no había muchachos. La vida se detuvoen nuestras aldeas.

»Los alemanes ya estaban en las afueras de

Moscú, el Comité Central del Komsomol[5] lanzó elllamamiento común de defender la Patria.¡Impensable que Hitler tomara Moscú! ¡No vamos apermitírselo! No solo yo… Todas las chicasmanifestaron su deseo de ir al frente. Mi padre yaestaba combatiendo. Pensábamos que seríamosúnicas, especiales… Fuimos a la oficina de

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únicas, especiales… Fuimos a la oficina dereclutamiento y allá vimos a muchísimas otraschicas. ¡Me quedé perpleja! Mi corazón ardía. Lacriba fue muy estricta. En primer lugar, porsupuesto, había que tener buena salud. Yo teníamiedo de que me descartasen porque de pequeña amenudo había estado enferma y, como decía mimadre, era de hueso débil. Por eso los demás niñosse burlaban de mí. Además, si en la familia de lachica que solicitaba ir al frente no había otros hijos,la podían rechazar, ya que no se permitía dejar auna madre sola. ¡Ay de nuestras madres! Suslágrimas no se secaban nunca… Nos reñían, nossuplicaban… Pero en mi familia había otros niños,tenía dos hermanas y dos hermanos, mucho máspequeños que yo, pero igualmente contaban. Habíaun detalle más: todos los del koljós se habían ido,ya no quedaba gente para labrar el campo, y elalcalde del koljós no quiso dejarnos marchar. En fin,que nuestra petición fue denegada. Acudimos alComité Regional del Komsomol, allí lo mismo:petición denegada. Entonces la delegación denuestro distrito fue al Comité Provincial delKomsomol. El ímpetu era grande, los corazones

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Komsomol. El ímpetu era grande, los corazonesestaban en llamas. Y de nuevo nos enviaron a casa.Decidimos que, ya que estábamos en Moscú,debíamos ir al Comité Central, a la instancia másalta de todas, a hablar con el primer secretario delKomsomol. Debíamos luchar hasta el final…¿Quién hablaría? ¿Quién sería el más valiente?Creíamos que allí sí que seríamos los únicos, peroen realidad los pasillos estaban repletos de gente, nihablar de ver al primer secretario. Había jóvenes detodo el país, muchos venían de los territoriosocupados, soñaban con vengar la muerte de susseres más cercanos. De toda la Unión Soviética…Sí… En fin, por un momento incluso nosdesanimamos…

»Por la tarde, sin embargo, logramos que elsecretario nos recibiera. Nos preguntaron: “Y bien,¿qué haréis en el frente si ni siquiera sabéisdisparar?”. Respondimos a coro que ya habíamosaprendido… “¿Dónde? ¿Cómo? ¿Y sabéis vendarheridas?”. En el mismo cursillo, un médico deldistrito nos había enseñado a vendar. Nos miraronya con otros ojos, más en serio. Además teníamosa nuestro favor que éramos en total unas cuarenta

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a nuestro favor que éramos en total unas cuarentachicas, y todas sabíamos disparar y hacer curas deprimeros auxilios. Nos dijeron: “Idos a casa yesperad. Vuestra solicitud tendrá una resoluciónfavorable”. ¡Qué felices éramos cuando volvíamosa casa! Es algo inolvidable… Sí…

»Y literalmente en dos días recibimos lascitaciones…

»Fuimos a la oficina de reclutamiento, entramospor una puerta y salimos por otra: me había hechouna trenza muy bonita, salí de allí sin ella… Sin latrenza… Me cortaron el pelo al estilo militar…También dejé allí mi vestido. No tuve tiempo dedarle a mi mamá ni la trenza, ni el vestido. Con lomucho que ella deseaba quedarse con algo mío. Allímismo nos vistieron de uniforme, nos entregaronlos macutos y nos metieron en los vagones demercancía, con el suelo cubierto de paja. Pero lapaja era fresca, todavía olía a campo.

»Nos embarcamos con júbilo. Gallardamente.Bromeamos. Recuerdo que nos reímos mucho.

»¿Adónde nos dirigíamos? No lo sabíamos. Y,al fin y al cabo, no nos importaba. Deseábamosllegar al frente. Todos luchaban, y nosotras también.

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llegar al frente. Todos luchaban, y nosotras también.Llegamos a la estación Schélkovo, cerca de allí seencontraba la escuela femenina de francotiradoras.Resultó que estábamos destinadas allí. A aprender.Todas nos alegramos. Ya era real. Dispararíamos.

»Empezamos a estudiar. Estudiábamos losestatutos, la guarnición, el código disciplinario, elcamuflaje, la defensa contra armas químicas. Todaslas chicas se esforzaban mucho. Aprendimos amontar y a desmontar el fusil de francotirador conlos ojos vendados, a comprobar la dirección delviento, el movimiento del objetivo, la distancia hastael objetivo, a cavar los fosos de tiro, a deslizarnos arastras: todo esto lo teníamos dominado. Noveíamos el momento de ir al frente. De entrar encombate… Sí… Acabamos los estudios, saquéexcelentes en la instrucción de combate y de ordencerrado. Me acuerdo de que lo más difícil eradespertarme con la alarma y prepararme en cincominutos. Incluso pedimos las botas una o dos tallasmás grandes para ir más rápido y estar listas cuantoantes. En cinco minutos teníamos que vestirnos,calzarnos y ponernos en la fila. A veces ocurría quecorríamos a la fila con las botas puestasdirectamente sobre el pie desnudo. Una chica por

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directamente sobre el pie desnudo. Una chica porpoco acabó con los pies congelados. El sargento lovio, la amonestó y después nos enseñó a ponernoslos peales. Se situaba a nuestro lado y decía: “¿Quéhay que hacer, niñas, para convertiros en soldados,para que no seáis los blancos de los nazis?”. Niñas,niñas… Todos nos tenían cariño y no podían evitarsentir lástima. Nos enfadábamos. ¿Acaso no éramostan soldados como los demás?

»Bueno, finalmente llegamos al frente. A la zonade Orsha… División de Fusileros número 72… Elcomandante —lo recuerdo como si fuera ayer—, elcoronel Borodkin, nos vio y se enfadó: “¡Me hanasignado unas muñecas! ¿Qué clase de escuela debaile es esta? ¡El cuerpo de ballet! Es la guerra, nouna clase de danza. Una guerra terrible…”. Aunquedespués nos invitó a comer. Oímos cómo lepreguntaba a su ayudante: “¿No nos queda ningúndulce para acompañar el té?”. Nosotras, claro está,nos enfadamos: ¿por quién nos había tomado?Habíamos venido a combatir. No nos estabatomando por soldados, sino por niñas. Por la edadpodría ser nuestro padre. “¿Qué haré con vosotras,queridas? ¿De qué bosque os habrán recogido?”.

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queridas? ¿De qué bosque os habrán recogido?”.Era así como nos veía, como nos recibió. Ynosotras que nos creíamos unas experimentadasguerreras… Sí… ¡Estábamos en la guerra!

»Al día siguiente hizo que le demostráramoscómo sabíamos disparar, cómo nos camuflábamos.Los disparos nos salieron bien, inclusosuperábamos a los francotiradores, que se habíanretirado un par de días de la línea de batalla parahacer un entrenamiento. Se sorprendían muchoviéndonos hacer su trabajo. Debía de ser la primeravez que veían a mujeres francotiradoras. Luegohicimos un camuflaje sobre el terreno… El coronelse acercó a inspeccionar el llano, avanzó hasta unpequeño montículo: no veía a nadie. Y de pronto“el montículo” aulló debajo de sus botas:“¡Camarada coronel, no puedo más, pesa ustedmucho!”. ¡Qué risa! El coronel no daba crédito delo bien que nos habíamos camuflado. “Retiro —dijo— mis palabras sobre las muñecas”. Peroigualmente se sentía mal… Tardó mucho tiempo enacostumbrarse a nosotras…

»Por primera vez salimos “de caza”, que escomo lo llaman los francotiradores. Mi pareja era

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como lo llaman los francotiradores. Mi pareja eraMasha Kozlova. Nos camuflamos y esperamostumbadas: yo iba de observadora, Masha detiradora. De repente Masha me dijo:

»—¡Dispara, dispara! Mira, allí, un alemán…»Le contesté:»—Yo observo. ¡Dispara tú!»—Mientras sigamos discutiendo quién hace

qué —dijo— este se nos escapará.»Yo insistí:»—Primero tenemos que preparar el mapa de

tiro, anotar los puntos de referencia: el cobertizo, elárbol…

»—¿Vas a ponerte como en la escuela, con laschorradas del papeleo? ¡He venido aquí a disparar,no a perder el tiempo!

»Vi que Masha se enojaba conmigo.»—Pues entonces dispara, ¿a qué esperas?»Así íbamos discutiendo. Mientras tanto, el

oficial alemán les daba instrucciones a sussoldados. Vino un carro y los soldados hicieron unacadena para cargar las mercancías. El oficial esperó,dio una orden y se fue. Y nosotras allí, riñendo. Medi cuenta de que había salido ya dos veces; si

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di cuenta de que había salido ya dos veces; siperdíamos otra ocasión más, ya no habría nada quehacer. Se nos habría escapado. Cuando lo viaparecer por tercera vez —es un instante: aparece ydesaparece— decidí disparar. Lo decidí y derepente me surgió este pensamiento: “Es unapersona; es un enemigo, pero es un ser humano”.Me empezaron a temblar las manos, sentí el tembloren todo mi cuerpo, como un escalofrío. Unaespecie de temor… Incluso ahora, en sueños, aveces me viene esa misma sensación… Pasar de losblancos de madera a disparar a un ser vivo esdifícil. Lo veía a través de la luneta, lo veía bien…Pero algo dentro de mí se oponía… Algo me loimpedía, no me atrevía. Aun así, me dominé, apretéel gatillo… Él agitó las manos y cayó. Murió o no,no lo sé. Y a mí me entraron escalofríos y sentímiedo: ¡¿he matado a una persona?! Necesitabaasimilarlo, asimilar este pensamiento. Sí… ¡En fin:era horroroso! Es algo que no se olvida nunca…

»Al regresar, explicamos en nuestra sección loque me había ocurrido, celebramos una reunión. Laresponsable de nuestra organización del Komsomol,Klava Ivanova, me intentaba convencer: “No debes

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compadecerlos, debes odiarlos”. Los fascistashabían matado a su padre. Algunas veces, cuandoentonábamos una canción, ella nos pedía: “Parad,chicas, por favor, ya cantaremos después de vencera estos canallas”.

»Nos había costado… Nos había costadoasimilarlo. Odiar y matar no es propio de mujeres.No lo es… Tuvimos que convencernos…Obligarnos a nosotras mismas…».

Pasados unos días, María Ivánovna me invitó aconocer a una amiga suya del frente, KlavdiaGrigórievna Krójina. Volví a escuchar…

Klavdia Grigórievna Krójina, sargento,

francotiradora:

«La primera vez sientes miedo… Muchomiedo…

»Nos posicionamos, yo observaba. De repentele vi: un alemán se asomó por encima de latrinchera. Apreté el gatillo y el hombre cayó. Actoseguido, se lo juro, sentí temblar todo mi cuerpo, oícómo mis huesos se golpeaban unos contra otros.

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cómo mis huesos se golpeaban unos contra otros.Lloré. Había disparado a los blancos y nada, peroen aquel momento todo cambió: había matado.¡Yo! Había matado a un desconocido. No sabíanada de él, pero le había matado.

»Poco después se me pasó. Ocurrió así…Habíamos iniciado el contraataque, atravesábamosun pequeño pueblo. Fue en Ucrania, creo. Al ladode la carretera había una barraca o una casa, nohabía manera de saber qué era, la habían quemado,solo quedaban las piedras negras. Los cimientos…Muchas chicas no quisieron acercarse; yo, encambio, sentí que me atraía… En aquella masanegra encontramos huesos humanos, insigniassoviéticas carbonizadas… Allí habían ardidonuestros heridos o prisioneros. Después de aquello,cuando mataba ya no sentía lástima. Desde que viaquellas insignias negras…

»… De la guerra regresé con canas. Teníaveintiún años y la cabeza toda blanca. Me hirieronde gravedad, una lesión interna, un oído me fallaba.Mi madre me recibió diciendo: “Sabía quevolverías. Rezaba por ti día y noche”. Mi hermanomurió en combate.

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murió en combate.»Mamá lloraba.»—Ahora ya da lo mismo, niña o niño. Pero,

quieras o no, él nació hombre, su deber eradefender la Patria, pero tú eres una chica. Solo unacosa le pedía a Dios: que no te mutilasen, mejorsería que te mataran. Todos los días iba a laestación. A recibir a los trenes. Una vez vi a unamuchacha, volvía de la guerra con la caraquemada… Me dio un escalofrío: ¿serías tú? Luegotambién rezaba por ella.

»Cerca de nuestra casa —soy de la región deCheliabinsk— se realizaban explotaciones deyacimientos. En cuanto empezaban las explosiones,que por alguna razón siempre ocurrían de noche, yosaltaba de la cama y agarraba mi capote. Luegocorría, tenía que escaparme. Mi madre me cogía,me abrazaba, me susurraba: “Despiértate, despierta.La guerra se ha acabado. Ya estás en casa”. Suspalabras me hacían volver en mí: “Soy mamá. Tumamá…”. Siempre me hablaba muy bajo… Lasvoces fuertes me asustaban…».

No hace frío en la habitación, pero KlavdiaGrigórievna se arrebuja en una pesada manta de

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Grigórievna se arrebuja en una pesada manta delana: tiene frío. Continúa:

«Nuestros exploradores hicieron prisionero a unoficial alemán que estaba muy sorprendido de queen su tropa hubiera tantas bajas y de que todos sussoldados murieran por disparos en la cabeza. Casisiempre con una bala en el mismo punto. No dejabade repetir que un tirador normal no sería capaz delograr tantos impactos en la cabeza. Correcto.“Preséntenme —solicitó— a ese tirador que tantossoldados ha matado. Me llegaban reemplazosnumerosos y a diario perdía hasta diez hombres”. Elcomandante del regimiento le contestó:“Lamentablemente no puedo hacerlo: era una chica,una francotiradora, pero ha muerto”. Era SashaShliájova. Cayó en un duelo de tiradores. Subufanda roja le jugó una mala pasada. Le gustabamucho esa bufanda. Una bufanda roja sobre la nievesalta a la vista, boicotea el camuflaje. Pues el oficialalemán se quedó de piedra al oír que era una chica,no sabía cómo reaccionar. Estuvo callado durantemucho rato. En el último interrogatorio, antes deque le enviaran a Moscú (¡resultó ser un pájarogordo!), confesó: “Nunca antes había combatido

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frente a mujeres. Sois todas guapas… Pero ennuestra propaganda dicen que en el Ejército Rojo nocombaten mujeres, sino hermafroditas…”. Este nose había enterado de nada. Sí… Son cosas que unajamás olvida…

»Íbamos en parejas, es agobiante estar a solasun día entero, acabas con la vista cansada, los ojoste lagrimean, al final los brazos ni los notas, elcuerpo se te queda entumecido de la tensión. Sobretodo era pesado en primavera. La nieve se fundíabajo el cuerpo tendido en el suelo y te pasabas todoel día metida en un charco de agua. Estabas casisumergida… y de pronto bajaba la temperatura y tequedabas completamente pegada a la tierra. Aldespuntar el día salíamos a la avanzada yregresábamos al oscurecer. Nos pasábamos docehoras, o más, tumbadas en la nieve, o bientrepábamos hasta la cima de un árbol, el tejado deun cobertizo o de una casa en ruinas, y allí noscamuflábamos para que nadie descubriera dóndeestábamos, desde dónde observábamos.Procurábamos encontrar una posición lo máspróxima posible: setecientos, ochocientos e inclusoquinientos metros era la distancia que nos separaba

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quinientos metros era la distancia que nos separabade las trincheras donde estaban los alemanes. Demadrugada se oían sus voces. Y las risas.

»No sé por qué no teníamos miedo… Ahora nolo entiendo…

»En la contraofensiva avanzábamos muyrápidamente… El avituallamiento se quedó rezagadoy nos debilitamos: se nos terminaron lasmuniciones, los alimentos, un proyectil hizopedazos la cocina de campaña. Llevábamos tresdías aguantando a base de pan seco, teníamos laslenguas tan desolladas que apenas las podíamosmover. Habían matado a mi compañera, iba a laavanzada con una novata. De pronto vimos unpotrillo en la franja neutral. Era precioso, con unacola muy peluda. Estaba pastando la mar detranquilo, como si a su alrededor no ocurriera nada,como si no hubiera guerra. Se oían las voces de losalemanes: también lo estaban viendo. Nuestrossoldados comentaban:

»—Se irá. No estaría mal para una sopa…»—A esta distancia, con una automática no lo

alcanzarás, ni hablar.»Entonces se fijaron en nosotras.

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»Entonces se fijaron en nosotras.»—Mira, ahí están las francotiradoras. Un

trabajillo para ellas… ¡Venga, chicas!»Sin pensarlo, apunté y disparé. Las piernas del

potrillo se doblaron y cayó de lado. Me parecióoír… A lo mejor no era más que una alucinación,pero me pareció que relinchó con una voz muy,muy aguda.

»Luego me di cuenta de lo que había hecho yme asaltó la pregunta: ¿para qué? “¡Era tan bonito ylo he matado, lo he matado por una sopa!”. Oísollozos detrás de mí. Me giré, era la novata.

»—¿Qué te pasa? —pregunté.»—Me da pena el potrillo.»Vi sus ojos llenos de lágrimas.»—Pero ¡qué delicados somos! Llevamos tres

días muertos de hambre. Te da pena porquetodavía no has enterrado a nadie. Intenta hacertreinta kilómetros en un día, a pie, con lospertrechos, y encima con la barriga vacía. Primerotenemos que echar a los alemanes, ya habrá tiempopara las emociones después. Después ya sentiremospena. Después… ¿Entiendes? Después…

»Miré a los soldados: un instante antes me

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»Miré a los soldados: un instante antes mehabían animado, me habían aclamado. Me lo habíanpedido. Pero… Eso había sido antes… Ahora nadieme miraba, como si no existiera, cada uno seenfrascó en lo suyo. Fumaban, cavaban… Alguienafilaba alguna cosa… Y yo: a apañármelas solita. Allorar si me apetecía. ¡A moco tendido! Ni que yofuera una desolladora, ni que me pasara el díamatando a troche y moche como si nada. De niña,yo amaba a todos los seres vivos. Cuando iba alcolegio, nuestra vaca enfermó y la degollaron. Llorédos días. Sin parar. Pero en aquel momento —¡zas!—, y le pegué un tiro a un potrillo indefenso. Y esoque… En dos años era la primera vez que veía a unpotrillo vivo…

»Por la tarde trajeron la cena. Los cocineroscomentaron: “¡Bien hecho, tiradora! Hoy tenemoscarne en la olla”. Nos dejaron las marmitas y sefueron. Y las chicas allí, sentadas, la comida ni latocaron. Comprendí de qué se trataba, rompí allorar y salí corriendo… Las chicas se precipitarontras de mí, para consolarme. Rápidamente agarraronlas marmitas y venga a comer…

»Pues sí, ocurrió tal cual… Sí… Cosas que una

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»Pues sí, ocurrió tal cual… Sí… Cosas que unajamás olvida…

»De noche charlábamos, cómo no. ¿Sobre qué?Sobre la familia, claro está; cada una hablaba de sumadre, de su padre o de sus hermanos quecombatían. Sobre lo que haríamos después de laguerra. De cómo nos casaríamos, y de si nuestrosmaridos nos amarían. El comandante se reía.

»—¡Ay, chiquillas! No os falta de nada, perodespués de la guerra los novios os tendrán miedo.Con vuestra puntería, lanzaréis un plato apuntando ala cara y despacharéis a cualquiera.

»A mi marido lo conocí en la guerra, servíamosen el mismo regimiento. Recibió dos heridas, unalesión interna. Estuvo en la guerra de principio a fin,y después toda la vida fue militar profesional. Conél no hacía falta explicar qué es la guerra. No letenía que explicar de dónde venía yo. Cómo meencontraba. No se fija si al hablar levanto el tono ono, simplemente lo deja pasar. Y yo le perdono. Lohe aprendido. Hemos criado a dos hijos, ambos sehan graduado. Un hijo y una hija.

»Otra cosa que le contaré… Me licenciaron,viajé hasta Moscú. De allí a nuestro pueblo aúnfaltaba cierta distancia, parte del camino se tenía

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faltaba cierta distancia, parte del camino se teníaque hacer a pie. Ahora hay metro, pero en aquellaépoca por allí abundaban las plantaciones defrutales medio abandonadas y los barrancos. Teníaque cruzar uno muy grande. Para cuando lleguéhasta allí, ya era de noche. Estaba delante delbarranco y no sabía qué hacer: volver y esperarhasta el día siguiente o armarme de valor yarriesgarme a cruzarlo. Da risa recordarlo: habíaestado en el frente, había visto de todo: cadáveres ydemás, y me rajé ante un barranco. Incluso ahorapuedo recordar el olor a cadáveres mezclado con elolor a tabaco barato… Sin embargo, seguía siendouna chica. En el vagón, mientras viajaba a casa…Ya de vuelta de Alemania… De una mochila seescapó un ratón y todas las chicas dimos un salto,las que estaban en las camas superiores bajaron envolandas, chillando. Con nosotras viajaba uncapitán que no se lo podía creer: “Todas vosotrastenéis medallas y luego os da miedo un ratoncito”.

»Por suerte apareció un camión. Decidí:“Trataré de pararlo”.

»Se paró.»—Voy a Diákonovskoe —le grité.

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»—Voy a Diákonovskoe —le grité.»—Yo también. —El conductor, un muchacho

joven, abrió la puerta.»Subí directamente a la cabina, él dejó mi maleta

en la caja, y nos pusimos en marcha. Vio que yo ibade uniforme, con las condecoraciones a la vista. Mepreguntó:

»—¿A cuántos alemanes has matado?»Le respondí:»—A setenta y cinco.»Él, riéndose un poco:»—Mientes, a lo mejor no has visto ni a uno…»Entonces le reconocí.»—¿Kolia? ¿Chizhov? ¿Eres tú? ¿Recuerdas

cómo te anudaba el pañuelo rojo de pionero?»Antes de la guerra, trabajé durante una

temporada como instructora de pioneros[6] en elmismo colegio donde años antes había estudiado.

»—¿María, eres tú?»—Pues sí…»—¿En serio? —Pisó el freno.»—¡Anda, llévame a casa, no te pares a medio

camino! —Estuve a punto de llorar, y él lo mismo.¡Qué encuentro!

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¡Qué encuentro!»Paramos en la puerta de mi casa, él con mi

maleta en las manos corriendo a avisar a mi madre.Bailaba en el patio con aquella maleta.

»—¡Rápido, le he traído a su hija!»No se me olvida… ¿Acaso algo así se puede

olvidar?»Habíamos vuelto y teníamos que empezar de

nuevo. Aprender a calzarnos los zapatos: en tresaños en el frente no nos habíamos quitado lasbotas. Nos habíamos acostumbrado a loscinturones, al uniforme siempre ajustado. La ropade civil era como si colgara por todas partes, unasensación incómoda. La falda me horrorizaba… Yel vestido… Es que en el frente íbamos conpantalón, de noche lo lavábamos, lo extendíamos,dormíamos encima, y por la mañana lo tenías comoplanchado. Bueno, no se secaba del todo si hacíafrío, se escarchaba. ¿Cómo se aprende a vestir confalda? Era como andar con las piernas atadas.Salías vestida de civil, con zapatos, y, si te cruzabascon un oficial, levantabas la mano sin querer parahacer el saludo militar. Nos habíamosacostumbrado a la ración; íbamos a la panadería,

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acostumbrado a la ración; íbamos a la panadería,cogíamos el pan y nos íbamos sin pagar. Lavendedora ya te conocía, comprendía lo quepasaba, le daba cosa pararte y recordarte que habíaque pagar por lo que te llevabas. Después te dabascuenta, te avergonzabas, volvías, pedías disculpas,comprabas algo más y lo pagabas todo, incluido lode otro día. Había que aprender de nuevo las cosascotidianas. Recordar la vida cotidiana. ¡La vidanormal! ¿Con quién podía compartir todo aquello?Iba corriendo a hablar con la vecina… Con mimadre…

»Una cosa que pienso… Escuche. ¿Cuántosaños duró la guerra? Cuatro años. Es muchotiempo… No recuerdo ni pájaros, ni colores. Claroque estaban presentes, pero no los recuerdo. Sí…Es extraño, ¿verdad? ¿Acaso las películas sobre laguerra pueden ser de color? Allí todo es negro. Tansolo la sangre es de otro color, solo la sangre esroja…

»Hace poco, hará unos ocho años,encontramos a nuestra querida Máshenka Aljímova.El comandante del grupo de artillería había recibidouna herida y ella avanzó a rastras hacia él para

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una herida y ella avanzó a rastras hacia él parasalvarle. Delante explotó un proyectil… Justodelante de ella… El comandante murió, no le diotiempo de llegar hasta él, y ella… Sus dos piernasquedaron destrozadas, a duras penas logramosvendarlas. Nos costó muchísimo. Lo intentamos deuna manera, de otra. La transportábamos en camillahacia el batallón sanitario y ella pedía: “Chicas,pegadme un tiro… No quiero vivir con esto…”.Cómo suplicaba… Bueno. La enviamos al hospitaly continuamos, comenzó la ofensiva. Más tarde,cuando nos pusimos a buscarla… Se había perdidosu rastro. No sabíamos ni dónde estaba, ni cómo.Durante muchos años… Enviábamos cartas a todaspartes, nadie nos daba una respuesta clara. Losestudiantes de la escuela número 73 de Moscú nosecharon una mano. Esos chicos, esas chicas… Laencontraron treinta años después de la guerra, enuna residencia para mutilados, en Altái. Muy lejos.Había pasado todos aquellos años entre residenciasy hospitales, la habían operado decenas de veces.Ni siquiera a su madre le confesó que seguía viva…Se escondió de todos… La trajimos a nuestroencuentro. Nuestras caras se bañaron en lágrimas.

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Después conseguimos reunirla con su madre… Sevieron pasados treinta años… Su madre por pocose volvió loca: “Qué alegría que mi corazón hayaaguantado y no haya reventado antes. ¡Quéalegría!”. Máshenka decía: “Ya no me da miedo vera nadie. Ya me he hecho vieja”. Sí… En fin… Estoes la guerra…

»Recuerdo una noche, estaba tumbada en latienda de campaña. No dormía. Se oían los cañonesa lo lejos. Los nuestros respondían de cuando encuando… Yo no tenía ningunas ganas de morir…Juré, había hecho un juramento militar, que si erapreciso entregaría mi vida, pero aun así sentía tantorechazo por la muerte… Sabía que incluso si volvíaa casa, el alma me dolería. Ahora pienso: “Hubierasido mejor que me hubieran herido en el brazo o enla pierna, que me doliera el cuerpo. Porque elalma… duele mucho”. Es que éramos muy jóvenes.Unas niñas. Yo hasta crecí durante la guerra. Devuelta a casa mi madre me midió… Había crecidodiez centímetros…».

Al despedirse, un tanto torpe, me abrazó consus manos calientes: «Perdóname…».

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«Deberíais crecer, niñas… Estáis muy verdesaún…»

Las voces… Decenas de voces… Se abalanzaronsobre mí desvelando una verdad insólita, y esaverdad ya no cabía en aquella fórmula simple y bienconocida desde la infancia: hemos ganado la guerra.Se produjo una reacción química instantánea: laretórica quedó diluida en la materia viva de losdestinos humanos… Resultó ser la sustancia másperecedera de todas. El destino es cuando detrás delas palabras sigue habiendo una voz real.

¿Qué es lo que pretendo oír si ya han pasadodecenas de años? ¿Cómo fue en Moscú o enStalingrado, una descripción de las operacionesmilitares, los nombres olvidados de los altiplanosarrebatados al enemigo? ¿Necesito que me narrenlos movimientos de las unidades y los frentes, las

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los movimientos de las unidades y los frentes, lasretiradas y ofensivas, la cantidad de convoyesvolados y de incursiones de partisanos, todo ellodescrito en miles de volúmenes? No, busco otracosa. Lo que estoy recopilando lo definiría como«el saber del espíritu». Sigo las pistas de laexistencia del alma, hago anotaciones del alma… Elcamino del alma para mí es mucho más importanteque el suceso como tal, eso no es tan importante. El«cómo fue» no está en primer lugar, lo que meinquieta y me espanta es otra cosa: ¿qué le ocurrióallí al ser humano? ¿Qué ha visto y qué hacomprendido? Sobre la vida y la muerte en general.Sobre sí mismo, al fin y al cabo. Escribo lahistoriografía de los sentimientos… La historia delalma… No se trata de la historia de la guerra o delEstado, ni de la vida de los héroes, sino de la delpequeño hombre expulsado de una existencia trivialhasta las profundidades épicas de un enormeacontecimiento. La Gran Historia.

Las muchachas de 1941… Lo primero quequiero preguntar es ¿de dónde salieron? ¿Por quéeran tantas? ¿Cómo se atrevieron a levantarse en piede guerra en igualdad con los hombres? ¿A

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de guerra en igualdad con los hombres? ¿Adisparar, a poner minas, a explotar, a bombardear,en definitiva, a matar?

En el siglo XIX, Pushkin se formuló la mismapregunta al publicar en la revista Sovremennik unfragmento de las memorias de Nadezhda Dúrova,una doncella que había servido en el cuerpo decaballería: «¿Qué causas forzaron a una señoritajoven, de una buena familia noble, a dejar su casa, arenunciar a su género, a aceptar tareas yobligaciones que incluso asustan a los hombres, ypresentarse en las batallas —¡y qué batallas!—napoleónicas? ¿Qué la había motivado? ¿Lassecretas penas amorosas? ¿El exceso deimaginación? ¿La devoción, natural e indomable?¿El amor?».

Entonces ¡¿qué?! Más de cien años despuéssurge la misma pregunta…

JURAMENTOS Y PLEGARIAS

«Quiero hablar… ¡Hablar! ¡Desahogarme! Por finalguien nos quiere oír a nosotras. Llevamos tantos

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alguien nos quiere oír a nosotras. Llevamos tantosaños calladas, incluso en casa teníamos que tenerlas bocas cerradas. Décadas. El primer año, alvolver de la guerra, hablé sin parar. Nadie meescuchaba. Al final me callé… Me alegro de quehayas venido. Me he pasado todo el tiempoesperando a alguien, sabía que alguien vendría.Tenía que venir. Entonces era joven. Muy joven.Qué pena. ¿Sabes por qué? No fui capaz dememorizarlo…

»Unos días antes de la guerra había habladocon una amiga, estábamos convencidas de que nohabría ninguna guerra. Fuimos al cine y, antes de lapelícula, pasaron una crónica: Ribbentrop yMólotov se daban un apretón de manos. Se mequedaron clavadas las palabras del presentador, dijoque Alemania era el fiel amigo de la Unión Soviética.

