carpe diem y en memoria de paulina

10
Carpe Diem, de Abelardo Castillo –A ella le gustaba el mar, andar descalza por la calle, tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, quería conocer el nombre de las constelaciones; pero no sé si es del todo así, no sé si de veras se la estoy describiendo –dijo el hombre que tenía cara de cansancio. Estábamos sentados desde el atardecer junto a una de las ventanas que dan al río, en el Club de Pescadores; ya era casi medianoche y desde hacía una hora él hablaba sin parar. La historia, si se trataba de una historia, parecía difícil de comprender: la había comenzado en distintos puntos tres o cuatro veces, y siempre se interrumpía y volvía atrás y no pasaba del momento en que ella, la muchacha, bajó una tarde de aquel tren. –Se parecía a la noche de las plazas –dijo de pronto, lo dijo con naturalidad; daba la impresión de no sentir pudor por sus palabras. Yo le pregunté si ella, la muchacha, se parecía a las plazas. –Por supuesto –dijo el hombre y se pasó el nacimiento de la palma de la mano por la sien, un gesto raro, como de fatiga o desorientación–. Pero no a las plazas, a la noche de ciertas plazas. O a ciertas noches húmedas, cuando hay esa neblina que no es neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de esto, del esplendor en la hierba; en realidad no habla de esto ni de nada que tenga que ver con esto, pero quién sabe. De todas maneras no es así, si empiezo así no se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tenía harto. Compraba plantitas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los libros, silbaba. No distinguía a Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre todo a la mañana, carecía por completo de oído musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodía extrañísima, imposible, una cosa inexistente que era como una czarda inventada por ella. Tenía, ¿cómo puedo explicárselo bien?, tenía una alegría monstruosa, algo que me hacía mal. Y, como yo también le hacía mal, cualquiera hubiese adivinado que íbamos a terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catástrofe. ¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie puede imaginarse cómo la conocí. Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía pis, naturalmente. Medio borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de madrugada y ella volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde. Una vez estuve a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada del árbol ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me

Upload: camila-bassi

Post on 16-Dec-2015

7 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Cuentos

TRANSCRIPT

Carpe Diem, de Abelardo Castillo

A ella le gustaba el mar, andar descalza por la calle, tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, quera conocer el nombre de las constelaciones; pero no s si es del todo as, no s si de veras se la estoy describiendo dijo el hombre que tena cara de cansancio. Estbamos sentados desde el atardecer junto a una de las ventanas que dan al ro, en el Club de Pescadores; ya era casi medianoche y desde haca una hora l hablaba sin parar. La historia, si se trataba de una historia, pareca difcil de comprender: la haba comenzado en distintos puntos tres o cuatro veces, y siempre se interrumpa y volva atrs y no pasaba del momento en que ella, la muchacha, baj una tarde de aquel tren. Se pareca a la noche de las plazas dijo de pronto, lo dijo con naturalidad; daba la impresin de no sentir pudor por sus palabras. Yo le pregunt si ella, la muchacha, se pareca a las plazas. Por supuesto dijo el hombre y se pas el nacimiento de la palma de la mano por la sien, un gesto raro, como de fatiga o desorientacin. Pero no a las plazas, a la noche de ciertas plazas. O a ciertas noches hmedas, cuando hay esa neblina que no es neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de esto, del esplendor en la hierba; en realidad no habla de esto ni de nada que tenga que ver con esto, pero quin sabe. De todas maneras no es as, si empiezo as no se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tena harto. Compraba plantitas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las pginas de los libros, silbaba. No distingua a Mozart de Bartk, pero ella silbaba, sobre todo a la maana, careca por completo de odo musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una meloda extrasima, imposible, una cosa inexistente que era como unaczardainventada por ella. Tena, cmo puedo explicrselo bien?, tena una alegra monstruosa, algo que me haca mal. Y, como yo tambin le haca mal, cualquiera hubiese adivinado que bamos a terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catstrofe. Sabe cmo la conoc? Ni usted ni nadie puede imaginarse cmo la conoc. Haciendo pis contra un rbol. Yo era el que haca pis, naturalmente. Medio borracho y contra un pltano de la calle Virrey Mel. Era de madrugada y ella volva de alguna parte, qu curioso, nunca le pregunt de dnde. Una vez estuve a punto de hacerlo, la ltima vez, pero me dio miedo. La madrugada del rbol ella lleg sin que yo la oyera caminar, despus me di cuenta de que vena descalza, con las sandalias en la mano; pas a mi lado y, sin mirarme, dijo que el pis es malsimo para las plantitas. En el apuro me moj todo y, cuando ella entr en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldicin y el amor de mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer minuto. Sin embargo es increble de qu modo se encadenan las cosas, de qu modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un pltano difcilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no recuerda nada del asunto, decimosseorcon alegre ferocidad, como para marcar a fuego la distancia, decir que est apurada o que debe rendir materias, aceptar finalmente un caf que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de all, por un laberinto de veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habr llegado hasta ah por otro laberinto personal hecho de otras calles y otros recuerdos, or que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueos y verla renacer intacta y descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o comiendo una pastafrola del tamao de una rueda de carro, para terminar un da dicindole con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno est harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratndola de tan puta como cualquier otra. Hasta que una noche cerr con toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Mel, y o, pero como si lo oyera por primera vez, un ruido familiar: la reproduccin de Carlos el Hechizado que se haba venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el Hechizado. Me qued un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pas nada. Ella esa vez no volva a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude imaginrmela, ms tarde, ordenando las cosas, silbando suczardainexistente, la que le borraba del corazn cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver nunca a esa casa. Despus, en mi propio departamento, cuaindo met una muda de ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, tambin saba, desde haca horas, que ella tampoco iba a llamarme ni a volver.

