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76 76 76 76 76 CASA TOMADA Revista Casa de las Américas No. 273 octubre-diciembre/2013 pp. 76-78 MAITÉ HERNÁNDEZ-LORENZO Un asalto necesario y urgente E n 1983 numerosos artistas y escritores jóvenes de la América Latina y el Caribe se encontraron por primera vez en la Casa de las Américas. Quizá ninguno de ellos imaginó que con esa reunión abrirían el camino para que otros muchachos, casi veinti- cinco años más tarde, tomaran la Casa. La idea de repetir la experiencia surgió al cumplirse los cincuenta años de la institución. Era explícitamente simbólica su voluntad de celebrar el medio siglo con los ojos en el futuro. Casa tomada de 2009 tomó la referencia, por respeto e inspiración, de aquel primer encuentro. Era obvio el homenaje a Cortázar, y con él, a una tradi- ción continental que asumía a la Casa como propia. Pero también era el asalto consuetudinario que la creación y el pensamiento jóve- nes debían concretar. De aquel impulso emergió el deseo de autodenominarse Generación Casa tomada. Era lo justo. Casa tomada. III Encuentro de Escritores y Artistas de Amé- rica Latina y el Caribe se celebró del 17 al 20 de septiembre de 2013. Provenientes de trece países, arribaron a la Casa más de treinta creadores extranjeros y una veintena de cubanos. El pulso estuvo a punto de estallar y en algunas ocasiones se sintieron los latidos fuera del malecón habanero. Escritores, teatristas, comunicadores, cineastas, artistas de la plás- tica y músicos intervinieron el espacio físico e imaginario de la Casa. Fueron días de cuestionamientos, y reflexiones. Nada se daba por sentado. Abrir las jornadas con la versión de Woyzeck a cargo de Teatro Mono (Cuba) bajo la dirección del artista William Ruiz, y

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MAITÉ HERNÁNDEZ-LORENZO

Un asalto necesario y urgente

En 1983 numerosos artistas y escritores jóvenes de la AméricaLatina y el Caribe se encontraron por primera vez en la Casade las Américas. Quizá ninguno de ellos imaginó que con esa

reunión abrirían el camino para que otros muchachos, casi veinti-cinco años más tarde, tomaran la Casa.

La idea de repetir la experiencia surgió al cumplirse los cincuentaaños de la institución. Era explícitamente simbólica su voluntad decelebrar el medio siglo con los ojos en el futuro. Casa tomada de2009 tomó la referencia, por respeto e inspiración, de aquel primerencuentro. Era obvio el homenaje a Cortázar, y con él, a una tradi-ción continental que asumía a la Casa como propia. Pero tambiénera el asalto consuetudinario que la creación y el pensamiento jóve-nes debían concretar. De aquel impulso emergió el deseo deautodenominarse Generación Casa tomada. Era lo justo.

Casa tomada. III Encuentro de Escritores y Artistas de Amé-rica Latina y el Caribe se celebró del 17 al 20 de septiembre de2013. Provenientes de trece países, arribaron a la Casa más detreinta creadores extranjeros y una veintena de cubanos. El pulsoestuvo a punto de estallar y en algunas ocasiones se sintieron loslatidos fuera del malecón habanero.

Escritores, teatristas, comunicadores, cineastas, artistas de la plás-tica y músicos intervinieron el espacio físico e imaginario de la Casa.Fueron días de cuestionamientos, y reflexiones. Nada se daba porsentado. Abrir las jornadas con la versión de Woyzeck a cargo deTeatro Mono (Cuba) bajo la dirección del artista William Ruiz, y

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esa misma tarde discutir sobre el futuro de la América Latina desde la experiencia de vida ypráctica de los artistas, dejó las apuestas claras: queremos la renovación, la intromisión entredisciplinas y lenguajes, queremos la reinvención de nuevas cartografías en el arte y la sociedad,queremos compromiso. Nuevamente una generación Casa tomada encarnada en otras voces.

En cuatro años era evidente el rejuvenecimiento de los líderes de los movimientos sociales ypolíticos (en Chile, España, México, los Estados Unidos, e incluso en la primavera árabe). Undato contundente para repensar Casa tomada y enfilarnos hacia ese horizonte. Las preguntas ylas respuestas se comprimían en un lapso estrecho. De ahí la urgencia de adentrarnos en asuntoscuyos ejes oscilaban en las relaciones entre cambios políticos en el Continente y la produccióncultural y social de los jóvenes; el reforzamiento de las redes sociales y las nuevas tecnologíascomo espacios de movilización y socialización de ideas y de creación y promoción de la cultura;las artes como vehículo de lo anterior y la posibilidad de entrada en nuevos estadios de produc-ción cultural; las nuevas, potenciales e incipientes propuestas en el campo de la literatura, lasartes visuales, el teatro, la gestión cultural, la comunicación y el pensamiento social entre losjóvenes creadores e intelectuales, reconociendo de fondo una continuidad en el latinoamericanismoy el antimperialismo.

Como la Casa misma, Casa tomada estuvo signada por la confluencia plural y múltiple. Unode los rasgos que distingue y marca su diferencia es la transdisciplinariedad de su programa. Suestructura de funcionamiento radica en la hibridez de sus discursos, paridora, al mismo tiempo,de nuevas concepciones y miradas hacia distintos fenómenos de la cultura, el arte y la sociedaden la región.

Ese cruce de disciplinas se confirmaba en la hoja de vida de los invitados. Eran escasos losque participaban en la cultura desde una sola franja. La gran mayoría incursionaba, plácida ycómodamente, en la narrativa, la música, el teatro, las artes plásticas, la artesanía, la comunica-ción y la poesía…

Parte de esta afirmación pudo verificarse en las lecturas de poesía y narrativa que sucedieronen la Biblioteca, donde ocuparon asientos no solo los escritores «puros»; en el «concierto» finaldurante el cual el artista cubano Milton Raggi nos tendió un nuevo mapping de la Casa en plenanoche frente a miles de jóvenes zarandeándose al compás de ritmos electrizantes: removiendoidentidades y siluetas continentales; en el taller de escritura «musical» de la mano de los narrado-res argentinos Iosi Havilio y Amelia Boselli; o, por último, en el paraguayo Juan RamírezBiedermann, fundador de Sabaoth, una de las bandas de rock más sonadas de su nación, leyen-do páginas de su cuaderno de cuentos.

A diferencia de la promoción anterior, esta anotó en su agenda nuevas interferencias: la ges-tión y producción cultural, especialmente en el campo de la música y el teatro; las estrategias decomunicación desde plataformas de notable carácter político, y la interacción del pensamiento yla creación cultural y artística de los latinos hacia el interior de la sociedad estadunidense.

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El brillo de la realidad, 2003, comprimido sobre arches, 100 x 130 cm

El ajetreo fue imparable. Pero lo que nos dejó Casa tomada –y de lo que no ofrecemos aquísino un pequeñísimo botón de muestra– resultó algo más que absoluto goce intelectual y humano.Nos dejó la urgencia de repensarnos como institución con más de medio siglo tendiendo puentesentre la geografía cultural, física e intelectual de un Continente. c

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¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura latinoamerica-na? Según desde donde enunciemos hay distinciones respecto a lacultura europea y a la norteamericana. Mientras que la cultura eu-ropea está atravesada por una hegemonía del marketing y ciertainercia, me parece que en este momento la vitalidad de la culturalatinoamericana proviene de un hecho: da cuenta implícitamente detensiones históricas y sociales. Tensiones que están en marcha en elhorizonte político se contagian en la lengua de los jóvenes escrito-res. También la relación con las nuevas tecnologías y la tradiciónpermean la semántica de estas nuevas lenguas.

Es obvio que en la cultura latinoamericana conviven varias cultu-ras e influencias. Varias épocas. Que hay procesos históricos, mar-cas de revoluciones y de dictaduras, y, yendo más lejos en el tiem-po, formas de colonización que condicionaron la identidad culturalde un país. Estas variables crearon culturas autóctonas que, creo,con la globalización van emparejándose virtualmente.

Antes el castellano de un escritor del Río de La Plata era muydistinto al de un escritor mexicano. Hoy vemos que tal vez, en uncastellano más neutro –o sin atributos–, debido a la influencia delhegemónico mercado español, cultura y nacionalidad, salvo porreferencias geográficas, pueden resultar indistinguibles.

Lo latino puede ser una entelequia cultural indiferenciada, un pococomo en los Estados Unidos, donde la raíz cultural de un peruano,un mexicano o un dominicano aparecen confundidas por latransculturalización y por una perspectiva etnográfica errónea.

Sospecho que es un efecto de la globalización que no hay porqué combatir y que afecta a todas las artes. Las identidades cul-

OLIVERIO COELHO

El ojo autocrítico

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turales no son autosuficientes. No podemos hablar del escritor y su tradición, como Borges. Ahorapodemos hablar de un rara avis, escritores que sobresalen por las peculiaridades de su universoy de su lengua, no por su inserción deliberada en una literatura nacional o por sus lazos con latradición. Paradójicamente, ese es en el futuro el modelo de escritor nacional –en caso de que elescritor nacional sobreviva–. El escritor que tiene una política privada respecto a la lengua, no elescritor apolíneo ni el best seller. La cuestión es problematizar en esa lengua propia el hablanacional y no una tradición libresca. No obstante, cualquiera puede decir que es un modeloanacrónico que responde a un paradigma de escritor que no ha sido tocado por la globalización.Sin embargo, no es el paradigma de los sobrevivientes nacionales. En México, hasta hace poco,había un escritor característico de esta especie, Daniel Sada. En Brasil, Sergio Sant´Anna yJoão Gilberto Noll.

Me vienen a la cabeza algunos autores rioplatenses que no son jóvenes, pero sí precursores:Aira, siendo casi un clásico, encarna también el paradigma de sobreviviente en la isla cada vezmás desierta de las literaturas nacionales. Nunca podría confundirse con ese paradigma delatino ecuménico. Es un hiato entre dos modelos de escritor. Mantiene, en su inventiva profun-damente argentina y pampeana, un pie en el siglo XX, pero en su desinhibición formal –que nodebe ser confundida con vanguardismo– propone un modo de seguir escribiendo en el siglo XXI

por fuera de la tradición pero a partir de complicidades estéticas –Copi, Lamborghini– y delidioma argentino.

