caldwell erskine - un lugar llamado estherville

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Con una prosa categórica y un desarrollo narrativo punzante y apasionado, Caldwell relata en una de sus novelas más desgarradoras la luchatrágica y desdichada de dos hermanos mulatos del profundo Sur estadounidense de finales de los años cuarenta. El ansia sexual, la perversión yel desprecio de los distintos patrones que van pasando por sus vidas dan al traste una y otra vez con los intentos de supervivencia de losprotagonistas, condenados a una existencia de deshonra y degradación

Erskine Caldwell

PRIMERA PARTEA PRINCIPIOS DE LA PRIMAVERA

1234

SEGUNDA PARTEA MITAD DEL VERANO

5678

TERCERA PARTEAL FINAL DEL OTOÑO

9101112

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Erskine Caldwell

Un lugar llamado Estherville

Título original: «A Place Called Estherville»Traducción: Domingo Manfredi Cano© 1961 by Luis de Caralt 1983,Edición especial de la editorial Mundo Actual de Ediciones, S.A.Ripollet/BarcelonaISBN: 84-7454-249-9Depósito legal: B. 18.667-1983

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PRIMERA PARTE

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A PRINCIPIOS DE LA PRIMAVERA

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La llegada de la primavera se anunciaba con una leve brisa, que acariciaba como una mano amiga la casa y entraba en ella con suaveperfume de jazmines húmedos de rocío, para alborotar las hojas del periódico dominical que estaba sobre la mesa de la cocina.

Fuera de la casa, a lo largo de las aceras de la calle, los árboles también eran acariciados por la brisa mensajera, que les alborotaba lashojas y les balanceaba las ramas. Alguien, al volante de un coche sucio de barro, pasó junto a la casa consultando el reloj de su muñeca. Contoda seguridad era un vecino que iba retrasado a la iglesia.

Sentado a la mesa de la cocina, cómodo y descuidado en su indumentaria, con las mangas remangadas y las piernas cruzadas una sobre laotra, Ganus Bazemore leía la sexta página del Sunday Journal, en la que se publicaban los dibujos y notas cómicas. Hay que decir que era latercera vez que repasaba la misma página.

Ganus era alto, gracioso, esbelto y negro, con el pelo revuelto y dieciocho años de edad. Decían todos que era un mozo guapo y atractivo.Acababa de hacer sus trabajos matinales y distraía el tiempo en leer los chistes del periódico, esperando que llegase la hora de preparar eldesayuno.

De pronto ocurrió algo que le alteró los nervios. Sin que la hubiese visto venir, Stephena apareció en el umbral de la puerta. Ganus se levantóapresuradamente, se puso su chaqueti lla blanca y saludó con respeto. No la esperaba tan temprano, pues ningún domingo se había levantadohasta la hora de desayunar con sus padres.

—Buenos días, miss Stephena —dijo un poco atolondrado, mientras apretaba de tal modo el último botón de su chaqueta que casi selastimaba el cuello—. No esperaba que se levantase usted tan pronto. Creía que aprovecharía el día para dormir un poco más...

Stephena se apoyó con indolencia en el marco de la puerta y frunció los labios mimosa, como si quisiera simular una gran pena o un granhastío. —Hace un día hermoso —añadió Ganus por decir algo. Con los ojos a medio cerrar, Stephena bostezó. Todavía estaba despeinada y supelo suelto completaba la estampa maravillosa de su juvenil figura, envuelta en un pijama de seda amarilla y calzada con unas zapatillas rojas.

Era bella, alta y muy esbelta. Decían que se parecía mucho a su madre. Sus ojos eran grandes y sus labios muy rojos. Aunque no tenía másque dieciséis años ya estudiaba el tercer curso en la segunda enseñanza y, con permiso de sus padres, había pasado algunos fines de semanafuera de casa.

Su padre, Charley Singfield, era propietario de unos grandes almacenes de ferretería en la ciudad y tenía negocios de aceite de semillas dealgodón. En definitiva, era lo bastante rico para proporcionar a su esposa y a su hija todos los caprichos que pudieran ocurrírseles.

La casa de los Singfield, heredada del padre de Charley, era un edificio grande, señorial, decorado en tonos blancos, con fachada a laGreenbriar Street, y tal vez la mansión más hermosa de todo Estherville.

Con frecuencia, los viajeros que accidentalmente llegaban a la ciudad, o pasaban por ella en ruta hacia otro destino, encontraban en lafachada y aspecto externo de la mansión de los Singfield el contraste con los barrios pobrísimos de chozas y barracas donde vivían los negrosfuera del casco urbano.

Stephena se pasó la mano por la frente y con un movimiento rápido de cabeza se echó el cabello sobre los hombros.—¿Qué hora es, Ganus? —preguntó con voz mimosa—. Me he desvelado y me sería imposible volver a dormirme.Ganus miró el reloj que colgaba en la pared de la cocina.—Apenas son las siete, miss Stephena —respondió, mientras la miraba con ojos de admiración—. Temo que anoche se acostara usted

demasiado tarde. Tiene cara de cansancio...Ella movió la cabeza, negando.—Estuve en una reunión anoche, pero vine antes de las tres —dijo, bostezando con la palma de la mano delante de la boca—. Fue una

velada maravillosa. Conocí a un muchacho muy guapo, pero demasiado tímido.Ganus bajó la vista hasta el suelo. No se atrevía ya a mirar a Stephena más arriba de sus zapatillas rojas. Pero sin mirarla a la cara sabía que

ella le estaba mirando, y sin poderlo remediar se sintió molesto. Mientras buscaba en su cabeza algo que decir, Ganus pudo oír el palpitar delsilencio profundo que inundaba la casa, enorme y solitaria. Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.

—Sus padres han salido hace muy poco camino de la iglesia, miss Stephena —dijo de pronto—. Míster Charley dijo que regresarían tarde...Sin levantar la vista del suelo, sabía que la muchacha le miraba con ojos de burla. Lo sabía y no se sentía capaz de mirarla frente a frente.

Con todo, alzó lentamente la vista hasta tropezar con la de ella y sintió un latigazo en su corazón cuando aquellos ojos le taladraron como sibuscaran averiguarle sus más escondidos pensamientos.

Las pestañas de Stephena eran tan largas y tan negras que Ganus no podía mirarlas sin sentirse cohibido, como apresado en una sutilísimatela de araña. Desde que el verano anterior llegaran él y su hermana Kathyanne a la ciudad, cuando una

vez muerta su madre abandonaron el campo para vivir con la tía Hazel Teasley, Ganus trabajaba con los Singfield. Y desde el momento quepisó la casa estaba sugestionado, dominado, vencido por Stephena como un pajarillo rendido a la angustiosa fijeza de la mirada de un reptil.

Ella le trataba con una crueldad felina. Le exigía el cumplimiento de caprichos terribles. Le obligaba a obedecerla en actos que tenían muchode ganas de hacerle daño por pura diversión. Varias veces había pensado Ganus en que aquello era demasiado, que algún día podría hacerletanto daño que no tuviese remedio lo hecho, pero jamás había sido capaz de rebelarse. Porque conviene decir que los tormentos a que Stephenasometía a Ganus no siempre eran de índole material, sino también de índole moral, como aquel día que había, entrado en la cocina a provocarle,haciéndole gestos ambiguos y sugestivos.

Ganus había pensado mucho desde entonces en que podría haberle sucedido una desgracia sino hubiera llegado en aquel momento elpadre de Stephena. Ella se había limitado a huir escaleras arriba hasta su habitación. Y él había llorado mirando sus manos negras sinposibilidad de ser finas, blancas y suaves como las de su amita.

Ganus quiso serenarse y empezó a hablar sin saber a ciencia cierta lo que decía.—Su papá dice muchas veces que no va a la iglesia a menudo, pero que cuando va es para estar allí un buen rato, hasta que terminan todas

las ceremonias, oficios, pláticas... Dijo esta mañana que hacía ya seis meses que no iba a la iglesia, pero que hoy pensaba santificarse losuficiente para no tener que volver en todo el verano...

Mientras hablaba, Ganus pensó en que era raro que ella hubiese bajado a la cocina en vez de tocar el timbre desde su habitación pidiendo eldesayuno. Ahora estaba recostada en el marco de la puerta, tan insinuante como aquella lejana mañana... Ganus sintió que se le humedecían lasmanos con brevísimas gotitas de sudor.

—¿Dijo papá algo más, Ganus? —preguntó ella con una sonrisa burlona.Ganus sintió de nuevo el escalofrío en la médula, y advirtió que tenía los labios secos, y que estaba fraguándose una de las escenas de

martirio a que tan aficionada era la señorita. Pero no se le ocurría nada para evitarla.

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—Contéstame, Ganus —dijo ella con insistencia de niña mimada.—Miss Stephena, por favor, no me haga hablar lo que no debo.—¿Qué no debes decir, Ganus?—Miss Stephena...—Pareces muy tímido, ¿no?—Por favor, miss Stephena...—¡Alza esa cabeza y háblame cara a cara!—¡Por favor...!Ella golpeó el suelo con el pie y frunció el ceño.—Tú sabes muy bien lo que tiene dicho mi papá-Había en su voz un tono de amenaza distinto del que había usado siempre con Ganus.—Lo sabes, ¿verdad? Anda, dime eso... Hablemos en confianza... No seas así... Yo lo he olvidado y quiero que me lo recuerdes...Ganus tanteó en el vacío con sus manos, que tenía cruzadas a la espalda, y encontró el filo de la mesa para agarrarse a ella con furia y con

agonía. Comprendió que quería atormentarle y que no había manera de salvarse del martirio.—Usted sabe, miss Stephena, lo que su padre me tiene dicho... Lo que me hará si... si... Por favor, no me haga desgraciado. Me iré lejos, al

fin del mundo, a cualquier parte donde esté libre de este peligro tan grande. Ya tengo bastante desgracia con sentirme un negro entre gente queme desprecia por mi color. No aumente mi desgracia, miss Stephena. Yo soy un buen muchacho, quiero ser honrado... Por favor, déjeme ser loque debo ser... No me atormente...

Esperó que ella respondiera algo, que le prometiera dejarle tranquilo. Pero miss Stephena le estaba mirando burlonamente. Tuvo Ganus ungesto de desesperación y le volvió la espalda para atender a la cocina y "preparar el desayuno de su amita. Pero sintió su mirada clavada en sunuca y tuvo que mirarla a la cara de pronto para no volverse loco.

—Ganus... —dijo ella, mimosa.Ganus empezó a hablar con energía, como si una fuerza extraña le animara a rebelarse.—Miss Stella me ha encargado preparar para usted una tortilla, pan tostado, mantequilla... ¡Y eso es lo que estoy haciendo!Se asustó de su propia voz y de pronto se echó a temblar cuando vio que ella cogía del suelo una de sus zapatillas.—No quiero tortilla. Quiero huevos fritos, tomates frescos, jamón, ¿me oyes? Ganus la miró con odio.—Yo tengo que hacer exactamente lo que su madre me ha ordenado.—Escúchame con atención, Ganus Bazemore —dijo ella con tono autoritario—. ¿Estás dispuesto a hacer todo lo que yo te diga?—Sí, sí —respondió él, incapaz de rebelarse de una vez.—Pues por lo pronto no te permitiré que vuelvas a hablarme en ese tono. ¿Me oyes?—Perfectamente, miss Stephena...Ganus había hablado ahora en el tono servil que a ella le agradaba, como un esclavo hablaría a su amo.Un momento después estaba ella junto a él mirándole romper los huevos y empezar a batirlos. Ganus no quería mirarla a la cara, pero sintió

cerca la catástrofe cuando las manos de Stephena quitaron de las suyas la taza donde batía los huevos y la pusieron sobre la mesa, derramandoparte del contenido en gruesas gotas amarillas. Le levantó la cabeza tomándole por la barbilla y le dijo, mirándole a los ojos:

—¿No te gusta lo que te digo, Ganus?Ahora la voz no era autoritaria, sino íntima. Estaban tan cerca uno del otro que él podía aspirar el perfume familiar de ella y hasta oír su

respiración bajo la fina tela del pijama.—Ganus...—¿Qué quiere usted, miss Stephena? —dijo sin mirarla.—¿Recuerdas que has prometido hacer todo lo que yo te ordene, verdad?—Miss Stephena, usted sabe que mi único deseo es hacer lo que usted quiere que haga.Ella se separó de Ganus y se sentó en el borde de la mesa de la cocina balanceando sus piernas, jugando con las zapatillas.—Ganus, ¿qué dijo papá?—Ya se lo he dicho... Míster Charley no dijo nada más.Stephena soltó una carcajada burlona. Ganus la miró y vio que el color rojo de las zapatillas se reflejaba en las pupilas de la joven; y oyó

cómo en las escaleras lejanas resonaba el eco de la carcajada.—¿Estás asustado, Ganus?Antes de responder suspiró.—Más de lo que usted cree, miss Stephena. Yo quiero ocuparme sólo y exclusivamente de mis obligaciones. Soy un negro, un criado negro,

y nada más que eso... Por favor, no me complique la vida más...—Pero, ¿de qué estás asustado?—De todo lo que puede ocurrirme si ocurre lo que no debe ocurrir...—Eso es un trabalenguas, no una contestación. ¿Estás asustado de mí, quizá? Ganus no contestó. Ella siguió martirizándole.—No puedo adivinar tus pensamientos, Ganus. Si no me dices de qué estás asustado, ¿cómo lo voy a saber?—Usted lo sabe mejor que yo. Ella se echó a reír otra vez.—Vamos a ver, Ganus. ¿Qué opinión tienes de mí? ¿Soy o no una mujer atractiva?Estuvo un rato sin contestar. Luego alzó la cabeza y la miró fijamente.—Estoy seguro de que es usted muy bella, miss Stephena... A Ganus le sonaron a extrañas sus propias palabras. Se asustó de haber sido

incapaz de dominar aquel impulso. Y siguió hablando como si quien hablase fuese otro que le dominaba el pensamiento y la voluntad.—Usted es la mujer más hermosa que he conocido. Jamás he visto otra más bella que usted. Ruego a Dios que la conserve siempre así...—¿Cómo, Ganus?Sintió que algo le golpeaba en la cabeza, como si dentro de la frente tuviese una piedra en movimiento. Sudaba como si estuviese en un

horno.—Quisiera que fuese siempre muy feliz... Miss Stephena... Pero, por favor, déjeme ser como debo... No me haga cometer un disparate...Ella jugueteaba mientras le oía. Parecía buscar algo en la punta de sus zapatillas. Miraba fijamente el rojo reflejo en el suelo brillante. Hizo un

gesto de cansancio y luego se echó el cabello hacia atrás con un movimiento enérgico de la cabeza.—Ganus, dime una cosa: ¿qué harías si fueses blanco como yo y de mi misma posición social?Supo en seguida por dónde ella iba. Movió la cabeza con disgusto y miró a la calle a través de la ventana, como si buscara, fuera, la

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serenidad que no encontraba dentro.—¿No has pensado nunca en eso? —volvió a preguntar ella.Negó con la cabeza.—Me estás mintiendo, Ganus...Él hizo ahora como que no la había oído.—Sé que has pensado mucho sobre esto —agregó ella terca—. Estoy segura de ello...—Por favor, miss Stephena, no me haga decir lo que no debo.—Te guardaré el secreto —dijo ella.Ganus respiraba fatigosamente.—Por favor, miss Stephena, no me haga hablar. No puedo, no quiero, no debo hablar de esto... Ya le dije la última vez que me preguntó lo

mismo, que un muchacho negro no tiene derecho a opinar sobre ciertas cosas. Podría ser para mí la mayor de las desgracias... Conozco muchosnegros que han sido desgraciados por poner sus ojos en gente blanca, y no quiero que me ocurra lo mismo. Por favor, déjeme defenderme de lamala suerte... Quiero ser feliz toda mi vida, no desgraciado. No me haga preguntas así, por favor. Déjeme ser feliz...

La cara de ella se contrajo de rabia. Sus labios blancos anunciaban la tempestad.—No tolero que me respondas en ese tono.—Perdóneme, miss Stephena. No sé muy bien lo que digo. Es difícil explicar lo que siento. No lo tome a falta de respeto...La tormenta se desató.—Ponte con la cabeza en el suelo, Ganus —ordenó Stephena.Ganus había hecho siempre lo que ella le había ordenado. Muchas veces, mientras lavaba los platos, o hacía las camas, o fregaba el suelo,

se había distraído de su obligación pensando en el nuevo y doloroso capricho que a ella se le habría ocurrido para martirizarle al regreso delcolegio. Temeroso de que cualquier cosa que ella le ordenara hacer sería difícil o absurda, se sentía feliz los días en que ella regresaba tarde opasaba la velada con sus amigas.

Algunas veces le había hecho saltar en el garaje hasta dejarle extenuado sobre el suelo. Otras, le había clavado alfileres en la piel callosa, delas manos y de los pies, hasta dejarle como un acerico. Cada día pensaba ella algo más difícil, y cada día lo hacía él, como un obediente animaldomesticado. Pero era la primera vez que le ordenaba ponerse cabeza abajo.

—Te he dicho que te pongas con la cabeza en el suelo —repitió ella con energía—. ¿No me has oído?Como un autómata, Ganus se situó en el centro de la cocina, puso las manos en el suelo, miró a las piernas de su atormentadora y sólo vio

las zapatillas rojas, como una obsesión. Puso la cabeza en el suelo, entre sus manos abiertas, y levantó las piernas hacia el techo. Al principioperdió el equilibrio algunas veces, pero luego consiguió mantenerse erguido, maravillado de lo fácil que resultaba hacer aquello. No supo eltiempo que tardó en sentirse mal, a punto de sufrir un vahído.

Esperó sin atreverse a abandonar aquella postura, con la esperanza de que ella le mandase volver a su posición natural. Pero sin poderloevitar perdió el equilibrio y cayó al suelo tan largo como era, como un muñeco de serrín agujereado. Quiso levantarse y se apoyó en las rodillas,pero no fue capaz. Volvió a caer estrepitosamente. Entonces fue cuando Stephena se acercó a él y le abofeteó bárbaramente.

—Toma, por no esperar a que yo te autorizara a dar por terminado el ejercicio, Ganus Bazemore. Así lo harás mejor la próxima vez...Ganus tropezó al huir y cayó al suelo. Ella se reía mientras el pobre muchacho se pasaba las manos por las rodillas doloridas, y se

acariciaba las mejillas abofeteadas. Nunca le había pegado tan fuerte y el negro sintió que un nudo le taponaba la garganta hasta casi no dejarlerespirar, y unas gruesas lágrimas le nublaban la vista y le caían luego a goterones sobre las palmas de las manos.

Stephena se acercó a la mesa, rompió de un tirón la hoja con la sección cómica del periódico, y salió de la cocina sin despedirse. Enseguida se volvió para decirle con un tono que no admitía réplica.

—Llévame en seguida el desayuno.Ganus se repuso poco a poco, se acercó a la mesa y comenzó a preparar el desayuno de Stephena. Estuvo mirando con temor a la puerta,

hasta que se perdió a lo lejos, en el interior de la casa, el sonido de los pasos apresurados de ella. Mientras cortaba los tomates tuvo quesecarse los ojos dos o tres veces, inundados de lágrimas.

Por vez primera se sintió lastimado en su alma, resentido, cansado de soportar aquel trato infamante. Por vez primera pensó también que leconvenía buscar otro sitio donde ganarse la vida sin necesidad de soportar tanta burla y tantos caprichos absurdos. Sin embargo, aquellospensamientos le duraron lo que el dolor de sus mejillas. Luego se arrepintió de haber pensado en abandonar a los Singfield, y se confesó que, apesar de todo, él no sabría estar donde no estuviese miss Stephena.

Cuando tuvo listos los huevos y las tostadas preparó con mimo la bandeja de plata, el servicio de china, la cucharilla de ella... Y atravesópausadamente la casa, subió al segundo piso y se acercó en silencio sobre las gruesas alfombras a la habitación de miss Stephena. Ibapensando en que en contra de lo que pensara antes, nada había en el mundo que ansiara más que permanecer junto a los Singfield durante todasu vida.

Cuando se vio delante de la habitación de la joven sintió en sus nervios un hormigueo que ya conocía, una angustiosa sensación que leatormentaba siempre que estaba cerca de ella. Deseaba entrar en la habitación, pero nunca estuvo más seguro de que dentro le esperaba unadesgracia, de la que no podría librarse aunque lo quisiera. Mientras estuvo pensando todo esto, parado ante la puerta, sin atreverse a llamar, sele ocurrió algo que él creyó una idea salvadora: nadie podría evitarle que entrase y saliese inmediatamente.

Llamó con los nudillos, empujó la puerta y entró. Sus manos temblaban y sobre la bandeja de plata temblaban también la taza, el plato y lacucharilla con un argentino sonido de campanilla. Sin levantar los ojos del suelo se dirigió a la mesilla de noche, y estuvo a punto de derramar eldesayuno al tropezar con la alfombra. No quería mirar hacia la cama donde Stephena reposaba. Pero si no miraba, sí podía oír la risita burlona deella a su espalda, mientras él preparaba el desayuno.

Sin haber mirado ni un segundo hacia la cama, Ganus se dirigió hacia la puerta cuando lo tuvo todo preparado.—¿Qué te pasa, Ganus? ¿Tienes tanta prisa como para portarte tan groseramente conmigo?Se detuvo en la mitad del camino, y a pesar de su propósito de abandonar la habitación en seguida, volvió sobre sus pasos lentamente y

miró a miss Stephena por vez primera desde que había llegado. Estaba ya peinada y sentada en la cama, con la espalda sobre una doblealmohada. —No me ocurre nada, miss Stephena, perdóneme... Como si su voluntad luchara consigo misma, se volvió de pronto y se dirigiórápidamente a la puerta. Desde allí dijo, procurando hacer agradable y serena su voz:

—Tengo que irme en seguida para terminar mi trabajo en la cocina antes que regresen miss Stella y mister Charley. No me gustaría que sumamá encontrara la cocina sucia. Es una cosa que no le gusta y que la pone de muy mal humor...

—Ven aquí, Ganus — dijo ella como si llamara a un perro. Se acercó él unos pasos.

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—¿Qué... qué... quiere usted, miss Stephena?—Quiero preguntarte algo.—Sí, señora...—Dime la verdad, Ganus... ¿Qué deseo tuyo te gustaría ver realizado?—Yo... yo lo que quiero es regresar en seguida a la cocina, miss Stephena.Con las manos cruzadas a la espalda, Ganus se retorcía los dedos hasta hacerse daño.—No, no es eso lo que quieres... Anda, dime la verdad, Ganus.—¿Qué verdad?—La verdad sobre el deseo que te gustaría ver realizado...—No sé de lo que me habla usted... Ande, tómese el desayuno antes que se enfríe...—¡Ganus! —dijo ella de pronto con tono autoritario.—No tengo ningún deseo que a usted le interese —respondió él valientemente.—Sí lo tienes, y yo quiero saber cuál es...—Por favor, no me haga decir lo que a usted le gustaría que yo dijese. Déjeme irme a la cocina. No me torture más...Ella saltó de la cama. Ganus se echó a temblar pensando en qué podría sucederle si entrase alguien en aquel momento y le encontrara en la

habitación de Stephena. Se puso a rezar mentalmente pidiendo misericordia al Señor.—Me matarán si me cogen aquí, miss Stephena —imploró de ella—. Nada ni nadie me librará de la muerte. Lo sé muy bien. Y usted también

lo sabe... Por favor, no me haga daño...—No te haré daño si haces todo lo que te mande. Eso fue lo que prometiste, ¿te acuerdas?—Sí, señora, y lo prometo otra vez. Pero, por favor, déjeme volver a la cocina.—¡Calla! ¿Es que no mantienes tu promesa, Ganus?—No lo sé. Ni siquiera sé lo que quiere usted ordenarme ahora. No sé si me clavará alfileres, o me golpeará, o me mandará andar con la

cabeza para abajo. Por favor, no me torture más...—¡Qué tonto eres, Ganus!Se oyó el ruido de un automóvil que se acercaba. Ganus corrió hacia la ventana y miró con la esperanza de que fuesen sus señores que

regresaban. Su esperanza se deshizo en seguida, al ver que el vehículo pasaba de largo. No eran ellos... Dejó la ventana y regresó al centro de lahabitación.

—Miss Stella y mister Charley pueden volver de un momento a otro, miss Stephena —dijo suplicante.Por encima de los hombros de ella miró hacia la calle. El sol brillaba fuera como una promesa de liberación. —Usted sabe lo que puede

ocurrirme —agregó a media voz. Stephena se le acercó mimosa. Ganus sintió en sus venas el mismo frío que si sintiese cerca de sí a unapantera dispuesta a devorarle. Pero no tuvo ánimos para huir.

—No, no, por favor, no me martirice. Yo soy un pobre negro... Esto puede costarme la vida, me matarán, me cortarán las manos...—Si no haces lo que yo te ordene, entonces sí que morirás como un perro... A Ganus le castañeteaban los dientes. —Además —agregó ella

silbando las palabras—, si te niegas a obedecerme gritaré, y si grito acudirá gente y te hallarán en mi habitación, y diré que has entrado aofenderme... Y entonces te lincharán... ¿Verdad que lo entiendes, Ganus?

—Sí, sí, lo entiendo, miss Stephena... —respondió con voz de agonizante—. Pero no sea cruel, no me martirice, tenga caridad de este pobrenegro... No quiero morir.

Ella estaba a su lado y le cogió por los hombros familiarmente. Ganus podía aspirar el perfume familiar de su señorita, como un veneno quele torturara.

—Sé obediente, Ganus. Nadie lo sabrá, te lo prometo... Sé obediente, anda... Ganus tenía los ojos cerrados.—Creo todo lo que usted me dice, miss Stephena —dijo él con los labios blancos y temblorosos—. Haré lo que me diga...Como asustado de su debilidad reaccionó con un grito:—¡No, no lo haré!Cuando comprendió que lo dicho no tenía remedio, esperó con los ojos cerrados la bofetada habitual, En un segundo pensó en lo fácil que

sería para un muchacho ágil como él escapar de la habitación e incluso de la casa de los Singfield y huir al campo. Abrió los ojos, después deunos segundos que le parecieron una eternidad, y vio a Stephena delante de él mirándole y sonriendo con un brillo feroz en los ojos.

—Ganus —dijo entre dientes.—No, no, miss Stephena —casi gritó él con miedo.—Hazlo en seguida, inmediatamente —ordenó ella, como si hablara con un perro amaestrado.Ganus quiso decir algo, pero tenía los labios tan secos que no pudo pronunciar palabra.—Sólo una vez, Ganus.—Miss Stephena...—Sé bueno, Ganus...—¿Qué quiere usted que haga? —dijo, ya vencido.Estaban tan cerca uno de otro que casi se tocaban. Ganus no podía moverse, como fascinado. Le temblaban las piernas. De pronto,

Stephena se abalanzó sobre él como una fiera y le mordió brutalmente en un brazo. Fue todo tan rápido, que Ganus tardó algún tiempo en advertirque le dolía mucho y que los dientes se habían clavado en su carne. Unas gruesas gotas de sangre le corrían brazo abajo.

Cuando pudo rehacerse hizo un esfuerzo y se separó de su verdugo. Pero por el esfuerzo, por el miedo, por falta de serenidad, por algo, envez de escapar de la habitación cayó al suelo pesadamente. Ella se abalanzó sobre él, se sentó a horcajadas sobre el pobre negro y empezó aabofetearle sin piedad. Ganus luchó con ella como no lo había hecho nunca, hasta librarse de aquella tortura. Rodaron por el suelo. Ya libre deella, Ganus se puso en pie y vio la señal de los dientes salvajemente clavados en su carne y la sangre que le corría por el brazo, y sintió un dulzónsabor de sangre en la boca. Tenía los labios rotos del golpe y las encías le sangraban.

—Olvida inmediatamente lo que ha sucedido aquí, ¿me oyes? —dijo ella con tono de amenaza.Ganus se alejaba de ella.—Escúchame ahora —agregó Stephena—, y respóndeme con sinceridad. Quiero saber qué has sentido al tenerme tan cerca. Eso es lo que

quiero saber, ¿sabes? Anda, contéstame en seguida, Ganus...Ganus seguía dejándose de ella sin perderla de vista. Estaba ya cerca de la puerta. Inesperadamente, ella se llevó las manos a la cara y

empezó a gritar como una histérica.—Tú tienes la culpa, tú tienes la culpa...

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Ganus salió de la habitación, cerró la puerta y corrió hacia la calle con la mano puesta sobre la bárbara herida que le habían hecho en elbrazo los dientes de Stephena.

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2

Tarde de sábado. Había estado lloviznando desde muy temprano y poca gente se había sentido con ánimos de venir a la ciudad consemejante tiempo. El polvo rojizo de los caminos se había convertido en barro y las familias campesinas que usualmente acudían a Estherville lossábados para comprar sus comestibles, sus cacharros o sus medicinas, habían decidido retrasar sus compras hasta la semana siguiente,cuando los caminos estuviesen secos.

En la barbería de la población, donde siempre eran necesarios cuatro barberos para atender a la clientela que solía acudir los sábados, y enla que nunca faltaban ocho o diez clientes esperando turno, no habían entrado aquella mañana más de tres o cuatro campesinos despistados.

En los porches o bajo los toldos mojados, soportando el gotear desesperante de las lonas, los comerciantes miraban a derecha e izquierda,con la más profunda tristeza reflejada en el rostro, las calles frías, lluviosas y desiertas. Algunos habían anunciado ventas especiales para elsábado y notables rebajas en sus artículos, con la esperanza de que la visita de los campesinos les compensara de las ventas menores del restode la semana.

Casi todos habían adquirido mercancías o artículos propios de la primavera, y ahora, con el cambio de tiempo, se les planteaba el problemaangustioso de que nadie adquiriera de momento lo que luego sería casi imposible vender. Todo aquello había costado mucho dinero y la lluviainoportuna representaría para algunos una ruina de difícil solución.

A las tres en punto, George Swayne guardó sus papeles con el cuidado de quien viene haciendo la misma operación desde mucho tiempoatrás, hizo coincidir su reloj con el de la oficina, salió a la calle, miró como quien mirara a una novia la fachada del Banco donde había pasado lamitad de su vida, primero como cajero y ahora como vicepresidente, y se dispuso a regresar a su casa.

El tiempo húmedo le hacía resentirse como nunca de sus viejas molestias en los pies. Llevaba unos días que apenas si podía soportar latortura de los zapatos, pero aquella tarde estaba gozando con la seguridad absoluta de que apenas llegase a su casa se descalzaría y se pondríalas zapatillas... No, no, nada de zapatillas. Se quedaría totalmente descalzo...

Su esposa, Norma, no se-recataba de decir que George no haría nunca sino lo que ella le permitiese hacer, según fuese o no de su gusto loque el pobre hombre le propusiera. Como ella era allí el ama del dinero y ese dinero era la única razón de que George hubiera llegado avicepresidente del Banco, en vez de haber seguido siendo un modestísimo dependiente de comestibles, que eso y no otra cosa era cuando secasó con él, Norma no le había permitido jamás que se quitase los zapatos en casa hasta tanto no llegara la hora de irse a la cama.

Pero Norma no estaba en casa. Norma había ido a pasar el fin de semana a Savannah con su hermana, y George había hecho el firmepropósito de quitarse los zapatos apenas llegase a casa, quedarse descalzo, a sus anchas, sin calzado de nuevo hasta el lunes por la mañana,cuando llegase la hora de regresar al Banco. Gozaba por anticipado del que esperaba que fuese el fin de semana más feliz de toda su vida.

Sacó su automóvil del espacio acotado que tenía a su espalda el Estherville State Bank, aceleró el motor con tal estruendo que asustó a lospalomos que se hacían el amor al amparo de las cornisas, y se sonrió de buena gana cuando vio a los animalitos lanzarse a la lluvia como si elruido del motor fuese el anuncio del fin del mundo.

Tomó por Magnolia Street. Tanto era su optimismo que contagió al motor del sedán verde de su esposa hasta el punto de que nunca habíafuncionado mejor aquella máquina ni había manejado él el volante con tanta precisión. Pensó que tenía sobrados motivos para ofenderse con suesposa. Era demasiado tener que tolerarle aquella rigurosa prohibición de descalzarse, con lo que a él le hubiera gustado llegar de la oficina,ponerse las zapatillas y sentarse en una buena hamaca a oír la radio. Pero comprendió también que era ya demasiado tarde para modificar aquelsistema de gobierno conyugal.

Muchas veces había pensado George en lo diferente que hubiese sido su vida si Norma no hubiese llegado a heredar la fortuna de su padre,con el consiguiente nombramiento marital para la dirección del Banco. Añoraba con frecuencia los tiempos lejanos en que despachaba detrás delmostrador latas de conservas o saquitos de arroz.

Cuando los pies le dolían mucho, que era la mayor parte del año, llegaba al garaje, a su regreso del Banco, y se descalzaba, permaneciendoasí hasta más de una hora, disfrutando de aquel placer que su esposa le tenía prohibido. Cuando había descansado bastante, se calzaba denuevo y entraba en casa como si acabase de llegar de la calle.

Las dolencias de sus pies no eran cosa nueva. Desde su juventud había sufrido mucho con ellos, y ya en los tiempos que fue dependiente deultramarinos tuvo que usar unos zapatos diseñados expresamente para él por el doctor Lew Broadus. Puede decirse que desde su más tiernainfancia el mayor placer que había soñado George había sido quitarse los zapatos, tirarlos lejos y sentarse en una buena hamaca con los pies alaire.

Llegó a su casa. Era un edificio de ladrillo rojo en Holly Street Dejó el coche en el garaje, pero antes, como una venganza de la tiranía a quesu esposa lo tenía sometido, apretó los dientes, cerró los ojos y aceleró el motor hasta que todo el coche tembló vibrando como si bajo, la casapasara un terremoto. Después de hacer esta travesura se sintió mejor, más optimista y su sonrisa fue todo un poema.

Por vez primera en su vida entró en su casa sin ninguna preocupación. Quisiera Dios que a Norma le diese todos los años la humorada deirse a pasar los fines de semana con su hermanita a Savannah. Lo primero que hizo George fue poner la radio con toda la potencia que le dio lagana; luego, gozando de antemano, se desató los cordones de los zapatos, se sacó el calzado, lo tiró con todas sus fuerzas en medio de lahabitación, se recostó como un sultán en la hamaca, y se dispuso a oír música mientras balanceaba los pies desnudos.

Se divirtió mucho pensando en los posibles comentarios de su mujer si entrase en aquel momento y le viese de semejante guisa. Pensó enque quizá mereciera la pena sufrir la consiguiente regañina, con tal de ver la cara de Norma si entrase de improviso en la habitación. No pudoremediar una primera sonrisa, que acabó siendo una carcajada abierta y optimista. En aquel momento se consideró el hombre más feliz delmundo y sintió una lástima enorme de aquellos pobres hombres que en aquellos mismos instantes estuvieran soportando la tortura de los zapatospor imposición de esposas al estilo de Norma.

De pronto vio a Kathyanne en la puerta de la habitación. Hasta entonces no recordó que su esposa le había dicho que Kathyanne se ocuparíade la casa y de la cocina mientras ella estuviese fuera. Kathyanne era mulata, hermana de Ganus, y estaba trabajando en casa de los Swaynesdesde hacía unos seis o siete meses, pero George no la había visto sino escasamente unos minutos diarios a las horas de las comidas.

Ahora la miró con detenimiento y se admiró de no haber reparado antes en que era una jovencita muy bella y atractiva. Se alegró deadvertirlo a tiempo y admiró sin regateos la grácil figura de la sirvienta y la frescura que emanaba de su traje blanco recién planchado. Porasociación inevitable de ideas recordó a Norma, y la vio gruesa, ajada, fea, gruñona...

Norma estaba encorsetada desde la mañana a la noche y no se liberaba de la tortura de los corsés sino estrictamente el tiempo que pasabaen el lecho. Al levantarse necesitaba dos horas para poder sujetar con ballenas y cintas toda la voluminosa humanidad de su arquitecturapersonal. En cambio, Kathyanne era esbelta, jovencísima, con la piel dorada y el pelo tan negro que parecía azulado.

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No sabiéndolo de antemano, era difícil advertir al primer golpe de vista que se trataba de una muchacha negra. Más bien parecía unamulatita, una morena acentuada, hermosa como una flor de color subido.

—Le he oído llegar, míster George —dijo con modestia y amabilidad, mirándole cara a cara, sin el menor síntoma de turbación, aun cuandoadvirtiera, como advertiría sin duda alguna, la curiosidad con que él la miraba.

Estaba George tan poco acostumbrado a ver de cerca mujeres bonitas, que se sentía maravillado de la armonía y la elegancia que podíanalcanzar unos ojos bellos, unas líneas delicadas y una sonrisa amable y sutil como la de una niña.

—Cuando quiera que le sirva la comida puede avisarme, míster George. Estaré en la cocina... —agregó la muchacha.No hablaba la jerga de los negros que el banquero estaba acostumbrado a oír. Su dicción era perfecta y su entonación amable pero firme.

Hacía mucho tiempo que George no oía a un negro dirigirse a un blanco sin un tono de temor o de tribulación en la voz. No ya un negro auténtico,sino ni un mulato sería capaz de hablar a un blanco con aquella naturalidad.

Recordó George haber oído decir a su esposa que Kathyanne y su hermano Ganus habían llegado a la ciudad el verano anterior, desde unlejano lugar del sur, cerca de Blackburn's Mili, donde habían nacido y crecido en una familia de campesinos, si bien habían cursado estudiosprimarios en una escuela para negros.

Se admiró de aquella tranquilidad de la negrita en su presencia. ¿Cuánto tiempo podrían ella y su hermano mantenerse en semejante actituddelante de los blancos, en una ciudad donde el odio de razas estaba tan arraigado como una enfermedad incurable? George había oído contarmuchas historias sobre el particular, como la de aquel negro escapado del condado de Tallulah después de haber sido apaleado porque nocedió el paso a un hombre blanco o porque le faltara al respeto de alguna manera. Conocía a muchos de sus convecinos que presumían de serduros e inflexibles con los negros y pensó que aquella niña duraría poco en la ciudad.

Kathyanne hizo ademán de abandonar la habitación, George se Volvió a ella después de haber reducido al mínimo la potencia de la radio.—¿A qué hora se sirve la comida, Kathyanne? La pregunta había sido hecha inesperadamente. Sin necesidad de ser un gran observador,

cualquiera hubiese podido advertir que George se esforzaba por aparentar una calma y una serenidad que no sentía. Estaba obsesionado con laesbeltez de líneas de la mulatita, especialmente por el tono castaño de su piel, que brillaba bajo las finas medias.

¿Cómo no había advertido antes la belleza de Kathyanne? Nadie en la vecindad, ni blanca ni negra, podía comparársele. Era cierto quedesde la ventana del Banco había visto alguna vez pasar a muchachas bonitas, pero nunca había reparado en ello hasta ahora. Para él,Kathyanne era como la primera mocita hermosa que viera en su vida. ¿De qué habían servido.tantos años en el Banco? Tuvo la sensación de quehabía desperdiciado la mejor parte de su vida junto a los libros contables.