Pero usted se equivocaba, ella volvi me o decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en realidad no haba quedado muy claro; l, de or mi voz, como si le costara darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de cansancio pareca de veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo desde un lugar lejansimo. Sin embargo, era de ac. Se haba ido a Buenos Aires en la adolescencia y cada tanto volva. Yo lo haba visto muchas veces, siempre solo, pero ahora me parece que una vez lo vi tambin con una mujer. Porque ustedes volvieron a estar juntos, por lo menos un da.

Toda la tarde de un da. Y parte de la noche. Hasta el ltimo tren de la noche.

El hombre con cara de cansancio hizo el gesto de apartarse un mechn de pelo de la frente. Un gesto juvenil y anacrnico, ya que deba de hacer aos que ese mechn no exista. Tendra ms o menos mi edad, quiero decir que se trataba de un hombre mayor, aunque era difcil saberlo con precisin. Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo tiempo. Como si un adolescente pudiera tener cincuenta aos.

Lo que no entiendo dije yo es dnde est la dificultad. No entiendo qu es lo que hay que entender.

Justamente. No hay nada que entender, ella misma me lo dijo la ltima tarde. Hay que creer. Yo tena que creer simplemente lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vivirlo. Como si se me hubiera concedido, o se nos hubiera concedido a los dos, un favor especial. Ese da fue una ddiva, y fue real, y lo real no precisa explicacin alguna. Ese sauce a la orilla del agua, por ejemplo. Est ah, de pronto; est ah porque de pronto lo ilumin la luna. Yo no s si estuvo siempre, ahora est. Fulgura, es muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza hmeda en la mano; sa es una prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo estuviese diciendo ella. Es extrao que ella dijera cosas as, que las dijera todo el tiempo durante aos y que yo no me haya dado cuenta nunca. Ella habra dicho que la prueba de que existe es que es hermoso. Todo lo dems son palabras. Y cuando la luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumine y desaparezca, bueno: habr que recordar el minuto de belleza que tuvo para siempre el sauce. La vida real puede ser as, tiene que ser as, y el que no se da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta dijo casi con desinters, y yo le contest que no lo segua del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro whisky. Le ofrec y volvi a negarse, era la tercera vez que se negaba; le hice una sea al mozo. Entonces la llam por telfono. Una noche fui hasta la Unin Telefnica, ped Buenos Aires y la llam a su departamento. Eran como las tres de la maana y haban pasado cuatro o cinco meses. Ella poda haberse mudado, poda no estar o incluso estar con otro. No se me ocurri. Era como si entre aquel portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa. Y atendi, tena la voz un poco extraa pero era su voz, un poco lejana al principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del telfono la hubiese trado desde muy lejos, desde el fondo del sueo. Le dije todo de corrido, a la hora que sala el tren de Retiro, a la hora que iba a estar esperndola en la estacin, lo que pensaba hacer con ella, qu s yo qu, lo que nunca habamos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace la gente, caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de tierra, or las campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo haba estudiado. A ver si se da cuenta: sabe cuntos aos haca que nos conocamos, cuntos aos haban pasado desde que me sorprendi contra el pltano. Le basta con la palabra aos, se lo veo en la cara. Y en todo ese tiempo nunca se me haba ocurrido mostrarle el Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el paso a nivel de juguete por donde cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri, la Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial Palma. Cmo no se me haba ocurrido antes? Qu s yo, no comprende que se es justamente el problema. O tal vez el problema es que ella me atendi, y no slo me atendi y habl por telfono conmigo, sino que vino. Ella baj de ese tren... Y no slo haba bajado de ese tren sino que traa puesto un vestido casi olvidado, un cdigo entre ellos, una seal secreta, y era como si el tiempo no hubiera tocado a la mujer, no el tiempo de esos cuatro o cinco ltimos meses, sino el Tiempo, como si la muchacha descalza que haba pasado haca aos junto al pltano bajara ahora de ese tren. Vi acercarse por fin al mozo. S, exactamente sa fue la impresin dijo el hombre que tena cara de cansancio. Pero usted, cmo lo sabe.

