capítulo 5 - fisica cuántica ilusión o realidad alastair rae.pdf

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'1 ,¡¡¡ !i '1 il :1' l.r 1: l.:, ,, 1 ¡ il! '" 1 j'¡( Capítulo 5 ¿ESTA TODO EN LA MENTE? En el último capítulo vimos que el problema de la medida en la teoría cuántica se plantea cuando intentamos tratar el aparato de medida como un sistema cuántico: necesitamos más aparatos para medir d estado en el que está el primer aparato y así tenemos una cadena de medida que parece continuar hasta d infinito. Hay, sin embargo, un punto en el que sin duda termina esta aparente secuen- cia infinita y éste es cuando la información llega a nosotros. Sabe- mos por experiencia que cuando miramos al detector vemos que o bien ha registrado un fotón o bien no lo ha hecho. Cuando abrimos la caja y miramos al gato éste está vivo o muerto; nunca le vemos en el estado de muerte aparente en el que la física cuántica afirma que debería estar hasta que se mide su estado. De lo anterior podría deducirse que los seres humanos deberían ser vistos como el último aparato de medida. Si es así, ¿cuál es el aspecto de los seres humanos que les da esa cualidad en apariencia única? Esta pregunta y sus im- plicaciones serán el motivo del presente capítulo. Examinemos más de cerca lo que sucede cuando un ser humano observa el estado cuántico de un"'sistema. Imaginemos para ello d dispositivo usual en el que un de 45° pasa a través de un ana- lizador que mueve su aguja hasta una de las dos posiciones (H o V), según el fotón esté horizontal o verticalmente polarizado. Al menos esto es lo que ocurriría si el analizador y la aguja se comportasen 91

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Capítulo 5

¿ESTA TODO EN LA MENTE?

En el último capítulo vimos que el problema de la medida en la teoría cuántica se plantea cuando intentamos tratar el aparato de medida como un sistema cuántico: necesitamos más aparatos para medir d estado en el que está el primer aparato y así tenemos una cadena de medida que parece continuar hasta d infinito. Hay, sin embargo, un punto en el que sin duda termina esta aparente secuen­cia infinita y éste es cuando la información llega a nosotros. Sabe­mos por experiencia que cuando miramos al detector vemos que o bien ha registrado un fotón o bien no lo ha hecho. Cuando abrimos la caja y miramos al gato éste está vivo o muerto; nunca le vemos en el estado de muerte aparente en el que la física cuántica afirma que debería estar hasta que se mide su estado. De lo anterior podría deducirse que los seres humanos deberían ser vistos como el último aparato de medida. Si es así, ¿cuál es el aspecto de los seres humanos que les da esa cualidad en apariencia única? Esta pregunta y sus im­plicaciones serán el motivo del presente capítulo.

Examinemos más de cerca lo que sucede cuando un ser humano observa el estado cuántico de un"'sistema. Imaginemos para ello d dispositivo usual en el que un fo~ón de 45° pasa a través de un ana­lizador que mueve su aguja hasta una de las dos posiciones (H o V), según el fotón esté horizontal o verticalmente polarizado. Al menos esto es lo que ocurriría si el analizador y la aguja se comportasen

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como un aparato de medida; si, por otro lado, los tratamos como parte del sistema cuántico, la aguja debe concebirse «deslocalizada» entre H y V hasta que se mida su estado. Añadamos ahora un obser­vador humano que mira a la aguja (sería posible imaginar al obser­vador utilizando alguno de sus otros sentidos, como oír un sonido particular provocado por la modificación de la posición de la aguja, pero es más claro si pensamos en la observación visual). En términos físicos esto quiere decir que la luz se difunde desde la aguja hasta los ojos del observador; allí la retina capta esa señal, que a continuación se transmite a lo largo del nervio óptico hasta el cerebro. Hasta aquí el proceso parece ser justo igual que el que efectúa cualquier otro aparato de medida y no parece haber evidencia alguna de un acto humano singular. Sin embargo, desde ahora la medida forma parte del conocimiento del observador. Él es consciente de ella. Está en su mente. El atributo que distingue a los seres humanos de los demás objetos del universo es la consciencia y, si adoptamos este método de abordar el problema de la medida cuántica, la consciencia tiene ·incluso un papel mucho más importante que jugar en la física del universo de lo que podríamos haber imaginado nunca.