Otro autor nacional, aunque el territorio de sus novelas no esté determinado: Marcelo Cohen,crea no solo una lengua sin precedentes, una lengua futura, que a veces metamorfosea la deltango –Balada–, sino un espacio denominado Delta Panorámico, y relabora la función de lasnuevas tecnologías en nuestra sociedad.

Mario Levrero, rioplatense, gentilicio que es un eufemismo de los argentinos cuando quere-mos apropiarnos de un gran autor uruguayo, también es un hiato entre dos modelos de escrito-res. Es una especie en sí. Un inclasificable no por su experimentalismo, sino por su grado desingularidad: el tono, el universo, la extrema conciencia de la lengua personal encabalgada en unregistro oral que encuentra su apoteosis en la narrativa autobiográfica de los últimos años.

Creo que los escritores jóvenes vivimos un momento –y esto hay que subrayarlo– en el quepodemos hablar del peso o de la ingravidez –no importa– de la tradición literaria latinoamericanasin que nuestros libros tengan que explicarlo o pasar un examen, algo que a generaciones previasno les sucedía: les pesaba la tradición literaria universal –Borges a la cabeza– y se enrolaban enescuelas estéticas, a veces notoriamente condicionantes, un hecho visible en algunas novelas deSaer o Carpentier.

Hoy podemos combinar las influencias provenientes del cine y la web con una tradición quelos escritores del boom tuvieron que fraguar y proyectar. Las perspectivas de creación para losjóvenes narradores son muy variadas. Aunque todo haya sido hecho en apariencia, no hay nada

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que no pueda hacerse. Es posible un borrón y cuenta nueva. No veo imperativos morales niculturales, ni compromisos estéticos férreos –salvo en aquellos escritores que dialogan con laacademia–, ni militancias que obliguen a una literatura de corte social. Sí hay literatura política,pero en un sentido amplio: literatura multicultural, como la que hace en Cuba Jorge EnriqueLage, tensionada por la época, pero no por las condiciones de producción y explotación. Eneste punto, se abre otra ventana; en los rara avis –Aira, Cohen, Levrero, etcétera– no vemos estamulticulturalidad, vemos a escritores del siglo XX con vitalidad contemporánea.

El mercado a la larga es el único límite para los nuevos autores. No es una barrera material nicreativa, sino un obstáculo vinculado a la visibilidad. El mercado editorial de habla hispana no hacambiado tanto. Solo el ebook e internet introdujeron la posibilidad de que ese eclecticismo, esaescritura informal y multicultural, tenga su soporte. Y esto pese a las grandes editoriales.

Pero el mercado editorial sigue siendo a mi modo de ver más excluyente que incluyente, estácondicionado por la ley de la demanda y de la oferta, por los intereses de grandes gruposeditoriales, y son entendibles sus limitaciones. Las novedades más rotundas se dan, entonces, enpequeños sellos, que siguen otros criterios para calcular sus tiradas y tienen circuitos más pun-tuales en la trama urbana, muchos autogestionados o cooperativas –como Tamarisco o Entropía,cuyos editores empezaron siendo los autores de la editorial– que a la vez se conectan con otrosde las mismas características en Latinoamérica.

Podría nombrar una nueva camada de escritores que inevitablemente encontraron en selloschicos la repercusión justa para sus textos: Matías Capelli y Hernán Ronsino en Eterna Caden-cia, Selva Almada en Mar Dulce, Félix Bruzzone en Tamarisco, Gonzalo Castro y Romina Paulaen Entropía, Mauro Libertella en Mansalva, Ricardo Romero en Gárgola, Aquiles Cristiani enPánico al pánico. No es una mera enumeración, sino una evidencia de la empatía que se da entreel catálogo de ciertas editoriales independientes y ciertos escritores nuevos en Argentina.

Me doy cuenta de que siempre digo que la literatura latinoamericana vive un momento deexcepcionalidad por el cual el resto de las literaturas occidentales no tienen el privilegio de pasar.Como en una petición de principios, me parece que esa excepcionalidad es tautológica y a vecespaso por alto la justificación. Pero lo dicho recién de algún modo explica las razones de esaexcepcionalidad. La coyuntura editorial independiente permite una nueva escritura enLatinoamérica, por fuera del sistema editorial tradicional. Creo que en muchos países latinoame-ricanos, como México o Chile, ocurre esto. Sin esa coyuntura favorable se seguiría escribiendo,pero no se editaría y se gestaría, a la larga, una inercia en la sombra.

Ahora bien, queda pendiente la pregunta sobre la originalidad. ¿Qué determina, en una co-yuntura excepcional, la originalidad de la literatura latinoamericana? Creo que algo de lo dichoantes, una política respecto a la lengua propia, cierta libertad absoluta, de pronto instalada entrenosotros, una libertad primero intrusa y luego familiar, que vuelven inconfundible –y a la vezútilmente intraducible– un costado de la literatura latinoamericana. c

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Dicen que esa tarde, como era costumbre, Adrián Paniagua vol-vió del trabajo en un colectivo de la Línea 37. Se bajó en PadreCardozo y Teniente Ruiz, a una cuadra de la iglesia de Las Merce-des, poco después de las siete, bajo un pálido cielo sin nubes.

Parado en esa esquina, luego de colocar entre sus piernas elmaletín de cuero marrón, Adrián se quitó los anteojos de marcocircular que usó toda la vida y serena, esmeradamente, limpió loscristales voluminosos con el pañuelo que, según la esposa, plancha-ba todas las noches antes de dormir. Luego de recobrar la postura,Paniagua saludó con una inclinación de cabeza al dueño de LaModerna, ferretería donde compraba focos y tarugos los sábadosa la mañana. Luis Mereles, acodado sobre la caja registradora,contestó el saludo con idéntico gesto, y retomó la distraída lecturade una revista descolorida y arrugada. En todos estos años jamáscambió su versión de que no vio nada raro en aquella cortesía,demasiado formal y cansada, la de siempre.

Algunos recuerdan que, luego de cruzar la asfaltada, AdriánPaniagua se metió en la despensa del finado, el querido don MiguelGutiérrez. Al verle entrar, el almacenero colocó mecánicamente un

JUAN RAMÍREZ BIEDERMANN

Los lugares*

Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que hecreado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptily las aves del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho

Génesis 6-7

You can see our chaos in motion, our chaos in motionWe can view our chaos in motion, view our chaos in motion

BRENDAN PERRY

*Publicado originalmente enNOBIS, Fondo Nacional dela Cultura y las Artes, 2007.Re

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puñado de caramelos de menta sobre el mostrador. Roberto, su hijo –resistido desde que here-dó la despensa, ya que eliminó el uso de la tradicional y sagrada libreta–, cuenta que el padrecasi nunca hablaba del tema. Solo a veces se le escapaba el recuerdo por la boca, en especial enesas tertulias que organizaba en su casa los domingos al mediodía y sucumbían con el crepúscu-lo, ahogadas en guaranias afinadas por la caña y la nostalgia. Dicen que, en esos momentos desensibilidad –de verborrea–, don Miguel evocaba la imagen de Adrián quitando un billete dellugar de siempre, el bolsillo de la camisa, pagando sin demoras, abriendo la palma de la manoderecha, contando el vuelto con los ojos, saludando con la amabilidad maquinal y acostumbra-da, che Dios, qué cruel el destino para mostrarme esas cosas.

En Las Mercedes, a esa altura de la jornada, el sol de enero todavía arde con fuerza, desti-ñéndose en el horizonte del barrio, pintando de naranja y aloque techados y árboles, derritién-dose en la brumosa silueta de la ribera, allá, donde se extiende el último trecho de ciudad, dondemuere Asunción y empieza el río. A esa hora, con el viento norte recorriendo calles y quemandojardines, el último tranvía bajaba sin pasajeros por Padre Cardozo, trajinando el tatuaje metálicode los rieles, chispeando de columna en columna, proclamando festivamente su ambular lento,terco y estrepitoso. A esa altura de la tarde, la gente sale a sus veredas, coloca sillas y banquetas,se sienta a escuchar radio y a tomar tereré, contemplando cómo la vida le pasa por enfrente,aguardando con resignación lo que resta del día: el breve refugio de la noche.

Don Virgilio Núñez, el quinielero que trabaja a media cuadra de la iglesia, jura que Paniaguacomía solo uno de los caramelos del puñado; el resto lo repartía entre los niños que cuidabanautos alrededor del templo. El sexagenario narra que, ese día, como era regla en Paniagua antesde iniciar su trayecto inalterable, deshizo el nudo de su corbata negra, se desabotonó el cuello dela camisa blanca y, luego de respirar hondamente –y de cerrar por un segundo los ojos–, empe-zó a caminar. También, como todos, asegura que no vio nada extraño en aquel hombre blancode pelo castaño y enrulado, de rostro óseo, uno de los más altos del barrio, enjuto, mediojorobado, de brazos largos y cabeza pequeña, tenía el traje oscuro que usaba de lunes aviernes; estaba bien afeitado, a lo mejor un poco sudado.

Sabíamos que Adrián, cuando caminaba rumbo a casa, celebraba el extraño rito de contarsus pasos. Nunca conocimos la causa ni qué contenía esa particular ceremonia, pero pudimoscomprobar que, sin excepciones, Paniagua enumeraba las pisadas que lo separaban de su co-queta residencia de dos pisos, muralla baja y canteros repletos de espinas, lugar donde viviódesde la niñez.

Quince, dieciséis; Adrián vuelve a cruzar la calle. Veinticinco, veintiséis; pasa enfrente de laresidencia de los Riquelme, dos labradores ladran detrás de un portón con rejas verdes. Cua-renta, cuarenta y uno; empieza a regalar los caramelos, recibe el saludo afable de don EligioMorel que, sentado en una silla de cables azules, observa el mundo desde su vereda. Cuarenta ynueve, cincuenta; alcanza la zapatería de don Amancio, una reliquia mercedeña que aún conserva

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su techo de tacuara, el piso de ladrillo y un reloj de pared detenido a las dos en punto de quiénsabe cuándo. Setenta y nueve, ochenta; la intercepción de Padre Cardozo y Defensa Nacional,la esquina donde está la canchita de fútbol, al costado de la iglesia.