Le contest que l mismo me lo haba dicho, varias veces, y le ped al mozo que me trajera el whisky. Lo que todava no me haba dicho es qu tena de extrao, qu tena de extrao que ella viniera a este pueblo, con se o con cualquier otro vestido. Cuatro o cinco meses no es tanto tiempo. No la haba llamado l mismo? No era su mujer?

Claro que era mi mujer dijo, y sac del bolsillo del pantaln un pequeo objeto metlico, lo puso sobre la mesa y se qued mirndolo. Era una moneda, aunque me cost reconocerla; estaba totalmente deformada y torcida. Claro que yo mismo la haba llamado. Volvi a guardar la moneda mientras el mozo me llenaba el vaso, y, sin preocuparse del mozo ni de ninguna otra cosa, agreg: Pero ella estaba muerta.

Bueno, eso cambia un poco las cosas dije yo. Djeme la botella, por favor.

Ella no era un fantasma. El hombre con cara de cansancio no crea en fantasmas. Ella era real, y la tarde de ese da y las horas de la noche que pasaron juntos en este pueblo fueron reales. Como si se les hubiera concedido vivir, en el presente, un da que debieron vivir en el pasado. Cuando el hombre termin de hablar, me di cuenta de que no me haba dicho, ni yo le haba preguntado, algunas cosas importantes. Quiz las ignoraba l mismo. Yo no saba cmo haba muerto la muchacha, ni cundo. Lo que hubiera sucedido, pudo suceder de cualquier manera y en cualquier momento de aquellos cuatro o cinco meses, acaso accidentalmente y, por qu no, en cualquier lugar del mundo. Cuatro o cinco meses no era tanto tiempo, como haba dicho yo, pero bastaban para tramar demasiados desenlaces. El caso es que ella estuvo con l ms de la mitad de un da, y muchas personas los vieron juntos, sentados a una mesa de chapa en un baile con piso de tierra, caminando por los astilleros, en la plaza de la iglesia, hablando ella con unos chicos pescadores, corrido l por el perro de un vivero en el que se meti para robar una rosa, rosa que ella se llev esa noche y l se preguntabaadonde,muchos la vieron y algn chico habl con ella, pero cmo recordarla despus si nadie en este pueblo la haba visto antes. Cmo saber que era ella y no simplemente una mujer cualquiera, y hasta mucho menos, un vestido, que al fin de cuentas slo para ellos dos era recordable, una manera de sonrer o de agitar el pelo. Entonces yo pens en el hotel, en el registro del hotel: all deba de estar el nombre de los dos. l me mir sin entender.

Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso es lo que quiere saber, me acost con ella. Era real. Desde el pelo hasta la punta del pie. Bastante ms real que usted y que yo. De pronto se ri, una carcajada sbita y tan franca que me pareci innoble. Y en el cuarto de al lado tambin haba una pareja de este mundo.

No le estoy hablando de eso dije.

Hace mal, porque tiene mucha importancia. Entre ella y yo, siempre la tuvo. Por eso s que ella era real. Ni una ilusin ni un sueo ni un fantasma: era ella, y slo con ella yo podra haberme pasado una hora de mi vida, con la oreja pegada a una taza, tratando de investigar qu pasaba en el cuarto de al lado.

Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese hotel, es lo que trato de decirle. Ella debi dar su nombre, su nmero de documento.