Un ejemplo de la distinción entre la consciencia del observador y un aparato de medida convencional se ilustra en la variación de la situación del gato de Schrodinger conocida como «la amiga de Wig­ner», dado que fue E. P. Wigner el que destacó el papel de la cons­ciencia en la teoría de la medida. En este ejemplo, substituimos el gato por una «amiga» y el arma de fuego por un detector conven­cional y una aguja. Al abrir la caja, le preguntamos a nuestra amiga lo que ha sucedido y ella nos dirá que en cierto instante la aguja se movió hasta H o V. Suponiendo, ¡naturalmente!, que nuestra amiga dice la verdad, no podemos tratar ahora el conjunto formado por la caja y su contenido como un sistema cuántico, dado que, en ese caso, nuestra amiga tendría que estar en algún estado en el cual no sabía si la aguja estaba en H o en V ¡hasta que no se lo preguntásemos! Quizá el gato pueda haber estado realmente vivo y muerto, pero el estado de la mente de nuestra amiga está muy claro, al menos para ella.

Por esta razón una teoría cuántica de la medida basada en la conciencia se apoya en la premisa de que la conciencia humana se comporta de manera muy distinta de la de cualquier otro objeto en el universo. En el resto de este capítulo examinaremos cierta evi-

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dencia a favor y en contra de esta proposición y trataremos de ver si constituye o no el fundamento de una teoría cuántica de la medida satisfactoria.

La idea de que la consciencia humana es única y diferente a todas las demás cosas que hay en el universo es, desde luego, una creencia muy vieja y ampliamente defendida. Desde que el hombre y la mujer empezaron a pensar en su existencia (tal vez desde que fuimos cons­cientes de nosotros mismos) la gente ha considerado que su cons­ciencia, a veces llamada «mente», «yo» o «alma» era algo distinto del mundo físico. Esta idea es el dogma central de las principales religiones del mundo, que mantienen que esta consciencia puede exis­tir con independencia del cuerpo y, claro está, del cerebro (en unos casos esa existencia se prolonga de un modo por completo diferente -quizá celestial- después de la muerte del cuerpo, y en otros se reencarna ya sea en un cuerpo en formación o ya sea en uno viejo cuando éste resucite para el juicio final).

Una reciente y completa exposición de la idea de separación del alma se expone en el libro, escrito conjuntamente por el famoso filó­sofo sir Karl Popper y el premio Nobel sir John Eccles, El yo y su cerebro. Su título indica con claridad el punto de vista adoptado. Es sin duda imposible hacer justicia a casi 600 páginas de razonamientos en unos pocos párrafos, pero sí cabe resumir las ideas principales. Popper empieza con una definición de «realidad»: algo es real si puede afectar al comportamiento de objetos físicos extensos *. A decir verdad, esta es una definición bastante conservadora de la realidad y en general sería aceptada por la mayor parte de la gente, como quedará claro después de considerar algunos ejemplos. Así, los obje­tos mismos (extensos) tienen que ser reales porque pueden inter­accionar y afectar unos al comportamiento de los otros. Las sustancias invisibles, tales como el aire, son asimismo reales sólo porque ejercen efectos sobre otros objetos reales sólidos reconocibles. De la misma manera, los campos gravitatorio y magnético tienen que ser reales porque su presencia provoca el movimiento de objetos: las cosas que se sueltan caen al suelo, la luna gira en torno a la tierra, la aguja

* Popper se refiere a objetos extensos para evitar la discusión relativa al comportamiento cuántico de los cuerpos microscópicos, lo que en potencia nos plantea un problema de consistencia si aplicamos sus ideas al problema de la medida, en el que, como hemos visto, es importante el comportamiento cuántico de los cuerpos extensos.

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de una brújula gira hasta señalar el norte magnético, etc. Todos estos objetos, substancias y campos, son descritos por Popper como per­tenecientes a lo que él llama «mundo h. Hay, aún, dos «mundos» más en la filosofía de Popper. El mundo 2 lo constituyen aquellos estados del cerebro humano que es posible describir en términos de impulsos eléctricos en las neuronas. Esos estados del cerebro tienen que ser considerados reales justo por las mismas razones que lo eran los objetos del mundo 1, a saber, porque pueden afectar al com­portamiento de objetos físicos. Así, un estado particular del cerebro puede dar lugar a que se transmita un mensaje a lo largo de un nervio que provoca la contracción de un músculo y el movimiento de una mano o de una pierna que, a su vez, puede motivar que un indudable objeto del mundo 1 -por ejemplo un balón- sea lanzado al aire.