»En menos de dos meses, las tropas alemanasya estaban en las proximidades de Moscú…

»En mi familia éramos ocho hijos, los cuatroprimeros éramos niñas, yo la mayor. Un día papávolvió del trabajo y lloró: “En su día me alegraba dehaber tenido primero hijas. Futuras novias. Peroahora todas las familias envían a alguien al frente ynosotros no tenemos a quién enviar… Yo me he

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nosotros no tenemos a quién enviar… Yo me hehecho viejo, no me aceptan, y vosotras sois niñas,los niños son todavía pequeños”. En mi casasufrieron mucho.

»Cuando organizaron los cursos para personalsanitario, mi padre nos apuntó a mí y a mi hermana.Yo había cumplido los quince, ella tenía catorce. Éldecía: “Es todo lo que puedo ofrecer para lograr laVictoria. A mis niñas…”. En aquel momento no sepensaba en otra cosa.

»Un año después estaba en el frente…».

Natalia Ivánovna Serguéeva,soldado, auxiliar de enfermería

«Los primeros días… En la ciudad no había másque confusión absoluta. El caos. Un terror helado.Perseguían a los espías. La gente decía: “Notenemos que dejarnos provocar”. Nadie ni por unminuto aceptaba que nuestro ejército había sufridouna catástrofe, que lo habían derrotado en pocassemanas. Nos habían enseñado que los combatessiempre serían en terreno ajeno. “No cederemos ni

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siempre serían en terreno ajeno. “No cederemos niun palmo de nuestra tierra…”. Y de repente nosbatíamos en retirada…

»Antes de la guerra empezó a correr el rumor deque Hitler se estaba preparando para atacar la UniónSoviética, pero las conversaciones sobre estofueron reprimidas severamente. Por los organismoscorrespondientes… ¿Entiende a qué me refiero? El

NKVD[7] La Checa…[8]… Si la gente se atrevía aopinar, era en susurros, en sus casas, en la cocina.Los que vivían en pisos compartidos, solo sepermitían hablar de ello en las habitaciones, con laspuertas bien cerradas, o en un cuarto de bañodespués de haber abierto el grifo. Pero cuandoStalin habló… Se dirigió a nosotros: “Hermanos yhermanas…”. Todos olvidamos nuestrosresentimientos… Mi tío, el hermano de mi madre,estaba en un campo de trabajos forzados, eraempleado de ferrocarriles, un comunistaconvencido. Le habían detenido en el trabajo…¿Entiende? ¿Quién lo hizo? El NKVD… Arrestarona nuestro querido tío, pero en la familia sabíamosque era inocente. Lo sabíamos. Teníacondecoraciones militares de la guerra civil… Pero

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condecoraciones militares de la guerra civil… Perotras el discurso de Stalin, mi madre dijo:“Defenderemos nuestra Patria, y después yaaclararemos lo demás”. Todos amábamos la Patria.

»Yo corrí enseguida a la oficina dereclutamiento. Me había pasado los últimos días encama con una amigdalitis, aún tenía unas décimasde fiebre. Pero no pude esperar…».

Elena Antónovna Kúdina,soldado, conductora

«En mi familia no había niños… Éramos cincohermanas. Nos informaron: “¡La guerra!”. Yo teníaun gran oído musical. Soñaba con matricularme enel conservatorio. Decidí que mi don sería útil en elfrente, que sería soldado de transmisiones.

»Nos evacuaron a Stalingrado. Cuandocomenzó la batalla de Stalingrado, todas nosalistamos como voluntarias. Todas juntas. Toda lafamilia: mi madre y nosotras, las cinco hermanas. Mipadre para entonces ya combatía en el frente…».

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Antonina Maksímovna Kniáseva,cabo mayor, enlaces y transmisiones

«Todos compartíamos el mismo deseo: ir al frente.¿El miedo? Claro que lo teníamos… Pero dabaigual… Fuimos a la oficina de reclutamiento, nosdijeron: “Deberíais crecer, niñas… Estáis muyverdes aún…”. Habíamos cumplido los dieciséis olos diecisiete. Al final me salí con la mía y meaceptaron. Una amiga y yo queríamos ir a la escuelade francotiradores, pero nos dijeron: “Iréis a laguardia de tráfico. No tenemos tiempo paraentrenaros”.

»Mi madre pasó varios días en la estación detrenes, esperando nuestra partida. Cuando yaíbamos hacia el tren, por fin nos vio, me dio unaempanada, una docena de huevos y sedesmayó…».

Tatiana Efímovna Semiónova,sargento, guardia de tráfico

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sargento, guardia de tráfico

«En un instante, el mundo había cambiado…Recuerdo los primeros días… Por las noches mimadre se acercaba a la ventana y rezaba. Yo nosabía que creía en Dios. Miraba el cielo sin parar…

»Me reclutaron, yo era médico de profesión. Memotivaba el sentido del deber. Mi padre estaba felizde que su hija combatiera en el frente. De quedefendiera la Patria. Fue a la oficina dereclutamiento por la mañana temprano. A recoger micertificado. Fue tan temprano con toda la intención:quería que todos en la aldea vieran que su hija se ibaal frente…».

Efrosinia Grigórievna Breus,capitán, médico

«Aquel verano… El último día de paz… Por latarde fuimos a bailar. Teníamos dieciséis años.Íbamos en grupo, primero acompañábamos a uno acasa, luego a otro. Aún no nos dividíamos en

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casa, luego a otro. Aún no nos dividíamos enparejas. Había, por ejemplo, seis chicos y seischicas.

»Tan solo dos semanas más tarde, a estosmismos chicos, estudiantes de una academia devehículos blindados, que nos habían llevado a casadespués de bailar, los traían cubiertos de vendajes,lisiados. ¡Era horrible! ¡Horrible! Cuando alguna vezoía risas, no lo podía perdonar. ¿Cómo podíaalguien reírse, cómo se atrevían a estar alegres,mientras vivíamos esta guerra?

»Pronto mi padre se alistó en la milicia popular.En casa nos quedamos mis hermanos pequeños yyo. Mis hermanos habían nacido en 1934 y en 1938.Le dije a mi madre que me iba al frente. Ella lloraba,y yo también, a escondidas, de noche. Aun así, meescapé de casa… Escribí a mi madre desde launidad militar. Desde allí ya no había manera dehacerme volver a casa…».

Lilia Mijáilovna Butko,enfermera de quirófano

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«Dieron la orden: “¡A formar!”. Nos alineamos poraltura, yo era la más pequeña. El comandante ibarecorriendo la fila, observaba. Se acercó a mí.

»—¿Qué hace aquí esta Pulgarcita? ¿Por qué novuelves con tu mamá hasta que crezcas un poco?

»Yo ya no tenía madre… Mi madre habíamuerto en un bombardeo…

»Lo que más me impresionó… Para toda lavida… Pasó durante el primer año, estábamos enretirada… Vi —nos estábamos escondiendo en lamaleza— cómo de pronto nuestro soldado, fusil enmano, se abalanzó contra un tanque alemán yempezó a aporrear la carrocería con la culata de sufusil. Golpeaba, gritaba y lloraba hasta caerse. Hastaque los fusileros alemanes le acribillaron. El primeraño luchábamos con fusiles contra los tanques yaviones de caza alemanes…».

Polina Semiónovna Nosdrachiova,instructora sanitaria

«Yo le pedía a mi madre… le suplicaba: “No

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«Yo le pedía a mi madre… le suplicaba: “Nollores…”. Todavía no había anochecido, pero yaestaba oscuro, y por todas partes se oían alaridos.Las madres… habían venido a despedirse de sushijas. No lloraban; no, aullaban. Mi madre parecíauna estatua. Aguantaba, temía hacerme llorar a mí.Yo siempre había sido una niña de mamá, en casame mimaban. Y de pronto ahí estaba, con el pelocorto como si fuera un muchacho, solo me habíandejado el flequillo. Ella y mi padre me habíanprohibido ir al frente, pero yo lo único que deseabaera estar allí, en el frente. ¡Combatir! Esos cartelesque ahora cuelgan en los museos: “¡La madre Patriate llama!”, “¿Qué vas a hacer por el frente?”, a mí,por ejemplo, me influían mucho. ¡Y las canciones!“Levántate, gran país… Levántate para la mortalbatalla…”.

»Durante el viaje, nos impactó ver que losmuertos yacían directamente sobre los andenes. Yase veía la guerra… Pero nuestra juventud exigía losuyo: nosotras cantábamos. Canciones alegres.Unas coplillas.

»Hacia el final de la guerra, toda mi familiaestaba en la batalla. Mi padre, mi madre, mihermana… Todos entraron a trabajar en los

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hermana… Todos entraron a trabajar en losferrocarriles. Iban avanzando justo por detrás delfrente y reparaban las vías. Todos en la familiarecibimos una Medalla de la Victoria: mi padre, mimadre, mi hermana, yo…».

Evgenia Serguéievna Saptrónova,sargento de Guardia, mecánica de aviación

«Antes de la guerra, yo ya trabajaba en el ejército,era operadora de teléfonos… Nuestra unidad estabaubicada en la ciudad de Borísov, allí la guerra llegóen cuestión de semanas. El jefe de comunicacionesnos ordenó colocarnos en fila. No servíamos, noéramos soldados, sino trabajadoras asalariadas.

»Nos dijo:»—Ha empezado una cruel guerra. Para

vosotras, las muchachas, será muy difícil. Demomento, las que quieran, pueden volver a suscasas. Las que deseen quedarse en el ejército, queden un paso adelante…

»Todas las chicas, como si fuéramos una sola,dimos un paso al frente. Éramos veinte. Todas

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dimos un paso al frente. Éramos veinte. Todasestábamos dispuestas a defender nuestra Patria.Antes de la guerra no me gustaban nada los librosbélicos, prefería leer sobre el amor. ¿Cómo seexplica eso?

»Nos pasábamos días enteros delante de losaparatos. Los soldados nos traían unas marmitas,comíamos algo, echábamos una cabezadita allímismo, junto a las máquinas, y nos volvíamos aponer los auriculares. No teníamos tiempo paralavarnos el pelo, les pedí: “Chicas, cortadme lastrenzas…”.».

Galina Dmítrievna Zapólskaia,operadora de teléfonos

«Íbamos una y otra vez a la oficina dereclutamiento…

»En una ocasión, ya no recuerdo cuántas vecesfuimos, el comisario militar casi nos echó a patadas:“Si por lo menos tuvierais una profesión. Si fueraisenfermeras o conductoras… Vosotras, ¿qué sabéishacer? ¿Qué haréis en el frente?”. No lo

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hacer? ¿Qué haréis en el frente?”. No loentendíamos. Ni siquiera se nos había ocurridopreguntarnos qué haríamos una vez allí. Queríamosluchar y ya está. No comprendíamos que lucharsignificaba saber hacer algo. Algo concreto. Supregunta nos dejó perplejas.

»Entonces, junto con otras chicas, fuimos aapuntarnos a unos cursillos de enfermería. Nosinformaron de que duraban seis meses. Decidimosque era demasiado, que no nos servía. Había otroscursos, de tres meses. A decir verdad, tres mesestambién nos parecía demasiado tiempo. Pero esoscursillos ya estaban finalizando. Pedimos que nosdejaran presentarnos a los exámenes. Aún faltaba unmes de clases. Por la noche hacíamos prácticas enel hospital, de día asistíamos a clases. En totalestudiamos un mes y algo…

»Nos destinaron a un hospital. Fue a finales delmes de agosto de 1941… Las escuelas, los centrosmédicos, los centros cívicos estaban todos repletosde heridos. Pero en febrero, digamos, me escapédel hospital, deserté, esa es la palabra correcta. Sinpapeles, sin nada, me escapé en un tren sanitario.Dejé una nota: “No acudiré a mi turno. Me voy al

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Dejé una nota: “No acudiré a mi turno. Me voy alfrente”. Y ya está…».

Elena Pávlovna Iákovleva,sargento, enfermera

«Aquel día yo tenía una cita… Estaba como en lasnubes… Pensaba que ese día él me iba a decir: “Tequiero”, pero no, vino triste: “¡Vera, ha empezado laguerra! Nos envían al frente”. Él estudiaba en unaacademia militar. Yo, por supuesto, enseguida meimaginé en el papel de Juana de Arco. ¡En el frente ycon un fusil en las manos! Juntos, los dos. Fuicorriendo a la oficina de reclutamiento, pero allí mecortaron: “Solo hacen falta médicos. Hay queestudiar seis meses”. ¡Seis meses! ¡Para volvermeloca! Me moría de amor…

»Me convencieron de que tenía que estudiar.Acepté: estudiaría, pero no para convertirme enenfermera… ¡Yo lo que quería era disparar!Disparar como ellos. En cierto modo, me sentíapreparada para hacerlo. En el colegio solían darnoscharlas los héroes de la guerra civil rusa y los que

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charlas los héroes de la guerra civil rusa y los quehabían combatido en España. Nos trataban porigual a chicas y chicos, no nos separaban. Todo locontrario, desde el colegio oíamos: “¡Chicas, aconducir tractores!”, “¡Chicas, a pilotar aviones!”.¡Y encima estaba enamorada! Nos imaginaba a losdos juntos, cayendo en una batalla. En la mismabatalla…

»Yo estudiaba en la escuela superior de teatro.Soñaba con ser actriz. Mi ídolo era Larisa

Reisner[9]. Esa mujer con chaqueta de cuero queera comisario de Estado… Me gustaba que fueseguapa…».

Vera Daníltseva,sargento, francotiradora

«A todos mis amigos —eran mayores que yo— lesenviaron al frente… Lloré muchísimo: me habíaquedado sola, no me habían dejado ir con ellos. Medijeron: “Tú tienes que estudiar, jovencita”.

»Pero los estudios duraron poco. El decano de

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nuestra facultad nos dijo:»—Chicas, ya acabaréis los estudios cuando

termine la guerra. Ahora nuestro deber es defenderla Patria.

»Los padrinos de la fábrica nos acompañaronhasta la estación. Era verano. Recuerdo que losvagones estaban adornados con flores. Noshicieron regalos. A mí me tocaron unas galletascaseras, ricas, ricas, y un jersey muy mono. ¡Conqué entusiasmo bailé en el andén!

»El viaje duró muchos días… Al llegar a unaestación bajamos un momento con las chicas parallenar un cubo de agua. Miramos a nuestroalrededor y nos quedamos atónitas: había unmontón de vagones, uno detrás de otro, y dentro nohabía más que chicas. Cantaban. Nos saludaban,agitaban los pañuelos y las gorras. Lo vimos claro:ya no quedaban hombres, habían caído encombate… O los habían hecho prisioneros. Ya soloquedábamos nosotras.

»Mamá me escribió una plegaria. La guardé enmi medallón. Probablemente me ayudó: regresé acasa. Siempre besaba el medallón antes de loscombates…».

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combates…».

Anna Nikoláievna Jrolóvich,enfermera

«Yo fui piloto…»Cuando estaba estudiando séptimo curso, a

nuestra ciudad llegó volando un avión. Hablo dehace mucho tiempo, en 1936, ¿se lo imagina?Entonces resultaba poco común, insólito. Por esamisma época surgió el llamamiento: “¡Jóvenes, avolar!”. Yo, claro, siendo miembro del Komsomol,fui de las primeras. Enseguida me apunté al

aeroclub[10]. Mi padre se opuso categóricamente.Todos los miembros de mi familia eranmetalúrgicos, varias generaciones de metalúrgicosde altos hornos. Mi padre consideraba que unamujer podía trabajar en este sector, pero no en el dela aviación, de ninguna manera. El jefe del aeroclubse enteró y me dio permiso para que me llevara a mipadre a dar una vuelta en avión. Lo hice.Despegamos y desde aquel día no volvió a hablar

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del tema. Le había gustado. Acabé el curso delaeroclub con unas notas excelentes, era una buenaparacaidista. Antes de la guerra incluso tuve tiempode casarme y de tener una hija.

»Al estallar la guerra, en el aeroclub empezarona reorganizarse las cosas: movilizaban a loshombres, y nosotras, las mujeres, les sustituíamos.Entrenábamos a los estudiantes. Había muchotrabajo, a veces no salíamos de allí en varios días.Mi marido fue de los primeros en marcharse alfrente. Solo me quedó de él una fotografía: los dosjuntos, de pie al lado de un avión, con los cascos deaviador puestos… Vivíamos con mi hija, en loscuarteles. ¿Que cómo vivíamos? La dejabaencerraba en casa, sola, con la papilla preparada.Empezábamos a volar a las cuatro de la madrugada.Yo volvía por la tarde, ella había comido o no, perosiempre estaba toda cubierta de papilla. Ya nolloraba, solo me miraba. Tenía los ojos grandes,como su padre…

»A finales de 1941 recibí el aviso: mi maridohabía muerto en un combate cerca de Moscú. Eracomandante de la escuadra. Yo quería a mi hija,pero la llevé a casa de unos familiares y solicité que

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pero la llevé a casa de unos familiares y solicité queme enviasen al frente…

»La última noche… La pasé de rodillas, delantede su cuna…».

Antonina Grigórievna Bóndareva,teniente de Guardia, piloto al mando

«Era el día de mi cumpleaños, cumplía dieciocho…Estaba tan alegre, era mi gran día. Y de prontotodos a mi alrededor gritando: “¡La guerra!”.Recuerdo ver a la gente llorar. En la calle, todos losque me cruzaba por el camino estaban llorando.Algunos rezaban. Era muy poco habitual… La genterezaba y se santiguaba delante de todos. Pero en elcolegio nos explicaban que Dios no existía…¿Dónde estaban nuestros carros de combate ynuestros aviones, tan bonitos? En los desfilesmilitares siempre los veíamos. ¡Nos sentíamosorgullos! ¿Dónde estaban nuestros comandantes?

Semión Budionni[11]… Está claro que fue unmomento de confusión. Aunque, acto seguido,

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empezamos a pensar en otra cosa: ¿cómo ganar?»Yo estaba en segundo curso de la escuela

profesional de enfermería de Sverdlovsk. Enseguidapensé: “Si hay una guerra, tengo que ir al frente”. Mipadre era un comunista de toda la vida, en sustiempos había sido preso político. Desde pequeñosnos había enseñado que la Patria es lo másimportante, que hay que defender la Patria. Novacilé ni un segundo: “¿Si yo no lo hago, quién lohará?”. Era mi deber…».

Serafima Ivánovna Panásenko,subteniente, técnica sanitaria adjunta del batallón

de infantería motorizada

«Mi madre llegó corriendo a la estación… Era muyaustera. Nunca nos besaba, ni hacía elogios. Sihabía algo bueno que celebrar, le bastaba con unamirada tierna. Pero aquel día me agarró de la cabezay me besaba, me besaba. Y aquella mirada suya…Una larga mirada… Comprendí que jamás volveríaa ver a mi madre. Lo intuí… Sentí ganas de dejar

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todo aquello, de devolver los bártulos e irme a casa.Sentía pena por todos… Por mi abuela… Mishermanitos…

»De pronto empezó a sonar la música…Ordenaron: “¡R-r-rompan filas! ¡A embarcar!”.

»Estuve mucho rato mirándola y saludando conla mano…».

Tamara Uliánovna Ladínina,soldado de infantería

«Me destinaron a un regimiento de transmisiones…¡De ninguna manera aceptaría entrar en las tropas detransmisiones!… Por entonces yo no sabía que esotambién era combatir. Vino el comandante dedivisión, formamos filas. Una chica que estaba connosotras, Máshenka Sungúrova, salió de la fila:

»—Camarada general, pido permiso para hablar.»Él dijo:»—¡Adelante, hable, soldado Sungúrova!»—La soldado Sungúrova solicita que la liberen

del servicio en transmisiones y la destinen allí donde

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se dispara.»Verá, todas compartíamos la misma idea.

Teníamos la sensación de que lo que nosotrashacíamos (las transmisiones) era muy poco, inclusonos sentíamos despreciadas, creíamos que el únicolugar donde había que estar era en primera línea decombate.

»La sonrisa se borró de la cara del general:»—¡Hijas mías! —Si usted pudiera ver el estado

en el que estábamos: sin comer, sin dormir… Enpocas palabras, no nos hablaba como un superior,sino como un padre—. Creo que no entendéisvuestro papel en el frente, vosotras sois nuestrosojos y nuestros oídos, un ejército sin transmisioneses como un hombre sin sangre.

»Máshenka Sungúrova no pudo resistirse,enseguida contestó:

»—¡Camarada general! ¡La soldado Sungúrovaestá aquí como un clavo, lista para cumplircualquier tarea que nos encomiende!

»Así la llamamos hasta que finalizó la guerra:“El Clavo”.

»… En junio de 1943, en vísperas de la batallade Kursk, nos entregaron la bandera del regimiento;

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de Kursk, nos entregaron la bandera del regimiento;para entonces nuestro regimiento especial detransmisiones, el número 129 del Quinto Ejército, yaera femenino en un ochenta por ciento. Se lo cuentopara que se lo pueda imaginar… Para que loentienda… ¡Lo que ocurría en nuestras almas! Creoque ya no habrá otra gente igual a como éramos enaquel momento. ¡Nunca! Una gente igual de ingenuay de sincera. ¡Con tanta fe! Cuando nuestrocomandante recibió la bandera y ordenó:“¡Regimiento, vista a la bandera!”, todos nossentimos felices. Ganamos confianza, ya éramos unregimiento como los demás, uno de vehículosblindados, o de infantería. Estábamos allí, todasllorando, bañadas en lágrimas. No me va a creer,pero con la emoción todas las energías de miorganismo se concentraron y mi enfermedad (sufríaceguera nocturna, me ocurrió por la desnutrición,por la fatiga) se curó. Verá, al día siguiente estuvebien, me curé gracias a la conmoción de toda mialma…».

María Semiónovna Kaliberda,sargento primero, especialidad: transmisiones

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sargento primero, especialidad: transmisiones

«Apenas me hice adulta… El 9 de junio de 1941cumplí los dieciocho años, me hice mayor de edad.Y dos semanas más tarde comenzó esta malditaguerra, no: en doce días. Nos enviaron a construir elferrocarril Gagra-Sujumi. Reunieron solo a losjóvenes. Recuerdo cómo era el pan que comíamos.De harina tenía poco, contenía otros ingredientes,pero el principal era el agua. Cuando lo dejábamossobre la mesa, al cabo de un rato salía un pequeñocharco, nosotros lamíamos ese líquido.

»Era 1942… Me presenté como voluntaria en elhospital de Tránsito y Evacuación número 3201. Eraun hospital militar muy grande que formaba partedel Frente Transcaucásico, del Frente del Cáucasodel Norte y del Ejército Costero especial. Loscombates eran encarnizados, traían a muchosheridos. Me pusieron en el reparto de comidas, erauna faena de veinticuatro horas: a la hora de servir eldesayuno aún íbamos por la cena del día anterior.Unos meses después me hirieron en la piernaizquierda; me movía saltando a pata coja sobre la

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izquierda; me movía saltando a pata coja sobre lapierna derecha, pero no paré de trabajar. Despuésme asignaron funciones administrativas, estotambién requería estar presente día y noche. Vivíaen el trabajo.

»El 30 de mayo de 1943… A la una delmediodía hubo un ataque aéreo en masa sobreKrasnodar. Salí corriendo a la calle para ver sipodía ayudar a evacuar a los heridos de la estaciónde trenes. Dos bombas cayeron directamente en elalmacén donde se guardaban las municiones. Vicómo los cajones salían disparados hasta una alturasuperior a un edificio de seis plantas y explotaban.La onda expansiva me lanzó contra una pared deladrillo. Perdí el conocimiento… Cuando merecuperé, ya era de noche. Levanté la cabeza eintenté cerrar el puño: los dedos se movían. A duraspenas abrí el ojo izquierdo y caminé hacia elhospital, toda cubierta de sangre. Por el pasillo meencontré con la jefa de enfermería, que no mereconoció. Me preguntó: “¿Cómo se llama? ¿Dedónde viene?”. Entonces se acercó un poco, seestremeció y me dijo: “¿Ksenia, pero dónde tehabías metido durante tanto tiempo? Los heridos

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habías metido durante tanto tiempo? Los heridostienen hambre y tú no estás”. Me vendaronrápidamente la cabeza y el brazo izquierdo porencima del codo, y luego fui a servir la cena. Se menublaba la vista, tenía sudores fríos. Empecé arepartir la comida y me desmayé. Cuando recobré elconocimiento, a mi alrededor se oía: “¡Rápido!¡Más deprisa!”. Y así todo el rato: “¡Deprisa!¡Rápido!”.

»Unos días más tarde doné sangre para losheridos de gravedad. La gente se moría…

»… Durante la guerra cambié tanto que, cuandovolví a casa, mi madre no me reconoció. Meindicaron dónde vivía y llamé a la puerta. Meabrieron.

»—Pase…»Entré, saludé y dije:»—Permíteme que pase aquí la noche.»Mi madre estaba encendiendo la estufa, mis

dos hermanitos pequeños estaban sentados en elsuelo, desnudos, no había nada que ponerles. Mimadre no me reconocía, me dijo:

»—¿Usted se da cuenta de cómo vivimos? Lesugiero que vaya a buscar otro alojamiento antes de

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sugiero que vaya a buscar otro alojamiento antes deque anochezca.

»Me acerqué un poco más, y ella otra vez:»—Señora, vaya a buscarse otro alojamiento.»Me incliné hacia ella, la abracé, balbuceé:»—¡Mamá, mamá!»Entonces se abalanzaron sobre mí…

Lloraron…»Ahora vivo en Crimea… Las flores inundan

nuestra casa, cada día miro por la ventana y veo elmar, pero todo mi ser desfallece de dolor, mi rostroya no ha sido nunca un rostro de mujer. Lloro amenudo, cada uno de mis días está envuelto enlamentos. Los lamentos de mis recuerdos…».

Ksenia Serguéievna Osádcheva,soldado, administrativa

SOBRE EL OLOR A MIEDO Y LA MALETALLENA DE BOMBONES

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«Me marchaba al frente… Hacía un día precioso. Elaire era transparente, lloviznaba. ¡Muy bonito! Erapor la mañana. Salí de casa y me detuve: ¿acaso novolvería nunca más? Ya no vería nuestro jardín…Nuestra calle… Mamá lloraba, me abrazaba y no mesoltaba. Yo me iba, ella me alcanzaba, me abrazabay no me soltaba…».

Olga Mitrofánovna Ruzhnítskaia,enfermera

«Morir… No tenía miedo de morir. Por mijuventud, tal vez… La muerte nos rodea, la muerteestá siempre a nuestro lado, pero yo no pensaba enella. No hablábamos de ella. Merodeaba muy, muycerca, pero siempre pasaba de largo. Una noche, enla zona de nuestro regimiento, una unidad deinfantería entró en combate de reconocimiento.Hacia la madrugada, la unidad se retiró, y de la zonaneutra nos llegaban gemidos. Un herido se habíaquedado allí. “No vayas, te matarán. —Lossoldados trataban de retenerme—. ¿Lo ves?, ya

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soldados trataban de retenerme—. ¿Lo ves?, yadespunta el día”.

»No les hice caso y fui a buscarlo a rastras.Encontré al herido, le até un cinturón al brazo y loarrastré durante ocho horas. Conseguí traerlo convida. El comandante se enteró y en un arrebato mecastigó con cinco días de arresto. Elsubcomandante del regimiento reaccionó de otramanera: “Merece una condecoración”.

»Con diecinueve años me entregaron la Medallaal Valor. Con diecinueve se me quedó el peloblanco. Con diecinueve años, en el último combate,una bala me atravesó ambos pulmones, y otra balame pasó entre dos vértebras. Me paralizó laspiernas… Y me consideraron muerta…

»Con diecinueve años… Los mismos que acabade cumplir mi nieta. La miro y no me lo creo. ¡Esuna cría!

»Cuando volví a casa, mi hermana me enseñó elaviso de mi muerte… Hasta me habíanenterrado…».

Nadezhda Vasílievna Anísimova,instructora sanitaria en una unidad de

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instructora sanitaria en una unidad deametralladoras

«No recuerdo a mi madre… En mi memoria soloquedan unas sombras imprecisas… Unoscontornos… Su cara, su silueta al inclinarse sobremí. La tuve cerca. Es la impresión que me quedó.Tenía tres años cuando mi madre murió. Mi padreservía en el Lejano Oriente, era militar de profesión.Me enseñó a montar a caballo. Es el recuerdo másfuerte de mi infancia. Mi padre no quería quecreciera como una damisela inútil. En Leningrado,recuerdo estar allí desde los cinco años, vivía conmi tía. Durante la guerra ruso-japonesa ella fueHermana de la Caridad. La quería como si fuera mimadre…

»¿Que cómo era de pequeña? Salté desde elsegundo piso del colegio por una apuesta. Megustaba el fútbol, siempre estaba jugando con losniños en la portería. Al empezar la guerra conFinlandia, intenté escaparme al frente un montón deveces. En 1941 acabé el séptimo curso y mematriculé en una escuela técnica. Mi tía lloraba: “¡La

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matriculé en una escuela técnica. Mi tía lloraba: “¡Laguerra!”. Yo estaba contenta: iría al frente, lucharía.¿Cómo iba a saber entonces lo que era la sangre?

»Formaron la Primera División de Guardia de lamilicia popular. A nosotras, unas cuantas chicas,nos admitieron en el batallón sanitario.

»Llamé a mi tía:»—Me marcho al frente.»Desde el otro extremo de la línea me contestó:»—¡Venga corriendo a casa, señorita! El

almuerzo se está enfriando.»Colgué. Después sentí pena por ella,

muchísima pena. Comenzó el asedio de la ciudad, elhorrible asedio de Leningrado, murió la mitad de lapoblación, ella estuvo sola. Era vieja.

»Recuerdo que una vez fui de permiso. Antesde ir a ver a mi tía, pasé por una tienda. Antes de laguerra me encantaban los bombones. Dije:

»—Póngame bombones, por favor.»La vendedora me miraba como si estuviera

loca. Yo no lo entendía: ¿qué era una cartilla deracionamiento? ¿Qué era el asedio? Toda la gente dela cola me estaba mirando, yo iba con un fusil queera más grande que yo. El día que nos los

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era más grande que yo. El día que nos losentregaron, lo miré y pensé: “¿Algún día seré igualde grande que este fusil?”. De repente la genteempezó a decir, toda la cola:

»—Dele los bombones. Coja nuestros bonos.»Salí de la tienda con los bombones.»En mitad de la calle estaban recolectando

ayudas para el frente. En una plaza, encima de lasmesas, había unas enormes bandejas, la gente seacercaba y depositaba las joyas: una sortija de oro,unos pendientes… Nadie apuntaba nada, nadiefirmaba recibos. Las mujeres se quitaban susalianzas…

»Son las imágenes que guardo en la memoria…»Y también hubo la famosa orden de Stalin

número 227: “¡Ni un paso atrás!”. ¡El fusilamientocomo castigo por retroceder! El fusilamiento in situ.O bien, entrega a los tribunales y luego directo a losbatallones penales creados a raíz de esta orden. Alos que acababan allí se les llamaba “condenados ala muerte”. Y a los que lograban romper el cerco oescapar del cautiverio, los enviaban a los campos decontrol y filtrado del NKVD. Los destacamentos debloqueo iban detrás… Disparaban a los suyos…

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bloqueo iban detrás… Disparaban a los suyos…»Son las imágenes que guardo en la memoria…»Un claro en el bosque… La tierra estaba

mojada después de la lluvia. En el centro,arrodillado, había un soldado joven. Cada dos portres se le caían las gafas, las recogía y se las volvíaa poner. Después de la lluvia… Era un chico deLeningrado, con estudios. Le habían retirado elfusil. Nos pusieron en fila. Por todas partes habíacharcos de agua… Nosotros… oíamos cómo élrogaba… Prometía… Suplicaba que no le fusilaran,que su madre no tenía a nadie excepto a él. Lloraba.Y allí mismo, sin esperar nada, le pegaron un tiro enla frente. Con un revólver. Era un fusilamientoejemplar: le pasaría lo mismo a cualquiera quevacilara. ¡Aunque fuera por un segundo! Por unosolo…

»Aquella orden me hizo madurar de la noche ala mañana. No se habló de… Procuramosolvidarlo… Sí, ganamos la guerra, pero ¡a quéprecio! ¡¿A qué terrible precio?!