Nombres, nmeros: lo comprendo. Yo tambin coleccionaba fetiches y los llamaba lo real. Bueno, no. Ni nombre ni nmero de documento. Salvo los mos, y la decente acotacin: "y seora". Cualquier mujer pudo estar conmigo en ese hotel y con cualquiera habran anotado lo mismo. Trate de ver las cosas como las vea ella: ese da era posible a condicin de no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a condicin de que yo ni siquiera los buscara. Esccheme, por favor. Antes le dije que ese da fue una ddiva, pero no s si es cierto. Es muy importante que esto lo entienda bien. Cundo cree que me enter de que ella haba muerto? Al da siguiente?, una semana despus? Entonces yo habra sido dichoso unas horas y sta sera una historia de fantasmas. Usted tal vez imagina que ella, o algo que yo llamo ella se fue esa noche en el ltimo tren, yo viaj a Buenos Aires y all, un portero o una vecina intentaron convencerme de que ese da no pudo suceder. No. Yo supe la verdad a media tarde y ella misma me lo dijo. Ya habamos estado en el Barrio de las Canaletas, ya habamos redo y hasta discutido, yo haba prometido ser tolerante y ella ordenada, yo iba a regalarle libros de astronoma y mapas astrales y ella un gran pipa dinamarquesa, y de pronto yo dije la palabra "cama" y ella se qued muy seria. Antes pude haber notado algo, su temor cuando quise mostrarle la hermosa zona vieja del cementerio donde vimos las lpidas irlandesas, ciertas distracciones, que se parecan ms bien a un olvido absoluto, al rozar cualquier hecho vinculado con nuestro ltimo da en Buenos Aires, alguna fugaz rfaga de tristeza al pronunciar palabras como maana. No s, el caso es que yo dije que ya estaba viejo para tanta caminata y que si quera contar conmigo a la noche debamos, antes, encontrar una cama, y ella se puso muy seria. Dijo que s, que bamos a ir adonde yo quisiera, pero que deba decirme algo. Haba pensado no hacerlo, le estaba permitido no hacerlo, pero ahora senta que era necesario, cualquier otra cosa sera una deslealtad. No te olvides que sta soy yo, me dijo, no te olvides que me llamaste y que vine, que estoy ac con vos y que vamos a estar juntos muchas horas todava. Pens en otro hombre, pens que era capaz de matarla. No pude hablar porque me puso la mano sobre los labios. Se rea y le brillaban mucho los ojos, y era como verla a travs de la lluvia. Me dijo que a veces yo era muy estpido, me dijo que saba lo que yo estaba pensando, era muy fcil saberlo, porque los celos les ponen la cara verde a los estpidos. Me dijo que hay cosas que deben creerse, no entenderse. Intentar entenderlas es peor que matarlas. Me habl del resplandor efmero de la belleza y de su verdad. Me dijo que la perdonara por lo que iba a hacer, y me clav las uas en el hueso de la mano hasta dejarme cuatro ntidas rayas de sangre, volvi a decir que era ella, que por eso poda causar dolor y tambin sentirlo, que era real, y me dijo que estaba muerta y que si en algn momento del largo atardecer que todava nos quedaba, si en algn minuto de la noche yo llegaba a sentir que esto era triste, y no, como deba serlo, muy hermoso, habramos perdido para siempre algo que se nos haba otorgado, habramos vuelto a perder nuestro da perdido, nuestra pequea flor para cortar, y que no olvidara mi promesa de llevarla a un baile con guirnaldas y patio de tierra... Lo dems, usted lo sabe. O lo imagina. Entramos en ese hotel, subimos las escaleras con alegre y deliberado aire furtivo, hicimos el amor. Tuvimos tiempo de jugar a los espiones con la oreja pegada a la pared del tumultuoso cuarto vecino, resoplando y chistndonos para no ser odos. Ya era de noche cuando le mostr mi colegio. La noche es la hora ms propicia de esa casa, sus claustros parecen de otro siglo, los rboles del parque se multiplican y se alargan, los patios inferiores dan vrtigo. En algn momento y en algn lugar de la noche nos perdimos. Yo s guiarme por las estrellas, me dijo, y dijo que aqulla deba ser Aldebarn, la del nombre ms hermoso. Yo no le dije que Aldebarn no siempre se ve en nuestro cielo, yo la dej guiarme. Despus omos la msica lejana de un acorden y nos miramos en la oscuridad. Mi cancin, grit ella, y comenz a silbar aquellaczardainventada que ahora era una especie de tarantela. Me gustara contarle lo que vimos en el baile: era como la felicidad. Un coche destartalado nos llev a tumbos hasta la estacin. Ahora es cuando menos debemos estar tristes, dijo. Dios mo, necesito una moneda, dijo de pronto. Yo busqu en mis bolsillos pero ella dijo que no; la moneda tena que ser de ella. Buscaba en su cartera y me dio miedo de que no la encontrara. La encontr, por supuesto. Ahora yo deba colocarla sobre la va y recogerla cuando el tren se hubiera ido. No debera hacer esto, me dijo, pero siempre te gustaron los fetiches. Tambin me dijo que debera sacarle un pasaje. Se rea de m: Yo estoy ac, me deca, yo soy yo, no puedo viajar sin pasaje.