Su vanidad creyó adivinar una sombra de sonrisa en la cara de la muchacha.—¿Hay hora fija para comer en esta casa, Kathyanne?—Miss Norma quiere que se sirva la comida a las seis y media en punto —respondió ella—. Pero como hoy comerá usted solo, puede

pedírmela a la hora que quiera, míster George.—De acuerdo. Esta noche cambiaremos el horario. A las cinco, cinco y media, seis, siete... A cualquier hora menos a las seis y media,

¿estamos?Estuvo a punto de decir que le daba miedo cambiar la hora de la cena porque sabía lo que diría su mujer cuando se enterara, pero

comprendió que ciertas cosas no era prudente decirlas en presencia de la servidumbre.De nuevo estuvo casi seguro de haber visto brillar en los ojos de Kathyanne una sonrisa lejana de complicidad, pero no quiso hacerse

ilusiones. La muchacha hizo ademán para marcharse. La dejó salir de la habitación para verla andar. Aquella chiquilla andaba como una reina, ypara el banquero, acostumbrado a los andares tardos y cansados de su voluminosa mujer, aquella manera de andar era como un refresco en eldesierto.

Apenas había abandonado la sirvienta la habitación, George la llamó sin saber a ciencia cierta para qué.—¡ Kathyanne!Se sorprendió de haberla llamado en voz alta sin necesidad. La muchacha se volvió con una sonrisa inocente en la cara y le miró

interrogante. George había temido que al oírle gritar la muchacha hubiese corrido huyendo de él o que alguien le hubiese oído en los alrededoresde la casa. En una palabra: se había asustado de su propia voz destemplada.

—Estaba pensando... —dijo nerviosamente, con la preocupación de conseguir un tono normal para su voz, pero sin conseguir otra cosa queconvencerse de que jamás hombre alguno había hecho un ridículo tan grande como el que él estaba haciendo en aquellos momentos. Por finpudo hilvanar algunas ideas—: Kathyanne, quisiera decirte... En fin, quisiera que comprendieses que yo no soy tan severo como aparento... Ni tanhambriento.

—Lo sé, míster George, pero no se preocupe porque comerá usted a su gusto y en paz —dijo ella con naturalidad—. Voy a prepararle algoque sé que le gusta... Pollo frito...

—Bien, bien, eso está mejor —dijo desconcertado por la respuesta—. Lo del pollo frito me parece estupendo, Kathyanne. Es un platoexquisito y yo he sido siempre un gran aficionado al pollo frito... Empiezo a creer que tengo bastante más apetito del que creía al principio. Pollofrito... Magnífico plato para esta noche...

Kathyanne salió de la habitación y bajó al patio. George, incapaz de estarse allí sin verla ni oírla, se levantó con cuidado de no hacer ruido yse acercó a la puerta por si le fuese posible escuchar los movimientos de la muchacha en la cocina. Se le ocurrió pensar que jamás había sentidola menor curiosidad por escuchar los ruidos que pudiera hacer en la cocina una mujer. Y de pronto advirtió algo que le pareció maravilloso: estabasolo en la casa con Kathyanne.

Se alegró de que la noche estuviese fría, lluviosa y desagradable, porque así la sensación de aislamiento era más íntima y segura. Se acercóa la ventana y estuvo un rato abstraído en sus pensamientos, mirando caer la noche, oscureciéndose el cielo lentamente. Un automóvil se acercópor la calle para desaparecer a toda velocidad después de haber saludado a George con un relámpago del metal de sus ruedas sobre el brillantey húmedo suelo callejero. Sintió una irreprimible nostalgia de sentirse en familia. No tenía hijos, no los había tenido jamás, por lo que ni siquiera lequedaba el consuelo de recordarlos si hubiesen muerto. Sin embargo, él llevaba dentro un padre amantísimo en potencia y tenía derecho a tenerun hijo a quien dejarle su fortuna, su experiencia, su casa... Por asociación de ideas le vino a la mente la figura de la adolescente Kathyanne.

Bajó a la cocina. La muchacha estaba sentada a la mesa y no le sintió llegar; pudo admirarla a su gusto. Con un terror profundo recordó depronto historias que había oído contar para justificar la leyenda de la irresistible atracción de las negras, que a veces volvían locos a los hombresblancos que se dejaban seducir por ellas.

La verdad era que nunca había pensado en semejante problema. ¿Por qué ahora, delante de Kathyanne? Un banquero, sin más experienciade la vida que la referida a sus cuentas y a sus problemas bancarios, ¿podría defenderse de aquel irresistible influjo de las mujeres negras, si notomaba precauciones en su trato con Kathyanne? Era la primera vez que se veía a solas con una mujer, y por pura coincidencia de destinos venía

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a ser una negra guapa y hermosa como una gacela de caoba.Alguien le había dicho una vez que la mejor manera de llegar a los negros era acercarse a ellos en actitud de superioridad, hablarles con

arrogancia, pero ¿sería él capaz de hablarle así a la muchacha? Estaba en esos pensamientos cuando Kathyanne miró hacia la puerta y le vio.En los ojos de la negrita hubo un destello de sorpresa y de interrogación.

—¡ Oh! ¿Le ocurre algo, míster George?—No, Kathyanne —dijo él turbado.Tras un silencio angustioso, durante el cual el banquero hizo trabajar a su cerebro con una intensidad capaz de destrozárselo, el bueno de

míster George pudo decir una nueva tontería.—Quisiera decirte algo... —empezó, mirando al suelo de la cocina, confundido, sin saber qué decir, a pesar de que las ideas estaban en su

mente clavadas como espinas—. Yo... he esperado mucho tiempo esta ocasión...Para disimular los nervios se acercó al hornillo de la cocina como si quisiera calentarse las manos.—¿Qué quiere decirme, míster George? —dijo ella amablemente.La miró a la cara y creyó advertir en sus ojos un destello de complicidad. Esto le animó mucho. Pero un momento después le pareció que

aquel destello había sido sustituido por uno nuevo de profundo disgusto. ¿Tenía la negrita un sexto sentido que le advertía del peligro y la ponía enguardia contra los blancos?

Aunque no era capaz de ordenar sus ideas comprendió que no tenía más remedio que decidirse a decir algo antes de caer en un ridículobochornoso. Y como de lo único que entendía era de banca, no pudo remediar que la conversación acabase siendo de cuestiones bancarias.

—He venido a verte porque quiero hacerte algunas consideraciones relativas a la conveniencia de abrir una cuenta corriente en el banco...Comprendió en seguida que resultaba absurdo y ridículo hablar de cuentas corrientes en semejantes circunstancias y momento. Comprendió

también que su cerebro estaba tan lisiado que por mucho que lo forzara no lograría extraerle ninguna idea que no fuese una cuestión bancaria.Tuvo que continuar ya por la senda del ahorro.

—El hábito de ahorrar es una virtud muy estimable, Kathyanne. Nunca se sabe en qué momento de la vida pueden ser decisivos unosdólares reunidos con constancia y sacrificio a lo largo de muchos años. En la vejez o en la desgracia, el dinero ahorrado puede representar latranquilidad para toda la vida. Incluso es favorable para la salud, porque teniendo el porvenir asegurado se evitan preocupaciones y disgustos quea la larga acaban por dañar al cuerpo y a veces al alma. Las ardillas guardan nueces para cuando no las pueden encontrar en el campo, y losseres humanos debemos aprender la lección de los animales y ahorrar en la juventud para no mendigar en la vejez...

Kathyanne tenía la cabeza baja y George creyó que ello significaba que sus argumentos le estaban haciendo mella.—No se necesita —añadió— más que un dólar para poder abrir una cuenta, y si guardas un dólar cada semana habrás asegurado tus

nueces para los tiempos malos, como hacen las ardillas... Todos, sean blancos o negros, tienen el deber de prevenirse contra la desgraciaabriendo una cuenta de ahorro, chica o grande, que eso no importa...

La muchacha sonrió y el banquero creyó que la sonrisa era una muestra de asentimiento, y se felicitó por lo persuasivo de susrazonamientos.

—Verás lo que tienes que hacer, Kathyanne. El lunes por la mañana vas al Banco a verme, y sobre el terreno verás lo fácil que es estudiar unpequeño programa financiero para ti. Yo tendré mucho gusto en ayudarte, porque siento una enorme satisfacción en ayudar a las personas queveo con deseos de ahorrar para el día de mañana...

Se frotó las manos con satisfacción.—Míster George —dijo Kathyanne—, no he querido interrumpirle mientras ha estado hablando, pero quiero que sepa que yo he tenido

siempre mi cuenta de ahorro en el Banco.—¿Es posible? —respondió defraudado míster George.—Sí. La abrí hace dos o tres meses. Incluso tengo la cajita metálica que usted mismo me dio para ir guardando las monedas pequeñas.—¿Yo te la di?Ella afirmó sonriendo y a él le pareció que en aquella sonrisa había un pícaro destello de burla.—Muy bien, muy bien. Me alegro de que me lo hayas recordado.Puso todo su interés en conseguir extraer de su cerebro alguna idea decorosa para salir de aquella ridícula situación lo más airosamente

posible. No se le ocurrió más que mirar las paredes de la cocina con ojos de examen crítico, como si su ida allí hubiese tenido por objetocomprobar el estado de limpieza de aquella parte de la casa. Dijo algo entre dientes de la necesidad de que fuesen otra vez los pintores a daruna mano de color al techo y salió sin mirar a la muchacha ni dirigirle la palabra.

Regresó a la sala convencido de que había hecho el ridículo y perdido un tiempo precioso hablándole a la negrita de la conveniencia de abriruna cuenta en el Banco.

—Ardillas ahorradoras... ¡Qué me importarán a mí las ardillas! —musitaba paseando de un lado a otro de la sala.

Echó las persianas y encendió todas las luces. Su paseo alrededor de la sala se hizo lento, como si caminara hacia una meta que no legustaría alcanzar demasiado pronto. Se hizo la firme promesa de que en la próxima ocasión no perdería el tiempo hablando de ahorros y detonterías y se iría derecho al asunto principal.

De pronto sonó el timbre de la puerta haciéndole saltar como si se le hubiesen roto todos los nervios. Lo primero que se le ocurrió pensar fueque su mujer había regresado sin avisar. Sintió un peso enorme sobre la boca del estómago y pensó con amargura que tal vez en toda su vida novolvería a presentársele una ocasión como la que acababa de desperdiciar imbécilmente.

Parado en medio de la sala no se atrevía a acudir a la puerta. El timbre no dejaba de sonar y por último sonó con indudable aviso de quequien llamaba estaba perdiendo la paciencia. No tuvo más remedio que correr y abrir. Su amigo y vecino Hugh Howard estaba allí. George se lequedó mirando con la boca abierta.

—¿Qué ocurre, George? Me estás mirando como si vieses a un fantasma.—No. Es que... como no te esperaba.—¿Esperabas a otra persona, quizás?—No esperaba a nadie, porque no hay persona en el mundo capaz de salir a la calle en una noche como ésta. Tú eres el único que tienes

ganas de coger una pulmonía...—¡Nada, George! Esto es una llovizna sin importancia. Un poco de humedad y nada más... Quizá te convendría mojarte la cabeza porque

esta agua es buena para el pelo.—¿Tú crees? —replicó George de mal humor.—En fin, he venido para decirte —miró casualmente a los pies del amigo y los vio calzados con zapatillas—. ¿Pero cómo? ¿Es que estás

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enfermo de los pies?—No, no estoy enfermo de ninguna parte. Esta noche estoy perfectamente.—Pues yo no he visto nunca a nadie rascarse un pie con el otro tanto como lo haces tú.George empezó a perder la paciencia.—¿Puedo saber a qué has venido?—Sí, hombre... No te pongas así... He venido a decirte si te gustaría venir a casa a jugar un poco al póker. El hermano de mi mujer ha venido

a pasar el fin de semana con nosotros y necesitamos alguien que nos complete la partida.—No puedo ir —respondió con brusquedad.—¿Por qué no?—Porque estoy muy ocupado.—¿Ocupado en qué?—En nada que te importe...—¿Acaso vas a ir al Banco esta noche a contar dinero? —preguntó Hugh con tono de burla.—¡No! —respondió George con creciente mal humor.—Mira, George, puedes ir a mi casa en zapatillas. Mi mujer no se molestará. Es muy amable... Ya lo sabes.—No puedo... —dijo George, mirando con inquietud hacia el interior de la casa.—Pero esa actitud es tonta, George. ¿Es que estás enfermo?—Estoy perfectamente. Vete y déjame solo de una vez.—¿Es que no te autoriza Norma a salir esta noche?—Norma está en Savannah.—¿Se ha ido? ¡Ya veo!Había algo de sospecha en la voz de Hugh.—No lo sabía —dijo— y siento haber venido a molestarte. Ten cuidado con tu salud y... con tus impulsos.—¿Qué quieres decir?Hugh le hizo un guiño.—La chiquilla es francamente guapa. He oído hablar de ella mucho. Dicen que es la mulata más hermosa de todo el país y que no hay en

toda la comarca otra más linda.Se volvió para marcharse, pero antes hizo un saludo con la mano, visiblemente en broma, y le dijo:—Buenas noches, George, y si necesitas algo avísame...—Buenas noches —respondió George de mal humor, dando un portazo y cerrando la puerta por dentro con el pestillo de seguridad.Esperó en el hall hasta que oyó el motor del coche de Hugh y estuvo seguro de que su amigo se había marchado. Se volvió al salón. El

silencio era absoluto en toda la casa. Temió que la muchacha hubiese oído la conversación con el inoportuno visitante, y entrando en sospechadijese que quería marcharse a casa, dejándole solo aquella noche. Bajó con precauciones hasta la cocina, procurando no hacer ruido alguno.Kathyanne estaba sentada a la mesa, leyendo con calma las hojas de una revista ilustrada. No había en su aspecto la menor señal de queestuviese asustada, temerosa o alerta.

—Kathyanne —dijo a media voz.Se admiró de la serenidad de la muchacha. Por su parte, él estaba absolutamente tranquilo. Recordó su decisión de ir directamente al

grano, sin dar ocasión a una nueva charla sobre cuentas corrientes y la virtud del ahorro en la juventud. Era preciso hablarle con la misma frialdady concreción con que hablaba a los clientes del Banco cuando iban a solicitar créditos extraordinarios. Pero apenas ella levantó la vista y le miróse sintió desarmado y sólo pensó en encontrar una buena excusa para justificar su segunda venida a la cocina, a todas luces extraña einnecesaria.

—¿Me necesita, míster George? —dijo ella con una desconcertante expresión de inocencia en la cara.Por primera vez en su vida, míster George, el banquero, comprendió en toda su extensión lo que el predicador quería decir cuando hablaba

de la maldad de los hombres. Se dio cuenta en un instante de que los predicadores no tenían que inventar los ejemplos para acusar a lospecadores, sino que había en la vida hombres perversos que proporcionaban material bastante para cincuenta sermones semanales.

—Kathyanne —agregó—, ¿puedes subir un momento a la sala?Temió que ella adujera algún pretexto, pero se equivocó. Con toda naturalidad, ella se levantó y le siguió sumisa hasta la sala sin pronunciar

una sola palabra.Estaba turbado. No sabía qué decir ni con qué justificarse. La muchacha quedó en medio de la sala en actitud interrogante, esperando

órdenes. George empezó a mirar inquisitivamente como buscando algo que le justificase ante Kathyanne, y por fin encontró algo que le salvara.—Llévate el cenicero,...Kathyanne no disimuló su sorpresa. George no había fumado más que un cigarrillo desde que regresara del Banco y la mayor parte de la

ceniza había ido cayendo por el suelo durante los paseos nerviosos de un lado a otro de la sala. Con todo, la negrita cogió el cenicero y fue a lacocina a limpiarlo.

Mientras ella estuvo ausente, George pensó en la cara de inocencia de la muchacha y se avergonzó de sí mismo. En pocos minutos,Kathyanne regresó con el cenicero limpio y lo colocó en su sitio sobre la mesa. Cuando ella se dirigió a la puerta para regresar a la cocina,George, haciendo un esfuerzo de voluntad, se le interpuso. La cara de la muchacha no mostró sorpresa, sino pena.

—No te vayas tan pronto, Kathyanne —dijo él nerviosamente—. Yo no me como a nadie...Encendió un cigarrillo y echó el humo suavemente y como jugando sobre la cara de la negrita. Hacía mucho tiempo que George no se había

sentido tan imbécil y tan torpe delante de una mujer. Tuvo que cruzarse las manos a la espalda, en apariencia para evitar que el humo delcigarrillo se le fuese a los ojos, pero en realidad para disimular el temblor nervioso que le dominaba.

—Es curioso que siendo tan bonita no te hayas casado todavía, Kathyanne —dijo decidido no caer en la tentación de hablarle de nuevo decuentas corrientes y de la virtud del ahorro-Tú eres muy guapa...

Kathyanne no pareció muy sorprendida.—Creo que si quisieras casarte, ¿verdad? no te faltarían pretendientes... —agregó él envalentonado con la aparente serenidad de la

muchacha.—Yo soy muy joven para casarme, míster George —dijo ella con una sonrisa—. Además, no puedo irme ahora de casa. La tía Hazel no

puede trabajar y mi hermano y yo tenemos que cuidar de ella... —Sí, lo comprendo, pero de todos modos... Ella negó con la cabeza. —¿Quéedad tienes, Kathyanne? —Diecisiete años.

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Por primera vez se sintió dueño de la situación. No resultaba tan difícil hablarle como él había temido. Respiró con satisfacción y lamentó ensu fuero interno haber estado tanto tiempo dudando antes de decidirse a hacer lo que no tenía nada de difícil ni de complicado. —Muchasjovencitas son ya madres de familia a tu edad... —Ya lo sé. Pero es que yo no puedo casarme todavía. Había tanta serenidad y tanta dulzura enlos ademanes y en la voz de la muchacha que George empezó a dudar de si verdaderamente sería tan fácil decirle lo que tenía pensado. Nohabía en ella la menor señal de que se sintiese asustada de él. Le hubiera gustado verla temblar de miedo, llorar, suplicar... Pero aquellacandidez lo desarmaba y le hacía sentirse en ridículo.

Era preciso justificar la llamada a la sala. Si la situación se prolongaba la cosa se complicaría y se haría más difícil de solucionar.—Eres una jovencita muy atractiva, Kathyanne —dijo, sorprendiéndose de su audacia—. Nunca he visto a nadie tan bonita como tú.No podría asegurarlo, pero le pareció ver en los ojos de ella una sombra de complacencia, algo así como una sonrisa contenida.—Hace mucho tiempo que estoy queriendo decirte esto...No fue capaz de continuar. La miró a la cara con una sonrisa estúpida.—Yo soy una mujer decente, míster George —dijo la muchacha con calma, mirándole a la cara, con un brillo de lágrimas en los ojos.La contestación le cogió de sorpresa y le dejó sin armas. Era muy difícil mantener una conversación con aquella negrita, que parecía adivinar

los pensamientos.—Por supuesto, por supuesto —contestó atolondrado—. Estoy seguro de ello... Lo que yo quería decirte es que te encuentro más bonita que

la mayoría de las muchachas que conozco en la vecindad. Eso es lo que quería decirte y no otra cosa, Kathyanne...—Sí, sí, míster George... Conozco sus intenciones y sé que son buenas, pero permítame recordarle otra vez que yo soy una mujer decente...Perdió la cabeza. Pensó en que si no acababa de una vez jamás tendría una ocasión semejante. Se acercó a la muchacha. Kathyanne

conoció sus intenciones y fue retrocediendo hasta que sus espaldas tocaron en la pared. George no comprendía como la negrita no gritaba o sedefendía. Hubiera sido una oportunidad para huir y evitar la catástrofe. De segundo en segundo, quien iba horrorizándose de sus pensamientosera él.

—Yo puedo ayudarte, Kathyanne... Por favor, sé buena conmigo... No puedo evitarlo, Kathyanne...—Míster George, ¿haría usted esto que hace si yo fuera una muchacha blanca? ¿Verdad que lo hace solamente porque soy una negra?—No tiene nada que ver, no me he parado a pensar en eso...La muchacha sonrió tristemente. George pensó que el mero hecho de considerar que por ser negra le ocurría aquello era una muestra de

que aceptaría su suerte como algo inexorable.—Y tú, ¿serías como eres si yo fuese un negro y no un hombre blanco?Ella no le perdía de vista. Ni siquiera parpadeaba.—Tu padre era un hombre blanco —continuó George— y tú lo sabes como yo...Kathyanne no respondió. En sus ojos podía verse la angustia que la iba dominando. Estaba pegada a la pared sin posibilidad de escapar

aunque lo hubiera intentado. Con todo, George sabía que él tenía más miedo que ella.—Sólo quiero ayudarte —agregó, con la esperanza de que lo que dijese tuviera para ella visos de verdad y sirviera para justificar su extraña

conducta— y tú no quieres comprenderlo...—Yo sé lo que usted quiere, míster George. Usted no sabe decirlo, pero yo le entiendo muy bien.—¿De verdad?—Creo que sí.George dudó que hubiese oído bien. No pudo evitar una sonrisa de satisfacción.—No le dirás nada a mi mujer de cuanto ha pasado, ¿verdad? —dijo con ansiedad.—No, no le diré nada. Sería un disgusto para ella.—Entonces, ¿qué piensas hacer?—Irme de esta casa en cuanto regrese miss Norma. No puedo continuar aquí después de lo ocurrido.—Pero no se encuentra una colocación tan buena como ésta a cada paso. Tardarías tiempo en encontrar donde trabajar.Kathyanne estaba intranquila. No podía disimular su angustia. Sin embargo, George la dejó en paz. Durante toda su vida no olvidaría que

había sido vencido en aquella esgrima de moral y de sentimientos por una muchachita mulata.

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3

Detrás de la casa de los Singfield había un callejón estrecho y oscuro, siempre entorpecido su paso por bidones llenos de paja y latasrepletas de basura. De noche infundía miedo atravesarlo, pero como era el camino más corto para regresar a su casa, Ganus había tomado pocotiempo atrás la costumbre de ir por el callejón hacia Poinsettia Street cuando terminaba su trabajo. Salía a eso de las ocho y media, y por pocoque tardase en el camino nunca llegaba a casa antes de las nueve de la noche.

En los últimos días alguien le había tirado piedras dos veces cuando estaba ya a mitad de camino, en el centro del callejón. Aun corriendo elpeligro de romperse la cabeza si tropezaba en la oscuridad con alguno de aquellos barriles o latas, Ganus había corrido las dos veces tantocomo le habían permitido sus piernas. No había querido decirles nada ni a tía Hazel ni a su hermana Kathyanne, para no asustarlas. Esperabaque el desconocido que le tiraba las piedras acabaría por aburrirse.

Durante toda una semana estuvo regresando a casa por el camino más largo, paira no hacerlo por el callejón. Pero al final volvió al caminomás corto, aun a riesgo de que le apedrearan. Una noche, cerca de las nueve, apagó la luz de la cocina, cerró la puerta de la casa y salió alcallejón por la puertecilla del patio. Era una noche de primavera, algo fresca, y Ganus respiró con fruición el aire de la calle después de haberestado todo el día junto al calor asfixiante que despedía la lumbre en la cocina.

Estuvo unos minutos parado en la puerta llenando sus pulmones de aire fresco. Aguzó el oído y no escuchó, nada caer la piedra al suelo y seencaró con el negrito—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Ganus Bazemore.—Un nombre muy gracioso —dijo Vern Huff—. ¿Quién te lo puso? ¿Dónde se llama la gente con nombres tan ridículos?—Déjalo, Vern —dijo Hank poniéndose junto al negrito—. Quiero asegurarme de que es un negro auténtico. No quiero perder el tiempo.—Es él, estoy seguro... Ya te lo dije.Vern quería convencer a Hank con argumentos sólidos.—Es el mismo que yo vi en el garaje. Le vi tan bien como estoy viéndote ahora...De puro asustado, Ganus no acertaba a comprender de qué le hablaban. Hank le dio un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas. De nuevo

el negro tuvo que sostenerse con la espalda contra la valla, flojas las rodillas por un momento, hasta que poco a poco pudo recuperarse. Vio aRobbie Gunsby mirarle con lástima y sintió la lejana esperanza de que el muchacho fuese capaz de detener a sus agresores y evitarle la torturade una.paliza. Robbie estaba a punto de llorar, pero era tan pequeño que el mismo Ganus comprendió que poco podía esperarse de su ayuda.

—Dale fuerte, antes que se nos escape —dijo Pete.—No te preocupes por eso —comentó Hank riendo—. Ya aprenderá lo que debe.Mientras hablaba, Hank levantó el puño en forma amenazadora y lo acercó a la cara de Ganus.—¿Tú trabajas en casa de mister Charley Singfield, verdad? —le preguntó.—Sí, señor, trabajo para él —respondió el negro con rapidez.—¿No te lo dije, Hank? —dijo Vern—. ¿Es que no me crees? Yo estaba seguro de que era este negro.Robbie tiró de las mangas a Hank.—¿Qué piensas hacer ahora? —dijo con voz trémula—. Pete le ha herido con una piedra y tú.le has herido de un puñetazo. Está sangrando

por la pedrada. No creo que quieras hacerle todavía más daño. Nunca hizo nada malo a nadie... Déjale marchar en paz, Hank Newgood.Hank dio a Robbie un empujón.—¿Qué estás hablando? —le dijo con una sonrisa despreciativa—. ¿Qué te pasa, Robbie? ¿Para qué has venido, si vas a portarte ahora

como un cobarde?—He venido porque creí que sólo íbamos a asustarle. Ganus es buena persona. Ha jugado a las canicas conmigo muchas veces en el patio

de míster Singfield. No vuelvas a molestarle...—Déjame tranquilo, Robbie —respondió el grandullón amenazándole con el puño. Luego se volvió a Ganus—: Lo que necesita este negro es

una buena lección y se la voy a dar yo. Traigo un cuchillo para cortarle la cara...En efecto, sacó un enorme cuchillo con mango de hueso.—Todos los negros de este país debían ir señalados en la cara con un corte maestro —agregó.—Espera un momento, Hank —dijo Pete Tilghman—, que quiero preguntarle algo al negro.— Vuelto hacia Ganus añadió—: ¿De dónde has

venido? ¿Quién te ha traído a la ciudad?—Yo nací en los alrededores de Blackburn's Mili, en el campo.—Di «señor» cuando hables conmigo, negro...—Perdón, señor.—¿No te iba bien en Blackburn's Mili?—Sí, señor.—¿Por qué viniste entonces a Estherville?—Vine para trabajar, señor.—¿Y por qué motivo no te quedaste en tu pueblo, negro?—Mi madre murió y vine a vivir con tía Hazel.Pete se burló sin disimulo.—Hank, este negro cree que vamos a llorar porque nos cuenta la historia lacrimosa de la muerte de una vieja negra.Hank respondió:—Cosas de mulatos.Pete se acercó con cautela. Ganus se pegó a la valla todo lo que pudo, en un intento de separarse de su enemigo.—Ven, Hank —dijo Pete—, hazle lo que sea y acabemos de una vez con él Es ya muy tarde y mi familia estará intranquila. Les dije que iba al

cine y ya es hora de regresar...—Eso mismo digo yo —intervino Vern Huff—. Dale ya lp suyo y acabemos pronto.Hank se acercó a Ganus con el cuchillo en la mano. El negro no tenía ninguna posibilidad de escapar de aquella amenaza. De pronto, como

un rayo, la mano de Hank llegó hasta el hombro de Ganus y le clavó en la carne la punta del cuchillo.—Por favor, señores blancos, no me hagáis daño con ese cuchillo... Yo no le he hecho mal a nadie...—Deja de maltratarle, Hank —dijo Robbie con los labios trémulos.—Mira el negro cómo suplica —dijo Vern sin hacer caso de Robbie—. Sin verle la cara, se sabe que es negro por la manera de quejarse.

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—Lo hace muy bien —intervino Pete imitando el tono lastimero de Ganus—. Habla como una persona, ¿no ves que es un negro instruido?¿Por qué hablas así, muchacho?

—No sé de otra manera —respondió el negro.—¿Has ido a la escuela?—Sí, señor. Fui a una escuela graduada... para negros, allá en el pueblo.—Por eso hablas tan bien. ¿Por qué no seguiste yendo a la escuela en vez de ponerte a trabajar? ¿Qué piensas tú que vas a conseguir?—No lo sé —respondió Ganus temiendo que le hiciesen hablar más de lo prudente. «Oyes esto, Hank? —preguntó Pete—. Dice que ha

estudiado pero no sabe para qué. A lo mejor aspira a ser un predicador negro.—Por eso se creyó que le bastaría venir a la ciudad para enamorar a las muchachas blancas con su lenguaje florido —se burló Vern.—Bájate los pantalones, muchacho —ordenó Hank con energía.El negro miró a los blancos uno por uno antes de hablar.—Por favor, señor, ¿qué va usted a hacer conmigo?—No te importa —dijo Vern—. Quítate los pantalones de prisa y no hagas preguntas.Ganus se soltó los pantalones con temblorosos dedos y la prenda cayó al suelo enredada en sus pantorrillas.Robbie tocó en el brazo a Pete.—¿Por qué le hace Hank esto a Ganus? ¿Por qué tiene Ganus que quitarse los pantalones?—Sal fuera de esos pantalones, negro —dijo Pete, sin hacer el menor caso a Robbie—. Y date prisa cuando yo te mande algo, ¿entiendes?Ganus obedeció lo más pronto que pudo. Salió de sus pantalones y pegó su cuerpo medio desnudo a la valla de madera.—¿Tienes una hermana en la ciudad, verdad? —preguntó Pete.—Sí, señor.—¿Cómo se llama?—Kathyanne.Los tres muchachos mayores se miraron unos a otros con una sonrisa de complicidad.—¿Es esa negrita tan guapa que trabaja en casa de mistress Swayne, en Holly Street?—Sí, señor.—Tú y ella sois mulatos, ¿no?—No lo sé, señor. No entiendo de eso.—Contesta bien, negro —dijo Pete con énfasis—. Tú eres un mulato auténtico. Sabes muy bien que tu padre era un hombre blanco... si tu

madre era una negra. Apuesto algo a que no has visto a tu padre en toda tu vida... ¿A que no? —No, señor.Pete tocó a Hank con el codo en señal de entendimiento.—Te lo dije antes, Hank. Estaba seguro de que era un media sangre. Huelo a los negros aunque sean de color blanco.Ganus intentó escapar. Mejor dicho, lo pensó. Porque Vern Huff, que advertiría la intención, le amenazó con la estaca. El pobre negro miró a

Robbie Gunsby, que era allí su única esperanza.—Deja a Ganus tranquilo —dijo Robbie.—¿Sabes lo que voy a hacer contigo? —preguntó Hank al negro, sin hacer caso de Robbie.—No, señor; pero por favor, no me haga nada con ese cuchillo.—Te voy a cortar la cara, ¿sabes? —agregó Hank—. Y no te apures, que no será para ti ninguna complicación. Todos los negros van a llevar

la misma marca. Ganus miró otra vez a Robbie. Hank seguía amenazándole. —No creas que porque tu padre fuese un hombre blanco ya hasandado la mitad del camino para acercarte a mí. Tú eres un negro porque tu madre era una negra. Voy a cortarte la cara y creo que te hago unfavor —tocó a Pete con el codo—. ¿Qué te parece, Pete?

—Le haces un gran favor, Hank. Ningún negro de los que conozco ha sido mejor tratado que Ganus. Anda, muchacho, diles a estos amigoslo contento que estás.

—Por favor, señores... Ustedes deben estar equivocados conmigo, porque jamás he hecho nada que no debiera. Siempre he estado en misitio, sin salirme de él ni siquiera un momento. Ésa es la verdad y Dios lo sabe... Nunca hice nada que no me estuviese permitido... Por favor,señores...

—El que está equivocado eres tú. Te aseguro que la broma que vamos a darte no se te olvidará jamás.—Por lo menos, el corte de la cara no podrá olvidarlo fácilmente —dijo Pete—. Y eso le servirá de escarmiento.Ganus miró a Robbie con ojos suplicantes.—Por favor, dígales que no hice nada malo. Usted sabe que digo la verdad, ¿no es cierto? Cuando he jugado a las canicas con usted en el

patio de míster Charley, ¿he hecho alguna trampa? He seguido al pie de la letra todas las reglas del juego, ¿verdad? No, no hice ni una solatrampa... Dígaselo usted a ellos, Robbie, por favor...

—Robbie, ¿no te parece que este negro te trata con demasiada confianza? —dijo Hank con desprecio.Robbie empezó a llorar. Cogió a Pete por un brazo y lo zarandeó.—No hagas daño a Ganus, Pete... Juega conmigo a las canicas siempre que quiero y jamás me hace una trampa. Yo le defenderé. No

quiero que se le haga daño, ¿me entiendes?Pete le apartó de un manotazo.—¿Quién te mandó venir con nosotros, mocoso?Hank dio un empujón a Robbie y le mandó al otro lado del callejón.—Vete a casa con tu mamaíta y límpiate las narices, Robbie. Métete bajo la falda de tu madre hasta que seas lo bastante hombre para

reunirte con nosotros. Eres demasiado pequeño todavía.—Deja de hacer daño a Ganus, Hank Newgood —gritó Robbie rabioso.—Por favor, señor, míster Hank —rogó Ganus, haciendo un esfuerzo desesperado para llegar al corazón de su verdugo—, ¿qué ganarán

ustedes con hacerme daño? Yo no he hecho nada malo. Ésa es la verdad y Dios Poderoso lo sabe...—¿Por qué no le decimos ya la causa de todo esto, Hank? —preguntó Vern.—El negro lo sabe mejor que tú. Lo que pasa es que se hace el inocente. Siempre hacen lo mismo...—Por favor, señor, míster Hank, que usted está equivocado...—Ya lo verás. Aprenderás a respetarme cuando tengas en la cara un par de cortes como recuerdo de mi cuchillo. No me olvidarás en todo lo

que te reste de vida. Y te acostumbraré a dar las gracias a los blancos, y a no llorar tanto... No me gustan los negros tan bien hablados, ¿sabes?Se ponen muy orgullosos y empiezan en seguida a pensar que son iguales que nosotros.

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—Déjame preguntarle algo, Hank —dijo Pete acercándose—. Muchacho, ¿qué opinión tienes tú de las muchachas blancas?—No sé nada de eso, señor —contestó Ganus temblando de miedo.—Hank — dijo entonces Vern—, nunca me he podido explicar para qué quieren los negros ir a la escuela, si luego no saben nunca nada de

nada.—Pero yo sé cómo hacerles recordar cosas. Muchacho, ¿qué te gusta más: una muchacha negra o una muchacha blanca? ¿Cuál te parece

más guapa?—Por favor, míster Pete, señor... No me pregunte eso... No sé nada de ese asunto... No se empeñe en hacerme decir lo qué no debo decir.

Ésas son cosas sobre las que un muchacho negro tiene que tener siempre la boca bien cerrada.Hank sonrió y dijo:—Habla como un predicador negro que oí una vez. Mi viejo quiso burlarse de él y le puso en un aprieto preguntándole en público si Jesucristo

había sido blanco o negro. Fue una broma sonada...—Muchacho, ¿crees que las muchachas negras son mejores que las blancas? —volvió a preguntar Pete.—No, señor, no sé nada...—Entonces, ¿te gustan más las muchachas blancas?—Sí señor... Digo, no, señor... Por favor, déjeme, no sé ni lo que digo... Todo lo que se me ocurre...—Debes tener cuidado con lo que dices —amenazó el blanco.—Por favor, señor. No quiero decir nada que no deba, pero usted me confunde con sus preguntas.—Yo no confundo a nadie. Te estoy preguntando y tú estás contestando. «Eso es todo. Como parece que sabes mucho de jovencitas

blancas, parecía natural que supieras si eran mejores o peores que las negras.—Yo no sé nada de eso, míster Pete. Pongo a Dios por testigo de mi inocencia.—Pero Vern Huff te vio en el garaje de los Singfield —dijo Pete con una sonrisa equívoca—, y estabas solo con Stephena, sin que hubiese

nadie en los alrededores de la casa... Tenemos mucha curiosidad por saber qué estabas haciendo allí con una señorita blanca.—Míster Pete, ella me rogó que fuese al garaje y la divirtiese haciendo equilibrios con la cabeza hacia abajo. La tengo acostumbrada a

obedecerla en todo lo que quiere mandarme hacer... —respondió Ganus atemorizado, mirando a todas partes en busca de ayuda, deteniendo sumirada en la cara de Robbie, que escuchaba con los ojos bajos.

—¿Quieres decir que ella se divierte contigo?—No, señor, es que...—¿ Quieres decir, entonces, que quien se divierte eres tú, haciendo piruetas delante de una señorita blanca?—Míster Pete, yo no quería decir...—Embustero. Sabemos perfectamente todo lo que fuiste a hacer allí.—Por favor, míster Pete, crea que sólo fui a hacer piruetas para divertir a miss Stephena. Puede usted preguntarle a ella misma y verá cómo

le digo sólo la verdad. Me dijo que me pusiera cabeza abajo y yo me puse...—¿Qué dices a esto, Vern? —preguntó Hank—. ¿Cuando le viste en el garaje estaba haciendo piruetas cabeza abajo?—Estaba casi desnudo, con la mitad del cuerpo al aire... Yo le vi... Parecía querer demostrar que era casi tan blanco como nosotros, por

dentro... Luego le vi tumbarse en el suelo y hacer piruetas con las piernas y con los brazos como si se hubiese vuelto loco. Luego se puso cabezaabajo... Parecía un artista de circo, Hank. De verdad te digo que es casi blanco por dentro, y que cuando terminó de hacer aquellos equilibriosparecía más blanco aún que Stephena...

—Vaya, vaya... Conque el negrito nos ha salido equilibrista —dijo Pete, mirando a Ganus con ojos inquisitivos—. Ya he oído otras veceshablar de la piel blanca de algunos negros... Eso es peligroso porque empiezan a ensoberbecerse, sin pararse a pensar en cómo haya podidosuceder la metamorfosis...

—Es verdad —dijo Vern—; ninguno se para a pensar en que la piel negra no se vuelve blanca casualmente.—Lo cierto es que yo soy blanco puro —dijo Hank— y jamás he sido invitado por esa señorita a su garaje para divertirla con mis piruetas.

Luego, no es la piel clara lo que ella encuentra divertido en este negro. Me molesta que un mulato tenga habilidades que yo no tengo... Hace dosmeses que estoy intentando tener una entrevista con Stephena sin conseguirlo, mientras este negro la ve a diario en el garaje.