Allí dobló Adrián, a la derecha, y se encaminó rumbo a Elvira Báez, mirando el perfil de aqueltemplo –corazón de un barrio sin latidos–, deteniéndose en el punto exacto donde la torre selevanta. Allí alzó el rostro, santiguándose, y contempló la cruz que corona el campanario, esaque de día luce blanca e inmaculada, y que a la noche quiebra la penumbra de las alturas con unaclaridad celeste y etérea. Acto seguido, prosiguió su andar, quizá vicheando de reojo el partidoque se jugaba antes de la misa de siete y media, acaso midiendo íntimamente la distancia que leacercaba a su hogar y que le separaba de alguna parte.

A la media cuadra, parado bajo un chivato enclenque, se encontró con Marcelo Aceval,arquitecto nacido, criado y atado a Las Mercedes. El anciano era un fanático del barrio, yafirmaba que las pasajeras estancias de Perón y Mengele en sus entrañas no fueron coinci-dencias, sino señales inequívocas del magnetismo indescifrable de este pedazo de urbe depocas cuadras. En cada encuentro, Adrián y don Marcelo se estrechaban fuertemente lasmanos. El arquitecto historiaba una breve anécdota de su abuelo, escuchada con una atencióny una ternura que jamás dejaron de ser sinceras. Esa tarde, apoyado trabajosamente en unbastón con puño de metal, don Aceval se quejó por todo, por el calor que cada año se veníamás pesado, por la misteriosa ausencia de palomas en la plaza y de cigarras en los patios, porla llegada a destiempo de las nuevas marchantes del Bajo. Antes de morir, Marcelo Acevalreivindicó la figura de Adrián Paniagua, implorando que se respete aquel destino incompara-ble. Dicen que, en una de sus últimas siestas, exclamó que hombres como él escaseaban porestos días, Adrián es uno de esos tipos que llegan tarde al pasado y temprano al futuro,y con eso no se jode.

¿Cómo componer el ayer? ¿Cómo exponer un presente hecho de otro tiempo? ¿Cómo rea-vivar con pavesas la fogata? ¿Cómo sostener el fuego con las manos? Dilatamos el sentido denuestro ritmo diario: pedazos de remembranzas, hilachas de contares, estela de recuerdos pasa-dos por la imaginación, un coro asordinado pero presente, un clamor sin rumbo. Todos aporta-mos un poco; estoy seguro de que muchos se guardan algo, pero así aprendimos a mantenereste pequeño mundo en el que vivimos, al que nos aferramos para distinguirnos entre nosotros,para seguir teniendo un rostro, para palpar con desesperación nuestras facciones. De esta manerasobrellevamos los eneros, año tras año, fiel, perennemente. Finalizado diciembre, los baldíos sellenan de mangos y las guayabas perfuman patios coloridos y zaguanes ajedrezados, resurge yreverbera la memoria –secreta e íntima– de aquel hombre y de todo lo que representa o nodebería representar. Y así como seguimos viendo con malos ojos la aparición de edificios que,innecesaria y prepotentemente, van poblando el cielo de Las Mercedes, así como todavía cree-mos que nuestras cuadras seguirán siendo las mismas a fuerza de resignación y de conformidad,

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verano tras verano restauramos lo que no tiene forma, aquello que carece de sentido peropersiste, lo que late sin corazón, sin vida.

Ciento treinta, ciento treinta y uno; antes de alcanzar Elvira Báez, Adrián se detuvo delante dela casa de los Robledo. Sin tocar el timbre, se metió al jardín delantero de aquel caserón tapiza-do por las hiedras, acercándose al hombre sentado en una mecedora desvencijada, con unadecena de linternas a sus pies. Mauricio Robledo, como todos los días, lo recibió desde suinsondable lejanía. Si bien había pasado la tarde entera gritando a medio mundo –la cara embra-vecida, la boca babeante y semiabierta–, a esa altura de la jornada, con la misma urgencia conque había liberado su furia, se sumía en silencios impenetrables; el semblante pétreo, la miradavacía, detenida ya sea en un cartel, en una nube desgarrada o en un basurero cualquiera. Así loencontró Adrián. Se acercó al amigo de infancia y le habló al oído; un murmullo confidencial quedoña Lucrecia siempre respetó, porque afirmaba que le hacía bien al hijo. Después, según aque-lla señora argel y estrambótica, Paniagua retomó su andar de pasos contados de lo más normal.

Como todos, la mujer no aportó demasiado al cúmulo de anécdotas, ocurrencias y mitoscreados alrededor de aquel cuarentón hijo único, esposo de Sofía Toledo, padre de una hijahermosa y pretendida por muchos de nosotros. Nada más dijo acerca de ese abogado degabinete que jamás pisó el Palacio de Justicia, y que consumió sus veinte años en el EstudioÁvalos & Achucarro, ahogado en dictámenes y revisiones de contratos. Juran que nunca tratócon cliente alguno y que rogaba por no ir al Tribunal: le tenía un miedo atroz. Al parecer, AdriánPaniagua prefería la tranquilidad helada de su oficina y el tamborileo eterno de su máquina deescribir. Hace muy poco, en un grupo de oración de la parroquia, dicen que Sofía confesó queél jamás pidió un aumento de sueldo ni nada por el estilo, Lo único que buscaba era encontrarsu escritorio en el lugar correspondiente, y el sueldo acreditado a fin de mes.

Ciento cincuenta; Paniagua se detuvo a limpiar por segunda y última vez sus anteojos, repi-tiendo el gesto de sostener el maletín con las piernas. Antes de proseguir la marcha, consultó lahora en su reloj de bolsillo de plata repujada, herencia familiar. Ciento setenta, ciento setenta yuno; al llegar a Elvira Báez –uno de los cuatro callejones sin salida de Las Mercedes–, dobló ala derecha. Le faltaba poco para llegar. En ese tramo del camino, misteriosamente, una ansiedadinsoportable se apoderaba de Adrián: apenas se metía a la cuadra de su residencia, aquellaromería sosegada se transformaba en un desplazamiento vehemente y atolondrado. Pasos tran-quilos se hacían trancos largos y vigorosos; el rostro, blanco de por sí, se empalidecía con losmetros; el hombre encorvado daba lugar a un espigado, imponente y apurado transeúnte. Lostestigos aseveran que el único paréntesis de esa premura desmedida era el momento en quePaniagua, súbitamente, se detenía delante del baldío de la familia Cárdenas. Allí extendía unbrazo para arrancar, de una rama que se asomaba sobre la vereda, dos limones para el tereré dela tardecita. Inmediatamente, proseguía con el último tramo de ese periplo que completó todoslos días laborales de su vida.

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Al fin, esa tarde, llegó a su casa.Fue la última vez que lo vimos.Sara, la hija de Adrián, narra que, como siempre, después de escuchar el sonido del portón

de entrada, fue a recibir al padre. Desde la sombra fresca del zaguán, lo miró atravesandocabizbajo el sendero de losas que parte en dos el jardín, tomando la precaución meticulosa deno pisar el pasto, llegando sonriente al cariñoso abrazo de aquella nena albina de ojos transpa-rentes y mirada de felpa. Lo primero que Paniagua hizo fue preguntar por la mamá. Sara, antici-pando la eterna pregunta del padre, le dio tiernamente la respuesta sabida: Sofía llegaba de laoficina a las ocho.

El repicar de las campanillas, colgando del entrepaño de la puerta, permaneció en el aire,mientras Adrián Paniagua iniciaba el rito que, inquebrantable y repetidamente, oficiaba todos losdías al llegar a su hogar. Ya en el vestíbulo, sosteniendo una vez más el maletín con las piernas, semiró en el espejo oval de la consola de bronce, pasándose el pañuelo por la cara, arreglándo-se el cabello con un peine bordó que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Luego, seencaminó hacia la escalera que daba al segundo piso. Con el pie en el primer peldaño, compro-bó, mirando a la izquierda, que la mesa del comedor ya estaba puesta: tres platos azulinos, tresjuegos de cubiertos plateados, tres vasos dorados de vidrio, un servilletero de madera conforma de gardenia, el candelabro acerado sin velas, la hielera vacía, una canasta de mimbrecon frutas de plástico como centro de mesa. Después, manteniendo el pie en ese primer escalón,echó una ojeada a su diestra, y respiró aliviado, no solo porque los aparadores con la cristaleríase veían sin una pizca de polvo, sino también porque los muebles de la sala, y los chiches delmodular, estaban perfectamente dispuestos: ni un centímetro más, ni uno menos. Entonces, AdriánPaniagua prosiguió con el ceremonial, y ascendió las siguientes once gradas sin tocar los pasa-manos y, por supuesto, contando los pasos. Lo que restaba era sencillo y concluyente: llegaría alrellano superior de la escalera, percibiría el espacio entre la puerta blanca de su dormitorio y esedescanso adornado con una alfombra de yute. Seguidamente, se enjugaría por última vez elrostro –apretando el portafolio con las piernas–, doblaría a la izquierda y, con un par de pisadas,llegaría al baño del piso superior. En ese lugar se cambiaría de ropa, se lavaría las manos y lacara y, después de perfumarse moderadamente, iría a su habitación a guardar el portafolio en unbaúl de roble.

Así, el rito diario debió haber culminado con Adrián Paniagua descendiendo a la planta bajade la casa, preparando el tereré sobre la mesada de la cocina, instalándose en el patio trasero,hamacándose a la sombra de un frondoso mango, esperando la hora de la cena.

El sol se ahogaba en el río, cuando esa tardecita –que sin conocerla no vamos a olvidar–,Adrián Paniagua caminó hasta el baño del segundo piso, ejecutando la liturgia vespertina querespetó cabalmente por años. Silencio y penumbras brotaron al cerrar la puerta de aquel lugar.Paniagua levantó la mano derecha para encender la luz, pero, de manera sorprendente –y acaso

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fatídica–, no encontró el interruptor. Volvió a probar. Nada, solo pudo tantear la superficie planay fría de la pared. Su serenidad empezó a turbarse: aquello que debía proseguir estaba detenién-dose; lo que debía fluir se coagulaba, inexplicablemente. Por intuición, o por la fuerza del instin-to, cerró los ojos y buscó de nuevo la perilla, hasta encontrarla, pero del lado contrario a dondedebiera estar.