Me dijo que no dejara de mirar el tren hasta que terminara de doblar la curva. Me dijo que, aunque yo no pudiera verla en la oscuridad, ella podra verme a m desde el vagn de cola. Me dijo que la saludara con la mano.

EnLas maquinarias de la noche

En memoria de PaulinaAdolfo Bioy Casares

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardn con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprend que mi felicidad haba empezado, porque en esas preferencias poda identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunin de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribi en el margen:Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la ma.

Para explicarme ese parecido argument que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anot en mi cuaderno:Todo poema es un borrador de la Poesa y en cada cosa hay una prefiguracin de Dios. Pens tambin: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Vea (y an hoy veo) la identificacin con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me librara de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llev a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por m, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginbamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginbamos con tanta vividez que nos persuadamos de que ya vivamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos induca a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y segua habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de nios. No me atreva a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cmo la quera, con qu amor atnito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfeccin .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atenda a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser duea de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepcin.

La vspera, Montero me haba visitado por primera vez. Esgrima, en la ocasin, un copioso manuscrito y el desptico derecho que la obra indita confiere sobre el tiempo del prjimo. Un rato despus de la visita yo haba olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me ley -Montero me haba encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propsito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada meloda surge de una relacin entre el violn y los movimientos del violinista, de una determinada relacin entre movimiento y materia surga el alma de cada persona. El hroe del cuento fabricaba una mquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Despus el hroe mora. Velaban y enterraban el cadver; pero l estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el ltimo prrafo, el bastidor apareca, junto a un estereoscopio y un trpode con una piedra de galena, en el cuarto donde haba muerto una seorita.

Cuando logr apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifest una extraa ambicin por conocer a escritores.

-Vuelva maana por la tarde -le dije-. Le presentar a algunos.

Se describi a s mismo como un salvaje y acept la invitacin. Quiz movido por el agrado de verlo partir, baj con l hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubri el jardn que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, vindolo a travs del portn de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardn sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraso de caramelo. Montero lo vio de noche.

-Le ser franco-me dijo, resignndose a quitar los ojos del jardn-. De cuanto he visto en la casa esto es lo ms interesante.

Al otro da Paulina lleg temprano; a las cinco de la tarde ya tena todo listo para el recibo. Le mostr una estatuita china, de piedra verde, que yo haba comprado esa maana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me asegur que simbolizaba la pasin.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclam: Es hermoso como la primera pasin de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me ech los brazos al cuello y me bes.

Tomamos el t en el antecomedor. Le cont que me haban ofrecido una beca para estudiar dos aos en Londres. De pronto cremos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos pareca tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economa domstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteramos; la distribucin de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que hara Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaramos. Despus de un rato de proyectos, admitimos que yo tendra que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exmenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina queran postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me senta feliz. Cuando conversaba con una persona, slo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me pareca imposible. Si quera recordar algo, no tena memoria o la tena demasiado lejos. Ansioso, ftil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompaar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la mir, levant los ojos e inclin hacia m su cara perfecta. Sent que en la ternura de Paulina haba un refugio inviolable, en donde estbamos solos. Cmo anhel decirle que la quera! Tom la firme resolucin de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspir) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpit una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me pregunt en qu poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo saba que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pas el resto de la tarde buscndolos en la edicin de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunt si la imposibilidad de encontrar el poema no entraaba un presagio. Mir hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debi de notar mi ansiedad, porque me dijo:

-Paulina est mostrando la casa a Montero.