»Estábamos en vela varios días seguidos: habíamuchos heridos. En una ocasión, nos pasamostodos tres días sin dormir. Me enviaron con untransporte sanitario a llevar a los heridos al hospital.

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transporte sanitario a llevar a los heridos al hospital.Después de entregar a los enfermos, el transportevolvía vacío y pude dormir. Regresé fresca comouna rosa, los compañeros en cambio se caían decansancio.

»Me crucé con el comisario político:»—Camarada comisario, estoy avergonzada.»—¿Qué te pasa?»—He dormido.»—¿Dónde?»Le conté que había acompañado a los heridos,

que había pasado el camino de vuelta durmiendo.»—¿Y qué? ¡Bien hecho! Al menos tendremos a

una persona despejada, los demás apenas seaguantan de pie.

»Pero sentía remordimientos. Convivimos conla voz de la conciencia durante toda la guerra.

»En el batallón sanitario me trataban bien, peroyo quería ser soldado de reconocimiento. Dije quesi no me dejaban ir a la primera línea de combate,me escaparía. Estaban a punto de expulsarme delKomsomol por desobediencia al reglamento decombate. Sin embargo, me fugué…

»La primera Medalla al Valor…

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»La primera Medalla al Valor…»Comenzó el combate. El fuego era muy

intenso. Los soldados se agazaparon. Sonó elllamamiento: “¡Adelante! ¡Por la Patria!”, pero no semovieron. Ordenaron de nuevo, nadie reaccionó.Me quité el gorro para que lo vieran: se habíalevantado una chica… Entonces todos se levantarony entramos en combate…

»Me entregaron la medalla y ese mismo díallevamos a cabo otra operación militar. Aquel díapor primera vez tuve… Bueno… Lo que tenemoslas mujeres… Vi la sangre y lancé un grito:

»—Me han dado…»Con nosotros estaba un técnico sanitario, un

hombre muy mayor. Enseguida se me acercó.»—¿Dónde te han dado?»—No lo sé… Pero estoy sangrando…»Me lo explicó como si fuera mi padre…»Después de la guerra, me pasé quince años

más saliendo de reconocimiento. Cada noche. Enmis sueños me fallaba el fusil automático, o biennos rodeaban. Me despertaba rechinando losdientes. Trataba de situarme: “¿Dónde estoy? ¿Allío aquí?”.

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o aquí?”.»Al acabar la guerra, tenía tres deseos: primero,

dejaré de arrastrarme por el suelo, iré en trolebús;segundo, me compraré una barra de pan blanco yme la comeré entera; tercero, dormiré hasta nopoder más en una cama con sábanas blancas. Lassábanas blancas…».

Albina Aleksándrovna Gantimúrova,sargento primero, tropas de reconocimiento

«Estaba embarazada del segundo… Mi hijo teníados años, yo estaba encinta. Estalló la guerra. Mimarido combatía en el frente. Me fui al pueblodonde vivían mis padres e hice… Ya me entiende…Aborté… En aquella época estaba prohibido…¿Cómo podía dar a luz? Alrededor había tantodolor… ¡La guerra! ¿Cómo se puede dar a luz si terodea la muerte?

»Hice un cursillo de criptografía, me enviaron alfrente. Deseaba la venganza por la hija que nuncatuve. A mi niña…

»Pedí el traslado a primera línea. Me dejaron en

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»Pedí el traslado a primera línea. Me dejaron enel Estado Mayor…».

Liubov Arkádievna Chárnaia,cabo mayor, criptógrafa

«Abandonábamos la ciudad… Todos… El 28 dejunio de 1941, al mediodía, nosotros, losestudiantes de la Universidad de Pedagogía deSmolensk, nos reunimos en el patio del taller deimprenta. Los preparativos fueron rápidos. Salimosde la ciudad por la vieja carretera de Smolensk haciaKrásnoe. Avanzábamos con cautela, en gruposreducidos. Ya entrada la tarde, el calor disminuyó,empezamos a caminar más deprisa, sin mirar atrás.Mirar atrás nos daba miedo… Hicimos un alto ysolo entonces miramos al este. El resplandor rojo seextendía a lo largo del horizonte, a una distancia deunos cuarenta kilómetros, parecía que ocupabatodo el cielo. Estaba claro que no se trataba de diezo de cien casas en llamas, estaba ardiendo la ciudadentera…

»Yo tenía un vestido nuevo, era vaporoso, con

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»Yo tenía un vestido nuevo, era vaporoso, convolantes. Le gustaba muchísimo a mi amiga Vera.Se lo había probado varias veces. Prometíregalárselo para su boda. Estuvo a punto decasarse. Su novio era muy majo.

»Y de pronto empezó la guerra. Nosmarchábamos a cavar trincheras. Entregamosnuestras cosas al administrador de la residencia.“¿Y el vestido?”. “Quédatelo, Vera”, le dije cuandodejamos la ciudad.

»No quiso. “Ya me lo regalarás cuando mecase, tal y como me prometiste”, dijo. En aquelresplandor rojo ardía mi vestido.

»Luego caminábamos mirando todo el ratohacia atrás. Era como si nos ardieran las espaldas.No paramos en toda la noche, por la mañanaempezamos a trabajar. A cavar las zanjas antitanque:siete metros, una pared vertical, tres metros y mediode profundidad. Cavaba y sentía que la pala mequemaba las manos, veía la arena de color rojo. Nolograba borrar de mi mente la imagen de nuestracasa, rodeada de flores, de lilas… Lilas blancas…

»Dormimos en unas tiendas levantadas sobre unprado entre dos ríos. Hacía calor y había mucha

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prado entre dos ríos. Hacía calor y había muchahumedad. Los mosquitos nos acribillaban. Antes deacostarnos los echamos de las tiendas, pero demadrugada estaban allí de nuevo, ni hablar dedormir tranquila.

»De allí me llevaron al hospital. Nosacomodaron en el suelo, muchos habíamos caídoenfermos. Tenía fiebre. Y escalofríos. Estabatumbada y lloraba. Se abrió la puerta, la doctoraavisó desde el umbral (no se podía entrar, loscolchones cubrían todo el suelo): “Ivanova, hayplasmodio en la sangre”. Se refería a mí. Ella nosabía que, desde que en sexto curso había leídosobre el plasmodio, era lo que más temía delmundo. En ese momento, por el altavoz sonó lacanción: “Levántate, gran país”. Era la primera vezque la oía. “Me curaré —pensé— y me iré alfrente”.

»Me llevaron a Kozlovka, cerca de Roslavl. Medejaron en un peldaño, estuve allí, sentada,aguantando con todas mis fuerzas para no caerme.Oí:

»—¿Esta?»—Sí —dijo el enfermero.

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»—Acompáñenla al comedor. Que comaprimero.

»Por fin me acosté en una cama. No se imaginala sensación: tumbada no en el suelo al lado de unahoguera, ni envuelta en una capa bajo un árbol, sinoen un hospital, calentita, en una cama con sábanas.Dormí siete días seguidos. Luego las enfermeras mecontaron que me despertaban y me daban decomer, yo no lo recuerdo. Cuando me despertésiete días después, vino el médico, me revisó yafirmó:

»—Su organismo es fuerte, saldrá adelante.»Y me dormí otra vez.»… De nuevo en el frente, mi unidad enseguida

fue rodeada y aislada. La ración diaria de alimentosera de dos galletas. No había tiempo para enterrar alos caídos, simplemente les echábamos encima unacapa de arena. Cubríamos sus rostros con elgorro… “Si sobrevivimos —dijo el comandante—,te enviaré a la retaguardia. Pensaba que una mujerno aguantaría aquí ni dos días. Con soloimaginarme a mi mujer…”. Lloré de lo enojada queme sentí, para mí estar en la retaguardia era peorque la muerte. Mi mente y mi espíritu resistían, pero

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que la muerte. Mi mente y mi espíritu resistían, peromi cuerpo no daba la talla. La sobrecarga…Recuerdo cómo arrastrábamos los proyectiles, loscañones, sobre todo en Ucrania: la tierra es muypesada en primavera, después de la lluvia, se volvíacomo la masa del pan. Cavar una fosa común yenterrar a los compañeros después de tres días sindormir… Incluso eso era difícil. Dejamos de llorarporque para llorar hacen falta fuerzas. Lo único quequeríamos era dormir. Dormir y dormir.

»Cuando estaba de guardia, yo caminaba sinparar y recitaba versos. Otras chicas cantaban parano caerse dormidas…».

Valentina Pávlovna Maksimchuk,servidora de una pieza antiaérea

«Transportábamos a los heridos fuera de la ciudadde Minsk… Yo iba con unos zapatos de tacón alto,mi altura me daba vergüenza. Se me rompió untacón y de repente alguien gritó: “¡Soldados! ¡Eldesembarco!”. Corrí descalza, con los zapatos en lamano, daba pena tirarlos, eran muy bonitos.

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mano, daba pena tirarlos, eran muy bonitos.»Cuando nos rodearon y comprendimos que no

saldríamos de esa, Dasha, la enfermera, y yo noslevantamos y salimos de la zanja, ya no queríamosocultarnos más: preferíamos morir de un balazo quecaer prisioneras, sufrir la humillación. Incluso losheridos, los que todavía eran capaces, también seponían de pie…

»Al ver al primer soldado alemán me quedé sinhabla. Allí estaban ellos, jóvenes, alegres,sonrientes. Y pasaran por donde pasaran, nada másver un pozo o una fuente se ponían a lavarse.Siempre se remangaban las camisas. Y se lavaban…A su alrededor había sangre, gritos, y elloslavándose… Cuánto los odiaba… Volví a mi casa,me cambié de ropa dos veces seguidas. Tododentro de mí protestaba contra su presencia. Nolograba dormir. Mi vecina, Klava, en cuanto los viopisar nuestra tierra, se quedó tullida. Los tenía en supropia casa… Se murió pronto porque no podíaaguantarlo…».

María Vasílievna Zhloba,integrante de una organización clandestina

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integrante de una organización clandestina

«Los alemanes entraron en nuestra aldea… Iban enmotocicletas, grandes y negras… Me los quedémirando: eran jóvenes y alegres. Se reían sin parar.¡A carcajadas! A mí se me paraba el corazón:estaban ocupando nuestra tierra y encima se reían.

»Mi único sueño era vengarme. Me imaginabamuriendo heroicamente y que después alguien mededicaba un libro. Que mi nombre perduraba en elrecuerdo…

»En 1943 tuve a mi hija… Mi marido y yo yanos habíamos ido al bosque, con los partisanos. Dia luz en un pantano, sobre un montón de paja.Secaba los pañales con el calor de mi cuerpo, melos colocaba en los senos, se secaban un poco, secalentaban, y volvía a ponérselos. A nuestroalrededor todo ardía, quemaban las aldeas, lascasas con la gente. O encerraban a la gente dentrode una escuela, de una iglesia… Echabanqueroseno… Mi sobrina de cinco años, ellaescuchaba nuestras conversaciones, me preguntó:“Tía, ¿qué quedará de mí cuando me quemen? Solo

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“Tía, ¿qué quedará de mí cuando me quemen? Sololas botas…”. Era lo que nos preguntaban nuestroshijos…

»Yo misma recogía los restos quemados…Recogí a la familia de mi amiga… La gente buscabahuesos, pedacitos de ropa, lo que fuera, tratábamosde reconocer de quién eran. Cada uno buscaba alos suyos. Yo encontré un trozo de ropa, mi amigadijo: “Es la blusa de mi mamá…”. Y se desmayó.La gente envolvía los huesos en sábanas y enfundas de cojines. En lo que teníamos a mano.Nosotras fuimos con un bolso, con lo querecogimos no lo llenamos ni a la mitad. Lodepositamos todo en una fosa común. Todo estabanegro, solo los huesos eran blancos. Y la ceniza delos huesos… Se reconocía a simple vista… Esblanca, muy blanca…

»Después de aquello ya nada me daba miedo.Mi hija era muy pequeñita, a los tres meses me lallevaba a las misiones. El comandante me encargabauna misión y el pobre lloraba… Tenía que ir a laciudad y traer medicamentos, vendas, sueros… Losescondía entre las piernas y los bracitos de mi hija.En el bosque había heridos. Tenía que ir. ¡Debía

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En el bosque había heridos. Tenía que ir. ¡Debíahacerlo! Nadie más podía hacerlo, nadie podíapasar, en todas partes había patrullas alemanas…Pero yo sí. Con mi bebé. Envuelto en pañales.

»Me cuesta confesarlo… ¡Es difícil! Cogía sal yfrotaba a mi hija con ella para que le subiera lafiebre, para que llorara. Se ponía roja, la erupción lebrotaba por todo el cuerpo, lloraba, gritaba a plenopulmón. Me paraban en el puesto de control y yoles enseñaba a la niña: “Tifus, señor… Tifus…”. Alinstante me echaban de allí, me arreaban para queme fuera cuanto antes: “Weg! Weg!”. Sí, la frotabacon sal, con ajo. La criatura era pequeña, aún ledaba el pecho.

»Cuando dejábamos atrás los controles yentrábamos en el bosque, yo rompía a llorar.¡Aullaba! Me daba tanta pena la pobre cría. Y en unpar de días iba otra vez…».

María Timoféievna Savítskaia-Radiukévich,enlace de un regimiento de partisanos

«Entonces supe lo que era el odio… Por primera

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«Entonces supe lo que era el odio… Por primeravez experimenté ese sentimiento… ¡Cómo podíanpisar nuestra tierra! ¿Quiénes eran? Solo de verlome subía la fiebre. ¿Por qué estaban en mi país?

»De repente llegaba una columna conprisioneros de guerra y al pasar dejaban centenaresde cadáveres en la carretera… Centenares… A losque caían desfallecidos los remataban allí mismo.Les atizaban como si fueran ganado. Dejamos dellorar a los muertos. No nos daba tiempo aenterrarlos, de tantos que había. Durante díasyacían en el suelo… Los vivos convivían con losmuertos…

»Me encontré a mi hermanastra. Habíanquemado su aldea.

»Ella tenía tres hijos, habían muerto todos.Quemaron su casa, quemaron a sus hijos. Sesentaba en el suelo y se balanceaba de un lado aotro, acunando su pena. Se levantaba y no sabíaadónde ir.

»Nos fuimos todos al bosque con lospartisanos: mi padre, mis hermanos y yo. Nadie noslo pidió, nadie nos obligó, lo decidimos nosotros.Mi madre se quedó sola con una vaca…».

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Mi madre se quedó sola con una vaca…».

Elena Fiódorovna Kovalévskaia,partisana

«No lo dudé… Tenía una profesión útil en el frente.No lo pensé ni un segundo, no vacilé. En general,conocí a muy poca gente que quisiera esperar encasa. Esperar a que todo acabase. Recuerdo a unapersona… Una mujer joven, era nuestra vecina…Me dijo con toda sinceridad: “Yo amo la vida.Quiero maquillarme, ponerme guapa, no quieromorir”. No me acuerdo de nadie más. A lo mejor selo tenían callado, en secreto. No sé qué decirle…

»Recuerdo que saqué las plantas afuera de mihabitación y les pedí a mis vecinos:

»—Riéguenlas, por favor. Volveré pronto.»Volví al cabo de cuatro años…»Las chicas que se quedaban en casa nos tenían

envidia, las mujeres lloraban. De las que ibanconmigo, una de las muchachas no lloraba, todaslas demás llorábamos, pero ella no. Cogió elpañuelo y se mojó los ojos con agua. Un poquito.

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pañuelo y se mojó los ojos con agua. Un poquito.Se sentía algo incómoda: todas llorábamos y ellano. ¿Acaso entendíamos qué era la guerra? Éramosjóvenes… Ahora sí, me despierto aterrorizada enmitad de la noche si sueño que estoy otra vez en laguerra… El avión vuela, mi avión, se eleva y…cae… Entiendo que me estoy cayendo. Son losúltimos minutos de mi vida… Da tanto miedo. Hastaque me despierto, hasta que el sueño se evapora.Los viejos temen a la muerte, los jóvenes se ríen deella. ¡Son inmortales! Yo jamás pensé que podíamorirme…».

Anna Semiónovna Dubróvina-Chekunova,teniente mayor de Guardia, piloto

«Me acababa de licenciar en la escuela deMedicina… Volví a mi pueblo, mi padre estabaenfermo. Y de repente llegó la noticia: la guerra. Meacuerdo de que nos enteramos por la mañana…Conocí aquella terrible noticia por la mañana… Elrocío matutino no se había secado aún cuando noslo anunciaron: ¡la guerra! Ese rocío que de pronto vi

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lo anunciaron: ¡la guerra! Ese rocío que de pronto visobre la hierba, sobre los árboles, después lorecordaba cuando estaba en el frente. La naturalezacontrastaba con lo que nos ocurría a los humanos.El sol brillaba… Las margaritas, mi flor favorita,florecían; en los prados las había a mares…

»Recuerdo que un día nos escondimos en uncampo de trigo, era un día soleado. Las metralletasalemanas se despertaron: ta-ta-ta-ta-ta, y luego nada,el silencio. Solo se oía el susurro del trigo… Tehacía pensar: “¿Volveré a escuchar alguna otra vezel susurro del trigo?…”.».

María Afanásievna Garachuk,técnica sanitaria

«A mi madre y a mí nos evacuaron… A la ciudadde Sarátov… En unos tres meses aprendí el oficiode tornera. Las jornadas de trabajo eran de veintehoras. Pasábamos hambre. Yo lo único que tenía enmente era conseguir ir al frente. Buena o mala, allíhabía comida. Habría galletas y té con azúcar.Racionaban la mantequilla. No recuerdo quién nos

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Racionaban la mantequilla. No recuerdo quién noslo dijo. ¿Tal vez fueron los heridos de la estación detrenes? Queríamos escapar del hambre y, porsupuesto, éramos del Komsomol. Fui con unaamiga a la oficina de reclutamiento, pero no dijimosque trabajábamos en la fábrica. Si lo hubiesensabido, no nos habrían admitido. Pero nosinscribieron.

»Nos enviaron a la Escuela de Infantería deRiazán. Salimos de allí con licencia de comandantede la escuadra de ametralladoras. La ametralladorapesaba mucho, cargábamos con ella. Como unoscaballos. De noche había que hacer guardia,estábamos atentas al más mínimo ruido. Comolinces. Controlábamos cualquier susurro… Se diceque en la guerra te conviertes en mitad humano,mitad animal. Totalmente cierto… No hay otraforma de sobrevivir. Si te limitas a ser humano, nohay salvación. ¡Perderás la cabeza! En la guerra unodebe recordar algo perdido dentro de sí. Algoarcano… Algo que procede de los tiempos en queel hombre no era del todo humano… No soy unapersona muy culta, soy una simple contable, pero sélo que digo.

»Acabé la guerra en Varsovia… Y lo hice todo

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»Acabé la guerra en Varsovia… Y lo hice todoa pie. Ya lo dicen, la infantería es el proletariado dela guerra. Avanzábamos arrastrándonos… No mepregunte más… No me gustan los libros sobreguerras. Sobre héroes… Estábamos todos hechosuna ruina, tosiendo, sin dormir, sucios, malvestidos, así éramos. A menudo hambrientos…Pero ¡ganamos la guerra!».

Liubov Ivánovna Lúbchik,comandante de la escuadra de ametralladoras

«Mi padre —yo lo sabía— había muerto en uncombate… Mi hermano también murió. Morir o nomorir ya daba igual. Yo solo sentía pena por mimadre. Una mujer bella se había convertido de unmomento a otro en una anciana muy enfadada consu destino, no podía vivir sin mi padre.

»—¿Por qué te vas a la guerra? —me preguntó.»—Para vengar la muerte de papá.»—Tu padre no habría soportado verte con un

fusil.»Cuando era pequeña, mi padre me peinaba. Me

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»Cuando era pequeña, mi padre me peinaba. Meponía lazos en el pelo. La ropa bonita le gustabamás que a mi madre.

»En la unidad militar fui la telefonista. Más quecualquier otra cosa recuerdo cómo el comandanteexigía a gritos: “¡Reemplazos! ¡Solicito losreemplazos! ¡Exijo los reemplazos!”. Y así cadadía…».

Uliana Ósipnovna Némser,sargento, telefonista

«No soy ninguna heroína… Yo era una niña guapa,de pequeña me mimaban mucho…

»Comenzó la guerra… No quería morir.Disparar me daba miedo, nunca había pensado quedispararía. ¡Qué va! Me espantaba la oscuridad, elbosque espeso. Por supuesto, tenía miedo de losanimales… Ufff… Cruzarse con un lobo o con unjabalí, no me atrevería ni a imaginarlo. Incluso losperros me daban miedo, cuando era pequeña memordió un pastor alemán y desde entonces les teníapánico. ¡Qué va! Yo soy así… Pero con los

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pánico. ¡Qué va! Yo soy así… Pero con lospartisanos aprendí de todo… Aprendí a disparar: lametralleta, la pistola, la ametralladora. Si hicierafalta, sabría demostrarlo ahora mismo. Recordaríacómo se hace. Nos enseñaban incluso cómoproceder si lo único que teníamos era una navaja ouna pala. Dejé de tener miedo a la oscuridad. Y alos animales… Pero no me acercaría a unaserpiente, no me acostumbré a las serpientes. Denoche en el bosque solían aullar las lobas. Nosotrosestábamos en nuestras cuevas subterráneas, comosi nada. Los lobos estaban hambrientos, feroces. Ylas cuevas eran pequeñas, parecían madrigueras. Elbosque era nuestra casa. La casa de los partisanos.¡Qué va! Después de la guerra, empecé a tenerleotra vez miedo al bosque… Si puedo, evito lasexcursiones al bosque…

»Pensé que podría pasar la guerra escondida enmi casa, junto a mi madre. Junto a mi bella madre,ella era muy guapa. ¡Qué va! Yo misma jamás mehabría atrevido… Ni hablar. No me atreví… Pero…Nos dijeron… que los alemanes habían entrado enla ciudad y me di cuenta de que yo soy judía. Antesde la guerra habíamos vivido en armonía: rusos,

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de la guerra habíamos vivido en armonía: rusos,tártaros, alemanes, judíos… Éramos todos iguales.¡Qué va! Yo ni siquiera había oído la palabra“judío”, yo vivía con mi papá, mi mamá, con mislibros. Y de pronto éramos leprosos, nos echabande todas partes. Algunos conocidos incluso dejaronde saludarnos. Sus hijos no nos saludaban. Losvecinos nos decían: “Déjennos sus cosas, ya no lasnecesitarán”. Antes de la guerra eran amigos de lafamilia: tío Volodia, tía Ania… ¡Qué va!

»A mi madre la mataron de un tiro… Ocurrióunos días antes de nuestro traslado al gueto. Lasdirectrices colgaban por toda la ciudad: a los judíosse les prohibía circular por la zona peatonal,cortarse el pelo en la peluquería, comprar en lastiendas… Se les prohibía reír, se les prohibíacantar… ¡Qué va! Mamá no lo tenía asumido,siempre fue un poco despistada. O tal vez no se lohabía querido creer… ¿Habría entrado en unatienda? ¿O le habrían dicho algo y ella se rió? Comohacen las mujeres guapas… Antes de la guerra ellacantaba en la filarmónica, todos la querían. ¡Qué va!Me imagino… Si no hubiera sido tan bella…Nuestra madre… Si hubiera ido conmigo, o con

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Nuestra madre… Si hubiera ido conmigo, o conpapá… No dejo de pensar en ello… Nos la trajeronunos desconocidos en plena noche, estaba muerta.Le habían quitado el abrigo y los zapatos. Fue unapesadilla. ¡Una noche horrible! ¡Horrible! Alguien lehabía quitado el abrigo y los zapatos. Le habíanquitado la alianza, el regalo de mi padre…

»En el gueto no teníamos una casa paranosotros, nos tocó vivir en un desván. Papá se llevóel violín, lo más valioso que teníamos, queríavenderlo. Yo estaba en cama con una amigdalitisgrave… Tenía mucha fiebre y no podía hablar.Papá quería comprar algo de comida, tenía miedode que yo muriese. Sin mi mamá me moriría… Sinsus palabras, sin sus manos. Yo, una niña tanmimada… Tan querida… Le estuve esperandodurante tres días hasta que unos conocidos meavisaron de que le habían matado… Dijeron quehabía sido por el violín… No sé si realmente teníavalor. Mi padre, antes de irse, dijo: “A ver si locambio por una jarra de miel y un trozo demantequilla”. ¡Qué va! Me quedé allí, sin mimadre…, sin mi padre…

»Fui a buscar a papá… Quería encontrar su

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»Fui a buscar a papá… Quería encontrar sucuerpo para que estuviéramos juntos. Yo era clarita,no morena, de pelo claro, así que en la ciudad nadieme había tocado. Fui al mercado… Allí meencontré con un amigo de mi padre que se habíamudado fuera de la ciudad, vivía con sus padres enuna aldea. Era músico como papá. Tío Volodia. Selo conté todo… Me escondió en su carreta debajode la capota. En la carreta, los cochinillos chillaban,las gallinas cacareaban, el viaje fue largo. ¡Qué va!Llegamos casi de noche. Me quedaba dormida, medespertaba…

»Así fue como acabé con los partisanos…».

Anna Iósifovna Strumílina,partisana

«Hubo un desfile militar… Nuestro destacamentode partisanos desfiló junto a las unidades delEjército Rojo. Después del desfile nos ordenaronque entregáramos las armas y que dedicáramosnuestros esfuerzos a la rehabilitación de la ciudad.No nos cabía en la cabeza: la guerra continuaba, tan

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No nos cabía en la cabeza: la guerra continuaba, tansolo se había liberado Bielorrusia, pero a nosotrosnos exigían que dejáramos de combatir. Fuimos a laoficina de reclutamiento, todas las chicas… Yo dijeque era enfermera y solicité que me enviaran alfrente. Me prometieron: “Muy bien, anotamos susdatos y si la necesitamos ya le avisaremos. Demomento vaya usted a trabajar”.

»Esperé. No recibía ningún aviso. Fui otra vez ala oficina… Y así varias veces… Finalmenteconseguí que me hablaran con franqueza: no menecesitaban, ya tenían suficientes enfermeras. Ahoralo necesario era desescombrar Minsk… La ciudadestaba en ruinas… ¿Me pregunta cómo eran laschicas? Una de ellas, Chernova, estaba embarazadacuando transportó una mina atada a su costado, allídonde latía el corazón de su bebé. Puede sacar suspropias conclusiones sobre cómo era aquella gente.Nosotros no necesitábamos ahondar en cómoéramos, porque éramos nosotros. Nos educaron enla idea de que éramos uno con la Patria. Otra amigamía salía de casa con su hija, y el cuerpo de la niña,por debajo del vestido, iba todo envuelto de folletospropagandísticos. La pequeña alzaba los brazos y

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se quejaba: “Mamá, tengo calor. Mamá, tengocalor”. Y las calles estaban repletas de alemanes.Policías auxiliares. Burlar a un soldado alemán aúnera posible; burlar a un policía auxiliar, jamás. Eragente local, nos conocían, conocían nuestro modode ser. Nuestra forma de pensar.

»Incluso los niños… Nos los llevábamos aldestacamento, pero eran niños. ¿Cómo podíamossalvarlos? Decidimos enviarlos lo más lejos posiblede la línea del frente, a los orfanatos de laretaguardia, pero ellos se escapaban, anhelabanllegar al frente. Los interceptaban en los trenes, enlas carreteras, y los devolvían al orfanato. Pero ellosvolvían a escapar.

»Se tardará cientos de años en digerir lo queocurrió. ¿Qué clase de gente era aquella? ¿De dóndevenía? Imagínese: una embarazada caminando conuna mina atada al cuerpo… Estaba encinta…Amaba, quería vivir. Claro que tenía miedo. Y sinembargo, iba por ahí con esa mina… No lo hizopor Stalin, sino por sus hijos. Por su futuro. Senegaba a vivir de rodillas. Someterse al enemigo…Tal vez éramos unos ciegos, no lo niego, nosabíamos, no comprendíamos muchas cosas, pero

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sabíamos, no comprendíamos muchas cosas, peroéramos ciegos y puros a la vez. Éramos dosuniversos unidos, dos realidades unidas. Debeentenderlo…».

Vera Serguéievna Románovskaia,enfermera

—Llegó el verano… Me gradué en la escuela deMedicina y recibí el diploma. ¡La guerra! Recibí unallamada de la oficina de reclutamiento y meordenaron: «Dispone de dos horas. Prepare suscosas. La enviamos al frente». Hice una maletapequeña.

—¿Qué se llevó a la guerra?—Bombones.—¿Cómo dice?—Una maleta llena de bombones. Al acabar la

escuela me habían designado a una aldea, así queme pagaron la indemnización por el traslado. Teníadinero y me lo gasté todo en comprar una maleta debombones de chocolate. Sabía que en la guerra nonecesitaría dinero. Encima de los bombones puse la

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necesitaría dinero. Encima de los bombones puse laorla de mi promoción, donde salían todas misamigas. Fui a la oficina de reclutamiento. Elcomandante me pregunta: «¿Dónde quiere que ladestinemos?». Le digo: «¿Adónde irá mi amiga?».Habíamos llegado juntas a la región de Leningrado,ella trabajaba en otra aldea a unos quincekilómetros. El hombre se ríe: «Ella me hapreguntado lo mismo». Cogió mi maleta paraacercármela al camión que nos llevaba a la estación:«Pesa mucho, ¿qué lleva?». «Bombones. Unamaleta entera». Se calló. Dejó de sonreír. Se notabaque se sentía incómodo, cohibido. Era un hombrede una cierta edad… Sabía adónde me estabaenviando…

María Vasílievna Tijomírova,técnica sanitaria

«Mi destino se decidió enseguida…»En la oficina de reclutamiento vi el anuncio:

“Se buscan conductores”. Me apunté a un cursillode seis meses… Ni se fijaron en que era maestra

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de seis meses… Ni se fijaron en que era maestra(antes de la guerra había estudiado en la escuela dePedagogía). ¿Quién necesita maestras cuandoestamos en guerra? Se necesitan soldados. Éramosmuchas chicas, un batallón de vehículos.