Afuera, la creciente noche empezaba a cubrir la ciudad con nubes esponjosas. La lumbre delos relámpagos dibujaba estrías en la piel del horizonte. Un trueno retumbó en alguna parte,oculto con las estrellas.

Sara, la única que tiene el coraje –o la rabia– de referirse a este segmento del relato, suponeque, en ese lapso, mientras la luz recién prendida expulsaba las sombras del lugar, se desató loimprobable: quedó sentenciado el destino de su papá: Adrián Paniagua contempló, de maneraclara y pavorosa, un universo inconmensurable, infinito, devastador. En aquel segundo sin fondo,comprobó que, en vez de entrar al baño del segundo piso de su casa, como lo hizo por años,había ingresado a su habitación.

Ante él debieron estar el lavatorio y el inodoro celestes, la cortina traslúcida de la ducha, labañadera rajada, Roberto en el centro, las toallitas rojas, el tragaluz de vidrio amarillento; encambio, inexplicablemente, se encontró con el somier de dos plazas, el edredón verde limón, lasalmohadas blancas, las cortinas de lienzo, el equipo de sonido ganado en un sorteo de la parro-quia, el televisor sobre la cómoda, el baúl de roble, el teléfono sin disco.

¿Ángel? ¿Demonio? ¿Loco? ¿Visionario? ¿Víctima? ¿Verdugo? Hace quince años que AdriánPaniagua vive detrás de la última puerta que abrió. Desde aquel día nadie pudo entrar a eselugar. Ha decidido morir allí, solo.

Todo se ha dicho sobre él. El barrio entero se debate en saber la causa del encierro; estáenfermo; quieren ocultarlo de la vida cotidiana por misericordia o por vergüenza; su aislamientoes total; jamás ha vuelto a salir de aquella habitación. Muchos aseveran que Adrián se comunicacon esposa e hija fluidamente, puerta de por medio, y que conversó por teléfono con el PadreLeonardo Escobar mientras duró la agonía del eterno cura párroco de Las Mercedes. Otros, encambio, piensan distinto, y afirman que en madrugadas de invierno se le ve deambulando por laChacarita como alma en pena o, simplemente, como un alienado sin rumbo. Por estos días secomenta que, en los amaneceres despejados y en las siestas calurosas, se pone a escucharmúsica con el volumen al máximo; en jornadas de frío y llovizna, dicen que murmura sin descan-so cosas incomprensibles, en tono tenebroso. Las viejas del barrio porfían en que se oyengemidos luctuosos en noches de tormenta, lamentos que, a decir de las doñas, anticipan hechosaciagos. No hace mucho, contaron que una ciega aquejada de males espirituales le escribió unacarta; Paniagua contestó la misiva al día siguiente: la mujer jura por todos los santos que terminósanada. Mis amigos especulan, no sin bromear, con que Adrián Paniagua atesora arcanosinnombrables, cargando la obligación fatal de protegerlos hasta la tumba. Sara, en su último

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cumpleaños, me mostró llorando un papel que su padre le pasó por debajo de la puerta, lanavidad pasada. Con lápiz, en una hoja de cuaderno, le escribió de puño y letra: «No haymayor secreto que aquel que ya se cree sabido». Abuelo Juan, escueto y tajante, es uno de losque creen fielmente en la reclusión de Adrián, asegurando que su decisión no tiene otro funda-mento que el simple y abrumador miedo a lo desconocido, nada más.

¿Ángel? ¿Demonio? ¿Loco? ¿Visionario? ¿Víctima? ¿Verdugo? ¿Cómo componer el ayer?¿Cómo exponer un presente hecho de otro tiempo? ¿Cómo reavivar con pavesas la antorcha?¿Cómo sostener el fuego con las manos?

Hace quince años que Adrián Paniagua vive detrás de la última puerta que cerró. No sé porqué, pero lo comprendo, perfectamente. Después de todo, cómo saber qué le podría esperaraquí, afuera, en Las Mercedes, en ninguna parte. c

Con mucha pasión, 2003, comprimido sobre arches, 100 x 130 cm

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I

Medialengua, así me llama mi Mamá ’cause my tongue es partidaen two slices. Usté me pregunta poque no sabe my story, poqueusté recién se movió al building y no sabe nada de inglés. Además,a mí no me gusta contá my story ’cause people never listen to itcompletely. I suppose it is ’cause they can’t mirar at my boquita conla lengua partida como la de la snake in The Bronx Zoo. Si usté mecompla un ice cream de strawberry I can show you how fan it’s tohave la lengua partida.

II

Hoy yo no fui a la escuela ’cause I forgot to do my homework andI don’t want to be embarrassada in front of los otros niños. Teachersalways do that, embarrassan a los niños que no hacen the homework.But eso nunca me va a pasar a mí poque mi Mamá taught me howno quedá embarrassada. Cuando el maestro me llama in front of theclass y trata de embarrassarme, yo comienzo a gritá –fucking bastardI know you are trying to fuck me and get me embarrassada in frontof the class, mandinga, hijo puta, I’m gonna say that you rapedme!– y entonces yo arranco a corré y corré gritando –¡Diablo,maldita vaina, coño; I hate this fucking school! Hey, el professor deinglés is trying to get me embarrassada in front of the class!–. Y yosigo corriendo y corriendo hasta que the social worker stops me yme habla en español –Cálmate, Desiree, que no te ha pasado nada,don’t worry about that teacher, he can’t get you pregnant ’cause heis gay–. Entonces yo me recuerdo que el maestro de inglés es ma-

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ricón y que tiene un boyfriend que le mete el dick por el ass y lo hace sentir feliz. Anyway, laescuela siempre abre una investigation y el maestro tiene que escribí un report of the «incident»y se va suspendido por tres semanas mientras lo investigan para asegurarse de que es maricón yque es verdad que tiene un boyfriend que le mete el dick por el culo y lo hace sentir feliz. Theysay que él se quiere cortá la verga para no tené más problemas conmigo y poderme enseñá a leera Oscar Wilde que no era maricón but homosexual como siempre dice en la clase.

III

Usté tiene que aprendé inglés pa’ podé encuentrar un trabajo o ¿es que se piensa quedá aquí dehousehusband, como una sirvienta, babysitting me all the time? No me diga que en su país nohabía bilingual schools. No me dé cuerda, coño, que yo no creo que en su país bilingual schoolsare for rich people. ¿Cierto que usté no tiene green card y que por eso se casó con mi mamá yque por eso you sleep together y usté le mete la verga por el coño y la hace sentir feliz, pero mimamá no queda embarrassada porque usté se pone los condoms que me regalan en la escuela?

IV

–My father? I don’t really remember him; they say he is in jail for tratar de matar a mi mamá.Pero yo no sé nada de nada, yo no vi cuando se agarraron a peleá ni cuando comenzaron dizqueto divide everything. Yo no vi cuando él se manejó crazy y comenzó a romper las cosas por lamitá con ese cuchillo que trajo cuando volvió del ARMY. Rompió la mesa por la mitá, las sillaspor la mitá, the mattress por la mitá, he broke los platos por la mitá, he cut the remote control porla mitá and draw a line por la mitá del apartment dizque para no pagar two hundred and ninetynine for the divorce. Entonce, yo tampoco vi cuando mi mamá le dijo dizque she vas gonna suehim por child support y él se manejó más loco y con el cuchillo empezó a romperme a mí por lamitá pa’ coger his half part y darle de comer él mismo pa’ que no lo demandaran for childsupport. Entonce llegó the police y no lo dejó terminá de romperme. Pero yo no le dije nada anobody porque yo no soy snitch y lo metieron in jail just for tratar de matar a mi mamá.

V

¿Qué hizo ella después que he left the apartment? Nada, sacó un piedrecita del la purse y sepuso a calentarla para que oliera chistoso. Yo me puse a bailar con la boca cerrada y a tragarmela blood como si fuera el wine que mi mamá keeps debajo de la cama. They say they can cosermi lengua pa’ que yo no sea más una freak con la lengua como la de la snake en el Bronx’s Zoo;but I like that ’cause people always me compra candy or strawberry ice cream pa’ que yo lescuente my story, but they never listen to it completely. c

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La mierda sucede o la mierda pasa. Algo así decía la frase quePatricio leyó en la remera de Milady, a las dos de la mañana, cuan-do ella abrió la puerta del departamento. La colombiana Milady seagregaba así a un listado de conquistas donde se destacaban unayanqui, dos enfermeras, una actriz de televisión, una francesa y unamodelo. Hasta ahí todo había sido demasiado fácil: el amor, la saludy el dinero. Nada de lo que pudiera quejarse. Milady tenía veintidósaños y trabajaba de camarera. Era simpática con los clientes del bar,pero sabía poner límites. Dos meses atrás y después de insistir variasveces, Patricio había conseguido que le diera su número de celular.Después Milady había renunciado. Habían intercambiado mensajes,hubo un tiempo de silencio y ahora sí: con la brisa húmeda del vera-no entrando por la ventanilla del auto, manejaba camino a la casade su primera colombiana.

Milady vivía en Once, sobre la calle San Luis. A esa hora no cami-naba un alma. Patricio bajó del auto y buscó el número 3024: unedificio antiguo con la puerta de hierro. Tocó el timbre del 1 A. Espe-raba que bajara a abrirle, pero Milady se asomó por la ventana. Hey,gritó desde arriba y tiró la llave. Patricio la atajó, abrió, subió hasta eldepartamento. Su colombiana lo esperaba descalza, con un shortminúsculo y la remera que decía Shit Happens. Le pareció que notenía corpiño. Milady lo abrazó con fuerza y empezó a hablar. Estabamuy desmejorada desde la última vez que la había visto en el bar:estaba despeinada, tenía el maquillaje corrido, parecía demasiadoflaca aunque, eso sí, seguía teniendo el mismo buen culo de siempre.Milady hablaba sin parar: señaló las lámparas del living, los cuadros,

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le contó la historia de cómo había alquilado ese departamento, un mes atrás, cuando se tuvo quemudar, los bolsos con la ropa que todavía no había podido ordenar, ¿tú sabes?, y el desmadreque fue la mudanza porque yo, marica, soy una mujer sola y los tipos se propasan con una, dijoy se tocó la nariz. Entraron a la habitación. Milady corrió a poner música y Patricio se quedóparado al lado de la cama, mirando alrededor: las sábanas sucias, ropa tirada, una mezcla deolor a humedad con desodorante Polyana. ¿Y ese quién es?, preguntó. Señalaba una foto sobrela mesa de luz. Ahora es mi exnovio, contestó Milady y puso la foto boca abajo. Patricio lo habíavisto varias veces en el bar. Llegaba en una moto, no saludaba a nadie, pedía su whisky con unaseña y se sentaba, y la colombiana era la única que hablaba con él.