Más allá de los mundos 1 y 2 está el 3. Popper define el mundo 3 como los productos de la mente humana. Estos no son objetos físicos ni tampoco estados del cerebro, sino cosas tales como historias, mitos, composiciones musicales, teoremas matemáticos, teorías científicas, etcétera. Todos ellos tienen que ser considerados como reales por las mismas razones exactamente que los mundos 1 y 2. Piénsese, por ejemplo, en una pieza musical. ¿Qué es? El papel y la tinta utilizada para escribir una copia de la partitura seguro que no; tampoco el disco en el que está grabada una interpretación concreta de ella, ni el conjunto de vibraciones sonoras producidas en el aire al ejecutarse la pieza. Ninguno de esos objetos del mundo 1 es la pieza de música, pero todos existen en su forma concreta por la música. La música es un objeto del tercer mundo, un producto de la mente humana, que se considera «real» porque su existencia afecta al comportamiento de objetos físicos macroscópicos: la tinta y el papel de la partitura, la forma de los surcos en el disco, el conjunto de vibraciones en el aire, etc. V Otro ejemplo distinto de un objeto del tercer mundo lo constituye

un teorema matemático, tal como «el único número primo par es el 2». Todo el mundo que sabe algo de matemáticas tiene que estar de acuerdo en que esta afirmación es verdadera, y de ello se deduce que es «real» sólo porque los objetos del primer mundo, tales como el papel de esta página y la disposición de la tinta en ella, habrían sido distintos de otro modo. Las teorías científicas son reales de ma­neras todavía más sorprendentes. Por ejemplo, los ordenadores basa­dos en la técnica del micro-chip existen en la forma en la que lo hacen

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gracias a que nuestro conocimiento científico del funcionamiento de los semiconductores es verdadero. También, fue una tragedia que la verdad de las teorías científicas de la física nuclear tuviese como resul­tado el desarrollo, construcción y detonación de una bomba nuclear.

El lector puede haberse dado cuenta ya de un aspecto importante de los objetos del tercer mundo. Su realidad se establece sólo por la intervención de los seres humanos conscientes. La pieza musical o el teorema matemático produce un estado mental concreto de un ser humano (esto es, un objeto del segundo mundo) que a su vez afecta al comportamiento del primer mundo. Sin la conciencia humana, esta interacción sería imposible y no se podría establecer la realidad del tercer mundo. Este hecho lleva a Popper y Eccles a extender su razonamiento a la realidad de la mente auto-consciente misma. Sólo un ser humano consciente de su propia existencia puede apreciar la realidad de los objetos del tercer mundo, que son reales porque su existencia puede afectar (a través de la conciencia humana y del cere­bro) a los objetos del primer mundo. De ahí se deduce que la con­ciencia humana misma tiene que ser real y diferente de cualquier objeto físico, incluso del cerebro.

Esas ideas se desarrollan más en un largo capítulo del libro escrito por John Eccles. Allí describe el funcionamiento fisiológico del cere­bro, especula acerca de cómo pueden interaccionar la mente y el cerebro y sugiere un notable modelo mecanicista en el que postula la existencia de ciertas «sinapsis abiertas» que se ven afectadas direc­tamente por la (supuesta separada) mente consciente. Una interacción de este tipo es una consecuencia necesaria de la idea de una mente o un alma separada del cuerpo y del cerebro: antes de que puedan ocurrir los acontecimientos, sin duda reales, del primer mundo tiene que haber una interacción entre los «pensamientos» de la mente y los estados físicos del cerebro. En algún punto tienen que producirse cambios en el cerebro que no sean resultado de causas físicas nor­males, sino de una interacción literalmente «sobrenatural».

Los argumentos anteriores no son aceptados de ningún .modo por todo el mundo, y mucha gente cree (incluso el presente autor) que es posible entender la conciencia humana de forma mucho más «natu­ral». Pero si aceptamos la idea de que nuestras propias conciencias están separadas· e interaccionan con nuestros propios cerebros físicos, esto sugiere de inmediato una resolución del problema de la medida. Para ello basta con postular que las leyes de la física cuántica gobier-

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nan todo el universo físico y que la cadena de la medida se rompe cuando la información llega a la conciencia humana. La interacción entre la mente y la materia, que por definición no está sujeta a las leyes de la física, rompe la cadena de la medida y sitúa al sistema cumtico en uno de sus estados posibles.

