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Novela Weird West

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Weird West

Escrito por J.r. Del Río

Caminante de lapiel

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Cap. 1

Prólogo

A la muerte del jefe Tuekaka de los Nez Percé, le sucedió su hijo Hinmatóowyalaht itqq(Trueno que baja rodando por la montaña), más conocido como Jefe Joseph. Hombre de paz,imploró al entonces presidente Ulysses S. Grant que no les arrebataran el valle de Wallowa. Ésteaccedió, y prohibió el establecimiento de los blancos. Era junio de 1873.

En 1875 se abrió el territorio de Wallowa a la colonización blanca, y en mayo de 1877fueron enviadas tropas para trasladar a los Nez Percé, a la fuerza, a la reserva Lapwai. Fue detenidoel chamán de la tribu, y les robaron su ganado. En represalia mataron a once colonos. Con 250guerreros, 450 no combatientes (principalmente mujeres y niños) y unos dos mil caballos,decidieron unirse a la tribu del jefe Looking Glass en Clearwater y desde allí huir a Canadá,buscando la alianza y protección de Sitting Bull y sus Lakotas.

En Octubre de ese mismo año, tras cinco meses de guerra, su tribu casi exterminada, el jefeJoseph se rindió. Sin embargo, otro grupo liderado por White Bird consiguió llegar hasta Canadá.

Y otros grupos más pequeños permanecieron en territorio norteamericano, decididos a lavarcon sangre su derrota…

I

Mayo de 1878, en algún lugar al sur de Montana y al este de las Rocosas…

La niebla cayó sobre ellos cuando se encontraban en mitad del vado, con el agua heladahasta medio muslo y los caballos agitándose inquietos bajo las monturas. Lo cubrió todo en cuestiónde segundos, espesando el aire y reduciendo la visión a unos pocos palmos de distancia. Y junto conla niebla, llegó algo más.

Fueron los caballos, más sensibles al peligro, a la presencia del depredador, los primeros enadvertir su aparición; corcoveando, negándose a seguir avanzando, intentando incluso volvergrupas.

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-Pero, ¿qué infiernos…? -protestó el sargento McCullins, líder de esa pequeña expedición deseis hombres, enfrascado en una lucha con las riendas de su aterrada montura.

- ¡He visto algo! -le llegó la voz, un par de yardas por detrás, del cabo Dobson-. Hay algo enel río…

La voz del cabo se rompió en un alarido espantoso, al que se sumó el relincho aterrorizadode su caballo y, también, el ronco gruñido de una bestia. El vado se llenó de gritos, al principio deespanto, después de agonía. McCullins desenfundó el Colt y miró por encima del hombro, sin vernada. Su caballo se encabritó al fin y el sargento cayó al agua, que ya empezaba a teñirse del colorde la sangre. Sonaron dos disparos, seguidos del alarido de otro de sus hombres (¿Nolan, Harris, oese chico pecoso de Kentucky? ¿Cómo saberlo?), y el aullido triunfal de la bestia invisible.

Desesperado, se puso a nadar, a bracear como un poseso para llegar hasta la orilla opuesta.

Lo consiguió. Primero sus pies dieron con las piedras del fondo, después tropezó, gateó y searrastró sobre el fango. La niebla era menos densa fuera del agua, permitiéndole ver el entorno quele rodeaba: las amplias extensiones de pradera salpicadas de bosque, bajo un cielo crepuscularpintado de profético rojo.

Jadeó, sin resuello. Tras él, los gritos habían cesado y también los relinchos. Algo agitó lasaguas; algo grande que avanzaba por ellas. El sargento buscó su Colt y descubrió que lo habíaperdido en el río. Logró incorporarse y echar a correr. A sus espaldas, algo dejó las aguas y empezóa perseguirlo, a cuatro patas.

«El Señor es mi pastor» se encomendó mentalmente a su Dios, sintiendo los pasos de labestia cada vez más próximos «…nada me faltará.»

Ahora podía sentir su resoplar sobre la nuca, caliente y fétido, hediondo de sangre y carnehumana.

«Y aunque camine por el valle de las sombras, no temeré ningún mal…»

Unas zarpas lo golpearon por la espalda con una fuerza inconcebible. Antes de que loderribasen, unas mandíbulas se cerraron sobre uno de sus hombros como una trampa para osos,triturando músculo y hueso, alzándolo en vilo como a un pelele. McCullins se encontró mirando alcielo, luego sacudido de bruces contra la tierra. Sintió el atroz desgarro de sus tejidos y se revolvió,ensangrentado, para enfrentarse a la muerte. Vio que ésta tenía ojos amarillos, fosforescentes, yunas quijadas enormes, pobladas de colmillos, grandes como puñales…

-Una jodida masacre.

El sargento Huxley se apartó del cadáver destrozado. Los pedazos de los cinco restanteshabían sido arrastrados hasta la orilla del río, entre los restos igualmente mutilados de los caballos.Una orgía dantesca de sangre y entrañas.

- ¿Encontró a McCullins, sargento? -le preguntó el teniente Chance desde su montura, elúnico que permanecía impasible frente a la carnicería. Rawlins, el recluta, ya se había puesto verdey echado hasta la primera papilla. Baker, Curtis y Colorado, tan veteranos como él, sólo exhibíanalgo de inquietud. Estaban acostumbrados a la violencia y a la muerte, pero no a esos niveles desalvajismo.

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-Es este… creo -Supo que era él por las insignias. Fuera de eso, estaba irreconocible. PobreMcCullins; qué forma de mierda de dejar el mundo.

- ¿Son todos? ¿Todo el grupo de McCullins? -insistió el teniente, desmontando de un salto.Era una auténtica montaña de hombre, de más de seis pies de altura y hombros de leñador, con unrostro que parecía esculpido en un bloque de granito y mirada gris bajo los pesados párpados, que ledaban una apariencia engañosamente somnolienta. Llevaba un revólver Smith & Wesson«Schofield» del 45 enfundado sobre la cadera derecha, y el sable de caballería envainado del otrolado.

-Son todos, teniente -aseguró el sargento Huxley, que tampoco iba a ponerse a contarlostrozo por trozo. Algunas aves carroñeras, ahuyentadas por la llegada de los soldados, ahora reuníancoraje para volver a descender sobre el festín. El sargento las ahuyentó a patadas.

- ¡Largo, largo he dicho! Condenadas alimañas…

-Algo tienen que comer -gruñó el teniente, volviéndose luego hacia el último miembro delgrupo, que había sido el primero en encontrar la masacre-. ¡Scout!

Doblado sobre una rodilla, el indio levantó la vista del terreno y las huellas. Era un jovendelgado y vigoroso, de angulosas facciones y larga melena negra, que llevaba recogida sobre lanuca. Vestía una rara mezcolanza de ropas, con una ajada casaca del ejército sobre la que colgaba uncollar de plumas y amuletos, pantalones de caza y mocasines. Iba armado con un rifle Winchester yun cuchillo Bowie, envainado en el cinturón.

-Los sorprendió en el río -dijo, en un inglés correcto, aunque algo cortado-. Despuéspersiguió al sargento. Y lo atrapó.

-Eso se ve. -El teniente Chance paseó sobre el cadáver su mirada perezosa, deteniéndose enla ristra de intestinos que se secaban al sol-. ¿Quién lo hizo?

-Está claro que un oso grizzli -dijo Huxley-. ¿O no, Billy?

Billy, el scout indio, no respondió. Los dedos de una de sus manos jugueteaban inquietoscon los amuletos de su collar, la otra sujetaba el cañón del rifle.

-Para mí, esto ha sido cosa de lobos -aventuró Colorado, el trampero de las Rocosas metidoa voluntario del ejército-. Lobos hambrientos.

-No dije que fueran animales.

Y con esto, Billy se incorporó y alejó unos pasos, dándoles la espalda. Chance clavó enHuxley una mirada inquisidora.

- ¿Qué le pasa a ese salvaje?

-No lo sé, lleva actuando raro desde que salimos de Fort Cooke -dijo Huxley, con unsuspiro-. Hablaré con él.

-Hágalo. Que los hombres sepulten lo que puedan sepultar. Seguiremos viaje cuanto antes.

- ¿Y lo que no se pueda sepultar?

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El teniente Chance miró al cielo, y a las negras aves que en él revoloteaban.

-Algo tienen que comer, sargento.

Cap. 2

No era mucho lo que quedaba para enterrar, en efecto, pero eso no impidió a los soldadosquejarse -entre ellos y por lo bajo- mientras cavaban la fosa común y bebían furtivos tragos de unapetaca de aguardiente.