Milady se había acostado boca abajo y elegía música en la netbook, pasando frenéticamentede un tema a otro. Ponía una canción y decía que era bachata, después reguetón, un vallenato delas sierras colombianas. ¿Te gusta esto?, preguntaba y no le daba tiempo para responder. Ellamisma se contestaba que no, se tocaba la nariz otra vez, volvía a cambiar. Al final se decidió aponer salsa. Oscar de León, dijo, y se agachó para levantar un plato que tenía en el piso.¿Quieres?, preguntó Milady y le mostró el plato con cocaína. Patricio había tomado algunasveces, un tiempo atrás.

–Y el hijueputa de mi novio –empezó a decir Milady–, ¿qué se cree que soy? ¿Cómo puedehaber sido tan hijueputa?

En la época en que él también lo hacía se excitaba viendo a una mujer aspirando cocaína.Ahora, en cambio, sintió pena. A Milady el novio le había metido los cuernos y la había conver-tido en una porquería. Eso dijo ella: «Una porquería debo ser para que ese hijueputa me hayapuesto los cuernos», y se limpió la nariz con el dedo.

Patricio se recostó en la cama. Debajo de las sábanas encontró bollos de pañuelos de papel.Vení, le dijo a Milady, vení que te abrazo y te cuido un poco, vos necesitás que te cuiden, y laatrajo contra él. Milady temblaba, pero seguía hablando: que el hijueputa se creía muy lindo, queella lo había bancado en los peores momentos y ahora le pagaba así, con una cualquiera, típicode los hombres, dijo y en ese momento se movió un poco y Patricio le miró el escote y era cierto:estaba sin corpiño. No todos los hombres somos iguales, dijo Patricio y se acercó hasta que olióla piel de Milady. Ella seguía con su monólogo: el hijueputa esto y lo otro, el hijueputa y peinarotra raya de cocaína, vivíamos juntos, compartíamos todo, ¿entiendes?, éramos una sola perso-na y el hijueputa me cagó. ¿Cuánto hacía que estaba tomando? Dos días, dijo Milady. Habíacomprado para un día más. ¿Qué iba a hacer cuando se le terminara? Milady se largó a llorar. Lacara quedó atravesada por las lágrimas negras del delineador. Patricio le acarició la cabeza.Pobrecita, le dijo, y mientras la acariciaba le pedía que no siguiera dándole vueltas a lo mismo,que era hora de olvidarse y seguir adelante. Te propongo esto, dijo Patricio: me quedo estanoche cuidándote, mañana temprano vamos a desayunar y empezás una nueva vida. Milady sesonó la nariz con otro pañuelo, se secó las lágrimas y sonrió. Le dijo que sí, que estaba harta de

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todo y quería olvidarse del hijueputa. Parecía convencida. Las veces que había tomado cocaínaPatricio pasaba horas dando vueltas en la cama antes de que pudiera dormirse. Pensó que teníauna oportunidad. Te voy a hacer unos mimos, dijo en voz baja y abrazó a Milady desde atrás. Leacarició la espalda, le besó la piel del cuello, le rozó el borde del short con los dedos. No hubocaso: su colombiana dormía.

Lo despertó el sol de la mañana. Milady se había levantado y buscaba un toallón en el placard.Tenía el short metido en el culo. ¿Estás mejor?, preguntó Patricio. La colombiana sonrió: ustedme salvó la vida, dijo y salió de la habitación. Patricio escuchó que entraba al baño, que abría laducha, que se ponía a cantar. Se quedó tirado en la cama. Los platos con cocaína habían desapa-recido, también los pañuelos de papel. Era la primera vez que pasaba la noche con una mujer sinhaber tenido sexo. La novedad es que estaba orgulloso de que hubiera sido así. La iba a llevara un lugar con sol donde pudieran tener un buen desayuno. Se levantó y se miró en el espejo: untipo bueno, capaz de ayudar a una mujer desesperada. Se acomodó un poco el pelo. Estaba porvolver a acostarse cuando un celular empezó a sonar. Venía del baño. Milady no respondía y elcelular volvió a llamar dos veces. Al rato tocaron el portero eléctrico. Patricio se quedó quieto.Escuchó que Milady salía del baño y preguntaba quién es, se quedaba callada, no te quiero ver,que te vayas, hijueputa, vete. Al rato Milady volvió: se había dejado la remera de Shit Happenspuesta, pero estaba maquillada y con un jean que le calzaba perfecto. Parecía la de antes. ¿Quépasó?, preguntó Patricio. Nada, mi amor, dijo ella y le dio un beso en la mejilla, ¿a dónde me vasa llevar? Patricio sabía que mentía, pero igual la abrazó y le dijo que la iba a llevar a donde ellaquisiera: hoy es el primer día de tu nueva vida. Milady le guiñó un ojo, se puso un sombrero ybajó la persiana de la habitación. Salieron del edificio agarrados de la mano. Patricio lo vioenseguida: el tipo estaba en la vereda de enfrente, subido a la moto. ¿Qué hago?, preguntó yMilady le apretó la mano. Subieron al auto. Hacía un calor sofocante. Patricio bajó la ventana,apretó el acelerador, hizo dos cuadras por San Luis y dobló para entrar por avenida Córdoba.El semáforo estaba en rojo; los autos pasaban rápido por la avenida. Por el espejo retrovisor vioque la moto acababa de doblar y se acercaba. El semáforo seguía en rojo. Qué pendejo es, dijoMilady. La moto había frenado del lado de Patricio. ¿Cómo te llamás?, preguntó el novio,mirándolo fijo. Tenía la misma mirada que Milady la noche anterior y le costaba hablar. Patriciono esperaba esa pregunta. Estaba pensando si decirle la verdad o inventar un nombre cuando elnovio se abrió la campera y sacó una pistola. Al principio creyó que era de juguete, pero Miladyempezó a gritar. Hijo de puta, decía, ahora sí, con todas las letras, y Patricio escuchó el tiro y unfogonazo lo empujó contra Milady. Lo último que vio fueron las letras, Shit Happens, la tela dela remera en la cara y los gritos que se hicieron cada vez más lejanos, como si cayeran en unpozo oscuro, lleno de mierda.

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Mi hermano llegó aquella mañana de octubre a mi casa y medespertó. Traía como si fuera un trofeo una botella de Havana Club.No me había acabado de levantar y él ya estaba en la cocina fregan-do los vasos, hurgando en mi refrigerador. La actitud de mi hermanome desconcertaba y no sé por qué razón siempre sospeché que algu-na confesión iba a hacerme, así que le grité desde el cuarto: «Voy aafeitarme». Sentí el chirriar de la grasa en el sartén, recordé que solome quedaba media botella de aceite en la alacena y el muy cabrónseguro la gastaba. «Esto es Cuba», le iba a volver a gritar, pero decidíafeitarme lo más rápido posible.

–Quiero hacerte una proposición –dijo y puso un vaso lleno deron en el lavamanos.

–Sabes, no tengo deseos de beber.–Eso no importa, hoy quiero que bebas porque lo necesito –dijo

y regresó a la cocina.Mi hermano siempre fue un consentido, yo siempre hice de su

guardián, lo protegía de sus miedos, de los abusadores en la escue-la y hasta de nuestra madre encolerizada.

«Eres un consentido», le dije desde el baño y lo escuché reír.Pensé que un buen trago no me vendría mal. Llegué a la sala con elvaso a la mitad y él volvió a llenarlo, después me señaló un plato enla mesa de la sala con unas croquetas de carne, queso y pepinosencurtidos.

–¿Cuál es el problema? –le pregunté mientras engullía una deaquellas croquetas y las bajaba por mi garganta con un buen tragode ron.

Miró al techo, las paredes. Sus ojos hicieron un recorrido detrescientos sesenta grados por la habitación.

ERWIN CARO

Los hombres no saben del paraíso

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–Esta casa necesita pintura –dijo.Yo estaba convencido de que su problema era grave.Las justificaciones que él buscaba al principio lo confirmaron. La palabra desesperación la

repetía constantemente. Quería convencerme de que aceptara la proposición. Yo estaba acostum-brado a que las proposiciones eran un negocio, eso lo aprendí de mi madre. De pequeño tuveque cuidar de él y siempre lo hice a cambio de dulces, caramelos, refrescos que mi madre metraía cuando regresaba a casa. Así que, cuando me crucé de brazos y le pregunté cuánto ganaríayo con toda esta historia, mi hermano Jorge Luis Jiménez Osorio me clavó su mirada como unrelámpago y me mandó pal carajo; pero ni aun así desistió, respiró profundamente para canalizarsu ira y con aire bondadoso me recordó lo que yo significaba para él.

Al final acepté su propuesta y las condiciones, qué más podía hacer, era mi hermano y teníaque ayudarlo, pero antes le pregunté si Julia estaría de acuerdo; él me aclaró que Julia era unamujer desesperada y aceptaría cualquier propuesta que al final le hiciera concebir un hijo.

«Es simple, hermanito, mi semen es nada. Si no jamás te hubiera pedido este favor».Sus condiciones eran las siguientes:Primero, yo era el escogido para que los genes fueran los de la familia.Segundo, nunca habría contacto carnal entre Julia y yo.Tercero, nunca acudiríamos a una institución o consulta médica. Todo se haría en la casa.Cuarto, yo le entregaría el semen a mi hermano en un pomo de cristal y él se encargaría de

verterlo en la vagina de Julia.Quinto, cuando el niño naciera yo asumiría el papel de tío y mi hermano el de padre. Este

secreto jamás le sería revelado a nadie y mucho menos al niño.Firmé mentalmente estas condiciones con la seguridad de que el invento de mi hermano jamás

funcionaría, pero Dios parecía estar de su lado; Julia quedó embarazada y todo aquel carnavaldonde yo trataba de acordarme de las mejores tetas que mis manos hubieran tocado alguna vezpara poder excitarme, de mi hermano gritándome del otro lado de la puerta que iba a contratara una prostituta para que me masturbara, mi constante negativa a utilizar revistas o películasporno, la tensión que se respiraba en el cuarto perfectamente limpio, la mesita con el pomo decristal esterilizado, el sumo cuidado (advertencia de mi hermano) para verter, sin contaminar,la mayor cantidad de semen en el dichoso pomo de cristal, Julia con las piernas abiertas en lahabitación de al lado y yo por fin eyaculando con la imagen en mi cabeza de una joven vecinaque hundía mi mano en la profundidad de su sexo. Todo ese carnaval para mí inútil, al final fue uncertero disparo a diana.