El efecto que tiene esta concepción de la teoría cumtica de la medida en nuestra actitud hacia el universo físico apenas puede ser exagerado. A decir verdad, es difícil mantener esta posición y seguir afirmando la realidad de aquello que está fuera de nuestras concien­cias. Cada observación que hacemos es equivalente a la medida cuán­tica de alguna propiedad que en apariencia sólo tiene realidad cuando esta observación se registra en nuestras mentes: si el estado de un sistema físico es incierto hasta que lo observamos ¿tiene sentido decir que éste existe incluso fuera de nosotros mismos? La «realidad objetiva» (la realidad de los objetos externos a nosotros) parece, en palabras de Heisenberg, haberse «evaporado» como resultado de la física cumtica. Como dijo Bertrand Russell en 1956 «Empieza ahora a verse que la materia, como el Gato Cheshire, va haciéndose cada vez más diáfana y no queda otra cosa sino su sonrisa, cuya única razón es, quizá, entretener a aquellos que todavía piensan que está allí». Desde luego, la existencia del universo externo ha sido siempre reco­nocido como un problema de la filosofía. Dado que nuestro cono­cimiento del mundo externo (¡si existe!) procede únicamente de nuestras impresiones sensibles, sólo podemos estar seguros de la exis­tencia de los datos de los sentidos. Cuando decimos, por ejemplo, que hay una mesa cerca de nosotros, todo lo que en efecto sabemos es que nuestra mente ha adquirido una información, por medio de nues­tro cerebro y nuestros sentidos, que es consistente con la existencia de la mesa. Antes de la física cuántica siempre era posible argumentar que el modelo más simple, con mucho, para explicar nuestros datos sensibles era decir que realmente había una mesa en la habitación, que existe el universo físico externo. Sin embargo, una teoría rom­rica basada en la conciencia va más allá que esto: la existencia misma de un universo externo, o al menos el estado particular en el que se encuentra, está determinado en gran medida por el hecho de que las mentes conscientes estén observándolo.

Hemos llegado a un punto muy interesante. Desde el comienzo mismo de la ciencia moderna, hace cuatrocientos o quinientos años, el pensamiento científico ha ido separando poco a poco al hombre

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y a la conciencia del centro de las cosas. El universo se ha hecho cada vez más explicable en términos mecánicos, objetivos, y hasta los seres humanos han empezado a ser comprendidos científicamente por los biólogos y los conductistas. ¡Y ahora resulta que la física, considerada antes la más objetiva de todas las ciencias, está inven­tando de nuevo la necesidad del alma humana y poniéndola justo en el centro de nuestra comprensión del universo! No obstante, antes de aceptar semejante cambio de actitud, es necesario examinar algu­nos de los argumentos esgrimidos contra la teoría de la medida basada en la conciencia y explicar por qué, aunque algunos siguen apoyán­dola, la mayor parte de los físicos no creen que sea la solución ade­cuada del problema de la medida ni, tampoco, el modo correcto de entender el universo físico y nuestra relación con él.

El problema principal para contestar a una filosofía subjetiva es su obvia coherencia interna. El supuesto básico de que la única infor­mación que podemos tener acerca de cada cosa externa a nosotros mismos es el resultado de las impresiones sensibles (dejando a un lado, quizá, la percepción extra-sensible y la revelación divina, ¡si es que existen!) es incontestable. De ahí se desprende que jamás se podrá probar la existencia del mundo externo. Sin embargo, hay algunos argumentos importantes que hacen que la visión meramente subjetiva del mundo físico, qu~ carece de existencia objetiva y en el que la única realidad son nuestras consciencias, sea cuando menos poco razonable. Quizá el más decisivo sea que las distintas concien­cias observadoras estén de acuerdo en su descripción de la realidad externa. Supongamos que un cierto número de personas. en sus res­pectivos coches se aproximan a unos semáforos: si no estuviesen de acuerdo unas con otras en lo que es la luz y el color, no cabe duda de que se produciría un accidente catastrófico. El hecho es, sin em­bargo, que todos esos conductores experimentan el mismo conjunto de impresiones sensibles, que atribuyen a la existencia objetiva de una luz roja -y se paran-, o a una luz verde -y siguen su cami­no--. Es perfectamente posible argumentar que, por alguna coinci­dencia, todos sus cerebros y conciencias cambian de modo similar y que la luz no tiene existencia real objetiva, aunque semejante expli­cación es compleja hasta el punto de ser maliciosa comparada con la simple afkmación objetiva de que realmente existe una .luz. La con­clusión extrema -si no la más lógica- del subjetivismo es creer que la información recibida de otros seres conscientes tampoco es real,