»Una vez, durante un ejercicio de tropas… Nosé por qué, pero no puedo recordarlo sin llorar…Era primavera. Habíamos acabado el ejercicio detiro y regresábamos a pie. Recogí unas violetas. Unramito pequeño, lo até a la bayoneta.

»Volvimos al campamento. El comandante noshizo formar en fila y me llamó. Salí de la fila…Olvidé por completo que iba con aquellas violetas.Me riñó: “Un soldado es un soldado, no una niñaque va recogiendo flores”. Le era incomprensibleque alguien pudiera pensar en coger flores en unasituación como aquella. Un hombre no lo podíacomprender… Pero yo no tiré mis violetas. Lasquité de la bayoneta y me las guardé en el bolsillo.Por esas violetas me castigaron con tres recargosextra…

»En otra ocasión estaba haciendo guardia. A lasdos de la madrugada vinieron a relevarme, pero yome negué. Le dije al compañero que fuese a dormir:

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me negué. Le dije al compañero que fuese a dormir:“Ya harás la guardia de día, yo me quedo”. Estabadispuesta a estar allí toda la noche, hasta elamanecer, con tal de poder oír a los pájaros. Solode noche podía encontrarse algo que recordara anuestra vida anterior. De paz.

»Cuando nos marchamos al frente, la gente salióa la calle y formaron una especie de muro humano:las mujeres, los ancianos, los niños. Todos lloraban:“Las chicas se van a la guerra”. El mío fue unbatallón de muchachas.

»Yo iba al volante… Después del combate,recogimos a los caídos. Todos eran jóvenes. Unosniños. Y entre ellos de pronto, una chica. Una chicamuerta… Nos quedamos mudas…».

Tamara Illariónovna Davidóvich,sargento, conductora

«¿Que cómo me preparaba para ir al frente?… Puesno me va usted a creer… Pensaba que acabaríapronto. ¡Que pronto venceríamos al enemigo! Mellevé una falda, mi falda favorita, dos pares de

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llevé una falda, mi falda favorita, dos pares decalcetines y un par de zapatos. AbandonábamosVorónezh, pero recuerdo que entramos corriendoen una tienda y me compré otro par de zapatos, detacón alto. Es una imagen que tengo: la retirada,alrededor todo estaba negro, humeante… Pero latienda estaba abierta: ¡un milagro! No sé por qué,pero me encapriché de aquellos zapatos. Eran muyelegantes, lo recuerdo… Y también me compré unperfume…

»Cuesta renunciar de golpe a la vida que hasllevado siempre. No solo se opone el corazón, sinotodo tu organismo. Me acuerdo de lo contenta queestaba al salir de la tienda con los zapatos. Estabaentusiasmada. Por todas partes había humo…Retumbaban los disparos… Estaba en plena guerra,pero todavía no quería pensar en ella. No me locreía.

»Y eso mientras a mi alrededor tronaban loscañones…».

Vera Iósifovna Jóreva,cirujana militar

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SOBRE LO COTIDIANO Y LO EXISTENCIAL

«Soñábamos… Habíamos deseado tanto entraren combate…

»Nos acomodaron en un vagón y allí mismocomenzó la formación. Era distinto de lo que noshabíamos imaginado en casa. Había que levantarsemuy temprano y nos pasábamos los días corriendo.Pero en nuestro interior aún perduraba la mirada deantes de la guerra. Nos indignaba que el cabo mayorGúsev, un hombre sin estudios, que solo tenía loscuatro cursos de secundaria, nos quisiera enseñar elreglamento de combate cuando ni siquiera sabíapronunciar bien ciertas palabras. Pensábamos: “¿Yqué nos puede enseñar este tipo?”. En realidad, nosestaba explicando cómo sobrevivir…

»Cuando pasamos la formación, justo antes deljuramento militar, el cabo nos trajo los uniformes:capotes, gorros, camisas, faldas… En vez de

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combinaciones nos entregaron dos camisas dealgodón de corte masculino, en vez de medias nosdieron peales y, para colmo, unos pesadosborceguíes americanos con el tacón y la puntaherrados. Por mi altura y mi constitución, resultóque yo era la más pequeña de toda la unidad: medíaun metro cincuenta y tres, y calzaba la talla 35. Porsupuesto, la industria textil militar no trabajaba conunas medidas tan minúsculas, y menos aún si eransuministradas por Estados Unidos. Me tocaronunos borceguíes de la talla 42. Me los quitaba yponía sin desatar los cordones, eran tan pesadosque tenía que caminar arrastrando los pies. Laprimera vez que marché al paso con compás fuepor una calzada empedrada, y mi calzado despedíachispas. Además, mi andar parecía cualquier cosamenos un paso con compás. Me espanta recordar lapesadilla de aquella primera marcha. Yo estabadispuesta a realizar una hazaña, pero no estabapreparada para calzar el cuarenta y dos en vez deltreinta y cinco. ¡Es tan pesado y tan feo! ¡Tan feo!

»El comandante se fijó en mi manera de andar yme llamó:

»—¡Smirnova! ¿Te parece eso un paso con

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»—¡Smirnova! ¿Te parece eso un paso concompás? ¿Acaso no te han enseñado cómo sehace? ¿Por qué no levantas el pie? ¡Tres recargosextra!

»—¡A la orden, camarada teniente mayor, tresrecargos extra! —Me di la vuelta para retirarme yme caí de bruces. Los pies se me salieron de losborceguíes… Los tenía sangrando…

»Fue así como se dieron cuenta de que nopodía caminar. Entonces ordenaron al zapatero denuestra compañía que me hiciera unas botas de latalla 35. Tuvo que usar la lona de una vieja tienda decampaña…».

Nonna Aleksándrovna Smirnova,soldado, servidora de una pieza antiaérea

«La de momentos de risa que pasamos…»La disciplina, los reglamentos, las insignias:

toda esa ciencia militar se nos hacía muy cuestaarriba. Una vez estábamos de guardia vigilando losaviones. Según el reglamento, si alguien se acerca,hay que pararle al grito de: “¡Alto! ¿Quién va?”.

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hay que pararle al grito de: “¡Alto! ¿Quién va?”.Pues se acerca el comandante y mi amiga va y lelanza: “¡Alto! ¿Quién va? ¡Con su permiso, voy adisparar!”. ¿Se lo imagina? Gritó: “¡Con supermiso, voy a disparar!”. Con su permiso… ¡Quérisa!».

Antonina Grigórievna Bóndareva,teniente de Guardia, piloto al mando

«Las chicas llegábamos a la escuela militar con unastrenzas muy largas… Esos peinados… Yo tambiénllevaba una corona de trenzas… Pero ¿dóndeíbamos a lavarnos una melena tan larga? ¿Cómo nosla secaríamos? Cada dos por tres sonaba la alarma,y había que acudir corriendo, tuviéramos el pelomojado o seco. Nuestra comandante, MarinaRaskova, nos ordenó que nos cortáramos lastrenzas. Todas las chicas obedecimos entre llantos.Pero Lilia Litviak, que acabó siendo una piloto muyconocida, no quiso deshacerse de su trenza.

»Fui a informar a Raskova:»—Camarada comandante, su orden está

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»—Camarada comandante, su orden estácumplida, solo Litviak se ha negado.

»Marina Raskova, con toda su bondadfemenina, era una comandante rigurosa. Me envióde vuelta.

»—¿Qué clase de secretario de la organizacióndel partido eres si no sabes hacer que se cumplanlas órdenes? ¡Media vuelta, andando!

»Pero los vestidos, los zapatos de tacón… Nosdaba tanta lástima… Los guardamos escondidos.De día nos calzábamos las botas y por la noche noslos poníamos, para mirarnos un rato en el espejo.Raskova lo descubrió, y unos días despuésrecibimos la orden: debíamos enviar por correotoda nuestra ropa civil a casa. ¡Así lo hicimos! Nohay que olvidar que nos aprendimos elfuncionamiento del nuevo modelo de avión enmedio año en vez de en dos, como sucedía entiempos de paz.

»Durante los primeros días del entrenamientoperecieron dos tripulaciones. Cuatro ataúdes. Todasnosotras, los tres regimientos, lloramos a lágrimaviva.

»Raskova nos dijo:

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»Raskova nos dijo:»—Amigas, secad las lágrimas. Son nuestras

primeras pérdidas, pero habrá muchas más. Apretadvuestros corazones…

»Después, ya en la guerra, enterramos a lascompañeras sin derramar ni una sola lágrima.Dejamos de llorar.

»Pilotábamos aviones de caza. La altura por símisma ya era una enorme carga para el organismofemenino, a veces la barriga se nos pegaba a lacolumna vertebral. Pero ¡las chicas volábamos yderribábamos a los ases de la aviación! ¡Así era!¿Sabe?, los hombres nos observaban perplejos.Nos admiraban…».

Klavdia Ivánovna Térejova,capitana de las fuerzas aéreas

«En otoño me llamaron de la oficina dereclutamiento… Me recibió el comisario militar, mepreguntó: “¿Sabe saltar con paracaídas?”. Confeséque me daba miedo. Había mucha propaganda delas fuerzas de desembarco aéreo: un uniforme

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las fuerzas de desembarco aéreo: un uniformebonito, chocolate cada día… Pero desde pequeñame daban miedo las alturas. “¿Le hace más ilusiónla artillería antiaérea?”. ¡Como si yo supiera qué esla artillería antiaérea! Entonces propuso: “¿Y si laenviamos a un destacamento de partisanos?”.“¿Podría escribirle cartas a mi madre, que vive enMoscú?”. Él cogió un lápiz rojo y finalmenteescribió en mi credencial: “Frente de la estepa”…

»En el tren había un joven capitán que seenamoró de mí. Pasó la noche de pie en nuestrovagón. No era un novato, le habían herido más deuna vez. No me quitaba el ojo de encima, me dijo:“Vera, por favor, no se rinda, no se vuelva unaamargada. Hay tanta ternura en usted… ¡Yo ya hevisto demasiadas cosas!”. Y frases por el estilo,sobre lo difícil que era salir puro de la guerra. Delinfierno.

»Mi amiga y yo tardamos un mes en alcanzar alCuarto Ejército de la Guardia del Segundo FrenteUcraniano. Finalmente llegamos. El cirujano jefesalió del quirófano, nos observó unos minutos ynos hizo pasar al quirófano: “Esta es vuestramesa…”. Los vehículos sanitarios llegaban uno tras

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mesa…”. Los vehículos sanitarios llegaban uno trasotro, vehículos de gran capacidad, losStudebaker… Los heridos estaban tirados en elsuelo, en las camillas. Lo único que preguntamosera a qué heridos debíamos atender primero, nosdijo: “A los que están callados…”. Al cabo de unahora ya estaba en mi mesa operando. Y ahíempecé… Operaba durante un día entero, paraba,dormía un poquito, me lavaba la cara y volvía a mimesa. Cada tres pacientes, uno moría. Nollegábamos a ayudar a todos. Uno de cada tres, losmuertos…

»En la estación de trenes de Zhmérinka hubo unbombardeo aéreo tremendo. El tren sanitario separó, todos salimos corriendo. Al comisariopolítico le habían operado de apendicitis el díaanterior… pues él también corría. Pasamos la nocheen el bosque, nuestro tren quedó hecho añicos. Demadrugada aparecieron los aviones alemanes ypeinaron el bosque con vuelo rasante. ¿Dóndepodíamos escondernos? No éramos unos topos, nopodíamos meternos bajo tierra. Me quedé de pie,abrazada a un abedul: “¡Ay, mamá, mamá! ¿Seráposible que me muera? Si sobrevivo, seré la

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posible que me muera? Si sobrevivo, seré lapersona más feliz del mundo”. Le cuente a quien lecuente lo del abedul, todos se tronchan. Fui unblanco muy fácil. Ahí erguida, junto a un abedulblanco… ¡Ay, qué risa!

»Celebré el día de la Victoria en Viena. Fuimosal zoo, me apetecía mucho. La otra opción eravisitar el campo de concentración. Todosestábamos invitados. Pero no fui… Ahora mepregunto: “¿Por qué no fui?…”. Tenía ganas dealgo alegre. Divertido. De ver otro tipo de vida…».

Vera Vladímirovna Sheváldysheva,teniente mayor, cirujana

«Éramos tres… Mamá, papá y yo… El primero enmarcharse al frente fue mi padre. Mamá quiso irsecon él, era enfermera, pero les separaron. Yoapenas había cumplido los dieciséis… No mequisieron admitir. Fui varias veces a la oficina dereclutamiento, al cabo de un año me aceptaron.

»Primero viajamos en un tren, un viaje largo.Junto con nosotras iban los soldados que volvían

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Junto con nosotras iban los soldados que volvíande los hospitales, también había chicos jóvenes.Nos hablaban sobre el frente, nosotras lesescuchábamos boquiabiertas. Decían que nosbombardearían. Nosotras lo esperábamos: ¿cuándoempezaría el bombardeo? Nos hacía ilusión,iríamos al frente y podríamos decir que éramosunos soldados experimentados.

»Llegamos. Pero en vez de armas, nosentregaron ollas, para lavar en las tinas. Todas eranchicas de mi edad. Antes teníamos a nuestrospadres que nos querían, nos mimaban. Yo era hijaúnica. Y de pronto ahí estábamos, cortando leña,avivando las estufas. Luego usábamos las cenizaspara lavar, en vez de jabón: se había acabado y nose sabía si volverían a traer o no. La ropa estabasucia, llena de parásitos. Impregnada de sangre…En invierno, la sangre pesaba todavía más…».

Svetlana Vasílievna Katýjina,soldado, unidad de lavandería

«Todavía recuerdo a mi primer herido… Recuerdo

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«Todavía recuerdo a mi primer herido… Recuerdosu cara… Tenía una fractura abierta de la diáfisisfemoral. ¿Se lo imagina? El hueso se le salía afuera,una herida de metralla, todo era un revoltijo. Esehueso… Me sabía la teoría, sabía lo que tenía quehacer, pero, cuando me acerqué a rastras hasta él yvi aquello, me sentí mareada. De pronto escuché:

“Beba un poquito de agua, hermanita”[12]. Elherido me lo había dicho a mí. Le daba pena.Aquello se me grabó en la memoria. Nada másoírlo, recapacité: “¡A tomar por saco las finezas dedamisela! Este hombre se está muriendo y yo aquímareada”. Desplegué el paquete de curas y le cubríla herida: me sentí aliviada, le había prestado ayudacomo era debido.

»A veces veo películas bélicas: la enfermera vapor allí, paseándose en primera línea de fuego, todalimpita ella, tan recogidita, con una falda en vez delpantalón guateado, y con su gorrito bien colocadoencima del tocado. ¡Mentira! ¿Acaso hubiéramossido capaces de sacar a un herido del combatevestidas así? Ya me dirá usted si se puede arrastraralgo por tierra vestida con una faldita, toda rodeadade hombres. A decir verdad, las faldas nos las

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de hombres. A decir verdad, las faldas nos lasentregaron solo cuando la guerra se estabaacabando, eran para las ocasiones especiales. Almismo tiempo recibimos también ropa interior demujer, en vez de los paños menores quellevábamos, de hombre. Estábamos locas dealegría. Nos desabrochábamos las camisas para quese viera…».

Sofía Konstantínovna Dubniakova,cabo mayor, instructora sanitaria

«El bombardeo… Bombardeaban, bombardeaban,bombardeaban. Todos echaron a correr… Yotambién. Corría y oía un gimoteo: “Ayuda…Ayuda…”. Pero continué corriendo… Al pocoempecé a darme cuenta de algo, noté el bolsosanitario colgando de mi hombro. Y la vergüenza.¡El miedo desapareció! Me di la vuelta y regresécorriendo: había un soldado herido, gimiendo. Levendé la herida. Luego pasé a otro, y a otro…

»Por la noche, el combate se acabó. A lamañana siguiente cayó la nieve. Bajo ella estaban los

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mañana siguiente cayó la nieve. Bajo ella estaban losmuertos… Muchos tenían los brazos levantados…hacia el cielo… Pregúnteme: “¿Qué es la felicidad?”.Yo le contestaré… “Es encontrar entre los caídos aalguien con vida…”».

Anna Ivánovna Beliái,enfermera

«Vi a mi primer muerto en combate… Le miraba ylloraba… Lloré su muerte… Entonces oí que mellamaba un herido: “¡Véndeme la pierna!”. Tenía unapierna arrancada de cuajo, se mantenía en su sitiosolo por la pernera del pantalón. Corté la pernera:“¡Ponme la pierna aquí! ¡Ponla a mi lado!”. Hice loque me pidió. Los heridos, si estaban conscientes,no nos permitían que dejáramos por ahí sus brazos,ni sus piernas. Se las quedaban. Y si morían, nospedían que enterrásemos a sus miembros con ellos.

»En la guerra creía que jamás me olvidaría denada. Pero se olvida…

»Era un hombre joven, guapo. Y yacía allí,muerto. Yo me imaginaba que a todos los que caían

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muerto. Yo me imaginaba que a todos los que caíanen combate los enterraban con honores militares,pero lo arrastraron hacia el boscaje como si nada.Cavaron una tumba… Lo pusieron allí tal cual, sinataúd, solo echaron tierra encima. El sol brillabamucho, también lo iluminaba a él… Era un cálidodía de verano… No había nada, ni siquiera una lonade campaña, lo metieron en la tumba con suuniforme, la camisa y el pantalón, tal como ibavestido, las prendas eran nuevas, debía de haberllegado hacía poco. Lo pusieron en la fosa y leecharon tierra encima. El hoyo era poco profundo,lo justo para que cupiera. Su herida no era grande,pero sí mortal: un tiro en la sien. Se pierde pocasangre y el hombre parece vivo, aunque muy pálido.

»Enseguida comenzó el bombardeo. Aquel sitioquedó destruido. No sé si quedó algo…

»¿Sabe cómo enterrábamos a los muertoscuando estábamos sitiados? Allí mismo, al lado dela trinchera donde nos ocultábamos, losenterrábamos y ya está. Quedaba como unamontañita y nada más. Si detrás venían las tropasalemanas, o los carros, enseguida los aplastaban,por supuesto. No había marcas, quedaba una

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superficie como cualquier otra. A menudo losenterrábamos en los bosques, debajo de losárboles… Debajo de los robles, de los abedules…

»Ya no soy capaz de estar en un bosque.Menos aún si es un bosque de árboles viejos… Nopuedo estar allí…».

Olga Vasílievna Korzh,instructora sanitaria del escuadrón de caballería

«En el frente perdí la voz… Yo tenía una buenavoz…

»La recuperé cuando regresé a casa. Se reunióla familia y brindamos: “Venga, Vera, cántanosalgo”. Y empecé a cantar…

»Me fui al frente siendo una materialistaconsciente. Una atea. Me fui siendo una buenaalumna de la escuela soviética. Y allí… Allí empecéa rezar… Antes de cada combate rezaba mispropias oraciones. Eran palabras sencillas… Mispropias palabras… Siempre decía lo mismo: rezabapor volver con mis padres. No me sabía las

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oraciones de verdad y no me había leído la Biblia.Nadie me vio rezar. Lo hacía a escondidas. Conmucha precaución. Porque… entonces éramosdistintos, la gente entonces era diferente. ¿Mecomprende? Nuestro modo de pensar era diferente,de entenderlo todo… Porque… Le contaré uncaso… Una vez entre los recién llegados había uncreyente, y los soldados se reían cuando le veíanrezar: “¿Qué, tu Dios te ayuda? Y si Él existe, ¿porqué permite todo esto?”. Ellos no creían, igual quetampoco creía aquel hombre que gritaba delante delCristo crucificado: “Si Él te ama, ¿por qué no tesalva?”. Después de la guerra leí la Biblia… La hecontinuado leyendo toda la vida… Aquel soldadoera un hombre responsable, no quería disparar. Senegaba: “¡No puedo! ¡No voy a matar!”. Todosaceptaban matar, pero él no. ¿Sabe qué tiemposeran aquellos? Unos tiempos terribles… Porque…Le entregaron a los tribunales y dos días más tardelo fusilaron… ¡Dos tiros!

»Eran otros tiempos… Otras gentes… ¿Cómose lo explico?… Cómo…

»Por suerte… Yo no veía la gente a la quemataba… Pero… Da lo mismo… Ahora sé que yo

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mataba… Pero… Da lo mismo… Ahora sé que yomataba igual. Pienso en ello… Porque… Porque mehe hecho vieja. Rezo por mi alma. Le he dicho a mihija que, cuando yo me muera, lleve miscondecoraciones y medallas a una iglesia, no a unmuseo. Que se los entregue al sacerdote… Vienen amí en sueños… Los muertos… Mis muertos…Aunque nunca los haya visto, vienen y me observan.Los miro, busco entre ellos para ver si hay heridos,aunque estén muy graves, para poderlos salvar. Nosé cómo decirlo… Pero todos están muertos…».

Vera Borísovna Sapguir,sargento, servidora de una pieza antiaérea

«Yo, lo que no podía tolerar eran lasamputaciones… A menudo cortaban muy arriba,amputaban una pierna y apenas podía sostenerlapara llevarla hasta la palangana. Recuerdo quepesaban mucho. Me acercaba silenciosamente paraque el herido no se diera cuenta, y me las llevabacomo si fueran un bebé… Un recién nacido…Sobre todo si era una amputación alta, muy por

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Sobre todo si era una amputación alta, muy porencima de la rodilla. No lograba acostumbrarme.Bajo los efectos de la anestesia, los heridos gemían,o bien echaban pestes. Soltaban unas palabrotasmuy rebuscadas. Yo siempre iba cubierta desangre… Era oscura… Negra…

»No se lo contaba a mi madre. En las cartas quele enviaba le decía que todo iba bien, que tenía ropade abrigo, un buen calzado. Mi madre habíaenviado al frente a tres de los suyos, para ella no erafácil…».

María Selivéstrovna Bozhok,enfermera

«Nací y me crié en Crimea… Cerca de Odesa. En1941 terminé el décimo curso en la escuelaSlobodskaia del distrito Kordymski. Cuandoempezó la guerra, los primeros días escuchaba laradio. Comprendí que estábamos perdiendoterreno… Fui corriendo a la oficina dereclutamiento, me enviaron de vuelta a casa. Fuiotras dos veces más y en las dos ocasiones me

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otras dos veces más y en las dos ocasiones merechazaron. El 28 de julio por nuestro pueblopasaron las tropas en retirada, me uní a ellas y memarché al frente sin dar ningún aviso.

»Al ver al primer herido me desmayé. Despuésse me pasó. La primera vez que me metí bajo unalluvia de balas para rescatar a un soldado, gritabatan fuerte que ahogaba el ruido de la artillería.Después me acostumbré. Unos diez días más tardeme hirieron, yo misma me extraje la metralla y mepuse el vendaje…

»El 25 de diciembre de 1942… La 333.ªDivisión del Quincuagésimo Sexto Ejército seinstaló en una dominación en las cercanías deStalingrado. El enemigo quería arrebatárnosla a todacosta. Se libró una batalla. Nos atacaron contanques, pero con nuestra artillería logramosfrenarlos. Los alemanes recularon. En la zona denadie quedó un herido, el teniente Kostia Júdov, elartillero. Los camilleros que trataron de sacarlecayeron muertos. Enviamos a dos perros de rescatesanitario (esa fue la primera vez que los vi), tambiénlos mataron. Entonces me quité el gorro, me levantéy canté, primero a media voz y luego cada vez más

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y canté, primero a media voz y luego cada vez másy más fuerte, nuestra canción favorita de antes de laguerra: Te despedí cuando te fuiste a la batalla . Aambos lados de la zona neutra se instaló el silencio.Me acerqué a Kostia, me incliné, lo acomodé en eltrineo y empecé a arrastrarlo hacia nuestro bando.Mientras caminaba pensaba: “Que no me disparen ala espalda, que me peguen un tiro en la cabeza”. Unpaso, otro… Los últimos instantes de mi vida…¡Ahora! ¿Me dolerá o no? ¡Qué miedo! Pero nohubo ningún disparo.

»Los uniformes volaban: entregaban los nuevosy en un par de días se nos quedaban empapados desangre. Mi primer herido fue el teniente mayorBelov; mi último herido, Serguéi PetróvichTrofímov, sargento de la unidad de morteros. En1970 vino a verme, le enseñé a mis hijas la grancicatriz que tenía en la cabeza, la marca de la herida.En total, saqué de bajo el fuego a cuatrocientosochenta y un heridos. Un periodista hizo losnúmeros: todo un batallón de infantería…Cargábamos con hombres que pesaban dos y tresveces más que nosotras. Los heridos pesan mástodavía. Arrastrábamos al herido con sus armas, su

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todavía. Arrastrábamos al herido con sus armas, sucapote, sus botas. Nos echábamos sobre lasespaldas esos ochenta kilos y los llevábamos. Ydespués íbamos a por el siguiente, otros setenta ycinco u ochenta kilos… Así como cinco o seisveces durante un combate. Y eso que nosotras nopasábamos de los cincuenta kilos, como lasbailarinas. No me lo creo ya… No me lo creo…».

María Petrovna Smirnova (Kujárskaia),instructora sanitaria

«Año 1942… Salimos en misión. Cruzamos la líneadel frente y nos paramos al lado de un cementerio.Sabíamos que los alemanes estaban a cincokilómetros. Era de noche, ellos lanzaban bengalassin parar. Las mismas que usan los paracaidistas.Esas bengalas permanecen encendidas durantemucho rato e iluminan a mucha distancia. El jefe dela sección me llevó hasta un rincón del cementerio,me señaló desde dónde estaban lanzando loscohetes, me enseñó los arbustos por los quepodrían llegar los alemanes. Los muertos no me dan

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podrían llegar los alemanes. Los muertos no me danmiedo, de pequeña no temía los cementerios, peroen ese momento, con veintidós años, era la primeravez que me tocaba hacer de centinela… En esas doshoras me volví canosa… Me vi las primeras canas,un mechón entero, al salir el sol. Estaba vigilando yobservaba aquellos arbustos, que susurraban, semovían, y me parecía que en cualquier momento deallí iban a salir los alemanes… Y alguien más…Unos monstruos… Estaba sola…

»¿Le parece que estar de noche haciendoguardia en un cementerio es una tarea para unamujer? Los hombres se lo tomaban mejor, teníanmás asumida la idea de que había que vigilar, habíaque disparar… Para nosotras no dejaba de ser unanovedad. O, por ejemplo, hacer una caminata detreinta kilómetros. Con toda la munición. En un díacaluroso. Los caballos no aguantaban, se caían…».

Vera Safrónovna Davídova,soldado de infantería

«¿Me preguntas que qué es lo más espantoso de la

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«¿Me preguntas que qué es lo más espantoso de laguerra? Seguro que estás esperando que te diga…Ya sé lo que estás esperando… Crees que te voy aresponder: “Lo más espantoso de la guerra es lamuerte”.

»¿A que sí? Como si no os conociera, a losperiodistas… Vosotros y vuestros tópicos… Ja, ja,ja… ¿Por qué no te ríes? ¿Eh?

»Pues te voy a decir otra cosa… Para mí, lomás terrible de la guerra era tener que llevar calzonesde hombre. Un auténtico horror. Es que… A ver siencuentro las palabras… Bueno, en primer lugar, eraalgo muy feo… Estás en la guerra, te estáspreparando para morir por tu Patria, y vas y llevascalzoncillos de hombre. En fin, tienes un aspectoridículo. Absurdo. Los calzones masculinosentonces eran largos. Anchos. De satén. Había diez

chicas en nuestra covacha[13] y todas vestíancalzones de hombre. ¡Dios mío! En invierno y enverano. Durante los cuatro años.

»Cruzamos la frontera soviética… Como decíanuestro comisario durante las clases de política,había que rematar al animal en su propiamadriguera. Cerca del primer pueblo polaco nos

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madriguera. Cerca del primer pueblo polaco nosentregaron los nuevos uniformes y… ¿Y? ¿Y? ¡Porprimera vez nos entregaron bragas de mujer ysostenes! Por primera vez en toda la guerra. Ja, ja…¿Lo entiendes?… Por fin veíamos la ropa interiorfemenina de siempre…

»¿Por qué no te ríes? Lloras… Pero ¿porqué?».

Lola Ajmétova,soldado, tiradora

«No me admitían en el ejército… Yo tenía dieciséisaños, todavía faltaba mucho para que cumpliera losdiecisiete. Llamaron al frente a nuestra enfermera delpueblo, le trajeron un aviso. Lloró mucho, tenía quedejar en casa a su hijo pequeño. Entonces volví a laoficina de reclutamiento: “Iré yo en vez de ella”. Mimadre no me dejaba: “Nina, pero ¿cuántos añostienes? A lo mejor la guerra acaba pronto”. Unamadre es una madre.

»Los soldados me pasaban galletas y azúcar.Me protegían. Yo no tenía ni idea de que teníamos

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Me protegían. Yo no tenía ni idea de que teníamos

un katiusha[14], estaba escondido detrás de nuestraposición. Comenzó a disparar. Disparaba y todo anuestro alrededor tronaba, todo ardía. Mesorprendió tanto ese estruendo, el fuego, el ruido,me asusté tanto que me caí en un charco y perdí elgorro. Los soldados se rieron a carcajadas: “¿Quéte pasa, Nina? ¿Qué pasa, bonita?”.

»Los combates cuerpo a cuerpo… ¿Quérecuerdo? Recuerdo el crujido… Comenzaba lalucha cuerpo a cuerpo y enseguida venía esecrujido: eran los huesos humanos que se rompían.Los gritos, las voces inhumanas… Yo iba al ataquejunto a los soldados, solo un poquito más atrás. Loveía todo… Los hombres dándose bayonetazosunos a otros. Rematándose unos a otros. Clavandolas bayonetas en las bocas, en los ojos… En elcorazón, en la barriga… Y era… ¿Cómo lodescribo? No llego… No llego a describirlo… Enpocas palabras, las mujeres no conocen a loshombres en ese estado, en casa no los ven así. Nilas mujeres, ni los niños. Es espantoso…

»Acabada la guerra, regresé a casa, a la ciudadde Tula. Por las noches gritaba. Mi madre y mi

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de Tula. Por las noches gritaba. Mi madre y mihermana pasaban las noches a mi lado… Medespertaba gritando…».

Nina Vladímirovna Kovelénova,cabo mayor, instructora sanitaria de la compañía

de tiradores

«Llegamos a la zona de Stalingrado… Loscombates eran mortales. Un sitio letal… El agua y latierra se volvieron de color rojo… Teníamos quecruzar a la otra orilla del río Volga. Nadie nos hacíani caso: “¿Qué? ¿Unas chicas? ¡Al diablo! Nonecesitamos a gente en transmisiones, necesitamos atiradores, fusileros”. Éramos muchas, unas ochentamuchachas. Por la tarde aceptaron a las chicas queeran más altas, a mí y a mi amiga nos rechazaron.Muy bajitas. Altura insuficiente. Pretendían dejarnosen la reserva, lloré como una loca…

»En el primer combate, los oficiales meempujaban hacia abajo, yo sacaba la cabeza, queríaverlo. Era una especie de curiosidad, una curiosidadinfantil… ¡Ingenuidad! El comandante me chillaba:

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infantil… ¡Ingenuidad! El comandante me chillaba:“¡Soldado Semiónova! ¡Soldado Semiónova, te hasvuelto loca! La madre… ¡Te matarán!”. Justo lo queno me cabía en la cabeza: ¿cómo me iban a matar siacababa de llegar al frente? Entonces aún no sabíalo vulgar y poco selecta que es la muerte. No levayas con peticiones y súplicas.