—Y yo que lo veo —dijo Pete con extraña inflexión en la voz.—No me extraña —dijo luego Vern mirando con arrogancia a Hank y a Pete—, porque hay muchos pretendientes intentando tener una cita

con ella. Por eso está tan consentida y tan orgullosa. Y no es que sea la única joven guapa de la ciudad, porque todos sabemos que hay muchas...—No hables mal de ella, Vern, sólo porque no te hace caso... Ten en cuenta que no eres de su condición.—Mi familia es tan buena como la suya.—Eso te crees tú, ¿Sabes el dinero que tiene Charley Singfield?—Y ¿sabes tú el dinero que mi padre pueda tener en el Banco? Mi padre ha ganado más comprando y vendiendo algodón, que el tuyo

fabricando tejas y ladrillos.—Dejad la discusión —dijo Hank mirando severamente a Pete.—Que se calle Vern. Fue él quien empezó.—¡A callar, he dicho!—Está bien.Vern le tiró un buen puñetazo a Pete. El agredido quiso repeler la agresión, pero se lo impidió Hank, que los separó violentamente. Quedaron

los dos contendientes uno frente a otro, con Hank en medio, mirándose con odio.—Os voy a impedir que vengáis conmigo a ninguna parte si continúan estas peleas —dijo Hank.Miró como un amo a los dos peleadores y luego se volvió de pronto a Robbie Gunsby, amenazándole con el puño cerrado.—Te he dicho ya una vez que te vayas. ¿Quién te autorizó a venir con nosotros, mocoso?Robbie corrió a refugiarse detrás de Vern. No respondió ni una palabra. Hank volvió al lado de Ganus, quien se apretaba contra las tablas de

la valla, muerto de miedo.—Sabemos que llevas mucho tiempo en casa de los Singfield, muchacho —le dijo—, y quiero que sepas que no me gusta que un negro

como tú esté tan cerca de una joven como Stephena. De manera que vas a buscar trabajo en otra parte y a procurar que no te veamos más poraquí, ¿me oyes?

—Míster Hank, por favor... Míster Charley me dijo que no abandonara su casa sin que él me autorizara a ello. Si me voy ahora se molestará.Tal vez me castigue... Por favor...

—No me importa lo que él pueda hacer contigo. Me trae completamente sin cuidado. O te vas de aquí o te mataré como a un bicho.

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Para corroborar la amenaza le acercó el cuchillo al cuello.—¿Ves este cuchillo? Pues esto es lo que importa, no lo que diga o haga míster Charley contigo si te vas...Robbie se acercó a Vern para indicarle que alguien venía por el callejón. Sin pronunciar una palabra, Pete advirtió a Hank de la novedad.

Todos en suspenso prestaron atención a los pasos del que llegaba. Hank escondió el cuchillo rápidamente, lo guardó en el bolsillo y se dejó caeren la valla junto a Ganus. Cuando el desconocido estuvo cerca vieron que era Paul Benoit, propietario de unos almacenes en Peachtree Street,que vivía dos casas más allá, antes del callejón. Paul se detuvo al verles.

Ganus pensó en que no tendría mejor ocasión para escapar. Le bastaría correr y ponerse junto a Paul Benoit y pedirle ayuda. Pero cuandomeditó sobre lo que Hank le haría si lo cogiese otra vez después de la huida, desistió de su empeño, sin ánimo para moverse siquiera.

—¿Qué haces aquí, Vern? —preguntó Paul mirando a los muchachos con sorpresa.—Nada, míster Benoit —replicó Vern con desparpajo—. Estamos charlando.Paul se acercó.—¿No estaréis maltratando a este negrito, Hank? —preguntó con un tono de voz que revelaba sus sospechas.—No, señor, míster Benoit —replicó Hank con énfasis.Pete vio que míster Benoit le miraba con insistencia y quiso justificarse..—Es cierto, míster Paul...—¿Quién es este muchacho negro que está con vosotros?—Es Ganus Bazemore, míster Benoit. Un criado de míster y mistress Charley Singfield —explicó Vern.Pete advirtió que Robbie Gunsby se iba acercando poco a poco a Paul Benoit. Lo cogió por un brazo y lo retiró con fuerza. Robbie gimió,

dolorido, pero se quedó quieto y en silencio, porque los puños de Pete estaban peligrosamente cerca de sus mejillas.—Entonces, ¿no hay novedad, muchachos? —preguntó Paul mirándoles uno a uno.—En absoluto, míster Benoit —respondieron casi simultáneamente Pete y Hank—. Todo va bien...—Ganus, ¿te ocurre algo? —preguntó al negro.Ganus tragó saliva. Sabía que no volvería a tener otra oportunidad de escapar de aquellos verdugos blancos. Pudo ver con el rabillo del ojo

que todos estaban pendientes de sus palabras, preocupados. Adivinó lo que estarían pensando.—Nada, míster Benoit —dijo con amabilidad, mirándole directamente a la cara, como si dijese verdad—. Estoy muy bien, señor. Gracias...—Nos hemos parado para hablar un rato con Ganus —dijo Vern—, pero nos iremos a casa en seguida.Paul se fijó entonces en Robbie Gunsby.—¿Qué estás haciendo aquí, Robbie? ¿Son horas de estar en la calle? Creo que debes irte a casa.Robbie miró a Pete y vio que le vigilaban. Tuvo miedo y respondió:—Sí, míster Benoit, me iré en seguida...Paul siguió su camino, hacia su casa. No se volvió siquiera a mirarles.—¡Adiós, muchachos, buenas noches!Durante un buen rato nadie pronunció palabra. Nadie se movió siquiera hasta que se oyó a Paul entrar en su casa y cerrar la puerta tras él.

Vern fue el primero que rompió el silencio.—Si sucediera algo, Paul podría decir que nos ha visto aquí y a estas horas.—Tonterías —dijo Hank con arrogancia escupiendo en los pies de Ganus—. No le tengo miedo a Paul Benoit. Es un tonto que no vale ni el

trabajo de ocuparse de él.—Creo que deberíamos ser prudentes, Hank Newgood —dijo Robbie alejándose de Pete cuanto pudo—. Míster Benoit sabría, si a Ganus le

ocurriese algo, que habíamos sido nosotros los autores de la fechoría.—¿Cuántas veces voy a decirte que te vayas a casa, mocoso? —amenazó Hank con acritud—. La culpa la tiene Vern por permitirte venir

con nosotros. Eres muy pequeño para andar entre hombres. No quiero verte después de esto, ¿me oyes, Robbie?—Yo vine porque me dijeron que sólo íbamos a divertirnos asustando a Ganus con algunas piedras. Nadie me dijo que se le haría daño. No

comprendo por qué queréis maltratar al muchacho, que no nos ha hecho nada. Si le ocurre algo yo diré que habéis sido tú y estos amigotesquienes le han maltratado... Me iré a casa, sí, pero para contarle a todo el mundo lo que estáis haciendo con Ganus.

—Cállate, mocoso —dijo Pete, amenazándole—. Ni te vas a ir a casa ni vas a contarle a nadie nada, y si lo haces te romperé la cabeza.Le cogió por el cuello con ambas manos y le apretaba mientras le decía enfurecido:—Acusón, acusón... Ve, anda, si eres capaz, y cuenta todo esto, acusón, mocoso... —Quiero irme a casa —dijo Robbie medio llorando. Vern

apartó a Robbie de Pete y se encaró con éste: —Pega a los muchachos de tu edad, cobarde... Hank sacó otra vez el cuchillo.—Hank, pégale un poco a Ganus y permítele que se vaya luego —dijo Vern cuando vio el cuchillo—. Es muy tarde y algún vecino puede

oírnos y venir a averiguar lo que está ocurriendo. Míster Benoit puede regresar... No quiero que me cojan hiriendo a Ganus con un cuchillo... Mipadre me daría una paliza descomunal, de esas inolvidables.

—Quiero irme a casa —sollozó Robbie.—¡Cristo bendito! —dijo Hank con disgusto—. ¿Por qué no dejáis a estos garitos en casa pegados a las faldas de mamá?Nunca he visto tantos cobardes sueltos por la calle en esta ciudad.Con la lengua entre los dientes, como si sacara fuerzas de su estómago, dio un corte a Ganus con el cuchillo. La sangre brotó en el hombro

del negro.—Para que veáis que no me asusto de nadie —dijo con energía.Ganus, sin quejarse siquiera, se apartó de Hank cuanto pudo y puso la mano sobre su herida, apretando cuanto podía.—Le has herido, Hank Newgood —dijo Robbie llorando—. ¿Por qué has hecho esto? No le ha hecho nada a nadie, es buena persona, no se

metió con nosotros...Corrió de pronto callejón adelante, mientras amenazaba:—Me voy a casa, y lo diré todo...—Hank, Robbie Gunsby va a acusarnos... Va a decir que fuiste tú quien hirió a Ganus —dijo Vern, asustado.—Deja hablar a ese mocoso —dijo Hank con indiferencia—. ¿Qué importa? Hacerle un corte a un negro no tiene importancia. He visto a mi

padre darle una paliza a uno de ellos y saltarle un ojo de un estacazo.Vern y Pete empezaron a alejarse de él. Vern se acercó a Ganus y le dijo a media voz:—Ganus, ¿nos denunciarás? Yo no sabía que te harían daño. De verdad te lo digo, Ganus. Dios sabe que no sabía que te harían sangre-Antes que Ganus pudiera responder nada, Hank cogió a Vern como si fuera un muñeco y lo tiró en mitad del callejón. Después hizo lo mismo

con Ganus.

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—Puedes irte, y cierra la boca. No te conviene hablar más de la cuenta...Se acercó otra vez a Ganus, y volvió a empujarle de mala manera.—Si hablas, te llenaré de cortes el cuerpo. Ya has visto que soy capaz de hacerlo.Sin pararse a recoger sus pantalones, Ganus corrió todo lo que pudo hacia Poinsettia Street. Una piedra enorme le silbó junto a la cabeza,

pero él no dejó de correr. No volvió la cara atrás en todo el trayecto, y cuando llegó a su casa iba rendido. No había dejado de correr ni unsegundo.

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4

En los últimos días del mes de mayo, después de cinco semanas de trabajo, nadie había dicho a Kathyanne una sola palabra sobre susueldo. Cuando dejó el servicio de los Swaynes, había encontrado empleo en casa de Madgie Pugh para hacer de cocinera, limpiadora,lavandera y cuerpo de casa; desde entonces, cada vez que la negrita sacaba a relucir la cuestión del sueldo, la señora se enfadaba mucho, lareñía severamente y decía que estaba muy ocupada para detenerse a resolver semejante cosa. Así habían ido pasando semana tras semana,desde el último sábado de abril, sin que Kathyanne alcanzara a explicarse la actitud de su señora, ni la razón de tan persistente negativa apagarle su sueldo.

Los Pugh vivían a una media milla del centro de la ciudad, en una casa cuadrada de ladrillos rojos construida sobre una colina arenosa, alfinal del trayecto norte de Palmetto Street. Era una barriada moderna, que había ido naciendo durante los últimos años. La colina, previamentenivelada con grandes máquinas y reforzado su suelo con una plantación de retamas y arbustos de raíces profundas, había sido bautizada con elnombre de Sedgefield, y alcanzado una gran importancia en poco tiempo, convirtiéndose en lugar de moda.

Los vecinos de Sedgefield eran todos gentes que podían mantener un jardín durante todo el año, un prado en el invierno y un campo decésped en el verano. Cárter Pugh era un hombre cordial de cara redonda y sonrosada, director gerente de una importante compañía demaquinarias para el algodón. Él y su esposa, Madgie, habían nacido en Estherville y vivido allí desde siempre. Tuvieron que casarse a toda prisa,sin esperar el tiempo razonable que tan grave decisión exige, porque hubo que salir al paso de graves murmuraciones que por la ciudad seextendieron, cuando alguien que tenía un hermano empleado en un hotel de Augusta contó una misteriosa historia. En la actualidad, marido ymujer andaban ya por los cuarenta y eran padres de dos criaturas, Jimmy y Francés, que cursaban ya la segunda enseñanza.

Madgie pertenecía al Garden Club y pasaba fuera de casa dos tardes cada semana para acudir a las reuniones directivas. Los domingosasistían a los servicios religiosos, los niños por la mañana y los padres por la tarde. Los miércoles iba Madgie sola a escuchar la predicación,porque Cárter decía que sus ocupaciones no le permitían atender tan rígidamente sus obligaciones con la iglesia. Sin embargo, ninguno de losdos desaprovechaba ocasión propicia para presumir de que pertenecían a familias tradicionalmente bautistas, y que habían aportado sietepredicadores magníficos al clero de su iglesia.

—Le advierto Kathyanne, que no me gusta ser molestada tan a menudo con peticiones de dinero —dijo Madgie aquella mañana, cuando lamuchacha le recordó una vez más que no le había pagado.

Madgie tenía la costumbre de agitar las manos en el aire como, si imitara el vuelo de un pájaro. Era enérgica y nerviosa, y algunas veces, enparticular cuando se disgustaba, sufría de ataques histéricos con orquestación de gritos. Los vecinos cercanos estaban ya acostumbrados, y nisiquiera se molestaban en preguntar qué ocurría, cuando la sentían escandalizar como si se hubiese vuelto loca de repente. Cárter le dabasiempre la razón, precisamente para evitarse escenas violentas. Y por culpa de tales escenas, los criados no duraban jamás en aquella casa másallá de un par de semanas.

—Lo más insoportable para mí —gritó a Kathyanne con voz agudísima— es que me molesten con tonterías cuando tantas cosas importantestengo que hacer. Mañana llega a la ciudad una comisión de gente muy importante para tratar de la próxima exposición de flores, y eso es lo únicoque me interesa hoy. Ya te he dicho docenas de veces que discutiremos el asunto del sueldo cuando tenga tiempo de ello... —se levantómanoteando, porqué había estado hablando sentada a la mesa mientras desayunaba, y dio a entender con un gesto agrio que la conversaciónestaba definitivamente terminada—. Ahora, por favor, óyeme con atención una última cosa: guárdame siempre la cortesía y el respeto propios demi categoría social. Al fin y al cabo, no eres más que una criada. Cada cual debe ocupar su puesto y no salirse de sus límites-

—Pero, miss Madgie —dijo Kathyanne desesperada—, yo necesito ahora mismo siquiera una parte de mi sueldo. No pagamos la renta dela casa desde hace dos meses y el contrato dice que debe pagarse cada semana... Tía Hazel necesita medicinas... Mi hermano está ahora sintrabajo... y...

—Bien, ¿y por qué no trabaja? —interrumpió Madgie como una fiera—. Hay muchos vagos entre los negros de este país. Vagos que nosirven más que para dar disgustos. Despierta al holgazán de tu hermano y oblígale a trabajar. Es una vergüenza que un hombre fuerte y sanorehúya el trabajo decente. En este país nadie puede decir que no encuentra empleo y quien no trabaja es porque no quiere. ¿Por qué estáissiempre los negros con historias tristes.de enfermedades y de miserias en la familia? Estoy oyendo esas mismas quejas desde que tengo uso derazón y me estoy cansando de ellas. No tengo ninguna simpatía por los negros, ¿me oyes? No tenéis dignidad...

Kathyanne no contestó. Llevaba con los Pugh el tiempo suficiente para saber que cualquier respuesta a semejantes insultos provocaría unescándalo de consecuencias imprevisibles. Madgie estaba tan excitada que sería capaz de una agresión personal en caso de provocación. Enuna ocasión ya le tiró a Kathyanne a la cabeza el cesto de los papeles porque la muchacha se había olvidado de limpiarlo. Incluso sus propioshijos estaban nerviosos e inquietos en presencia de su madre, y rara era la mañana que iban a la escuela sin el pitido irresistible de los gritos deMadgie. Su marido procuraba acabar el desayuno antes que ella despertara, para evitarse la molestia de coincidir con su mujer en la mesa.

Madgie se dirigió hacia la puerta del comedor, pero a mitad de camino se volvió, como si acabara de recordar algo de gran importancia,miró a Kathyanne inquisitivamente, regresó a la silla y se sentó otra vez. A simple vista se advertía que estaba haciendo esfuerzos para dominarsus sentimientos y aparentar calma y serenidad. Ni golpeaba con el cuchillo sobre la mesa, ni con las uñas en el vaso del agua... Las manosdescansaban inmóviles sobre el blanco mantel. Kathyanne no la había visto nunca tan tranquila y creyó que una mano misteriosa le habría tocadoen el corazón para hacerle cambiar de idea. La negrita esperó que en el cambio viniera incluido también el pago del sueldo. En el extremoopuesto de la mesa, apoyada sobre el respaldo de una silla, Kathyanne esperó que Madgie hablase.

—Desde luego, Kathyanne —dijo dulcemente, hablando por primera vez en toda la mañana sin irritación ni despecho—, hay cosas que megustaría saber sobre ti. Es natural... Y me alegro de que tengamos una ocasión de hablar de ellas. Hace tiempo que quisiera preguntarte algunascosas...

—Dígame usted, miss Madgie —dijo la negrita con la esperanza de recibir buenas noticias.—Cuando viniste a trabajar a casa no trajiste referencias, ¿verdad? ¿Por qué? ¿No quiso mistress Swayne dártelas? —preguntó con un

tono íntimo y confidencial.Kathyanne se sobresaltó. Apretó inconscientemente el respaldo de la silla con los dedos agarrotados. Madgie la miraba sonriente con los

ojos muy abiertos. —No se las pedí, miss Madgie.—¿No? ¿Por qué no? —acució con sonrisa de victoria en los labios.—No se las pedí al salir, y como no he vuelto a la casa ni una sola vez...—¿Estás segura de que no hay otra razón, Kathyanne? —dijo mientras cogía un cuchillo y se ponía a jugar con él—. ¿Estás segura de que

ha sido sólo por eso...? —Creo que si se las hubiera pedido... Madgie sonrió recelosa.—¿Pero por qué no se las pediste aquel mismo día, al dejar la casa?

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—Era muy tarde y miss Norma acababa de regresar de Savannah... No me pareció prudente molestarla para pedirle las acostumbradasreferencias. Usted no me las pidió cuando vine, miss Madgie... —respondió Kathyanne con tranquila calma y sin dejar de mirar cara a cara a laseñora.

Madgie echó Un poco de café en su taza. Luego se puso a moverlo sin apartar la vista de la negrita.—Bien, no hablemos más de eso. Creo que el asunto no tiene mayor importancia.—Si usted quiere, le pediré a miss Norma referencias. Estoy segura de que no me las negará.—¡He dicho que no me importan ya! —gritó nerviosa, con las manos trémulas—. No quiero que se hable más de ese asunto.La irritación momentánea pasó y Madgie recobró la necesaria calma para el interrogatorio.—Dime, Kathyanne, ¿qué clase de comidas se sirven en casa de mistress Swayne? ¿Hacen algunos extraordinarios cuando tienen visitas?

¿Qué comen cuando están solos? En una palabra, ¿cómo viven?Por el tono de la voz y por la expresión de su cara se veía con claridad que Madgie estaba deseando descubrir los secretos familiares de los

Swaynes, y que había esperado mucho tiempo una ocasión tan buena como la de tener en su casa a una sirvienta de ellos. Kathyanne queríaeludir la cuestión, porque pensó que cuanto ella dijese sería al día siguiente divulgado y serviría durante dos o tres semanas de material dechismes y conversaciones entre las mujeres de la ciudad. Madgie la miraba con ansiedad, esperando que hablase y revelase lo que tanto tiempohabía estado esperando saber. Kathyanne meditaba en silencio una contestación que no la comprometiera, porque quería permanecer fiel aNorma. Nunca había trabajado la negrita con nadie que la hubiese tratado mejor y más cariñosamente que ella. Ojala hubiera podido seguir parasiempre en aquella casa. Pero había que contestar algo porque la cara de impaciencia de Madgie iba perdiendo color con la espera. Decidióhablar, pero cuidando que lo que dijese no pudiera ser utilizado luego en perjuicio de Norma.

—En casa de miss Norma se come exactamente igual que aquí, miss Madgie.A Madgie le sentó mal la comparación, pero no hizo comentarios inmediatos. Había esperado esta oportunidad desde el día en que

Kathyanne había entrado a su servicio y no quería desaprovecharla.—Mira, Kathyanne —dijo con una amplia sonrisa de condescendencia—, en mí puedes confiar completamente. No diré a nadie una palabra

de cuanto me cuentes en confianza. Norma Swayne es una de mis mejores amigas, sin duda alguna. Yo soy incapaz de propalar cualquier noticia,aunque sea insignificante, que pueda ocasionarle algún perjuicio. No es ésa mi condición... Todo el mundo me conoce...

—Aquellas comidas eran exactamente como éstas, mis Madgie —repitió la negrita con obstinación-Se toma pollo asado, arroz, carne conpatatas... Exactamente lo mismo que aquí. Al menos es lo que he visto en esta casa en el tiempo que llevo trabajando a su servicio.

—A míster Pugh le gustan mucho el pollo asado, el arroz y la carne de vaca-dijo Madgie molesta y a punto de echarlo todo a rodar—, y yoprocuro darle siempre aquello que le gusta, como corresponde a una buena esposa...

Se quedó pensativa, mirando fijamente al fondo del vaso de agua que tenía en la mano. Después de unos instantes de silencio habló denuevo.

—Bien —dijo como si hablara consigo misma—, pero la gente comenta que a pesar de su dinero viven muy modestamente y que podríancomer bastante mejor de lo que comen ahora. Hay mucha gente rica incapaz de aumentar en uno o dos dólares su presupuesto paraproporcionarse alguna satisfacción. Siempre he dicho que Norma es demasiado ahorrativa, tal vez tacaña... Si gastara un poco más en vestirseno tendría ese aspecto de pobreza... Hay veces que parece enteramente una pobre mujer... Bebió un sorbo de café y apartó la taza de su lado.

—¿Cómo es la ropa de la cama de miss Norma, Kathyanne? —siguió—. ¿Tiene sábanas finas o las tiene de percalina barata? ¿Tienemantas de lana o de algodón?

Kathyanne contestó despacio y con precauciones:—No lo sé, miss Madgie.—Vamos a ver, ¿qué vajilla usan cuando no tienen huéspedes o invitados? ¿Tienen cubiertos de plata o son de latón? Es una cosa que me

ha preocupado siempre... Norma es buena en algunos aspectos, pero en otros es incomprensible...—Su vajilla y sus cubiertos son exactamente iguales que los de usted, miss Madgie.Madgie se iba irritando poco a poco con las respuestas evasivas de Kathyanne, pero hacía lo imposible por mantenerse ecuánime.—Bien —dijo aparentando calma—, ¿es verdad lo que dicende que Norma obliga a su marido a llevar puestas las camisas dos o tres días seguidos para ahorrarse algo en la cuenta de la lavandera?

¿Es verdad que él ha llegado a ser vicepresidente del Banco por la ayuda que ella le ha prestado? ¿Es cierto que míster Cárter era, cuando laconoció, un modesto dependiente de una tienda de comestibles? Desde luego no sé si es decente la conducta de quien lo cifra todo en el dineroy ahorra hasta en la cuenta de la lavandera... Aunque hay que reconocer que existe mucha gente como Norma Swayne, ¿verdad, Kathyanne?

—No lo sé, miss Madgie.Madgie ya no podía más. Sus labios no eran sino una línea rosada en la blancura de su cara. Miraba a Kathyanne con ojos de odio.—Ahora, dime la verdad, Kathyanne —dijo con tono suplicante—. ¿Dejaste la casa de los Swayne por tu gusto o te despidieron ellos? ¿Qué

pasó en realidad?—Dejé aquella casa por mi voluntad.—Eres muy atractiva, Kathyanne... Estoy segura de que te ocurrió algo... Me dijiste que habías estado con ellos unos seis o siete meses, y

ésa es una familia en la que duran los criados años y años... ¡Dime la verdad!—Le he dicho la verdad, miss Madgie. Dejé aquella casa por mi voluntad.—Ya sabes que puedo pedirle informes por teléfono a miss Norma y ella me los dará. Siempre hemos sido muy buenas amigas.—No me importa que la llame usted, miss Madgie.—Pero, al menos dime por qué quisiste dejar el servicio de miss Norma —dijo Madgie desesperada.—Creí que me convenía más buscar otra colocación.—¡Claro! —dijo Madgie con una sonrisa triunfal—. Eran razones particulares, íntimas, estrictamente personales, ¿verdad? No eran razones

que tuviesen que ver con el trabajo o con el trato que te daba miss Norma, ¿eh? Debiste pensar que trabajar en la ciudad como criada domésticano era tan fácil como te creías en el pueblo, ¿verdad, Kathyanne?

—Tal vez —admitió la negrita.Madgie sonrió con suficiencia para dar a la muchacha la impresión de que sabía toda la historia y que era inútil que le siguiera ocultando la

verdad.—Tengo mucha experiencia de la vida y no me sorprende en absoluto saber que te fuera difícil trabajar en aquella casa. Una muchacha de tu

edad, con buen tipo, guapa dentro de tu raza— es natural que llame la atención al señor. Hay muchos hombres poco escrupulosos en materia dediferencia de razas. El país está lleno de hombres así, ¿verdad, Kathyanne? Hombres blancos, digo, desde luego. Bien sé que tú has sabido estopor propia experiencia, ¿verdad?

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Kathyanne no contestó y Madgie interpretó su silencio como señal de conformidad.—¿Te ha ocurrido algo en la ciudad que te confirme esto, Kathyanne? Estoy segura que sí...La negrita guardó silencio. Temió que Norma hubiera averiguado la razón de su marcha de la casa y se lo hubiese contado todo a Madgie.

Si esto era cierto, lo más natural sería que Madgie la despidiera y que toda aquella conversación no hubiera sido casual sino provocada, parajustificar el despido. Comprendió que había llegado la ocasión de hablar con honradez y con claridad, dejando las cosas bien en su punto.

—Kathyanne —empezó a decir Madgie acercándose a la negrita y bajando la voz hasta hacerla confidencial, íntima—, pequeña Kathyanne,¿ha dicho mi marido... míster Pugh... o ha hecho algo que pueda interpretarse como una insinuación— como una manera de darte a entender queestá interesado por ti...? En fin... ya sabes a lo que me refiero— Los hombres son a veces muy impresionables... Tienen poco tacto, poca picardíapara muchas cosas... Se les engaña como a niños pequeños, ¿verdad, Kathyanne? Una mujer lista sabe leer en el pensamiento de un hombreincluso a una milla de distancia— Por favor, quiero que seas conmigo completamente franca y honrada... Míster Pugh no sabrá nunca lo que tú medigas en confianza ahora... ¿Te ha dicho algo, te ha insinuado algo...? Ya sabes a lo que me refiero, Kathyanne...

—¡No, miss Madgie! —respondió la negrita con voz firme y mirando cara a cara a la señora.—¿Estás segura? ¿No me estarás mintiendo? —preguntó con los labios trémulos y las manos cruzadas sobre la falda para disimular su

nerviosismo—. Quiero saber toda la verdad, Kathyanne... Toda la verdad...—Ésa es la verdad, miss Madgie.Madgie la miró de arriba a abajo con una mirada fría y dubitativa. Después volvió a sentarse en la silla, hundidos los hombros,

repentinamente derrumbada... Hasta pareció más vieja cuando las arrugas se le marcaron de pronto como líneas de lápiz.—No sé si creerte o no. Las mujeres somos muy buenas disimuladoras cuando nos conviene. Todas, todas las mujeres... Mucho más las de

tu edad... No sé si creerte, no sé... —estaba hablando, a punto de llorar, con la cabeza oculta entre las manos—. Es lástima que esta duda queme atormenta siga en pie. Pienso en todo lo peor, y es un tormento terrible... No me fío de nadie, ni siquiera de mister Pugh... Cuando pienso... —comenzó a hablar en voz alta inesperadamente— que pudiera engañarme... ¡Pero yo lo impediré... yo lo impediré!

Se secó las lágrimas con la servilleta. Las dos mujeres estaban una frente a otra mirándose fijamente y queriendo adivinarse lospensamientos. Era ya muy tarde y los trabajos de la casa estaban todavía sin hacer. Kathyanne empezó a pensar que era necesario arriesgarse yrecordar a Madgie una vez más la cuestión de su sueldo. Lo más probable es que le respondiera de mala manera, pero había que arriesgarse.Madgie la miraba, mientras, de manera inquisitiva.

—Kathyanne —dijo—, si alguna vez tengo motivos para creer que... Bueno, ya sabes lo que quiero decir... ¿Lo sabes o no?... No tendrépiedad para ti... No lo pensaré siquiera ni daré tiempo a que ocurra dos veces, porque te mataré... Sí, sí... te mataré... Te conviene no olvidar esto,Kathyanne... Te mataré.

—Sí, miss Madgie —dijo la negrita asustada.Madgie se levantó por segunda vez con intención de marcharse. Ya estaba casi fuera de la habitación cuando Kathyanne se decidió a

hablarle. La negrita corrió detrás de ella,—¡Miss Madgie!Madgie se detuvo y la miró interrogante.—Miss Madgie, por favor, necesito mi sueldo...—¡Oh! —exclamó como si se alegrara que Kathyanne le recordase el asunto—. Sí, sí, claro... —añadió sonriendo con rara amabilidad y

dirigiéndose al interior de la casa—. Ahora arreglaremos eso, Kathyanne.

Tan pronto como tuvo levantada la mesa, recogidos los cubiertos y guardadas las servilletas y el mantel en el armario, Kathyanne se fue a lacocina y se puso a lavar los platos. La actitud de Madgie había sido tan inesperadamente amable al hablar del sueldo que la pobre negra noacababa de encontrar una explicación para cambio tan repentino. De vez en cuando se detenía y escuchaba con ansiedad por si se sintiesen lospasos de Madgie que regresaba. Pero Madgie tardó más de un cuarto de hora en volver. Mientras ponía los platos en el armario empezó adesconfiar y a pensar que Madgie la había engañado y no tenía intención de pagarle.

Kathyanne no sabía qué hacer. Clyde Picquet, el cobrador de la renta, se había avenido a esperar hasta aquella tarde, según le había dicho,pero porque ella le había prometido pagarle sin falta con el sueldo que pensaba cobrar. Además de para la renta, el dinero le era preciso paracomprar alimentos y las medicinas para tía Hazel» Se puso a fregar el suelo, luego colocó la tetera en su sitio, después no supo ya que hacer... yse acercó con cuidado a la puerta que daba al interior de la casa por donde debía regresar Madgie.

Por fin la oyó venir. Corrió la negrita a la cocina y esperó de pie junto a la mesa. Los pasos se alejaron y Kathyanne se desilusionó, pensandoque quizá Madgie habría salido ala calle sin haberle pagado antes su sueldo. Pero los pasos volvieron a oírse. Madgie se acercaba sin lugar adudas. Madgie entró en la cocina con un gran lío de ropa en los brazos...

Dejó la ropa hecha un montón sobre la mesa de la cocina y sonrió satisfecha. Había vestidos de lana pasados de moda, que habían estadocolgados de sus perchas durante años. Madgie buscó en el montón hasta que encontró debajo de todo un sombrero: un sombrero sucio,aplastado y con las plumas lacias y desbarbadas.

No alcanzó a comprender exactamente el pensamiento de Kathyanne cuando la negrita miró pasmada el montón de ropa usada tirada sobrela mesa, y creyó que su generosidad sería reconocida y alabada. Se retiró lo bastante para mirar con perspectiva el espléndido regalo.

—¡Qué te parece! —dijo Madgie cogiendo el sombrero y poniéndoselo sobre la cabeza con un gesto que quería ser amistoso y cordial—.Casi tenía olvidadas estas cosas. No sé desde cuándo no las veo. Quiero ser generosa contigo, Kathyanne, y espero que sabrás apreciarlo yagradecerlo. Hay vestidos muy caros y este sombrero era el último grito de la moda cuando yo lo compré en Atlanta. No he querido nuncadesprenderme de estas cosas, pero estoy segura de que regalándotelas te haré feliz porque te sentarán bien, aunque tengas que arreglaralgunas prendas —mientras hablaba miraba con ojos curiosos la esbelta figura de la negrita—. Bien, ¿qué te parece todo esto? ¿Qué haces ahíparada? ¿Es que no vas a darme las gracias, Kathyanne? ¿No comprendes que estoy portándome contigo mejor de lo que mereces...? ¡Di algo,por favor, Kathyanne!

La negra no quiso dejar traslucir todos los sentimientos que se le agolparon, porque todavía conservaba una lejana esperanza de que almenos una parte de su sueldo le fuese pagada en dinero. Esperó antes de contestar, con los labios apretados, el tiempo suficiente para estarsegura de que dominaba sus nervios. Sabía que si no era prudente en aquella ocasión podría con cualquier palabra o gesto buscarse parasiempre la enemistad peligrosa de Madgie. Sintió en los ojos el escozor de las lágrimas y comprendió que estaba en un momento importantísimode sus relaciones con aquella familia.

—¿Qué te pasa, Kathyanne? —oyó que le decía Madgie con voz de impaciencia—. Te estás portando de una manera muy extraña. No hasdicho una sola palabra, Kathyanne.

Antes de contestar sabía que le sería imposible condescender en todo con Madgie y que a pesar de sus esfuerzos acabaría molestándola,

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pero no había más remedio que enfrentarse decididamente con la situación.—No puedo aceptar esas cosas a cambio de mi sueldo, miss Madgie —dijo sin preocuparse más de disimular sus sentimientos—. Yo

necesito dinero y no ropas.—¡Vaya, vaya! —comentó Madgie con sarcasmo—. Debí suponer que tú eras una persona demasiado elegante para usar mis ropas.—No, no es eso.—Entonces, ¿qué es?Esta vez no quiso Kathyanne contestar nada.—Eres una ingrata... una loca... —acusó Madgie con crueldad—. No he visto nunca una persona como tú. Cuando viniste a trabajar a esta

casa creí que por fin había encontrado una negra que sirviese para algo. Ahora veo que me equivoqué. Eres exactamente igual que todos los detu raza. No tenéis ningún sentido de la gratitud y no hay nada en el mundo más despreciable que un criado ingrato.

—La aprecio y la respeto mucho, miss Madgie, pero yo necesito dinero, no ropa... Dinero, dinero.—¡Dinero! —dijo Madgie con una risa burlona—. Tú lo que quieres es contarme alguna historia triste para quedarte con el dinero y las ropas.

Conozco muy bien los trucos de los negros. Nadie me ha enseñado, pero adivino sus pensamientos. Claro que tú no me has engañado ni uninstante, porque desde que te vi supe de lo que serías capaz. He vivido junto a los negros toda mi vida y sé de sus marrullerías mucho más queellos mismos. Ni uno siquiera habría sabido agradecer, en todo lo que vale y representa, este gesto mío. Algunas veces pienso que el mundo noperdería nada si no quedase un solo negro sobre la faz de la tierra. Pero no me engañarás, Kathyanne.

—Cuando yo vine a aquí a trabajar...—¡Cuando tú viniste a trabajar! ¡Era lo que me faltaba que oír! Estás diciendo una mentira de la peor especie. Nadie que conozca como yo a

los negros creerá que viniste a trabajar. No dicen ustedes ni una sola verdad. Sabes muy bien que cuando empezaste a servir en mi casa no sehabló nada de pagar en dinero. Ni siquiera una vez se habló del particular. Tú dijiste que trabajarías por una retribución razonable...

—Pero cuando una persona se concierta con otra para trabajar a su servicio, ya se sobreentiende que lo hace a cambio de un sueldo endinero. Miss Norma siempre me pagó así...

—¡Cierra la boca! ¡No te consiento que me hables de ese modo tan impertinente! Estás intentando aparecer como víctima de mi conducta,como si yo intentara beneficiarme a tu costa. Aquí no hubo concierto ninguno y por lo tanto lo que yo haga se quedará hecho y ni tú ni nadie podrádecirme nada que no sea cosa razonable. Siempre he dado a mis criados la ropa usada mía, y puedo decir que todos la recibieron con gusto yno disimulaban su contento por poder usarla. Algunos que se mostraron tan impertinentes como tú tuvieron luego que arrepentirse. Parece queolvidas que durante este tiempo te he estado dando tres comidas diarias. Sólo con eso creo que me he excedido en generosidad. No te creasque encontrarías en la ciudad muchas señoras que traten a sus criados tan bien como yo te he tratado. Eres una ingrata, Kathyanne. Muy ingrata.Espero que te arrepentirás algún día de esto. Tienes que pasar muchas penas como consecuencia de esta postura impertinente tuya. Por últimavez, ¿quieres o no quieres esta ropa que te ofrezco?

La negrita negó con la cabeza.—¿Por qué no?—Porque yo necesito quince dólares para pagar la renta de mi casa.Madgie, en un ataque de rabia, cogió una panera que había sobre la mesa y la estrelló contra el suelo. Un trozo de pan que había en ella fue

a parar al otro lado de la habitación dando un golpe seco sobre la pared como una pedrada.—Todos los negros sois iguales... siempre pidiendo dinero. Nunca he sentido simpatía alguna por semejante gente. Cuanto mejor son

tratados más piden. Visto que no quieres recibir este obsequio mío yo tomaré las medidas necesarias para darte un buen escarmiento. Conozcoel sistema: los negros abandonan sus aldeas en el campo después de haber cursado la primera enseñanza y se vienen a la ciudad a vivir a costade los blancos. Pero alguien se ocupará de darte una buena lección. Una lección que no olvidarás nunca.

.-Las ropas son muy bonitas y muy buenas, miss Madgie, pero la renta de mi casa hay que pagarla en dinero...Madgie estaba ya perdiendo la cabeza. De todos modos hizo un esfuerzo y sonrió de labios afuera.—Kathyanne, no quiero ser dura contigo. Toda mi vida he creído que los blancos debemos esforzarnos en comprender a los negros, en

ayudarlos, en enseñarles el camino mejor para ellos, en una palabra... cuidarlos como si fueran niños. Siempre he oído decir a los blancos que espreciso hacer lo imposible para conseguir que las dos razas vivan en armonía y por lo que respecta a mí todo el mundo sabe cuál ha sido miconducta a este respecto. Una madre no va a matar a un hijo pequeño porque no tenga el juicio y la experiencia de un adulto... y lo que hace esamadre es enseñar con paciencia al niño qué cosas le convienen y qué cosas le perjudican. Esto es lo que debemos hacer todos y es lo quequiero hacer contigo, Kathyanne, chiquilla... Quiero tener la paciencia, la paciencia suficiente para ayudarte a comprender. Si te hacen falta lasropas, todavía estás a tiempo de cambiar de opinión. Hay cosas muy bonitas. Por ejemplo, mira este vestido estampado. ¿No te gusta,Kathyanne? Es un poco grueso el tejido para que puedas usarlo ahora, pero yo te prestaré una percha para que lo guardes hasta el invierno. Mealegraré muchísimo de poderte ayudar.

La negrita seguía negando con la cabeza.—Buscaré otro sitio para trabajar. No me gusta cambiar de trabajo, pero no puedo seguir aquí sin cobrar mi sueldo en dinero.—No harás semejante cosa —gritó Madgie con rabia, arrojando violentamente sobre la mesa uno de los vestidos que tenía en la mano—.

Nunca he oído impertinencia igual en toda mi vida, ni supuse jamás que alguien pudiera hablarme como me estás hablando. Quieres marchartede esta casa para ir luego por la ciudad contando mentiras sobre mí, diciendo que no quise darte tu sueldo, acusándome de quererte pagar conprendas viejas, quién sabe si poniéndome de ladrona. Hay mucha gente en la ciudad que se alegraría de tener algo mío que contar. Pero yo noles daré ocasión para que se diviertan conmigo. Tengo en Estherville una reputación que estoy dispuesta a conservar. Te quedarás aquí hastaque yo quiera,, Kathyanne. ¿Me entiendes?