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sino parte de las propias impresiones sensibles. Así, mis propios pen­.satnientos (¿o los suyos?) son la única realidad; todo lo demás es una ilusión. Sólo existo yo: el coche, los semáforos y los otros con­ductores junto con sus conciencias son quimeras mfas. Esta concep­ción se llama solipsismo y por su misma naturaleza es el punto final de toda discusión relativa a la naturaleza de la realidad o de cualquier otra cosa. ¡Si todo, incluido este libro y usted que lo lee, son qui­meras mfas no mereda la pena el esfuerzo de haberlo escrito; por otro lado, si este libro y yo somos quimeras suyas no hay ninguna . razón para que lo siga leyendo!

Nos vemos, pues, abocados a rechazar una filosofía puramente subjetivista no porque se pueda demostrar que es contradictoria, sino porque sus consecuencias nos llevan a afirmaciones que aunque no sean refutables, son intrincadas y por completo irrazonables. Los re­quisitos de la simplicidad y de la racionalidad han sido siempre parte importante de las teorías científicas. Desde luego, es posible inven­tar modelos rebuscados para explicar el conjunto de los hechos obser­vados pero el científico -si no el filósofo-- aceptará en cualquier caso la teoría más simple que esté de acuerdo con todos los datos. En un relato (sin duda apócrifo) se cuenta que había una persona que todas las noches echaba sal por el suelo antes de ir a la cama. La razón que tenfa para hacerlo era «mantener alejados a los tigres•. Bien, cuando se le dijo que nadie había . visto jamás un tigre en esta parte del mundo replicó «que eso demostraba la habilidad que tenían para mantenerse fuera de la vista y lo eficaz que resultaba la sal». Un criterio importante que debe satisfacer cualquier teoría científica es que no utilice «tigres», es decir, postulados innecesarios. ¡El in­conveniente de las teorías cuánticas de la medida __ es que todas ellas parecen contener «tigres» de un tipo u otro y no se ha alcaniiido el consenso respecto a qué teoría contiene el mayor número o 1~~ más feroces! A lo largo de los últimos parágrafos hemos.intentado mostrar que una teoría basada en la idea de que nuestra conciencia subjetiva es la única realidad es un tigre de lo más feroz, ¡incluso de los que comen hombres!

Detengámonos un momento. Todo esto está muy bien y, además, es muy fácil criticar la idea de que la conciencia subjetiva es la única realidad; pero, ¿de verdad es esto lo que dice la teoría cuántica de la medida basada en la conciencia? La mente puede jugar un papel crucial en el proceso de medida, hasta el punto de que la elección

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entre los estados cuánticos posibles se haga sólo cuando se registra la señal en una conciencia, pero eso no implica con necesidad que se ponga en duda la existencia del sistema físico. Incluso en el caso de que todas las propiedades del sistema físico sean de naturaleza cuántica, en el sentido de que alcanzan sus valores sólo cuando son observadas por un observador consciente, los resultados posibles de esas observaciones están por completo fuera de control del observa­dor. Los semáforos pueden ser rojos, verdes o amarillos y nadie puede hacer que se pongan azules o púrpura mirándolos. El fotón que emerge del polarizador HV es visto, por cualquier observador consciente, horizontal o verticalmente polarizado y nadie puede cam­biar la polarización de 45° o doblar el número de fotones que cruzan el aparato observándolos. ¿No es posible mantener la idea de que la conciencia es el final de la cadena de la medida sin llegar al extremo de decir que la experiencia subjetiva es la única realidad?