-Como si no tuviésemos bastante con los renegados asesinos de Cuchillo Rojo -mascullabaBaker, con la boca llena de tabaco-, que también podemos acabar en el estómago de un jodido osogrizzly.

-Que fueron lobos -insistió Colorado, sudando copiosamente bajo el sol de media mañana-.Esto ha sido obra de una jauría de lobos muertos de hambre.

-¡Eh, Rawlins! -llamó Curtis, con el cigarro colgando de la boca-. ¿A qué esperas paratraerlo?

El joven recluta venía dando tumbos, arrastrando por el brazo lo poco que había quedado deMcCullins.

-Creo que voy a volver a enfermar…

-¡Venga, recluta, si ya no debe quedarte nada en las tripas!

-No digas esa palabra, Curtis…

-¿Cuál, «tripas»?

Una ruidosa arcada fue la respuesta. Colorado resopló.

-A este paso no acabaremos nunca.

-¿Sabéis qué es lo que me toca las bolas? -Baker escupió hacia un lado y entrecerró los ojosbajo el sol, dando un largo beso a la petaca-. Que nosotros estemos aquí, haciendo de enterradores,mientras ese indio roñoso descansa a la sombra.

Miraba en dirección a Billy, el scout, que seguía alejado del grupo, con la vista perdida hacialontananza. Y que así permaneció, hasta que el sargento Huxley le dijo, acercándose por detrás:

-Algo te inquieta.

El nativo asintió con un gruñido, sin volverse. El sargento se paró a su lado. Componían unacuriosa pareja: tan altivo y espigado el primero, regordete y algo encorvado el suboficial nacido enMaryland, veterano de las guerras Indias y la Civil. Un hombre que no había conocido otra familiaque el ejército, ni otro medio de vida que la guerra.

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-¿No crees que hayan sido animales? -No obtuvo respuesta, y eso lo animó a proseguir-:Billy, sé que Cuchillo Rojo y su banda han hecho cosas terribles, pero esto…

-Has oído lo que se cuenta sobre Cuchillo Rojo, sobre él y el brujo que lo aconseja.

Huxley asintió.

-Que él y los suyos se ocultaron en las montañas, después de la derrota en Bear Paw. Dosdocenas de guerreros, heridos y medio muertos de hambre. Nadie pensó que sobrevivirían alinvierno.

-Pero lo hicieron. -Billy se volvió y Huxley retrocedió, impresionado por la negra intensidadde su mirada-. Apenas un puñado, menos de la mitad de los que huyeron, bajaron de las montañascon el deshielo. A sembrar el horror y la muerte. Mucho más fuertes y feroces.

-¿Estás diciendo que esta masacre fue cosa de ellos?

Antes de que Billy pudiese responderle, algo atrajo su atención.

-¿Qué porquerías indias llevas aquí? -Se trataba de Baker, que había dejado a suscompañeros echando las últimas paladas de tierra sobre la fosa para acercarse a la montura de Billy,que ahora revisaba con descaro-. ¡Creí que ya te habíamos civilizado!

-Deja mis cosas.

El corpulento soldado no se dio por aludido: miró dentro de las alforjas, adornadas consímbolos tribales, y manoseó el asta de una larga lanza que llevaba colgada de los arreos, con lapunta envuelta en una funda de piel. El scout fue hacia él con el ceño fruncido, seguido de cerca porHuxley, quien ya preveía problemas.

-¿Y qué me dices de esto? -se burló-. ¿Cuántas guerras tenemos que ganarles para que aprendan queun palo con punta no puede hacer nada contra una bala?

-Deja mis cosas -repitió Billy, y esta vez apartó a Baker de un empellón. Éste retrocedió dos pasos,sorprendido por el ímpetu del joven nativo. Luego lo miró con los ojos entornados, y una sonrisa dedesprecio.

-Oblígame, salvaje.

-Baker, me parece que has pasado demasiado tiempo al sol -intervino el sargento, que yahabía visto ese brillo en los ojos del scout y sabía que no presagiaba nada bueno para quien tuviesedelante-. Ve al río a refrescarte las ideas, ¿vale?

-Como digas, sargento.

Pero al pasar junto a Billy, Baker se volvió para sorprenderlo con un puñetazo a traición,derribándolo. Después le soltó una patada en las costillas.

-¡A mí ningún jodido y sucio indio me dice qué hacer! -exclamó; y acompañó el insulto conotra patada que hizo rodar por tierra a Billy, que quedó hecho un ovillo. Pero cuando una tercerapatada salió buscando su cabeza, logró detenerla. Atrapó la pierna de Baker entre las manos y, conun rápido giro, lo derribó de espaldas. El soldado gritó y Billy se le fue encima con la agilidad de unpuma y descargó una lluvia de puñetazos sobre él.

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-Suficiente, Billy -dijo Huxley cuando, tras el quinto puñetazo, la cabeza de Baker rebotabacontra la tierra sin que éste pudiese hacer nada por protegerse-. ¡Billy!

Éste dejó de golpear. Bajo él, la faz rubicunda de Baker aparecía salpicada de sangre, quemanaba de la nariz y también de un corte en un pómulo. Ya estaba por quitarse de encima cuando ladiestra del soldado se movió, en busca del Colt. Baker no llegó a sacarlo de la funda. Una fríasensación en el cuello lo hizo detenerse: era el cuchillo de Billy, aparecido como por arte de magiaen la mano, y cuya hoja apretaba ahora contra su piel.

-¿Qué me decías de las balas, blanco idiota? -le susurró, enseñando sus dientes en unamueca feroz.

Sonó el estampido de un disparo, que acabó en la tierra junto a los dos combatientes. Elteniente Chance avanzaba a lomos de su imponente yegua blanca, al paso y con el revólverhumeando en la mano. Baker apartó la mano del suyo, Billy se separó de él y envainó el cuchillo.

-¡Vuelvan al trabajo! -ordenó el sargento al resto de los hombres, atraídos por la pelea comomoscas por la mierda fresca-. Se acabó el espectáculo. ¡Vamos!

-¿Qué ha pasado aquí, sargento? -preguntó con calma el teniente, devolviendo el Schofield asu funda. Sus ojos fueron del maltratado rostro del soldado al del scout, que le sostenía la mirada enactitud desafiante.

-Sólo un malentendido, teniente. Nada más que eso.

-Ya veo. ¡Baker!

-¡Señor! -El soldadote se envaró lo mejor que pudo, mareado como estaba por la paliza.

-La próxima vez que empiece una pelea, más le vale ganarla. ¿Entendido?

-Sí, señor.

-Vaya a lavarse. Avergüenza al uniforme en ese estado.

-Sí, señor. -Y se dio la vuelta, dirigiéndose al río. Billy permaneció donde estaba, sin apartarla vista.

-Scout.

-Teniente.

-La próxima vez que amenace a uno de mis hombres con su cuchillo, me encargaré dehacerlo azotar. ¿Entendido?

A Huxley le impresionó la transformación sufrida por su oficial superior: los rasgosaparecían tirantes, desfigurados por una emoción mucho más poderosa que el simple desprecioexhibido por Baker. En sus ojos, normalmente fríos, ardía el odio.

-Sí, teniente -respondió Billy, obviando el «señor».

-Ahora fuera de mi vista. Prepárense para seguir viaje.

-¿Cuáles son sus órdenes, teniente? -preguntó el sargento Huxley cuando ya estaban todosmontados y listos para continuar.

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-Seguir adelante con la misión.

-Pero parte de la misión era reunirnos con los hombres de McCullins…

-Obviamente, eso no podrá ser. Seguiremos solos.

Huxley dio un vistazo a su espalda donde, unas yardas más atrás, aguardaban Baker,Colorado, Curtis, Rawlins -que seguía pálido- y, algo apartado de ellos, Billy.

-Con el debido respeto, teniente… Sin la gente de McCullins somos apenas siete.

-Un buen número. Los renegados de Cuchillo Rojo no son muchos más que nosotros. Yconfío en que cada uno de mis hombres vale por al menos tres de esos salvajes semidesnudos.

Huxley se guardó de decirle que esos «salvajes semidesnudos» conocían el terreno mejorque cualquier blanco, que habían sobrevivido a uno de los inviernos más crudos de los que se teníamemoria -posiblemente, devorándose entre ellos mismos- y que, de las tres expediciones militaresque salieran en su búsqueda desde principios de año, ninguna había regresado. Tomando su silenciocomo confirmación a sus palabras, el teniente ordenó:

-Dígale al indio que empiece a buscar rastros, que es la única razón por la que está aquí. ¡Noregresaré a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo!