Me encog de hombros, ocult apenas el fastidio y simul interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pens: Va a llamarla. En seguida reapareci con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; despus, con despreocupacin y lentitud partieron otros. Lleg un momento en que slo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo tem, exclam Paulina:

-Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rpidamente:

-Si me permite, la acompaar hasta su casa.

-Yo tambin te acompaar -respond.

Le habl a Paulina, pero mir a Montero. Pretend que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.

Al llegar abajo, advert que Paulina no tena el caballito chino. Le dije:

-Has olvidado mi regalo.

Sub al departamento y volv con la estatuita . Los encontr apoyados en el portn de vidrio, mirando el jardn. Tom del brazo a Paulina y no permit que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversacin prescind ostensiblemente de Montero.

No se ofendi. Cuando nos despedimos de Paulina, insisti en acompaarme hasta casa. En el trayecto habl de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: l es el literato; yo soy un hombre cansado, frvolamente preocupado con una mujer. Consider la incongruencia que haba entre su vigor fsico y su debilidad literaria. Pens: una caparazn lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Mir con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudi mucho. Despus del ltimo examen, la llam por telfono. Me felicit con una insistencia que no pareca natural y dijo que al fin de la tarde ira a casa.

Dorm la siesta, me ba lentamente y esper a Paulina hojeando un libro sobre losFaustosde Mller y de Lessing.

Al verla, exclam:

-Ests cambiada.

-Si -respondi-. Cmo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un xtasis de beatitud.

-Gracias -contest.

Nada me conmova tanto como la admisin, por parte de Paulina, de la entraable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandon a ese halago. No s cundo me pregunt (incrdulamente) si las palabras de Paulina ocultaran otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendi una confusa explicacin. O de pronto:

-Esa primera tarde ya estbamos perdidamente enamorados

Me pregunt quines estaban enamorados. Paulina continu.

-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le jur que, por un tiempo, no te vera.

Yo esperaba, an, la imposible aclaracin que me tranquilizara. No saba si Paulina hablaba en broma o en serio. No saba qu expresin haba en mi rostro. No saba lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agreg:

-Me voy. Julio est esperndome. No subi para no molestarnos.

-Quin? -pregunt.

En seguida tem -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contest con naturalidad:

-Julio Montero.

La respuesta no poda sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovi tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sent lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunt:

-Van a casarse?

No recuerdo qu me contest. Creo que me invit a su casamiento.

Despus me encontr solo. Todo era absurdo. No haba una persona ms incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. O me equivocaba? Si Paulina quera a ese hombre, tal vez nunca se haba parecido a m. Una abjuracin no me bast; descubr que muchas veces yo haba entrevisto la espantosa verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acost en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontr el libro que haba ledo un rato antes. Lo arroj lejos de m, con asco .

Sal a caminar. En una esquina mir una calesita. Me pareca imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante aos la record y como prefera los dolorosos momentos de la ruptura (porque los haba pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorra y los examinaba minuciosamente y volva a vivirlos. En esta angustiada cavilacin crea descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. As, por ejemplo, en la voz de Paulina declarndome el nombre de su amado, sorprend una ternura que, al principio, me emocion. Pens que la muchacha me tena lstima y me conmovi su bondad como antes me conmova su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para m sino para el nombre pronunciado.

Acept la beca, y, silenciosamente, me ocup en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendi. En la ltima tarde me visit Paulina.

Me senta alejado de ella, pero cuando la vi me enamor de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprend que su aparicin era furtiva. La tom de las manos, trmulo de agradecimiento. Paulina exclam:

-Siempre te querr. De algn modo, siempre te querr ms que a nadie.

Tal vez crey que haba cometido una traicin. Saba que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entraaran -si no para m, para un testigo imaginario- una intencin desleal, agreg rpidamente:

-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo dems, dijo, no tena importancia. El pasado era una regin desierta en que ella haba esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acord.

Despus hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fing tener prisa. La acompa en el ascensor. Al abrir la puerta retumb, inmediata, la lluvia.

-Buscar un taxmetro -dije.

Con una sbita emocin en la voz, Paulina me grit:

-Adis, querido.

Cruz, corriendo, la calle y desapareci a lo lejos. Me volv, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardn. El hombre se incorpor y apoy las manos y la cara contra el portn de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, pareca blanquecina y deforme.

Pens en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frvola amargura, me dije que la cara de Montero sugera otros monstruos: los peces deformados por la presin del agua, que habitan el fondo del mar.