»En los camiones viejos traían a los soldadosde la milicia popular. A los ancianos y a los niños.Les daban un par de granadas y los enviaban alcombate, allí tenían que hacerse con un fusil.Después de la batalla no había nadie a quienvendarle las heridas… Todos muertos…».

Nina Alekséievna Semiónova,soldado, transmisiones

—Recorrí la guerra de cabo a rabo…»Al arrastrar a mi primer herido me temblaban

las piernas. Le llevaba y susurraba: “Ojalá no se memuera… Ojalá no se me muera…”. Vendaba concuidado su herida, lloraba, le decía cosas cariñosas.Delante de mí pasó el comandante. Me pegó una

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Delante de mí pasó el comandante. Me pegó unabronca… Me dijo unas cuantas…

—¿Por qué le gritó?—No debía implicarme tanto, llorar. Me habría

agotado y aún había muchos heridos que atender.»Viajábamos, por todas partes yacían los

muertos, tenían las cabezas rapadas y verdes comolas patatas cuando les da el sol. Estaban esparcidoscomo patatas… Iban en plena carrera y cayeron ahímismo, sobre el campo labrado… Como unaspatatas…

Ekaterina Mijáilovna Rabcháeva,soldado, instructora sanitaria

«No sabría decir dónde ocurrió… En qué lugar…Estaba en un cobertizo con unos doscientosheridos, yo sola. Traían a los heridos directamentedel combate, había muchos. Era en una aldea… Norecuerdo el nombre, han pasado tantos años… Meacuerdo de que no dormí, no me senté ni un solominuto en cuatro días. Todos decían: “¡Enfermera!¡Ayúdeme!”. Yo corría de uno a otro enfermo; una

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¡Ayúdeme!”. Yo corría de uno a otro enfermo; unavez me tropecé y me caí, me quedé dormida alinstante. Me despertó un grito, un comandante, unteniente joven, también estaba herido, se incorporóun poco y pegó un grito: “¡Callaos! ¡Silencio!”. Sedio cuenta de que estaba exhausta, de que todos mellamaban, les dolía: “¡Enfermera! ¡Enfermera!”. Melevanté de un salto y me puse a correr, no sé haciadónde, ni para qué. Entonces lloré, por primera vezdesde que estaba en el frente lloré.

»Después… Nunca llegas a conocer a tucorazón. En invierno, los prisioneros de guerraalemanes empezaron a desfilar por delante denuestra unidad. Iban congelados, con las cabezasenvueltas en unas mantas rotas, con los capotesagujereados. Hacía tanto frío que los pájaros secongelaban al vuelo. Caían congelados. En estahilera había un soldado… Un niño… Las lágrimasse le habían congelado sobre las mejillas… Yo ibaempujando un carro con pan, lo llevaba al comedor.Él no lograba apartar la mirada de aquel carro, nome veía a mí, solo al carro. El pan…, el pan…Cogí una hogaza, la partí y le di un trozo. Locogió… No se lo creía… No… ¡No se lo creía!

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cogió… No se lo creía… No… ¡No se lo creía!»Yo estaba feliz… Estaba feliz porque no era

capaz de odiar. Me sorprendí a mí misma…».

Natalia Ivánovna Serguéieva,soldado, auxiliar de enfermería

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«Yo fui la única que regresé con mi madre…»

Viajo a Moscú… Todo lo que sé acerca de NinaYákovlevna Vishnévskaia por ahora solo ocupaunas pocas líneas de mi cuaderno: a los diecisieteaños se fue al frente y combatió como auxiliarsanitaria en el Primer Batallón de la Brigada deCarros de Combate del Quinto Ejército. Participóen la famosa batalla de los vehículos blindados dePrójorovka, donde en total se enfrentaron, deambos bandos, del soviético y del alemán, mildoscientos tanques y cañones de asalto. Una de lasbatallas de tanques más grandes de la historia.

Su dirección me la facilitaron los jóvenesexploradores de un colegio de Borísov, que habíanrecopilado una gran cantidad de material para unmuseo dedicado a la Brigada de Carros de Combatenúmero 32, que había liberado a la ciudad. Por lo

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número 32, que había liberado a la ciudad. Por logeneral, en las unidades de vehículos blindados, losauxiliares sanitarios eran hombres, pero en esta laauxiliar sanitaria era una mujer. Me puse en marchaenseguida…

Todo indica que ha llegado el momento deafrontar una cuestión básica: ¿cómo elijo unadirección entre decenas de ellas? Al principio iba ygrababa a todas las mujeres que surgían en micamino. Me pasaban de mano en mano,intercambiaban llamadas telefónicas. Me invitaban asus encuentros o simplemente a su casa, a tomar elté. Poco a poco comencé a recibir cartas de todo elpaís, mi dirección también la difundían por elcorreo de los excombatientes. Me escribían: «Yaeres una de las nuestras, una chica del frente».Pronto lo comprendí: entrevistarlas a todas erasencillamente inviable, tenía que formular algúnconcepto de búsqueda y selección. Pero ¿cuál?Clasifiqué todas las direcciones disponibles y lodefiní: debía obtener testimonios de mujeres desdediferentes profesiones bélicas. ¿A que cada unopercibe la vida a través de su oficio, a través de sulugar en el mundo o del acontecimiento en que

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lugar en el mundo o del acontecimiento en queparticipa? Era presumible que la enfermera habíavisto una guerra, la panadera otra, la paracaidistauna tercera, la piloto una cuarta, la comandante de lasección de fusileros una quinta… En la guerra, cadauna tenía, digamos, su propio campo de visión:para una era la mesa en el quirófano: «Vi tantosbrazos y piernas amputados… Por poco creí queya no quedaban hombres enteros en el mundo.Parecía que todos ellos o estaban heridos o habíanmuerto…». (A. Démchenko, cabo mayor,enfermera); para otra eran las ollas de la cocina decampaña: «A veces, después del combate ya noquedaba nadie… Ibas con una olla de gachas, desopa, y no tenías a quien dárselas…». (I. Zínina,soldado, cocinera); para otra era la cabina delpiloto: «Teníamos el campamento en el bosque. Alregresar de la misión decidí dar un paseo,estábamos en pleno verano, las fresas estabanmaduras. Iba caminando por un sendero y depronto lo vi: era un alemán muerto… Se habíapuesto negro… Sentí miedo. En un año de guerrano había visto a ningún muerto. Allí arriba era otracosa… Cuando volaba, todo se reducía a un único

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cosa… Cuando volaba, todo se reducía a un únicopensamiento: localizar el objetivo, lanzar las bombasy volver. No nos tocaba ver muertos. No teníamosque enfrentarnos a ese miedo…». (A. Bóndareva,teniente de Guardia, piloto); y la que fue partisana,incluso en el presente sigue asociando la guerra conel olor de una hoguera: «Todo lo hacíamos en lahoguera: el pan, la comida…, y si quedaban brasas,encima poníamos a secar las pellizas, las botas defieltro…». (E. Visótskaia).

Pronto mi ensimismamiento se interrumpe. Laencargada del vagón trae el té. Acto seguido lleganlas ruidosas y alegres presentaciones de loscompañeros del compartimento. Encima de la mesaya está la botella de vodka, los tentempiéscaseros… y, como suele suceder en nuestro país,empieza la conversación cordial. Sobre los secretosfamiliares y la política, sobre el amor y el odio,sobre los jefes del Estado y los vecinos.

Hace tiempo que me di cuenta de ello: somosgente de camino y conversaciones…

Yo también cuento mis cosas: adónde viajo, conqué fin. Dos de mis compañeros de viaje habíancombatido: uno acabó la guerra en Berlín siendo el

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combatido: uno acabó la guerra en Berlín siendo elcomandante de un batallón de zapadores, el otroluchó tres años en los bosques de Bielorrusia comopartisano. Enseguida la conversación gira en torno ala guerra.

Más tarde apunté nuestra conversación tal comose grabó en mi memoria:

—Somos una tribu en vías de extinción. ¡Unosmamuts! Somos de una generación que creía que enla vida hay cosas que están por encima de la vidahumana. La Patria y la Gran Idea. Bueno, y tambiénStalin. ¿Por qué negarlo? Las cosas como son.

—Completamente de acuerdo. En nuestraunidad había una chica audaz… Participaba en lasmisiones en los ferrocarriles. Iba a poner losexplosivos. Antes de la guerra, todos los de sufamilia habían sido represaliados: el padre, la madre,los dos hermanos mayores. Ella se fue a vivir consu tía. Buscó contacto con los partisanos desde losprimeros días de la guerra. Los de la unidad loveíamos claro: siempre se metía en la boca dellobo, quería demostrar… Antes o después, todosfuimos condecorados, ella nunca. Si no le dieronninguna medalla fue porque sus padres eranenemigos del pueblo. Perdió una pierna poco

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enemigos del pueblo. Perdió una pierna pocotiempo antes de que llegaran nuestras tropas. Fui averla al hospital… Lloraba… «Bueno —decía—, almenos ahora me creerán». Era una chica guapa…

—A mí un día se me presentaron dosmuchachas. Eran comandantes de una sección dezapadores, las enviaba un necio de esos queabundan en recursos humanos, en el acto las mandéde vuelta. Se enfadaron muchísimo. Ellas queríanestar en primera línea de batalla para ir desminandolos pasos.

—¿Y por qué las rechazó?—Por una serie de razones. Primero: ya

disponía de suficientes sargentos para llevar a cabolas mismas tareas para las que habían enviado aestas chicas. Segundo: a mi juicio no era necesariometer a las mujeres en primera línea, en elmismísimo infierno. Con nosotros, los hombres,bastaba. Y también sabía que tendría queconstruirles una caserna individual, acompañar suactividad de mando con un montón de cosas dechicas… Demasiada faena.

—Es decir, usted opina que la guerra no es lugarpara una mujer, ¿es eso?

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para una mujer, ¿es eso?—Históricamente la mujer rusa nunca se ha

conformado con bendecir a su marido o su hijocuando se marchaban a luchar, no se ha limitado aquedarse en casa llorando y esperando su vuelta. La

esposa del príncipe Ígor[15], Yaroslavna, seencaramaba a los muros y vertía la brea fundidasobre las cabezas de sus enemigos. Sin embargo,nosotros, los hombres, nos sentíamos culpables deque las muchachas combatieran; yo todavía mesiento culpable. Recuerdo una vez en que nosbatíamos en retirada. Era otoño, llovía sin parar, dedía y de noche. Junto a la carretera yacía una chicamuerta… Tenía una trenza larga y estaba cubierta defango…

—Es verdad… Cuando me contaron que,rodeadas por las tropas enemigas, nuestrasenfermeras estaban disparando para defender a losheridos, igual de indefensos que un niño, locomprendí. Pero figúrese una situación bien distinta:dos mujeres en misión de matar se arrastran porzona de nadie armadas con fusiles de francotirador.Bueno… No logro quitarme la sensación de que,quieras o no, no deja de ser una especie de «caza».

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quieras o no, no deja de ser una especie de «caza».Yo disparaba… Pero soy hombre…

—Pero ellas también estaban defendiendo sutierra, ¿o no? Salvaban la Patria…

—Es verdad… Con una chica así tal vez iría dereconocimiento, pero seguro que no le propondríamatrimonio. Bueno… Normalmente percibimos a lamujer como una madre o como una novia. Como labella dama, si me apura. Mi hermano pequeño mecontó que, cuando los prisioneros de guerraalemanes desfilaban por las calles de nuestra ciudad,él y otros niños empezaron a dispararles contirachinas. Nuestra madre, al verlo, le propinó unbuen cachete. Aquellos alemanes eran apenas unoscríos, los de la última cosecha de Hitler. Mihermano tenía siete años, pero se acuerda de cómonuestra madre los miraba con lágrimas en los ojos:«¡Malditas sean vuestras madres por haberosdejado ir a la guerra, a vosotros, tan jóvenes!». Laguerra es cosa de hombres. ¿Acaso con loshombres no tiene bastante para escribir?

—N-no… Yo soy testigo. ¡No! No olvidemoslo catastróficos que fueron los primeros meses de laguerra: toda nuestra aviación fue destruida en tierra,

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guerra: toda nuestra aviación fue destruida en tierra,nuestros carros blindados ardieron como cajas decerillas. Nuestros fusiles eran anticuados. Millonesde soldados y oficiales cayeron prisioneros. ¡Variosmillones! En un mes y medio, Hitler ya se habíaacercado muchísimo a Moscú… Los catedráticosse inscribían en la milicia popular. ¡Unos ancianosintelectuales! Y al mismo tiempo las chicas sedesvivían por ir al frente, voluntariamente. Uncobarde por sí mismo jamás se iría a luchar. Eranunas chicas valientes, extraordinarias. Hay datosestadísticos: las bajas humanas de personal médicoen primera línea de batalla ocupaban el segundopuesto, solo detrás de los batallones de fusileros.De la infantería. A ver, ¿sabe cómo es sacar a unherido del campo de batalla? Se lo contaré…

»Nos lanzamos al ataque, el enemigo nos recibiócon el fuego de las ametralladoras. El batallóndesapareció. Todos habían caído. No nos matarona todos, había muchos heridos. Los alemanescontinuaron disparando, no dieron el alto el fuego.Inesperadamente desde la trinchera saltó una chica,luego otra, luego una tercera… Se pusieron a vendara los heridos y a sacarlos fuera, por un momento

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a los heridos y a sacarlos fuera, por un momentoincluso los alemanes se quedaron perplejos. A lasdiez de la noche, todas las chicas estaban heridas degravedad, pero cada una de ellas había salvado porlo menos a dos o tres soldados. Las condecorabancon cuentagotas, al inicio de la guerra no seprodigaban los galardones. Había que sacar alherido junto con su arma personal. La primerapregunta que hacía el batallón sanitario al llegar era:“¿Dónde están las armas?”. Al inicio de la guerraeran escasas. Ya fuera un fusil, una metralleta o unaametralladora, había que cargar con el arma. En1941 se emitió la orden número 281 sobre lasrecomendaciones para conceder condecoraciones:la Medalla por el Servicio de Combate eraconcedida por salvar a quince heridos de gravedaden el campo de batalla (siempre con las armas); porsalvar a veinticinco, la Orden de la Estrella Roja; acuarenta, la Orden de la Bandera Roja; a ochenta, laOrden de Lenin. Le acabo de describir lo quesignificaba salvar durante el combate a un solo…bajo las balas…

—Es verdad… Yo también lo recuerdo… Enfin… Nosotros queríamos enviar a nuestros

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exploradores a la aldea donde se alojaba laguarnición alemana. Primero fueron dos… Luegouno más… Ninguno de ellos regresó. Entonces elcomandante mandó llamar a una de nuestras chicas:«Liusia, irás tú». La vestimos de pastora y ladejamos en mitad de la carretera… ¿Qué otra cosapodíamos hacer? ¿Qué otra solución teníamos? Aun hombre le matarían seguro, una mujer tal vezconseguiría pasar… Eso sí, ver a una mujer con unfusil en las manos…

—Y aquella chica, ¿regresó?—No recuerdo su apellido… Solo el nombre:

Liusia. La mataron… Los campesinos nos locontaron días después…

Todos nos quedamos callados. Luegobrindamos en memoria de los caídos. Laconversación cambia de rumbo: hablamos de Stalin,de cómo antes de la guerra aniquiló al mejorpersonal de mando, a la élite militar. De la cruelcolectivización y del año 1937. Del Gulag y de losexilios. De que el desastre de 1941 a lo mejor nohabría ocurrido si en 1937 no hubiera pasado lo quepasó. No hubiéramos retrocedido hasta Moscú.Hablamos de que después de la guerra aquello se

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Hablamos de que después de la guerra aquello seolvidó. La Victoria lo eclipsó todo.

—¿Y el amor? ¿Había amor en la guerra? —pregunto.

—Yo coincidí con muchas chicascombatientes, pero no las veíamos como mujeres.Aunque desde mi punto de vista eran unasmuchachas maravillosas. Pero eran nuestras amigas,las que nos sacaban del campo de batalla. Nossalvaban, nos curaban las heridas. A mí me salvaronla vida en dos ocasiones. ¿Cómo podría tener unmal concepto de ellas? Pero… ¿acaso usted podríacasarse con su hermano? Nosotros las llamábamos«hermanas».

—¿Y después de la guerra?—Cuando la guerra acabó, ellas quedaron muy

mal paradas. Mi mujer, por ejemplo… Ella es muyinteligente, pero mira con malos ojos a las chicasque lucharon en el frente. Considera que solo fuerona la guerra para buscarse un novio, que seenredaban con cualquiera. En realidad (puedohablarle con sinceridad, ¿verdad?), en su mayoríaeran buenas chicas. Puras. Aunque acabada laguerra… Después de tanta suciedad, tantos

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guerra… Después de tanta suciedad, tantosparásitos, después de tantas muertes… Apetecíaalgo bonito. Colorido. Mujeres guapas… Yo teníaun amigo que se enamoró de una chica, una personaextraordinaria. Era enfermera. Pero después de laguerra él no quiso saber nada, se licenció y sebuscó a otra, más mona. Ahora no es feliz en sumatrimonio. No puede olvidar a su amor de laguerra, a la que también habría sido su amiga. Sinembargo, en aquel momento la dejó porque se habíapasado cuatro años viéndola calzar unas botasgastadas y una chaqueta guateada de hombre.Intentábamos olvidarnos de la guerra. Y de pasoacabamos olvidando a nuestras chicas…

—Es verdad… Éramos jóvenes… Nos apetecíaexprimir la vida…

Nadie durmió en toda la noche. Nos quedamoshablando hasta el amanecer.

Salgo del metro y enseguida me encuentro en untranquilo parque moscovita. Con un columpio y unarenero para los niños. Mientras camino, repaso laconversación telefónica, la voz ha sonado

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conversación telefónica, la voz ha sonadosorprendida: «¿Ya ha llegado? ¿Y viene a vermeenseguida? ¿No quiere pasar antes por la asociaciónde los veteranos de guerra? Allí tienen toda lainformación sobre mí, ¿ya la ha consultado?». Mehe quedado algo perpleja… Antes pensaba que elsufrimiento libera, que, tras superar las penas, elindividuo ya solo se pertenece a sí mismo. Que supropia memoria le protege. Pero estoydescubriendo que no, no es una regla general. Amenudo este saber e incluso el saber superior(inexistente en la vida normal) existen como un enteoculto, como una especie de reserva intangible ysecreta, como las pepitas de oro en una mina. Hayque separar minuciosamente el lastre y rebuscar bienentre los sedimentos del ajetreo diario parafinalmente hacerlo brillar. ¡Para que nos regale supreciada luz!

Entonces ¿qué somos en realidad, de quéestamos hechos? ¿De qué material? ¿Cuál es suresistencia? Eso es lo que quiero entender. Hevenido hasta aquí para encontrar la respuesta…

Me abre la puerta una mujer rolliza, de estaturamás bien pequeña. Me estrecha la mano con gesto

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más bien pequeña. Me estrecha la mano con gestomasculino, de la otra mano cuelga su nieto pequeño.Su actitud impasible y su moderada curiosidad mesugieren que en esta casa están acostumbrados a losvisitantes. Aquí los esperan.

La habitación es espaciosa, casi no haymuebles. Hay una estantería con libros, hecha amano, en su mayoría son libros de guerra,memorias, abundan las fotografías, imágenestomadas en el frente, ampliadas, se ve unacornadura de arce de la que cuelga un casco detanquista, encima de una mesita desfila una hilera decarros de combate en miniatura con las dedicatorias:«De parte de los soldados de la unidad…», «Porcortesía de los estudiantes de la academiamilitar…». A mi lado en el sofá se sientan tresmuñecos vestidos de uniforme. Incluso las cortinasy la tapicería son de color caqui.

Entiendo que aquí la guerra ni se ha acabado nise acabará nunca.

Nina Yákovlevna Vishnévskaia, auxiliar de

compañía, técnica sanitaria del batallón de carros

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compañía, técnica sanitaria del batallón de carros

de combate:

«¿Por dónde empiezo? He preparado un texto parati… Pero, bueno, hablaré de corazón. Tal y comofue… Te lo contaré como a una amiga…

»Para empezar, en las tropas de vehículos decombate, a las chicas nos aceptaban con desgana.Mejor dicho, no nos aceptaban. ¿Que cómo logréentrar?…

»Yo vivía con mi familia en la ciudad deKonákovo, en la región de Kalíninskaia. Acababa deaprobar los exámenes del octavo curso y pasaba anoveno. Ninguno de nosotros comprendía entoncesqué era una guerra, nos lo tomábamos como juego,como un libro de aventuras. Nos habían educadopara abrazar el romanticismo revolucionario, losideales. Nos creíamos a pies juntillas lo que decíanlos rotativos: la guerra acabaría pronto. Pero de undía para otro…

»Vivíamos en un enorme piso compartido juntocon otras muchas familias, y cada día alguien semarchaba al frente: tito Petia, tito Vasia… Losacompañábamos hasta la estación. Nosotros, losniños, lo vivíamos llenos de curiosidad. Los

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niños, lo vivíamos llenos de curiosidad. Losdespedíamos desde el andén… La orquesta tocaba,las mujeres lloraban, pero todo aquello no nosespantaba, al revés, nos divertía. La fanfarriasiempre tocaba la misma marcha: El adiós de

Slavianka. Nos entraban ganas de subir al tren yviajar con ellos. Al son de aquella música.Teníamos la sensación de que la guerra estaba enalgún lugar lejano. Yo, por ejemplo, me quedabapasmada admirando los botones de las guerreras,me encantaba su brillo. Enseguida me apunté alcursillo de voluntariado de los auxiliares de sanidad,pero los acontecimientos se percibían de maneramuy infantil. Como un juego. Después cerraron elcolegio y nos movilizaron para la construcción deobras defensivas. Nos alojaron en unos cobertizos,a campo abierto. Nos sentíamos incluso orgullosos:por fin íbamos a participar en alguna tarearelacionada con la guerra. Entramos a formar parte

del llamado “batallón de los débiles”[16].Trabajábamos desde las ocho de la mañana hastalas ocho de la noche, doce horas diarias.Cavábamos zanjas antitanques. Éramos todos unosniñatos que no pasábamos de los quince o dieciséis

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niñatos que no pasábamos de los quince o dieciséisaños… Una vez, mientras trabajábamos, oímosunas voces: uno gritaba “¡Cuidado con losaviones!”; otro, “¡Alemanes!”. Los adultos seprecipitaron a esconderse, pero nosotros nosmoríamos de curiosidad: ¿cómo serían los avionesalemanes?, ¿cómo serían los alemanes? Pasaron pordelante de nosotros, no vimos nada. ¡Vayadisgusto!… Poco después dieron media vuelta yrealizaron un vuelo rasante. Todos pudimos ver lascruces negras. No teníamos ni una pizca de miedo,solo curiosidad. Y de repente comenzaron adisparar las ametralladoras, a segar, delante denuestros ojos iban cayendo los compañeros conquienes habíamos estudiado y trabajado. Llegó elestupor, no lográbamos entender qué ocurría.Seguíamos allí, plantados, observando…Estábamos como anclados… Los adultos venían atodo correr y nos tiraban al suelo, pero nosotrosseguíamos igual que antes, no teníamos miedo…

»Al poco tiempo los nazis ya estaban muy cercade la ciudad, como a unos diez kilómetros,podíamos oír los cañonazos. Fui corriendo junto aotras chicas a la oficina de reclutamiento: eso,

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otras chicas a la oficina de reclutamiento: eso,aquello, ha llegado nuestra hora, queremosdefendernos, ir en pandilla. Sin dudarlo ni uninstante. Pero no nos admitían a todas, solo a lasmuchachas más resistentes y fuertes, y, ante todo, alas que ya tenían los dieciocho cumplidos. A lasjóvenes comunistas de expedientes intachables.Había un capitán seleccionando chicas para unaunidad de vehículos de combate. A mí, porsupuesto, no quiso ni escucharme porque solo teníadiecisiete años y medía un metro sesenta.

»—Si un soldado de infantería —me explicaba— recibe una herida, caerá al suelo. Usted podríaacercarse a él a rastras y vendarle allí mismo, o bientirar de él hasta un refugio. Un tanquista es otrahistoria… Si queda herido dentro del carro, hay quesacarlo por la escotilla. ¿Cómo va usted a sacar aun hombre fuera de un tanque? ¿Sabe lo robustosque son los tanquistas? Y para meterse en un tanquehay que trepar mientras le disparan; las balas, lametralla… ¿Sabe lo que es un carro en llamas?

»—¿Acaso no soy una joven comunista comolas demás? —Me puse a llorar.

»—Claro que lo es. Una joven comunista

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»—Claro que lo es. Una joven comunistapequeña.

»A mis amigas, con las que iba al cursillo deauxiliares sanitarios —eran unas chicas altas, fuertes— las aceptaron a todas. Me ponía triste que ellasse fueran y yo me quedase.

»A mis padres, por descontado, no les dijenada. Cuando fui a despedirme de las chicas, secompadecieron de mí y acabaron escondiéndomeen el camión, debajo de la lona. Viajábamos en uncamión abierto, todas con pañuelos de distintoscolores: negro, azul, rojo… Y yo con la cabezaenvuelta en una blusa de mi madre. Como sifuéramos a cantar en un coro de aficionadas. ¡Vayapinta!… Sonrío siempre que me acuerdo de eso…Shura Kiseliova hasta se llevó su guitarra.Viajábamos, ya se veían las trincheras, los soldadosnos vieron y se pusieron a gritar: “¡Llegan lasartistas! ¡Llegan las artistas!”.

»Paramos delante del Estado Mayor y el capitándio la voz de mando: “Bajen y pónganse en fila”.Me puse la última. Las demás muchachas con susbártulos, yo sin nada. Como me había metido en elcamión de improviso, no llevaba nada. Shura me

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dio su guitarra: “Al menos tendrás algo en lasmanos”.

»Salió el jefe del Estado Mayor, el capitánanunció:

»—¡Camarada teniente coronel! Estas docechicas están a sus órdenes para prestar el serviciomilitar.

»El otro miró.»—No son doce, sino trece.»El capitán a lo suyo.»—No, camarada teniente coronel, son doce.

—Tan convencido estaba de que éramos doce. Segiró, miró y me vio enseguida—. ¿De dónde hassalido tú?

»Yo como si nada.»—He venido a combatir, camarada capitán.»—¡Acércate!»—He venido con mi amiga…»—Con tu amiga te vas a bailar. Aquí estamos

en la guerra. Acércate.»Tal como estaba, con la blusa de mi madre

puesta en la cabeza, caminé hacia él. Les mostré micarnet de auxiliar sanitaria. Y empecé a suplicar:

»—Señores, no tengan duda, soy muy fuerte.

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»—Señores, no tengan duda, soy muy fuerte.He trabajado como enfermera… He donadosangre… Por favor…

»Estudiaron mis papeles y el teniente coronelordenó:

»—¡Envíenla a casa! ¡Con el primer vehículo depaso!

»Y mientras esperábamos su llegada,temporalmente, me designaron a la sección sanitaria.Me quedaba allí preparando los tapones de gasa. Encuanto veía un coche llegar al Estado Mayor, meescondía en el bosque. Esperaba allí un par dehoras, el vehículo se alejaba y yo volvía a mistapones. Lo hice así durante tres días, hasta quenuestro batallón entró en combate. El PrimerBatallón de la Trigésima Segunda Brigada de Carrosde Combate. Mientras todos combatían, yo preparélas covachas para los heridos. En menos de mediahora comenzaron a llegar los heridos… Ymuertos… En aquel combate perdió la vida una denuestras chicas. En fin, se olvidaron de que metenían que devolver a casa. Se acostumbraron a mí.Los superiores ya ni se acordaban…

»¿Siguiente paso? Tenía que vestirme de

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»¿Siguiente paso? Tenía que vestirme deuniforme. Nos entregaron unos macutos para queguardáramos nuestras cosas. Eran nuevos, porestrenar. Al mío le corté las correas, le descosí laparte de abajo y me lo puse por encima. Ya tenía lafalda militar. Por algún sitio encontré también unacamisa sin demasiados agujeros, me puse uncinturón y me fui con las chicas por ahí, a presumirun poco. Estaba enseñándoles el modelito a miscompañeras cuando en la covacha entró el cabo,seguido del comandante de la unidad.

»El cabo:»—¡Fir-rrr-mes!»Entró el teniente coronel, el cabo informó:»—¡Camarada teniente coronel! Se ha detectado

un suceso inesperado. Les he suministrado losmacutos a las chicas y una de ellas se ha metidodentro.

»El comandante me reconoció.»—¡Así que eres tú! ¡La que se nos coló!…

Bueno, cabo, es necesario uniformar debidamente atodas las muchachas.

»¿Qué ropa nos daban? Los tanquistas llevabanpantalones de lona con refuerzo en las rodillas. A

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pantalones de lona con refuerzo en las rodillas. Anosotras nos dieron unos monos de tela fina, dealgodón. La tierra estaba mezclada con fragmentosde metal, cubierta de piedras arrancadas… Al pocotiempo andábamos otra vez harapientas, porquenosotras no íbamos dentro de los carros, sino queavanzábamos a rastras por el suelo. Los carros amenudo ardían. El tanquista, si sobrevivía, acababacubierto de quemaduras. Nosotras igual, porquepara sacar a un hombre envuelto en llamas tambiéntienes que meterte en el fuego. Resultó verdad… Esrealmente difícil extraer a un hombre por la escotilla,sobre todo si era tirador de torreta. Y un muertopesa más que un vivo. Pronto lo averigüé…

»Llegamos allí sin la instrucción necesaria, nonos aclarábamos con los rangos. El cabo nos decíatodo el rato que, si queríamos ser soldados,teníamos que saludar a nuestros superiores, cuidarnuestro aspecto y abotonarnos el capote.

»Los demás soldados, viéndonos, a unas chicastan jóvenes, nos gastaban bromas a todas horas.Una vez, los de la unidad sanitaria me enviaron abuscar el té. Fui a buscar al cocinero. Me miró.

»—¿Qué quieres?

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»—¿Qué quieres?»Le dije:»—El té…»—No está listo.»—¿Por qué?»—Los cocineros nos tenemos que lavar

primero. Nos lavamos en las ollas. Cuandoacabemos, herviremos el agua…

»Me lo tragué. Le tomé en serio. Recogí miscubos y me di media vuelta. Mientras volvía, mecrucé con el médico.

»—¿Cómo es que traes los cubos vacíos?¿Dónde está el té?