El inconveniente de responder sí a la anterior pregunta está en trazar la correspondiente distinción entre la existencia de un objeto -sea un fotón, aparato de medida o conceptos del «tercer mundo»­y sus propiedades. Si todas las propiedades de un objeto: masa, posi­ción, energía, etc., son de naturaleza cuántica y carecen de valores hasta que se miden, es difícil atribuir significado a la existencia separada del objeto. No obstante, y dejando a un lado esto, la teoría de la medida basada en la conciencia conduce todavía a ciertas con­clusiones increíbles, por no decir más, y que corresponden a «tigres» tan grandes y feroces como algunos de los que encontramos antes. Una teoría cuántica de la medida basada en la conciencia dice, en resumen, que la elección de los estados posibles de un sistema cuán­tico y su aparato de medida asociado no se realiza hasta que la infor­mación ha llegado a la mente de un observador consciente: el gato no está ni vivo ni muerto hasta que uno de nosotros haya mirado al ·interior de la caja, las especies evolucionan y no evolucionan hasta que son observadas por una persona consciente. ¿Es razonable pen­sar que la presencia o ausencia de especies biológicas hoy, y de sus fósiles registrados a lo largo de miles de años, fueron determinadas la primera vez que un ser humano consciente apareció en el planeta para observarlas? Esa concepción apenas es más creíble que la suge­rencia de que toda realidad es subjetiva.

Tales objeciones han llevado a algunos ·pensadores a proponer que la conciencia no es una propiedad peculiar de los seres humanos,

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sino que la poseen otros animales en mayor o menor medida (¡los gatos en particular!) e incluso objetos inanimados. Otros, por su parte, han dicho que el mundo no está siendo observado sólo por nosotros mismos sino por otro ser consciente eterno, a quien tam­bién podríamos llamar «Dios». La idea de que Dios cumple el papel de asegurar la existencia continua de los objetos cuando no son obser­vados por los seres humanos es en realidad muy vieja e inspiró la siguiente quintilla en el siglo XIX:

Había una vez un hombre que dijo, «Dios debe pensar De manera sumamente singular Si encuentra que este árbol Sigue existiendo Cuando nadie en el patio lo está viendo»

y su respuesta

Querido señor, es su sorpresa lo que es extraño Estoy siempre en el patio viendo Y justo por eso el árbol Continúa existiendo Desde que es observado por, suyo afectísimo, Dios.

Una idea similar ha sido expresada de manera más prosaica por un estudioso de la medida cuántica al escribir:

Si tengo la impresión de que la naturaleza misma hace la elección deci­siva de la posibilidad a realizar allí donde la teoría cuántica dice que es posible más de un resultado, entonces estoy atribuyendo personalidad a la naturaleza, es decir, a algo que está siempre por todas partes. ~ omnipre­sente personalidad eterna, que es omnipotente al tomar las decisiones que quedan indeterminadas por las leyes físicas, es exactamente lo que en len­guaje religioso se llama Dios 1•

El inconveniente de este punto de vista es que hace muy poco' por resolver el problema; simplemente lo plantea de nuevo. Si todas las cosas tienen conciencia, o si la conciencia de Dios determina el

1 F. J. Belinfante, Measurements and Time Reversal in Obiective Quantum Tbeory. Pergamon, 1975.

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estado al que pasará un sistema cuántico, nos queda todavía la cues­tión de saber en qué punto de la cadena de medida se hace esta elec­ción. Podemos imaginar que Dios no mira al fotón que cruza el pala­rizador al menos hasta que ha cambiado el estado del detector. ¿Por qué no? Pero también podemos imaginar que no lo hace hasta que la información haya llegado . a una conciencia humana. Volvemos así al punto de partida: seguimos sin saber en qué lugar finaliza la cadena de medida y por qué. Si meditamos en la propuesta de Belinfante veremos que la imagen de un Dios que elige no es diferente ni más satisfactoria que la de una naturaleza que elige.

Desde luego, esto no es lo mismo que decir que Dios no puede existir, sino sólo que esta idea no nos ayuda a resolver el problema de la medida cuántica. De modo parecido, a pesar de haber visto que una teoría de la medida basada en la conciencia conduce a consecuen­cias inaceptables, no por ello hemos refutado la existencia de la con­ciencia o del alma. A decir verdad, mucha gerite, incluidos algunos científicos y filósofos, siguen creyendo en Dios y en el alma humana sin preocuparse de una manera u otra de la T eoda Cuántica y la mayor parte de los razonamientos de Popper sobre la existencia de los objetos del «tercer mundo» y de la mente no se ven afectados por lo que hemos dicho hasta ahora. No obstante, y aunque no sea

. estrictamente relevante para el problema cuántico de la medida, expli­caremos en términos generales algunas de las ideas modernas relativas a la conciencia y al cerebro contrarias a la noción de una mente o alma separada.