Al otro da, a la maana, me embarqu. Durante el viaje, casi no sal del camarote. Escrib y estudi mucho.

Quera olvidar a Paulina. En mis dos aos de Inglaterra evit cuanto pudiera recordrmela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me apareca en el sueo, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunt si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le impona en la vigilia. Elud obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer ao, logr excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegu de Europa volv a pensar en Paulina. Con aprehensin me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entr en mi cuarto sent alguna emocin y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegra y de congoja que yo haba conocido. Entonces tuve una revelacin vergonzosa. No me conmovan secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo ms ntimo de la memoria; me conmova la enftica luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compr un kilo de caf. En la panadera, el patrn me reconoci, me salud con estruendosa cordialidad y me inform que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Despus de estas amabilidades le ped, tmido y resignado, medio kilo de pan. Me pregunt, como siempre:

-Tostado o blanco?

Le contest, como siempre:

-Blanco.

Volv a casa. Era un da claro como un cristal y muy fro.

Mientras preparaba el caf pens en Paulina. Hacia el fin de la tarde solamos tomar una taza de caf negro.

Como en un sueo pas de una afable y ecunime indiferencia a la emocin, a la locura, que me produjo la aparicin de Paulina. Al verla ca de rodillas, hund la cara entre sus manos y llor por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurri as: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunt quin sera el intruso; pens que por su culpa se enfriara el caf; abr, distradamente.

Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me orden que la siguiera. Comprend que ella estaba corrigiendo, con la persuasin de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero adems de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigi con excesiva determinacin . Cuando me pidi que la tomara de la mano ("La mano!", me dijo. "Ahora!") me abandon a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ros confluentes, nuestras almas tambin se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llova. Interpret esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pnica expansin de nuestro amor.

La emocin no me impidi, sin embargo, descubrir que Montero haba contaminado la conversacin de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tena la ingrata impresin de or a mi rival. Reconoc la caracterstica pesadez de las frases; reconoc las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el trmino exacto; reconoc, todava apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Mir el rostro, la sonrisa, los ojos. Ah estaba Paulina, intrnseca y perfecta. Ah no me la haban cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ngeles negros, me pareci distinta. Fue como si descubriera otra versin de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separacin, que me haba interrumpido el hbito de verla, pero que me la devolva ms hermosa.

Paulina dijo:

-Me voy. Julio me espera.

Advert en su voz una extraa mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcert. Pens melanclicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levant la mirada, se haba ido.

Tras un momento de vacilacin la llam. Volv a llamarla, baj a la entrada, corr por la calle. No la encontr. De vuelta, sent fro. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrn". La calle estaba seca.

Cuando llegu a casa vi que eran las nueve. No tena ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algn conocido, me acobardaba. Prepar un poco de caf. Tom dos o tres tazas y mord la punta de un pan.

No saba siquiera cundo volveramos a vernos. Quera hablar con Paulina. Quera pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclarara sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asust. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminacin de nuestras vidas. Paulina lo haba comprendido as. Yo mismo lo haba comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me pareca imposible tener que esperar hasta el da siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determin que ira esa misma noche a casa de Montero. Desist muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no poda visitarlos. Resolv buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareci el ms indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pens que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vera todo con ms comprensin. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frvolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresin de entrar en un cepo (record, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que est desvelado). Apagu la luz.

No cavilara ms sobre la conducta de Paulina. Saba demasiado poco para comprender la situacin. Ya que no poda hacer un vaco en la mente y dejar de pensar, me refugiara en el recuerdo de esa tarde.

Seguira queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extrao y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me haba querido antes de la abominable aparicin de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quiz no comparten.

O todo era un engao? Yo estaba enamorado de una ciega proyeccin de mis preferencias y repulsiones? Nunca haba conocido a Paulina?

Eleg una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procur evocarla. Cuando la entrev, tuve una revelacin instantnea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplacin de su imagen. La fantasa y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvaneca.

Muchas imgenes, animadas de inevitable energa, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ngulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareci el caballito de piedra verde.

La visin, cuando se produjo, no me extra; slo despus de unos minutos record que la estatuita no estaba en casa. Yo se la haba regalado a Paulina haca dos aos.

Me dije que se trataba de una superposicin de recuerdos anacrnicos (el ms antiguo, del caballito; el ms reciente, de Paulina). La cuestin quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y deba dormirme. Formul entonces una reflexin vergonzosa y, a la luz de lo que averiguara despus, pattica. "Si no me duermo pronto", pens, "maana estar demacrado y no le gustar a Paulina".