Unos momentos más tarde, la partida volvía a ponerse en marcha. Seguían cabalgando haciael norte, cada vez más lejos del territorio civilizado.

Cap. 3

III Era pasado el mediodía cuando hallaron los restos de la carreta y de sus ocupantes, aunque

los carroñeros habían delatado su presencia mucho antes. Y el hedor, repugnantemente dulzón, sepropagaba a media milla de distancia.

-Santo Dios -masculló Rawlins. Sus compañeros se apartaron de él, previendo una nuevavomitona.

La carreta estaba volcada sobre uno de sus costados. Los dos caballos muertos se pudríanbajo el sol, exhibiendo los cuartos traseros despellejados, en los que faltaban gruesas lonjas decarne. Pero el horror, el verdadero, esperaba por ellos del otro lado del carromato, en la forma detres cadáveres. Un hombre, una mujer y una niña de no más de diez años. Mutilados ydespellejados, también echaban en falta la carne de sus cuerpos, exhibiendo en muchas partes elblanco del hueso. Las aves se amontonaban, voraces, sobre ellos, y no se apartaron hasta queColorado las ahuyentó a base de gritos y ademanes.

-Los conozco -dijo Huxley, quitándose la gorra en respeto por los muertos-. Un predicador ysu familia. Hace como diez días que pasaron por Fort Cooke. Creo que iban a probar suerte al

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Canadá.

-Suerte es lo que les ha faltado -comentó Baker, al que los golpes no le impedían seguirmascando tabaco-. Pobres diablos…

Rawlins no vomitó, para sorpresa de todos. Sólo se limitó a descubrirse y agachar la cabeza.Lloraba en silencio, sin disimular las lágrimas.

-¡Scout! -llamó el teniente, que permanecía a lomos de su yegua, tan distante como ajeno alinfernal espectáculo-. ¿Qué puede decirnos de esto?

-Atacaron ayer noche, mientras acampaban. -Billy ya había desmontado, y caminaba entrelos despojos con la vista fija en el terreno-. Mataron a cuchillo. Comieron aquí mismo.

Fueron estas últimas palabras, su horrendo significado, las que ocasionaron el frío querecorrió las espaldas de los hombres a pesar del intenso sol.

-Malditas bestias -gruñó Curtis, con el cigarro apretado entre los dientes, mientras intentabano mirar el hueso mondo de lo que había sido una pierna.

-Animales, son animales… -repetía con voz quebrada el recluta. Colorado le puso una manosobre el hombro.

-¿Tenemos un rastro?

Billy ignoró la pregunta del teniente, dio una vuelta alrededor de los restos de la fogata y fueexaminando ramas partidas, hierbajos pisoteados y tierra revuelta; nimios detalles invisibles para elojo del hombre «civilizado». Se puso en cuclillas, arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a lanariz. Chance estuvo a punto de repetir la pregunta, pero Huxley lo detuvo.

-Déjelo hacer, teniente.

Pasados unos minutos, el scout señaló, con el dedo extendido, en dirección noreste, alládonde crecían unas arboledas que eran casi bosques y, más allá de éstas, surgían unas sierras deaspecto irregular, como dientes mellados.

-¡En marcha, señores! -exclamó el teniente, azuzando su montura.

-¿Y los cuerpos, señor? -preguntó Curtis, que no tenía ganas de volver a hacer de enterrador,pero menos aún de dejar los restos de tres inocentes como bocado para las alimañas.

-Poco podemos hacer por ellos, más que vengar sus muertes. ¡Vamos!

Chance ya se alejaba al trote. Billy volvió a montar de un salto. Huxley y los cuatro soldadosse miraron.

-¿Vamos a dejarlos ahí tirados? -La pregunta la hizo Rawlins, el recluta, mientras serestregaba los ojos enrojecidos.

-No hay tiempo para nada más -dijo, resignado, el sargento, e hizo volver grupas a sucaballo-. Ya oísteis al teniente, en marcha.

Colorado se santiguó.

-Que Dios nos perdone a todos.

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-Dios no tiene nada que ver con esto -señaló, con un escupitajo, Baker.

Faltaba poco para el atardecer cuando les dieron alcance. Diez jinetes que montaban a pelo,y a los que avistaron a un par de millas de distancia. Chance picó espuelas, lanzándose al galope, ylos demás lo imitaron. Hubo un breve intercambio de disparos conforme se acercaban, pero ladistancia era aún excesiva para los rifles, que igualmente perdían gran parte de su precisión al serdisparados desde la silla y a galope tendido. Luego, los renegados se retiraron, con los soldados trasellos. Lanzaban chillidos al aire mientras huían, de burla y desafío. Huxley acercó su montura a lade Billy.

-El más alto es Cuchillo Rojo -dijo el scout, señalando una de las formas ecuestres en ladistancia. El sargento entornó los ojos.

-Veo a uno con manto de piel.

-Es Corre con Lobos, el brujo. Él hizo a Cuchillo Rojo.

-¿Qué quieres decir?

-Lo convirtió en lo que es hoy.

-¿Y qué es?

-Una bestia con piel de hombre.

Entonces, Rawlins voló por encima de la silla y fue a dar de bruces contra la tierra por culpade una madriguera de conejo, que atrapó una de las patas delanteras de su caballo, partiéndoselacomo una rama seca. Aturdido y con la boca llena de sangre, se empezó a incorporar, y adesesperarse ante la perspectiva de ser dejado atrás. Pero Colorado volvió para recogerlo.

-¡Sube! -le gritó, ofreciéndole el brazo. El recluta trepó tras él.

-…acia -masculló. Quiso decir «gracias», pero el haberse mordido la lengua hasta casicortarse un trozo se lo impedía. El otro lo entendió, de todos modos.

-Dispárale a tu caballo, chico -le dijo-. No puedes dejarlo así.

Rawlins oyó los relinchos lastimosos del pobre animal. Le apuntó con el rifle a la cabeza ydisparó sin mirar. Después salieron a la zaga de sus compañeros.

Desde la distancia -que se acortaba cada vez más- vieron separarse a los pieles rojas en dosgrupos. Cuatro se internaron con los caballos en una densa arboleda, mientras que los otros seis-entre los que Huxley distinguió la alta figura del líder y, cabalgando a su lado y con el mantoondeando tras él, la del brujo- seguían rumbo a las sierras. Eso los puso en una disyuntiva.

-Si seguimos tras Cuchillo Rojo, nos exponemos a una emboscada de los que quedaron atrás-dijo el sargento, junto al teniente-. Si paramos para ocuparnos de ellos…

-Nos arriesgamos a perder a su líder. Entiendo, Huxley: esos cuatro están dispuestos asacrificarse para que Cuchillo Rojo pueda escapar. ¡No les seguiremos el juego!

-¿Entonces?

-Usted y su indio deberán bastar para limpiar esa arboleda. Yo y el resto de los hombres

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seguiremos tras ellos.

-¡No! -intervino Billy, retrocediendo un poco para unírseles-. Yo debo ir a por Cuchillo Rojo.

Huxley lo miró, sorprendido. Chance no estaba dispuesto a discutirlo.

-Ya está decidido y es una orden, scout.

-¡No! -exclamó Billy de nuevo. Y tras azuzar a su montura, salió disparado en un galope queninguno pudo igualar. Ni siquiera el teniente con su briosa yegua, quien, furioso, desenfundó elrevólver.

-¡Maldito indio sedicioso!

Pero Huxley desvió el arma de un manotazo, antes de que pudiera ponerla en línea de tiro.

-¿Qué demonios cree que hace, Huxley? -Los ojos de Chance echaban chispas-. ¿Proteger aun desertor? ¡Puede costarle ser fusilado!

-El scout se enfrentará a las consecuencias cuando esto acabe, señor. Y yo también. Peroahora lo necesitamos para que nos lleve hasta Cuchillo Rojo.

El teniente guardó el revólver. Parecía estar librando una lucha consigo mismo.

-Escoja a un hombre para ir a limpiar esa arboleda -gruñó al fin.

-Me llevaré a Curtis.

-Bien. Cuando volvamos a Fort Cooke, su indio responderá por esto. Y usted también.

-Entendido, señor. -Y en voz baja añadió-: Si es que volvemos.

Cap. 4

IV -¡Arre!