»Le respondí tal cual:»—Los cocineros todavía tienen que lavarse en

las ollas. El té no está listo todavía.»El pobre se llevó las manos a la cabeza.»—¿Qué cocineros? ¿Qué ollas?»Me envió de vuelta, abroncó al cocinero y me

llenaron los dos cubos de té. Iba caminando, conlos cubos llenos, cuando vi llegar a mi encuentro aljefe de la sección política y al comandante debrigada. Enseguida me acordé de que un soldadodebía saludar a sus superiores. Pero iban dosjuntos. ¿Cómo iba a saludar a los dos al mismo

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juntos. ¿Cómo iba a saludar a los dos al mismotiempo? Avancé unos pasos pensando en cómoapañármelas. Entonces dejé los cubos en el suelo,levanté las dos manos saludando e hice sendasreverencias a uno y a otro. Ellos, que mientrasandaban apenas se habían fijado en mí, conaquellos saludos se quedaron estupefactos.

»—¿Quién te ha enseñado a rendir honores?»—El cabo. Dice que hay que saludar a todos y

cada uno de los superiores. Como ustedes dos vanjuntos…

»Para nosotras, las chicas, todo en el ejércitoresultaba difícil. ¡Lo que nos costaba aprendernoslas insignias! Cuando llegamos, aún se usaban losrombos, los cubitos, las rayas… Vete a saber quérango tenía ese o aquel. Ordenaban: “Llévale estepaquete al capitán”. ¿Y cómo sabré quién es?Mientras le buscabas, hasta la palabra «capitán» sete escapaba volando de la cabeza. Llegabas ysoltabas:

»—Señor, señor, el otro señor me ha ordenadoentregarle esto…

»—¿Qué otro señor?»—Ese que siempre lleva camisa. Sin la

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»—Ese que siempre lleva camisa. Sin laguerrera.

»La memoria no era capaz de retener si erantenientes o capitanes, solo si era apuesto o feo,pelirrojo o alto. “¡Ah, vale, aquel alto!”, decíamos.

»Claro que… Cuando vi esos monosquemados, los brazos quemados, los rostrosquemados… Yo… Fue sorprendente… Perdí laslágrimas… El don de llorar, ese don tan demujeres… Los tanquistas saltaban de los vehículosen llamas, los cuerpos ardiendo. Humeaban. Amenudo tenían los brazos o las piernas rotas.Estaban gravemente heridos. Me pedían: “Si muero,escriba a mi madre, escriba a mi mujer…”. Yo nosabía hacerlo. No sabía cómo se podía comunicarla muerte de alguien…

»Cuando fueron los tanquistas los que merecogieron a mí, con las piernas partidas, y mellevaron a una aldea ucraniana (por la zona deKirovograd), la dueña de la casa en que se alojaba launidad sanitaria lanzó el grito al cielo:

»—¡Ay, pero qué chaval tan joven!…»Los tanquistas se rieron.»—¡Mujer, no es un chaval, sino una chavala!

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»—¡Mujer, no es un chaval, sino una chavala!Ella se sentó a mi lado y me escudriñó con la

mirada, muy atenta.»—¡Qué va! Es un chaval muy jovencito…»Yo tenía el pelo muy corto, vestía con mono;

el casco, de chico. La mujer me cedió su camastroe incluso sacrificó un lechal para que me recuperaracuanto antes. No paraba de lamentarse:

»—¿Qué pasó? ¿Acaso os faltaban hombrespara tener que coger a niños? A chiquillas…

»De sus palabras, de sus lágrimas… Por untiempo, todo mi valor me abandonó, sentía tantapena por mí, por mi madre. ¿Qué hacía yo allí,entre todos aquellos hombres? Yo era una chica. ¿Ysi volvía a casa sin piernas? Lo que me pasaba porla cabeza… Los pensamientos… No los oculto…

»A los dieciocho años, en la batalla de Kursk,me condecoraron con la Medalla al Servicio deCombate y la Orden de la Estrella Roja; a losdiecinueve, con la Orden de la Guerra Patria desegundo grado. Siempre que llegaban losreemplazos (los chicos eran jóvenes), ellos porsupuesto se sorprendían. Tenían dieciocho odiecinueve años, como yo, y me preguntaban entre

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diecinueve años, como yo, y me preguntaban entreburlas: “¿Cómo es que te han dado esas medallas?”,o bien: “Pero ¿de verdad has participado en uncombate?”. Se mofaban: “¿Sabes que las balaspueden atravesar el blindaje?”.

»A uno de esos después le tuve que vendar laherida en el campo de batalla, bajo el fuegoenemigo, me acuerdo de su apellido: Schegolevatij.Le partieron una pierna. Mientras le ponía la tablilla,él me pedía perdón:

»—Perdóname, hermana, por haberte ofendido.A decir verdad, me gustas.

»¿Qué sabíamos nosotros sobre el amor? Sialguno había tenido alguno, había sido el amor decolegio, y el amor de colegio no deja de ser un amorinfantil… Recuerdo que una vez los alemanes noscercaron… Cavábamos la tierra con las manos, noteníamos nada. Ni siquiera palas… Nada… El cercose iba estrechando, se acercaban, cada vez más ymás. Lo decidimos: “Esta noche, o rompemos elcerco, o moriremos”. A mí me parecía queseguramente acabaríamos todos muertos… No sé sivale la pena que lo cuente… No sé…

»Nos camuflamos. Esperamos que llegara la

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noche para entrar en combate. El teniente, Misha T.,estaba sustituyendo al comandante del batallónporque el comandante estaba herido. Tenía unosveinte años, se puso a recordar cómo le gustababailar, tocar la guitarra. Luego me preguntó:

»—¿Alguna vez lo has probado?»—¿El qué? ¿Qué es lo que debería haber

probado? —Tenía muchísima hambre.»—No el qué sino a quién… ¡A una mujer!»—Pero ¡qué dices!»—Yo tampoco. Y ahora estamos a punto de

morir sin haber conocido el amor… Esta noche nosmatarán…

»—¿Eres imbécil o qué? —Por fin entendí aqué se refería.

»Nos moríamos por la vida aún sin saber quéera la vida. Solo habíamos leído de ella en loslibros. A mí me encantaban las películas de amor…

»Los auxiliares sanitarios de las unidades decarros blindados morían pronto. Ni siquierateníamos un sitio asignado dentro del tanque,íbamos encima, agarrándonos como podíamos alblindaje, con un único pensamiento en la cabeza:“Ojo con los pies, que no se me los traguen las

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“Ojo con los pies, que no se me los traguen lasorugas”. Había que estar alerta por si algún tanqueardía… Entonces saltar y correr, o arrastrarse hastaallí… En el frente éramos cinco amigas: LiubaYasínskaia, Shura Kiseliova, Tonia Bobkova, ZinaLatish y yo. “Las muchachas de Konákovo”, asínos llamaban los tanquistas. Y todas las chicasmurieron…

»La noche antes del combate en que mataron aLiuba Yasínskaia, ella y yo pasamos un largo ratohablando. Era 1943… Nuestra división se acercabaal río Dniéper. De repente me dijo: “¿Sabes unacosa?, moriré en este combate. Tengo unpresentimiento. He ido a ver al cabo y le he pedidoropa interior nueva, pero se ha portado como untacaño, me ha dicho que ya me había dado unconjunto nuevo hacía poco. Quiero que por lamañana me acompañes a verle”. Intenté calmarla:“Ya llevamos dos años guerreando, las balan nostienen miedo”. No obstante, a la mañana siguienteme convenció para que la acompañara, lesuplicamos que nos diera un conjunto de ropainterior. Aquella camisa interior nueva… Blancacomo la nieve, con unas cintas en el cuello… De

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como la nieve, con unas cintas en el cuello… Depronto estaba impregnada de su sangre… Esacombinación de blanco y rojo, con la sangrebermeja, se grabó en mi memoria. Era exactamentecomo ella se lo había imaginado…

»La transportamos encima de una capa de lonaentre las cuatro, de pronto pesaba mucho. Muchoscompañeros perdieron la vida en aquel combate.Cavamos una gran fosa común. Los dejamos allí atodos, directamente, sin ataúdes —era lo habitual—,y a Liuba la pusimos encima. Yo no lograbaentender que se había ido, que nunca más la vería.Se me ocurrió que debería coger algo suyo comorecuerdo. Llevaba un anillo, de qué era, si era deoro o no, no tengo ni idea. Pero lo cogí. Aunquelos chicos intentaron impedírmelo: “Ni se te ocurra,es de mal augurio”. Cuando dábamos el últimoadiós, cada uno, según la costumbre, echaba unpuñado de tierra, yo también lo hice, y el anillo secayó ahí dentro, en la fosa… Junto a Liuba…Recordé entonces que ella le tenía mucho aprecio aese anillo… Su padre luchó durante toda la guerra yregresó vivo junto a su mujer. Su hermano tambiénvolvió a casa. Todos los hombres de la familia

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volvió a casa. Todos los hombres de la familiavolvieron… Pero Liuba murió…

»Shura Kiseliova… Era la más guapa de todas.Como una actriz. Fue reducida a cenizas. Estabaocultando a los heridos graves entre las pilas deheno cuando abrieron fuego, y la paja prendió.Shura habría podido salvarse, pero para ello teníaque abandonar a los heridos… Se quemó junto aellos…

»Los detalles de la muerte de Tonia Bobkovalos conocí hace poco. Hizo de escudo para elhombre al que amaba. La metralla vuela enfracciones de segundo… ¿Cómo lo logró? Salvó alteniente Petia Boichevski, le quería. Él sobrevivió.

»Treinta años después, Petia Boichevski vino averme desde Krasnodar. Me encontró. Y me locontó. Fuimos juntos hasta Borísov y encontramosel claro del bosque en el que Tonia había perdido lavida. Cogió un puñado de tierra de su tumba…Cómo besaba aquella tierra…

»Éramos cinco las chicas de Konákovo… Yofui la única que regresé con mi madre…».

Inesperadamente empezó a recitar los versos:

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Subió al blindaje la muchacha,

valiente:

está defendiendo a su Patria en el

frente.

No teme las balas, no teme la metralla.

Su dulce corazón de ardor estalla.

Cómo recuerdo la belleza discreta

del día en que hube de verla muerta…

Me confiesa que lo compuso ella misma,durante la guerra. Sé que muchas de aquellas chicasescribían. A día de hoy, aún copian con esmeroestos versos, enternecedores y sencillos, y losguardan en los archivos familiares. Su presencia enlos álbumes de fotografías de la guerra —me losenseñan en cada casa— les aporta un aire de diarioíntimo. Normalmente los diarios hablan de amoríos,aquí en cambio el tema es la muerte.

«Tengo una familia muy unida. Es una buenafamilia. Muchos niños, nietos… Pero yo vivo en laguerra, todavía sigo allí… Hace diez años encontréa mi amigo Vania Pozdniakov. Creíamos que estabamuerto y resultó que no, que estaba vivo. En la

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muerto y resultó que no, que estaba vivo. En labatalla de Prójorovka, su carro —él era elcomandante— eliminó a dos tanques alemanes,luego estalló en llamas. Toda la tripulación murió,solo Vania salió con vida, sin ojos, cubierto dequemaduras. Le enviamos al hospital aunque nocreíamos que sobreviviera. No le quedaba ni uncachito sin quemar. Toda la piel… Toda… la piel sele caía a jirones… Como una capa… Di con sudirección después de treinta años… Había pasadomedia vida… Recuerdo que subía las escaleras yme temblaban las rodillas: ¿será él o no? Abrió lapuerta y me tocó la cara con las manos, mereconoció: “¿Nina, eres tú? ¿Eres tú?”. Después detanto tiempo me reconoció…

»Su madre, una mujer muy vieja, vivían juntos,se sentaba con nosotros, lloraba. Me sorprendí.

»—¿Por qué llora? Dos compañeros decombate se han reunido, tiene que alegrarse.

»Me contestó:»—Mis tres hijos se fueron a la guerra. Dos

murieron, solo Vania volvió a casa con vida.»Vania regresó ciego. Ella le había llevado de la

mano toda la vida.

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mano toda la vida.»Le pregunté a él:»—Vania, la última cosa que viste fue el campo

de batalla de Prójorovka, el combate de tanques…¿Qué recuerdas de aquel día?

»¿Sabe lo que me contestó?»—Lo único que lamento es haberme

precipitado al dar la orden de abandonar elvehículo. Igualmente todos los chicos murieron.Todavía habríamos podido incendiar otro tanquealemán…

»Eso es lo que le da más pena… Hasta el día dehoy…

»Él y yo éramos felices en la guerra… Entrenosotros no había aún palabras. No hubo nada.Pero lo recuerdo…

»¿Por qué sobreviví? ¿Para qué? Creo… Creoque para contarlo…».

El encuentro con Nina Yákovlevna continuó,pero ya por escrito. Después de transcribir laconversación y de seleccionar lo que más mesorprendió y conmovió, tal como había prometido,le envié el texto. Unas semanas más tarde, llegódesde Moscú un pesado paquete certificado. Loabrí: recortes de prensa, artículos e informes

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abrí: recortes de prensa, artículos e informesoficiales de la labor patriótica que realizó la veteranade guerra Nina Yákovlevna Vishnévskaia en loscolegios moscovitas. También estaban las páginasque le había enviado; de mi texto quedaba poco,tachaduras en cada párrafo: había eliminado lasdivertidas líneas sobre los cocineros que se lavabanen las ollas, e incluso el inofensivo: «Señor, señor,el otro señor me ha ordenado entregarle esto…». Enlas páginas que contaban la historia sobre el tenienteMisha T. aparecían unos indignados signos deinterrogación y anotaciones en los márgenes: «Parami hijo soy una heroína. ¡Una diosa! ¿Qué pensaráde mí al leer esto?».

En adelante me topé a menudo con estas dosverdades conviviendo en la misma persona: laverdad personal, confinada a la clandestinidad, y laverdad colectiva, empapada del espíritu del tiempo.Del olor a rotativos. La primera de ellas rara vezlograba resistir el ímpetu de la segunda. Si, porejemplo, en el apartamento de mi interlocutora habíaalgún familiar o conocido, o un vecino (sobre todoun hombre), ella se mostraba menos sincera y hacíamenos confidencias que si hubiéramos estado a

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menos confidencias que si hubiéramos estado asolas. Se convertía en una conversación pública.Dirigida al espectador. Me resultaba imposible llegara sus impresiones personales, chocaba contra unafuerte defensa interior. El autocontrol. La correcciónera constante. Se podía rastrear perfectamente larelación de causa-efecto: cuantos más oyenteshabía, más estéril, más imposible era la narración.Mesuraban cada palabra, ajustándola al «como esdebido». Lo horrible se volvía sublime; y lo oscuroe incomprensible del ser humano, explicable. Depronto me encontraba en el desierto del pasado,donde solo había monumentos. Los actos heroicos.Orgullosos e impenetrables. Fue lo mismo que pasócon Nina Yákovlevna: había una guerra querecordaba solo para mí, «te lo cuento como a unahija para que entiendas lo que nosotras, unas niñas,teníamos que soportar»; la otra estaba destinada auna audiencia numerosa, «tal como los demás locuentan y como lo describen los rotativos, sobrehéroes y proezas, para educar a la juventud pormedio de actuaciones ejemplares». Yo cada vezsentía más asombro ante esta falta de confianzahacia lo sencillo y lo humano, este deseo de sustituir

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hacia lo sencillo y lo humano, este deseo de sustituirla vida por ideales. El simple calor por el resplandorfrío.

No podía olvidar cómo las dos habíamostomado el té en su cocina, sin ceremonias. Las dosllorando.

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«En nuestra casa viven dos guerras…»

Un edificio gris de paneles prefabricados en la calle

Kajóvskaia de Minsk, media ciudad está edificada

con estos bloques de viviendas impersonales, de

varios pisos, que cada año se hacen más lúgubres.

Aunque este edificio es especial. «En nuestra casa

viven dos guerras…», me dicen al abrir la puerta.

En una unidad de la Marina de guerra del Báltico

combatió la sargento Olga Vasílievna

Podvishenskaia. Su marido, Saul Guénrijovich, fue

sargento de infantería.

Todo se repite… Una vez más, paso un largo

rato mirando los álbumes de fotografías familiares,

decorados con amor y cuidado, siempre expuestos

en algún lugar visible para los invitados. Y también

para los que viven en la casa. Cada uno de estos

álbumes tiene un título: «Nuestra familia», «La

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álbumes tiene un título: «Nuestra familia», «La

guerra», «La boda», «Los hijos», «Los nietos». Me

gusta encontrarme con este respeto hacia sus vidas,

con documentos que certifican su amor por el

pasado y por todo lo vivido. Por los rostros

entrañables. He visitado ya centenares de

apartamentos, he hablado con muchas familias,

cultas, sencillas, y rara vez me cruzo con este gran

sentido de la familia cuando la gente se refiere a su

genealogía, al hilo familiar. Ocurre lo mismo en

ciudades y pueblos rurales. Probablemente las

frecuentes guerras y revoluciones nos han hecho

desistir de cuidar el contacto con nuestro pasado,

de tejer cuidadosamente la telaraña del linaje. De

mirar atrás. De sentir orgullo. Nos apresurábamos a

olvidar, a borrar las huellas, porque los testimonios

guardados a menudo se convertían en pruebas que

le costaban la vida a alguien. Nadie conoce nada

más allá de sus abuelos, nadie busca sus raíces.

Hacíamos Historia, pero vivíamos al día. Con

memoria corta.

Pero en esta casa es diferente.

—¿Es posible que esta fuese yo? —Se ríe Olga

Vasílievna. Sentada a mi lado, coge una fotografía

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Vasílievna. Sentada a mi lado, coge una fotografía

donde aparece vestida con el uniforme de la Marina

y las condecoraciones militares—. Siempre que

miro estas fotografías me sorprendo. Saul se las

enseñó a nuestra nieta de seis años, y la niña me

preguntó: «Abuela, antes eras un chico, ¿verdad?».

—Olga Vasílievna, ¿usted se fue a la guerra

enseguida?

—Mi guerra comenzó con la evacuación…

Tuve que dejar atrás mi casa, mi juventud. Durante

todo el viaje nos estuvieron bombardeando,

dispararon sobre nuestro tren, los aviones volaban a

poca altura. Recuerdo que un grupo de chicos,

estudiantes de una escuela de artes y oficios,

saltaron del vagón, iban vestidos con unos capotes

negros. ¡Eran un blanco perfecto! Les acribillaron a

balazos, los aviones volaban muy bajo. La

sensación era que disparaban y contaban… ¿Se lo

imagina?

»Trabajábamos en una planta industrial,

teníamos comida y en general no estaba mal. Pero

nuestro corazón estaba en llamas… Yo escribía

continuamente cartas a la oficina de reclutamiento.

Una, la segunda, la tercera… En junio de 1942

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Una, la segunda, la tercera… En junio de 1942

recibí la citación de llamada a filas. Por el lago

Ládoga, en unas barcazas abiertas, bajo el fuego

enemigo, nos transportaron al asediado Leningrado.

De mi primer día en Leningrado recuerdo las

noches blancas y el destacamento de marinos,

vestidos de negro. El ambiente estaba cargado, no

había ni un peatón, solo se veía a los marinos,

iluminados por los reflectores, caminando con las

cintas de ametralladora colgadas del hombro, igual

que en la guerra civil. ¿Se lo imagina? Una imagen

de película…

»La ciudad estaba completamente sitiada. El

frente se encontraba muy cerca. El tranvía número 3

llegaba hasta la fábrica Kírov y allí mismo

comenzaba la línea del frente. Si el tiempo era

despejado, enseguida empezaba el bombardeo.

Disparaban a tiro directo. Disparaban, disparaban,

disparaban… Los grandes buques de guerra

estaban atracados en el muelle. Los camuflábamos,

por supuesto, pero seguía existiendo la posibilidad

de recibir un impacto. Nuestra especialización eran

las cortinas de humo. Organizaron un destacamento

especial de camuflaje con humo, encabezado por el

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especial de camuflaje con humo, encabezado por el

ex comandante de la escuadrilla de torpederos y

teniente de navío Aleksander Bogdánov. Las chicas

en su mayoría éramos graduadas en escuelas

técnicas o estudiantes de los primeros cursos de la

universidad. Nuestra misión era proteger los

buques, cubrirlos con el humo. Comenzaba el

bombardeo, y los marinos allí, impacientes: “Venga,

que las chicas se den prisa con el humo. Con la

cortina estamos más tranquilos”. Salíamos en unos

vehículos cargados con una mezcla especial, los

demás mientras tanto se escondían en los refugios

antiaéreos. Nosotras, ¿cómo se dice?, atraíamos el

fuego. Los alemanes lanzaban los proyectiles hacia

esa cortina de humo…

»La ración era, ya sabe, acorde al estado del

asedio, pero, bueno, íbamos aguantando. Por un

lado, éramos jóvenes, eso es un detalle importante;

por el otro, los habitantes de Leningrado no dejaban

de sorprendernos. Nosotros por lo menos

recibíamos algo de sustento, había comida, la

mínima, pero la había. En la ciudad, la gente

caminaba y se caía de hambre. Se morían. Los

niños venían y compartíamos con ellos nuestras

escasas raciones. No eran niños, eran una especie

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escasas raciones. No eran niños, eran una especie

de pequeños ancianos. Unas momias. Nos

explicaban su “menú” durante el asedio, por así

llamarlo: sopa de cinturones de piel o de zapatos

nuevos, gelatina de cola de carpintero, tortitas de

mostaza… En la ciudad se comieron a todos los

gatos y perros. Desaparecieron los gorriones, las

cotorras. Cazaban a ratas y ratones para

comérselos… Se las apañaban para freírlos…

Después los niños dejaron de venir, los

esperábamos pero ya no venían. Probablemente se

murieron. Es lo que pienso… En invierno, cuando

Leningrado se quedó sin combustible, nos enviaron

a un barrio donde todavía había inmuebles de

madera, teníamos que convertirlos en leña. El

momento más duro era cuando nos acercábamos a

una casa… Estabas delante de una buena casa, los

habitantes habían muerto o se habían marchado,

normalmente habían muerto. Se podía deducir por

la vajilla colocada encima de la mesa, por las cosas

de la casa. Pasaba una media hora antes de que

pudiéramos levantar nuestras palancas. ¿Se lo

imagina? Nos quedábamos todas allí, como

esperando algo. Solo después de que llegara el

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esperando algo. Solo después de que llegara el

comandante y empezase a hincar su palanca,

comenzábamos a derribar el edificio.

»Trabajábamos haciendo acopio de árboles,

también cargábamos con los cajones de la

munición. Recuerdo que una vez llevaba un cajón

de esos y me caí, el cajón pesaba más que yo. Eso

es una cosa. Y otra: lo difícil que resultaba aquello

para nosotras, las mujeres. Más tarde fui cabo de

una escuadra. Era una escuadra de chicos jóvenes.

Nos pasábamos los días enteros subidos a una

lancha. Los chicos podían satisfacer sus

necesidades directamente por la borda, y ya está.

¿Y yo, qué hago? Un par de veces aguanté todo lo

que pude y después salté al agua. Y me ponía a

nadar. Los chicos gritaban: “¡Sargento a la mar!”. Y

me sacaban. Una pequeñez tan elemental… Pero

¿seguro que es una pequeñez? Después tuve que ir

al médico… ¿Se lo imagina? ¿Y el peso de las

armas? Para una mujer también es difícil. Al

principio de la guerra nos entregaron los fusiles,

eran más altos que nosotras. Cuando las chicas

caminaban, las bayonetas les sobresalían medio

metro por encima de sus cabezas.

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metro por encima de sus cabezas.

»El hombre se acostumbraba con más facilidad.

Se acoplaba a esa austera cotidianidad… A esas

relaciones… Pero nosotras añorábamos,

añorábamos muchísimo nuestras casas, a nuestras

madres, la comodidad de una casa. Con nosotras

estaba una chica de Moscú, Natasha Zhílina. La

condecoraron con la Medalla al Valor y le dieron

permiso para ir a casa unos días. Cuando regresó,

la olfateábamos. Literalmente: hacíamos cola para

olerla, decían que olía a casa. Cómo echábamos de

menos a la familia… Qué alegría nos entraba al ver

el sobre con la carta… Al ver la letra de papá…

Cuando teníamos un rato de descanso, nos

poníamos a bordar algo, unos pañuelos. Nos

suministraban unos peales y los convertíamos en

fulares. Nos apetecía hacer cualquier tarea femenina.

Echábamos en falta todas esas cosas de mujeres, a

duras penas lo aguantábamos. Cualquier excusa era

buena para coger una aguja, coser algo, lo que

fuera, volver por lo menos por un instante a nuestro

estado natural. Claro que nos reíamos, también

vivimos momentos alegres, pero era distinto, no

como antes de la guerra. Era un estado de ánimo

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como antes de la guerra. Era un estado de ánimo

especial…

La grabadora registra las palabras, graba las

entonaciones. Las pausas. El llanto y el asombro.

Me doy cuenta de que cuando una persona habla

surge algo más grande, algo que supera lo que a

continuación aparecerá sobre el papel. Me da pena

no poder «grabar» los ojos, las manos. Viven su

propia vida durante la conversación. Una vida

separada. Tienen su propio «discurso».

—Tenemos dos guerras… Eso está claro… —

Saul Guénrijovich interviene en la conversación—.

Cuando empezamos a recordar, yo me doy cuenta

enseguida: ella recuerda su guerra, yo la mía. A mí

también me pasaron cosas parecidas a eso que le ha

contado de la casa, o de cómo hacían cola para oler

a esa chica. Pero yo no lo recuerdo… Se me

escapó… En aquel momento me parecía una

nadería. Una tontada. No le has explicado todavía

lo de los gorros marineros, ¿verdad? Olga, ¿cómo

has podido olvidarlo?

—No lo he olvidado. Es una de las cosas que

más recuerdo… Pero siempre me da miedo rescatar

esa historia de mi memoria. Cada vez… Bueno,

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sucedió así: las lanchas de nuestros chicos salieron

a alta mar de madrugada. Varias decenas de

lanchas… Al poco tiempo oímos que comenzaba el

combate. Esperamos… Escuchamos… El combate

duró muchas horas, hubo un momento en que se

aproximó a la ciudad. Pero cesó pronto. Justo antes

del anochecer salí a la orilla a mirar: por el canal de

Morskói bajaban flotando los gorros marineros.

Uno tras otro. Los gorros y unas manchas rojas

sobre las ondas… Y astillas… En algún lugar

habían echado al agua a nuestros chicos… Los

gorros siguieron flotando todo el rato que estuve

allí. Al principio los contaba, después paré. No

podía marcharme, pero tampoco podía seguir

mirando. El canal de Morskói se convirtió en una

fosa común… Saul, ¿dónde está mi pañuelo? No lo

he soltado de la mano… Pero ¿dónde está?

—Yo he memorizado muchas de sus historias,

para los nietos. Suelo contarles su guerra, la de ella,

no la mía. Me he dado cuenta de que les parece más

interesante. —Saul Guénrijovich desarrolla su

argumento—: Yo tengo más conocimientos bélicos

concretos, ella tiene más sentimientos. Los

sentimientos son más vivos, más fuertes que los

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sentimientos son más vivos, más fuertes que los

hechos. En Infantería también servían chicas. En

cuanto una de ellas entraba, todos nosotros

corríamos como locos a arreglarnos. Ni se lo

imagina… ¡Ni se lo imagina! —Enseguida comenta

—: Ella siempre usa esta expresión, se me ha

pegado. ¡No se imagina lo bueno que era oír la risa

de una mujer en la guerra! La voz de una mujer.

»¿Que si había amor en la guerra? ¡Pues claro

que lo había! Las mujeres con las que allí

coincidimos son hoy unas esposas maravillosas.

Fieles amigas. Los que se casaron en la guerra son

los más felices, los matrimonios más felices.

Nosotros dos también nos enamoramos en el frente.

Entre el fuego y la muerte. Es un vínculo muy

fuerte. No negaré que también había otras cosas,

porque fue una guerra larga y porque éramos

muchos. Pero yo lo que más recuerdo son los

momentos nobles. Magnánimos.

»En la guerra me convertí en una persona

mejor… ¡Indudablemente! Me hice mejor persona

porque allí había mucho sufrimiento. Vi mucho

sufrimiento, y yo también sufrí mucho. Allí lo nimio

se desechaba enseguida, era superfluo. Allí todo

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se desechaba enseguida, era superfluo. Allí todo

estaba muy claro… Pero la guerra se vengó de

nosotros… Nos da miedo reconocerlo incluso ante

nosotros mismos… La guerra nos alcanzó… Y

ahora nuestras hijas… No todas nuestras hijas son

felices. ¿La causa? Sus mamás, excombatientes, las

educaron tal y como ellas fueron educadas en el

frente. Y los papás también. De acuerdo con la ética

de aquellos tiempos. En el frente, como ya le he

dicho, la persona estaba completamente expuesta:

enseguida se sabía cómo era, lo que valía. No había

forma de esconderse. Nuestras hijas no tenían ni

idea de que la vida podía ser distinta de como la

vivían dentro de sus casas. Nadie les avisó nunca

de que la realidad tiene una parte oculta. Esas

chicas, cuando se casaron, fácilmente caían en

manos de granujas que las engañaban, porque no

costaba nada engañarlas. Les ocurrió a muchos de

nuestros amigos del frente con sus hijos. Y también

a nuestra hija…

—Por alguna razón, nosotros a nuestros hijos

no les hablábamos nunca de la guerra.

Probablemente nos daba miedo y tratábamos de

protegerles. ¿Acertamos? —reflexiona Olga

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protegerles. ¿Acertamos? —reflexiona Olga

Vasílievna—. Yo ni siquiera me ponía las

condecoraciones. En una ocasión me las arranqué y

ya nunca más me las he vuelto a poner. Después de

la guerra fui directora de una fábrica de pan.

Durante una reunión, la directora del grupo

industrial, una mujer, vio mis condecoraciones y

delante de todos me reprochó: «¿Por qué tienes que

llevar ese retablo puesto encima como hacen los

hombres?». Ella tenía una Orden del Trabajo,

siempre la llevaba puesta en la chaqueta, pero mis

condecoraciones militares no le gustaban. Cuando

nos quedamos a solas en su despacho, se lo solté

todo, ella se sintió afligida, pero yo perdí las ganas

de enseñar mis medallas. Hasta ahora siempre he

evitado sacarlas. Aunque me enorgullece tenerlas.

»Tuvieron que pasar decenas de años hasta que

Vera Tkachenko, una conocida periodista, publicara

en el periódico central Pravda un artículo sobre

nosotras, explicando que también habíamos

luchado en la guerra. Explicando que había mujeres

excombatientes que se habían quedado solas, que

no se habían casado y que no tenían casa. Y que el

país estaba en deuda con esas mujeres santas. A

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país estaba en deuda con esas mujeres santas. A

raíz de aquel artículo, la gente poco a poco empezó

a tener en cuenta a las mujeres combatientes.

Muchas habían cumplido los cuarenta, cincuenta

años, y vivían en residencias. Por fin empezaron a

facilitarles viviendas individuales. Mi amiga…

Prefiero no decir su apellido, por si acaso, para que

no se enfade… En la guerra había sido auxiliar

sanitaria militar… La hirieron en tres ocasiones.

Cuando acabó la guerra se matriculó en la facultad

de Medicina. No quedaba nadie de su familia, todos

habían muerto. Lo pasaba muy mal, por las noches

fregaba escaleras, así se ganaba la vida. Y a pesar

de todo jamás le confesó a nadie que tenía la

categoría de mutilada de guerra y derecho a

subsidio. Había destruido todos los documentos.

