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Carrere
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CARRERE EN EL MUNDO DELOS MONSTRUOS
Eduardo Haro Tecglen
Emilio Carrere era un hombre feo y amado. Una coincidencia que entonces -quizá aún- era frecuente, tal vez porque estos personajes mal hechos se esfor
zaban más con la mujer en la atención y el servicio, en el complejo código del cortejo, en el halago y en la ternura: y eso era rentable en el mundo anterior a Clark Gable. Carrere era además de feo, poeta; y entonces las mujeres tenían una irremediable aspiración a ser musas. La crítica literaria pasa generalmente por el alto el hecho de que la necesidad de ser amados ha convertido en poetas a muchos hombres que de haber vivido en un clima más cálido de comprensión sexual y sentimental habrían podido tener un gratificador comportamiento burgués normal. Emilio Carrere hubiera podido ser un mediocre y elevado funcionario del Tribunal de Cuentas, donde tenía un destino ( es curioso que el español sea el único idioma del mundo donde la alta palabra destino sirve para designar un empleo, sobre todo oficial: es una prueba de la honrada sencillez de nuestras aspiraciones escatológicas). En lugar de ello parecía tener una profunda necesidad de ser amado, y fue por el camino de la poesía; y dentro de la poesía, por la más apta para esta clase de consecuciones: la popularista (los cultos no están exentos de esa misma finalidad, aunque generalmente en ellos el objeto de amor suela ser más oscuro). Probablemente es -o era- una busca de la moneda que ha de darse al amor, que lleva a muchos hombres a extremos insospechados. Una busca más desaforada, más desesperada o más intensa que la de la otra moneda, la redonda y sonora moneda no metafórica con la que se vence el hambre por antonomasia, el hambre de alimentos. Por lo menos en una época de Madrid en la que Carrere era caballero nocturno, vestido con el uniforme de la gloria -la capa un poco astrosa, el chambergo grasiento y gastado, la pipa con mal tabaco-, el grupo reducido de lo que el tópico llamaba «alegre y desgarrada bohemia» perseguía unos fines entre los cuales no estaba el de comer. Comer era algo que debía venir por una vía que no fuera la del esfuerzo literario y, a ser posible, por ninguna otra clase de esfuerzo. Era noble y honesto, y bien visto, comer por la invitación de un mecenas; por un sablazo; abriendo deudas con algún sufrido y bondadoso camarero; por el cuidado de un pariente; incluso por el dinero de alguna mujer, lo cual suponía ya un elevado timbre
de honor. En último caso se podía aceptar algún trabajo, a condición de no ejercerlo. Había trabajos inverosímiles con los que ciertos estamentos del poder rendían un mínimo tributo a la literatura o al posible halago en un periódico. Hubo quiénfue mula en el Ministerio de la Guerra: es decir,cobraba en metálico el dinero consignado para elpienso y las atenciones de una mula. Y quien fuebarrendero municipal, ayudado así por un Alcaldecomprensivo y lector; bien entendido que éste favorecido no tenía ninguna necesidad de barrerrealmente las calles.
Emilio Carrere, que aportaba a la bohemia la licenciatura de Filosofía y Letras, fue funcionario público. Trataba de no acudir jamás a su mesa de trabajo; a veces cambiaban un ministro -en el tribunal de cuentas se llama ministros a los jefes de departamento- y entraba otro que venía con la vieja ilusión de hacer trabajar a todo el mundo y de instaurar un orden perdido. Su actividad principal consistía en obligar a Emilio Carrere a que acudiese a su mesa de trabajo. Cuentan que la principal ocupación burocrática del poeta consistía en llevar al día unas carpetas en las que escribía los epígrafes: «Disgustos de la dirección», decía una; «Consternación del jefe», encabezaba otra. En la primera archivaba los oficios que comenzaban con la frase «Esta dirección ve con disgusto ... »; en la otra, los oficios que se iniciaban con «El jefe que suscribe ve con consternación su actitud ... ». Sin embargo ponía, al parecer, su mejor voluntad. Un día llevó a su superior una suma larga que le habían encomendado; nada más ver el resultado, el jefe lo consideró imposible y le ordenó que lo repitiese. Al final de la jornada, Carrere se presentó con una cantidad impresionante de cuartillas con números: «He pasado todo mi tiempo sumando y sumando, y cada vez he obtenido un resultado distinto. Se los traigo todos para que usted elija el que más le guste ... ». Un día le tocó el gordo de la lotería y pidió la excedencia; derrochó el dinero y poco tiempo después tuvo que reingresar, y abrir nuevas carpetas: «Consternación del jefe», «Alarma de la superioridad», «Inquietud del Ministro».