Huxley y Curtis se separaron abruptamente de la columna, dirigiéndose a toda velocidadhacia la espesa arboleda donde, minutos atrás, se habían internado los cuatro renegados. Y desde allílos vieron aparecer, a pie y rifles en mano, con sus rostros feroces asomando entre la espesura.

-¡Cuidado! -Huxley disparó el Winchester desde la silla y una de las cuatro caras explotó ensangre. Los otros tres renegados devolvieron el fuego y los soldados hicieron que sus monturas seseparasen, pero una de las balas atravesó el cuello del caballo de Curtis. Mortalmente herida, labestia se desplomó de lado, aprisionando al jinete y dejándolo expuesto a los enemigos que seacercaban.

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El sargento desmontó sin llegar a frenar del todo y volvió a disparar. Curtis se le unió, desdeel suelo y con medio cuerpo bajo el caballo muerto. Uno de los renegados cayó, con al menos tresbalas en el torso. Huxley avanzó disparando; la palanca del Winchester bajaba y subía en su mano,accionada con frenesí. Otro dio un salto hacia atrás al recibir el plomo candente en las entrañas,pero con un rugido bestial se recompuso y siguió avanzando sin que el sargento pudiese dar créditoa sus ojos. Llegó a abrir fuego una vez más y el disparo hizo volar la hierba junto al cuerpo deCurtis; luego otro disparo de Huxley hizo que le saltase la tapa de los sesos. El cuarto renegado sedio a la fuga y el sargento le disparó, pero falló por muy poco: la bala se incrustó en un troncomientras su blanco desaparecía en la espesura.

-¡Mierda! -No podían dejar a ninguno atrás, no con vida-. Regresaré. Espérame aquí. -Y seinternó en el bosque, detrás del renegado.

Curtis se quedó ahí, luchando por liberar su pie del estribo y salir de debajo del caballomuerto.

-«Espérame aquí»… ¿Y a dónde podría ir? ¡Joder!

El aire azotaba el rostro de Billy y hacía ondear sus cabellos como un negro estandarte. Elpotro galopaba como nunca antes lo había hecho; él iba de pie sobre los estribos y doblado sobre elcuello de la bestia, a la que susurraba palabras de aliento en su lengua nativa. Palabras de poder paraalejar el cansancio de los músculos e insuflar coraje en el corazón. Palabras aprendidas de SerpienteSabia, el chamán, su abuelo; cuya voz todavía resonaba con insistencia entre las sienes del joven,recordándole su misión:

«Cuchillo Rojo alguna vez fue un bravo guerrero, digno de respeto. Pero durante el inviernoque pasó en las montañas, Corre con Lobos le hizo abrazar la oscuridad. A él y a los suyos, pero a élmás que a nadie.»

Por eso estaba allí, por eso había acudido ante el sargento, ofreciéndose como voluntariopara esa expedición.

«En medio del frío y la desolación, el brujo los moldeó a su retorcido antojo. Les hizoromper el tabú, les hizo comer la carne prohibida, llevándolos por el camino del pa•psa’lo, de labestia voraz que se nutre de sus hermanos. Pero con Cuchillo Rojo fue más allá.»

Y ahora que se encontraba tan cerca de su objetivo, no podía dejar de escuchar a SerpienteSabia. El severo eco de la voz que se colaba en sus recuerdos.

«Corre con Lobos le hizo salir en búsqueda de su wé•yekin, su espíritu guardián, para que lediera fuerza en la batalla. Pero en su lugar ató su alma a la de un espíritu maligno, una criatura de latierra de las sombras. Ahora, él es un Caminante de la Piel, un cambia-formas, una aberración. Ydebe ser destruido.»

Billy tampoco podía arrancarse la duda que llevaba clavada en el pecho como una insidiosaespina. ¿Estaría él a la altura de la misión que tenía por delante?

La llanura se había estrechado; ahora era un paso flanqueado por las primeras estribacionesde las sierras. Los soldados habían quedado atrás y tardarían un rato en darle alcance. Tanto mejor.Billy confiaba en la protección del Gran Espíritu y en la poderosa medicina que su abuelo le había

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dado antes de partir; la que llevaba sujeta a sus arreos, esperando el momento de ser utilizada.

Pasó del galope a un trote acelerado y se desvió allí donde el paso se angostaba aún más,volviéndose tortuoso el sendero. Avanzó, cada vez más lentamente, serpenteando entre rocas yárboles resecos de troncos grises, y ramas retorcidas como viejas zarpas artríticas, nutridos de lamisma corrupción que manchaba esas tierras. Y Una corrupción que el joven, aunque todavía no tansabio ni tan sensible al mundo de los espíritus como su abuelo, ya era capaz de percibir en todo suser. Iba con las riendas en una mano y el rifle en la otra, los sentidos alerta y el cuerpo en tensión,como un arco listo para ser disparado.

Frente a él, una monstruosa talla en madera se erguía situada a un lado de la senda. Unmojón para señalar el límite entre el dominio de los hombres y el de aquellas cosas que iban másallá del simple entendimiento. Lo coronaba una terrible cabeza de lobo tallada con espantosorealismo, con las fauces abiertas y los pintados ojos inyectados en sangre. En torno a su base seamontonaban las ofrendas: cráneos y huesos humanos sobre los que podían verse marcas de dientes,algunos demasiado pequeños para haber pertenecido a hombres adultos. Billy apretó los suyospropios hasta hacerlos crujir; su mano izquierda dejó las riendas y acarició instintivamente elamuleto que le colgaba del cuello.

-Gran Espíritu…

Entonces reparó en el redoble lejano, que había empezado unos minutos atrás e ibahaciéndose más y más audible. Música de tambores, acompañada de cánticos feroces, como elaullido hambriento de los lobos en una noche de invierno. Los ojos de la talla permanecían fijos enél, siguiéndole con la mirada conforme se iba acercando. Ya todo era irreal, como en un sueño deesos que en cualquier momento pueden trocar en pesadilla. Y los tambores seguían sonando -¿o erasu propio corazón el que le martilleaba frenético contra las costillas?- mientras se le erizaba el vellode la nuca y un sudor frío le cubría la piel. La talla estaba cada vez más cerca, la cabeza de lobo eracada vez más real, parecía capaz de cobrar vida y atacarlo en cuanto pasara junto a ella… El caballodebió percibir lo mismo, pues se negó a seguir avanzando.

-Tranquilo, «Viento». Calma, compañero… -susurró. Pero esta vez sus palabras no bastaronpara tranquilizar al animal, que estaba aterrorizado. Hollaba inquieto la tierra con los cascos ycorcoveaba hasta que, al final, a unas escasas dos yardas de la efigie tallada, soltó un relincho, sealzó violentamente sobre las patas traseras y derribó a su dueño.

Billy cayó y rodó con agilidad sobre su espalda, pero el caballo se dio la vuelta y emprendióla fuga mucho antes de que él pudiese hacer nada por detenerlo. Los cánticos y tambores sonabancada vez con mayor intensidad y, cuando quiso salir en busca del caballo, se percató de algo más: laniebla que, al principio, culebreaba fantasmal entre sus piernas, pero que ahora había comenzado aalzarse y a volverse más y más espesa.

La niebla ya había caído entre las sierras como una mortaja fantasmal cuando el tenienteChance y sus hombres se internaron en el paso. El oficial montaba al frente, con Baker en el flancoizquierdo y Colorado y Rawlins, que compartían montura, siguiéndolos desde varias yardas derezago. Sobre ellos, el cielo se oscurecía a velocidad de vértigo, como si el sol tuviese prisa porhundirse en el horizonte.

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-¡Alto! -Chance tiró de las riendas y la yegua se detuvo, resoplando aliviada. El animalpresentía el peligro acechante en la niebla, que iba mucho más allá de partirse una pata en elterreno, cada vez más escabroso. Baker se detuvo tras Chance y, unos momentos más tarde, losotros dos se les unieron.

-Esto tiene toda la pinta de una emboscada, teniente -dijo Colorado, que observaba condesconfianza el angosto tramo que tenían por delante, ceñido por las irregulares paredes de piedra einundado por la neblina-. ¿Y dónde se ha metido nuestro scout?

-¡Ese sucio indio cobarde nos ha abandonado! -escupió con desprecio Baker, junto con unaespesa mezcolanza de tabaco y saliva. Pero Chance negó lentamente.

-Nos ha traído a una emboscada. -No hubo variaciones en el tono de voz del teniente, perocontrajo las poderosas mandíbulas y los ojos se estrecharon hasta volverse dos rendijas-. Nuncadebimos confiar en un salvaje.