—Por favor, miss Madgie...—Si tus parientes no fueran irnos vagos que quieren comer a tu costa, no tendrías que andar pidiendo dinero para pagar la renta de tu casa.

No creas que con tus lamentaciones vas a conseguir de mi ayuda lo que quieras para tus trapacerías.Madgie se fue al otro extremo de la cocina y desde allí miró a Kathyanne con desprecio. La cara se le iba enrojeciendo poco a poco de rabia

y los labios le temblaban.—Hace tiempo que quería decirte todo esto y me alegro de que se haya presentado la ocasión. Lo que más desprecio en el mundo y más

asco me da —dijo cruelmente— es un sucio y maloliente negro.Siguió un largo intervalo de silencio durante el cual sólo se oyó en la cocina el sonido del reloj y el silbido de la estufa.—Lo siento, miss Madgie —dijo Kathyanne con voz firme—, pero yo no puedo continuar en esta casa después de haber oído cuanto ha

dicho usted de los negros.—Te conviene mucho olvidar lo que has oído y no convertirlo en motivo de chismes contra mí. Voy a hacerte una advertencia, Kathyanne

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Bazemore. Si me desobedeces y te marchas de esta casa en este momento, hablaré con mi marido y él hará que nadie en esta ciudad te détrabajo nunca. Le diré que eres una desvergonzada, ladrona, sucia, inmoral... con lo que no diré más que la verdad, porque todos los de tu razasois así o peores —se rió con un temblor nervioso en todo su cuerpo—. Si yo me lo propongo, tendrás que irte de la ciudad o tendrás quearrepentirte de tu actitud de hoy y venir día por día a mi puerta a pedirme por lástima que te dé trabajo. La cara de Madgie estaba lívida de rabia.—Yo haré lo que me parezca mejor —respondió Kathyanne—, que de momento es irme de aquí.— Uniendo la acción a la palabra se dirigió a lapuerta de la cocina—. Lo siento, miss Madgie, pero no tengo más remedio que marcharme. No podría continuar aquí después de lo que hasucedido —abrió la puerta—. Nunca trabajaré para usted a cambio de ropa vieja. O dinero, o nada. Puede que encuentre usted alguien queacepte esa clase de pago.

—Voy a advertirte algo, Kathyanne —dijo Madgie con voz histérica, perdido ya el control de sus nervios—. Si dices una palabra a alguien decuanto ha ocurrido aquí... Si le cuentas a alguien la razón de tu marcha de esta casa... nunca tendrás ocasión de trabajar decentemente enEstherville. Mi marido se encargará de ello —se llevó las manos a la cara y empezó a gritar como loca—. No se lo digas a nadie. Kathyanne, porfavor... No podría soportar semejante infamia... No me pongas en boca de la gente... Júrame que no lo harás, Kathyanne...

Cerrando la puerta detrás de ella, Kathyanne corrió a través del porche, bajó la escalera y salió a la calle. Se encontró sola frente a la ciudadque brillaba bajo el sol de aquella luminosa mañana de mayo.

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SEGUNDA PARTE

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A MITAD DEL VERANO

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5

Ganus estaba parado frente a la tienda de bicicletas de Claude Hutto desde las seis y media de la mañana, y no eran menos de las nueve ycuarto cuando Claude, después de haberse detenido un momento en la oficina de correos para recoger sus cartas, llegó paseando sin ningunaprisa, calle abajo — Pcachtree Street—, dispuesto a dar comienzo a su día de trabajo.

Era una mañana de julio muy calurosa. Claude, un hombre de mediana edad, viudo, no había tenido más que una hija, Mabel, que se le habíacasado a los quince años con un labrador, para separarse más tarde y volverse a casar con un barbero de Atlanta. Durante los meses de veranotenía poco negocio, porque como los muchachos no iban a la escuela no se reparaban bicicletas.

Desde principio de junio a final de agosto podía decirse que la tienda estaba prácticamente cerrada. Los sábados, Claude se iba a pescar aSavannah River, sabiendo a conciencia que con irse no perdía ningún negocio en su comercio. Sus mejores meses eran septiembre, cuando lasbicicletas usadas se cambiaban por modelos más modernos, y diciembre, cuando los padres las compraban para regalarlas a sus hijos en lasfiestas de Navidad.

Claude vio que un muchacho negro, con pantalones remendados y una camisa descolorida que había sido azul, estaba parado frente a sutienda mirando con envidia a las tres o cuatro bicicletas expuestas en el escaparate, pero no le prestó atención. Abrió la puerta de la tienda, entróhasta el fondo del almacén, dejó el correo sobre la mesa del despacho y salió con la escoba a barrer su parte de acera.

Entonces vio de nuevo a Ganus que se había acercado y estaba examinando con curiosidad una de las bicicletas que había sobre unsoporte cerca de la puerta. Era uno de los modelos más modernos, esmaltada en rojo, con horquilla de resorte, almohadilla de goma en lospedales y cromados los radios de las ruedas. No era cosa extraña que los muchachos negros de todas las edades se acercaran con frecuencia ala tienda a curiosear las bicicletas de los nuevos modelos. A Claude no le gustaba la costumbre porque casi todos eran chiquillos en edadescolar que nunca tendrían dinero para comprar una bicicleta, ni siquiera para arrendarla un día a la semana.

De vez en cuando, algún muchacho negro de dieciocho o diecinueve años encontraba un empleo fijo y compraba una bicicleta, pero esto noocurría sino de tarde en tarde. Claude se quedó mirando a Ganus, descansando en el palo de la escoba, sin decidirse a decirle que se marcharade la tienda. Un dólar de un negro era tan bueno como uno de un blanco, en cuanto a su negocio se refería, pero representaba una cuestión deprincipio que los negros no permanecieran dentro de los comercios más que el tiempo preciso para hacer sus compras. La mayor parte de losblancos en Estherville rehusaban comprar en tiendas donde se supiera que concurrían negros, y más de un comerciante fue a la bancarrota porno cuidar con cautela este aspecto del negocio.

Todavía no había decidido Claude lo que haría con el negro, cuando vio que Ganus pasaba la mano por el manillar bruñido de una de lasbicicletas. Esto era ya demasiado y desde luego no podía pasar sin su reprimenda. Había muchos blancos que se negaban a comprar cosas quese sabía habían sido tocadas por los negros.

—¿Qué es lo que quieres, muchacho? —dijo ásperamente.Ganus retiró la mano.—Buenos días, míster Hutto —respondió haciendo un leve saludo con la cabeza.—¿Sabes mi nombre? No sé quién eres... —preguntó Claude sorprendido.—Me llamo Ganus Bazemore, míster Hutto.—No recuerdo... —dijo Claude moviendo la cabeza—. No te he visto nunca... ¿De dónde eres?—Vivo aquí desde el último verano — replicó Ganus.—Sigo sin recordarte..., ¿Qué quieres de mi tienda?—Quiero comprar una bicicleta, míster Hutto...—¿Quieres comprar una bicicleta?»..—Sí, señor... Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo. Necesito una de estas bicicletas que usted vende.—¿Estás trabajando en algún empleo fijo?Ganus acarició con la vista las bicicletas antes de contestar.—No, en este momento, no... míster Hutto. Pero si yo tuviese una bicicleta...Con la escoba como puntero, Claude señaló al negro el camino para salir a la calle, con gesto que no admitía réplica.—Vete a holgazanear a otro sitio, muchacho. Fuera... Lo que me hacen falta en la tienda son compradores... No puedo perder tiempo en

hablar contigo de tonterías, porque los blancos empezarán a llegar de un momento a otro. Cuando tengas un empleo fijo puedes volver por aquí yentonces hablaremos de la bicicleta. Pero que no te vea yo por mi tienda antes de que hayas encontrado ese trabajo... Y ahora, fuera de micomercio...

Seguido de Claude, que no le perdía de vista, Ganus salió con paso lento hasta la calle. Permaneció silencioso sobre el borde de la acera,mirando a Claude, mientras éste barrió la acera delante de su tienda y amontonó la basura con cuidado. Claude, antes de volver a entrar en elcomercio, le miró con disgusto.

—¿No te he dicho que te vayas? ¿Por qué no lo haces?—Míster Hutto, necesito preguntarle algo... — suplicó humildemente el negrito.—No tienes nada que hablar conmigo, muchacho. Yo tengo aquí las bicicletas para venderlas, y las vendo a cambio de dinero, ¿sabes? De

manera que deja de holgazanear alrededor de mi tienda y déjame en paz. Si no te marchas, llamaré a la policía y ella te encontrará en seguidatrabajo. Quizá no te viniesen mal dos o tres meses en un reformatorio. Creo que están haciendo una carretera no sé dónde y necesitan gente...Vete de una vez y no pares hasta que estés bien lejos de mi casa...

Ganus inició la marcha y Claude se volvió a su tienda. Se puso a quitar el polvo del mostrador y no advirtió, hasta pasado un buen rato, queGanus seguía allí, en el umbral de la puerta.

—¿Cuánto cuesta una bicicleta, míster Hutto? —preguntó el negro.—Cuarenta y nueve con cincuenta —dijo Claude, pensando que sólo con saber el precio ya sería bastante para que el negro desistiese de

su capricho y le dejase tranquilo—. Y además los impuestos, claro...—Yo no tengo tanto dinero —respondió Ganus moviendo con desaliento la cabeza—, pero en cuanto tenga mi empleo podré pagarle una

cantidad semanal, míster Hutto.Claude pensó que quizá aquel negro tuviera alguna posibilidad de comprar la bicicleta. Después de todo, había razones para creer que

cualquier persona puede comprarla, sea un blanco o sea un negro. Llevaba más de un mes sin hacer una sola venta y no era cosa dedesaprovechar una ocasión, si había indicios de que iba en firme. Dejó a un lado la escoba y el plumero y volvió a salir a la puerta de la tienda.

¿Cuánto dinero tienes? —preguntó a Ganus.

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—Ninguno, míster Hutto.Claude creyó que se burlaban de él.—¿Cómo voy a explicarte que las bicicletas son para venderlas y que sólo se venden a cambio de dinero? No teniendo empleo fijo, si

quieres una bicicleta tendrás que pagarla al contado, ¿sabes? A menos que abones la mitad, y tengas alguien que responda por ti del pago delresto... Un comerciante necesita sus garantías.

—¿Qué es lo que tendría que hacer para tener la bicicleta? —preguntó con interés Ganus—. Precisamente he venido a hablar con usted deese asunto.

—¿Crees... que podrás pagar la mitad del importe?—Sí, señor.Claude se amansó un poco.—Pero, ¿no acabas de decirme que no tienes dinero? ¿Cómo dices ahora que sí? ¿Crees que algún pariente tuyo te lo adelantaría para

comprar la bicicleta, si se lo pidieras? ¿Es eso lo que quieres dar a entender?—Míster Harry Daitch, el dueño de un almacén de comestibles que hay al final de la calle, me ha prometido un empleo de repartidor si

consigo la bicicleta... Pero he de tenerla pronto... Por eso estoy aquí, esperando desde las seis de la mañana frente a la tienda. Necesito eseempleo con míster Harry Daitch.

—¿Te prestará míster Daitch el dinero para pagar la mitad del importe de la bicicleta? ¿Es eso lo que quieres decir?Claude se iba animando conforme veía más clara la posibilidad de hacer una venta. El precio de las bicicletas iba bien cargado en el

margen de ganancia y no había que perder una operación, aunque fuese con un negro. Por vez primera miró a Ganus con una sonrisa en loslabios.

—No, señor, míster Hutto... No quiero decir eso... Me dijo simplemente que me buscara una bicicleta, porque sin ella no podría encargarmede repartir los comestibles de sus clientes—. También me encargó mucho que la bicicleta fuese completamente nueva, porque no quería correr elriesgo de que sus clientes recibieran los encargos tarde por culpa de las averías de mi máquina, si compraba una vieja... Por eso he venido averle a usted. Porque necesito que me ayude, míster Hutto. Estoy seguro de poder corresponder si consigo ese empleo. Llevo mucho tiempo sintrabajo y ésta es una oportunidad que no puedo perder por nada del mundo... Estoy aquí desde las seis de la mañana esperando que ustedabriese su tienda para hablar con usted sobre la bicicleta...

Claude se defendió.—Yo no puedo dejar salir de mi almacén una bicicleta en esas condiciones de venta. Los negocios son los negocios y hacer esa operación

que me propones sería un negocio malo para mí. No tendrás más remedio que buscar por lo menos la mitad del importe si quieres tener unabicicleta. No hay otra manera de entendernos...

—Pero yo necesito la bicicleta ahora mismo, míster Hutto. El señor Harry está esperando que yo aparezca en su tienda para comenzar elreparto de comestibles a sus clientes. Si pierdo este empleo no sé cuándo podré tener otra ocasión mejor de colocarme fijo en un sitio. Estoy sintrabajo desde la primavera. Si consigo la bicicleta empiezo a trabajar desde hoy mismo, pero si me retraso en aparecer en la tienda del señorHarry me expongo a que otro me quite el empleo. Estoy seguro de que no me esperará más que hasta media mañana. Y no hay nadie en laciudad que necesite ese empleo más angustiosamente que yo...

—¿Pero no hay nadie en tu familia que pudiera ayudarte? —sugirió Claude, que no quería perder aquella oportunidad de hacer una venta, yaque se había hecho la ilusión de hacerla—. ¿No podría tu familia pagarla por ti?

—Mi hermana está sin trabajo y mi tía Hazel no puede trabajar porque está enferma.—Malo, malo... —dijo Claude fríamente—. Las cosas no andan bien en una familia cuando nadie trabaja en ella... No creo que en esas

condiciones pudieras responder de ningún compromiso que hicieras sobre el pago de la bicicleta.—Pero debe haber alguna fórmula de hacerlo —insistió Ganus—. Yo necesito la bicicleta. Si pierdo este empleo no tendré otro hasta fin de

año por lo menos.—Muchacho, lo que te pasa es que no llevas todavía el suficiente tiempo viviendo en la ciudad para saber lo difícil que es para los negros

conseguir las cosas que necesitan. Tu equivocación está en que todavía piensas como si vivieses en el pueblo. Ya verás, ya verás, cómo laciudad te enseña a no soñar.

Claude volvió la espalda a Ganus y se acercó a la puerta. Estuvo observando la calle a derecha e izquierda, pensativo. Pasarían por lomenos dos meses antes de que llegara la época buena y pudiera reanudar su temporada de ventas. Necesitaba dinero, porque tenía a la vistauna bicicleta usada en la que podría ganar un ciento por ciento, y además quería comprar una batería nueva para el automóvil. La batería enparticular le hacía falta en seguida, antes de la próxima excursión de pesca. Cuando se volvió a mirarle de nuevo, observó a Ganus, queacariciaba con los ojos húmedos la brillante armadura de la máquina. Pero ahora no le dijo que quitara las manos de la bicicleta.

—Después de todo —dijo acercándose al negro—, si con ello puedes conseguir un empleo fijo, tengo el deber moral de ayudarte. Noacostumbro a fiarme de nadie, pero no sé por qué tú me has parecido un buen muchacho. Estoy seguro de que no eres aficionado al juego, ni alos licores, ni a otras cosas peores, ¿verdad?

—Desde luego, señor...Claude le estuvo mirando un buen rato antes de decidirse a exponerle su idea.—Vamos a ver si puedo ayudarte. Vete a ver al doctor Lamar English, que vive un poco más allá de la oficina de correos, y dile que te envío

yo, Creo que te ayudará. Cuando termines de hablar con él vienes a decirme lo que te haya dicho.Ganus le miró perplejo.—Míster Hutto, ¿para qué necesito que me vea un médico? Yo no estoy enfermo. Estoy completamente sano, míster Hutto... Yo sólo he

venido aquí para hablar de la bicicleta.—Olvídate de que estás sano y vete a hacer lo que te he dicho, si es que quieres tener la bicicleta.—¿Es preciso vacunarse o ponerse inyecciones para poder comprarla?Claude se impacientaba.—Nada de eso. Es que creo que el doctor English puede hacer algo por ti. Anda, vete y haz lo que te he dicho.—Pero yo no necesito ver a ningún doctor, míster Hutto... No puedo perder tiempo... Míster Harry Daitch me ha dicho...—Tú crees que es mejor seguir discutiendo conmigo y no ir a lo que te he dicho, ¿verdad?—Sí, señor —dijo Ganus dispuesto a marcharse con las manos vacías.

Cedió. Salió de la tienda después de mirar tiernamente a la tentadora bicicleta, subió por Peachtreee Street hacia la casa de correos, miró alos almacenes Daitch que estaban en la acera de enfrente y no viendo ninguna bicicleta en la puerta confió en que todavía no le habían quitado el

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empleo. Como eran ya casi las nueve y media, corría el peligro de que míster Harry se cansara de esperarle.Subió a las oficinas del doctor English, que estaban en el segundo piso. No tenía idea de lo que el doctor haría con él, pero iba dispuesto a

dejarse hacer un examen clínico si con ello conseguía la bicicleta. Cuando llegó arriba y llamó a la puerta le asaltó la idea de que tal vez leayudaría en su empeño el simular alguna grave enfermedad, pero era ya tarde para poder hilvanar una buena historia capaz de engañar al doctor.

Cinco o seis negros, mujeres y hombres, estaban esperando en una pequeña sala de recepción. En otra salita independiente esperaban dosmujeres blancas. Entre una y otra habitación, una enfermera sentada delante de un pupitre parecía vigilarlo todo. La enfermera miró a Ganus dearriba a abajo.

—¿Le ha citado a usted el doctor? —preguntó con palabras atropelladas, como de quien tiene mucha prisa.'—No, señora.—El doctor tiene muchos pacientes esperando la consulta dijo con frialdad la enfermera—, algunos de ellos de gravedad, muchos venidos

desde ciudades que están a varias millas de distancia... Es imposible que el doctor pueda verle a usted hoy.—Sí, señora —respondió Ganus dirigiéndose a la puerta.Ya estaba a punto de salir cuando oyó que la enfermera le llamaba.—¿Qué enfermedad tiene usted? ¿Es grave?Contestó sin pararse a pensar si le convenía o no semejante respuesta.—No estoy enfermo... Estoy completamente sano, señora... Me siento estupendamente esta mañana.—¿Para qué ha venido entonces?—No lo sé, señora. Yo fui a la tienda de míster Hutto a comprar una bicicleta y él me ha dicho que venga a visitar al doctor English. No sé

para qué me querrá el doctor, como no sea para un examen clínico o algo parecido. Ya le dije a míster Hutto que me encontraba completamentebien, pero insistió en que la única manera de conseguir la bicicleta era viniendo a ver al doctor. Yo no quería venir, desde luego, pero comoinsistió tanto...

—¡Oh! ¿Le envía míster Hutto? —dijo de pronto la enfermera, poniéndose de pie y dejando sobre el pupitre el papel en que estabaescribiendo momentos antes—. Eso es diferente... ¿Por qué no me lo dijo usted en cuanto llegó Espere aquí un momento.

Después de algunos minutos la enfermera regresó y le hizo a Ganus una señal para que la siguiese. Fueron uno tras de otro hasta unapuerta, que estaba ya abierta, y allí esperaron en silencio unos segundos. Luego entró Ganus solo en el despacho. El doctor Lamar Englishestaba sentado de espaldas a la puerta y no le hizo señal alguna de que le hubiese visto o sentido entrar. Ganus esperó en silencio, extraño enaquel despacho tan distinto de sus habituales lugares de visita, esperando que el doctor acabara una conversación telefónica que sostenía en vozbaja imposible de entender por el negrito.

El doctor era un hombre de buen aspecto, de unos cincuenta y ocho a sesenta años, con el pelo blanco muy corto y un bigote grande.Llevaba más de treinta años ejerciendo la medicina en Estherville. Cuando la ciudad empezó a tomar importancia, había sido uno de los primerosmédicos establecidos en ella, y aunque luego se establecieron cuatro o cinco doctores de renombre, entre él y Horario Plowden tenían másenfermos que todos los demás juntos. Sus hijos se habían casado poco a poco y abandonado la ciudad, y su esposa, a quien nunca le gustó viviren una población tan pequeña, se divorció de él a los cincuenta años y se fue a otra ciudad.

Vivía solo, con dos criados negros, en una casa hermosa, de arquitectura colonial, en la Cedar Street, y su debilidad era la cría de palomosen un corral exprofeso para ellos. Durante los primeros años de residencia en Estherville, en contra de la opinión del doctor Plowden, había idoadquiriendo en cantidad considerable terrenos de labor, algunos de la mejor calidad, y en la actualidad era uno de los hombres más ricos de lacomarca.

Sus enemigos decían que había alcanzado la riqueza con trampas, apoderándose mediante hipotecas de las propiedades de la gentehonrada escasa de dinero. Sus amigos negaban esta afirmación y aseguraban que se había hecho rico porque tenía una especial visión de losnegocios y que en muchas ocasiones había salido perjudicado al salir fiador de gente que necesitaba de alguien un empréstito o una garantía. Detodos modos, la mayoría de sus propiedades tenían su origen en hipotecas vencidas. Era ya propietario de casi todas las tierras en el condado»de Tallulah y además tenía parte en los mejores negocios de la ciudad.

Cuando los impuestos hicieron poco financiera la propiedad de tierras, el doctor English vendió algunas de sus fincas y con el dinero hizo unfondo para prestar cantidades a las personas que no podían comprar al contado en las tiendas. Nunca cargaba intereses, pero su operaciónconsistía en comprar las cosas y luego vendérselas a crédito al infeliz que no podía adquirirlas en la tienda: y por ser intermediario, el doctorcobraba por las cosas el doble de lo que le habían costado. Iba cobrando luego a sus deudores unas cantidades semanales y la cosa vendidaseguía siendo de su absoluta propiedad, hasta tanto quedaba totalmente pagada.

Cuando terminó la conversación telefónica, se volvió a Ganus haciendo girar el sillón del despacho.—¿Cómo te llamas? —preguntó mirando al negro por encima de sus gafas.—Ganus Bazemore.El doctor English arrancó una hoja de un bloc de papel y empezó a escribir en ella con una pluma estilográfica.—¿Qué edad tienes?—Dieciocho años, señor... Pero, doctor... yo no estoy enfermo. No necesito medicinas, ni inyecciones, ni nada... He venido aquí porque

míster Hutto...—Lo sé... Lo sé... — dijo el doctor con un gesto que quería dar a entender que estaba al cabo de la calle—. Vamos a arreglarlo todo en un

minuto. Pero necesito preguntarte algunas cosas antes de hablar de tus asuntos. ¿Dónde vives, Ganus?El doctor encendió un cigarrillo con temblorosa mano de hombre cansado y nervioso.—Vivo con mi tía Hazel.—¿Cuál es su nombre completo?—Hazel Teasley.—¿Qué dirección?—Vivimos allá abajo, en Gwinnet Alley.—¿Qué número tiene la casa?—Pero, doctor English, si yo no estoy enfermo, ni necesito medicinas... —protestó Ganus—. Estoy completamente sano... Hoy me encuentro

bien, muy bien de salud. Si he venido aquí ha sido porque...—¿Qué número tiene la casa? — repitió el doctor sin atender a la protesta del negro.—Es la cuarta casa a mano derecha... Una que tiene dos árboles muy altos en el patio.—¿Trabaja tu tía en alguna parte?—¿Quién? ¿Tía Hazel? —Cuando el doctor afirmó con la cabeza, Ganus no supo qué contestar—. No... En realidad, no... Es que tía Hazel no

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puede trabajar, ¿sabe usted? Se pasa todo el día en la cama... Está impedida, vamos... Por eso mi hermana y yo nos vinimos a vivir con ella,para cuidarla.

—¿Hay alguien en tu familia que esté trabajando?—No, señor. Mi hermana Kathyanne hace tiempo que no tiene empleo fijo. Ahora trabaja eventualmente en casas que necesitan sirvientas un

día a la semana. La última casa donde trabajó fija fue en la de mistress Madgie Pugh.—Bien —dijo el doctor con una sonrisa prometedora—. Me alegro de saber que vas a colocarte en un sitio fijo, Ganus. Alguien de la familia

tiene que trabajar, ¿verdad?—Sí, señor... Míster Harry Daitch me ha dicho que...Ganus hablaba con la esperanza reflejada en la voz. El doctor hizo un gesto de impaciencia.—Ya lo sé, Ganus, ya lo sé. He hablado con Claude Hutto por teléfono hace unos minutos... —Se echó hacia atrás en el sillón—. ¿Cuánto

dinero necesitarás, Ganus?—¿Para mi bicicleta, dice usted?El doctor afirmó con la cabeza.—Míster Hutto dijo que me costaría unos cincuenta dólares.—Bueno, pero eso era antes de pararse a pensar sobre la cuestión, Ganus —dijo el doctor con una amable sonrisa—. Después que saliste

de la tienda para venir a verme, recordó que la bicicleta necesitaría su correspondiente equipo de herramientas, un faro y otras cosas...Precisamente al hablar conmigo por teléfono me ha dicho que la máquina necesitaría también una bomba de aire, y tal vez alguna otra cosacomplementaria. También me ha dicho que no le interesa vender la bicicleta sin sus accesorios correspondientes. De todos modos creo que tegustará tener la máquina bien equipada, y además míster Hutto se ha empeñado en que si no la compras así es inútil que vuelvas a la tienda ahablarle del asunto. Ya sabes que es la única tienda de bicicletas que hay en la ciudad. Si no la compras allí no podrás comprarla en otro sitio...Por eso le he dicho que sí, que comprarás la bicicleta con todo su equipo auxiliar.

Ganus no sabía qué responder. Tardó algunos momentos en poder decir algo.—¿Pero eso hará subir mucho el precio?—Naturalmente, pero no serán más de veinte o veinticinco dólares. ¿Cuánto podrías pagar cada semana, Ganus? ¿Cinco dólares?—¿Cinco dólares semanales?... No sé...Afirmó el doctor con un movimiento de cabeza.—Quizá pueda pagarlos —dijo Ganus— si consigo el empleo en casa de míster Harry Daitch... Pero es mucho dinero... No creo que mister

Harry me pague mucho más cada semana por mi trabajo... No hemos hablado sobre el particular, pero no espero que me dé mucho sueldo...El doctor English cogió el teléfono y llamó a Harry Daitch.Se volvió hacia su mesa, dando la espalda a Ganus, habló con voz muy baja y luego colgó el auricular.—Bien, Ganus —dijo sonriendo, vuelto de nuevo al negro—. Creo que podré ayudarte. Eres de la clase de gente que me gusta proteger. Ya

sé que no eres de esos golfos que tanto abundan en la ciudad. No eres jugador, ni borracho, ni mujeriego, ¿verdad, Ganus? Quiero ayudarte,muchacho...

—¿Cómo... cómo me ayudará usted, doctor English?—Voy a hacer todo lo posible para que tengas la bicicleta que necesitas. Todos los muchachos, sean blancos o negros, deberían tener una

bicicleta antes de cumplir los veintiún años... —Guardó silencio un rato, mientras miraba por la ventana como distraído—. Favores como éste loshago cada día a gente como tú, Ganus. Ayudo a todo el mundo a comprar lo que necesitan. La verdad es que pierdo más tiempo en estosasuntos que en la práctica de la medicina... —Dejó de mirar por la ventana—. Pero, claro, necesito para ello cierto tiempo y ciertos requisitos,como cuando quiero hacer un buen diagnóstico de la enfermedad de uno de mis pacientes. Hay mucha gente que quiere comprar cosas, y quesería desgraciada si no las consiguiera... No nos metamos ahora en si muchas veces no se trata sino de caprichos... Personalmente, creo queese afán de adquirir lo que se necesita para una mayor comodidad de la vida es una característica singular del género humano, que le distinguede los animales irracionales. Mucha gente cree lo mismo que yo. Suele gastarse más dinero en caprichos que en curar dolores de estómago...Quiero decir que aquél se gasta con gusto y éste con disgusto, ¿no es cierto, Ganus? —Empezó a sonreír—. ¿A que no conoces a nadie quehaga favores así con su dinero, como hago yo? Quizá más me convendría, ajuicio de algunos, gastármelo en diversiones..., pero es tarde paraeso. La mayoría de las cosas agradables de la vida están ya prohibidas para mí. Lo mejor que puedo hacer es ayudar a los necesitados,¿verdad, Ganus? —Apuntó con un índice rígido al atribulado negro—. Ya verás como podrás traerme cinco dólares cada sábado... No tepreocupes.

Ganus tragó saliva antes de contestar:—Sí, señor.El doctor English cogió un impreso de su escritorio, hizo una señal con lápiz en un rincón del escrito y se lo dio a Ganus.—Firma aquí, Ganus. Ya recogeré la firma de tu tía Hazel en otra ocasión. Tu firma sola no es bastante para esta clase de operaciones.

Todavía no tienes la edad legal para contratar.Ganus firmó en el papel y lo devolvió al doctor.—Desde ahora, ya estás obligado a traerme cinco dólares cada semana. No des a míster Hutto ni un centavo. El dinero me lo traes a mí,

¿entendido? Todos los sábados cinco dólares. No faltes jamás...Ganus no dejaba de mirar intrigado al papel que acababa de firmar.—¿Todos los sábados, doctor English? ¿Hasta cuándo? —dijo con una interrogante mirada de desconfianza.El doctor le miró por encima de los cristales de sus gafas.—¿Hasta cuándo? ¡Oh! Vamos a ver... —hizo algunas cifras en un papel—. Alrededor de seis meses, a menos que alguna semana dejes de

pagar los cinco dólares, en cuyo caso tardarás más tiempo en liquidar la cuenta. ¿Te parece mucho seis meses? Ten en cuenta que no te cobrointereses de ninguna clase. Lo único que hago en garantía de la operación es que la bicicleta sigue siendo de mi propiedad todo el tiempo quetardes en pagármela. Si por alguna razón dejas de abonarme uno de los plazos, tienes que devolvérmela, y en ese caso, naturalmente, pierdestodo el dinero que tengas ya pagado. Si quisieras reanudar tus pagos, naturalmente también tendrías que empezar de nuevo como si antes nohubieras pagado nada. Si ocurre algo de esto, el pago puede alargarse a un año o quizá más... Pero es una manera muy cómoda de comprar labicicleta, ¿no crees, Ganus?

—Es mucho tiempo con la deuda pendiente, doctor English. Si no me obligaran a comprar el equipo accesorio de la bicicleta, la cuenta serlamás pequeña y yo podría liquidarla en menos meses.

El doctor movió la cabeza como si tratara de convencer a un niño testarudo.—No, Ganus. A lo mejor tienes que repartir comestibles durante la noche; ¿cómo podrías hacerlo sin un buen faro? No me interesa que te

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des un golpe con la máquina y la estropees. No tienes más remedio que quedarte con la bicicleta y con todos los accesorios que te hayapreparado míster Hutto.

—Yo tengo en casa algunas herramientas de mi propiedad. ¿Para qué quiero comprar un equipo de llaves, por ejemplo?—Ganus, a míster Hutto no le gustaría que te llevaras la bicicleta sin su¿ accesorios. El equipo completo de herramientas es imprescindible

para un ciclista.—Pero sin él ahorraríamos algo, doctor English —insistió el negro— y podría pagarle toda la cuenta en menos de seis meses. Me da miedo

estar tanto tiempo pagando cinco dólares cada semana... Casi un año...—Ya verás lo rápidamente que pasa el tiempo cuando tengas tu bicicleta nueva. Anda, vete a casa de míster Hutto y acepta todo lo que él

quiera añadir a tu máquina. No olvides que has hecho una compra estupenda, Ganus. Procura conservar la bicicleta en buenas condiciones. No ladejes a la intemperie cuando llueva. Métela en casa durante la noche. Ya sabes que la máquina es mía hasta que acabes de pagarme el últimodólar. No te conviene que le ocurra nada, porque entonces perderías todo lo que tuvieras pagado y además te quitaríamos la bicicleta... Noquisiera perjudicarte, Ganus. Pero recuerda mis recomendaciones al pie de la letra...

Ganus hubiese querido discutir algún tiempo más sobre la posibilidad de acortar los plazos de la deuda, pero eran ya las diez y temió quealguien le cogiera la delantera en el empleo ofrecido por míster Daitch. Salió del despacho y atravesó la sala de recepción. La enfermera levantóla vista y se le quedó mirando. Ganus no la saludó, distraído en la observación de toda aquella gente que esperaba ser recibida por el doctorEnglish, y pensando si serían enfermos o personas necesitadas que acudían al prestamista para solucionar de momento sus apuros, pidiéndoledinero con que comprar un automóvil, unos muebles o un par de mulos. Ya estaba casi en la puerta cuando oyó que la enfermera le llamaba. Seacercó al pupitre.

—Los plazos concertados con el doctor English ha de pagármelos a mí. Estoy aquí todo el sábado... Como viene mucha gente a pagar, leruego que guarde turno y espere hasta que le corresponda, sin impacientarse. Gracias.

—Sí, señora —dijo Ganus, y se dirigió otra vez a la puerta.Bajó corriendo la escalera y salió a la calle. A todo correr tomó por Peachtree Street y sobre la marcha miró hacia la tienda de míster Daitch.

La gente entraba y salía en el comercio, pero no había ninguna bicicleta ante la puerta. Nadie le había cogido la delantera y el empleo estaríatodavía libre para él.

Claude Hutto le estaba esperando en la puerta de su tienda, con la bicicleta preparada y todos los accesorios.—Bien... Me alegro que hayas arreglado las cosas con el doctor Englih —dijo muy amable—. Ahora mismo acaba de telefonearme para

decirme que todo está en regla para que te lleves la bicicleta. Ya ves que se trata de una máquina estupenda y espero que sabrás apreciar lasfacilidades que se te han dado en la compra. Siempre me ha gustado ayudar a la gente como tú. No soy como otros comerciantes de esta ciudadque se niegan a vender a los negros sólo porque lo son. ¡No, señor! Yo creo que la obligación de un buen comerciante es proporcionar a susclientes lo que éstos necesiten, sin pararse a mirar de qué color sean las personas. Mucho mejor estaríamos si todo el mundo pensara como yo.Ahora, si tienes amigos que piensen comprar bicicletas, espero que les hables de mí. Con mucho gusto trataré con ellos, siempre que tengan unempleo fijo.

Ganus no dejaba de dar vueltas alrededor de la bicicleta, examinándola.—Me gustaría no tener que comprar tantos accesorios, míster Hutto — dijo, mirando al faro, a la fina cubierta de cuero del sillín y a las demás

cosas inesperadas que Claude había colocado en la bicicleta mientras él había estado en el despacho del doctor English—. Todo esto cuestamucho dinero y yo no quisiera gastarlo.

Claude sonrió.—Es que no adviertes la diferencia, Ganus. Pero te sentirás mejor cuando pasees por la ciudad en una bicicleta como ésta, adornada con

todos sus accesorios, incluso su bolsa de herramientas. Todo ello constituye algo así como el vestido de la máquina y la hace más atractiva. Mira,aquí tengo algo que puedes necesitar —cogió un cesto de alambre y lo colgó en el manillar de la bicicleta—. Alambre galvanizado, Ganus.Estupendo para transportar los comestibles de los clientes de tu patrón. Llévatelo, que ya lo anotaré en la factura, y no te preocupes por el precio.

Ganus vio que Claude no hacía más que mirar por toda la tienda a ver si encontraba algo que venderle, y a toda prisa sacó la bicicleta a lacalle, montó en ella y se alejó de la tienda. Ya iba en marcha cuando Claude salió tras él enarbolando un cinturón de ciclismo muy adornado.

—¡Espera un minuto, Ganus! —gritaba Claude.Pero ya Ganus pedaleaba con toda la fuerza de que era capaz. Antes de llegar al comercio de míster Daitch miró por primera vez hacia atrás

y vio que Claude estaba todavía en la acera, frente a la tienda, con el cinturón en la mano, agitándolo sobre su cabeza, en un último esfuerzo deconvencer a Ganus de que debía comprarlo también.

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6

Los cinco muchachos estaban bastante nerviosos. Habían esperado aquel momento más de una hora. La víctima se acercaba y sus pasospodían oírse con claridad sobre el pavimento. Estaría apenas a una manzana de distancia. Conforme se iban acercando las pisadas, los cincoamigos se fueron apretando uno contra otro, escondiéndose en la oscuridad del portal del Benoit's Drug Store. Contuvieron la respiración. Lospasos estaban más cerca, más cerca...

Eran muchachos de quince a dieciocho años, con el pelo al aire, despeinados. Como casi todos los muchachos de esta edad, durante elverano llevaban camisa abierta sin mangas, de telas estampadas en diversos colores, sandalias y pantalones oscuros de algodón. Habían dadolas nueve hacía unos minutos. La noche era calurosa y húmeda, propia de aquellos últimos días de julio. Había llovido algo a primera hora de latarde, pero en vez de dejar la lluvia la atmósfera limpia y fresca, la había dejado caliente y humedecida.

Algunos charcos de agua de lluvia brillaban en la semioscuridad de la noche, sobre el suelo de la calle. La mayoría de los comercios deaquella parte de Peachtree Street estaban cerrados y a oscuras, y solamente en algunos, como en una de las puertas del propio Benoit, brillabatodavía una luz interior denunciando que alguien trabajaba aún a tales horas. Dos manzanas más allá, daban sus reflejos rojos los anunciosluminosos del Pastime Theatre, de una sala de fiestas, de algunos almacenes y del Dave's Round-The-Clock Cafe.

—Ya está aquí —dijo Tommy Blackburn a sus amigos con voz emocionada.Era el de más edad del grupo y siempre que organizaban excursiones y aventuras llevaba la voz cantante. Al revés de otros grupos de

amigos, éstos pasaban su tiempo libre asistiendo al cine o escapándose a nadar, pero nunca habían tomado parte en aventurascomprometedoras. —Todo el mundo escondido en la sombra-susurró Tommy. Alto, rubio, con el pelo ensortijado, había terminado ya susestudios de segunda enseñanza, y se envanecía diciendo que durante dos años había sido considerado como el mejor alumno de su curso.Quería ser abogado como su padre, quien estaba encargado ahora de uno de los juzgados de la ciudad. Se le ocurrió estudiar leyes cuando llególa hora de abandonar la segunda enseñanza, y tal vez no fuese extraña a su decisión la circunstancia de que su abuelo hubiese sido senador losúltimos doce años.

Los Blackburn y los Singfield eran primos, y vivían en Greenbriar Street, dos manzanas al este de la casa de los Singfield, en una mansiónmagnífica, de ladrillo, con el único tejado de pizarra de la ciudad. La hermana mayor de Tommy, Dottie, estaba casada con Horace Ledbetter, elprocurador del distrito. La más joven, Mildred, había terminado la segunda enseñanza en la anterior primavera y se preparaba para su ingreso enla Universidad.

—Escucha... Parece que ha disminuido el paso —dijo Todd Dudley, otro de los muchachos, nerviosamente—. Tal vez sepa que la estamosesperando y esté preparándose para echar a correr... Hay que cogerla antes de que se escape, Tommy.