El trabajo alimenticio sólo se presentaba en el mundo de la bohemia bajo su carácter de anécdota, de antitrabajo; la manera de burlar a la burguesía y a las instituciones para poder preservar el ejercicio de la literatura o el arte fuera del circuito de venta. Más tarde habría una evolución: trabajos a veces muy dignos y socialmente reconocidos se ocultaban, se llevaban con una especie de clandestinidad, y comenzó a aceptarse la idea de vivir de la literatura, incluso como un orgullo. Todavía en el tiempo glorioso de la generación del 27 se despreciaba a los escritores que vendían muchos ejemplares -Galdós, Blasco lbáñez, Fernández Flórez y, desde luego, los autores de teatro- para valorar más a los que se dedicaban «a las minorías, siempre». Hoy se oye decir con satisfacción: « Yo vivo exclusivamente de lo que escribo». A lo
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largo de un siglo se ha producido este cambio social que ha modificado el sentido aristocrático de los escritores y una cierta aceptación de la condición de oficio y profesionalidad de su arte. Sin desdeñar todavía la adquisición del amor y de la popularidad. Hace sólo unos días Lola Salvador Maldonado al comentar su libro « ... Mamita mía, tirabuzones» explicaba para qué se escribe: «Muy sencillo, para que tus hijos, tus amigos o aquel chico que te gusta tanto te quiera más».
Emilio Carrere iba por la poesía hacia el amor y hacia la popularidad. Lo tuvo. Fue esa cosa hoy desconocida, pero entonces frecuente: un poeta popular. Las gentes lo saludaban cuando pasaba por las calles: los hombres se quitaban el sombrero. Todavía no había la pasión del autógrafo; pero había personas que le pedían el favor de estrechar su mano, y se hacía un silencio en los cafés o en los billares donde entraba. Esto pasaba sólo con unas cuantas personas: algunos matadores de toros en auge, algunas figuras del arte gitano -Pastora Imperio-, un dibujante -Demetrio, que reunía la rara cualidad de ser el mejor dibujante de pornografía del país (¡las piernas de Demetrio!) y el más tierno historietista para niños ( « Lolín y Bobito»): fue maltratado en la posguerra y murió en la miseria-, algún autor de teatro -a Benavente le besaban la mano por las calles y le llamaban «padrecito»-, algunos cantantes de ópera ... Carrere estaba en esa pléyade. Era curioso ver su figura estrafalaria adorada así. La cara blanca y fofa del noctámbulo, con los pelillos de un mal afeitado perpetuo, un ojo enfocado hacia un lugar totalmente distinto del otro, el olor pestilente de su pipa hacían de él algo totalmente ajeno a la cuidada y elegante figura del poeta imaginario. Todo ello tocado por un descuido personal que por otra parte formaba cuerpo con la caracterización de los personajes ( «ya conocéis mi torpe aliño indumentario», escribía Machado que, sin embargo, iba por otras vías), como si hubiera una incompatibilidad entre la estética personal y la estética de la poesía. De Carrere se decía, clara y abiertamente, que era un hombre sucio.