Julia quedó embarazada y mi hermano me dio las gracias como si aquel acto nunca hubieraexistido.

Para alguien que llegue a este punto de la historia, lo lógico es continuar una existencia dondeuno cree vivir con cierta libertad y dueño de un tiempo donde nada ni nadie puede conspirar

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contra él. La emoción de encontrar a un amigo después de todo un día de trabajo y sucumbir ala tentación del primer bar en la esquina, de conquistar a una mujer cualquiera en la madrugada,de hundirle mi aguijón constantemente para hacerle creer que soy el mejor macho cabrío de lahumanidad; pero entonces uno pasa las noches pensando en la criatura que crece en el vientrede Julia, y construye en el desvelo el color de la piel, la inevitable forma de los ojos, la futurafisonomía, es una rara emoción que le sube a uno por el ombligo y se le dispara por todo elcuerpo. Uno sabe que no está bien desear la felicidad de otros, pero ¿quién puede contenerel placer de soñar?, a veces las fronteras entre querer y poder se pierden y entonces uno seinicia en la costumbre de visitar a Julia los domingos, de llevar siempre un mínimo presente queme conmueva a la cuñada, ropas para bebé, pequeños jabones, pañales desechables, marugasen forma de animales, azabaches de Santa Lucía, libros de consejos útiles para madres primeri-zas. Mientras mi hermano frunce el entrecejo y me dice con cierta ironía que me estoy convir-tiendo en un perfecto tío con tantos regalos. Uno también se busca un amigo, en este caso Javier,basta una botella de ron para que él escuche toda una noche. Si le pregunto qué significa para élla vida, me señala la botella de ron; si le digo que la mía ha perdido el sentido, que eso de levantarsetemprano para ir al trabajo, regresar en la tarde, bañarse, comer, ver la televisión o jugar dominóantes de que el sueño me venza, todos estos actos de lunes a lunes son absurdos, él se encoge dehombros. Él jamás podrá entender mis deseos de ser Dios. Dios todo lo puede, le digo y él asientecon la cabeza. Sin embargo, él prefiere que le hable de Julia, que mi voz la vaya construyendo pocoa poco, porque Julia se ha convertido en una bocanada de aire fresco que le va llenando a uno lospulmones hasta no poder respirar. Al lado de Javier puedo imaginar una Julia sin mi hermano. Lahistoria de una casa que se estremece con gritos y risas de niño. En ese caso soy el dios protectorde Julia y mi hijo, pero cuando llega la noche la historia se desvanece y regreso a la realidad dondeJavier y yo estamos borrachos en cualquier bar de esquina.

A Javier le cuento que una de esas mañanas de domingo, Julia tomó mi mano y la llevó a suvientre, apenas tenía tres meses de embarazo. Estábamos en un ancho sofá, ella acostada y yosentado sirviéndole de almohada.

«Tu hermano es un egoísta, no es capaz de hacer feliz a nadie».Hice silencio, no quería ir en contra de alguien a quien había defendido siempre, pero ella no

paraba de hablar.«Mi hermano es lo menos importante», le dije.Ella se empezó a reír, abrió su bata de dormir y llevó mi mano a su sexo, cerró los ojos y dijo:«Puede que sea una locura o el nerviosismo del momento, pero sentí tu semen en mi vagina,

¿sabes?, parecía que me quemaba y más que dolor sentí placer».Mis manos empezaron a acariciar lentamente un sexo que poco a poco iba humedeciéndose.«Por favor, arrodíllate», me rogó y abrió más su bata. Sus senos brotaron felices a la intempe-

rie de la sala, arrodillado frente a ella mi lengua y mi mano se movían rítmicamente.

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«Me duelen», dijo.Mi boca succionó de sus pezones la leche tierna que en pocos meses alimentaría a mi hijo.Estás fabulando, me dijo Javier y puso su mano en mi hombro.Le expliqué que todo era cierto, mi hermano nos había sorprendido y poco faltó para que nos

matáramos frente a Julia, que no paraba de gritar, pero Javier negaba con la cabeza.Lo has inventado, dio media vuelta y se marchó. Me quedé a la entrada del bar, lo veía

caminar despacio bajo una fina llovizna que de pronto había comenzado a caer sobre la ciudad.Por un instante pensé que a lo mejor Javier tenía razón. Mi mente había creado esa historia deJulia y yo en el sofá, la mente puede ser traicionera. Quizá todo no era más que un intenso deseoconvertido en delirio. Miré a un costado y me vi reflejado en el espejo. Me sorprendí de vercuán cambiado estaba; unos meses atrás cuando mi hermano me hizo aquella proposición miimagen frente al espejo era la de un hombre que inspiraba tranquilidad, pero ahora era la vivaestampa de la desesperación. Sin embargo, a pesar de las diferencias físicas, existía una mayor,la espiritual, y no sabía a ciencia cierta cuál de los dos momentos de mi vida era mejor. Antes yoera absolutamente nada y ahora era igual. La diferencia consistía en que solo ahora podía com-prenderlo.

Un vecino cruzó la calle en bicicleta y me gritó: «Julia va a parir».El corazón me dio un vuelco y me puse tan nervioso que terminé vomitando a la entrada del bar.

Fueron unos toques tímidos en la puerta los que me despertaron. Julia llevaba un bolso conpañales desechables y biberones con leche y agua. Junto a ella un coche donde dormía un bebé.

«Vengo para que conozcas a tu hijo».La ayudé a pasar al interior de la casa. Julia quiso despertar al niño, pero le dije que no, yo

disfrutaba verlo dormido, adivinar en él los mínimos rasgos parecidos a mí.«Tu hermano me prohibió que viniera».Asentí con la cabeza como no dando importancia a sus palabras.«Pero tengo que agradecerte».Me levanté para buscarle un vaso de agua, aunque era de mañana el calor intenso del trópico

no creía en horas.«Tu hermano dice que no estás conforme, que tu vida ha cambiado completamente».«Puedo cargarlo», le dije, ella asintió y acurruqué a mi hijo por primera vez entre mis brazos.«Si realmente hubiéramos imaginado que lo de tener un hijo te afectaría...».La interrumpí con un leve apretón en el hombro.«Un bar en la esquina puede ser el más perfecto paraíso».Trató de convencerme pero no la escuché, mis sentidos estaban más concentrados en cada

movimiento del bebé y la emoción contenida que acompañaba a una idea irrefutable. Mi vidahabía sido una mierda hasta este instante.

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Ella tomó al bebé y lo acostó bocabajo en el coche, después se quejó del intenso calor queamenazaba con derretirnos y se dirigió a la puerta.

Javier comenzó a reírse, era uno de esos ataques que casi no lo dejaban respirar y más cuando leconté la cara que había puesto el abogado. «Quiero impugnar la paternidad de mi hermanosobre mi hijo». Javier no paraba de reírse, pero yo no le hacía caso. El abogado era un asiduovisitante de este bar, ya no ejercía, según él, pero podía orientarme. Me dijo que necesitaba prue-bas, más bien testigos que corroboraran mi versión de cómo Julia quedó embarazada. Cuandole dije de una prueba de paternidad, el abogado se rascó la cabeza.

Javier me preguntó por qué las personas siempre se rascan la cabeza cuando no puedenresolver un problema.

Yo realmente no sé, es algo natural, mecánico. Lo cierto es que el abogado me dijo queestamos en Cuba. Una prueba de paternidad es muy costosa para el Estado, que es quien lapaga. Javier abrió la boca sorprendido y se sirvió ron en un vaso. Solo se usa para casosexcepcionales. Lo que necesito primero son testigos. Aquí el abogado me hizo una preguntaobligatoria: «¿Y la madre?».

Me la encontré un día en el mercado y le dije que pensaba demandarlos e impugnar la pater-nidad de mi hermano. Ella me dijo que era una locura, que jamás se pondría de mi lado. Lerecordé nuestra aventura del sofá y me dio una bofetada.

«¿Qué vas a hacer?», preguntó Javier mientras abría los brazos como para abrazarme.«Nada», le dije, «solo necesito testigos y no los tengo». Por un instante nos quedamos en

silencio los dos, después continuó.Lo mejor sería quedarnos aquí profundamente.Para nosotros tenemos una barra en forma ovalada en medio del bar, la fauna que habita este

sitio, el salir y entrar de la gente, a veces gritando por un poco de ron o cigarros, y las historiasque aquí se cuentan tan desgarradoras como la mía.

«¿Y tu hijo?», me pregunta Javier.«Lo veré crecer desde lejos, por estas calles pasará alguna vez y contaré mi historia como si

ese acto me exorcizara».Miro a los ojos de Javier, en el fondo lo veo sonreír.«Sabes», le repito, «que una mañana de domingo Julia tomó mi mano y la llevó a su vientre...».Javier comenzó a negar con la cabeza.«Estás mintiendo», me dice y le digo que todo es cierto, pero él sigue moviendo la cabeza

negativamente. Sé que discutiremos toda la noche, él jamás me creerá, pero al final poco impor-ta. Javier me señala la botella que brilla intensamente bajo la penumbra del bar. c

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Cuando el muy hijo de puta del chofer metió el primer frenazo (a finde no comerse a la mujer del coche con todo y bebé) nos desperdigamoscomo piezas de bolera. Al soltar bruscamente y sin más remedio elpasamanos, la anciana del bastón le clavó el codo en las mismísimascostillas al estudiante que iba a su lado, la mochila del muchacho dioen la cara de una mujer, las papas de la bolsa de la mujer rodaron porel piso de la guagua mientras freíamos huevos a coro y en medio deaquel desastre colectivo yo caía sentada en las piernas de un pasaje-ro que, en ese primer frenazo, fueron solo eso, piernas de un extraño.Al segundo frenazo, muy por el contrario, ya fueron unos brazos fuertesque me aguantaron por las caderas y sentí (aunque luego de esto yono estaría tan segura) una pelvis que se me insinuó contra las nalgas.Ya para entonces por darme la vuelta yo había visto sus grandísimosojos pardos, su barba incipiente, su hermosa dentadura. Ese tercerfrenazo no me quedó para nada natural y reconocí, también por elasombro de los demás pasajeros, que el porrazo de su novia venía aestar más que justificado.