-¿É aeos aoa, eor?

Chance y Baker miraron extrañados al recluta.

-¿Qué?

-Que qué hacemos ahora -tradujo Colorado-. Se mordió la lengua al caer del caballo…

-Ya me di cuenta, soldado -lo interrumpió Chance, que volvió a observar al interior del paso,escrutando la niebla, intentando traspasarla con su la mirada. Tras una pausa dijo: -Vamos a avanzar.

-¿Sabiendo que es una emboscada? -el trampero de las Rocosas no parecía entusiasmado conla idea, pero Chance esbozó una mueca feroz.

-No será una emboscada si la estamos esperando. Y no voy a regresar a Fort Cooke sin lacabellera de Cuchillo Rojo y las de sus renegados. ¡En marcha, señores!

Y se internaron en el paso a través de la niebla que todo lo cubría. Y al hacerlo, creyeron oírel lejano redoblar de unos tambores.

Cap. 5

V Huxley se adentró en la arboleda, empuñando el rifle con manos sudorosas y arrastrando

ligeramente la pierna derecha por culpa de un doloroso tirón provocado al saltar de la montura enmovimiento. Ya no era un jovencito y su cuerpo se encargaba de recordárselo, cada vez más amenudo. Sobre él, la techumbre de ramas y hojas bloqueaba la poca claridad que le quedaba al día.Bajo las botas se partían las agujas de pino, provocando crujidos que se le antojaban increíblementeruidosos. Iba pensando en el piel roja al que acababa de abatir, que había seguido avanzando con untiro de Winchester en las tripas. En sus más de veinte años de servicio jamás había visto algo así.

El bosque se abrió a un pequeño claro donde encontró a los cuatro potros de los renegados,animales nervudos y fuertes, que mascaban hierba a la espera de sus amos. Al menos tres de ellos

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no volverían. Uno de los animales alzó la cabeza con indiferencia al ver aparecer al sargento, quepasó junto a ellos casi sin mirarlos, con los ojos puestos en la espesura que tenía delante. Unasombra pasó fugaz entre dos árboles y Huxley abrió fuego, espantando a las bestias. Luego corrióhacia ella, resguardándose detrás de un tronco cuando esta le devolvió el fuego.

Huxley oyó el chasquido del Winchester enemigo al amartillarse y luego otra bala golpeó surefugio, arrancando una lluvia de astillas de corteza. Agachado, se asomó por un costado y disparó ala forma que entreveía tras las ramas; un satisfactorio gruñido de dolor le dijo que había hechoblanco.

-¡Te tengo, cabrón! -Salió del refugio disparando, sus balas atravesando el espacio que uninstante atrás había ocupado su enemigo. Pero éste ya no estaba allí y sólo encontró un rifle,abandonado en el suelo junto a un gran charco de sangre.

Ese rastro se internaba todavía más en la arboleda, y Huxley lo siguió. Con su adversariodesarmado y malherido, confiaba en no tener más que rematarlo. La forma ensangrentada quecargaba de repente, con los ojos vidriosos y gruñendo como una fiera, hizo que se percatase de suerror. Huxley retrocedió, sobresaltado, y apretó el gatillo.

«¡Clic!». El chasquido anunció que se había quedado sin balas, y no le quedó otra que alzarel rifle a la manera de una cachiporra, interponiéndolo entre su cuerpo y el del salvaje. La embestidafue brutal; bastó para derribarlo de espaldas, con su atacante montado encima de él. El piel rojagruñía. Gotas de saliva sanguinolenta se le escurrían de la boca entreabierta, salpicando el rostro deHuxley, que sólo podía empujar el rifle hacia arriba para intentar revolverse y rodar. Pero la fuerzadel otro era tremenda y el rifle bajaba cada vez más, amenazando con aplastarle la garganta. Nuncase había enfrentado con alguien tan inhumanamente fuerte.

Huxley se sintió desfallecer. Los brazos le temblaron por el esfuerzo y, para su mayordesesperación, el salvaje se bastaba con sólo una mano para mantenerlo inmovilizado, mientras laotra desenfundaba un cuchillo. Lo vio alzarlo sobre su cabeza. Vio también la mueca triunfal en laboca desmesuradamente abierta, poblada de dientes agudos y afilados. Después sonó un disparo y lacabeza del salvaje se deshizo en una explosión de sangre, sesos y esquirlas de hueso. El cuerpo sedesplomó sobre el sargento, quien tras un agotador forcejeo consiguió quitárselo de encima. Seenderezó, sentado sobre el suelo del bosque, embadurnado de sangre y trozos de cerebro. Vio aCurtis, que por fin había logrado desembarazarse del caballo muerto y avanzaba hacia él, con elWinchester humeante en las manos y el sempiterno cigarro colgándole de la boca. Sonreía.

-¿A que hice bien en desobedecerte, sargento?

-Muy bien, Curtis. Convídame a un cigarro y me encargaré de que te asciendan.

La caverna bostezaba desde la pared rocosa de la sierra, al final de un escabroso senderocuesta arriba. Billy había subido hasta allí con la esperanza de otear por encima del terreno -y de laniebla que lo cubría- en busca de su caballo y del resto de su grupo. Y ahora se encontraba frente aesa gran boca abierta: una invitación a la más inescrutable oscuridad que, por alguna razón,encontraba muy difícil de resistir. Tal vez fueran los cánticos y los tambores, que lo llamaban coninsistencia. O tal vez fuese la voz del propio Corre con Lobos, el brujo oscuro, que se sumaba a lallamada:

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-Ciervo Ágil… La última vez que te vi eras un niño que corría detrás de su padre y sushermanos con un pequeño arco, intentando ser un guerrero como ellos. -La voz era profunda,poderosa, y lo llamaba por su verdadero nombre. No entraba por los oídos, sino que vibraba a travésdel pecho-. ¡Y ahora ellos te ven, desde la tierra de los espíritus, luchando junto a sus enemigos!

-No lucho junto a los rostros pálidos…

-Engáñate a ti mismo, Ciervo Ágil. -La risa del brujo reverberó contra su esternón,haciéndolo estremecerse-. Hasta te han hecho vestir sus ropas.

Billy se arrancó con furia la desteñida casaca azul, como si le quemase, quedando con elfibroso torso al descubierto.

-No lucho junto a ellos -repitió, desafiante y altivo frente a la cueva-. Lucho por mi abuelo,Serpiente Sabia. Lucho por destruirte, Corre con Lobos. A ti y al monstruo que has creado.

-Ven entonces, Ciervo Ágil. ¡Ven y enfréntame como un guerrero!

El joven nativo recogió la casaca del ejército y la hizo jirones. Con ellos y con una gruesarama reseca se confeccionó una antorcha, que encendió valiéndose del yesquero que llevabaconsigo. Después, con la llama en alto y el rifle colgado en bandolera, empuñado con sólo unamano desde la cadera, entró en la cueva. La oscuridad lo envolvió, buscando atraparlo en su abrazo,pero la luz de la antorcha la ahuyentó y se replegó sobre sí misma para quedar oscilando entre losresquicios de piedra. El interior era más amplio de lo que él esperaba, con un techo que subía hastaperderse en la negrura más absoluta y varias galerías que se bifurcaban a partir de la entrada: unlaberinto que atravesaba el corazón de las sierras, y en el que corría el riesgo de perderse sinremedio.

-Ven a buscarme, Ciervo Ágil. -La voz, esta vez estaba seguro, provenía de una de lasgalerías. Hacia ella se encaminó Billy, despejando las tinieblas con la antorcha y el rifle apuntado alfrente, mientras la risa de Corre con Lobos volvía a burlarse de él.

«Hallarás mucho más de lo que has venido a buscar.»

-¡Baker! ¿Ve algo?

-Con esta jodida niebla, apenas la punta de mi nariz, señor.

La densidad de la niebla, sumada a lo accidentado del terreno y a la inquietud cada vezmayor de los caballos -que poco a poco se iba volviendo pavor-, los había obligado a dejarlos atrásy proseguir a pie. Los cuatro marchaban en fila india, con Baker unos metros por delante, seguidopor el teniente Chance, Colorado y Rawlins, que iba cerrando la marcha. Tropezabanfrecuentemente con las rocas, grietas y raíces que la bruma mantenía ocultas, y las faldas rocosas delas sierras se alzaban a sus flancos, reforzando la ominosa sensación de encerrona. Los nerviosestaban al límite; una película de sudor frío cubría los rostros de los hombres y manos tensassujetaban las armas. A todo esto se sumaban los tambores y los cánticos, que seguían resonando enla distancia.