Un día entró de visita en el estudio de Emiliano Barral -el impresionante escultor que moriría en 1937 en el frente de defensa de Madrid-; «Llegas a tiempo -le dijo Barral-; necesito esculpir un pie y no se ha presentado el modelo; tú podrías servirme». Carrere se negó. Opuso dificultades confusas, vagas; hasta que Barral comprendió el problema, y le dijo: «Mira, por favor, pasa un momento al cuarto de baño y vuelve para posar. .. » Carrere se fue al baño y al cabo de un momento se oyó desde allí su voz que preguntaba: «Emiliano ¿cuál me lavo?». No debe excluirse que esta misma frase fuese elaborada, preparada ya para la anécdota: una irónica caricatura sobre sí mismo, una forma del tremendismo que caracterizaba a la bohemia. La aspiración a ser poeta maldito llegaba -como las mismas formas de rima- de Francia, y se exageraba a la española. Llegar a ser un
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monstruo era una aspiración que podría considerarse decente. Pedro Luis de Gálvez tuvo un gran momento de inspiración y oportunidad cuando recorrió los cafés literarios pidiendo algún dinero para enterrar su hijo nacido muerto: llevaba bajo la capa una caja de cartón, la depositaba en el velador de mármol y enseñaba el diminuto cadáver. Tenía una lógica: tantas veces se había pedido dinero para un falso entierro de alguien que no había muerto nunca que sólo una demostración fehaciente podía probar la verdad. Pedro Luis de Gálvez fue acusado de haber puesto una checa por su cuenta, en su casa, durante la guerra; murió por garrote vil en 1942. Apenas quedan de él la leyenda negra y algún soneto característico, como el que dedicó a Don Quijote: «Desdichado poeta, genial aventurero -con la facha grotesca, de cartón la celada ... » Algún psicoanalista podría sacar proyecciones de esta escritura, de este retrato ajeno y propio.
Carrere era, naturalmente, más plácido. Cantaba, sobretodo, además de a la inevitable amada, las calles de Madrid; y su época. La Puerta del Sol, «bolsín de los bigardos, lonja de las tusonas, -los pigres del sablazo y de la pirueta- plantan elcampamento de sus vidas busconas»; o la Plazueladel Alamillo («¡cuánto te recuerdo yo -con tusfloridas ventanas todas doradas de Sol!»), las fiestas populares («a la vieja Moncloa desciende en eltropel -que de las Maravillas y de los Curtidores-ojos negros, donaires y bocas como flores de laschisperas- llegan a encantar el verjel» o las «reales hembras» del Rastro y las Vistillas, inevitablerima con las mantillas, que llevan en sus ojosmoriscos «más fuego que las clásicas hogueras deSan Juan».
Pero nada fue nunca tan popular como «La musa del arroyo» y su estribillo irónico trágico, que solía aplicarse a los ilusos que proponían algo maravilloso: « Y un espíritu burlón -que entre las frondas había- al escuchar mi canción -se reía, se reía ... »; y había que escuchar las carcajadas sardónicas con que los recitadores de «fin de fiesta» y «varietés» (la palabra «variedades» sería obligatoria después de la guerra, cuando entró la furia de la castellanización y se hizo, por ejemplo, que la zapatería de «Les Petits suisses» se llamara «Los pequeños suizos»), imitaban al duendecillo. «La musa del arroyo» se la sabían de memoria las gentes. Sobre todo, las pequeñas aspirantes a musas, las compañeras de los poetas. Las menestralas, las modistillas, palabras hoy comidas por la voracidad del cambio social. Ellas, con sus sabañones de frío, el humo de las cocinas adherido para siempre a su pelo grasiento, analfabetas e infinitamente cariñosas y buscadoras de cariño y afecto, fueron las grandes compañeras nocturnas de los pequeños y desdichados poetas nocturnos.
Ilustración de Méndez Bringa en 1911 para el «Blanco y Negro».
Tenían una inmensa generosidad: no pedían más que palabras y compañía. Venían de suburbios broncos y glaciales en invierno, tórridos en verano; de trabajos humillantes, de pellizcos y azotes de los señoritos, de desdenes de las señoras. Las noches de suerte aceptaban el convite del «café con media» -el camarero planteaba siempre el enigma de la preferencia: la media de arriba, o la media de abajo, la mitad superior o la mitad inferior de la barrita tostada; y llamaba con un grito característico, «yyeep», al echador, que llegaba con las dos inmensas pavas de leche y café hirviendo y preguntaba «¿Mitad y mitad?»-; y en las de escasez se aceptaba el ayuno, el paseo nocturno y la protección de la capa del hombre. Así era «La musa del arroyo» de Car:rere, con su cita: «¡ Oh, la infinita tristeza de la amada mal vestida!». Era un pequeño relato: el poeta y su amada pobre pasean por las calles -«y el hambre bailaba una -zarabanda en nuestra mente»-, cayendo sobre ellos la inevitable nieve -«¡ Qué bonita cae la nieve -y qué cruel!»-, con la «triste voluntad rendida -al poder de la pobreza»; el poeta la pagaba con la palabra, con la ilusión: le prometía el robo de la tiara papal, y la «pompa del armiño- de los mantos imperiales»; terminaba, en fin, ofreciéndole lo único real: contar la historia «de una princesa ilusoria -de un reino que no ha existido». Nada mejor cumplido: aquí estamos evocando aquella historia de una noche donde curiosamente brillaba al mismo tiempo la luna «igual -que una moneda de plata»- y al mismo tiemponevaba sobre la muchacha del mantoncillo que ibadel brazo del poeta. Por malo que fuese el poeta,ahí está evocado. Algo estaba pasando.