—No pierdas la cabeza, Todd, porque se está acercando ya a nosotros —respondió Tommy en voz baja, sereno y dueño de la situación—.Hay mucho tiempo. Dominad los nervios, y que nadie se mueva hasta que esté ella frente por frente de nosotros. Entonces la cogeremos antesque pueda hacer intención de marcharse. Recuerda esto ahora, Jake —dijo dando un codazo en el estómago a Jake Chester—, tú le cortas elcamino para que no pueda escapar, mientras nosotros la atrapamos. No quiero que nadie le haga daño. Es un asunto demasiado bueno paraque lo echemos a perder. He estado todo el verano esperando una cosa así y no quiero que me falle, ¿estamos?

—¿Y qué haremos si grita? —preguntó Jimmy Pugh con voz temblorosa de miedo, sujetándose como un niño pequeño al brazo de Tommy—. No quisiera que me sorprendiera aquí Will Hanford o alguna otra persona. Nunca me han sorprendido en ninguna travesura, ni siquieracogiendo sandías en el huerto cercano a mi casa...

—Cállate, Jimmy... —le riñó Tommy—. No gritará ni hará nada, si todos hacéis exactamente lo que os he dicho. La cogeremos y lallevaremos en un momento al callejón. Yo le taparé la boca para que no grite, y verás como no hace siquiera por escapar. Todd, tú y Jake tendréiscuidado de ella y no le haréis ningún daño. No es necesario pelear a brazo partido, porque no es ningún tigre. Nadie que sepa lo que haceprecisa hacer daño a una muchacha para conquistarla. Es mejor la amabilidad, la persuasión...

—Pero supongamos que luchara y gritara en la calle, y viniese alguien y nos viera... ¿qué haríamos entonces, Tommy? No quiero que mecojan aquí y se lo digan a mis padres.

—¡La culpa es de Pete! —dijo mirando con desprecio a Jimmy Pugh—. No sabes una palabra de estos asuntos y debes estar atento a loque yo haga, para que aprendas. ¿Qué lucha puede emprender una muchacha débil, si hacéis todos lo que os he dicho? ¿Qué crees que son lasmujeres, gatos salvajes? Déjate de tonterías y de decir sandeces. Pareces un niñito esperando los juguetes de Santa Claus. Todos ganaremos operderemos lo mismo en esta empresa. Si no la aprovechamos pasará por lo menos un mes antes que tengamos otra ocasión

parecida. Si quieres irte a casa, vete, pero si te quedas tienes que obedecerme como todo el mundo.—Yo quiero quedarme, Tommy —prometió con ansiedad—. Por favor, no me hagas volver a casa ahora. Quiero estar aquí y ver lo que va a

pasar.—Pues estate bien quieto —susurró Tommy—. Ya está v aquí...

Kathyanne, con traje claro de verano y zapatos de tacón alto, blancos, estaba sólo a unos pasos del portal del almacén. Había estadotrabajando todo el día en casa de Jake Chester, y fue éste quien había dicho a Tommy y a los otros que la negrita saldría de su casa alrededor delas nueve de la noche. Mistress Chester se había comprometido en el Club para jugar una partida de bridge durante la tarde y mandó llamaraquella mañana a Kathyanne para que le ayudase a preparar una cena fría.

Los cinco muchachos salieron de casa después de comer y se habían reunido para ir al cine, pero cuando llegaron a la puerta del Plastime yencontraron a Jake, que les contó lo que había sobre Kathyanne, decidieron dejar el cine para otro día y apostarse en el portal de Benoit's DrugStore para esperar a la negrita cuando pasara camino de su casa.

Cuando estuvo exactamente frente por frente del grupo, Tommy Blackburn hizo señas a los muchachos y todos se lanzaron sobre Kathyanne.Todd Dudley y Jake Chester la cogieron por los brazos y se los cruzaron a la espalda para inmovilizarla, mientras Tommy pasaba su brazo por elcuello de la negrita y le tapaba la boca con la mano. Jimmy Pugh y Lance Clotworthy siguieron las instrucciones de Tommy y ayudaron a llevar envolandas a la víctima.

Entre todos la llevaron a la esquina y entraron con ella en el oscuro callejón. Nadie les había visto, al parecer, y la operación podía darse porrealizada en su primera parte con éxito indiscutible. El reflejo de los anuncios luminosos daba demasiada luz, para el miedo de los raptores, alcallejón, y no pararon hasta dejar a la muchacha dentro de una especie de cobertizo del almacén, construido con chapas de hierro ondulado,usado como cuarto trastero para almacenar barriles vacíos, cajas rotas y paja de embalar. Era un sitio donde nadie entraba ni de día ni de noche.

Los cinco amigos estaban cansados cuando dejaron sobre el suelo a Kathyanne. Ella no dijo una palabra cuando Tommy le quitó la mano dela boca. Aunque estaba asustada, no hizo nada por escapar de sus raptores.

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—¿No os dije que esto era muy fácil? —exclamó Tommy con aire de triunfo, mirando uno a uno a todos sus secuaces—. Yo sabía que estoera más sencillo que comerse un pastel, si hacíais exactamente lo que yo os dijese. Como todas las cosas de este mundo, no es difícil hacerlo sise hace bien. Son los torpes los que estropean las operaciones y las hacen fracasar...

—Déjate de discursos, Tommy —dijo Todd con impaciencia, haciendo señas a Lance y a Jake para que se acercaran con él a Kathyanne—.No hemos venido aquí a oír un discurso tuyo.

Jimmy era el único que ni empujaba, ni hacía nada por acercarse a la muchacha. Estaba casi escondido detrás de Lance y Jake, mirandocon expresión de asombro a la negrita caída en el suelo.

Todd intentó acercarlo a la muchacha.—Es preciso que vayas acostumbrándote, pequeño. Has venido con nosotros y lo que sea de uno será de todos.—Cierra la boca, Todd —gruñó Tommy—. Se hará lo que yo diga y nada más.—Crees que porque eres el mayor tienes derecho a mandarnos como si fueses alguien —desafió Todd—, pero yo tengo tanto derecho

como tú a mandar y a hacer lo que me dé la gana. No necesito órdenes de nadie, y de ti, menos...Tommy le empujó violentamente. Todd le miró de mala manera a corta distancia y murmuró algo.—No le hagas caso, Kathyanne —dijo Tommy—. Yo le haré estarse quieto.Jake rogó a Tommy algo a media voz.—Hazle jurar que no se lo contará a nadie...Kathyanne les miró asustada.—¿Qué vais a hacer conmigo? —dijo, suplicante, mirando primero a Tommy y luego a los demás—. Esto no es digno de unos muchachos

blancos. Por favor, dejadme ir a casa...—No la dejes, Tommy —dijo Jake—. Irá contándolo todo... Ya sabes cómo es esta gente.—De la única manera que podría escapar de aquí —dijo Tommy en son de burla— sería volando como un pájaro, y yo no le veo las alas por

ninguna parte. No tendrá más remedio que estarse aquí. No habrá necesidad de obligarla por la fuerza.—Anda, Tommy —urgió asustado Jake—. Dile que no nos denuncie luego.Tommy se sentó en el suelo junto a la negrita.—¿Tú no te irás, verdad Kathyanne? —dijo todo lo persuasivo que pudo ser—. Nosotros no queremos hacerte daño. Sólo queríamos hablar

a solas contigo esta noche y por eso te hemos traído aquí. No queremos engañarte... Si tú eres lista no habrá necesidad de pelearnos... —miró aJake Chester que asomaba por entre los hombros—. El primero que se meta contigo y te moleste será expulsado de la reunión. ¿Me oyes,Todd? Creo que hablo bien claro.

—Si te hacemos caso —replicó Todd—, esto quedará reducido a una excursión dominguera con los niños del colegio.—No me mires de esa manera —saltó Jake—. No necesito que nadie me diga lo que debo hacer. Además, ¿quién ha sido el que ha

avisado que ella pasaría por aquí esta noche? Si no hubiera sido por mí todos estaríamos ahora en el cine viendo la película. Por lo tanto, creoque tengo derecho a que se oiga mi opinión en este asunto. No quiero recibir órdenes tuyas ni de nadie... ¿Me oyes, Tommy Blackburn?

Kathyanne se arrastró hasta descansar la espalda contra la pared.—¿Qué queréis de mí? —dijo lastimeramente.—¿Es que... —intervino Todd.—¿Qué? —dijo Tommy volviéndose hacia él como una fiera—. ¿Quieres asustarla?—Bueno, pues dime entonces para qué hemos venido aquí —replicó Todd encogiéndose de hombros.Kathyanne les miraba uno por uno. Ellos sabían que la negrita les conocía perfectamente. Jimmy Pugh quiso esconderse detrás de Lance

Clotworthy, avergonzado.—Nos denunciará a todos —susurró—. Estoy seguro. Nos está mirando para conocernos bien. No quiero que se enteren mis padres, porque

entonces nunca más me dejarán salir al cine de noche. Quiero irme a casa. Tengo miedo.Tommy le agarró por el brazo tan fuerte que le hizo daño.—¿Qué te pasa, Jimmy Pugh? No nos denunciará. Las negras nunca denuncian a los blancos. Son las muchachas blancas las que

acostumbran a ir con cuentos a sus padres. Si no me crees, ya te lo enseñaré algún día para que te convenzas. Si te vas ahora, iremos acontárselo todo a tu familia. Le diremos que tú nos hiciste venir aquí a todos disuadiéndonos de nuestra primera intención de ir al cine. ¿Sabes loque te ocurriría? Por eso te conviene más estarte aquí tranquilo y dejarte de huidas... Si te vas...

—No me iré, Tommy. No me pegues. Me estaré aquí. Pero que no se enteren mis padres.Dio un empujón al asustado Jimmy y se volvió a Kathyanne. Los demás se agruparon a su alrededor.—¿Qué queréis de mí? —preguntó otra vez, asustada.—Lo que quiere siempre un blanco, negrita —dijo Todd alardeando de procacidad.Kathyanne no respondió.—Anda, date prisa...—¡Quieto, Todd, o te rompo la cara! —intervino Tommy.Todd se echó a reír.—¿Por qué no pronuncias un discurso, Tommy? —dijo con burla—. Es lo único que un gran orador como tú puede hacer en esta ocasión.

Anda, háblanos de lo que quieras, muchacho... —hizo una mueca de burla—. Aquí no hacen falta discursos, sino hechos. Si te da miedo, déjamehacerlo todo y te enseñaré a no temer a nada ni a nadie. Yo no he venido aquí a escucharte, Blackburn. Anda, vete a llamar al sheriff, si es eso loque se te está ocurriendo.

Se volvió a la muchacha.—Date prisa, si no quieres que te enseñe a obedecer...Luego dio otra vez la cara a Tommy.—Vete de aquí, Tommy Blackburn, que no necesito que me enseñes lo que debo hacer...Sujetó a la muchacha y le arrancó el vestido de un tirón salvaje.Todd habló primero.—Ya os dije el camino. No es cosa de estar media noche escuchando discursos y pamplinas.Jimmy iba escurriéndose hacia la puerta, pero Tommy le vio y le hizo volver cogiéndole con fuerza por un brazo.—¿Por qué quieres irte, Jimmy? —le dijo dándole un cachete—. ¿No has visto nunca a una muchacha? Es como tu hermana... ¿Tampoco

has visto nunca a tu hermana?—No, no... No sé nada... Esta es la verdad.

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—¿Adonde ibas?—Tengo miedo...—Pues no te muevas de aquí, Jimmy —amenazó—. No quiero que te vayas, ¿me oyes? —le obligó a entrar hasta el fondo del cobertizo—.

No te muevas...Tommy estaba a su alcance y el pequeño le suplicaba: —No me hagas daño, Tommy. Por favor —decía casi llorando—, déjame ir a casa, no

quiero ver esto, tengo miedo... Si me dejas ir a casa no diré nada a nadie... No lo diré mientras viva, Tommy... Déjame ir a casa...—No tengo tiempo que perder contigo... —dijo Tommy, dejándole allí y volviendo al grupo de los que rodeaban a la negrita—. De momento,

estate aquí quieto.—Por favor, déjame ir —gemía el pequeño—. No quiero que mis padres se enteren de esto. Mi padre me pegará una paliza si lo sabe. No

quiero que lo sepa... Me dijo que no me reuniera nunca con negros y se lo tengo prometido... Si me encuentra me muele a palos...—¡Oh, pobre bebé, Jimmy Pugh! —dijo Lance—. Eres demasiado pequeño para estas aventuras. Pero no tengas miedo, porque nadie lo

sabrá a menos que tú lo cuentes. Si lo sabe alguien será por tu culpa. Tu padre no lo sabrá nunca si eres formal y te estás aquí quietecito.—Mi padre no se asustaría tanto como el tuyo —dijo jactancioso Jake.—Ni el mío —agregó Todd.Jimmy se soltó de todos y se arrodilló junto a Kathyanne. La negrita le miró sorprendida.—¿Qué es esto, Jimmy? —preguntó la muchacha.Las lágrimas corrían por las mejillas del chiquillo. Para que sus amigos no pudieran verle llorar, se las secó a hurtadillas.—Tengo miedo, Kathyanne... Yo no quería venir aquí. Dije que no, pero Tommy Blackburn me obligó a acompañarles. Dijo que viniese o no

viniese, me acusarían igual, si pasaba algo...—¿Qué diablos hace Jimmy Pugh? —dijo Chester—. Mírenle, llorando como un niño de pecho.—Es que le da miedo la oscuridad y cree que la negra es su niñera —agregó Todd riendo en tono de burla.Kathyanne pasó su brazo por detrás de Jimmy protegiéndole.—Es muy pequeño para andar de noche con vosotros. Kathyanne miraba acusadora a Tommy Blackburn. —Debía darte vergüenza traerle —

agregó al cabo de un rato.—Ya tiene quince años —dijo Tommy—. La misma edad que Lance Clotworthy, y sin embargo, yo no veo que Lance se eche a llorar como un

bebé.—Eso no quiere decir nada... Jimmy es muy pequeño... Jimmy había dejado de llorar y se secaba las lágrimas sin disimulo.—Por favor, no se lo digas a mi familia, Kathyanne —suplicó el chico—. Siempre he sido bueno contigo. Mi mamá es algunas veces algo

brusca, pero yo soy todo lo bueno que puedo, ¿verdad, Kathyanne? Por favor, no le digas nada a mi familia...Kathyanne acarició al chiquillo sin decirle palabra.—Tommy y Jake me obligaron a venir —dijo el muchacho—. Yo no quería, pero me dijeron que irían a mi casa a contarle a mi familia que

había estado con ellos... Por eso estoy aquí, porque ellos me obligaron a venir.Tommy le cogió de un brazo y de un tirón le apartó de Kathyanne.—¡Pete tiene la culpa! —dijo, abofeteando a Jimmy—. Yo sabía que tú eras un bebé y no debías venir con nosotros. No volverás a reunirte

conmigo, ni aunque me lo pidas de rodillas. No serás amigo mío ni un solo día más. Vete de mi lado y no te acerques a los hombres, tonto...—Quiero irme a casa —dijo el pequeño envalentonado.—Sí, que se vaya a casita y tome una purga —dijo Tommy, burlándose de él.

De pronto, la luz de una linterna cayó sobre el grupo. Nadie se movió. La luz fue pasando de una cara a otra, poniendo de manifiesto elmiedo, muy distintamente graduado, en cada una de ellas, desde la sorpresa al pánico. Por último, la luz se detuvo en la cara de Kathyanne.

Alguien susurró.—Ahora sí que se va a organizar buena. Daría cualquier cosa por estar en el cine.—Muy bien, muchachos —dijo una voz familiar—, no valen trampas porque les conozco a todos. He venido a sorprender una diversión, ¿no

es eso? Vamos, salgan en seguida y márchense a casa. Váyanse, sin volver la cara siquiera. Quien no obedezca, lo pasará muy mal...Tommy fue el primero en contestar.—Es Will Hanford... ¿Cómo ha sabido usted que estábamos aquí?—Porque es mi oficio recorrer la ciudad durante la noche, Tommy.—Tú tienes la culpa, Tommy Blackburn —dijo Jimmy acusando a su compañero de ronda—. Tú me obligaste a venir. Yo no quería... Yo quería

irme a casa...—¡Cállate, mocoso! —le dijo Tommy.El vigilante se asomó al callejón y miró a un lado y a otro.—Todo va bien, muchachos —comentó Will tan contento como si hubiese hecho un gran servicio—. Siempre me pasa lo mismo. Nada

ocurre en Estherville sin que yo llegue a saberlo tarde o temprano. Ahora, a casita, muchachos. Y que no vuelva a cogerles de nuevo en la calle amedianoche. Sé quiénes sois y podría encontraros en cuanto me lo propusiera, porque conozco a vuestros padres y vuestros domicilios. Y otracosa: lo mejor que podéis hacer es no decir a nadie una sola palabra de lo que ha ocurrido. Os lo digo por vuestro bien. Si no queréis que seenteren vuestras familias, os conviene callar. La próxima vez que os coja en nuevas aventuras os meteré en la cárcel. Ahora, a correr y a no pararhasta que estéis en casita. Tommy, tú delante... Y a no olvidarse de lo que os he dicho.

Uno tras otro fueron saliendo al callejón, y al doblar la esquina salieron corriendo. A Jimmy Pugh, el último de todos, se le estuvo oyendo llorardurante un rato corriendo calle arriba.

Cuando los muchachos se hubieron ido, Will Hanford apagó la linterna y volvió al cobertizo. Se sentó indolentemente en un montón de paja deembalar. Kathyanne había recuperado ya su vestido.

—Bien, Kathyanne —empezó el vigilante con expresivos movimientos de cabeza—, ¿te parece bonito andar por aquí a estas horas? Unajovencita tan guapa como tú debería tener más cuidado. Ya sabes que andar con muchachos arriba y abajo trae malas consecuencias. Son genteinexperta...

—Yo no he hecho nada, míster Hanford... No tengo la culpa de nada... Me trajeron a la fuerza hasta aquí. Esa es la verdad, míster Hanford.Will se burló de ella con un gesto.—Le estoy diciendo la verdad, míster Hanford... —casi lloró la muchacha.—Una joven de tu edad no podía estar haciendo nada bueno aquí con esos muchachos. Nadie te creerá. Las muchachitas negras que andan

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de noche por la ciudad tienen mala fama, y tú lo sabes muy bien, Kathyanne. Y a los jóvenes blancos les gustan las negritas, ¿no lo sabes? Esoschiquillos no habrían venido a este callejón si tú no les hubieras incitado a hacerlo. ¿Qué hacías con ellos, en la situación que te he encontrado?¿Son ésas maneras de estar con muchachos una joven decente? He visto ya mucho en esta ciudad, Kathyanne, y no se me engaña fácilmente.Son muchas las veces que he tenido que oír historias parecidas, a las negras que no quieren ir a la cárcel...

—Míster Hanford, fueron ellos quienes me cogieron cuando yo iba camino de mi casa, y me trajeron aquí a la fuerza. Yo no quería venir. Nosabía que me estaban esperando y me cogieron por sorpresa. Esta es la verdad, míster Hanford. Ellos se lo dirán también, si usted se lopregunta. Estoy segura de que dirán lo mismo que he dicho yo...

—Es inútil que te esfuerces en engañarme —dijo el vigilante burlándose de ella con una mueca—. He estado en esta parte de la ciudaddesde que oscureció y no he oído tus gritos, pidiendo socorro...

—No grité, porque tuve miedo de que me hicieran daño...—¿Daño? ¿Qué clase de daño podrían haberte hecho? Esa mentira es menos convincente que la anterior.—Pero, señor...,—¿Por qué has venido hasta aquí esta noche?¡Por favor, míster Hanford, si yo no...—Te conviene decir las cosas tal como ocurrieron. Mañana en el Juzgado te impondrán una multa de veinticinco dólares o una prisión de

veinticinco días. Un día por dólar. ¿Tienes los veinticinco dólares para pagar la multa?—No, no los tengo, mister Hanford —respondió la negrita asustada.—Puedo hacer algo por ti... Tal vez haya alguien dispuesto a pagar ese dinero en tu lugar...—Pero yo no quiero —respondió ofendida la negrita.

Will encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Kathyanne. Ella negó con la cabeza. Will se acercó más a la muchacha.—Voy a decirte una cosa, Kathyanne. Yo quizá podría ayudarte. Pero tienes que ser sincera conmigo y contarme todo lo que ha sucedido

esta noche y otras noches anteriores. Hace tiempo que quiero hablarte, pero hasta ahora no he tenido realmente una ocasión de hacerlo a solas...—¿Qué quiere usted decir, míster Hanford? —Digo, sencillamente, que quisiera ser yo quien te ayudase, sin necesidad de que haya de hacerlootra persona. Pero necesito que me cuentes lo que ha pasado y por qué ha pasado...

Yo no quiero perjudicarte, a menos que te empeñes en ir a la cárcel. Nadie sabe que estás aquí excepto los muchachos, pero ellos callarán,porque tienen miedo a sus parientes y a las autoridades. Yo... haría por olvidarlo todo... si...

Kathyanne le miraba fijamente, sin pestañear, sin decir palabra.—¿Me entiendes, Kathyanne? —siguió el vigilante persuasivo—. Yo quiero ayudarte, quiero sacarte de este lío, pero a cambio de tu

sinceridad, de tu franqueza. No puedo hacer nada en tu favor si te empeñas en seguir muda, sin confiarte a mí. Si no sé la verdad, mal podrédefenderte... No tengo prejuicios... Es lástima que seas negra y no blanca, pero eso no me importa de momento. ¿Qué dices, Kathyanne?

El vigilante dejó de hablar y se quedó mirando a la muchacha, con la barbilla sobre las rodillas y las manos cruzadas delante de los tobillos.—Supongo que no querrás ir a la cárcel —siguió al cabo de un largo rato de silencio—, pero si no hablas tendrás que ir forzosamente. No

creo que hagas muy buen papel detrás de las rejas. Ni te gustará estar mañana por la mañana ante el juzgado, como una cualquiera. ¿Quérespondes a todo, Kathyanne?

Kathyanne se levantó, negando con la cabeza. Frente a frente, pudo ver la cara del vigilante, en la que tenían reflejos todas las pasionesbajas.

—¿Es ésta la clase de vigilancia que hace usted en la ciudad? —dijo la negrita con tristeza.—Lo suficientemente eficaz para encontrarte aquí con cinco muchachos, ¿no te parece? —Eficaz y productiva para usted, ¿no? Se levantó el

vigilante furioso y la abofeteó. —Toma... Para que aprendas...Kathyanne cayó al suelo por efecto de los golpes. Antes que pudiera defenderse, el vigilante le dio de puntapiés en la cintura. Luego, la luz de

la linterna sobre los ojos la dejó prácticamente ciega.—Algún día pagará esta hazaña —amenazó la muchacha.—No me importan las amenazas de una negra de poco más o menos —respondió él con desprecio—. Ojala hubiese sabido que eras tan

salvaje. Habría dejado a los muchachos para que acabaran su comenzada aventura contigo. Siento haber llegado tan a punto. Las negras nuncaacabaréis de agradecer bastante que un hombre blanco se fije en vosotras. Sois desgraciadas, falsas, malas... Siento desprecio, me dan ascolas negras, ¿me oyes?

—Un día de éstos le pegarán a usted un tiro, míster Hanford, y yo seré quien más se alegre al saberlo.Cogiéndola por un brazo con fuerza la obligó a arrodillarse ante él.—Venga, a la cárcel, negra del diablo. Así aprenderás a no enfrentarte con los blancos. Te acordarás de mí... Mañana en el juzgado te

acusaré de lo que eres y te incluirán en la lista de las negras que se dedican a lo mismo. A menos que venga alguien a defenderte. ¿Quién seráese fantasma? No volverás a amenazarme, negra maldita. Vamos, a la cárcel...

La empujó violentamente hacia la puerta y la tiró de bruces sobre el suelo del callejón. La levantó de un tirón y la sujetó bien con una mano,mientras en la otra sostenía la pistola por si le fuese necesario usarla en el camino.

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7

Ganus estaba recostado en un banco de madera, adormilado, cuando Harry Daitch salió del almacén y le llamó para un recado. A primerahora de la tarde, en un día caluroso de agosto como aquél, no era frecuente que hubiese que repartir encargos. La mayoría de las amas de casahacían sus compras por la mañana temprano, muy especialmente durante los meses de calor, y si algo olvidaban, era ya bien tarde cuandoGanus salía a repartir de casa en casa los encargos complementarios. Por eso podía sestear un par de horas, desde que almorzaba hasta quecomenzaba el reparto alrededor de las cinco de la tarde.

De cinco a seis era cuando más trabajo había en el establecimiento, no por el valor de las ventas, ni por el volumen de mercancíasdespachadas, que las dos cosas eran escasas en el verano, sino por la gran cantidad de pequeños encargos que las amas de casa solicitabanpor teléfono, cuando advertían que habían olvidado algo en la compra general de la mañana. A cada momento, una llamada telefónica ponía enmovimiento a Ganus con una libra de pan o un bote de conserva, que estaban haciendo falta en una familia que ya se había sentado a la mesa.

La mayoría de las familias de Estherville tenían la costumbre de cenar de seis a seis y media, y Harry tenía un especial interés en atender atodo el mundo al mismo tiempo, para que ninguna de sus clientes se considerase postergada. No era raro ver a Ganus pedaleando por aquellascalles con toda la prisa de que era capaz, entre las cinco y las seis, con una botella de salsa de tomate saltando dentro de su cesto de alambrecolgado del manillar de su bicicleta, haciendo lo imposible para que los Hunnicuts o los Barksdales tuviesen la salsa a tiempo para aderezar lacarne de ternera o la masa de pastel.

Había algunos, como los Watsons y los Crawfords, a quienes gustaba la salsa sobre rebanadas de pan tostado a manera de aperitivo, y siGanus llegaba tarde, protestaban violentamente y amenazaban a Harry Daitch con cambiar de proveedor si aquello volvía a suceder.

Medio dormido y con las piernas entumecidas, Ganus se levantó del banco y siguió a Harry hasta el interior del almacén. Acodado sobre elmostrador, junto a la caja registradora, se restregó con fuerza los ojos para acabar de despertarse, mientras su patrón le preparaba los paquetes,comprobando que estaba todo lo que acababan de pedirle por teléfono y anotándolo en el libro de registro de salida de mercancías. Luego, Harryalargó los encargos a Ganus por encima del mostrador.

—Mistress Vernice Weathersbee necesita pan y un paquete de cigarrillos inmediatamente, Ganus. No te pares en la calle a hablar con lagente, que lo importante es atender a la clientela. Tiene mucha prisa y no me gusta hacerle esperar. No quisiera que dentro de media horavolviese a llamarme por teléfono para decirme que todavía no habías aparecido por allí. Ya sabes dónde vive. Es en Cypress Street, en unpequeño bungalow con una cerca verde. Ya has ido otra vez. Ten mucho cuidado de no equivocarte, no sea que te hagas un lío y dejes el encargoen una casa distinta. Si no estuvieses toda la tarde durmiendo no estarías ahora a medio despertar. Y ahora vete en seguida, antes que te olvidesde lo que tienes que hacer y del sitio adonde te mando.

La boca de Ganus se había abierto por la sorpresa y sus ojos parecían más grandes y más blancos.—¿Quién... quién... quién ha dicho usted, míster Harry? —dijo despertando completamente apenas oyó nombrar a Vernice Weathersbee—.

¿No podría hacer alguien ese encargo por mí, míster Harry?—¿Por qué tendría que hacerlo nadie?—Es que... ¿No habrá usted oído mal el nombre, míster Harry?—No, no he oído mal. Hace apenas cinco minutos que me ha llamado por teléfono.Ganus parecía asustado, con la cabeza caída sobre un hombro.—¿Se refiere a esa señora blanca que vive en un pequeño bungalow amarillo con una higuera en el patio, míster Harry?—¿Cómo voy a saber si tiene una higuera en el patio o la tiene en la chimenea? —dijo Harry bastante enfadado—. No me dedico a vigilar a

mis clientes para ver la clase de árboles que tienen en sus patios. Estoy hablándote de mistress Vernice Weathersbee. La divorciada de CypressStreet Ya sabes a quién me refiero. Le llevaste un encargo a principios de semana.

Ganus suspiró hondo antes de contestar.—Sí, señor... Me acuerdo muy bien de ella, míster Harry.—Ha dicho por teléfono que cuando llegues a su casa entres en la cocina y le dejes los encargos sobre la mesa, y no hagas como la vez

anterior, que dejaste los paquetes en la escalera y saliste corriendo. No quiero que eso vuelva a ocurrir. ¿Me oyes, Ganus? Llamas por la puertatrasera y entras en la cocina, como debes. Mistress Weathersbee es una buena cliente y una buena pagadora... Aunque a veces se retrase algo...Por lo menos paga sus facturas bastante antes que muchas familias cuyo nombre me callo. No quiero que por culpa tuya deje mi tienda y busqueotro proveedor.

Con un sentimiento de angustia en el estómago, Ganus cogió el paquete con el pan y los cigarrillos, con el mismo respeto que si fuesen lasúltimas cosas que le sería dado coger con sus manos en este mundo. Sus labios se movieron varias veces como si murmurara algo para sí.

—¿Qué es lo que ocurre, Ganus?-preguntó Harry.—Míster Harry —dijo con temor—, ¿no habría alguien que quisiera hacerme el favor de sustituirme por esta sola vez y llevase a esa señora

sus encargos? Sería un favor que nunca podría olvidar y que agradecería en el alma.Harry estaba ya en mitad de su almacén, pero cuando oyó a Ganus hablar se volvió confuso como si no hubiese entendido bien. El negro le

miraba con ansiedad mientras se tiraba de las orejas.—¿Qué estás diciendo, Ganus?Tragó saliva el interrogado y luego contestó con voz lejana, como sacada de lo hondo del estómago:—Yo... yo... yo creí que habría alguien que quisiera ir en mi lugar a esa casa... Yo le agradecería mucho, míster Harry...El patrón se acercó a él amenazador.—Ganus, ¿quieres o no quieres conservar tu empleo? ¿O es que quieres dejarme?—No, señor, míster Harry —respondió Ganus con prontitud—. Yo no quiero irme, ni muchísimo menos. Eso es una tontería. Necesito este

empleo, que es el mejor que he tenido jamás. No lo dejaría por nada del mundo. No, señor, míster Harry.—Entonces, ¿qué te pasa, que no quieres ir a llevarle sus encargos a mistress Weathersbee?Viendo que Harry no quería discutir y menos comprender aquella actitud extraña, Ganus empezó a darse prisa, seguro de que nada le

interesaba más que portarse bien y hacer el encargo a satisfacción de su patrón y de la clientela, fuese quien fuese. Cogió los paquetes a todaprisa, antes que Harry se arrepintiese y buscase otro muchacho que le sustituyese en el empleo. Salió a la calle con los encargos y Harry saliódetrás de él hasta mitad de la calzada.

—Mira lo que te conviene, Ganus —empezó a decir Harry con tono amenazador.—Míster Harry, haga como que no ha oído nada de lo que acabo de decirle. Debería haberme cortado la lengua antes de hablar. Repartiré

los paquetes cuando usted quiera y a quien usted me mande, sin reparo alguno. Iré a casa de esa señora inmediatamente, haré todo tal como me

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ha ordenado, entraré en la cocina y le dejaré los paquetes encima de la mesa... Tal como usted me ha dicho. Por favor, no avise a nadie parasustituirme en el empleo. Yo haré exactamente todo lo que usted me mande. Lo siento, míster Harry... Olvídelo todo, por favor...

—Tú eres el que debes tener cuidado con lo que hablas y no repetir esta escena. Hay muchísimos muchachos deseando coger este empleo.Es una cosa que no debes olvidar, Ganus. Si no cuidas de tu lengua y piensas las palabras antes de decir lo que no debes, cualquier día teencontrarás sin trabajo. Y no olvides que estoy hablando en serio. No estoy para bromas.

Ganus salió corriendo del almacén y montó en la bicicleta. Pedaleó todo lo de prisa que pudo Peachtree Street arriba, dobló la esquinacomo un rayo y bajó por Cypress Street hasta que llegó frente al bungalow amarillo. Era una pequeña construcción. La hierba crecía hasta laaltura de la rodilla en todo el descuidado patio. Una gruesa capa de polvo venido desde el campo vecino cubría la fachada, y con la lluvia se habíaformado en el suelo una seca corteza de barro rojizo. Las plantas de camelias y de azuladas flores de lis crecían a duras penas, sin que nadie seocupase de ellas.

El negro llegó sin respiración, entró en el patio y dejó su bicicleta junto a la higuera, frente a la puerta de la cocina. La cancela estabacerrada, pero sin correr el pestillo de la cerradura. Abrió con cuidado, miró cautelosamente en la cocina y entró. No se veía a nadie, y Ganus fuede puntillas hasta la mesa y con mucho cuidado dejó en ella los paquetes que llevaba. Después escuchó un momento y como no oyese ruidoalguno en el interior de la casa volvió de puntillas hasta la puerta con idea de escapar; pero recordando las advertencias de Harry llamó con losnudillos en la puerta.

Casi al mismo tiempo que él llamaba se oyó movimiento en la habitación inmediata. Mientras el muchacho contenía la respiración, de puropreocupado, entró en la cocina Vernice Weathersbee. Corrió hasta la cancela para impedir que el negro se escapase. Ganus evitó mirarladirectamente, recordando las circunstancias en las que la había visto la última vez. En la cocina hacía mucho calor, y el negro apretó su caracontra la cancela porque allí parecía encontrar cierta agradable sensación de frescura.

—¡Oh! ¿Eres tú, Ganus? —oyó que le decía, y apretó tanto la nariz sobre la cancela que se la aplastó contra la cara—. No te vayas, Ganus.Quiero comprobar si has traído todo lo que encargué a míster Daitch.

Vernice estaba junto a la mesa desenvolviendo el paquete donde venía el pan y los cigarrillos. Ganus se acercó para presenciar lacomprobación. Según se había estado temiendo el negro, la señora estaba bastante ligerita de ropa. Llevaba el mismo pijama que la última vezque Ganus la había visto, cuando dejó los paquetes de los comestibles en la escalera y salió huyendo en la bicicleta. La chaqueta del pijama eraazul pálido con encajes en el cuello y en las mangas. Calzaba la señora unas sandalias que en realidad no eran más que una pequeña correasujetando el pie.

Vernice era rubia y alta y había dejado ya atrás los años veinte, es decir, pasaba de los treinta. No era una mujer de las que aparecenhermosas a primera vista, pero sus encantos eran muy femeninos y su figura muy esbelta y proporcionada. Salía poco de casa durante el verano,excepto para ir a la oficina de correos una vez cada semana, pero cuando bajaba a la ciudad, sus vestidos de colores chillones y sus grandessombreros llamaban la atención por las calles.

Pasaba el tiempo, en pijama y con sandalias, sentada en casa oyendo programas musicales de radio, hora tras hora. Había estado casadacon el dentista Mike Weathersbee durante cinco años. Mike se divorció de ella cuando supo una historia relacionada con los itinerarios de unviajante de máquinas de coser, y decidió trasladarse a la vecina Atlanta y montar allí una clínica dental que luego trasladó a Savannah, dondepudo comenzar una vida nueva. Cada semana le enviaba a su antigua mujer una cantidad para su mantenimiento, y este dinero le daba a ellapara pagar las rentas de la casa y vivir decorosamente.

Vernice era huérfana y no tenía parientes de ninguna clase. Siempre había creído que se casaría de nuevo y, efectivamente, estuvo a puntode hacerlo pocos meses después de su divorcio, pero Fred Finiey, que había sido su pretendiente durante cerca de un mes con intenciones dematrimonio, desapareció de la ciudad una mañana, sin que nadie supiera luego más de él. Por aquel entonces, los vecinos empezaron a decirque el motivo de la huida inesperada había sido una alborotada discusión entre novio y novia, al final de la cual Fred había escapado de casa deVernice más que de prisa.

Nada se había sabido de Fred a partir de entonces, excepto que había escrito una carta al encargado del correo rogándole que le enviase elsuyo a la lista de la oficina postal de Birmingham. Vernice cuando se quedó sin Fred se dijo a sí misma que en último caso siempre tendría elrecurso de irse a Macón o a Augusta como masajista, que ésta había sido su ocupación hasta contraer matrimonio con Mike Weathersbee. Perola verdad es que nunca perdió la esperanza de encontrar a alguien que casándose con ella le resolviera el problema de su vida.

Estaba pasando aquel verano en la más absoluta soledad, hasta el punto de que en los dos últimos meses casi no había cruzado la palabracon nadie. Era una persona optimista, y confiaba que el otoño le traería la buena suerte y con ella un cambio en su fortuna que la pusiera hacubierto de preocupaciones. Ahora pasaba las horas solitarias del verano consolándose con el bourbon-and-coke, camarada alcohólico de sustardes y de sus noches. Su vecino inmediato, Milton Wheat, propietario de una tienda de bebidas, la había oído varias veces llorar en la cama, yhabía pensado incluso ir a preguntar a Vernice si le ocurría algo y en qué podría ayudarla. Pero la señora Wheat no sentía ninguna simpatía por suvecina y jamás había consentido en semejante servicio de socorro. Vernice abrió el paquete de cigarrillos y encendió uno. —Está todo, Ganus —dijo, dejando salir despacio de sus labios una columnita de humo que se elevó camino del techo—.

Este míster Daitch es maravilloso. Jamás se equivoca en los encargos.—Voy a ir corriendo, a decirle a míster Harry que usted está muy contenta con que no haya equivocaciones en el servicio de sus encargos,

miss Vernice —dijo Ganus, aprovechando la ocasión para dirigirse a la puerta muy decidido—. Tendré mucho gusto en darle a mi patrón tanagradable noticia-

Abrió la puerta antes que pudiera oponérsele miss Vernice. Ya estaba casi en el patio cuando oyó que le llamaba, y Ganus se quedó quietocomo un poste, aunque no fue capaz de volver la vista.

—Señora... —dijo asustado—, ¿me ha llamado usted, miss Vernice?—Sí, Ganus —respondió ella en un tono que dejó sin respiración al pobre negro—. Ven aquí, Ganus...Ganus regresó a la cocina. Cerró la cancela tras él y vio a Vernice que estaba sentada en el borde de la mesa y lanzando volutas de humo de

su cigarrillo hacia el techo. Los oídos de Ganus se llenaron de un tierno rumor de la risa de la señora.—Miss Vernice —dijo el muchacho temblando—, míster Harry me necesita en el comercio y me ha encargado mucho que regrese en

seguida. Me lo ha encargado tanto, miss Vernice, porque si me retraso puede ocurrir que algún cliente pida algo en ese tiempo y no se le puedaservir. Míster Harry no quiere que sus clientes se quejen. Por eso tengo tanta prisa en regresar. Dios sabe que digo la verdad...

Salió corriendo de la cocina, bajó de un solo salto los escalones que le separaban del patio y se acercó a su bicicleta como a su salvación.Montó en la máquina y corrió todo lo que pudo, oyendo a su espalda a Vernice que le llamaba a voces. Pedaleó con todas sus fuerzas, torció laesquina y quiso olvidarse de miss Vernice, que seguía en el centro del patio haciéndole señas para que regresara. Agachó la cabeza sobre elmanillar y corrió como un loco.