DAZRA NOVAK

Por andar sentada en las piernasde un extraño

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El acoso

Desde que lo vi acercarse bordeando el muro por debajo, como buscando algo en el arrecife,sabía que andaba en cosa rara. No me preocupé porque esa parte es alta y le costaría subirse.Pretendí estar concentrada en el mar, en mis pensamientos. Preparándome para lo que vendría,crucé las piernas tranquilamente, pero en realidad lo miraba con el rabillo del ojo. Un mulatojoven no demasiado apuesto, pero tampoco desagradable. En algún momento se abrió la cami-sa y miró descaradamente hacia arriba, como si por fin yo fuera la prenda extraviada queandaba buscando, con unas manos tan ágiles que no vi cuando se abrió la cremallera y empezóa sacudírsela. Así estuve unos segundos, mirándolo sin mirarlo. El tiempo que me lleva en estoscasos es ínfimo, es solo cuestión de apretar mucho los muslos hasta que no puedo aguantar más,y termino antes que ellos.

Doméstica

Cuando me entrego a las labores domésticas, me entrego toda. Hasta meto la mano en la espumaabundante cuando la lavadora termina el primer ciclo, cómo decir, ese lento romperse de lasburbujas me alborota. Asisto con gusto al roce cómplice de unos granos de frijol con sus semejan-tes y es tan sutil esa caricia polvorienta del arroz cuando le clavo los dedos que, en ocasiones, losescojo dos veces seguidas. Reconozco mi retorcido placer por las cebollas que siempre, siempre,me hacen llorar. Ver cómo se espesa la natilla mientras la meneo para evitar que se contraiga enpelotas es una experiencia única, por eso la reservo solo para esos momentos en que recibimosinvitados. La manera lenta en que me hacen sudar las emanaciones de la cocina no se compara connada. Y por si esto fuera poco, confieso mi rara costumbre de usar un blúmer viejo para humedecerlas piezas, más porque el seseo repetido de la plancha caliente, al entrar en contacto con tu ropamojada, hace subir aquel vapor directo hasta mi cara. Cuando tiendo la cama estiro bien y metodebajo del colchón, vuelvo a estirar bien y paso mi mano suavemente por toda la sábana, con losojos cerrados. Barro los rincones hasta sacarles todo, baño los rodapiés y hasta me arrodillo paracepillarlos, paso la colcha y canturreo y me sonrío, porque lo mejor está por llegar y eso es el finaldonde me rindo ante los beneficios de la limpieza, lo mismo en la sala, en el comedor, que en lacocina. A lo mejor por eso, porque ya no doy más cuando siento el piso todavía húmedo y durobajo mi cuerpo, a lo mejor por eso es que piensas que lo mío es otra cosa.

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Érase una vez un par de tetas enormes

Ni pequeñas, ni caídas, ni con esas areolas grandes y oscuras o de pezón invertido. Ni muyseparadas, ni muy juntas. Eran todo lo contrario: titánicas, rebosantes, tibias, con ese blancosaludable entre hepático y albino. Un verdadero ejemplar de antología. Mientras se acercaban ala cama trayendo la copa de vino fueron tetas perfectas, hasta que dieron ese respingo escrupu-loso, cuando me dio por imitar el llanto de un bebé.

Desconocidas

¿Quién la amaneciera? ¿Quién fuera su espejo, su ropa interior, su creyón de labios? ¿Quiénla montara... a caballito? ¿Quién pudiera darle nalgadas cuando se porta mal? ¿Quién fuera elbeso de buenas noches en la frente y su Padre Nuestro? ¿Quién, su cabo chupado de cigarro?¿Quién su inodoro, su toallita húmeda, sus ganas de tocarse? ¿Quién, sus piezas y partes?¿Quién su cucharita de postre? ¿Quién fuera su bufanda, la butaca de cine, su vecino curioso?¿Quién, su diario personal, sus pantuflas de casa, la mascota que lame cariñosa los deditos desus pies? ¿Quién fuera Dios para meterle la mano en la cabeza? Quién para seguirla ahoradespués de pegarme su bracito depilado cada vez que agarrábamos un bache haciéndome pen-sar que tal vez, por ese escote que se acomodó varias veces antes de bajarse de mi taxi regalán-dome su andar juvenil entre brinquitos hasta cruzar la avenida y perderse entre la muchedumbreasí, como suelen desaparecer para siempre los desconocidos. c

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La mayoría de las casas está por los suelos. Las que no lo están almenos conservan sus fachadas. Han perdido sus techos o sus ven-tanas pero igual se mantienen de pie. Los marcos, a los que ahorasolo está encajado el vacío, han sido rellenados por enormes ado-bes que esconden lo evidente y que niegan el ingreso al terreno,aunque adentro no queden más que escombros. Puro maquillaje. Elresto de las casas ha perdido todas las paredes. Ahora son soloespacios abiertos. Cuando se está en el interior de alguna de ellas esdifícil imaginar cuál era la distribución de las habitaciones antes deltsunami. Quedan estructuras, concreto, hierro, cables, basura, ca-minos de tierra. Hay paredes que como solo se han roto parcial-mente dejan ver adobes y ladrillos descascarados, descoloridos,que más parecen los elementos con los que se hubiera construidocastillos de arena. Y al igual que esta, las ruinas son deformes y nosiguen ningún patrón. Al mirar en cualquier dirección se obtiene unaperspectiva amplísima, de gran diversidad, y a lo lejos se ve el marque ruge como una bestia rabiosa, y que vuelve a rugir justo cuandocomienzo a ver las paredes, que se acumulan una tras otra, y lomismo sucede con el hierro y con todo el desmonte, y es difícilimaginar que alguna vez hubo aquí un balneario tan lleno de vida.

Hora y media atrás el bus me ha dejado en el centro de la ciu-dad. Cuando todavía faltaban algunos kilómetros y yo ya estababien despierto porque el cielo, aunque gris, brillaba con insistencia,era posible observar una densísima neblina que prácticamente locubría todo. También garuaba. Las pequeñas gotas planeaban hasta

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2013

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* Extracto de la novela homó-nima.

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ir a chocar contra la espesa bruma y se quedaban allí, y el incansable ventarrón generaba que latierra en los márgenes de la ruta se elevara y se uniera a la lluvia y a la niebla formando unconstante sonido grave en el ambiente. Parecía que todo hubiera estado en movimiento, que noera una zona nublada sino una batidora que recogía de aquí y de allá y que luego licuaba,trituraba y batía cuanto encontraba a su paso. Todo, menos el bus que me llevaba. Que confuerza se adentró y rompió los grandes cúmulos de neblina. Que luego también avanzó sortean-do las curvas hasta llegar a su destino.

Pienso en la cantidad de veces que he recorrido esa misma ruta. El violento mar a un lado, losgrandes cerros de arena al otro, el sol bien en lo alto. Cuando de niño iba en el auto de papá, aesas alturas del viaje yo comenzaba a impacientarme, me movía un poco en mi asiento y le pedíaque manejara más rápido. Luego volteábamos a la derecha, justo cuando los arrozales con-cluían, y por fin comenzábamos a divisar el balneario. Es el recorrido opuesto al que hago hoy.En esos años primero pasaba por la ciudad y luego llegaba a la playa. Hoy he hecho la rutacontraria: he observado primero el balneario destruido y luego he llegado a la ciudad. En aqueltiempo el balneario estaba lleno de casas coloridas y a sus puertas siempre había gente que,conversando o bebiendo, dejaba que los días murieran. Los niños jugaban en las calles, saltandode un lado a otro, y cuando pasábamos con el auto se lo quedaban mirando y sonreían paraluego volver sus ojos a la pelota. Había ferias abarrotadas de gente que llegaba de todos ladose iba corriendo hasta el taca-taca y gol por aquí, gol por allá. Hoy, nada de eso queda. Todoparece haber cambiado. Hasta el color del cielo era distinto antes. Es como si después delmaremoto se hubiera vuelto grisáceo, sucio. Como si la tierra y el barro se hubiesen escapadode las enormes olas echándose a volar y yendo a parar al cielo. Si antes era de un denso celeste,ahora tiene un color pálido, enfermo, podrido, y más que nunca parece la continuación de lapista terrosa, llena de piedras y ya sin vegetación porque también a esta se la llevaron las olas. Sino fuera porque de vez en cuando aparece un perro o una lagartija no sería difícil imaginarsecaminando dentro de uno de esos cristales que guardan escenas navideñas, pero sin colores, sinvida, como si los personajes de la escena estuvieran todos muertos al borde del arroyo nevado.

Tal vez por ello no sorprende ver a tan poca gente en las calles. Caminan lenta, pesadamentey están abrigados. Parecen desconfiados cuando los huesudos perros se les acercan y olfateansus bultos. Andan en grupos y rara vez se les ve conversar. Por lo general tienen los huesosflacos pero cargan barrigas grandes. ¿Se habrán bebido parte del océano? Se detienen junto alas parvas de piedras y conversan y observan de reojo. Ellos mismos parecen sobras del marcuando, como yo, caminan por la ciudad, donde, aunque calles y casas todavía se mantengan depie, con sus fachadas pulcramente pintadas y las aceras firmes, se siente la resaca del tsunamique terminó con tanto. Quizá lo que el maremoto haya hecho fue reducir la ciudad, pienso,porque el balneario parece parte de un territorio muy distinto y no de la misma ciudad en cuyaplaza de armas se alza, imponiéndose a la bruma, la antena parabólica de la municipalidad.