-¡Ahí! -gruñó el recluta, realizando al tiempo un disparo que repicó contra las rocas de lasierra. Todos se volvieron en su dirección, con las armas prestas, mientras el eco se elevaba por lasparedes del barranco hasta desaparecer.

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Nada. A través de la bruma ninguno distinguió otra cosa más allá de los irregularescontornos pétreos. Chance lo miró de reojo, sin bajar el revólver.

-¿Qué vio, Rawlins?

-Ua oma…

-¿Qué?

Frustrado, el recluta lanzó un esputo de sangre y repitió:

-Una som… -Iba a decir «una sombra» pero la palabra se quebró en un grito cuando algo (talvez lo mismo que había visto deslizarse ladera abajo hacía unos instantes) lo atrapó por detrás. Losdemás le vieron agitar los brazos, elevarse hasta más de siete pies de altura y luego desaparecer através de la niebla, arrastrado por un atacante invisible.

-¡No disparéis! -gritó Colorado, por miedo a herir al recluta. El ronco estertor que siguió dioprueba de que eso ya no era una preocupación, así que abrieron fuego.

Tronaron las armas; una descarga cerrada traspasó la niebla, y esta volvió a cobrar vida.Algo golpeó a Colorado, arrancándole el rifle de las manos y arrojándolo por los aires. Cayó deespaldas, desgarrado desde las ingles hasta el cuello, con las entrañas saliéndosele en medio desangrientos borbotones. Se estremeció en el suelo, dejó escapar algo parecido a un gorjeo húmedo,y quedó inerte.

-¡Fuego! -aulló el teniente, que no daba tregua a su revólver. Baker también gritaba mientrasdisparaba el Winchester desde la cadera, accionando sin pausa la palanca. Como dotada de vidapropia, la niebla se espesó en torno a los dos supervivientes, y brumosos tentáculos se agitaron,ominosos, hacia ellos.

-¡Ven, salvaje hijo de perra! -gritó Baker sin dejar de disparar-. ¡Muéstrate, jodido cobar…!

No llegó a completar la bravata, que se convirtió en alarido al verse atrapado por una fuerzaescalofriante. Unas fauces se cerraron sobre su pierna derecha, triturando carne y hueso para luegoarrastrarlo hacia lo más denso de la bruma. Chance lo vio soltar el rifle y arrojar manotazosdesesperados; lo vio hincar los dedos en la tierra y dejar en ella gruesas marcas antes dedesaparecer.

-¡Baker! -gritó; y siguió disparando el revólver, agotando hasta la última bala.

El alarido del soldado se elevó en una nota tan aguda que no parecía provenir de su garganta,y así se prolongó por largos segundos. La niebla había envuelto al teniente, convertido su mundo enun cúmulo fantasmagórico y blancuzco que sólo permitía el paso del sonido. Cuando los gritos deBaker se extinguieron, Chance no perdió tiempo en recargar el Schofield y desenvainó el sable ensu lugar. Atacó, cegado por la furia, lanzando tajos que no cortaban nada más sólido que la neblina.Y cuando por fin dio con algo, eso atrapó su brazo por la muñeca y tiró de él. Se resistió con todassus fuerzas, recurriendo hasta la última fibra de su hercúleo cuerpo. Hubo un ruido de desgarrohorrendo y luego Chance retrocedió, tambaleante, mirándose el muñón sangriento en que se habíaconvertido su miembro, mutilado a la altura del antebrazo.

-Dios… -murmuró. Las piernas ya no pudieron sostenerlo y cayó de rodillas. Se preparó

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para el fin, pero éste no llegó.

Las nieblas se abrieron, dando paso a un verdadero coloso. Un hombre desnudo, casi tan altocomo él y dueño de una musculatura impresionante que se advertía tensa bajo la piel roja. Una largacabellera negra enmarcaba sus facciones. Estaba embadurnado en sangre desde la barbilla al bajovientre, y también las manos, pringosas hasta los codos.

Chance, aquejado por una oleada de dolor nacida de la mano que ya no tenía y que seprolongaba hasta más allá del hombro, se mordió el labio para no darle el gusto de oírle gritar.

-¿A qué esperas? -jadeó, sin fuerzas-. Acaba de una vez, hijo de…

El pie descalzo del salvaje lo golpeó en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. Desde allí vioaparecer a los demás: cuatro renegados que salieron de la niebla para sujetarlo por hombros ypiernas. El dolor y la pérdida de sangre le hicieron perder el sentido antes de que se lo llevaran

Cap. 6

VI La galería central hedía a sangre seca y carne rancia; a muerte vieja. Los huesos mondos de

al menos una docena de cuerpos cubrían el suelo como una macabra alfombra, crujiendo bajo losmocasines de Billy cuando éste entró. Dio un paso más hacia el interior, murmuró una plegaria alGran Espíritu para vencer la repulsa que aquel lugar le provocaba y siguió avanzando. La luz de latea mostró la pared del fondo y las imágenes allí pintadas: dibujos simples, toscos, pero quenarraban en su sencillez una historia tan horripilante como cierta. Cuando Billy se acercó paraexaminarlos, estos cobraron vida de repente, enseñándole el pasado.

Allí se habían refugiado Cuchillo Rojo y su gente durante el invierno; allí, también, eradonde habían tomado la elección que los condenó, que los convirtió en pa•psa’lo, en fieras con pielde hombre. Y a su líder en algo todavía peor. Imágenes de pesadilla llenaron el ojo de su mente:carne, sangre y sufrimiento. El sacrificio de unos por la supervivencia de otros, los más fuertes. Y,presidiendo aquella orgía de atrocidades, siempre embozado bajo la piel de lobo, estaba él. El brujooscuro, el verdadero enemigo: Corre con Lobos.

Cuando Billy parpadeó, lo tenía delante. No como una visión del pasado, sino como unarealidad del presente.

-Prepárate, Ciervo Ágil -dijo, soplando sobre su cara un espeso polvo que se le introdujo porla boca y nariz, además de cegarlo-. Estás a punto de emprender tu viaje.

Billy cayó, teniendo arcadas y sacudiéndose como si acabara de picarlo un escorpión. Sentíaque se le agarrotaban las extremidades y se le cerraba la garganta. Que el cuerpo dejaba depertenecerle, a medida que la oscuridad iba enturbiándole la mente.

Ya la niebla se había disipado cuando Huxley y Curtis llegaron al lugar de la emboscada. En

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el camino se encontraron con las monturas de sus compañeros, y Curtis aprovechó para hacerse conel caballo de Colorado y no fatigar más al del sargento, que venía llevándolos a los dos al galopedesde el bosque. Pero al entrar en el paso no encontraron ningún cadáver; sólo numerosassalpicaduras de sangre. Y algo más.

-¡Diablos! Mira esto, Curtis -dijo Huxley, con voz apagada. Ambos habían desmontado paraexaminar el terreno, donde hallaron casquillos de bala. Pero ni un cuerpo, ya fuera de los suyos odel enemigo. Eso no era normal.

-Joder -exclamó el soldado, al que casi se le escapó el cigarro de la boca al ver lo que elsargento le señalaba. Se trataba de la mano derecha del teniente Chance, rodeada por un espesocharco de sangre, y que reconocieron por el sable que todavía empuñaba.

-¿Dónde están los demás? -preguntó exaltado.

-¿Y dónde está el resto del teniente? -preguntó a su vez Huxley, enarcando las cejas.

Algo se aferró entonces a la pierna derecha de Curtis, tironeando de la pernera del pantalóny haciéndole dar un salto. Al volverse se encontró con una mano ensangrentada, unida a un cuerpodeshecho del que escapó una única y ronca súplica:

-Ayuda…

Los dos tardaron en reconocer, en ese torso destrozado, en esa faz balbuceante, dondeechaban en falta un ojo y la mitad de la nariz, al soldado Baker. También le faltaban las piernas, unaarrancada a la altura de la ingle y la otra por encima de la rodilla, por lo que reptaba sobre los codosy el vientre, como una babosa que dejara una estela roja a su paso. La visión fue demasiado paraCurtis, que se dobló sobre sí mismo, emitió una sorda arcada y echó fuera cuanto tenía en elestómago.

-¡Baker! -exclamó Huxley, logrando a duras penas conservar la entereza-. ¿Quién te hizoesto?

-La niebla…

-¿Y dónde están los demás?