A semejante velocidad estuvo en el almacén en seguida. Llegó jadeante y sin respiración a consecuencia del esfuerzo y de las emociones.

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Le extrañó que Harry Daitch estuviese esperándole en la puerta.—Muy bien. Veo que has regresado en seguida, Ganus-dijo el patrón mirándole con simpatía—. Esa es la manera de conservar el empleo...—Estoy seguro de poder hacerlo todavía más de prisa, míster Harry. Y eso que hoy he corrido como no había corrido nunca.—Tienes que salir otra vez, Ganus —agregó Harry mientras acababa de envolver un paquete—, y ya sabes que la prontitud en realizar el

servicio es la mejor recomendación para hacerte aquí un hombre de provecho. La clientela aprecia mucho la rapidez en el servicio de susencargos. Estoy seguro de que te harás un porvenir en este negocio...

—Sí, míster Harry, pero yo quisiera decirle...Harry no le hizo caso y le mandó callar con un gesto de impaciencia.—Tienes que hacer este encargo en seguida. Si lo haces con la misma rapidez que el anterior, tendré que empezar a creer que eres

insustituible, Ganus.Ganus cogió el envoltorio.—¿Para quién es, míster Harry?—Para mistress Weathersbee, que acaba de telefonear —respondió Harry mientras anotaba en el libro de salidas el encargo—. Llamó

inmediatamente antes de que llegases, diciendo que se le había olvidado el hielo. Dice que le corre mucha prisa, Ganus. Ya sabes que el hielo esimprescindible en este tiempo.

Ganus regresó al mostrador desde casi la puerta del almacén.—Míster Harry... Míster Harry, yo...yo... —quiso decir algo, pero no fue capaz de expresar su pensamiento completo.Harry le miró enfadado.—¿Qué te pasa ahora, Ganus?—Míster Harry, yo... yo...—Es la segunda vez en la última media hora que te pones así, y esa actitud me resulta muy extraña. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres

trabajar conmigo o no? ¿Te gusta este trabajo o quieres dejarlo? No me agrada tener que perder el tiempo en discusiones tontas cada vez que tehaga un encargo.

—Míster Harry... yo haré todo lo que usted quiera... pero no diga que va a buscar otro muchacho... Por favor, míster Harry...—Pero entonces, Ganus, ¿qué te pasa?Ganus miró al suelo desconsolado. Un único pensamiento le embargaba, y era el de que tenía que pagar cinco dólares semanales al doctor

Lamar English. Ya le había pagado seis semanas y sabía muy bien que si perdía el empleo no le sería posible encontrar otro en seguida parapoder continuar pagando los cinco dólares cada sábado. Si esto ocurriese, el doctor English vendría y se llevaría la bicicleta. Volvió a la puerta.

—Míster Harry, por favor, no se disguste conmigo. Yo llevaré todo lo que usted me diga y al sitio que usted me diga. Haré todo lo que memande y no tendrá usted jamás que decirme las cosas dos veces. No se enfade conmigo, míster Harry. Por favor. No se enfade.

Salió del almacén antes que Harry pudiera contestarle y montó en la bicicleta. Pedaleó sin mucho entusiasmo Peachtree Street arriba, yconforme avanzaba se iba apoderando de él la seguridad de que no podría escapar una segunda vez de la trampa. Con el alma encogida depuro miedo, entró en Cypress Street y vio el bungalow amarillo y la cerca verde. Quiso hacerse un plan para lo que haría una vez que entregase elencargo, pero tenía tanto miedo que le fue imposible pensar nada a derechas y mucho menos tomar una resolución sobre el asunto. Dos vecespasó por la puerta del bungalow sin detenerse, pero por fin no tuvo más remedio que decidirse.

Con seguridad de que estaba haciendo algo definitivo, de cuyos resultados no podría evadirse por mucho que lo intentara, Ganus entró por elpatio y dejó la bicicleta una vez más junto a la higuera, cerca de la escalerita de ladrillos desnudos. Recordó que la primera vez que había ido acasa de miss Vernice se había fijado en los higos y había pensado en la posibilidad de comer algunos, aprovechando un descuido de su dueña.Pero ahora estaba demasiado preocupado para entretenerse en coger higos. Dejó la bicicleta, cogió el paquete y escuchó atentamente duranteunos segundos. Un grupo de chiquillos jugaba en la calle ruidosamente, pero dentro de la casa no se oía rumor alguno, por lo que Ganus pensócon esperanza que miss Vernice estaría dentro en alguna habitación interior.

Bajo el sol que calentaba como la boca de un horno, Ganus tuvo la visión de Vernice y su corazón empezó a saltarle dentro del pecho. Subiólos escalones que le separaban de la cocina, empujó la cancela y fue de puntillas hasta la mesa. No vio a Vernice hasta que estuvo en mitad de lacocina. Estaba la señora sentada en una hamaca fumando otro cigarrillo. Se detuvo el muchacho, sin saber exactamente de dónde proveníaaquel miedo suyo a encontrarse solo con miss Vernice. Quiso aparentar serenidad.

—Me alegro de que hayas vuelto, Ganus —dijo ella con una sonrisa—. Me hacía mucha falta el hielo.—¿Está usted ahí, miss Vernice? —preguntó él aturdido.Se levantó ella para decirle muy cerca:—Te necesito, Ganus.Ni sabía qué quería decirle ni quería preguntárselo. Se limitó a contestar una tontería.—¿Sí, señora?Vernice cerró la cancela y luego dejó a Ganus solo en la cocina. Entró en la habitación inmediata y al rato llamó al negro desde allí. De un

lado la curiosidad y de otro el temor, fueron las sensaciones que llevaron a Ganus a la habitación cercana. Vernice estaba sentada en un diván,preparando unos bourbon-and-coke.

—Pasa, Ganus. Quiero invitarte. Estoy muy sola y necesito sentirme acompañada de alguien. Ven, siéntate aquí, Ganus. Ayúdame...Ganus se acercó al diván y cogió de manos de Vernice la botella que ella no podía abrir. Estaba el negro tan nervioso que casi rompió el

cuello de la botella.—Ábrela tú, Ganus —dijo ella—. Esto es más bien cosa de hombres. Yo no he sido nunca capaz de descorchar una botella.De puro nervioso, Ganus no acertaba a clavar la punta del sacacorchos y tuvo Vernice que ayudarle a esta primera parte de la operación del

descorche. Le sorprendió ver con qué facilidad salía el tapón al primer intento. Algunas gotas del whisky salpicaron su camisa y su pantalón, y elnegro pensó en los comentarios que haría míster Harry si pudiera verle en aquel momento.

—Miss Vernice —dijo en tono de súplica—, no tengo más remedio que regresar al almacén, porque míster Harry me ha encargado muchoque me dé prisa. Dios sabe que estoy diciendo la verdad.

Ella le escuchaba moviendo la cabeza con gesto de disgusto.—No, Ganus —le dijo— no te vayas... —Echó de la botella en dos vasos y preparó bourbon-and-coke para ambos—. Estate aquí un rato.

Por una vez al menos no beberé sola.Puso uno de los vasos en manos del muchacho. Lo cogió él con cuidado para que no se derramase, pero con todo era tanto su nerviosismo

que algunas gotas salpicaron sus zapatos. Quiso devolver el vaso sin probar el contenido.—No puedo beber, miss Vernice. Por favor, no me obligue a hacerlo y déjeme regresar al almacén.

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—¿Nunca has bebido, Ganus?—Nunca, señora. No sé el gusto que tiene el alcohol... Pero, por favor, déjeme ir a mi obligación. Míster Harry me necesita, estoy seguro. Si

pierdo mi empleo en el almacén, no podré pagar al doctor English los cinco dólares semanales y me quitará la bicicleta. Dios sabe que digo laverdad, miss Vernice.

—No comprendo tu miedo, Ganus. El doctor English es muy amable y te prestará todo el dinero que necesites. Yo hablaré con él, Ganus.—Pero, míster Harry...Vernice se echó a reír.—¡Qué importa ahora míster Harry! —dijo Vernice llevándose el vaso a los labios y haciendo un gesto apicarado con los ojos—. ¡Importamos

nosotros, Ganus! ¡Cada hombre se basta para vivir, sin tener que ser esclavo de otro! Deja a Harry que se muera y al doctor English también.¡Vivamos! —agregó moviéndose rítmicamente como si bailara.

Ganus cerró los ojos y se bebió su bourbon-and-coke. Cuando los abrió de nuevo vio cerca de él a Vernice que golpeaba suavemente suvaso con otro en mudo brindis. El negro miró temeroso a la ventana para asegurarse de que nadie les estaba observando desde alguna casavecina. Si se sabía que él, un negro, estaba allí a solas con una mujer blanca, bebiendo y brindando, la ciudad se enfurecería.

—Miss Vernice, un muchacho negro como yo... Usted sabe lo que quiero decir... Por favor, déjeme marchar... Tengo miedo.Ella le llenó el vaso.—No seas tonto, Ganus... No te pasará nada.—Pero, miss Vernice, yo...—Estoy muy sola, Ganus. No tengo a nadie que se cuide de mí. Quiero beber contigo. Eso es todo... ¿Me crees, verdad, Ganus? Olvida tu

miedo. Nada te pasará... Bebe conmigo.Bebió el negro con la esperanza de que podría marcharse una vez que se tomara el segundo vaso. Esta vez el whisky le quemó la garganta y

le hizo llorar. Cuando vio que Vernice iba a llenarlo de nuevo, corrió a ella y quiso quitarle la botella. Pero Vernice se lo impidió con un golpe de sucodo en el vientre de Ganus.

—Por favor, miss Vernice, que tengo que irme... Que pierdo mi empleo... Que no podré pagar los cinco dólares semanales al doctorEnglish... Que no es correcto que esté aquí a solas con usted... —casi lloraba el pobre negro, luchando por quitar la botella de las manos deVernice sin conseguirlo—. Miss Vernice, por favor —gemía Ganus viendo caer el líquido en el vaso—, déjeme ir... Tengo que regresar alalmacén...

Vernice dio un empujón a Ganus y lo hizo sentarse en el diván. Al negro le pareció que la caída había sido de muchas millas por el espacio.Otra vez se vio con un vaso lleno en la mano. Por más que él movió la cabeza a derecha e izquierda para evitarlo, el vaso fue derecho a suslabios. Incapaz de resistir a lo que parecía inevitable, cerró los ojos y se bebió el whisky que esta vez era seco.

No abrió los ojos hasta pasado un buen rato, y cuando lo hizo comprobó con horror que todas las cosas de la habitación daban vueltasalrededor de él. Hasta Vernice parecía dar vueltas, y entonces Ganus hizo un esfuerzo y se levantó para sujetarla. Cogidos uno al otro yayudándose mutuamente a no caer vieron que la habitación corría cada vez más, girando ya vertiginosamente. A Ganus se le ocurrió que ambosestaban sobre el eje de una rueda de un vagón de ferrocarril a toda marcha.

—Voy a perder mi empleo —gemía el negro, con los ojos arrasados en lágrimas—. Míster Harry buscará otro muchacho para los recados delalmacén. Los negros siempre tenemos alguna desgracia encima. Yo no me he buscado este disgusto. Ahora no sé cómo voy a salir de él. Heprocurado durante toda mi vida alejarme de las complicaciones. Pero parece que las cosas se han puesto contra mí. Usted ha tenido ahora laculpa, miss Vernice... Yo soy un pobre negro, miss Vernice. Una mujer blanca no debería...

Vernice sonreía oyendo hablar al negro. Se gozaba en la angustia de Ganus.—¿Te doy miedo, Ganus?—No, señora. Pero yo no tengo nada que hacer aquí. No debo estar aquí. Lo sé desde siempre, que estas cosas sólo pueden traerme la

desgracia. Soy un pobre negro, miss Vernice. Quiero irme a mi trabajo. Quiero irme...El negro creyó que Vernice iba a pegarle.—Ganus, yo no soy mala. Soy una víctima de la soledad. Nadie tiene para mí una sonrisa, una palabra de amistad, un gesto cordial. Estoy

sola, completamente sola — Vernice estaba llorando—. Pero tiene que llegar un día en que cambie mi suerte y me llegue la felicidad, ¿verdad,Ganus?

Ganus se encontró con el borde del vaso entre los labios.Comprobó que le preocupaba bastante menos la posibilidad de perder el empleo. Y bebió. Dejó caer la cabeza hacia atrás y sintió pasar el

whisky por su garganta, quemándola. Estaba sorprendido de ver que había perdido toda noción de miedo. Vernice le estaba hablando y él la oíaalgo lejana.

—La diferencia de razas es una solemne tontería, Ganus...Quería atender a lo que ella decía, pero eso era superior a sus fuerzas. Se sintió incapaz de oírla y comprenderla. Se tumbó en el diván y tuvo

la sensación de que su cuerpo se hundía más y más en una especie de pozo sin fondo. El resto del mundo parecía irse desvaneciendo poco apoco en su conciencia. No merecía la pena preocuparse por nada. Absolutamente por nada. Estaba entrando en un mundo maravilloso donde noexistían el miedo ni las preocupaciones.

—Ganus, olvida que eres negro... —estaba diciéndole Vernice desde muy lejos.Sonrió Ganus haciendo un esfuerzo, ante lo ridícula que le resultaba aquella preocupación por ser negro o blanco o amarillo.—No te preocupes, Ganus. Olvídate de todo... No tengas miedo de nada... ¿Te sientes bien, Ganus?El negro quiso abrir los ojos para decirle a Vernice lo bien que se sentía, pero comprendió que tampoco merecía la pena molestarse en dar

explicaciones a nadie. Lo importante era sencillamente estarse allí, tumbado en el diván, hundido en la agradable modorra del whisky, sinacordarse de nada ni de nadie.

Por primera vez en su vida se quedó dormido sin acordarse del color de su piel.

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8

Estaba oscureciendo cuando Roy Blount, encargado general del molino de semillas de algodón de Estherville, llegó al Pineland Hotel dondeErnie Lumpkin y Joe Morningstar, dos compradores de aceite y semillas llegados de Atlanta, le habían estado esperando toda la tarde. CuandoRoy les dejó, a la una en punto, les prometió regresar a medio día o en las primeras horas de la tarde para tomar juntos unas copas. Se habíahecho la promesa de no confiar a Ernie y Joe sus proyectos, porque no estaba seguro de que su esposa accediese a lo que iba a pedirle. Contodo, había ido a su casa a intentar persuadir a Elizabeth de que convenía al negocio invitar a estos amigos a cenar el domingo.

Roy había luchado durante tres horas por convencer a su mujer de que los negocios exigían a veces estas atenciones personales, y que élestaba obligado a obsequiar a Ernie y Joe.

Después de discutir mucho y hacer toda clase de consideraciones, Elizabeth se mantuvo en no acceder a que su esposo invitase a cenar encasa a los dos negociantes de Atlanta. Ella terna desde siempre el convencimiento de que había sido una mujer de mala suerte al no haberpodido casarse con un hombre distinguido, un abogado o un médico, por ejemplo, y a pesar de los años conservaba como una prerrogativaindeclinable el no reunirse ni tomar confianza con las personas que consideraba de baja condición social, incluidas de manera especial las quede un modo o de otro estaban relacionadas con el negocio de la fábrica y la compra-venta de semillas y aceites.

Cuando Roy llegó al barrio comercial ya se había puesto el sol. A final de agosto los días habían empezado a ser más cortos. Dejó el cochefrente al hotel, entró en el edificio, tomó el ascensor y subió al cuarto piso. Aunque esperaba que Elizabeth se negaría a invitar a Ernie y Joe,nunca creyó que la negativa fuese tan rotunda. Esto le ponía en una situación muy violenta, porque tenía el compromiso de obsequiar a los dosamigos y porque si no les llevaba a casa a comer tendría que encontrar alguna otra manera de corresponder a las atenciones recibidas de ellosen otras ocasiones.

Ernie Lumpkin, con un vaso en la mano, abrió la puerta apenas Roy había tocado con los nudillos. Joe estaba tumbado en el borde de lacama, sin zapatos, con el ventilador eléctrico cerca de la cara, redonda y sonrosada como la de un niño. Los dos estaban en camisa, dobladaslas mangas hasta los codos. Hacía un calor asfixiante en la habitación y Joe y Ernie se sentían cansados, agobiados, incómodos y de mal humor.

—No te vemos desde que Noé cerró el arca —dijo Ernie con sorna.—De verdad, te digo que no creí que tardaría tanto. Siento haberme retrasado.—Joe y yo hemos estado aquí como dos peces dentro de una pecera, bebiendo para no acordarnos de que moriríamos dentro de este horno

antes de tu regreso. Venimos desde el fin del mundo, a meternos en esta conejera, te traemos dinero del bueno para comprar tus mercancías yluego te niegas a beber un whisky con nosotros, como si nuestra compañía te resultara bastante molesta... ¿Qué te has creído? Joe, dime sivolveremos a negociar con este pájaro carpintero alguna otra vez.

—Que me maten si lo hago, Ernie —respondió Joe Morningstar, moviendo la cabeza y soplándose en las puntas de los dedos.Al revés de Ernie Lumpkin, que era alto y con abundante pelo negro, Joe era bajito y macizo. En la mano izquierda lucía una escandalosa

sortija con un brillante y a todas horas llevaba en la boca un puro, casi siempre apagado. Era calvo, y como Ernie, rondaba ya los cuarenta años.Tenía una cara simpática y cordial, con una constante sonrisa que le hacía difícil algunas veces simular que estaba enfadado, cuando negociaba yle era necesario engañar a alguien.

Joe y Ernie viajaban la comarca en compra y venta de algodón por cuenta de una compañía, y compraban la mayor parte del aceite, semillasy subproductos que producían las fábricas. A Estherville iban todos los veranos, a final de agosto, y estaban en la ciudad dos o tres días mientrasconcertaban con Roy Blount la compra de sus mercancías para el año siguiente.

—Lo que compramos aquí, podremos comprarlo, y aún mejor, en cualquier parte. No volveremos a este villorrio a que nos insulten y noshagan desprecios como éste. Para insultos, tanto vale Jacksonville como Birmingham, ¿no te parece? Por lo menos allí te insultan con gracia.Esto es terrible, insoportable...

Joe procuraba ahuecar la voz mientras hablaba para que Roy creyese que estaba furioso, y se pasaba las manos por la cara para disimularsu permanente sonrisa.

—Juro que no creí que me retrasaría tanto —dijo Roy intentando convencer a sus amigos.No estaba seguro de que el enfado fuese real, pero no se atrevería a decir que era fingido. Les conocía y sabía que cualquier cosa podría

esperarse de aquel par de sujetos. No era fácil averiguar si bromeaban o si estaban realmente ofendidos con su conducta. Le convenía mucho nodisgustarles porque los contratos para el año próximo estaban todavía sin firmar. Habían concertado reunirse el domingo siguiente por la mañana,para finalizar la operación. Roy sabía muy bien que sus intereses exigían un trato habilidoso con Ernie y Joe, agasajándoles, acompañándolesincluso a alguna reunión o festejo de fin de semana.

Charley Singfield, presidente de la Compañía, le había telefoneado el día antes de la llegada de los dos compradores, y le había advertidomucho que cuidara de atenderles bien y de hacerles agradable la estancia en Estherville, corriendo de su cuenta los gastos que se ocasionaran.

Roy tenía una casa en Chestnut Street cerca del campo, hijos estudiando ya la segunda enseñanza y una esposa recientemente elegida parala presidencia del College Club durante el siguiente año. Perder su empleo en la fábrica supondría para él una catástrofe.

Atravesó la habitación y se sirvió bebida, preocupado por la idea de que no tenía más remedio que hacer algo rápidamente paracongraciarse con ellos. Estuvo a punto de confiarles que su esposa era la culpable del retraso, con lo que quedaría justificado, peroinmediatamente desistió, creyendo más seguro callarse y no hacer mención alguna de su mujer.

—De todos modos —dijo, mirando el whisky de su vaso a contraluz, aparentando una serenidad que no tenía— estoy dispuesto a ir convosotros a dar un paseo. —Intentó sonreír pero Joe y Ernie estaban tan serios que le cortaron la sonrisa antes de iniciarla—. ¡Fuera cuidados,muchachos! ¡Estoy libre como un pájaro! ¡Vamos a divertirnos! Ernie cerró la puerta de un puntapié y se acercó a la ventana.

Se quedó allí un buen rato en silencio, de espaldas a la habitación, mirando con cara de malhumor hacia la calle bulliciosa y tentadora. La luzde los anuncios y del alumbrado proyectaba la sombra de los árboles sobre las fachadas de las casas. El natural movimiento de la noche delsábado, la gente, los automóviles, el ruido, todo llegaba hasta la habitación como una llamada. De pronto, Ernie se volvió de cara a sus amigos,disgustado y con la boca contraída. Miró a Roy de arriba a abajo como si quisiera fulminarlo.

—Estamos en noche de sábado y nadie ha hecho nada por ayudarnos a distraernos un poco —dijo acusador—. Nadie tiene en este pueblola menor idea de los deberes de la hospitalidad. Me siento aquí más solo que en un desierto —volvió la espalda a Roy, se acercó a la mesa,cogió una botella y se llenó un vaso, recreándose en la caída del líquido y en la música que parecían hacer sobre el cristal las burbujas—. Seré elmás despreciable de los hombres si vuelvo a este lugarejo otra vez, ni de paseo. No creo que vengamos a pasar las noches sentados comoniños en la escuela, ¿verdad, Joe?

Miró despreciativo a Roy Blount por encima del hombro.—¿Qué os gustaría hacer esta noche? —preguntó Roy, que no había olvidado la orden recibida de Charley Singfield.

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—¿Qué quieres? ¿Que te hagamos nosotros el itinerario? Eres tú quien vive en esta ciudad, y quien debe saber dónde puede divertirse unode noche. Es lo natural, Blount.

—Sé muy bien lo que os conviene —dijo sonriendo y poniendo amistosamente su mano en el hombro de Ernie—. Lo sé perfectamente. Peroantes quiero que me oigáis con atención. Ésta es una ciudad muy pequeña. Un pueblo... No es Atlanta ni Nueva Orleáns. Ya sabéis a lo que merefiero. No se pueden pedir muchas diversiones en una población como Estherville. ¿Comprendes, Joe?

Joe Morningstar, tranquilo y distraído, no le hizo el menor caso. Se pasó el cigarro de un lado a otro de la boca con un movimiento rápido delos labios, en el que había adquirido una curiosa práctica. Ernie cogió a Roy por un brazo.

—¿Qué quieres darnos a entender? —dijo enfadado—. No conoces a Ernie Lumpkin. No creo que pienses que he venido a este apeaderoen un tren de mala muerte para pasarme la noche del sábado sentado en el hotel. Joe y yo sabemos gastarnos el dinero y ya encontraremos enqué y dónde. No sé por qué nos molestamos en esperar que nos ayudes en estas cosas, que para ti no son importantes. Eres un mentecato si noconsigues un par de rubias que quieran divertirse con este par de amigos. ¿Qué dices a esto, Joe?

—Nunca he oído a Ernie hablar con tanta elocuencia, Roy —afirmó Joe con una sonrisa burlona—. Busca tú las dos rubias, que el resto correde nuestra cuenta. —Pongamos el asunto a votación —dijo Ernie. —Esperad un minuto —rogó Blount nervioso—. No queréis comprenderme.Sabéis que soy un buen amigo vuestro y que haría cualquier cosa por agradaros. Pero en una ciudad como Estherville hay que hacer una vidaordenada, ir a casa temprano cada noche, atender a la esposa, a los hijos... Todo se sabe en seguida, no es como...

—Ernie —dijo Joe—, ¿vamos a aguantar otro disco? ¿Quieres seguir oyendo el sermón de este predicador de poco más o menos?—¡Ca! —respondió Ernie, acercándose a Roy y chasqueándole los dedos delante de la cara—. Me importan un bledo todas esas historias

que me estás contando. Tú tendrás que atender a tu esposa y a tus hijos, pero yo no tengo ninguna de las dos cosas. Mi familia está a doscientasmillas de aquí... —continuaba chasqueando los dedos ante la cara de Roy—. Como les dice el jefe a sus bomberos cuando hay que salvar a unachica guapa, ¡vas a ver de lo que soy capaz!

Roy miró a Joe pidiéndole ayuda, pero Joe, tumbado en la cama, estaba muy ocupado con su cigarro. Inesperadamente,Ernie echó sus brazos al cuello del asombrado Roy y le abrazo cordialmente, sonriéndole por primera vez.—¿Sabes lo que dice mi mujer cuando salgo de casa para estos viajes de negocios, Roy? Bien, voy a decírtelo. Dice: Ernest, si has de

divertirte, procura hacerlo pronto... Esto es lo que dice, muchacho, y yo siempre la obedezco. De modo, que adiós, pimpollo...Ernie se agachó a coger los zapatos de Joe Morningstar y se los tiró sobre la cama. Roy se le adelantó camino de la puerta.—¿Qué pasa aquí? —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Hay cosas que no entiendo y cosas que no queréis vosotros entender. ¿Cómo

voy a deciros que en una ciudad tan pequeña no hay diversiones para hombres como vosotros? —se acercó a la cama de Joe—. No creo quesea tan difícil de entender, ¿verdad, Joe? Es una cosa lógica, sencilla, clara... Cualquier persona sensata que haya viajado por este país sabeque estoy en lo cierto. No estoy intentando engañar a dos amigos como vosotros, ni mucho menos. Yo no soy de esa clase de gente...

—¿Qué intentas hacernos creer ahora, Blount? —dijo Ernie mirándole intrigado—. Vas a escapar mal si lo que pretendes es engañarnos.—No, no soy capaz de eso, Ernie —siguió Roy con acento que quería ser convincente—. Pero es que... Verás... En Atlanta o en Nueva

Orleáns yo saldría de noche con vosotros y no tendríais que rogármelo ni un minuto. Pero esto es diferente. Vivo en Estherville desde hace quinceaños y conozco la población como la palma de mi mano. Si estuvieras en mi lugar...

—Vete al diablo —gruñó Ernie enfadado.Roy miró entonces a Joe, todavía tumbado en la cama con indolencia. Roy confiaba en que por lo menos Joe creyese en él y le tuviese por

sincero y veraz. Pero Joe inició una sonrisa de indiferencia, se encogió de hombros y dio a entender con un gesto que no sentía el menor interéspor toda la historia que contaba Roy.

—Por favor —rogó Blount mirando a sus amigos desesperado—. Hay cosas que en una ciudad como ésta no pueden hacerse sin graveriesgo...

—¡Vaya, vaya!... —dijeron Ernie y Joe al mismo tiempo mirándose con un gesto de burla.—Esto está muy claro, Ernie —suspiró Joe con la mano en alto como si jurara—. Papá está dándonos consejos. ¿No recuerdas haber oído

algo parecido en otras ocasiones?—No te burles, Joe... ni tú, Ernie... Lo que quiero decir es que algunas cosas...—¿Qué quieres? ¿Convencernos de que debemos divertirnos como tú, acostándonos tempranito y desayunando tortitas calientes? —

intervino violentamente Ernie, escupiendo por el colmillo—. Joe y yo encontraremos lo que queremos sin necesidad de tu ayuda.Joe disimuló su risa llevándose el cigarro de un lado a otro de la boca con un movimiento rápido de los labios.—Me comprendes perfectamente, Ernie... —luchó todavía Roy— y sabes que las circunstancias son especiales y que no hay más remedio

que conformarse con lo que buenamente se va presentando... Esto no es como...—No sé cómo he resistido hasta ahora oyéndote contar esa triste historia, Roy. Es la historia más dolorosa que he oído en mi vida,

excepción hecha de aquella que relata la angustia del gato cuando se quedó sin casa. Siento que mis ojos se humedecen cuando me hablas detu pobre ciudad. Estás partiendo en pedazos mi atribulado corazón. Por favor, deja ya de hablar, buen amigo...

—Ernie-respondió Roy enfadado ante la burla—, Ernie, no te ofendas conmigo. Lo que quería decirte es que en la ciudad nos será difícilencontrar tertulia a tu gusto entre las mujeres de raza blanca... Ya sabes...

El vaso con whisky resbaló de las manos de Ernie y se estrelló en el suelo. Ernie no hizo caso de la catástrofe, se echó un paso hacia atráspara dominar la situación y miró a Joe Morningstar. La cara redonda de Joe se iluminó con una ancha sonrisa.

—¿No te lo dije, Joe? —dijo Ernie señalando a Roy con un gesto—. Es un buen muchacho. ¿Qué me dices ahora? ¿Estaba yo equivocado?Se acercó a grandes zancadas a Roy y le estrechó las manos con mucho aparato.—Nunca soy más feliz —agregó en tono confidencial— que cuando encuentro por el mundo gente buena como Roy. Este es un amigo, sí

señor. Nos ha estado embromando, ¿a que sí? Por eso se ha retrasado. Ha estado preparando la velada, ¿eh pillo? Cuéntamelo todo, anda...—Quiero que me comprendas, Ernie —dijo Roy cuando pudo hacerlo, anonadado ante la verborrea de su amigo—. No me gustaría que

luego tuviésemos disgustos por esto.—Ya entiendo perfectamente, Roy. Tu elocuencia me llega al fondo del corazón. Te entiendo, te entiendo, pimpollo —cruzó dos dedos, uno

sobre otro—. Prometo solemnemente que en lo sucesivo te obedeceremos como si fueras maestro nuestro. Que me maten si no lo hago. No haynada más bello en el mundo que tres amigos por la noche. ¿No es cierto, Joe? Eres un oráculo, Roy. Dices la verdad y nada más que la verdad.Joe y yo nos fiaremos de ti para todo. Desde ahora en adelante, los tres estaremos siempre juntos, como buenos amigos. ¡Ven aquí, Joe! Sal deuna vez de esa maldita cama... —abrazó cómicamente a Roy—. Muchacho, cuando estabas contando tu historia de lamentaciones y tristezasllegué a creer que nos traicionabas, pero ahora veo que era pura broma. Estaremos tan unidos como nunca estuvieron otros amigos del mundo.Creo que eres mi mejor camarada. Esta noche lo demostraremos. ¡Joe, sal de ahí de una vez!

Roy intentó decir algo. Estaba realmente desconsolado cuando sintió que Ernie le cogía amistosamente del brazo.

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—Deja que te explique, Ernie —quiso decir—. No es fácil el asunto... Puede fallar, ya sabes... Lo primero que tenemos que hacer...—Ponte los zapatos, Joe —gritó Ernie sin hacer caso de Roy—. ¡Estamos en sábado, hermano! Buen día para divertirse. Date prisa, Joe.—'Necesitaremos algún tiempo —dijo Roy en un nuevo intento de explicarse—. Tienes que tener paciencia, Ernie.Ernie no le atendía ni poco ni mucho. Se acercó a la mesa, cogió una botella y bebió directamente un buen trago de whisky. Después se

puso el sombrero y abrió la puerta con el pie.—Eres un pillo, Roy. Sé muy bien que lo tienes todo arreglado. Joe, ¿dónde diablos andas?Joe Morningstar se puso los zapatos por fin, envolvió una botella de whisky con un periódico y entró en el ascensor detrás de Ernie y Roy. En

el vestíbulo compraron cigarrillos y tres cigarros para Joe. Luego tomaron el coche frente al Pineland.

Acomodados en el asiento trasero del coche, Ernie tocó en el hombro a Roy.—¡Vaya noche para tres pillos como nosotros, muchacho! Ya sabía yo que no podía fallarnos la noche, ¿verdad, Joe?—¿Cómo iba a fallarnos, teniendo un hermano como éste al cuidado de nosotros? —contestó Joe risueño.—¡Esa es la verdad!-confirmó Ernie acariciando el cuello de Roy—. Nosotros somos los hermanitos pequeños del viejo Blount. ¡Viva nuestro

hermano!El pobre Roy empezó a sentirse mal en cuanto el coche salió de Peachtree Street y entró en Gwinnett Alley. Paró el automóvil media

manzana antes de llegar a la casa de la tía Hazel Teasley, y apagó todas las luces. Estuvo un rato atento a todos los movimientos de la calle,arrepentido de haber llegado hasta allí y temeroso de que alguien le reconociera. Si su esposa le hubiera permitido invitar a los dos amigos paracomer juntos en casa el domingo, podía haber reducido la entrevista de esta noche a visitarles en el hotel, tomar juntos una copa y regresar acasa temprano. Comprendió que no podía estar allí parado e inactivo, porque Ernie y Joe perderían la paciencia y todo sería peor. Abrió laportezuela y saltó a la calle, rogando a sus amigos que le esperaran allí, y que no le siguiesen, porque se podría estropear todo.

Se alejó por el callejón aprovechando la oscuridad. Había por allí chiquillos negros jugando, y se oían más que no estarían muy lejos. Negros ynegras adultos estaban sentados en las aceras, o en hamacas, o tumbados en el suelo de los patios. Roy caminaba despacio para no llamarmucho la atención. Hacía mucho calor. De todas partes le llegaba hasta lo hondo del cerebro el agudo griterío de los chiquillos y el horrible ruidode los aparatos de radio puestos a toda potencia. Cuando estuvo delante de la casa de tía Hazel se detuvo a pensar qué era lo que había ido ahacer allí. ¡Qué saldría de todo aquello!

No se veía a nadie en el patio. Una luz que había en el portal marcaba el contorno de la puerta sobre la sombra de la calle. Se acercó todo loque pudo a un rincón para no ser reconocido por un negro y una negra que pasaron cerca de él. Ya llevaba varios minutos allí sin saber qué hacercuando vio llegar a Ganus Bazemore, callejón adelante, en la dirección del almacén. Salió de su escondite al paso de Ganus. No quería que se leescapara el negro, tan necesario para lo que proyectaba. Ganus le reconoció en seguida.

—Buenas noches, míster Roy —dijo el muchacho acercándose.—Buenas noches, Ganus —respondió en voz baja—. ¿Cómo estás?—Muy bien, míster Roy —concedió el negro, receloso, sin atreverse a hablar mucho— ¿Espera a alguien, míster Roy?—Sí, he venido por aquí a un asunto personal, Ganus —dijo atropelladamente, queriendo aparentar serenidad, antes de preguntar como si no

le interesara mucho la respuesta—. ¿Es aquí donde vives, Ganus? —señaló con la cabeza hacia la casa.—Sí, señor, míster Roy. Es la casa de tía Hazel. Todos vivimos aquí.Roy no quería que se le advirtiese que estaba nervioso e intranquilo, y apretaba los puños para dominarse. En realidad lo que hacía era

contar los minutos que pasaban.—Verás, Ganus... He venido hasta aquí porque necesito hablar con tu hermana. ¿Está en casa? Yo la esperaré aquí...—¿Tiene usted algún empleo para ella?—Sí, sí, eso es... Tengo un empleo para ella.—Voy a avisarla en seguida, míster Roy. Está en casa, estoy seguro... Precisamente hoy hemos estado hablando de lo bien que le vendría a

Kathyanne encontrar un empleo fijo lo más pronto posible. Ha recorrido toda la ciudad buscando trabajo estos días. Espere usted aquí, místerRoy, que ella vendrá al momento.

Ganus se perdió en la sombra del portal. Roy sacó un cigarrillo, pero cuando estaba a punto de encender una cerilla oyó voces de alguienque se acercaba y tuvo miedo de ser reconocido. Tiró el cigarrillo sin encenderlo. Kathyanne apareció en la puerta y miró a Roy con sorpresa, sedetuvo un momento, salió luego a la acera y se acercó muy despacio a su visitante. Roy esperó que la negrita estuviese a su lado para hablarle.

—Me alegra que Ganus te haya avisado que estoy aquí, Kathyanne —dijo convencido de que decía una tontería, no muy seguro de si seríacapaz de explicar el motivo de encontrarse allí—. Pasaba por aquí y pensé-

No pudo seguir hablando. La voz le fallaba y sentía en todo su cuerpo una extraña inquietud. ¿Qué hubieran hecho o dicho Ernie y Joe deencontrarse en su lugar?

—¿Qué pensó usted, míster Roy? —preguntó Kathyanne mirándole a los ojos con franqueza.—Verás. Se trata de...Tartamudeaba, no muy seguro todavía de lo que debería decir. Necesitaba hablar con tono cordial y como de cosa más que sabida. Había

visto a Kathyanne varias veces en la calle, en particular cuando él regresaba a casa desde la fábrica y se cruzaba con ella, pero ésta era laprimera vez que le hablaba cara a cara. Se sorprendió de la belleza de la negra vista de cerca y no acertaba a comprender por qué le infundíatanto respeto que casi no se atrevía a hablar con ella.

De buena gana hubiese dado por terminada la entrevista y se hubiera marchado. Pero se acordó de Ernie y de Joe que estarían yaperdiendo la paciencia. Si no regresaba pronto serían capaces de venir calle abajo hasta la casa de Kathyanne. Roy se estaba portando como uncolegial ante su primera novia. Sonreía de una manera estúpida.

—¿Cómo... estás, Kathyanne? —musitó.—¡Oh, muy bien, míster Roy! —contestó ella con una sonrisa, mirando tan fijamente a Blount que éste tuvo el convencimiento de que la negra

le estaba adivinando el pensamiento—. ¿Me necesitaba usted para algo? —Nunca podría olvidar Roy el tono de inocencia de esta pregunta, niperdonarse aquella traición de aprovecharse de la confianza que la negrita depositaba en él—. ¿Para qué ha venido usted aquí, míster Roy?

—Verás... —empezó, sin saber si llegaría hasta el final—, es que quisiera hablar contigo de algunas cosas, Kathyanne.Estuvo seguro de que la negra se había puesto en guardia instintivamente.—¿Qué tiene usted que hablar conmigo, míster Roy? ¿Va usted a darme trabajo en su casa?—No es eso, exactamente... Ésas son cosas de mi esposa... Se trata de...—¿De qué?Se escondió más en la sombra y llamó a Kathyanne a su lado.

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—Acércate. Aquí podremos hablar mejor. No quiero que se entere nadie de lo que voy a decirte.Kathyanne dudó al principio, pero acabó acercándose a Roy. La cogió él por el brazo suavemente y la llevó en silencio hasta un rincón

solitario y oscuro. No pronunció una palabra hasta que alzó la vista y vio el automóvil. El miedo a sus amigos le dio ánimos.—Kathyanne, te lo agradeceré toda la vida, si me ayudas —dijo, sujetándola fuertemente por el brazo para evitar cualquier intento de fuga—.

Se trata de algo muy importante para mí. No te conozco muy bien, pero he oído hablar de ti y sé que me ayudarás. Han venido de la ciudad dosamigos míos, ¿sabes?

—¿Qué es lo que tengo que saber, míster Roy?—Verás... Mis amigos son gente amable...—¿Y qué quieren esos amigos tan amables, míster Roy? —preguntó Kathyanne con una mirada profunda y una leve sonrisa, desconcertando

a Roy que no sabía si la negra le estaba hablando en serio o se burlaba de él—. ¿Cómo se llaman esos caballeros? —insistió Kathyanne, ahoracon una sonrisa sarcástica y significativa.