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Es temprano, aún no son las siete, y estoy parado en una esquina, con mis bultos pegados amis pies, con frío y sin tener dónde resguardarme. Decido esperar una hora decente para llegara casa de mi abuelo. Ha pasado tanto tiempo sin visitarlo que pienso que despertarlo seríademasiado. Dos o tres ambulantes llegan. Levanto la mirada y veo la plaza vacía. Camino y mesiento en una de las bancas que da a la fuente. Las piernas me tiemblan y las pocas personas querecorren la plaza me miran con ojos extraños, como si se preguntaran qué diablos hago allí.Luego de pasar a mi lado un hombre se detiene y voltea a verme para seguir su camino. Parecetener algo urgente que decirme pero la duda le gana y lo mantiene en silencio. Otras personastambién tienen una actitud similar: el hombre y el niño que caminan agarrados de la mano, eljoven cura que va apurado, o la señora que carga una bolsa con pan. De todos, los que másllaman mi atención son la pareja del abuelo y la nieta. Próxima a mi banca, la niña tiene sus ojosencima de mí todo el tiempo. Los abre y los cierra como si tratara de pellizcarse para despertar.Por qué diablos me mira, me pregunto. Cuando me sobrepasan, ella trata de darle vuelta a sucuello para seguir observándome y se detiene y suavemente le jala el pantalón al anciano. Estánasí unos metros más hasta que él también se detiene. La niña parece contenta: sus pies ahora seagarran con firmeza al suelo. Le dice algo al oído y el anciano también me mira. Vuelven ahablarse y se dan media vuelta. Nuevamente pasan a mi lado, los grandes ojos de la niña sobrelos míos, y ocupan una banca al otro lado de la pileta. No entiendo qué me pueden haber visto,a quién les hago recordar como para que decidan sentarse enfrente habiendo tantas bancasalrededor. Ella viste un uniforme escolar gris; él, un abrigo verde y pantalones azules. Se sientanuno al lado del otro y sonríen. La niña es graciosa. Su pelo ensortijado llega hasta la punta de sunariz y luego su pequeña mano lo mueve hacia sus orejas. Acomoda sus colas y levanta loshombros un poquito, como si estuviera haciendo una travesura. Saca un cuaderno y unos lapice-ros de su bolso. Apoya el cuaderno sobre la banca y empieza a dibujar. El pelo le cae sobre lacara todo el tiempo. Le cubre los ojos, le pica las mejillas, no le permite dibujar. Al abuelo se leocurre empezar a soplarle la cara, dejándola al descubierto, pero esto tampoco logra que losmechones no le tapen los ojos.

La niña deja de sonreír y me observa nuevamente. Si yo muevo una mano para rascarme laoreja ella detiene sus ojos. Si cambio de posición mis piernas, lo mismo. Al poco rato al abueloparece ocurrírsele una solución porque pasa satisfecho su mano por la cabeza de su nieta. Seacomoda bien pegado al respaldar y sienta a la niña sobre sus piernas. Ella agarra el cuaderno,lo apoya en su regazo y se pone a dibujar una vez más. Bien apoyada su espalda al pecho delabuelo, este le sostiene todo el pelo con ambas manos, como si quisiera peinarlo. Se lo jalasuavemente, lo entornilla y lo deja caer sobre sus hombros. El viejo comienza luego a mover dearriba a abajo sus piernas, únicamente despegando los talones del suelo. Le acaricia las mejillasy la nieta sigue dibujando. Luego le coge el pelo y desde las raíces lo levanta hasta descubrir sucuello. Entonces el viejo acerca despacio su nariz y, cerrando los ojos, mueve su cabeza de un

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lado al otro de la piel de la niña. Después se acerca también a sus hombros. Suelta el pelo de lanieta y coloca sus dos manos por delante, un poco debajo de su cuello. La empuja suavementehacia atrás mientras el viejo parece pleno de alegría cuando pone una de sus manos sobre laspiernas de la pequeña, levantándole la falda para sentir su piel. Ella sonríe y sigue sonriendocuando el abuelo le dice algo al oído y luego vuelve sus manos al pelo y una vez más a suspiernas.

En ese momento empiezo a tener ganas de irme de allí. ¿Qué clase de espectáculo me estánofreciendo? ¿En verdad estoy viendo lo que creo que veo o simplemente estoy proyectandocosas? No puede ser que todas las familias se parezcan, pienso. Por más que me perturba laescena, no logro pararme de la banca. La plaza sigue con pocas personas. Solo uno de losnegocios, la tienda de abarrotes próxima al restaurante de comida italiana, ha abierto. Un em-pleado coloca los periódicos sobre unas tablas en la acera. Más allá, un barrendero empieza asacar los primeros lustres a la plaza. La biblioteca de la municipalidad también empieza a recibirpersonas. Dos o tres ya han ingresado, y la antena parabólica parece aun más imponente sobreel cielo que poco a poco se muestra más claro.

Todavía enfrente, observo cómo el abuelo le ha hecho unas trenzas a su nieta. Está muchomás graciosa que antes. Toda ella es sonrisas que chorrean constantemente de su cara. El viejotambién sigue luminoso, en lo suyo. Ahora la niña está sentada en el banco. Juegan con lasmanos. Uno le entrega la derecha y el otro a cambio le da la izquierda. Y se ríen a carcajadas yla risa de la niña inunda la plaza y de la pileta parece que saldrá luz. Cuando uno de ellos seequivoca, que no sabe que debe entregar la mano derecha pero arriba, el viejo la agarra por lacintura y la aprieta despacito. Le hace cosquillas y ella mueve los hombros con fuerza, tratandode zafarse. La agarra luego y la echa sobre su regazo y le suelta una trenza y luego la otra.Acerca su nariz a la cara de la nieta y luego la aleja. Vuelve a decirle cosas al oído. En breve, leacaricia las pantorrillas y las canillas mansamente.

Por la plaza ya transitan más personas. Varias leen los titulares de los diarios. Más genteocupa otras bancas. Frente a la municipalidad, que ya ha abierto sus puertas, una decena decampesinos forma una fila para ingresar. Ruidosos carros también circunvalan el perímetro diri-giéndose luego a sus destinos. Otros se detienen y sus conductores bajan, se saludan y se largana conversar. A esas alturas, con tanta gente alrededor, ellos por fin guardan la compostura yparecen un abuelo y una nieta normales. La niña guarda los cuadernos y los lapiceros en sumochila. Al rato se paran, la niña vuelve a observarme y continúan su camino. También yo agarromis cosas y me pongo a caminar.

Llego a casa de mi abuelo atravesando el bulevar, que carga solamente con esculturas enhonor de gallos y camarones. Graciela abre la puerta y me saluda con afecto.

«Cuánto tiempo sin verlo por aquí, joven. Pase, pase, venga por aquí».Atravesamos la sala y me lleva hasta un dormitorio.

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«Los señores aún duermen», me dice, «pero acomode sus cosas que ya deben despertar».Abro mi maleta, me cambio de polo, luego voy al baño a lavarme un poco. Todo lo que

quiero es quedarme en cama, pero decido ir a la cocina. Parezco un mueble más. Los pedazosde chancho humean y me siento a la mesa. Graciela sigue trayendo comida: panes, mantequilla,mermelada, salame, leche, café. La decoración se ha mantenido igual a pesar del tiempo. Hacemás de quince años que mis abuelos mandaron reproducir la misma cocina que tenían en su casa deItalia. Los muebles son iguales. Sus claros tonos tratan de replicar los del pino. Sobre las paredes,almanaques diversos en italiano se acomodan al lado de postales con imágenes de los Alpes y juntoa tarjetas de recuerdo de ceremonias religiosas de familiares lejanos de los que ya pocos tienenmemoria.

A la abuela le gustaba pasar las tardes en la cocina. Ocupaba la mesa y pasaba las horasresolviendo crucigramas y tejiendo prendas interminables. Una señora le traía las lanas una vez porsemana y la abuela solo movía las cejas, señalando el color y el tipo que deseaba. Enseguida,pasaba las tardes en absoluto silencio. Parece que se le hizo costumbre estar callada porque dejóde hablar de un momento a otro. No es que no pudiera emitir más palabras, fue solo que decidió nohacerlo, como si de pronto hubiese comenzado a pensar que aquella acción, la de comunicarse conpalabras, era inútil. Si alguna vez pronunciaba palabras, en casos estrictamente necesarios, susojos se cerraban un poco, sus músculos parecían tensarse y luego se desparramaba en su asien-to, agotada. Estuvo así por años. Durante buena parte de mi adolescencia solo recibí movimien-tos de ojos o de cabeza como saludos. Aun así era una vieja tierna. Permitía que nos sentáramosa su lado y viéramos cómo entrecruzaba los palos de tejer o cómo rellenaba de letras el papelarrugado de los periódicos. De tanto en tanto volteaba su mirada, nos sonreía un poquito o nostocaba una pierna o nos acariciaba la cabeza, y cuando así sucedía debíamos sentirnos conten-tos porque era la prueba de que la abuela nos quería.

No me enteré de su muerte sino hasta varias horas después de que ocurriera. Cuando regreséa casa, los gritos y llantos de mamá llegaban hasta la puerta de entrada. Mamá, mamá, chillaba.Una vez a su lado, se abalanzó contra mí: ¿dónde mierda has estado?, decía, ¿dónde esta-bas?, ¿qué, no sabes que he tratado de hablar contigo desde esta mañana?, ¿qué, no losabes? Contesta, contéstame. Atiné a abrazarla y ella también me extendió los brazos. Se fue,se fue mamá, sollozaba, y sus largos mocos y saliva caían en mis hombros. ¿Por qué nocontestabas tu teléfono, puta madre? No sabes la mañana de mierda que he pasado. Pocashoras después ya estábamos metidos en un avión. Pasó a buscarnos al aeropuerto el tío Rómuloy al abrazarse con mamá ambos lloraron. El entierro se llevó a cabo dos días después, exacta-mente dos meses antes de que las olas se salieran del mar, rompiéndolo todo.

«¿Desea empezar a desayunar, joven, o esperará a los señores?», pregunta Graciela.«Creo que esperaré, está bien. No quiero ni imaginar la cara de mamá si despierta y ve que no

he desayunado con ellos».

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«Ni se preocupe. Ya ni creo que le importe mucho».«¿Por qué dices eso, Graciela?».«Nada, nada. Esperará, entonces. Está bien. Taparé la comida para que no se enfríe». c

La autoexpulsión del canon, 2003, comprimido sobre arches, 100 x 130 cm