-Se los llevó…

-¿Quién se los llevó, soldado? ¿Quién? -Huxley estaba casi gritando, inclinado sobre elrostro del moribundo, quien le obsequió con una sonrisa manchada de sangre y repitió, antes deexpirar:

-La niebla… -Y quedó inerte.

Huxley le cerró el ojo que aún conservaba. Curtis se enderezó, enjugó sus ojos y encendióotro cigarro para quitarse el mal sabor del vómito de la boca. Luego se miraron.

-¿Qué te dijo?

-Que se los llevó la niebla.

-¿Y tú le crees?

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El sargento se encogió de hombros. Trataba de parecer tranquilo, pero lo cierto es que estabatemblando.

-Algo se los llevó, Curtis. Y no podemos marcharnos sin saber si están vivos. Y si lo están,posiblemente necesitan nuestra ayuda.

-Detesto cada vez más esta misión, sargento.

-Yo también, soldado.

Siguieron avanzando a través del paso a pie, llevando los caballos por las bridas, pues el solse había puesto y a oscuras, y en un terreno tan accidentado, el riesgo de un accidente era alto. Yabrillaban sobre ellos las primeras estrellas cuando dieron con su segundo hallazgo, uno que se lesacercó al trote.

-¡Es «Viento»! -exclamó Huxley, reconociendo al potro de Billy, que venía en sentidocontrario y parecía muy nervioso. El sargento avanzó para acariciarle hocico y cuello, y palmearlecon afecto los flancos.

-Eso es, muchacho, eso es. Tranquilo -susurró-. ¿Dónde está tu amo, eh?

El inteligente animal no le respondió, pero poco le faltó para hacerlo. Huxley se apartó de él,pensativo.

-¿Y ahora, sargento?

-Seguimos sus huellas. Al final, sabremos qué pasó con Billy y los demás.

-Esta misión se pone cada vez más extraña, ¿sabe?

-Lo sé.

En el fondo del valle, rodeado por las paredes de las sierras, ardía una gran fogata a cuyoalrededor -y bajo la luz espectral de la luna llena- tenía lugar una ceremonia tan milenaria comoimpía. La iniciación de un guerrero en la senda del pa•psa’lo hími•n, del Lobo Caníbal, el monstruoque se nutre de la carne de sus congéneres.

Sentados cerca de la hoguera, desnudos los torsos y sucias de sangre las manos y los rostros,se hallaban los cuatro guerreros; los cuatro renegados de Cuchillo Rojo. Ellos ya habían comido,como delataban los restos que se apilaban a su alrededor; huesos sanguinolentos a los que habíanarrancado la carne a dentelladas. Con la casaca hecha harapos sobre su poderoso torso, el tenienteChance colgaba, amarrado al tronco de un árbol, por la cintura y el brazo que conservaba ileso, peroinconsciente. De pie junto a él estaba el propio Cuchillo Rojo, un gigante silencioso que aguardabaórdenes. Y éstas las daba Corre con Lobos, que permanecía al otro lado de la hoguera, desde dondedirigía los ritos.

Frente a Chance y dándole la espalda a las llamas, con las pupilas dilatadas y la miradaausente, perdida en algo que sólo él podía ver, se encontraba Billy, a punto de iniciarse en elcanibalismo.

-¿Deseas fuerza? -preguntó la voz seductora, cargada de promesas, de Corre con Lobos-.¿Deseas valor? ¿Deseas poder?

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-Tómalos -respondieron los cuatro salvajes en torno al fuego, como en un absurdo aquelarre.

Y una parte dentro de Billy, mal que le pesase, ansiaba esa fuerza. Ansiaba ese valor, esepoder. Él, que había visto a su pueblo pisoteado por la ambición del hombre blanco; humillado,expulsado de sus tierras, recluido en reservas y forzado a aprender la doctrina de un dios que no erael suyo… Ansiaba hallar la manera de recuperar todo aquello que les había sido arrebatado.

-Bebe la sangre y que ésta hierva en tus venas -prosiguió el brujo-. Devora la carne y queésta inflame tu pecho. ¡Tómalos!

-¡Tómalos!- repitió el coro de salvajes.

Como obedeciendo a una señal implícita, Cuchillo Rojo sacó su puñal y deslizó el filo por elpecho expuesto del teniente, que despertó estremeciéndose y soltando un quejido ronco. El filo deljefe guerrero cortó profundo y con pericia, trazando un semicírculo. Bastó luego un tirón paraarrancar el pedazo, una lonja sangrienta de músculo y piel que dejó a su dueño sollozando deagonía.

-¡Tómalos! -insistió Corre con Lobos. A la par, en una bárbara parodia de la Comunión,Cuchillo Rojo acercó la roja rodaja de humanidad recién cortada a la boca entreabierta de Billy.

-¡Tómalos! -repitieron los cuatro.

El olor embriagador de la sangre asaltó las fosas nasales de Billy, despertando el instinto másbásico. Desde el fondo de su ser, más allá del corazón y las entrañas, una fiera voraz empezó adesperezarse, a roerlo por dentro. El cántico se intensificó.

-¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!

El joven abrió la boca cuando la sangre goteó sobre sus labios. Los salvajes junto al fuego,el brujo y Cuchillo Rojo empezaron a aullar a un tiempo; una manada de lobos humanos quefestejaba triunfal la llegada de un nuevo cazador a sus filas. Entonces sonó el primer disparo y unode los renegados cayó hacia delante, con los brazos abiertos y traspasado de parte a parte. Otrointentó volverse, ya con el rifle en las manos, y el segundo disparo le arrancó la mitad inferior delrostro, maxilar incluido. Eran Huxley y Curtis, que abandonaban las rocas donde habíanpermanecido ocultos para irrumpir en el valle disparando sus Winchesters, confiados en la ventajade la sorpresa contra la superioridad numérica.

-¡Billy! -gritó el sargento al reconocer a su joven amigo. Y volvió a disparar, acercándose alfuego y obligando a los dos renegados restantes a retroceder.

Billy cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos brillaban despejados, libres de labruma del hechizo, igual que su mente. Cuchillo Rojo tardó un segundo de más en advertirlo, que élaprovechó para sorprenderlo con un puñetazo que lo hizo rodar por tierra. Después desenvainó elcuchillo y corrió junto al teniente.

-Sabía… que eras… un salvaje traidor… como toda tu sucia raza -masculló éste, que aúnmutilado y maltrecho permanecía fiel a sus convicciones. Billy torció el gesto.

-Mejor deje de retorcerse, teniente -dijo, cortándole las ligaduras-. No querría lastimarlo.

Alcanzó a liberarlo justo a tiempo para ver al corpachón de Cuchillo Rojo que, recuperado

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del golpe, se arrojó sobre él, derribándolo. Rodaron por el suelo, trabados como dos panteras, cadauno armado con un puñal y luchando por clavarlo en la piel del otro. Billy era más joven y estaba enla cúspide de sus capacidades físicas, pero la fuerza del caudillo renegado era sobrehumana y notardó en quedar encima de él. Con una mano aplastó la muñeca armada del scout contra el suelo,inmovilizándola, mientras la otra alzaba el puñal, listo para dejarlo caer sobre el pecho desnudo desu enemigo. Billy se retorció inútilmente y estiró con desesperación el brazo libre hasta aferrar unapiedra, asestando luego en un terrible golpe contra la cabeza de su adversario.

Cuchillo Rojo cayó, sangrando en abundancia por una brecha recién abierta en la sien. Conun grito de guerra, Billy se le echó encima. Hundió el cuchillo hasta el mango en el musculosovientre, retorciéndolo y dejándolo ahí clavado. Después se incorporó resoplando como un fuelle. Alhacerlo, se encontró con la mirada aterrorizada del teniente Chance, clavada en algo que sucedíadetrás de Billy. Algo imposible.

-¿Crees que puedes matarme como a cualquier hombre, Ciervo Ágil?

Billy se volvió, sin dar crédito a lo que oía, y menos aún a lo que vio. Cuchillo Rojo habíavuelto a levantarse y acababa de arrancarse el cuchillo del estómago. La herida, que llegaba hastalas tripas, se cerró por sí sola en cuestión de segundos, sin dejar cicatriz o marca alguna. Billy pensóen las palabras de su abuelo y en la poderosa medicina que éste le diera para enfrentarse a lasfuerzas de la oscuridad. La misma que él había perdido por el camino.

-Soy mucho más que eso… ¡soy un caminante de la piel! -La voz del caudillo trocó en ungruñido animal, los ojos relucientes como un par de ascuas amarillas.