—Son forasteros. Huéspedes míos, ¿sabes?—¿Ha sido usted el organizador de esto?—¿Yo?Esta vez no había duda. La negra había entendido y daba señales de no necesitar disimulos.—Me alegro de tu buena disposición, Kathyanne —dijo queriendo acabar pronto y sin dejar de mirar el automóvil cercano—. Podías hacerme

un gran favor...—Pero, Ganus dijo...—¿Qué dijo? —habló en voz baja, ronca, sujetando más fuertemente el brazo de la negrita, mirando con inquietud aErnie y Joe que podían salir del automóvil, cansados de esperar—. Los empleos escasean ahora mucho, Kathyanne. Todo el mundo lo sabe.

Pero yo encontraré uno para ti, muy pronto... No creas que te olvido... Cuenta con él. Puede ser mañana, puede ser la semana próxima, perotendrás un buen empleo... Ya lo verás.

—¿Qué quería usted pedirme, míster Roy?—Un favor muy importante, a cambio de otro que yo hice por ti no hace mucho Kathyanne. Sé que eres agradecida y no me defraudarás.—¿Cuándo hizo usted un favor por mí?—Hace varias semanas evité que fueses a la cárcel.La negra negó con la cabeza.—El juzgado me puso en libertad, míster Roy.Quiso escapar, pero Roy la sujetó con ambas manos.—El juzgado te dejó libre porque yo pagué la multa, Kathyanne. Oí a Will Hanford hablar del asunto en la oficina de correos, me puse de

acuerdo con él y le envié el dinero antes que te condenaran. Fui yo quien pagó los veinticinco dólares, Kathyanne.Mientras, la había ido casi arrastrando hacia el coche.—Ojala no lo hubiese hecho usted, míster Roy.—¿Por qué?—Porque así no se hubiese atrevido a venir esta noche para meterme a la fuerza en ese automóvil —empezó a luchar para librarse de él—.

¡Le odio a usted y a todos los hombres blancos! ¿Por qué no se divierten con mujeres blancas y nos dejan a nosotras tranquilas?Ernie y Joe miraban la escena desde el asiento trasero del coche. Roy empujó a Kathyanne por la acera. Ernie saltó a tierra y ayudó al rapto.—No te asustes, muchacha —dijo Ernie a media voz.Roy se sintió satisfecho de haber quedado bien con sus amigos. Ernie metió a Kathyanne dentro del coche a la fuerza y entró detrás de ella.

Cerró la puerta con un golpe para sentarse al volante. Cuando puso el motor en marcha imaginó lo que pensaría de él Kathyanne en aquelmomento. Aquella pasividad de la negrita, sentada entre Ernie y Joe sin defenderse, le hería más que si estuviese gritando y acusándole. Elcoche se dirigió hacia el campo, hacia las afueras de la ciudad, pero a mitad de camino hubo de detenerse porque Joe tocó con urgencia en elhombro de Roy.

—Para el cacharro aquí...Joe masticaba la punta de su cigarro. Roy paró de mala gana, pues no le hubiese gustado detenerse lo menos hasta diez millas más allá de

la última casa de la ciudad.—¿Qué pasa, Joe?—Tenemos que regresar al hotel a por algunas botellas. No tenemos más que una y está vacía.La botella vacía pasó rozando su cabeza y salió por la portezuela abierta. Un ruido de cristales rotos escandalizó la calle un momento. Roy

volvió el coche para regresar al hotel, y tomó el camino más largo, por los callejones, para evitar el paso por Peachtree Street. Lo peor que podríasucederle es que alguien le viese en su propio automóvil con una mulatita. Detuvo el coche a espaldas del hotel, en un lugar muy oscuro, y apagósus luces.

Joe subió a la habitación y regresó en seguida con dos botellas de whisky. Roy estaba triste, meditando en lo que pensaría su esposa sipudiera verle. Ernie le tocó en el hombro.

—Roy, eres un águila... Nunca creí que lo tuvieses todo tan bien organizado. ¿Por qué nos engañaste? Ni siquiera yo habría sido capaz deorganizarlo mejor. Joe y yo estábamos preocupados contigo y bien que nos has chasqueado. Eres un buen amigo, Roy... Apuesto a que esto lotenías ya preparado hace un mes... ¿Verdad, Kathyanne...? ¿Y querías, Roy, hacernos creer que tus planes eran acostarnos tempranito como doscolegiales, y mañana ir a tu casa a comer, muy elegantes y muy serios? Eres un demonio con alitas blancas para disimular... Y un grancomerciante. Si todos los de este pueblo fueran como tú, las cosas irían mejor. Llegarás a ser un hombre muy importante, Roy... Vas subiendo yme alegro mucho, porque te lo mereces. Creo que vale la pena confiar en ti para que me enseñes dos o tres cosas de esas que ayudan a triunfaren la vida...

Estuvo un rato callado y luego dio un golpecito amistoso a Roy.—Si no fuera por ti, ¿qué hubiera sido de Joe y de mí?—No lo sé, no lo sé... —respondió avergonzado Roy, encogiéndose como un gato en el asiento del automóvil.

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TERCERA PARTE

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AL FINAL DEL OTOÑO

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9

Desde antes de las ocho de aquella fría mañana otoñal andaba Ganus tras su carromato chirriante, tocando la campanilla de puerta enpuerta, desesperanzado ya. A mediodía se encontró casi al final de Woodbine Street, al oeste de la ciudad.

Mucho antes de llegar a aquel paraje terminaba la calle propiamente dicha, pavimentada, y a dos pasos de allí estaba el campo abierto, conmontones de troncos de plantas de algodón, secos, tostados, destacándose grises sobre la rosada arcilla de la colina. Con un último esfuerzo, elnegro empujó su carromato hasta la última casa de la población.

Paró en mitad de la polvorienta calle y empezó a tocar su campanilla con ritmo monótono y cansado. El viento norte que venía desdePiedmont, frío y cortante, le hacía temblar y le castañeteaban los dientes. Desde la colina, tal vez desde el lejano cielo plomizo del horizonte, elaire helado venía a pegarse a sus piernas para amoratárselas.

—¡Hie... lo...! —pregonó con voz triste—. ¡Aquí está el hie... lo...!Cruzados los brazos sobre el pecho, muy apretados para entrar en calor, Ganus miraba con ansiedad a un lado y a otro con la esperanza de

ver aparecer a alguien en busca de su hielo. Especialmente miraba a la puerta de una casita de un solo piso, con yucas, polvorientas por faltatotal de cuidados, junto a la entrada. Una columna de humo azulado salía de la chimenea de la cocina y se inclinaba hacia el Sur. Era el únicosigno de vida que se advertía en aquella casa y en sus alrededores. Ganus había llegado hasta allí con la esperanza de que estuviese en casamistress Kettles, y viendo que no aparecía ni en la ventana ni en la puerta, dejó de tocar la campanilla y la tiró dentro del carromato.

Se acercó a la casa, y haciendo bocina con las manos pregonó su mercancía con la misma voz cansina y triste.—¡Hie... lo...! ¡Aquí está el hie... lo...! Quedó inmóvil un momento, con todos sus sentidos puestos en percibir el menor signo de vida en la

casa, y luego siguió su pregón:—¡Hie... lo...! ¡Aquí está el hie... lo...!Apenas extinguido el último sonido de su voz, vio Ganus que una mujer asomaba la cara tras los cristales de una de las ventanas, con un leve

movimiento de visillos. El negro abrió la cancela, entró hasta el patio y volvió a pregonar:—¡Hie... lo...! ¡Aquí está el hie... lo...! En seguida se abrió la puerta unas pulgadas y apareció mistress Kettles, mirándole con curiosidad. Kitty

era muy joven, puesto que no había cumplido todavía los veintitrés años, y de estatura mediana. Tanto en invierno como en verano, iba siempremuy mal vestida. En los meses de calor usaba para estar en casa una falda y un ligero corpiño. Cuando llegaba el frío cambiaba de indumentaria,y al corpiño le sustituía un chaquetón, bajo el cual llevaba un sweater verde esmeralda muy ajustado.

Casi nunca salía de casa, pero cuando lo hacía despertaba una gran curiosidad a su paso por las calles, pues no era corriente ver en laciudad mujeres de su apariencia. Los hombres en particular la admiraban en silencio, secretamente, y si ella pasaba camino del correo o delalmacén de comestibles, pocos eran los que no recordaban en aquel momento, que tenían un ineludible recado que diligenciar con el cartero, ouna compra inaplazable que realizar en el comercio.

Kitty sembraba por la ciudad, las pocas veces que bajaba al centro, la sorpresa, no sólo por su figura y sus vestidos, sino por su lenguaje,pues no era muy académico el que usaba para asustar y regañar con los muchachos que la seguían como a una máscara o a un bicho raro. Casitodas las esposas la conocían gracias a las descripciones de sus maridos y hablaban de ella con ironía y escepticismo.

El pelo, rubio y brillante, le caía siempre sobre la cara, y a menos que tuviese que salir a la calle, pocas veces pasaba un cepillo por sucabeza.

Vivía sola la mayor parte del tiempo, porque Levi Kettles estaba casi siempre fuera, acarreando con su carromato balas de algodón a lasfábricas de hilados de Augusta y Clearwater. Kitty se pasaba las horas tumbada en la cama leyendo historias de amor y revistas religiosas. Levila había conocido en una fábrica durante una de sus campañas de acarreo de balas de algodón, y no le había costado mucho trabajo convencerlapara que viniese a vivir con él a Estherville.

A ella le había gustado la brusca decisión del hombre y le acompañó sin pensar mucho en las consecuencias que pudiera traerle aquel paso.Media hora de promesas y de ruegos habían bastado para que ella cogiese sus ropas y las envolviese en una bolsa, dejase un recado al vecinopara sus padres y saltase al interior del carromato de Levi dispuesta a venirse a Estherville.

Esto había ocurrido dos años antes, y por más que ella lo había intentado no había podido conseguir que Levi legalizara aquellas relaciones.El carrero no tenía prisa por casarse y siempre encontraba una evasiva. Decía que había mucho tiempo por delante y no faltaría ocasión algún díapara hacerlo todo bien. Pero, de momento, no quería complicaciones.

Levi era fuerte, alto, de treinta años, muy pagado de su buena fortuna con las mujeres. Sabía que Kitty no se iría de casa porque no legustaba vivir con sus padres, ni volver a trabajar en la fábrica. Sus padres la habían enviado a trabajar a los trece años, y cuando tuvo dieciochose hizo el propósito de dejar aquella vida dura y triste y cambiar de mundo. Levi fue quien primero le ofreció la posibilidad de huir de aquelambiente que detestaba, y por eso aceptó todo lo que él le propuso.

Ahora se sentía sola, muy sola, demasiado sola, y.más de una vez se tumbaba en la cama a llorar desconsolada.—¡Hie... lo...! ¡Aquí está el hie... lo...! —gritó Ganus con esperanza cuando vio a Kitty asomar a la puerta.Abrió ella un poco más.—¿Cómo se te ocurre vender hielo, Ganus, en un día como éste?—No vendo, miss Kitty, lo intento solamente...—Pero si hace un tiempo muy malo.—Ya lo veo, ya lo veo... —dijo tristemente—. Nadie tiene necesidad de comprarme hielo, según estoy comprobando. ¿Usted tampoco va a

comprarme, miss Kitty?—No, no... Si este tiempo es el menos indicado para comprar hielo, Ganus. ¿No podrías encontrar alguna otra cosa para vender?—Reuní un buen cesto de lombrices para cebos de pesca, pero como el tiempo está tan frío, no sale nadie a pescar... He tenido que hacer

un hoyo en el corral de casa y enterrarlas hasta el año que viene...Todo el cuerpo de Ganus temblaba de frío y una ráfaga de aire le obligó a encogerse como si así pudiera encontrar algún calor, frotándose el

pecho con las dos manos para reaccionar.—Por Dios, Ganus, estás helado —dijo Kitty con una mirada de simpatía para el pobre negro—. No me gusta ver a nadie pasar frío en este

tiempo... Pobre Ganus, ¿no tienes siquiera unos guantes, aunque sean viejos?—No, señora —respondió el negro temblando de frío, temiendo que Kitty cerrara la puerta sin más comentarios y le dejase allí sin otra

esperanza que volver al carromato a helarse—. Es un día de mucho frío, señora —agregó, castañeteándole los dientes—. Creo que nunca hepasado tanto como hoy. Lo tengo metido en los huesos...

Kitty abrió la puerta un poco más y miró con cuidado arriba y abajo de la calle para comprobar que nadie la estaba viendo. Ganus había sido

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la única persona que en dos horas se había acercado por allí.—¿Está usted bien de salud ahora, miss Kitty? —preguntó solícito el negro con idea de que la conversación se prolongara y ella no cerrase

la puerta—. ¿Cómo se encuentra usted en estos días?Kitty le miró un momento antes de contestar.—Me encuentro muy bien, Ganus —dijo—. Pero este tiempo es malo para pobres y ricos...—Sí, señora... Lo sé por experiencia...Kitty miró otra vez por Woodbine Street en dirección a la ciudad. Ganus sintió que no podía dominar sus nervios y que temblaba de frío.—No necesito hielo, Ganus... —dijo ella apresuradamente—, pero puedes entrar en la cocina y calentarte, si quieres... Hace tanto frío en la

puerta como en lo alto de la colina al aire libre en día de tormenta.—Claro que me gustaría, miss Kitty, pero...—¿Pero qué? —dijo Kitty con impaciencia cruzando los brazos sobre el pecho para defenderse del aire frío—. ¿Qué te pasa, Ganus? ¿No

quieres entrar a calentarte?Los dientes del negro castañeteaban.—Sí, señora, pero...—Déjate de rodeos, Ganus. Por el amor de Dios, deja el carromato aquí cerca y entra a calentarte un poco. Me da frío de verte temblar.Negó Ganus con la cabeza, terco y asustado.—Me gustaría mucho calentarme, miss Kitty, pero... estoy seguro que me acarrearía disgustos. He tenido ya muchos contratiempos por

cosas parecidas y no quisiera tener más. No quiero que usted se moleste, miss Kitty, pero sí no tomo mis precauciones no acabo de salir de undisgusto cuando ya estoy en otro. Tengo mala suerte, miss Kitty, ésa es la verdad.

—No sé de qué me estás hablando —respondió ella enfadada- Lo único que quiero es que te calientes, Ganus. Nunca he visto a nadie tanpobre y tan desgraciado como tú. Es inhumano dejarte en la calle en un día como éste.

—¿No me compraría usted un poco de hielo, miss Kitty?—¡No, no! —dijo ella cogiéndole de las manos—. Anda a la cocina, Ganus. Da la vuelta por la otra puerta, que yo te abriré.—¿No me pasará nada, miss Kitty?—¡Miedoso, miedoso...! Anda, entra...—Sí, señora —dijo, vencido, humildemente.

Cuando Kitty cerró la puerta de la calle, Ganus miró a un lado y a otro para convencerse de que nadie le veía, rodeó la casa y llegó a la puertade la cocina antes que la dueña de la casa hubiese podido abrirla. Esperó en el umbral, frotándose las manos para calentarlas y dando dientecon diente. Cuando Kitty abrió, Ganus entró tan de prisa que tropezó y cayó al suelo, y aunque quiso evitarlo no pudo remediar que alincorporarse se encontrase muy cerca de ella en el estrecho pasillo.

Sintió que se restablecía la circulación en sus venas apenas el calor de la estufa le llegó a la piel.—Ahora te sientas junto a la lumbre y verás cómo te quitas el frío, Ganus —dijo ella en tono maternal, como si le riñese por haber salido a la

calle con semejante tiempo—. Anda, anda, y haz lo que te digo. Necesitas unos guantes y un buen gabán, si quieres escapar del invierno convida...

—Sí, señora...Ganus la miraba de reojo cuando ella estaba echando leña al fuego. Se acercó el negro a la estufa y puso sus manos sobre las llamas casi

para tostárselas. Cuando Kitty acabó de arreglar la lumbre se sentó en una de las sillas de la cocina. Ganus dejó de mirarla cuando comprobóque Kitty cruzaba las piernas. El negro bajó la vista avergonzado y temeroso.

—Dios sabe la pena que me da verte en la calle en un día como éste —dijo Kitty en tono amable y cariñoso—. Yo me lo digo muchas veces:«Este pobre muchacho se va a quedar helado un día». No puedo ver a nadie sufrir. Es superior a mis fuerzas saber que alguien está en un apuroy no acudir a ayudarle. Desde que tengo uso de razón he sido una sentimental y no he perdido ocasión de ayudar a quien lo ha necesitado si yo lohe sabido a tiempo. Algunos dicen que no conviene ser tan sentimental, pero no puedo remediarlo. Da paz a mi espíritu hacer algo por un pobre oun desgraciado; rico o pobre, que también entre los ricos hay desgraciados. Si un extraño se acerca a mi puerta a pedir ayuda, no se va sin ella.Así soy yo, Ganus.

—Sí, señora —dijo el negro con temor.Ganus estaba pendiente de los posibles ruidos que llegaran de la calle y casi no atendía a Kitty. No podía apartar de su pensamiento lo que

le había sucedido cuando tuvo la desgracia de entrar en casa de Vernice Weathersbee.—¿Dónde está ahora míster Levi, miss Kitty?—¿Levi? i Oh!... Yo no sé dónde está... —respondió con indiferencia—. Lo único que sé es que ese hijo de perra anda por ahí con su

carromato. A menos que se haya despeñado por algún barranco.Ganus guardó silencio un buen rato antes de insistir.—¿Cuándo regresará a casa míster Levi, miss Kitty?—¡Cómo voy a saberlo! —dijo riéndose—. Nunca sé cuándo va a regresar ese perro. Lo único que sé es que cuando venga la próxima vez

se encontrará la casa vacía, porque estaré bien lejos. Lo que le preocupa es su carro y su negocio, de día y de noche por esos caminos...Kitty encendió un cigarrillo y lanzó una nube de humo sobre Ganus.—¿Entras en calor, muchacho? —preguntó cariñosamente.—Sí, señora..., miss Kitty —respondió el negro, agradecido—. Es usted muy buena conmigo —la miró con ternura—. En toda la mañana a

nadie sino a usted se le ha ocurrido ofrecerme un poco de calor junto á la lumbre. La mayoría de la gente no se preocupa poco ni mucho del fríoque pueda pasar un negro a la intemperie. No me quieren en sus casas, yo lo comprendo...

—¿Cuánto hielo has vendido hoy?—Nada, miss Kitty. Pero mistress Upshaw, esa señora que vive en una casa pequeña de ladrillos rojos en Oak Street, junto al pastor de la

Iglesia Bautista, me ha dado esta mañana una moneda de veinticinco centavos por partirle y acarrearle un poco de leña. Lo hace muchos días.Pero aparte de eso, nada he ganado todavía —movió la cabeza con tristeza como si hablase por señas a un invisible interlocutor—. En estos díasme cuesta tanto trabajo ganar un centavo como ganar un dólar... Las cosas no andan muy bien para mí desde el verano...

—Tengo entendido que tenías un buen empleo en la tienda de Daitch. ¿Por qué lo perdiste?—Entonces fue cuando empezaron a ponerse las cosas mal para mí, miss Kitty. Yo no lo perdí... —miró obstinadamente a la estufa como si

allí estuviera la solución de sus tribulaciones—. Hice todo lo que pude por conservar aquel empleo, pero tuve un incidente que me impidióterminar la jornada un día... Cuando volví a la mañana siguiente, míster Harry me dijo que ya había contratado a otro muchacho, porque yo había

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faltado al trabajo durante toda una tarde... El doctor English se enteró en seguida y mandó por la bicicleta... Yo había ido a repartir comestibles,como siempre... Al entregar unos encargos a mistress Vernice Weathersbee, esa señora, que vive en una casita de Cypress Street, confieso queme entretuve más de lo prudente. Desde entonces no tengo punto de reposo, todo me sale mal... Procuro siempre huir de las complicaciones,pero parece que ellas me están esperando en cada esquina y me sorprenden abalanzándose sobre mí antes que pueda yo ponerme en guardia ydefenderme o huir... Dios sabe que digo la verdad, miss Kitty. No quisiera decirlo, pero son los blancos los culpables de mi desgracia. Mihermana ha estado trabajando todo el verano, pero los hombres blancos consiguieron que perdiera su trabajo... Sin embargo, ni ella ni yopodemos acusar a nadie... Tenemos miedo... Ellos tienen la culpa de todo lo malo que nos ha ocurrido desde que vinimos a vivir con tía Hazel,hace ya un año. Es inútil que queramos huir de ellos... Llevo mucho tiempo buscando trabajo. Desde que perdí el que tenía en casa de místerHarry no he hecho otra cosa— Pero no encuentro en ninguna parte. He tenido que salir a la calle a vender hielo en una mañana como ésta. Yocomprendo que es una tontería querer vender hielo en un tiempo como el que hace, cuando la mayoría de la gente tiene hielo con solo dejar a laintemperie durante la noche un barreño lleno de agua...

—¿Qué comes, Ganus, si no trabajas? —preguntó Kitty con acento de pena en la voz.—Nosotros no comemos siempre, miss Kitty, sino cuando buenamente podemos.—¿Tienes hambre ahora?—Claro que sí, miss Kitty. Haría cualquier cosa a cambio de un poco de comida. Iría al corral y partiría toda la leña que usted quisiera. Sería

una alegría enorme llegar a casa con algo que comer para Kathyanne y la tía Hazel... Tienen todavía más hambre que yo...—Yo no sabía que estabas tan necesitado, Ganus —dijo Kitty levantándose—. Es una pena. Nadie debe pasar hambre. Hay bastante para

todo el mundo. La tierra da frutos para todos los hombres. Es una lástima que muchos no puedan disfrutar de lo que en definitiva es de todos. Túmismo tienes frío y hambre, mientras yo tengo en la despensa patatas cocidas y salchichas de sobra. No puedo consentir que nadie pase hambrea mi lado, sea blanco o negro...

Se levantó Ganus de donde estaba, en cuclillas junto a la estufa, sin disimular su alegría.—Déjeme hacer algo, miss Kitty. Le limpiaré la cocina, le guisaré, le lavaré los platos... Usted siéntese y déjeme hacerlo todo. Verá como lo

hago bien.Se quitó el sweater y se puso un delantal. Luego preparó la sartén y la puso a la lumbre. Kitty se fue de la cocina a su dormitorio, se echó en

la cama y se puso a leer. Desde allí oyó a Ganus moverse de un lado a otro durante más de un cuarto de hora, y luego le sintió llegar hasta lapuerta de la habitación y llamar discretamente.

—Miss Kitty, todo está listo... He hecho buen café y mejores tortas. Encontré también unas fresas. Las patatas y las salchichas están listaspara servirlas. Estoy seguro de que le gustarán.

Cuando Kitty entró en la cocina se sorprendió al ver que Ganus había extendido sobre la mesa un mantel blanco limpio sobre el sucio hule desiempre. Los vasos estaban brillantes y hasta había una servilleta doblada en su plato. Nunca había visto una mesa tan acogedora, acostumbradade siempre a poner platos y cucharas frente a las sillas sin más complicaciones. Cuando Ganus retiró la silla para que ella se sentase, y la acercóa la mesa cuando se hubo sentado, Kitty recordó que aquello sólo lo había visto hacer una vez en una película. Sin pronunciar palabra, Kitty sepuso a comer con deleite las patatas, las salchichas y las tortas calientes. Ganus le sirvió a ella primero, y luego se sentó junto a la estufa acomerse su parte con ansias de hambriento. Kitty observó a poco que Ganus la estaba mirando con cara de preocupación.

—¿Qué pasa, Ganus? —le preguntó.—Miss Kitty, ¿dónde dice usted que está ahora míster Levi? —preguntó el negro, que no había quedado satisfecho con la explicación que le

había dado antes.—Sólo Dios lo sabe, Ganus —dijo ella mirando al patio a través de los cristales de la ventana—. Sólo puedo decirte que viene cuando quiere

y se va pronto sin avisar. Sólo para en casa el tiempo necesario para comer caliente, darse un baño y cambiarse de ropa. Después se va otra vezadonde sólo Dios sabe... A veces por tres días, o por cuatro, o por una semana— Viene a casa a medianoche, y a las cuatro de la madrugada yaestá otra vez en camino con el carro cargado de algodón. No creas que quiero que esté por ahí, pero no me hace caso cuando le digo que memuero de soledad. Siempre dice que mi deber es esperarle... Ojala no vuelva más...

Miró a Ganus agradecida de tener a alguien a quien contarle sus angustias y preocupaciones, soterradas durante tanto tiempo dentro de sualma. Ganus movió la cabeza tristemente, pesaroso de que aquella mujer le hiciese confidente de sus penas íntimas.

—Sí, señora —dijo por decir algo.—Sólo Dios sabe lo mucho que he llorado por esto. He recibido de Levi los mayores desprecios que una mujer haya recibido jamás de un

hombre. Es demasiado pedir que un varón sea bueno, pues bien sé que la mayoría no lo son... y yo me entiendo. Si están fuera de casa, malo, ysi vienen a casa, peor... Casi siempre vienen disgustados, enfermos, cansados. En Augusta o donde sea, hay mujeres que salen a los caminos abuscarles el dinero. Es una pena esta vida mía de estar siempre esperando, esperando, sin que él tenga para mí la menor atención. Rica o pobre,ésta no es vida para una mujer. Puedo irme y dejarle aquí, pero me horrorizo de pensar en lo que me haría luego. ¡Dios mío, ayúdame! Hay cosasque me pesan como una tonelada de ladrillos sobre el pecho. Nunca he sido capaz de volverme atrás de ningún camino... Pero más me hubiesevalido hacerle caso al pastor metodista que me aconsejó en mi juventud... Ahora no sé qué hacer. Si le abandono, a lo mejor caigo en manos deotro más canalla que él. Los hombres se arrastran a tu alrededor como serpientes y, como ellas, apenas te descuidas te estrangulan... Ni ricos nipobres tienen caridad con una pobre muchacha. Te halagan, te agasajan, te ofrecen un trato digno de una reina egipcia y un paseo maravillosopor Florida... Pero cuando has cedido, aparece en ellos el demonio que llevan dentro y empiezan las penas. Son malos, todos malos... Arruinan tuvida, sean ricos o pobres, tacaños o generosos. Son ambiciosos, vanidosos, tontos... Sólo pido a Dios que me ayude a vivir por el mundo sinnecesidad de ningún hombre. ¿Pero es eso posible? Sé que puedo huir de ellos; pero, ¿valdrá la pena? Nunca lo he intentado... todavía. Merindo a la evidencia de que en todas partes serán los hombres enemigos míos. Sólo confío en la ayuda de Dios-

Miraba a Ganus con ternura. El negro estaba ocupado en el lavado de platos. No dijo una palabra hasta que los dejó limpios, puestos aescurrir. Después se sentó entre la estufa y la pared, y se recostó allí como un perrito.

—Sería estupendo que pudieras quedarte aquí para siempre y ocuparte todos los días del trabajo de la casa, Ganus —dijo Kitty con tristeza—. Sería maravilloso saber que te ocuparías de limpiar, de guisar, de partir la leña... —Luego se sonrió—. Pero Levi no te dejaría estar aquí,Ganus. No querría verte en la casa ni un momento. Así es el hombre, Ganus... —Se levantó y se dirigió a la puerta, pero antes de salir de lahabitación dijo en voz baja—: ¡Bandido!

Salió de la cocina, fue al dormitorio, se tumbó en la cama y se puso a leer. Cuando Kitty salió, Ganus se tumbó a dormir. Más tarde, cuandoKitty regresó a la cocina a ver qué hacía Ganus tan en silencio, el pobre negro dormía. Kitty tuvo la delicadeza de echar una manta sobre él. Luegose volvió a la cama y lloró.

Serían las cinco de la tarde. Kitty oyó el ruido del camión que entraba en el corral. Se echó abajo de la cama y se asomó a la ventana. Era

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Levi. Se alegró tanto de verle, que se olvidó por completo de Ganus. Siempre entraba por la puerta principal, pero ahora lo había hecho por lapuerta trasera, y cuando Kitty se acordó de Ganus, ya era demasiado tarde para avisarle. Levi estaba en la cocina cuando ella llegó junto a él.Kitty quiso volverse coqueta para llamar la atención de Levi y ver si fuese posible hacer que no viese a Ganus. Pero Levi la alcanzó y la sujetó porun brazo. Kitty tuvo tiempo para mirar y ver que Ganus estaba todavía cubierto con la manta y durmiendo plácidamente ajeno a lo que sucedía.

—Tienes muy buen aspecto, Kitty —dijo Levi admirándola.—Me alegro de verte, Levi —dijo ella abrazándole para evitar que viese a Ganus—. He pensado en ti durante todo el día. ¡Ya estás aquí!—Estoy aquí, en efecto... —respondió él con admiración, como si quisiera dar a entender que estaba contento de haber regresado a casa.—Aquí estarás mejor que en ningún otro sitio, Levi.—Creo que estás en lo cierto, Kitty. He estado soñando con regresar a casa para poder quitarme los zapatos. Hace mucho que no puedo

hacerlo, siempre en la carretera...—Ven que yo te los quite, Levi —dijo ella empujándole hacia la habitación.Pero en ese momento despertó Ganus y el miedo le hizo apartar de un manotazo la manta que le cubría. Levi quedó como petrificado en

mitad de la cocina.—¡Dime! ¿Qué hace aquí este negro? —preguntó enfurecido, sin los buenos modales anteriores.—Es Ganus Bazemore, Levi —respondió Kitty intentando calmarle.—Ya lo sé —rugió Levi—. ¡Lo que pregunto es qué está haciendo este negro en mi casa durmiendo junto a mi estufa! ¡No quiero verle en

todos estos alrededores!—Tenía frío, Levi —suplicó ella intentando poner sus brazos sobre sus hombros—. Le he permitido entrar para que se calentara un poco. No

pude soportar el verle en mitad de la calle tiritando. El pobre se ha dormido...—¡Vete! —dijo él señalándole la puerta—, pero déjame decirte una cosa. Ningún negro volverá a entrar en mi casa y a encontrarla tan

confortable que le entren ganas de dormir. Ninguno con sentido de lo que representa su color debe intentar hacer esto en casa de un blanco. Sieste mulato no sabe sus obligaciones, voy a darle una lección ahora mismo. Verás...-Se acercó a la estufa y cogió a Ganus por el cuello—. ¡Fuerade aquí, negro, antes que te rompa la cabeza! ¡Piel de culebra...! Te quitaré las ganas de entrar en casa de un hombre blanco aprovechando queél está ausente...,

—Si vinieras a tu casa más a menudo, como es tu deber —dijo Kitty—, no darías ocasión para encontrártelo aquí...—¿Qué estás diciendo? ¿Qué quieres darme a entender?Ganus empezó a temblar.—Míster Levi, yo no sé qué está diciendo miss Kitty, pero, por favor, señor, créame... Yo sólo vine a intentar vender un poco de hielo..., pero

estaba la mañana tan fría, que yo...—¡Cierra la boca, negro! ¡Daría cualquier cosa por meterte dentro de una barra de hielo! Cuando quiera saber algo de ti, ya te lo preguntaré.Levi cogió a Kitty por los brazos y la tiró al suelo violentamente. El pelo rubio cayó sobre la cara asustada de la muchacha.—Ahora —gritó Levi—, explícamelo todo. ¿Qué estaba haciendo este negro por aquí?—¡Nada, Levi! —empezó Kitty a llorar—. Ésa es la verdad... Sólo he querido decirte que deberías estar más tiempo a mi lado, eso es todo...

Ganus vino y me cortó la leña, me cocinó y luego se echó a dormir... —Intentó sonreír a través de las lágrimas—. Eso es todo, Levi... Ésa es laverdad... Estaba muerto de frío y yo no hago distinción entre negros y blancos si están helados y hambrientos...

—¡Muerto de frío, eh! Un muchacho muerto de frío que viene a rondar la casa de un hombre blanco cuando el amo no está en ella. Sé muybien lo que quieren estos mulatos. Van siempre tras las mujeres blancas como los patos tras el agua. —Volvió a coger a Kitty y a lanzarla sobre lamesa de la cocina—. Quisiera creerte, siquiera una vez, pero no me fío. No me gusta esto. No me gusta ver a una mujer blanca perseguida por unnegro. No me gusta, no me gusta, ¡no!...

Calló de pronto y la empujó con furia. Kitty corrió al otro lado de la cocina y se refugió detrás de una silla, a punto de gritar pidiendo socorro.Estaba asustada.

—No tengo a nadie, Levi... Estoy sola, completamente sola. Las mujeres de esta calle no quieren ser amigas mías, ni siquiera me hablan...Estoy aquí día y noche sin más esperanza que verte, que oírte llegar... No tengo nunca ocasión de hablar con la gente, Levi Kettles. Cuando tengoocasión de hacerlo no me paro a mirar si se trata de un blanco o de un negro. No puedo estar sola toda mi vida... Cuando vi a Ganus estamañana en mitad de la calle sentí la necesidad de hablar con él, porque hacía días que no hablaba con nadie... Cuando estás en casa apenashaces otra cosa que repasar las tejas rotas y barrer el corral. Yo tengo que prepararme sola hasta la leña de la estufa. Prometiste casarteconmigo, pero no lo cumples... Desde que me trajiste a esta casa me has tratado como a una cualquiera, y ya estoy cansada de esta vida... Haymuchos hombres que me tratarían como a una señora y agradecerían mis sacrificios y mis trabajos. No me faltaría un amparo si me fuese de tulado. Podría escoger si quisiera. Ninguno me trataría tan mal como tú.

—Si no hubiese sido por mí, estarías todavía trabajando en la fábrica.—Por lo menos no estaría tratada como una cualquiera.Levi cogió la silla y la tiró con todas sus fuerzas contra la pared. Kitty se arrojó al suelo llorando.—He estado equivocado contigo mucho tiempo —dijo él con una sonrisa de mala intención—. Creo que te has estado burlando de mí.

¿Crees que no sé lo que haces mientras estoy fuera de casa? ¡Te conozco muy bien! ¡Dime una cosa...! ¿Crees que puedes engañarme aunquejures sobre una Biblia? Tu sitio no está aquí, sino en el arroyo, con la gente de tu ralea. Sé que estás deseando encontrarte entre esa clase depersonas.

Kitty quiso limpiarse las lágrimas. Estaba muy asustada. Se agarró desesperadamente a las piernas de Levi.—Por favor, no me eches... Por amor de Dios, no me tires a la calle. Quiero estar aquí. Por favor, no me eches. Yo te juro que es la primera

vez que Ganus viene a esta casa y que nadie, aparte de él, ha venido jamás. Ganus no habría entrado nunca si no me hubiese dado tanta lástimaverle muerto de frío. Me da lástima de todo el mundo y no lo puedo remediar. Sé la miseria en que vive muchísima gente y no puedo ver a nadiesufrir. Esa es mi condición. Hago lo que puedo por ayudar a los necesitados. Me dio pena ver al pobre negro temblando de frío. Además, yo teníanecesidad de hablar con alguien hoy, y por eso le dije que entrara en la cocina a calentarse. El no quería venir, porque tenía miedo, pero yo leobligué. Eso es todo lo que ha sucedido. No pienses en otra cosa. ¡Yo te lo juro! No me hagas lo que has dicho. Por favor, Levi, por amor deDios, no me eches de casa. Ten lástima de mí y no me tires a la calle. Quiero estar aquí contigo, Levi, y no abandonarte nunca.

Levi se liberó de los brazos de Kitty, que le sujetaban las piernas y se alejó de ella, que quedó arrodillada llorando con el pelo caído sobre lacara mojándose con sus lágrimas.

—¿No me crees, Levi? Por favor, di algo... Se volvió Levi y la miró titubeando.—Te estoy diciendo la verdad, Levi. Sabes que nunca te he engañado.Del montón de leña escogió una buena estaca. Ganus, asustado, no lo perdía de vista. —Ahora no voy a ocuparme de ti, negro. Hay una sola

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manera de enseñar la lección a los negros cuando se empeñan en perseguir a las mujeres blancas, pero ahora no tengo tiempo que perder.Ya te cogeré uno de estos días, si alguien no se me adelanta. Nunca me olvido de mis amenazas cuando las hago contra un negro. Ya locomprobarás. Ahora vete de mi casa y no se te ocurra abandonar la ciudad. Ya eres lo bastante mayor para saber qué les ocurre a los negrosque huyen.

Levantó el brazo y golpeó con la estaca a Ganus, que no pudo evitar el golpe por más que lo intentó.—Sí, señor, míster Levi —dijo intentando alcanzar la puerta sin recibir un nuevo golpe—, yo haré todo lo que usted me diga.—¡No le pegues, Levi! —gritó Kitty, cubriéndose la cara con las manos—. Por favor, no le hagas daño, Levi. No puedo ver a nadie sufrir.—¡Cierra la boca! No estoy hablando contigo ahora. Ya te tocará cuando acabe con él.Ganus consiguió alcanzar la puerta, pero antes de llegar al patio otro trozo de madera le alcanzó en la espalda y en la cabeza y le hizo caer

rodando del umbral. Cayó sobre el suelo todo lo largo que era mientras Levi le miraba desde la puerta creyendo que le había matado. El negrocasi perdió el conocimiento, pero tan pronto como pudo ponerse en pie se levantó y corrió hacia la calle como quien huye de su peor enemigo.

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Tarde de domingo. El cielo estaba brillante, sin una nube, y el sol calentaba con ternura el pequeño mundo de la cabaña. De vez en cuando,un puñado de gorriones piaba en la cerca tristemente y los petirrojos escandalizaban en las tapias como asustados de invisibles enemigos. Lasnocturnas heladas habían secado las plantas de violetas en el patio y habían puesto mustias las hojas de la parra que subía pegada a la pared delporche. Sólo el rosal, más valiente, protegido de los vientos del Norte y caldeado por la proximidad de los ladrillos de la chimenea, crecía verde yfrondoso. Los pétalos de las rosas, suaves como el terciopelo y rojos como el rubí, desafiaban al sol.

Algunas parejas de jóvenes, cogidos de la mano, con sus vestidos de fiesta, paseaban arriba y abajo por Gwinnett Alley. Detrás del patio, enlos solares vacíos, podían verse las encorvadas figuras de un hombre y una mujer que buscaban pequeños trozos de carbón entre las vías delferrocarril y los iban guardando cuidadosamente en un gran saco que llevaban a rastras. Podía oírse también el tintineo de una campanillacolgada al cuello de una pacífica vaca que andaba de un lado a otro mordisqueando la hierba junto a las vallas.

El muchacho recién llegado era alto, desgarbado, mulato, vestido con un pantalón de sarga bastante corto, zapatos amarillos y una holgadachaqueta de paño pardo. Guardó en el bolsillo la armónica con que había estado tocando más de una hora, primero alegre y festivo, luego triste,amargo y melancólico. Tendría unos veinte años, y sus músculos eran tan fuertes y estaban tan desarrollados que le bastaba mover un brazo paraque sus hombros y su espalda se ajustaran violentamente a la chaqueta. El pelo, duro como el alambre, estaba cortado a rape y dejaba casi aldescubierto la piel del cráneo, brillante bajo el sol.