Digamos, antes de nada, que los razonamientos de Popper, resu­midos ya en este capítulo, a favor de la realidad de los objetos del «tercer mundo» y de la conciencia son probablemente correctos y sin duda convincentes. Si un objeto real es aquello que puede causar

. un cambio en los objetos materiales macroscópicos, entonces los obje­tos del «tercer mundo» y las conciencias son de verdad reales y transmiten sus efectos a través de los estados del cerebro del «Se­

gundo mundo». El punto en el que mucha gente está en desacuerdo con Popper, y en particular de su coautor John Eccles, es aquel en el que se sugiere que la conciencia es una forma separada del cerebro, que hay «un fantasma en la máquina». Un enfoque moderno de la relación entre la conciencia y el cerebro sería establecer una analogía con la relación que existe entre el programa de un ordenador y el ordenador. Un ordenador es una colección compleja de interruptores

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electrónicos sin pauta o propósito en sí mismo. Sólo cuando se pro­grama, es decir, cuando los interruptores se disponen para operar en una secuencia concreta, el ordenador funciona de manera útil. Por otro lado, el programa no tiene una existencia separada del ordenador y desde luego no es independiente de él en el sentido del alma. Del mismo modo, es posible que la mente, igual de real que el programa del ordenador, no esté separada del cerebro, como· el programa no lo está del ordenador. Para utilizar la jerga moderna, el programa (la conciencia) es el software, mientras que el ordenador (el cerebro) es el hardware. Esta visión de la conciencia recibe un cierto apoyo en los estudios realizados en el campo de la «inteligencia artificial», en el que se investiga la capacidad de los ordenadores programados para «pensar». Hay ya ordenadores que pueden jugar al ajedrez casi como un maestro, responder a preguntas de forma aparentemente inteligen­te y, si se les suministra la adecuada información, reconocer rostros humanos. Todos los expertos están de acuerdo en que esto dista mucho aún del comportamiento de un ser humano plenamente cons­ciente, pero dada la tasa actual de progreso podría suceder que dentro de unos pocos años se construyese y programase un ordenador cuyo comportamiento fuese indistinguible del de una mente humana cons­ciente. Por descontado que esto puede todavía resultar imposible y que incluso en el caso de que se logre algunos argumentarán que el ordenador programado no es consciente de sí mismo como lo es un ser humano. Sin embargo, la posibilidad de que a la larga seamos capaces de entender la conciencia por este procedimiento es ahora tan real que fundamentar la teoría cuántica o una filosofía concreta en la existencia de la conciencia como entidad no física única y sepa­rada, debe ser considerado, cuando menos, como improbable.

Fisica cuántica y percepción extrasensible (ESP)

Antes de terminar este capítulo sobre la teoría de la medida basada en la conciencia, examinaremos con brevedad la sugerencia, hecha a menudo en ciertos circulas, de que las ideas de la física cuán­tica pueden usarse, al menos parcialmente, para explicar los fenóme­nos llamados «paranormales» asociados con la «percepción extrasen­sible» y cosas parecidas. Es importante subrayar que vamos a exa­minar no la evidencia a favor o en contra de la existencia de esos

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efectos, sino sólo si es razonable pensar que la física cuántica puede dar algún apoyo científico y respetabilidad a semejantes ideas.

Una situación típica de ESP podría ser aquella en la que un expe­rimentador envía mensajes relativos a algo así como un dibujo o una carta a otra persona situada en otra habitación sin que exista comu­nicación alguna conocida entre ellos. Después de repetir esto un gran número de veces con muchas cartas, se declara una tasa de éxito mucho mayor que la que cabría justificar por la suerte. Mirándolo desde el punto de vista cuántico, lo primero que podría sorprender­nos es su conexión superficial con el experimento de EPR discutido en el capítulo tercero. Allí vimos que las correlaciones entre las pola­rizaciones de fotones muy separados eran mayores de lo que cabía explicar a partir de correlaciones que tuviesen su origen en el instante en el que se creó el par, y podríamos vernos tentados a postular que hay correlaciones entre las mentes de los experimentadores separados por razones parecidas. Pero esto sería ignorar los argumentos cruciales expuestos al final del capítulo 3, que demostraban que los aparatos de tipo EPR no pueden ser utilizados para enviar señales desde un polarizador al otro. Además, aunque no podamos explicar las corre­laciones suponiendo, sencillamente, que fueron generadas cuando se creó el par, los fotones son todavía necesarios para que tengan lugar las correlaciones. Las predicciones cuánticas (confirmadas por el expe­rimento de Aspect) son predicciones relativas a pares de fotones creados con esas propiedades particulares. No hay nada análogo al par de fotones en el caso de la percepción extrasensible ni modo alguno por el cual la física cuántica pudiese permitir la aplicación de un razonamiento del tipo EPR a esta situación.