Al rato advert que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi nicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mas).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareci, rodeado de ngeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitacin. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba ntidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconoc en el primer momento. Luego, con escaso inters, not que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta m por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Despert llorando.

No s desde cundo dorma. S que el sueo no fue inventivo. Continu, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Mir el reloj. Eran las cinco. Me levantara temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, ira a su casa. Esta resolucin no mitig mi angustia.

Me levant a las siete y media, tom un largo bao y me vest despacio.

Ignoraba dnde viva Paulina. El portero me prest la gua de telfonos y la Gua Verde. Ninguna registraba la direccin de Montero. Busqu el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprob, asimismo, que en la antigua casa de Montero viva otra persona. Pens preguntar la direccin a los padres de Paulina.

No los vea desde haca mucho tiempo (cuando me enter del amor de Paulina por Montero, interrump el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendra que historiar mis penas. Me falt el nimo.

Decid hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no poda presentarme en su casa. Vagu por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentnea aplicacin a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oda al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto hmedo.

Morgan me recibi en la cama, abocado a un enorme tazn, que sostena con ambas manos. Entrev un lquido blancuzco y, flotando, algn pedazo de pan.

-Dnde vive Montero? -le pregunt.

Ya haba tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

-Montero est preso -contest.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continu:

-Cmo? Lo ignoras?

Imagin, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refiri todo lo ocurrido. Cre perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ah tambin llegaba la voz ceremoniosa, implacable y ntida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva conviccin de que eran familiares.

Morgan me comunic lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitara, Montero se ocult en el jardn de casa. La vio salir, la sigui; la interpel en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subi a un automvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mat de un balazo. Esto no haba ocurrido la noche anterior a esa maana; haba ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; haba ocurrido haca dos aos.

En los momentos ms terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atencin a trivialidades. En ese momento yo le pregunt a Morgan:

-Te acuerdas de la ltima reunin, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continu:

-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, qu haca Montero?

-Nada -contest Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volva a casa. Me cruc, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunt:

-Sabe que muri la seorita Paulina?

-Cmo no voy a saberlo? -respondi-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acab declarando en la polica.

El hombre me mir inquisitivamente.

-Le ocurre algo? -dijo, acercndose mucho-. Quiere que lo acompae?

Le di las gracias y me escap hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Despus me encontr frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visit anoche. Muri sabiendo que el matrimonio con Montero haba sido un equivocacin -una equivocacin atroz- y que nosotros ramos la verdad. Volvi desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Record una frase que Paulina escribi, hace aos, en un libro:Nuestras almas ya se reunieron. Segu pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tom de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me haba perdonado. Nunca nos habamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debata en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunt -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hbito de proponer alternativas, se pregunt- si no habra otra explicacin para la visita de anoche. Entonces, como una fulminacin, me alcanz la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicacin aclara los hechos que parecan misteriosos. stos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arranc de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abrac un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido est oculta en la visita que me hizo Paulina en la vspera de mi viaje. Montero la sigui y la esper en el jardn. La ri toda la noche y, porque no crey en sus explicaciones -cmo ese hombre entendera la pureza de Paulina?- la mat a la madrugada.

Lo imagin en su crcel, cavilando sobre esa visita, representndosela con la cruel obstinacin de los celos.

La imagen que entr en casa, lo que despus ocurri all, fue una proyeccin de la horrenda fantasa de Montero. No lo descubr entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que slo tena voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la vspera de mi viaje- no o la lluvia. Montero, que estaba en el jardn, la sinti directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, crey que la habamos odo. Por eso anoche o llover. Despus me encontr con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo da la tuve en casa: el da del recibo. Para Montero qued como un smbolo del lugar. Por eso apareci anoche.

No me reconoc en el espejo, porque Montero no me imagin claramente. Tampoco imagin con precisin el dormitorio. Ni siquiera conoci a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Adems, hablaba como l.

Urdir esta fantasa es el tormento de Montero. El mo es ms real. Es la conviccin de que Paulina no volvi porque estuviera desengaada de su amor. Es la conviccin de que nunca fui su amor. Es la conviccin de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que slo he conocido indirectamente. Es la conviccin de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunin de nuestras almas- obedec a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigi y que mi rival oy muchas veces.

FIN