Las gentes se lo sabían de memoria. Algunas de sus frases, y el estribillo del duende burlón, se citaban en las conversaciones. Hay que admitir, como lección de humildad, que las mismas gentes que sabían de memoria «la musa del arroyo» sabían, también, «La casada infiel» de García Lorca. En realidad eran dos relatos en verso, y lo que el pueblo recuerda bien es la poesía en la que se cuenta algo. Yo debo reconocer que, cuestiones de lenguaje y metáfora aparte, he preferido siempre la situación dramática de «La musa del arroyo», porque contaba -mal, si se quiere- algo sincero y vivido, una situación humana, una historia concreta y posible de un hombre y una mujer con frío y hambre por las calles de una ciudad inhóspita; y que siempre he tenido un rechazo por el argumento del gitano despectivo y moralista que desdeñaba por cuestiones de principio la importantísima oferta de un amor de mujer a la orilla de un río; del guapetón con revólver al cinto que paga un cuerpo abierto con un costurero grande -«de raso pajizo»- pero que no quiso enamorarse:como si eso de enamorarse fuera cuestión de que_rer o no querer.
Todo esto terminaba de pasar antes de la guerra. Después, el mundo empezó a ser otro. Sobrevenía otra forma de civilización, y Carrere empe-
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zaba a sobrar un poco. Aún recuerdo el escándalo que provocó un articulillo suyo, en una sección diaria que hacía en el periódico «Madrid», aplaudiendo a las autoridades que habían decidido abolir la noche: el gran noctámbulo había traicionado. Las autoridades estaban seguras de que todo lo que pasa de noche es pecado: dieron órdenes para que los espectáculos y los transportes urbanos desaparecieran por las noches. Los cafés estaban vacíos, las esquinas vigiladas por la brigada del vicio...
Comencé entonces a ver a Carrere precisamente en la Puerta del Sol, a la hora del último metro. Y o le conocía de alguna vaga visita a mi casa, de haberle visto charlar con mi padre en algún encuentro en la calle. Le admiraba, más que por sus versos -yo iba ya por la «Antología» de Gerardo Diego- por una fantástica novela, quizá hecha de encargo, que no sé qué resultado daría hoy al releerla -podría probar algún editor- pero que entonces era fascinante: «La Torre de los siete jorobados». Una novela policíaca madrileña, con su criptograma, sus personajes misteriosos, sus falsos ciegos tocando Bach al violín, y unas descripciones de calles, esquinas, ventanas con geranios ... El último metro que salía de la Puerta del Sol recogía una multitud que se retiraba de la noche prohibida, y Carrere iba a él desde algún café. Yo vivía un episodio carreriano, de adolescente casi niño: una pequeña pelotari, telonera de un frontón, a la que sus padres querían casar con un hombre rico; y ella volcaba su desesperación conmigo. Su familia iba a buscarla, y yo bajaba solo, por la calle de la Montera, hasta el metro de Sol: y allí estaba Carrere. Viajábamos juntos hasta Argüelles. Vivía él entonces -ya amarquesado, con dinero- en la famosa Casa de Las Flores -la casa de N eruda, del verso de N eruda- y yo en la próxima calle de Blasco de Garay. Le acompañaba hasta su portal, hablábamos; luego él decidía acompañarme a mí hasta el mío; y al cabo de un rato yo le llevaba de nuevo a la Casa de las Flores ... Ni sé de lo que hablábamos, ni sé de qué podían hablar un adolescente con unas cuantas desesperaciones encima y un hombre de otros tiempos, que teníamos el horror común de volver a la soledad y del insomnio. No sé qué circunstancias cambiaron, en su vida o en la mía: dejamos de encontrarnos. Una vez aludió a mí en uno de sus artículos. Y poco después, murió. Era en 1947 y tenía sesenta y seis años. Todo lo que se publicó entonces sobre él eran ya evocaciones,
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