Después, empezó a cambiar.

Cap. 7

VII

Uno de los salvajes, que había llegado a hacerse con el rifle antes de retroceder, devolvió elfuego. El otro rodeó la hoguera, agazapado, ya más animal que hombre, armado con un cuchillo quemovía en círculos. Huxley retrocedió unos pasos, buscando cobertura y disparando a la vez. Curtisno reparó en el renegado del cuchillo hasta que lo tuvo prácticamente encima. Disparó el rifle dosveces, impactando en el torso de su atacante, que se sacudió pero no detuvo la carga. Parecía presade un frenesí similar a la rabia: sus ojos brillaban, echaba espumarajos por la boca y, aún con dosbalas en el cuerpo, llegó hasta él. Consiguió clavarle el cuchillo a Curtis en el bajo vientre y rajarloluego hasta el cuello, muriendo al mismo tiempo que mataba.

-¡Curtis! -gritó Huxley, viéndolo caer. Otra bala le pasó demasiado cerca, arrancándole lagorra. Puso rodilla en tierra, apuntó y acertó en la frente del último renegado; volándole la mitad delcráneo.

Murió el eco del disparo, al que siguió un sonido que le puso los pelos de punta. Un aullido

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resonó en el valle bañado por la luna; un sonido bestial que no podía brotar de una gargantahumana.

Cuchillo Rojo ya era un gigante por mérito propio, pero ahora Billy lo veía crecer delante desus ojos. Ensancharse y estirarse, mientras gruesas cerdas negras brotaban traspasando la piel y laespalda se encorvaba hasta volverse un lomo. Las piernas eran ahora patas, flexionadas en unángulo distinto al de los hombres; los brazos, largos como los de un gran simio, llegaban al suelo yacababan en unas manazas armadas con uñas como cuchillos. Agachó la cabeza y, cuando volvió aalzarla, Billy vio el rostro convertido en morro, al que ya habían empezado a crecerle los colmillos.Las orejas eran grandes y acabadas en punta, elevándose por encima del cráneo achatado.

Desarmado y consciente de no tener nada con qué combatir, retrocedió mientras la bestia, elcaminante de la piel, se arrancaba los últimos retazos de pellejo humano que lo cubrían. Alzó haciael cielo, hacia la luna llena, sus fauces babeantes y prorrumpió en un espantoso aullido de victoria,capaz de helar la sangre del más resuelto.

-Gran Espíritu… -Fue todo lo que el joven llegó a farfullar; después tuvo que saltar haciaatrás, para eludir una dentellada que estuvo a un pelo de arrancarle la cabeza.

A los colmillos siguieron las garras, y Billy debió hurtar el cuerpo, agacharse y arrojarse alsuelo, llevándose unos cuantos rasguños en los hombros. Rodó y se incorporó a tiempo de esquivarotro zarpazo, pero no llegó a evitar del todo el siguiente, que lo desgarró largo y profundo a lo largode la espalda. Se le nubló la vista y cayó de bruces, traspasado por un dolor lacerante.

Tendido en el suelo, Billy sintió el fétido hálito de la bestia sobre sobre él, junto con el goteode su saliva ardiente. Lo sabía allí, inclinado sobre él y preparando el mordisco fatal.

-¡Muere, monstruo! -El grito, lastimoso y magnífico en su patetismo, salió de boca delteniente Chance quien, sacando fuerzas sólo él sabía dónde, arremetió contra la bestia. Abrazado algrueso cogote con el muñón que era su brazo derecho, empuñaba en la mano izquierda un cuchilloindio, con el que apuñaló con saña-. ¡Esto es por mis hombres!

Clavó repetidamente la hoja en la monstruosa faz, en el hocico y en uno de los ojos,vaciándolo. La bestia se irguió con un bramido de dolor, acosada también por una súbita descargade plomo proveniente del rifle de Huxley, que avanzaba disparando. En el suelo, Billy empezó areptar, buscando distanciarse de la lucha, una de la que se retiraba humillado y vencido.

-He fallado, abuelo -murmuró, con los ojos cerrados-. He fallado, y todos vamos a morir…

Un aliento agradablemente cálido, que olía a hierbas, sopló entonces sobre su mejilla. A éstesiguió el familiar contacto del hocico húmedo, y Billy abrió los ojos para encontrarse con «Viento»,su fiel potro. Su lealtad había probado ser más fuerte que el miedo, y allí estaba ahora, de nuevojunto a su jinete, intentando reanimarlo.

-«Viento» -dijo, los ojos empañados por lágrimas de gratitud-. No podías abandonarme,¿verdad?

Logró incorporarse asido a sus crines. La herida de su espalda parecía palpitar, quemarlo pordentro, pero la visión del asta que colgaba sujeta a los arreos le devolvió las fuerzas, recordándoleque no todo estaba perdido. Desató los nudos y empuñó la lanza con las dos manos, después de

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quitar la funda y desnudar la punta resplandeciente: una lágrima de plata bajo la luz de la luna.

-¡Suéltelo, teniente! -pidió Huxley, que había cesado el fuego por miedo a herirlo, puesChance permanecía colgado del cuello de la bestia, que hasta el momento no conseguía quitárselode encima.

-¡Dispare, sargento! ¡No se preocupe por mí! -gritó éste- ¡Es una orden!

Y fue la última que dio. No había conseguido malherir al monstruo, pero bien que lo habíamolestado y éste, furioso, lo sujetó por un brazo y una pierna. De tal modo lo alzó en vilo; paraluego partirlo en dos.

El corpachón del teniente Chance se deshizo en una explosión de sangre y vísceras. Labestia dejó caer las mitades y se encaró con el sargento. Había vuelto a crecerle el ojo, que brillabajunto al otro con un fulgor demoníaco.

Huxley se cagó en todo lo que pudo recordar mientras abría fuego con el Winchester. Lasbalas golpearon a la bestia sin lograr detener su avance, apenas retrasándolo un poco. Disparó hastavolver a vaciar el rifle. Entonces lo desechó y desenfundó el Colt, con el que siguió tiroteándolo. Labestia no se detuvo.

«¡Clic!», fue el sonido, fatídico, que siguió a la sexta detonación. Frente a él, la bestiaparecía sonreír, relamerse las fauces para el festín. Huxley sintió el impulso de darse la vuelta yechar a correr, pero supo que no llegaría a ningún lugar. Era el fin -no en el campo de batalla quehabía imaginado, o en el apacible lecho de vejez que hubiera deseado- sino allí, entre los colmillosde una bestia que no debía existir.

Con un grito de guerra que se impuso al sordo gruñir de la criatura, Billy regresó al combate.Lo hizo empuñando la lanza de su abuelo, cuya punta de plata capturó un destello de luna llenaantes de clavarse en el peludo costado. Esta vez sí, oyeron a la bestia aullar del dolor. Delverdadero. La herida que abrió la lanza sangraba a chorros y humeaba al mismo tiempo: el argénteometal le quemaba la carne. Billy supo, con satisfacción, que era una herida que Cuchillo Rojo nopodría sanar.

-¡Caminante de la piel! -exclamó en la lengua de sus ancestros- ¡Regresa a la tierra de lassombras!

Retorció la lanza en la herida, agrandándola todo lo que pudo antes de arrancarla de un tiróny volver a clavarla, de abajo hacia arriba, en el cuello. La punta traspasó pelaje y músculo como sifuese barro, la sangre brotó en un surtidor ardiente que empapó a Billy. La bestia cayó de espaldas,arañando el aire con las zarpas. Mientras lo hacía, se fue haciendo más pequeña, el negro pelajeretrayéndose hasta desaparecer, y revelando a un hombre desnudo. Y bien muerto.

El joven piel roja desclavó la lanza del cadáver y se apoyó en ella, a duras penas capaz demantenerse en pie. Huxley se acercó para ayudarlo a llegar hasta los caballos.

-Se acabó -murmuró Billy.

Y una voz profunda le respondió desde las sombras:

-Eso crees tú, Ciervo Ágil. Habrás matado a una bestia, pero la que habita en tu interior sólo

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acaba de despertar.

¿Fin?

Dedicado a Ezequiel, quien tuvo la idea del relato en primerlugar.

Te amo, hijo, y espero que -cuando tengas la edad para leer laslocuras de tu padre-, te guste el resultado de esta historia de «vaqueros

contra el hombre lobo» que tú mismo sugeriste.

La colección de Weird West, se puede adquirir aquí: http://www.dloreanediciones.com/weird-west