Le pregunté: “Pero ¿por qué lo hiciste?”. Ella

contestó sollozando: “¿Quién se iba a querer casar

con una inválida?”. “Vale —le dije—, entonces

hiciste lo correcto”. Y empezó a llorar a moco

tendido: “No sabes lo bien que me iría ahora tener

esos papeles… Estoy muy enferma”. ¿Se lo

imagina? Lloraba.

»En una ocasión invitaron a cien soldados de la

Marina, veteranos de la Gran Guerra Patria, a

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Marina, veteranos de la Gran Guerra Patria, a

Sebastopol, la ciudad de la gloria naval rusa. Fue

con motivo de las celebraciones del Trigésimo

Quinto Aniversario de la Victoria. Solo había tres

mujeres. Dos éramos mi amiga y yo. El almirante de

la Marina nos hizo una reverencia a cada una, nos

dio las gracias en público y nos besó las manos.

¡¿Acaso se puede olvidar algo así?!

—¿Alguna vez ha deseado olvidar la guerra?

—¿Olvidar? Olvidar… —vuelve a formular Olga

Vasílievna.

—No somos capaces de olvidarla. Está por

encima de nuestras posibilidades —Saul

Guénrijovich interrumpe la prolongada pausa—.

Olga, ¿recuerdas aquella vez, un día de la Victoria,

en que vimos a una madre, una señora muy anciana,

con una pancarta igual de vieja que ella, que decía:

«Busco a Tomas Vladímirovich Kúlniev,

desaparecido en 1942 durante el asedio de

Leningrado»? A juzgar por su cara, ya debía de

haber cumplido los ochenta. ¿Cuántos años hacía

que duraba su búsqueda? Y continuará hasta que

llegue su última hora. Nosotros somos como ella.

—Me gustaría olvidar. Me gustaría… —

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—Me gustaría olvidar. Me gustaría… —

pronuncia lentamente, casi en susurros, Olga

Vasílievna—. Me gustaría vivir al menos un día sin

la guerra. Sin nuestra memoria… Al menos un día

así…

Los recuerdo a los dos juntos, como en las

fotografías que se tomaron en el frente. Me regalan

una de ellas. Allí son jóvenes, mucho más jóvenes

que yo. Enseguida todo cobra otro sentido. Todo

se acerca. Miro esas fotografías procedentes de su

juventud y de pronto mi percepción de lo que acabo

de oír y grabar cambia. El tiempo entre nosotros

desaparece.

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«El auricular no dispara…»

Son tan distintas las maneras de recibirme y denarrar…

Algunas de ellas comienzan a contármelo todo almomento, en el primer contacto telefónico:«Recuerdo… Me acuerdo de todo como si hubieraocurrido ayer…». Otras procuran aplazar la cita y laconversación: «Tengo que prepararme… No quierovolver a aquel infierno…». Valentina PávlovnaChudaeva es de las que va con mucha cautela, abrecon desgana las puertas de su mundo, la he idollamando de vez en cuando a lo largo de variosmeses, en una ocasión hablamos durante dos horasy por fin decidimos conocernos. Sin demoras, aldía siguiente.

Estoy llamando a su puerta…—Te invito a probar mis empanadas. Llevo

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—Te invito a probar mis empanadas. Llevopreparándolas desde la madrugada. —Alegre, laseñora me abraza en el zaguán—. Ya tendremostiempo para hablar. Ya habrá tiempo para que llore alágrima viva… Llevo mucho tiempo conviviendocon mi tristeza… Ahora lo primero son lasempanadas. El relleno es de cerisuela. Tal como lohacemos en Siberia. Venga, entra.

»Perdona que te tutee. Es la costumbre delfrente: “¡Venga, chicas! ¡Ánimo, chicas!”. Todassomos así, ya lo sabes… Lo habrás visto…Riquezas, como ves, hay pocas. Todo lo quehemos conseguido ahorrar mi marido y yo estáguardado en una caja de bombones: un par deórdenes y de medallas. Lo guardo en el aparador,luego te lo enseño. —Entra en la habitación—. Losmuebles, como ves, también son viejos. Da penacambiarlos. Después de pasar mucho tiempo en unacasa, los objetos tienen alma. Yo lo creo.

Me presenta a su amiga, Aleksandra FiódorovnaZénchenko, que durante el asedio de Leningrado fuefuncionaria del Komsomol.

Me siento en la mesa: de acuerdo, que venganlas empanadas, y si encima son al estilo siberiano,

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las empanadas, y si encima son al estilo siberiano,con cerisuela, mejor aún, nunca las he probado.

Tres mujeres. Unas empanadas reciénhorneadas. Pero la conversación enseguida secentra en la guerra.

—No le haga preguntas ni la interrumpa —meavisa Aleksandra Fiódorovna—. Si para, empezaráa llorar. Y luego se callará… No la interrumpa.

Valentina Pávlovna Chudaeva, sargento,

comandante en una unidad de artillería:

«Yo soy de Siberia… ¿Qué me empujó a mí, a unachica de la lejana Siberia, a irse al frente? Como sesuele decir, de una punta a otra del mundo. En unaocasión me lo preguntó un periodista francés. Fueen el museo, él me miraba muchísimo, tanto que mesentí cohibida. ¿Qué quiere? ¿Por qué me mira?Finalmente se me acercó y por medio del traductorsolicitó que yo, la señora Chudaeva, le concedierauna entrevista. Por supuesto, me puse nerviosa.Pensé: “¿Qué querrá este?”. Acababa de oírmehablar en el museo. Por lo visto, le interesaba otro

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hablar en el museo. Por lo visto, le interesaba otrotema. Lo primero que hizo fue lanzarme un piropo:“Es usted muy joven… ¿Cómo es posible que hayaparticipado en la guerra?”. Le respondí: “Esto,como puede entender, demuestra lo jóvenes queéramos cuando combatíamos”. Pero lo que leinquietaba era otro asunto: “¿Cómo es que se metióen el frente viniendo desde Siberia, la otra punta delmundo?”. “Vale —comprendí—, probablemente loque quiere usted saber es si hubo movilización total,cosa que explicaría por qué yo, una estudiante delcolegio, me marché al frente”. Asintió, sí, eso era loque quería saber. “De acuerdo —dije—, lecontestaré la pregunta”. Y le conté toda mi vida,igual que ahora te la cuento a ti. Acabó llorando. Elfrancés lloró… Al final me confesó: “No se enfade,señora Chudaeva, pero para nosotros, losfranceses, el impacto de la Primera Guerra Mundialresultó más fuerte que el de la Segunda. Nosotrosconmemoramos la Primera Guerra, las tumbas y losmonumentos están por todas partes. De ustedessabemos poco. A día de hoy, muchos creen queEstados Unidos venció a Hitler en solitario; sobretodo, entre la gente joven. El precio que el pueblosoviético tuvo que pagar por la Victoria, aquellos

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soviético tuvo que pagar por la Victoria, aquellosveinte millones de vidas humanas perdidas en cuatroaños, es un dato desconocido. Tampococonocemos la magnitud real del dolor que tuvieronque soportar. De este infinito sufrimiento. Gracias,su historia me ha conmovido el alma…”.

»… A mi madre no la recuerdo. Perdió la vidade muy joven. Mi padre era el representante delComité provincial del Partido Comunista enNovosibirsk. En 1925 le enviaron a su aldea natal arecaudar el trigo. El país vivía sumido en lapobreza, los campesinos ricos escondían el pan,preferían que se pudriera. Yo tenía nueve meses. Mimadre quiso acompañar a mi padre a su aldea, élaceptó. Ella iba conmigo y con mi hermanita, notenía con quien dejarnos. Tiempo atrás papá habíatrabajado de peón para aquel kulák a quien habíaamenazado en la reunión aquella noche: “Sabemosdónde tiene guardado el trigo; si no nos lo entregapor las buenas, vendremos y se lo cogeremos porlas malas. Se lo quitaremos en nombre de laRevolución”.

»Nada más acabar la reunión, se juntó toda lafamilia. Mi padre tenía cinco hermanos, ninguno de

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familia. Mi padre tenía cinco hermanos, ninguno deellos regresó de la Gran Guerra Patria, igual que mipadre. Bueno, pues se sentaron a la mesa, a comerla tradicional pasta rellena, la de Siberia. Habíabancos colocados a lo largo de las ventanas… A mimadre le tocó sentarse con un hombro frente a laventana y otro hacia mi padre, que estaba donde nohabía ventana, solo pared. Era abril… En aquellaépoca del año en Siberia suele haber heladas. Por lovisto, mi madre tenía frío. Lo entendí después,cuando ya fui mayor. Se levantó, se echó la pellizade mi padre sobre los hombros y me dio el pecho.En ese momento se oyó el disparo. Queríandisparar a mi padre, apuntaban a su pelliza… Mimadre solo pudo pronunciar: “Pa…”, se le abrieronlos brazos y me dejó caer encima de la comidacaliente… Tenía veinticuatro años.

»Más tarde, mi abuelo se convirtió en elpresidente del sóviet rural de la misma aldea. Leenvenenaron con estricnina, se la echaron en elagua. Guardo la fotografía de su entierro. Colocadasobre el ataúd se lee la pancarta: “Cayó de la manodel enemigo del pueblo”.

»Mi padre era un héroe de la guerra civil,

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»Mi padre era un héroe de la guerra civil,comandante del tren acorazado que había luchado

contra la rebelión de las legiones checoslovacas[17].En 1931 fue condecorado con la Orden de laBandera Roja. En aquella época eran contadas laspersonas que la tenían, y más todavía en Siberia.Era un gran honor, un gran reconocimiento. Sucuerpo tenía las huellas de diecinueve heridas, noquedó ni un lugar sano. Mi madre explicaba —no amí, claro, a los parientes— que los checoslovacosblancos habían condenado a mi padre a veinte añosde presidio. Ella solicitó una visita, estaba en elúltimo mes de gestación, preñada de mi hermanamayor Tasia. En la cárcel había un largo pasillo, nola dejaban pasar para ver a mi padre, le dijeron:“¡Eres una escoria bolchevique! Tendrás que irarrastrándote de rodillas…”. Ella, a pocos días delparto, se arrastró por aquel largo pasillo. Así fue suvisita. A mi padre no le reconoció, tenía la cabezablanca. Un anciano de pelo canoso. Y eso queacababa de cumplir los treinta.

»Con un padre como el mío, y criada en unafamilia como la mía, ¿acaso hubiera sido capaz dequedarme tranquilamente de brazos cruzados

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quedarme tranquilamente de brazos cruzadosmientras veía al enemigo amenazar otra vez mitierra? Llevo su sangre… La misma sangre que mipadre. Él tuvo que afrontar muchas dificultades ensu vida… En 1937 interpusieron una denunciacontra él, trataron de difamarle. De convertirlo en unenemigo del pueblo. Eran aquellas horribles purgasde Stalin… Como dijo el camarada Stalin: “Dondepan se come, caen las migajas”. Anunciaron unanueva lucha de clases para que el país continuaraviviendo atemorizado. Para que fuera sumiso. Pero

mi padre logró ser atendido por Kalinin[18] yrecuperó su buen nombre. Todos conocían a mipadre.

»Todo esto me lo contaron más tarde misparientes…

»Pues bien, año 1941. Celebramos nuestragraduación. Todas teníamos nuestros planes,nuestros sueños, lo normal. Éramos chicas.Después del acto de graduación fuimos a celebrarloa una isla del río Ob. Éramos tan alegres, tanfelices… Yo aún no había besado a nadie, nisiquiera tenía novio. Estuvimos en la isla hasta quevimos la salida del sol, después regresamos… La

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vimos la salida del sol, después regresamos… Laciudad estaba alborotada, la gente lloraba. “¡Laguerra! ¡La guerra!”, se oía alrededor. En todaspartes estaba puesta la radio. No nos enterábamosde nada. ¿Qué guerra? Nosotras éramos felices,acabábamos de hablar de nuestros grandiososplanes: adónde iremos a estudiar, qué profesióntendremos. ¡Y de repente la guerra! Los adultoslloraban, pero nosotras no estábamos asustadas,nos decíamos que en menos de un mes “learreamos candela a los nazis”. Cantábamos lascanciones de antes de la guerra. Por descontado,nuestro ejército destrozaría al enemigo en su propioterreno. Ni sombra de duda… Ni por asomo…

No comprendimos nada hasta que empezaron allegar las partidas de difusión. Me puse literalmentemala: “¿Cómo es posible? ¿Es que nos estabantomando el pelo?”. Los alemanes ya se estabanpreparando para hacer un desfile en la plaza Roja.

Rechazaron la solicitud de alistamiento de mipadre. Pero él fue tenaz y una y otra vez volvía apresentarse en la oficina de reclutamiento. Despuéslo logró. Y eso con su salud, con su cabeza llena decanas, con sus pulmones: padecía tuberculosis

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canas, con sus pulmones: padecía tuberculosisinveterada. Curada muy por encima. Y a su edad.Pero se fue al frente. Se inscribió en la llamadaDivisión de Acero, también llamada División deStalin. Allí lucharon muchos siberianos. Nosotrosconsiderábamos que una guerra sin nosotros no erauna guerra, que debíamos combatir. ¡Exigíamosarmas! Todos los compañeros de mi clase fuimoscorriendo a la oficina de reclutamiento. El 10 defebrero me marché al frente. Mi madrastra llorabamucho: “Valentina, no te vayas. ¿Qué haces? Erestan débil, tan flaca, ¿acaso crees que sirves comosoldado?”. Yo fui una niña raquítica durante mucho,mucho tiempo. Ocurrió después de que matasen ami madre. No caminé hasta cumplir los cinco… ¿Dedónde saqué las fuerzas?

»Estuvimos viajando durante dos meses en losvagones de mercancía. Dos mil muchachas, unconvoy completo. El convoy siberiano. ¿Quéveíamos a medida que nos acercábamos al frente?Recuerdo un episodio… Jamás lo olvidaré: unaestación destruida, por el andén iban saltando conlas manos unos marineros. No tenían ni piernas, nimuletas. Caminaban con los brazos… El andén

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muletas. Caminaban con los brazos… El andénestaba repleto… Y además estaban fumando… Nosvieron a nosotras y se rieron. Gastaban bromas. Elcorazón me hacía tuc-tuc…, tuc-tuc… ¿Dónde nosestábamos metiendo? ¿Adónde íbamos? ¿Adónde?Cantamos para levantar los ánimos, cantábamosmucho.

»Nuestros superiores viajaban con nosotras,nos instruían. Nos animaban. Aprendíamos sobretransmisiones. Hasta que llegamos a Ucrania, fue allídonde nos bombardearon por primera vez. Pasójusto cuando nos encontrábamos en unos baños, enel centro de desinfección. Habíamos ido a lavarnos.Allí había un señor, el vigilante de los baños. Nosdaba vergüenza, lógico: éramos unas chicas muyjóvenes. Cuando empezó el bombardeo acudimoscorriendo a aquel señor: lo que fuera para salvarnos.Nos vestimos a lo loco, yo me puse una toalla en lacabeza, tenía una toalla roja, y salimos afuera. Elteniente primero, también un chaval, me gritó:

»—¡Señorita, al refugio! ¡Tire la toalla! Estáperjudicando el camuflaje…

»Yo me escapaba de él.»—¡Yo no estoy perjudicando nada! ¡Mi madre

me tiene prohibido salir a la calle con el pelo

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me tiene prohibido salir a la calle con el pelomojado!

»Después del bombardeo vino a buscarme.»—¿Por qué no cumples mis órdenes? Soy tu

superior.»No le creí.»—Ya… Lo que me faltaba, que fueras mi

superior…»Me peleé con él como si fuera un chico más.

Simplemente alguien de mi edad.»Nos dieron unos capotes grandes, gruesos,

parecíamos gavillas de trigo. Al principio nofabricaban botas para nosotras. Es decir, no es quefaltaran botas, es que solo había tallas de hombre.Más tarde nos cambiaron las botas, las nuevastenían la cabezada roja y la caña era de lona negra.¡Cómo presumíamos con esas botas! Estábamosflacas, las camisas militares —de hombre— noscolgaban por todos lados. Las que sabían coser selas ajustaban. Además, necesitábamos otras prendasde ropa… ¡Éramos chicas! El cabo ordenómedirnos los… Daba risa y pena al mismo tiempo.Vino el comandante del batallón: “¿Qué, el cabo yaos ha entregado todas vuestras cosas de chicas?”.

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os ha entregado todas vuestras cosas de chicas?”.El cabo informó: “Sí, ya he tomado las medidas”.».

«Me hice soldado de transmisiones en la unidad dela artillería antiaérea. Hacía guardias en la torre decontrol. Tal vez habría llegado al final de la guerracon el teléfono pegado a la oreja si no hubierarecibido el aviso de la muerte de mi padre. Mequedé sin mi querido papá. Sin la persona a la quemás quería. Sin mi única familia. Empecé a pedir:“Quiero vengarme. Quiero hacerles pagar la muertede mi padre”. Quería matar… Quería disparar…Me intentaban convencer de que las transmisioneseran una cuestión primordial para la artillería. Pero elauricular no dispara… Redacté una solicitud alcomandante del regimiento. Denegó mi petición.Entonces, sin pensármelo dos veces, me dirigí alcomandante de la división. Vino a vernos el coronelKrasnij, ordenó que formáramos filas y preguntó:“¿Quién es la que quiere ser comandante de launidad de artillería?”. Salí de la fila: el cuellodelgado y fino, y de ese cuello colgaba unametralleta, pesada, setenta y un cartuchos. Por lo

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metralleta, pesada, setenta y un cartuchos. Por lovisto, tenía una pinta tan deplorable que el coronelincluso sonrió. Segunda pregunta: “A ver, ¿quéquieres?”. Le dije: “Quiero disparar”. No sé en quése quedó pensando, pero guardó un largo silencio.Ni una sola palabra. Luego se dio la vuelta y se fue.Pensé que se había acabado, aquello era unrechazo. De pronto vino corriendo el comandante:“El coronel ha dado su autorización…”.

»¿Lo entiendes? No sé si se puede entenderahora. Quiero que entiendas mis sentimientos…Nadie dispara sin que haya odio en su interior. Es laguerra, no un día de caza. Recuerdo cómo durantelas clases de política nos leían el artículo de IliáEhrenburg “¡Mata!”. Cuando encuentres a unalemán, mátalo. Era un artículo famoso, todo elmundo lo leía, se lo aprendían de memoria. A míme causó una gran impresión, lo guardé en el petatedurante toda la guerra, junto a la partida dedefunción de mi padre… ¡Disparar! ¡Disparar!Tenía que vengarme…

»Hice un cursillo breve, muy breve: estudié tresmeses. Aprendí a disparar. Finalmente me convertíen comandante de una unidad de artillería. Me

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en comandante de una unidad de artillería. Meenviaron al Regimiento de Artillería Antiaéreanúmero 1357. Al principio sangraba por la nariz ypor los oídos, el desarreglo estomacal era total…La garganta se me secaba hasta provocarmenáuseas… De noche aún era aceptable, pero de díame moría del miedo. Tenías la sensación de que elavión volaba hacia ti, justo hacia tu cañón. ¡Te iba aembestir! En un instante… te convertirás en nada.¡Es el fin! Eso no es para una muchacha… No espara sus oídos, ni para sus ojos… Al principioteníamos unos cañones antiaéreos de ochenta ycinco milímetros, en la batalla de Moscúfuncionaron bien, más tarde decidieron usarloscontra los carros blindados y a nosotros noscambiaron al cañón del calibre 37. Fue durante lasbatallas de Rzhev… Los combates allí eran… Enprimavera se rompió el hielo del río Volga… ¿Sabesqué es lo que veíamos? Veíamos flotar los bloquesde hielo de color rojo y negro con dos o tresalemanes, y un soldado ruso encima. Así morían,agarrados entre sí. Quedaban prisioneros del hielo,y la mitad del hielo era sangre. El río Volga se llenóde sangre…».

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De repente se detiene: «Necesito retomar elaliento… Si no, me desharé en llanto, acabaréarruinando nuestra conversación…». Mira por laventana mientras recupera el dominio de sí misma.Un minuto más tarde sonríe: «Para serte franca, nome gusta llorar. Ya de pequeña me esforzaba por nollorar…».

«Escuchando a Valentina, me he acordado deLeningrado, del asedio —interviene AleksandraFiódorovna Zénchenko—. De un caso en particularque nos conmovió a todos. Nos contaron que unamujer de edad avanzada abría cada día la ventana yechaba un cacito de agua afuera, a la calle, y cadavez el agua llegaba más y más lejos. Primeropensamos que era otra loca, durante el asediohabíamos visto de todo, no obstante fuimos avisitarla, a averiguar de qué iba la cosa. Escuche loque nos dijo: “Si los nazis entran en Leningrado, sipisan mi calle, verteré agua hirviendo sobre suscabezas. Soy una vieja, no sirvo para nada, peropuedo escaldarlos”. Así que se entrenaba… Adiario… El asedio solo había empezado, aún habíaagua caliente… Se notaba que era una mujer culta.Recuerdo su rostro.

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Recuerdo su rostro.»Ella eligió una forma de lucha acorde con sus

fuerzas. Es necesario imaginarse aquel momento…El enemigo estaba en los límites de la ciudad, loscombates se desarrollaban en la zona del Arco deTriunfo de Narva. Bombardeaban las naves de laplanta industrial de Kírov… Cada uno pensaba quépodía hacer para defender la ciudad. Morir erademasiado fácil, había que hacer algo más.Participar. Miles de personas pensaban así…».

«Quiero encontrar las palabras adecuadas…¿Cómo podría expresarlo todo?». No sé a quién ledirige la pregunta Valentina Pávlovna, si a nosotraso a ella misma. «Volví de la guerra tullida. Unpedazo de metralla me impactó en la espalda. Laherida no era grande, pero me lanzó muy lejos, a lanieve. Resulta que el día anterior no me habíasecado bien las botas de fieltro, tal vez no habíaleña suficiente, o tal vez no era mi turno de secarpor la noche; la estufa era pequeña y éramosmuchos. Se me congelaron las piernas antes de queme encontrasen. Por lo visto, la nieve me cubrióentera, pero yo seguía respirando, se formó unagujero en la nieve… Una especie de tubo… Me

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agujero en la nieve… Una especie de tubo… Melocalizaron los perros sanitarios. Cavaron yencontraron mi gorra. Dentro tenía mi pasaporte dela muerte, todos lo teníamos: en él apuntábamos losnombres de nuestros parientes y las direcciones. Mesacaron, me tumbaron encima de una capa de lona,tenía la zamarra empapada de sangre… Pero nadiese fijó en mis pies…

»Pasé seis meses en el hospital. Me queríanamputar una pierna por encima de la rodilla porquela tenía gangrenada. Tuve mi momento de cobardía,no quería vivir una vida de mutilada. ¿Para qué?¿Quién me esperaba? No tenía ni padre, ni madre.Para cualquiera sería una carga. ¿Quién querríaconvivir con un muñón? Decidí ahorcarme… Lepedí a la enfermera que me diera una toalla grandeen vez de la pequeña… En el hospital se burlabande mí, me pusieron un mote: “Aquí está nuestraabuelita…”. Todo venía porque, cuando el jefe delhospital me vio llegar, me preguntó: “A ver, ¿túcuántos años tienes?”. Me precipité en responderle:“Diecinueve. Los cumpliré pronto”. Él se rió:“¡Vaya! Una edad respetable, estás hecha unaanciana”. La enfermera, tía Masha, también solía

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anciana”. La enfermera, tía Masha, también solíabromear sobre mí. Me dijo: “Se están preparandopara la intervención, por eso te daré la toalla. Pero teestaré vigilando. No me gusta tu mirada, chica. ¿Noestarás pensando en hacer una tontería?”. No abrí laboca… Vi, sin embargo, que de veras se estabanpreparando. Intuía de qué se trataba, aunque notenía ni idea de lo que era una intervención: jamásme había sometido a una, es ahora cuando tengo unmapa geográfico de cicatrices por todo el cuerpo.Escondí la toalla grande debajo de la almohada yesperé a que todos se calmasen. Que se durmiesen.Las camas eran metálicas. Decidí: “Ataré la toalla ala cama y me ahorcaré. Ojalá no me falten lasfuerzas…”. Pero la tía Masha no se apartó de mí entoda la noche. Protegió mi joven vida. No sedurmió… Protegió a esta tonta…

»Mi médico de sala, un joven teniente, no dejabade importunar al jefe del hospital: “Déjeme que lointente… Déjeme que lo intente…”. El otro seresistía: “¿Que intentes qué? Un dedo ya se le hapuesto negro. Es una muchacha de diecinueve años.Por nuestra culpa puede perder la vida”. Resultaque mi médico de sala estaba en contra de la

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que mi médico de sala estaba en contra de laoperación, proponía otra cura, muy novedosa porentonces. Consistía en inyectarme oxígeno pordebajo de la piel con una aguja especial. El oxígenoalimenta… No sabría explicarte exactamente, nosoy médico… En fin, ese joven teniente convencióal jefe del hospital. No me operaron la pierna.Comenzaron el tratamiento. En dos meses me pusede pie. Con las muletas, por supuesto: mis piernaseran como trapos, no aguantaban el peso. No lassentía, solo las veía. Poco a poco aprendí acaminar sin las muletas. Me felicitaban: “Has nacidode nuevo”. Después del hospital me correspondíaun descanso. Pero ¿qué descanso? ¿Dónde? ¿Conquién? Me volví a mi unidad, con mi cañón. Allí mealisté al partido. A los diecinueve años.

»El día de la Victoria yo estaba en PrusiaOriental. Llevábamos un par de días en calma, nadiedisparaba. De repente, por la noche, sonaron losavisos: “¡Alerta a los aviones!”. Nos levantamos deun brinco. Y enseguida los gritos: “¡Victoria!¡Capitulación!”. Lo de la capitulación no loentendimos muy bien, pero lo de la Victoria, eso sílo cazamos al vuelo: “¡La guerra se ha acabado! ¡La

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guerra se ha acabado!”. Todos empezaron adisparar con lo primero que tuvieran a mano:metralletas, pistolas…, cañones… Uno se secabalas lágrimas, el otro bailaba: “¡Estoy vivo! ¡Estoyvivo!”. Un tercero se tiró al suelo y abrazaba,abrazaba a la arena, a las piedras. De alegría… Yoestaba allí y reflexionaba: “Si la guerra ha acabado,mi padre ya no volverá a casa, nunca más”. Laguerra se había acabado… El comandante luegonos echó una buena bronca: “No os marcharéis acasa hasta que hayáis compensado el coste detodos los proyectiles. Pero ¿qué habéis hecho?¿Cuántos proyectiles habéis disparado?”. Creíamosque a partir de entonces en el mundo ya siemprereinaría la paz, que nadie nunca querría otra guerra,que debíamos destruir todos los proyectiles. ¿Dequé iban a servir ahora? Estábamos cansados detanto odiar. De disparar.

»¡Cuántas ganas tenía de volver a casa! Aunquemi padre no estuviera allí, ni mi madre tampoco. Lacasa es algo superior a las personas que la habitan,y superior a la casa misma. Es algo… La gente debetener una casa… Doy gracias a mi madrastra, queme recibió como una madre. Después de eso yo la

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me recibió como una madre. Después de eso yo lallamaba “mamá”. Me había estado esperando,esperándome durante mucho tiempo. Y eso a pesarde que el jefe del hospital le había enviado una cartaexplicándole que me amputarían una pierna, que ledevolverían a una inválida. Desde el hospital queríanprepararla. Le prometían que se trataba de unasolución temporal, que después me llevarían a…Pero ella quería que yo viviese con ella…

»Ella me estaba esperando… Yo me parecíamucho a mi padre…

»A los dieciocho o a los veinte nos marchamosal frente, volvimos a los veinte o a los veinticuatro.Primero vivimos alegría, después miedo: ¿quéharemos cuando seamos civiles? Miedo a la vida depaz… Mis amigas habían acabado sus estudios,pero ¿qué éramos nosotras? Unas inadaptadas queno tenían ningún oficio. Lo único que sabíamoshacer era la guerra, el único oficio quedominábamos era la guerra. ¡Qué ganas teníamos dedeshacernos de la dichosa guerra! Rápidamente mearreglé el capote, que me sirvió paraconfeccionarme un abrigo, y le cambié los botones.Vendí las botas militares en un mercadillo y me

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Vendí las botas militares en un mercadillo y mecompré unos zapatos. Me puse un vestido y mebañé en lágrimas. No me reconocía en el espejo, encuatro años no nos habíamos quitado el pantalón.¿Me atrevería a confesar que me habían herido, quetenía lesiones? Si lo reconoces, después nadiequiere darte trabajo, nadie quiere casarse contigo.Nos lo teníamos callado. No le confesábamos anadie que habíamos combatido. Como mucho,manteníamos contacto entre nosotras, nosintercambiábamos cartas. Transcurrieron por lomenos unos treinta años hasta que empezaron arendirnos honores… A invitarnos a dar ponencias…Al principio nos escondíamos, ni siquieraenseñábamos nuestras condecoraciones. Loshombres se las ponían, las mujeres no. Loshombres eran los vencedores, los héroes; losnovios habían hecho la guerra, pero a nosotras nosmiraban con otros ojos. De un modo muydiferente… Nos arrebataron la Victoria, ¿sabes?Discretamente nos la cambiaron por la simplefelicidad femenina. No compartieron la Victoria connosotras. Era injusto… Incomprensible… Porqueen el frente el trato que nos habían dado los

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en el frente el trato que nos habían dado loshombres era formidable, siempre nos protegían. Enla vida normal nunca he vuelto a ver por su parte untrato similar. Durante la retirada a veces nostumbábamos para descansar, directamente en elsuelo, y ellos nos daban los capotes y se quedabanen mangas de camisa: “Hay que tapar a las chicas…A las chiquillas…”. Si encontraban un trozo degasa, de algodón, siempre nos lo ofrecían:“Quédatelo, te puede servir…”. Compartían connosotras la última galleta. En ellos no veíamos otracosa que bondad y calor humano. ¿Qué pasódespués de la guerra? Me callo… Me callo… ¿Quénos impide recordar? Será la intolerancia a losrecuerdos…

»Mi marido y yo nos mudamos a Minsk. Noteníamos nada: ni una sábana, ni una taza, ni untenedor… Dos capotes y dos camisas militares.Encontramos un mapa, un mapa de buena calidad,con una base de tejido de algodón. Loremojamos… Era un mapa grande… Aquella fuenuestra primera sábana. Más tarde, cuando naciónuestra hija, la utilizamos para hacer pañales. Sí, unmapa… Lo recuerdo bien: un mapamundi

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mapa… Lo recuerdo bien: un mapamundipolítico… La maleta de chapa de madera con la quemi marido regresó del frente nos sirvió de cuna. Ennuestra casa, a parte del amor, no había nada. Te lodigo… Un día mi marido volvió del trabajo:“Vamos, por la calle he visto un sofá viejo…”.Fuimos a buscar ese sofá, fuimos de noche, paraque nadie nos viera. ¡Qué alegría nos dio ese sofá!