La otra forma de sugerir, a veces, que la física cuántica puede estar relacionada con la percepción extrasensible es por medio de una teoría de la medida basada en la conciencia. Si el fotón de 45° con­serva su capacidad de manifestar las dos polarizaciones H y V hasta que es observado por una mente consciente; si el gato está a la vez vivo y muerto hasta que alguien lo mira; entonces, la mente está aparentemente influyendo en la materia. ¿Estamos, pues, en condicio­nes de explicar la psicocinesis, según la cual ciertas mentes conscientes con poderes particulares son capaces de mover objetos alrededor de la habitación, doblar cucharas o cualquier otra cosa? A un nivel me­nos dramático, ¿es irrazonable sugerir, como se ha afirmado, que el observador consciente podría modificar el instante en el que~ .

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desintegra un átomo radiactivo? A pesar del atractivo . superficial de tales ideas debería estar claro que todos esos supuestos fenóme­nos no están más de acuerdo con la teoría cuántica que con la física clásica. Esto es así porque, incluso si la mente es el aparato final de medida (o el único), actúa como un aparato de medida. Es aerto que en la física cuántica el sistema observado se ve afectado por la medida, pero esta influencia se limita a determinar la naturaleza de los resul­tados posibles del experimento, lo que llamamos operaciones del pri­mer nivel en el capítulo 4, y por consiguiente no pueden afectar a los resultados estadísticos del «segundo nivel• que son todos precisa y correctamente predichos por la teoría cuántica. Sea o no la mente la responsable final de la medida, si un gran número de fotones polari­zados a 45° cruzan un aparato HV, .o bien el 50 por 100 de ellos emergen en cada canal o bien se violan las leyes de la física cuántica.

Debería subrayarse que no hemos intentado argumentar acerca de la verdad o falsedad de la existencia de la percepción extrasensi­ble y fenómenos conexos, sino sólo acerca de que no podemos recurrir a la teoría cuántica para hacerlos más razonables o más aceptables. Incluso una teoría cuántica de la medida basada en la conciencia atri­buye a la mente un papel bastante diferente del que se exige en este contexto y si tales fenómenos se estableciesen con la misma fiabilidad y reproductibilidad que la exhibida, digamos, por los pares de foto­nes en el experimento de Aspect, requerirían una explicación que está por completo fuera del marco de las ideas científicas actuales, sean clásicas o cuánticas.

Capítulo 6

MUCHOS MUNDOS

Una interpretación por completo diferente del problema de la medida que muchos científicos profesionales han encontrado atrac­tiva, siquiera sea por su elegancia matemática, es la sugerida por Hugh Everett en 1957 y se la conoce como la interpretación de los «mu­chos mundos» o del «universo ramificado». Esta concepción no atribuye un papel especial a la mente consciente, y en esta medida la teoría es del todo objetiva, pero veremos que muchas otras con­secuencias que de ella se desprenden son tan revolucionarias y tan extrañas como las que examinamos en el capítulo anterior.

La esencia de la interpretación de los muchos mundos puede ser ilustrada considerando de nuevo el ejemplo del fotón polarizado a 45° que se aproxima a un polarizador HV. Recuérdese lo demostrado en el capítulo 4: desde el punto de vista ondulatorio, una onda de luz polarizada a 45° es equivalente a la suma de dos ondas, una pola­rizada según la horizontal y la otra según la vertical. Si somos capa­ces de pensar sólo en términos de ondas, el efecto del polarizador HV en la onda incidente será, simplemente, la de separar esas dos com­ponentes, cada una de las cuales irá a un canal del polarizador. Pues bien, .la interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuán­tica aplica esta misma idea al fotón: en lugar de seguir éste un ca­mino u otro, se desdobla y sigue los dos. No obstante, y dado que no podemos tener medio fotón, este desdoblamiento es en realidad

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