»Sin embargo, éramos felices. ¡De pronto hicetantas amigas! Eran tiempos difíciles, pero no nosdesanimábamos. Pasábamos por la tienda connuestras cartillas de racionamiento y enseguidaintercambiábamos llamadas: “Me han dado azúcar,vente a tomar el té”. No teníamos nada encima, ninada debajo, nadie poseía cosas valiosas,alfombras, cristalería… Nada… Y éramos felices.Felices porque estábamos vivos. Hablábamos, nosreíamos. Paseábamos por la calle… Yo no parabade admirar todo lo que veía, aunque había pocoque admirar: piedras quebrantadas, incluso losárboles estaban mutilados. El amor fue lo que nosarropó. Necesitábamos compañía, todos nosotrossentíamos mucha necesidad de calor humano. Conel tiempo, claro, cada uno se encerró en su casa,con su familia, pero en aquella época formábamos

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con su familia, pero en aquella época formábamosuna piña. Codo con codo, como en las trincheras…

»Hoy en día me llaman mucho para que vaya alos encuentros en el museo militar… Me piden quehaga presentaciones. Ahora sí. ¡Cuarenta añosdespués! ¡Cuarenta! Hace poco hablé ante un grupode jóvenes italianos. Me hicieron muchas preguntas:¿qué médico me trataba? ¿De qué me estabacurando? Por alguna razón intentaban averiguar sihabía acudido a ver a algún psiquiatra. ¿Qué era loque veía en sueños? Si sueño con la guerra. Lamujer rusa excombatiente era un enigma para ellos.¿Cómo es esta mujer que no solo salvaba y vendabalas heridas, sino que disparaba, provocabaexplosiones…, mataba hombres?… Me preguntaronsi me había casado. Estaban seguros de que no. Deque era soltera. Me reí: “Todos volvieron de laguerra con trofeos, yo me traje a mi marido. Tengouna hija. Ya soy abuela”. No te he hablado delamor… No podré, mi corazón no da abasto. Otravez será… ¡Había amor! ¡Lo había! ¿Te crees queuna persona es capaz de vivir sin amor? ¿Desobrevivir? En el frente se enamoró de mí nuestrocomandante del batallón… Me protegió a lo largo

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comandante del batallón… Me protegió a lo largode toda la guerra, no dejaba que nadie se meacercara, cuando se licenció fue a buscarme alhospital. Entonces se me declaró… Bueno, delamor ya hablaremos en otra ocasión… Tú ven, vensin falta. Serás como mi segunda hija. Claro quequería tener muchos hijos, me encantan los niños.Pero solo tengo una hija… Mi hijita… No tuvesalud, ni fuerzas. Tampoco pude estudiar: meenfermaba demasiado. Mis piernas, todo es por mispiernas… Me juegan malas pasadas… Antes dejubilarme trabajé como auxiliar en la escuelapolitécnica, todos me querían, los profesores, losestudiantes. Porque dentro de mí había muchoamor, mucha alegría. Era mi forma de entender lavida, después de la guerra solo quería vivir de esemodo. Dios no creó a la persona para que sufriera,la creó para el amor. ¿No estás de acuerdo?

»Hace dos años vino a vernos nuestrocomandante del Estado Mayor, Iván MijáilovichGrinkó. Lleva un tiempo jubilado. Se sentó en estamisma mesa. Yo hice empanadas. Mi marido y élestuvieron conversando, recordaban… De prontorecordaron a nuestras muchachas… Yo rompí a

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recordaron a nuestras muchachas… Yo rompí allorar: “Habláis del honor, del respeto. Y mientrastanto esas chicas son casi todas solteras. Nunca sehan casado. Viven en pisos compartidos. ¿Quién secompadeció de ellas? ¿Quién las defendió? ¿Dóndeos escondisteis después de la guerra? ¡Traidores!”.En una palabra, les arruiné la velada…

»El comandante del Estado Mayor estabasentado donde tú estás ahora. “Señálame —dijocon un golpe en la mesa— a aquel que te hayaofendido. ¡Enséñamelo!”. Y me pedía perdón:“Valentina, no tengo palabras para ti, sololágrimas”. No queremos que se compadezcan denosotras. Tenemos nuestro orgullo. Que reescribanla Historia las veces que quieran. Con Stalin o sin él.Pero esto siempre quedará: ¡vencimos! Al igual quenuestros sufrimientos. Lo que habíamos aguantado.No es chatarra, ni cenizas. Es nuestra vida.

»Y ya no digo ni una palabra más…».Me marcho con un paquete de empanadas bajo

el brazo: «Son siberianas. Especiales. No lasencontrarás en una tienda…». Además he recibidootra larga lista de nombres y teléfonos: «Estaránencantadas de hablar contigo. Te estarán esperando.

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encantadas de hablar contigo. Te estarán esperando.A ver si me explico: recordar asusta, pero norecordar es aún más terrible».

Ahora entiendo por qué a pesar de todo ellaseligen hablar…

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«Nos condecoraban con unas medallas

pequeñas…»

Por la mañana reviso mi buzón…Mi correo personal cada vez se parece más al

correo de una oficina de reclutamiento o de unmuseo de historia: «Le saludan las pilotos delRegimiento de Aviación Marina Raskova», «Leescribo de parte de las mujeres partisanas del grupoZhelezniak», «Le felicitan las integrantes del grupoantifascista clandestino de Minsk y le deseanmuchos éxitos en su trabajo…», «Le escriben lassoldados de la unidad de higiene y lavandería…».Durante mi búsqueda solo me he encontrado conunos pocos rechazos exasperados: «No, es unapesadilla… ¡No puedo! ¡No hablaré!». O: «¡Noquiero recordar! ¡No quiero! Olvidarlo me llevómucho tiempo…».

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mucho tiempo…».Recuerdo en concreto una carta, sin dirección

del remitente:«Mi marido, caballero de la Orden de la Gloria,

fue condenado a diez años de trabajos forzadosdespués de la guerra… Así era como la Patriarecibía a sus héroes. ¡A los vencedores! Lo únicoque hizo fue escribir a su compañero de universidady contarle que le costaba sentirse orgulloso denuestra Victoria: habíamos abarrotado de cadáveresnuestro terreno y el ajeno. Lo habíamos bañado ensangre. Enseguida le detuvieron… Le quitaron lashombreras…

»Al morir Stalin, regresó de Kazajstán…Regresó enfermo. No hemos tenido hijos. Yo nonecesito recordar la guerra, llevo toda la vidaluchando…».

No todos se atreven a dejar sus recuerdos porescrito, no todos consiguen confiar a una hoja depapel sus sentimientos y pensamientos. «Laslágrimas me lo impiden…». (A. Burakova, sargento,transmisiones). El carteo, en contra de lo esperado,tan solo aporta nuevos nombres y direcciones.

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«No me falta metal dentro del cuerpo… Loscombates de Vítebsk me dejaron de recuerdo unbuen puñado de metralla. La llevo en el pulmón, atres centímetros del corazón. También en el pulmónderecho. Dos trozos más en el vientre…

»Aquí tiene mi dirección… Venga a verme. Nopuedo continuar escribiendo, las lágrimas meimpiden ver el papel…».

V. Grómova,

técnica sanitaria

«No tengo grandes condecoraciones, tan solo unasmedallas. No sé si mi vida le parecerá interesante,pero me gustaría contársela a alguien…».

V. Vóronova,

soldado de transmisiones

«… Mi marido y yo vivíamos en la región de

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«… Mi marido y yo vivíamos en la región deExtremo Oriente, en la ciudad de Magadán. Mimarido era conductor; yo, controladora. Nada másempezar la guerra, los dos solicitamos que nosenviasen al frente. Nos contestaron: “Seguidtrabajando allí, donde sois necesarios”. Entoncesenviamos un telegrama dirigido al camarada Stalin,en el que hacíamos una aportación de cincuenta milrublos (era mucho dinero, todos nuestros ahorros)para la fabricación de un tanque y decíamos lomucho que los dos deseábamos ir al frente.Recibimos una carta de agradecimiento firmada porel Gobierno. En 1943 nos mandaron a los dos a laacademia técnica de carros de combate deCheliabinsk, donde terminamos los estudios comoexternos.

»Allí mismo nos entregaron el tanque. Los dosnos habíamos graduado como mecánicos-conductores superiores, pero en un tanque solopuede haber un mecánico-conductor. El mandooperativo decidió designarme a mí el puesto decomandante del tanque IS-122, a mi marido lenombraron mecánico-conductor superior. Así fuecomo llegamos a Alemania. Los dos fuimos heridos

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como llegamos a Alemania. Los dos fuimos heridosen combate. Los dos recibimos condecoraciones.

»Entre los tanquistas había bastantesmuchachas en los tanques medios, pero solo yo ibaen un tanque pesado. A veces pienso que no estaríamal que un escritor narrara mi vida. Yo no séhacerlo…».

A. Boiko,

cabo mayor, tanquista

«1942… Me nombraron comandante de la división.El comisario político del regimiento me avisó:“Tenga usted en cuenta, capitán, que la suya es unadivisión singular, una división de chicas. La mitadde los efectivos son muchachas, y ellas requieren untratamiento especial, una atención y un cuidadoespeciales”. Por supuesto, yo ya tenía conocimientode que las muchachas servían en el ejército, pero nolo veía nada claro. Nosotros, los oficialesprofesionales, observábamos con cierto recelocómo el sexo débil aprendía el arte militar, quedesde siempre se había considerado una tarea

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desde siempre se había considerado una tareamasculina. Por poner un ejemplo: una enfermera esalgo habitual. Ya habían acreditado su capacidad enla Primera Guerra Mundial y luego durante la guerracivil. Pero ¿qué iba a hacer una chica en la artilleríaantiaérea, donde es necesario levantar proyectilesmuy pesados? ¿Cómo alojarlas en la batería, dondesolo hay una covacha, teniendo en cuenta que lasunidades también incluyen hombres? Tendrían quepasarse horas ajustando la trayectoria, observando,y todos los instrumentos son metálicos, los asientosde los cañones son metálicos… Hablamos dechicas, su salud no lo aguantaría. Al fin y al cabo,¿dónde se lavarían y se secarían el pelo? Surgían unsinfín de preguntas, era una situación insólita…

»Comencé a visitar las baterías, a tomar notas.Reconozco que me sentía algo cohibido: la chicacon el fusil colocada en su puesto, la chica con losprismáticos en la torre… Yo venía de las posicionesavanzadas, del frente. Las chicas eran tan distintas:tímidas, medrosas, coquetas, aunque tambiéndecididas, ardientes. No todo el mundo es capaz desometerse a la disciplina militar y la naturalezafemenina se opone al régimen del ejército. Un día

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femenina se opone al régimen del ejército. Un díauna olvidaba lo que se le había ordenado, al díasiguiente otra recibía una carta de su casa y sepasaba toda la mañana llorando. Yo les aplicaba elcastigo correspondiente, pero luego lo suspendía:me daban pena. Pensaba: “¡Estoy perdido!”. Noobstante, pronto tuve que descartar todas misdudas. Las muchachas se convirtieron en auténticossoldados. Con ellas recorrimos un duro camino.Venga a verme. Tendremos una largaconversación…».

I. A. Levitski,

ex comandante de la Quinta División del

Regimiento de Artillería Antiaérea número 784

Las direcciones están esparcidas por todo elpaís: Moscú, Kiev, Apsheronsk, Vítebsk,Volgogrado, Yalutorovsk, Súzdal, Gálich,Smolensk… ¿Cómo abarcarlas todas? El país esenorme. Me ayuda la ocasión propicia.Inesperadamente recibo una sugerencia. El carterome trae una invitación de parte de los veteranos

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me trae una invitación de parte de los veteranoscombatientes del Sexagésimo Quinto Ejército delgeneral P. I. Bátov: «Tenemos la costumbre dereunirnos el 16 y 17 de mayo en Moscú, en la plazaRoja. Es una tradición y un rito. Vienen todos losque todavía tienen fuerzas suficientes. Vienen deMúrmansk y de Karagandá, de Almaty y de Omsk.De todas partes. De todos los rincones de nuestrainmensa Patria… En una palabra, la esperamos…».

… Hotel Moscú. Estamos en mayo, el mes de laVictoria. A mi alrededor, la gente se abraza, llora, sehace fotos. Las flores aplastadas contra el pecho semezclan con las condecoraciones. Me sumerjo enese torrente, que me abraza y me arrastra, medomina, y pronto me encuentro en un mundo casidesconocido. En una isla desconocida. Estoyrodeada de personas, a algunas las conoceré y aotras no, pero tengo clara una cosa: quiero a estagente. Habitualmente se pierden entre nosotros ypasan desapercibidos porque ya se marchan, sunúmero cada vez es más reducido, cada vez haymás de nosotros y menos de ellos, pero una vez alaño se reúnen para volver, aunque sea solo por uninstante, a su tiempo. Su tiempo son sus recuerdos.

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En la séptima planta, en la habitación 52, estáreunido el hospital número 5257. AleksandraIvánovna Záitseva, la médico militar, capitana,encabeza la mesa. Se alegra de verme y con muchogusto me presenta a las demás, como si nosconociéramos desde hace mucho tiempo. Sinembargo, yo he llamado a esta puerta casi porcasualidad. Un poco a ciegas.

Apunto: Galina Ivánovna Sazónova, cirujana;Elizaveta Mijáilovna Aisenstein, médico; ValentinaVasílievna Likiná, enfermera quirúrgica; AnnaIgnátievna Gorélik, enfermera jefe de quirófano;enfermeras Nadezhda Fiódorovna Potúzhnaia,Klavdia Prójorovna Borodúlina, Elena PávlovnaYákovleva, Angelina Nikoláievna Timoféieva, SofíaKalamdínovna Motrenko, Tamara DmítrievnaMorózova, Sofía Filimónovna Semenuk, LarisaTíjonovna Deikún.

SOBRE LAS MUÑECAS Y LOS FUSILES

«Ay, nenas, qué puñetera fue esa guerra… Vistacon nuestros ojos. Con ojos de mujer… Es

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con nuestros ojos. Con ojos de mujer… Eshorrenda. Por eso no nos preguntan…».

«¿Os acordáis, chicas? Íbamos en los vagones demercancías… Los soldados se burlaban de cómosujetábamos los fusiles. No lo hacíamos de lamanera en que se suele sostener un arma, sino… Yano soy capaz de reproducirlo… Igual que cogíamosa nuestras muñecas…».

«La gente llorando, lanzando gritos… Oí la palabra:“¡Guerra!”. Y pensé: “¿Qué guerra si mañana tengoun examen? El examen era lo más importante. ¿Quéguerra?”.

»En una semana empezaron los bombardeos, yya estábamos salvando a la gente. En una época así,tres años en la facultad de Medicina ya eran mucho.Aunque los primeros días vi tanta sangre que meentró miedo. ¡Mecachis con la casi-médico! Y esoque saqué la nota máxima de las prácticas… Pero elcomportamiento de la gente era extraordinario. Esoinspiraba.

»Chicas, no sé si os lo he contado… Alterminar el bombardeo, vi que delante de mí había

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un trozo de tierra que se movía. Corrí hasta allí yempecé a cavar. Mis manos tocaron un rostro,cabello… Era una mujer… Logré sacarla a lasuperficie y me puse a llorar. Ella, al abrir los ojos,no quiso saber qué le había pasado, sino quepreguntó nerviosa:

»—¿Dónde está mi bolso?»—¿Qué importa su bolso ahora? Ya lo

encontrará.»—Dentro están mis documentos.»No le preocupaba cómo estaba, si estaba

herida o no, sino dónde estaban su carnet delpartido y la cartilla militar. Me puse a buscar elbolso enseguida. Lo encontré. La mujer se locolocó encima del pecho y cerró los ojos. Prontollegó el transporte sanitario y la subimos adentro.Comprobé de nuevo si el bolso iba con ella.

»Por la noche volví a casa, se lo conté a mimadre y le dije que había decidido marcharme alfrente…».

«Nuestras tropas estaban retrocediendo… Salimostodos a la carretera… Por delante de nuestra casapasaba un soldado, un hombre ya mayor, se paró y

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pasaba un soldado, un hombre ya mayor, se paró yle hizo una profunda reverencia a mi madre:“Perdónenos, mujer… ¡Ponga a salvo a su hija!¡Sálvela!”. Yo tenía dieciséis años, llevaba unatrenza larguísima… y tenía las pestañas largas, muylargas y negras…».

«Recuerdo cuando viajamos al frente… Un camiónlleno de chicas, un gran camión con cubierta delona. Era de noche, la oscuridad, las ramas de losárboles golpeaban la lona, la tensión era enorme,parecía que eran balas que nos disparaban… Con laguerra las palabras y los sonidos cambiaron designificado… La guerra… ¡Nunca dejaba de estarcerca! Decíamos “mamá” y la palabra cobraba otrosentido, decíamos “casa” y el sentido también eraotro. Se les había añadido alguna cosa. Se les sumómás amor, más miedo. Algo más…

»Sin embargo, desde el primer día tuve lacerteza de que no nos vencerían. Tan grande esnuestro país. Infinito…».

«Yo era una niñita de mamá… Nunca había viajadofuera de mi ciudad, nunca había dormido en unacasa ajena, y de pronto me había convertido en la

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casa ajena, y de pronto me había convertido en lamédico subalterna de una batería de morteros. ¡Lomal que lo pasaba! Los morteros empezaban adisparar y al instante me quedaba sorda. Tenía lasensación de que mi cuerpo se estaba quemando.Me sentaba en el suelo y susurraba: “Mama,mama… Mama…”. Estábamos acampados en unbosque, por la mañana había tanto silencio, se veíael rocío. ¿Quién hubiera dicho que estábamos en laguerra? Tan bonito, tan pacífico era el paisaje…

»Nos ordenaron vestirnos de uniforme, yo midoun metro cincuenta. Cuando me metí dentro delpantalón, las otras chicas consiguieron atármelo porencima de la cabeza. Así que seguí con mi vestido,me escondía de los superiores. Finalmente acabé enla celda de arresto por haber incumplido ladisciplina militar…».

«Nunca lo imaginé… No sabía que fuera capaz dedormir mientras andaba. Caminábamos en fila, y yodormía, me chocaba con la persona que teníadelante, me despertaba por un segundo y me volvíaa dormir. El sueño de un soldado es dulce. Una vezíbamos a oscuras, no avancé hacia delante, sino de

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íbamos a oscuras, no avancé hacia delante, sino delado, caminé a través del campo, caminaba ydormía. Hasta que me caí en una zanja y medesperté. Tuve que correr para no perder a losdemás.

»Los soldados, al hacer el alto, se sentaban, unpitillo se compartía entre tres. Mientras el primerofumaba, el segundo y el tercero dormían. Inclusoroncaban…».

«No lo olvidaré: trajeron a un herido y le bajaron dela camilla… Alguien le cogió de la mano: “Estámuerto”. Nos apartamos. Y entonces el heridosuspiró. Cuando respiró me puse de rodillas junto aél. Grité entre lágrimas: “¡Que venga el médico!”.Trataron de despertar al médico, le sacudían, perose volvía a caer, estaba completamente dormido.No lograron despertarle ni con hidrato de amonio.No había dormido nada en tres días.

»Cuánto pesan los heridos en invierno… Lascamisas militares se ponían rígidas de la sangre y elagua heladas; las botas de lona empapadas ensangre, heladas, no había manera de abrirlas. Losheridos estaban fríos como cadáveres.

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»Y al otro lado de la ventana reinaba un inviernode belleza increíble. Abetos mágicos, pintados deblanco. Por un instante, se me olvidaba todo… Yenseguida todo volvía…».

«Había un batallón de esquiadores… Chicos delúltimo curso del colegio… Un fuego denso deametralladoras los tumbó… Cuando los trajeron,lloraban. Éramos de la misma edad, pero nosotrasnos sentíamos mayores. Los abrazábamos: “Pobrecrío”. Ellos se indignaban: “Si hubieras estado allíno me llamarías crío”. Morían gritando: “¡Mama!¡Mama!”. Había dos muchachos de Kursk, lesllamábamos “los ruiseñores de Kursk”. Yo iba adespertarles, babeaban un poco cuando estabandormidos. Eran unos chiquillos…».

«Pasábamos los días y las noches pegadas a lamesa de operaciones… Yo me mantenía de pie,pero los brazos se me caían. En ocasiones acababacon la cabeza hundida literalmente en el paciente.¡Dormir! ¡Dormir! ¡Dormir! Se nos hinchaban laspiernas, no nos cabían en las botas. Tenía la vistatan cansada que me costaba cerrar los ojos…

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tan cansada que me costaba cerrar los ojos…»Mi guerra huele a tres sustancias: sangre,

cloroformo y yodo…».

«¡Madre mía! Las heridas… Profundas,desgarradas, extensas… Era para volverse loca…Fragmentos de balas, de granadas, de proyectiles,en las cabezas, en los intestinos, en todo el cuerpo;junto con el metal extraíamos botones, trozos detela, camisas, cinturones. Un soldado vino con elpecho completamente desgarrado, se le veía elcorazón… Todavía latía, pero el hombre se estabamuriendo… Le practiqué el último vendaje y apenasme dominaba para no romper a llorar. Deseabaacabar cuanto antes, esconderme en un rincón yllorar. De pronto me dijo: “Gracias, hermana…”, yme tendió la mano con algo pequeño y de metal. Aduras penas lo entreví: el sable y el fusil cruzados.“¿Para qué me lo das?”, pregunté. “Mi madre medijo que este medallón me protegería. Yo no lonecesitaré más. A lo mejor a ti te da más suerte”,dijo, y se puso de cara a la pared.

»Al final de la jornada, por la noche, teníamossangre en el pelo, traspasaba las batas y llegaba al

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cuerpo, empapaba los gorros y las mascarillas.Negra, viscosa, mezclada con todo lo que haydentro de un ser vivo. Con orina, conexcrementos…

»A veces uno de los pacientes me llamaba:“Enfermera, me duele la pierna”. Y no tenía esapierna… Lo que más terror me daba era transportara los muertos, si una corriente de aire levantaba lasábana, parecía que te estuvieran mirando. Yo eraincapaz de llevarlos si tenían los ojos abiertos,siempre procuraba cerrarles los ojos…».

«Trajeron a un herido… Estaba tumbado en lacamilla, el vendaje le cubría casi por completo,había recibido una herida en la cabeza y se le veíamuy poco la cara. Un poquito. Por lo visto, lerecordé a alguien, se dirigió a mí: “Larisa…Larisa… Larisa…”. Supongo que se trataba de lachica a la que quería. Y yo me llamaba justo así,pero yo sabía que jamás me había cruzado con esehombre… Pero me llamaba a mí. Me acerqué, nocomprendía lo que ocurría, intentaba aclararme.“¿Has venido? ¿Has venido?”. Cogí su mano, meincliné hacia él… “Sabía que vendrías…”. Me

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incliné hacia él… “Sabía que vendrías…”. Mesusurraba algo, yo no entendía qué decía. Mecuesta contarlo, cada vez que me acuerdo de aquelmomento, los ojos se me llenan de lágrimas.“Cuando me marché al frente —dijo— no tuvetiempo de darte un beso. Bésame…”.

Le besé. Se le escapó una lágrima que seescurrió hacia el vendaje y desapareció. Y ya está.Murió…».

SOBRE LA MUERTE Y LA SORPRESA ANTELA MUERTE

«La gente no quería morir… Nosotras respondimosa cada gemido y a cada grito. Una vez un herido, alsentir que se moría, me agarró así, por el hombro,me abrazó y no me soltaba. Él creía que si alguienestaba a su lado, si la enfermera estaba con él, lavida no se le iría. Pedía: “Cinco minutos más, dosminutos más de vida…”. Unos moríansigilosamente, sin hacer ruido; otros gritaban: “¡Noquiero morir!”. Soltaban palabrotas: “La madre quete…”. Uno de repente se puso a cantar… Entonó

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te…”. Uno de repente se puso a cantar… Entonóuna canción moldava… La persona muere, pero nopiensa, no puede creer, que se está muriendo. Aunasí, yo veía cómo desde debajo del pelo seexpandía un color amarillo, amarillo intenso, comouna especie de sombra, primero le cubría el rostro,luego iba bajando… Se quedaba allí, muerto, y surostro expresaba la sorpresa, como si aún sepreguntara: “¿Cómo es posible que yo me muera?¿De verdad estoy muerto?”.

»Mientras te podían oír… Hasta el últimomomento yo les decía que no, que de ningún modo,que no se iban a morir. Les besaba, les abrazaba:“¿Qué dices?”. Ya estaban muertos, la miradaclavada en el techo, pero yo seguía susurrándolescosas… Les tranquilizaba… Sus apellidos se meborraron de la memoria, pero tengo presentes susrostros…».

«Traían a los heridos… Ellos lloraban… Nolloraban de dolor, sino de impotencia. Era su primerdía en el frente, acababan de llegar, algunos nisiquiera habían llegado a disparar. Todavía no leshabían entregado los fusiles porque durante losprimeros años las armas valían su peso en oro. Los

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primeros años las armas valían su peso en oro. Losalemanes disponían de tanques, morteros y aviones.Los soldados caían y los compañeros recogían susfusiles. Sus granadas. Algunos iban al ataque conlas manos vacías… Como si se tratara de unapelea…

»Y en el primer ataque se encontraron con lostanques…».

«Cuando morían… Cómo miraban…Cómo…».

«Mi primer herido… La bala le impactó en lagarganta, vivió unos días, pero no podía hablar…

»Les cortaban el brazo o la pierna, y no habíasangre… Se veía la carne limpia, blanca, la sangreaparecía luego. Ni siquiera ahora puedo descuartizarel pollo si la carne es blanca y limpia. Siento comoun sabor salado en la boca…».

«Los alemanes no cogían prisioneras a las mujeresmilitares… Las fusilaban. O las paseaban ante sustropas, mostrándolas: “No son mujeres, son unosmonstruos”. Siempre nos guardábamos doscartuchos para nosotras, dos, por si el primero

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cartuchos para nosotras, dos, por si el primerofallaba…

»Capturaron a una de nuestras enfermeras… Undía más tarde conseguimos arrebatarles esa aldea.Por todas partes encontramos caballos muertos,motocicletas, vehículos blindados. La encontramos:le habían arrancado los ojos, le habían cortado lospechos… Le habían metido un palo… Hacíamucho frío, ella era muy blanca y tenía el pelocanoso. Tenía diecinueve años.

»En su bolso encontramos las cartas de sufamilia y un pajarito verde, de goma. Un juguete…».

«Combatíamos en retirada… Nos bombardeaban.El primer año parecía que nunca dejábamos deretroceder. Los aviones nazis volaban muy bajo,perseguían a cada persona que veían. Siempretenías la sensación de que te perseguían a ti. Yocorría… Veía, oía que el avión iba a por mí… Miréal piloto, él vio que yo era una chica… El convoysanitario… Disparaba a los carros y encima sonreía.Se divertía… Era una sonrisa temeraria y horrible…Y un rostro guapo…

»No podía soportarlo… Lancé un grito… Corrí

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»No podía soportarlo… Lancé un grito… Corríhacia un campo de maíz, él iba detrás, corrí hacia elbosque, y me seguía. Por fin llegué hasta una zonade arbustos… Entré en el bosque, caí encima de lahojarasca. La nariz me sangraba del sobresalto, notenía muy claro si aún seguía viva. Pero sí, loestaba… Desde entonces los aviones meaterrorizan. Es como si aquel piloto con su aviónsiempre estuviera en alguna parte, enseguida meentra el pánico, no soy capaz de pensar en nada,solo en que ese avión está volando hacia mí y enque tengo que esconderme para no ver, no oír. Nosoporto el ruido de los aviones. No puedovolar…».

«Ay, chicas…».

«Justo antes de la guerra yo quería casarme… Conmi profesor de música. Una historia de locos. Meenamoré completamente… Y él también… Mimadre me lo había prohibido: “¡Eres demasiadojoven!”.

»Pronto empezó la guerra. Solicité que meenviasen al frente. Quería irme de casa, quería seruna adulta. En mi casa lloraban mientras me

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una adulta. En mi casa lloraban mientras meayudaban a preparar el equipaje. Los calcetinesgruesos, la ropa interior…

»En mi primer día vi al primer muerto… Unfragmento de granada entró volando, por puracasualidad, hasta el patio del colegio donde sealojaba el hospital e hirió de muerte a nuestroauxiliar sanitario. Yo pensé: “Mi madre decidió queera demasiado joven para casarme, pero que no loera para una guerra…”. Mi querida mamá…».

«Nos deteníamos… Entonces instalábamos elhospital, lo llenábamos de heridos, y en esemomento llegaba la orden: a evacuar. A unos lossubíamos a los vehículos, a otros los dejábamosallí: los medios de transporte eran escasos. Nosmetían prisa: “Dejadlos. Marchaos”. Recogíamoslas cosas y ellos nos miraban. Nos seguían con lamirada. En esas miradas había un mundo:resignación, reproche… Nos pedían: “¡Hermanos!¡Hermanas! No nos dejéis con los alemanes.Pegadnos un tiro”. ¡Tanto dolor! ¡Tanta tristeza!Los que lograban levantarse, se venían connosotros. Los que no, se quedaban. No éramos

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nosotros. Los que no, se quedaban. No éramoscapaces de ayudar a ninguno de ellos, yo no meatrevía a levantar la vista… Era joven, lloraba,lloraba…

»Cuando empezamos a ganar terreno, ya noabandonamos ni a un solo herido. Los recogíamosa todos, incluso a los alemanes. Durante un tiempotrabajé con ellos. Me acostumbré, los vendabacomo si nada. Pero cuando me acordaba de 1941,de cómo habíamos tenido que dejar a nuestrosheridos y que ellos, los alemanes, les… Cómo lestrataban… Lo habíamos visto… Me sentía incapazde acercarme a ellos… Pero al día siguiente volvía ylos vendaba…».

«Salvábamos vidas… Aun así, muchos selamentaban porque solo eran médicos y se limitabana vendar las heridas, porque no luchaban a manoarmada. Porque no disparaban. Lo recuerdo…Recuerdo ese sentimiento. Recuerdo que el olor asangre era especialmente intenso en la nieve… Losmuertos… yacían en los campos. Los pájaros lessacaban los ojos, les picoteaban los rostros, losbrazos. Insoportable…».

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«La guerra se estaba acabando… Me daba pavorescribir a casa. Decidí: “No voy a escribir; si mematan ahora, mamá llorará porque la guerra se haacabado y me han matado justo antes de laVictoria”. Nadie lo decía en voz alta, pero todos lopensábamos. Presentíamos que venceríamospronto. La primavera había empezado.

»De pronto vi el cielo azul…».

«¿Sabe qué es lo que más recuerdo? ¿Lo que se mequedó grabado en la memoria? El silencio, elincreíble silencio de las salas donde estaban losheridos graves… Los más graves… No hablabanentre ellos. Muchos estaban inconscientes. Aunquela mayoría de ellos simplemente guardaban silencio.Estaban pensando. Tenían la mirada fijada en unpunto y reflexionaban. Les llamábamos y no nosoían.

»¿En qué estarían pensando?».

SOBRE LOS CABALLOS Y LOS PÁJAROS