—Kathyanne... ¿cuándo... cómo... vas a darme alguna esperanza? —dijo el muchacho mirándola con admiración y cariño, como persona aquien se ha hecho ofrenda de toda una vida—. Siempre estás huraña conmigo, Kathyanne... ¿Por qué eres así? Jamás he conseguido de ti unasonrisa, ni una palabra amable. Sabes muy bien que te quiero decentemente, porque estoy seguro de que serás una buena madre de familia,¿No soy digno de ti, Kathyanne? Estoy seguro de ser un buen esposo. Bastará que tú quieras oírme... Dame una oportunidad de demostrarte lomucho que te quiero. No hay nada en el mundo que yo no sea capaz de hacer por ti. Ésa e la verdad, Kathyanne...

El muchacho pudo ver que aunque Kathyanne se esforzaba en aparecer distraída con su costura no mostraba disgusto en oírle. Esto le dioalguna esperanza. Acercó más su mecedora a la silla de la muchacha, con un movimiento de sus largas piernas.

—¿Qué contestas, Kathyanne?Respondió después de un largo silencio, suspirando.—No tienes necesidad de hacerlo, Henry.—¿Por qué me hablas así, Kathyanne?Las palabras eran cálidas y amorosas. El muchacho la miraba con ternura, sin pestañear. El sol hacía brillar la piel morena de la negrita y el

mulato sentía que en el fondo de su corazón se despertaba una angustiosa necesidad de amarla. Era una satisfacción para él llegar cadasemana junto a Kathyanne y sentarse a su lado aunque sólo fuese para contemplarla en silencio. Llevaba toda la tarde imaginando la manera dedecirle que era la única mujer que él quería en el mundo. Se acercó un poco más.

—¿Por qué me dices cosas así, Kathyanne? ¿Qué sabes tú de lo que yo necesito o no necesito hacer? Dime, Kathyanne...—Porque no tienes necesidad, eso es todo.—Pero esa contestación no tiene sentido para mí.—Hay muchas cosas que no comprenderías.—¿Qué quieres decir? ¿Qué cosas son ésas? Dímelas.—Debes adivinarlas, Henry...Aquella manera de contestar con evasivas y misterios le molestaba. Desde el verano estaba Henry cortejando a la negrita con sus mejores

maneras, y sin embargo veía que no adelantaba nada en su amistad y que eran tan desconocidos y estaban tan distantes ahora como el primerdía que se hablaron. Sentado junto a ella, triste, disgustado, empezó a creer que ahora estaba Kathyanne con él más fría y más indiferente decomo lo había estado jamás.

—Tal vez sea verdad eso que dicen por ahí —dijo, con la intención de molestarla—. No acabo de creerlo, desde luego... —agregómisterioso, moviendo la cabeza con gesto dubitativo—. Es demasiado... No me gustaría oírlo otra vez...

Kathyanne se puso en guardia.—¿Qué has oído por ahí, Henry?El mulato se recostó en la mecedora y se entretuvo en golpear con el tacón de su zapato en el suelo húmedo y blando, haciendo pocitos

minúsculos en la arena. Sabía que ella le estaba mirando con ansiedad y quería retrasar su explicación lo más posible para vengarse de sufrialdad anterior. Era cruel sin casi proponérselo, pero no quería perder aquella ocasión de tenerla pendiente de sus palabras un buen rato.Observaba las señales que sus tacones dejaban en la arena, como si aquello le interesara muchísimo. Alguien pasó por el callejón en bicicletahaciendo sonar escandalosamente el timbre. Henry miró hacia la puerta haciéndose el distraído.

—Henry Beck, ¿qué has oído decir de mí? —preguntó con severidad—. Dímelo...Ahora que sabía que ella estaba interesada, Henry no tenía prisa en contestar. Iba a vengarse de todas las tardes que había pasado junto a

Kathyanne sin conseguir oírle una sola palabra. Interiormente se confesaba que no era lícito vengarse de nadie, pero que, por otra parte, tal vezfuese saludable hacerla sufrir un poco.

—¡Henry Beck! —gritó Kathyanne.Dejó de jugar con sus tacones y volviéndose a ella la miró cara a cara.—He oído lo que ha podido oír todo el que viva en GwinnettAlley y tenga las orejas sanas... Eso es todo, Kathyanne...-La mirada se volvió acusadora—. Parece que te son indiferentes todos los

muchachos negros, pero te gustan demasiado los hombres blancos. —Vio claramente que la hería y se alegró de haber tenido suficiente valorpara hablar—. Parece también que te gusta salir de paseo...

—¡No! ¡Eso es mentira! ¡Lo diga quien lo diga, es mentira!—No lo sé —dijo él con calma, mirándola con la duda reflejada en los ojos—. Siempre he creído que se trataba de una calumnia, pero poco

a poco voy creyendo en ella... Son muchos los que lo dicen, y el rumor no cesa... Alguien debe saber algo y ese algo ser verdad, porque tú nohaces nada por desmentirlo... Toda la ciudad lo comenta y eso es lo primero que oigo siempre que llego del campo para visitarte, Kathyanne... Escierto que desde que tú y Ganus vinisteis a vivir a la ciudad nunca te han visto acompañada de un muchacho negro. En cambio, sí te han visto salirde noche en automóvil con hombres blancos... ¿Por qué lo haces? ¿Por qué te gustan los blancos y sus cortejos? ¿No consideras a los hombresde tu color dignos de ti?... Los blancos no se hubiesen atrevido a fijarse en tu persona si tú no hubieras hecho algo para conquistarlos. Ellos nopierden el tiempo en buscar negras si ellas no les comprometen... Y ya sabes lo duros que son luego con los negros o negras que se atreven a

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soñar y a querer ser como ellos. ¿Es que estás loca, muchacha? ¿No tienes buena la cabeza? Vas camino de la perdición, Kathyanne... Y en finde cuentas, ¿qué sacas con eso?

Iba a decir algo en defensa suya, aunque sabía que algunas de las cosas que había dicho Henry eran ciertas, pero mientras el mulato habíaestado hablando, ella había visto entrar en el patio a Clyde Picquet, que, como si entrara en su casa había quitado tranquilamente la aldaba de lapuerta. Clyde llevaba bajo el brazo su pequeña cartera de cuero, a pesar de ser domingo, y Kathyanne sabía muy bien el objeto de la inesperadavisita. La cartera no contenía nada de importancia, sino periódicos atrasados, pero Clyde creía que llevarla le daba aspecto de hombreimportante y muy ocupado.

Clyde era delgado, hasta el punto de que su peso jamás había pasado de ciento veinte libras. Tenía cuarenta y siete años, el pelo muyescaso y el bigote gris y muy bien cuidado. Había estudiado leyes en su juventud e incluso se había llegado a licenciar a los veinticinco años, perotan pronto como llegó a Estherville dejó el ejercicio de su profesión para encargarse de la dirección de los negocios de Sam Verdery, que eraentonces un rico propietario, con varias plantaciones de algodón, media docena de fábricas y tres grandes serrerías en el condado de Tallulah.

Además de estas propiedades, Sam tenía una considerable cantidad de casas arrendadas en la ciudad. No fue preciso mucho tiempo paraque Clyde se diese cuenta de que era en casa de Sam el tenedor de libros, el secretario, el ayuda de cámara y el mozo de los recados, todo enuna pieza. Pero le pareció tarde para renunciar a un sueldo seguro cada mes para empezar el problemático camino de ganarse la vidaejerciendo su profesión en la ciudad. Cuando Sam murió, a causa de una indigestión en una comilona organizada con motivo de un 4 de Julio, suviuda, Effie Verdery, que era bastante tacaña y desconfiada en cuestiones de dinero, vendió algunas propiedades para atender a las deudas deSam y para sostenerse ella durante el llamado año legal.

Durante este año, siguiente a la muerte del marido, la viuda disfrutaba de una renta, pero no entraba en total dominio de la fortuna de suesposo hasta que el testamento hubiera sido ejecutado totalmente, si bien podía casarse si quería antes de terminar ese año. Especialmente sebeneficiaban de esta circunstancia las viudas ya mayores, que de otra manera habrían encontrado dificultades para contraer nuevo matrimonio enel caso de que el testamento del marido tuviese alguna cláusula prohibitiva, con la cual quisiera el marido vengarse a posteriori de su cónyuge.

Effie no tenía intención de casarse de nuevo, ya que le resultaba demasiado duro correr el riesgo de tener que soportar a un hombre que secasara con ella buscando sólo su dinero; pero, sin embargo, se aprovechó de todas las ventajas que podía proporcionarle el llamado año legal.Sus primeras disposiciones fueron encaminadas a incrementar sus ingresos, y ordenó a Clyde Picquet aumentar el doble las rentas de las casas.Aunque no le gustase aquello, Clyde quiso conservar su empleo y puso en ejecución el deseo de la viuda, no sólo aumentando las rentas, sinoamenazando a los inquilinos con desahuciarles si dejaban de pagar más de treinta días seguidos de alquiler.

Además, Effie le dijo que le hacía personalmente responsable de cada dólar que dejase de cobrar cuando se ablandase con los cuentostristes de los inquilinos, que no faltarían. Casi no había dificultades en el cobro de las rentas de los almacenes y casas de negocio, pero lamayoría de los inquilinos de casa-habitación eran gente pobre del sur de la ciudad, incluido el barrio de los negros, donde había muchos que yaestaban acostumbrados desde siempre a no ser puntuales en el pago de sus rentas semanales o.mensuales, y se defendían alegando quehabían tenido que gastar el dinero en comprar medicinas u otros pagos ineludibles.

Clyde Picquet había llegado a ser una figura familiar en la parte sur de la ciudad durante aquellos años y podía vérsele todos los días de lasemana parado frente a alguna casa horas y horas para convencer a alguien de que era inútil querer evadirse de él. Había tenido que adoptareste sistema porque muchos de los inquilinos, cuando llegaba el día de pagar recibían sospechosamente aviso de alguna enfermedad grave enla familia y salían de viaje a toda prisa.

Kathyanne sabía que no era costumbre en Clyde Picquet ir a cobrar las rentas en domingo, día que dedicaba a salir con su mujer y sus cuatrohijos en automóvil a dar un paseo por el campo. Pero Effie Verdery le había llamado por teléfono en el momento en que él se estaba sentando ala mesa para comer y le había dicho que fuese a su casa inmediatamente. Cuando llegó a la puerta de la viuda, en Poinsettia Street ibapensando que se habría puesto enferma de repente y querría hacer algunos cambios en su testamento, por eso se sorprendió tanto al saber quele había llamado porque su conciencia había recibido una grave descarga sentimental mientras oía el sermón del pastor a bautista aquellamañana.

Clyde hubiera querido decirle que aquel asunto podía haber | esperado hasta el lunes, pero no quiso molestar a Effie y dominando sussentimientos lo mejor que pudo se mostró amable y condescendiente en su presencia. Sentado frente a ella oyó, recitado monótonamente, todoel texto del sermón que el pastor bautista había dirigido contra los miembros de su congregación. Era duro, pero Clyde se alegró en el fondo desu alma de que aquella filípica fuese dirigida a los bautistas, pues siendo él metodista estaba exento de responsabilidad en las acusaciones delpastor.

Lo que había hecho reaccionar sentimentalmente a Effie era aquella parte del sermón en que el pastor se había lamentado de que los fielesno aportaban bastante dinero para el sostenimiento de la iglesia, y había rogado a todos que aquel año se portasen mejor y entregasen pronto eldinero que tuviesen destinado para atender a las necesidades de la misión. Effie tenía a la iglesia bautista de Estherville como propia, y al pastorcomo pastor suyo, y se había acercado al púlpito una vez acabados los servicios religiosos para prometer solemnemente al reverendo Stovall suayuda inmediata.

El pastor la había llevado a casa en su coche y la había confortado con sus consejos. Cuando se quedó sola, Effie se había prometido conlágrimas en los ojos contribuir con quinientos dólares al fondo de la misión, entregando dicha cantidad al día siguiente. Así que todavía no estabaen la calle el reverendo Stovall cuando Effie había secado sus lágrimas y telefoneado a Clyde para decirle que viniese a verla inmediatamente.Tenía ya todos los libros extendidos sobre la mesa cuando Clyde llegó y ya había comprobado cuáles eran las rentas atrasadas y a cuántoascendía la cantidad que sus inquilinos le adeudaban.

En aquella comprobación había salido a relucir que quien más atrasada estaba en el pago de sus rentas era tía Hazel Teasley, que llevabaya cuatro meses y tres semanas sin pagar.

Dio órdenes a Clyde de salir inmediatamente a cobrar hasta el último centavo, sin que hiciera el menor caso de los cuentos de lástima de latía Hazel. Clyde habría dicho, si se hubiera atrevido, que tía Hazel pagaría su deuda tan pronto como sus sobrinos encontraran trabajo, porquehabía prometido ir apartando una cantidad semanal para liquidar el atraso de las rentas. Debería haber dicho también que le parecía inhumanoobrar así con una pobre vieja que estaba impedida en la cama. Effie no le habría oído. La orden fue que saliese a cobrar, porque necesitaba eldinero, y que si él no se sentía capaz de hacer lo que le mandaba ella misma iría a buscar al sheriff. Por eso Clyde, incapaz de enfrentarse conella, temeroso de provocarla, había cogido su sombrero y su cartera y se había dirigido directamente a Gwinnett Alley.

Henry se puso en pie apenas vio acercarse a Clyde. Éste hizo una señal a Kathyanne y la negra le contestó con un gesto ambiguo. Había idotantas veces a lo mismo durante los últimos meses, que era innecesario repetir palabra por palabra la larga retahíla de argumentos que Clydeempleaba con los inquilinos rezagados en el pago de sus rentas. Como era la primera vez que veía a Henry, el administrador le miró concuriosidad impertinente. De momento se le ocurrió pensar que quizá tía Hazel hubiera tomado huéspedes para ayudarse económicamente yconseguir algún dinero con que atender a la renta de la casa, y se alegró de que fuera así.

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—¿Cómo te llamas? —preguntó a Henry.—Henry Beck.Clyde hizo un gesto de sorpresa y examinó de cerca el pañode la chaqueta del mulato.—¿Con quién estás trabajando, Henry? —inquirió.—Soy bracero y trabajo en una finca de míster Tyson Porcher.—¿Dónde vives?—Vivo en la finca, señor.—¿Allí comes y duermes?—Sí, señor —contestó Henry.Desilusionado, le volvió la espalda a Henry y se dirigió tranquilamente a la mecedora vacía.—Bien, tengo que arreglar aquí unos asuntos, Henry —dijo mirando al mulato por encima del hombro, con tono que no admitía discusión—.

Vete ahora y ya vendrás luego, si quieres.Henry miraba a Clyde y Kathyanne comido de celos y no hizo nada por moverse de su sitio. Clyde, por su parte, se sentó en la mecedora y

puso la cartera sobre sus rodillas. Como Henry no se iba, Clyde le miró con severidad y le hizo un gesto que no admitía duda. Henry le volvió laespalda.

—¿Qué pasa? —preguntó Clyde con impaciencia.—¿Para qué viene usted a visitar a Kathyanne? —preguntó el mulato de pronto.No estaba acostumbrado a hablar en este tono a los hombres blancos y por primera vez hablaba de igual a igual con alguien que no era de

su raza, pero la ocasión era especial y la sospecha junto con los celos le habían trastornado. Kathyanne, temerosa de que las cosas pasaran apeor y el pobre negro saliera perdiendo, rezaba en silencio para que Henry se fuese. Viendo que no se iba, empezó a insinuarle la necesidad deque le dejara sola con Clyde, haciéndole expresivas señas son las manos. Clyde acabó por perder la paciencia y comenzó a amenazar. PeroHenry no se amilanó.

—Lo mejor que puede usted hacer es marcharse —dijo—. No me gusta perder el tiempo en discusiones con gente que no es de mi raza. Porcausa de usted y otros como usted, Kathyanne no me quiere. Los blancos deberían buscar solamente a la gente de su color y dejar tranquilos alos negros. Kathyanne no tiene nada que arreglar con ningún hombre blanco. Ni yo lo consentiría... ¿Está claro?

Nunca le había hablado así un negro y Clyde no sabía si enfadarse o coger miedo. Dudaba de que fuese capaz de defenderse por sí solo deaquel negro tan grande y con semejantes músculos.

—Henry —rogó Kathyanne—, por favor, vete ahora... Es necesario... No compliques las cosas.Henry estuvo unos segundos indeciso en medio del patio y luego se marchó. Cuando llegó a la puerta se volvió y todavía estuvo un rato

mirando a Kathyanne y a Clyde con la sospecha grabada en la cara. Por fin salió y se hundió en la sombra del callejón. Clyde respiró cuando leperdió de vista, y se sentó cómodamente en la mecedora por primera vez desde que había llegado.

—Es bastante descarado el muchacho para ser negro —comentó moviendo la cabeza con lástima—. Va a terminar mal si no modera sulengua. Deberías hablarle sobre este asunto, Kathyanne... Hay muchos hombres blancos en la ciudad que no le tolerarían ni la mitad de lo que lehe consentido yo ahora. Le costará caro y acabará mal, muy mal... Deberías tener una buena regañina con él y aconsejarle que cuidase de sulengua cuando hablase con hombres blancos.

—Ha perdido un poco la cabeza, míster Clyde —dijo ella nerviosamente—. Está disgustado y no sabe ni lo que dice. Es un buen muchacho ydaría su vida por no causarme una molestia. Y yo le aprecio mucho también. En el fondo es una buena persona y no tiene ningún deseo demolestar a nadie. Por favor, no diga nada de este incidente. Ya hablaré con él para

que no vuelva a olvidarse del respeto que le debe. Henry es un buen muchacho.—¿Y qué le pasa para que esté tan disgustado y tan fuera de sí?—Cosas que ha oído por ahí, míster Clyde... Le han sorprendido...—De todos modos, no me gusta su manera de hablar —dijo Clyde cruzando las piernas y volviendo a colocar la cartera sobre su regazo con

cuidado—. En fin, vamos a lo nuestro. Supongo que imaginarás a qué he venido, ¿verdad, Kathyanne? Hay que hacer algo, sin remedio... Eso eslo que pasa... En fin, en fin... ¿cómo está hoy tía Hazel? ¿No está mejor?...

—Está lo mismo que siempre, míster Clyde.—¿Quieres decir que está todavía en la cama?—En la cama, pero peor de salud... No se levanta desde el año pasado.—¿Y qué clase de enfermedad dice el médico que tiene?—El doctor Plowden dice que es reumatismo, pero tan malo que la pobre nunca podrá levantarse de la cama...—Es una pena —comentó Clyde con sincera lástima, raspando con la uña del pulgar una invisible manchita en la piel de su cartera—. No me

gusta ver a nadie en semejante apuro, ni blanco ni negro. —Volvió a mirar su cartera, esta vez para examinar con estudiada atención unas rayasque destacaban mucho cuando les daba el sol de frente—. Pero comprendo que es ley general que haya siempre enfermedades en el mundo...Cualquiera de nosotros está expuesto a que le ocurra otro tanto que a tía Hazel...

Kathyanne esperaba que de un momento a otro empezara Clyde a hablar de las rentas atrasadas, y puso toda su atención en la costura. Conel rabillo del ojo, la negrita veía a Clyde mirar preocupado hacia la puerta, temeroso de que Henry estuviese todavía cerca, escondido tal vez,vigilándole, escuchando sus palabras, presto a salir en cualquier momento.

—¿Todavía no has encontrado trabajo, Kathyanne? —Él mismo dijo que no con la cabeza antes que Kathyanne hubiera podido contestarle—. ¿Ni tú hermano? ¿Tampoco ha encontrado trabajo todavía? —Esta vez no esperó que ella contestara, ni mucho menos, sino que con un lápizempezó a hacer cuentas en el reverso de un sobre usado—. Suman ya casi cinco meses —dijo como si hablara consigo mismo—. En realidad,no falta más que esta semana para completar la cuenta. En definitiva, cinco meses... Quince dólares cada mes multiplicados por cinco... Son,cinco por cinco, veinticinco y llevo dos, y cinco por uno, cinco, más dos, siete... total, setenta y cinco... Ésta es la cuenta. Setenta y cinco dólares. Yesto subirá hasta el infinito, si no pagas algo de vez en cuando. Cada mes aumentará la cuenta y te será más difícil pagarla... Ahora, por ejemplo,¿cuánto podrías pagar, Kathyanne?

Kathyanne le miró con tristeza y negó con la cabeza.—Ya sabe usted que no puedo pagarle ni un centavo.—¿Nada, nada...?—Míster Clyde, no tenemos dinero. Ésa es la verdad. Antes de subirnos la renta ya nos costaba trabajo pagar. Ahora nos es imposible. Lo

poco que tenemos lo vamos vendiendo para comer. Y si no fuese por los vecinos que nos ayudan, ya habríamos muerto de hambre hace tiempo...

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—Ya lo sé, Kathyanne, pero mistress Effie Verdery necesita el dinero de sus rentas. Ya sabes que es inflexible en esta materia y no puedohacer nada para convencerla de que espere más tiempo. Tú sabes que yo trabajo para ella... No se trata de mi opinión personal. Si quiere, puedehasta enviar el sheriff. ¿Qué piensa tu hermano y qué piensas tú de esto? Me da lástima pensar que venga un día el sheriff y ponga en la calle atía Hazel con los pocos muebles de la casa... Es la peor cosa que puede sucederle a un ser humano. Pero es la ley y con la ley no se puede jugar,ya lo sabes. Son las cosas de la vida...

Kathyanne no contestó, silenciosamente entretenida en enhebrar la aguja,—¿Cómo piensas salir de este apuro, Kathyanne? —preguntó Clyde con severidad—. ¿Cómo has podido llegar a tanta miseria? ¿No tenías

un buen empleo en casa de mistress Swayne recién llegada a la ciudad? ¿No tuviste otro mejor con mistress Pugh? ¿Por qué los dejaste perder?—Tal vez porque no soy capaz de entender a los hombres blancos, míster Clyde —respondió ella mirándole cara a cara—. Quizá porque vine

del campo a la ciudad y no les conocí hasta que tuve que tratar con ellos. Antes, yo no sabía qué cosas me propondrían los hombres blancos ycuál debería ser mi respuesta. Aprendí mucho en casa de mistress Swayne y mistress Pugh sobre el carácter de los blancos. Y como todavía nonecesito acceder a sus proposiciones, estoy sin trabajo. Ésa es la razón... Ahora siguen diciéndome que he de hacer lo que ellos quieran o noencontraré trabajo jamás. Así son los hombres blancos...

—Algunos hombres blancos, Kathyanne...—Todos, míster Clyde.Clyde, confuso, miraba su cartera. Luego se decidió a hablar, después de aclarar su garganta como para un discurso.—Bien, Kathyanne, quiero creer que tienes razón y que tu conducta fue siempre intachable..., pero no me negarás que hay algo de cierto en

cuanto murmuran los negros sobre ti... De todos modos es preciso que tú y tus amigos de raza tengáis cuidado con lo que decís de los hombresblancos, si queréis seguir viviendo en paz en Estherville. No sé lo que habrá de verdad en la mala conducta de esos señores que dices, perosupongo que la conducta de uno no puede tomarse como conducta general... Hay excepciones.

Clyde calló observando la puesta del sol. Ahora calentaba menos que cuando él había llegado al patio de Kathyanne. —Mira, Kathyanne-agregó con resolución dispuesto a olvidarse de todo—, vamos a hablar claro de una vez para siempre. Hay cosas que no admiten espera y unade ellas es la renta. ¿Qué dices del pago de estos atrasos?

—No sé, míster Clyde...Clyde se levantó y empezó a pasear hasta la valla, primero, y hasta el final del patio, después. Había llegado con un solo propósito, que era

simple y llanamente cobrar la renta, pero empezaba a hormiguearle un nuevo pensamiento muy extraño. Le daba lástima de Kathyanne, pero suconversación sobre los hombres blancos había despertado en él dormidos anhelos. Siempre se había mantenido firme en su resolución de nodejarse dominar por la compasión, cuando sus inquilinos le contaran penas con objeto de retrasar el pago de las rentas, porque comprendía quede todos modos, le gustase o no le gustase, su misión era cobrar, y si se ablandaba no cobraría ni un centavo. Sabía también que había enaquella vecindad gente capaz de ablandar el corazón más duro.

Pero allí, sentado junto a Kathyanne, oyéndola hablar de sus desengaños cerca de los hombres blancos, una nueva sensación de lástimahabía nacido en él. Por un lado, su corazón le mandaba hacer algo para ayudar a la muchacha; por otro, pensaba que bien podía obtener algúnbeneficio de semejante ayuda. La negrita le parecía más atractiva que ninguna otra muchacha de su edad. Recordando lo que Henry había dichosobre los hombres blancos, y sus celos, no se explicaba Clyde que él no se hubiera fijado en Kathyanne hasta ahora. De todos modos, a. EffieVerdery había que llevarle los setenta y cinco dólares o parte de ellos, porque lo que estaba bien claro era que a casa de la viuda no podía élvolver sin dinero. Antes de salir de allí ya estaría despedido.

Clyde tenía en el banco algunos dólares, no muchos, pero suficientes para sus atenciones. Podría sacarlos en la mañana del lunes, pagarle aEffie y no dar a nadie explicación del asunto. Resuelto este problema de manera tan sencilla, Clyde pensó en Kathyanne y en cómo sugerirle susintenciones. La veía allí cerca, sentada, humilde, bella, con la respiración entrecortada, como si temiese lo peor. Y Clyde sentía que sedespertaban en él pasiones olvidadas. Para tranquilizar su conciencia se dijo que eran cosas propias del género humano y que estabansucediendo desde el principio del mundo. Cada hombre tenía que seguir su camino sin titubeos, porque en la vida las cosas no ocurren porgolpes de fortuna, sino que cada cual se va labrando su propio camino.

Su esposa no sabría nunca que él había sacado dinero del Banco para pagar la cuenta de Kathyanne. Eso ya se arreglaría... De momento suinterés estaba concentrado en el pelo negrísimo de Kathyanne, que casi azuleaba, las largas pestañas, los ojos bellísimos, la piel morena oscura.No había mujer alguna en el mundo capaz de compararse con la negrita. Desde que Clyde se había casado no había hecho otra cosa que trabajaren los asuntos de Effie Verdery y atender a su casa, sin que la más pequeña aventura se hubiese atravesado en su camino.

Cuando todo hubiera pasado y él tuviese tiempo de ocuparse del asunto, ya habría ocasión de arreglar las cuentas de manera que lossetenta y cinco dólares fuesen cargados a Effie como gastados por ella en algún asunto personal, y entonces podría él volver a ingresarlos en sucuenta y nadie sabría nunca que los había sacado alguna vez. Su pensamiento trabajaba rápidamente. No volvería a tener otra ocasión parecidaen toda su vida, ni encontraría jamás una mulata como Kathyanne más cerca de su camino. Hundió la mano en el bolsillo y encontró el impreso delrecibo...

—Kathyanne, aquí tienes tu recibo de cinco meses de renta... —dijo nerviosamente, acercándose a la muchacha, sintiendo que la respiraciónse le hacía difícil, que le era imposible seguir hablando sin esperar a que su emoción se remansara, y apretó los puños con fuerza paracontrarrestar el amago de vahído que sentía—. Se hace tarde y tengo ahora mucha prisa... —calló unos momentos, asombrado de comprobarque habiendo hablado tantas veces con Kathyanne le parecía estar hablando en aquella ocasión con una extraña—. Yo me ocuparé de pagar larenta de tu casa, Kathyanne. No tienes que preocuparte más de este asunto... —puso el recibo en las manos de la muchacha, con gesto torpe ypulso alterado—. Volveré luego, Kathyanne. Un poco más tarde. Cuando oscurezca totalmente. Y firmaré el recibí... Anda, tómalo, Kathyanne... —intentó sonreír pero no consiguió sino arrugar los músculos de su cara y enseñar los dientes.

Kathyanne le miró a los ojos y luego miró el amarillo papel garrapateado de letras y números, pero no alargó la mano para tomarlo. El piarpatético de los gorriones en el cercado pareció aumentar hasta hacerse torbellino de locura. Clyde hubiera dado algo porque en alguna partehubiese sonado un disparo y, si no a todos, al menos a la mayoría de los pájaros les hubiese hecho callar, matándolos.

—Míster Clyde, si ha de firmar el recibo, lo mejor sería que lo firmara ahora —dijo la negrita, mirando a Clyde cara a cara sin pestañear.—¿Qué... qué... supones, Kathyanne? —tartamudeó Clyde.—¿Qué cree usted que debo suponer?—Pero yo no puedo...—No venga usted esta noche a verme, míster Clyde... Usted está muy por encima de mí —suplicó Kathyanne.Clyde se sintió en la misma situación que un niño travieso, que estuviese siendo reprendido tierna pero severamente por su madre.—Lo que usted piensa no debe ser —dijo ella con firmeza.—Pero, Kathyanne.

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—No, míster Clyde —agregó la negrita moviendo la cabeza con tristeza.El piar de los pájaros seguía aumentando hasta la locura. Clyde se sintió turbado y le temblaron las piernas. Como tras una nube veía la

cabeza de Kathyanne moviéndose a derecha e izquierda en una negativa persistente, recordándole todo lo que había dicho y lo mucho que habíainsinuado. Igual que si encada mano le hubiesen colgado de pronto dos grandes pesos, dejó caer los brazos como muertos a lo largo delcuerpo..Entonces se dio cuenta de que entre los dedos conservaba todavía el amarillo papel del recibo de la renta.

Incapaz de mirar a la cara de la negrita, Clyde, como un autómata, firmó el recibí con mano temblorosa. Dejó el recibo en el regazo deKathyanne y cerró su cartera de cuero.

—Gracias, mister Clyde —oyó que le decía la muchacha cuando ya él iba camino de la puerta.Dio vuelta a la llave y puso el motor en marcha. Pensó que debía estar ofendido con Kathyanne y se sorprendió al comprobar que no lo

estaba. Se sintió avergonzado de su mal pensamiento. Ya estaba el coche en marcha cuando vio a Henry Beck junto a la valla, y antes que leperdiera de vista ya estaba el negro abriendo la puerta para entrar en el patio de Kathyanne.

—Ya sé a lo que venía ese blanco... Le he estado vigilando todo el tiempo... Lo he visto con mis propios ojos... Ya sé a qué atenerme desdeahora... Hablaba con rabia mal contenida, atropelladamente.

—¿Qué es lo que has visto, Henry? —preguntó ella con los ojos casi cerrados, cara al sol que le daba de lleno en las pupilas.—He visto que el hombre blanco te daba algo. Después habéis estado hablando mucho... Eso es lo que he visto... La cosa está tan clara

como la luz del día. Los blancos no vienen a regalar cosas a cambio de nada... Lo sé muy bien. Kathyanne le puso delante el recibo para que loviera.

—¿Sabes lo que es esto, Henry?—¡Qué es! ¡Dímelo!Sonriendo, la negrita hizo mil pedazos el recibo y luego los esparció por el patio. —No creo que lo necesitemos, Henry...Kathyanne hablaba con voz dulce, y se acercó a Henry tanto, que pudo mirarse como en un espejo en el fondo de sus ojos atribulados y

celosos.

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11

Cruzando Indian Creek, una milla al sur de la ciudad, Ganus, cambiándose de vez en cuando la pesada caja-trampa para conejos de unhombro a otro, caminaba cauteloso sobre un suelo de raíces y sombríos parajes cubiertos de resbaladizo césped, con la vista puesta en el lejanoy achaparrado arbolito que le servía de referencia para llegar al sitio elegido desde el día anterior.

Era a media mañana, en un día de diciembre frío y en calma, pese a un amenazador horizonte de nubes grises y amarillentas queanunciaban tormenta por el lado de poniente. En algunos lugares brillaban al sol, en la ladera norte del Pawpaw Ridge, las blancas manchas de lanevada de la noche anterior derritiéndose lentamente.

Ganus caminaba con la cabeza baja, ilusionado con la idea de alcanzar pronto la cumbre del Pawpaw Ridge, donde un pequeño y solitarioárbol le servía de señal para no equivocar la dirección. La caja-trampa pesaba cada vez más y a cada momento tenía que cambiársela dehombro para poder caminar sin desfallecer.

Era una trampa que había preparado la noche antes, y estaba deseando colocarla, junto con las otras nueve que ya tenía instaladas, paraaprovechar la enorme cantidad de conejos que poblaban sin provecho de nadie toda la parte oeste de Indian Creek. Aquella mañana no habíarecorrido Ganus sus trampas y estaba deseoso de hacerlo, tan pronto dejara montada la nueva y cebada con una col que llevaba a prevención enel bolsillo.

En las pasadas semanas, después que decidió dejar de una vez la venta de hielo de puerta en puerta, se había dedicado a la caza deconejos con trampa, y todas las noches regresaba a casa con dos, tres y hasta cinco buenos machos, que vendía por veinticinco centavos cadauno en la tienda de comestibles que había en Gwinnett Alley. Bueno, todos no los vendía; uno quedaba diariamente en poder de Kathyanne paraque lo cocinara, si bien de éste se vendía luego la piel en diez centavos, e incluso en quince o veinte si se trataba, como sucedía algunas veces,de un ejemplar extraordinario.

Saltó sobre una enorme zanja natural, producida a causa de las fuertes lluvias de todos los otoños, cuyas aguas habían arrastrado la tierrahasta convertir un pequeño regato en un auténtico barranco a fuerza de años y años sin que nadie se cuidara de contrarrestar la acción de lanaturaleza. Entonces vio que estaba sólo a unas cincuenta yardas de una de las casitas que tenía repartidas por sus propiedades el rico GloverGrimball, a quien pertenecían todas las tierras que podían verse desde Indian Creek hasta el horizonte.

Se detuvo Ganus y dejando en el suelo la pesada caja-trampa de madera se sentó a descansar un rato. De momento no prestó atención a lacasita porque creyó que estaría deshabitada y hasta abandonada. Su atención estaba puesta de manera única y principal en aquel arbolito lejanoal que debía llegar pronto y que a simple vista parecía estar todavía a un cuarto de milla de distancia.

Casi sin darse cuenta, Ganus miró de pronto a la casa y la encontró triste, sucia y destartalada. Como casi todos los alojamientos queGlower Grimball destinaba a sus operarios, ya fuesen braceros, arrendatarios o aparceros, la casita estaba muy descuidada, con necesidadinmediata y antigua de una buena mano de pintura y un repaso por los albañiles. El techo estaba improvisado con una plancha de lata vieja ymohosa, llena de remiendos, que recordaba a Ganus la piel de un pobre caballejo que él había visto morir de vejez en un prado de su camponatal.

La casa consistía en dos habitaciones y una pequeña cocina campesina. Sus muros y vigas aparecían descarnados y sueltos, dando laimpresión de que todo el edificio se vendría abajo ruidosamente apenas soplara un viento de regular fuerza. Un patio desnudo y terroso rodeabala casita por los cuatro costados. Un chato y solitario arbolito crecía junto a la casa, y de sus ramas colgaba un collar de muía ya podrido, y a suspies, junto al tronco, se apilaban mohosas rejas de arado con las puntas rotas.

Cuando Ganus miró la primera vez, le pareció que la casa estaba deshabitada, pero de repente el negro sintió un escalofrío de miedocuando vio subir perezosamente de la chimenea una débil y pálida columnita de humo. Se puso en pie en seguida, se echó al hombro la trampa yempezó a caminar a toda prisa camino de la cumbre de la colina. Pero apenas se había alejado unos pasos, la puerta del corral se abrió con unescandaloso chirrido de sus goznes, y apareció en ella Mozelle, la mujer de Burgess Tarver, quien salió al campo y se recostó con indolencia enla pared junto a la empalizada.

Burgess Tarver era un blanco de unos veinticinco años, fanfarrón y pendenciero, arrendatario de Glover Grimball, que se ocupaba en lasiembra de algodón los veranos y en cortar leña los inviernos. De toda su vida, estaba obsesionado con un brutal y salvaje deseo de maltratar alos negros, y solía decir que la única manera de que un negro no tuviese disgustos con él era no tropezándoselo nunca.

Tenía la costumbre de pasear por la ciudad los sábados por la tarde, cuando las calles estaban abarrotadas de negros recién llegados delcampo, y divertirse buscando pelea con ellos, especialmente cuando alguno no le cedía pronta y servilmente la acera, desatención que notoleraba jamás. Burgess empujaba al negro con desprecio y lo tiraba en mitad de la calle. Si el negro protestaba aprovechaba la ocasión paraabofetearle, darle de puñetazos o cortarle la cara con una navaja para que, quedando señalado, no volviese nunca más a Estherville.

Ningún negro se había atrevido a devolverle un puñetazo desde que a uno que lo hizo le apuñaló cobardemente. Ganus sabía todo esto, ytemeroso de la crueldad de Burgess Tarver para con los de su raza, aligeró el paso todo lo que pudo.

—¡Hola, Ganus...! —le llamó Mozelle, sentada en el suelo, con la espalda contra la pared.Advirtió el negro cierto tono de insinuación peligrosa en la voz de Mozelle y se dio todavía más prisa en pasar de largo.—¡Ganus! ¡Ganus! —llamó ella otra vez.—¡Hola, miss Mozelle! —respondió Ganus con voz temblorosa, temeroso de que en aquel momento saliese de casa Burgess Tarver y le

cogiese hablando con su mujer.Tenía por delante el campo abierto y sintió la tentación de huir a todo correr, pero el estómago le avisó de su debilidad y de la posibilidad de

quedarse extenuado en mitad de la carrera. Corrió algo, sin embargo, pero a los pocos pasos tuvo que detenerse y dejar caer al suelo la pesadacaja-trampa. No tenía ningún interés en acercarse a Mozelle y hubiera dado cualquier cosa por haber podido pasar sin ser visto por ella.

Mozelle estaba relativamente lejos, pero la distancia no impedía que Ganus viese claramente sus gestos. Era una mujer delgada y enfermiza,resultado de muchos años de paludismo, de cara pálida, pelo de color indefinido y largo, generalmente sujeto con un pañolín rojo, y apenas habíacumplido los veinte años. Llevaba zapatones embarrados y una especie de bata de franela escandalosamente verde, que colgaba sin aire nigracia hasta sus pantorrillas secas y desnudas.

Llevaba poco más de un año casada con Burgess Tarver y en ese tiempo ya se había escapado dos veces de su casa. La primera vez sefue a Augusta con un vendedor de frutas de Carolina, a quien se había encontrado una milla al sur de la carretera principal, y con él había pasadocinco días en Greene Street. Volvió a casa cuando el frutero desapareció, y ella contó a Burgess un largo cuento, según el cual había estadosecuestrada en una cueva, donde la habían llevado los raptores, tres terribles bandoleros de largas barbas.

La segunda vez estuvo ausente tres semanas, y regresó después de haber recorrido todo Orlando en un carro de naranjas, el norte de

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Baltimore en otro carro naranjero, y haber llegado hasta Mobile cambiando de carro cada día. En esta ocasión, temerosa de que un nuevo cuentode raptos y secuestros no fuese creído por Burgess, contó la verdad, tal y como había sucedido, pero el marido no le creyó ni una palabra,tomando su confesión por otra mentira bien urdida.

Sin embargo, la única vez que Burgess había sospechado realmente de ella, había sido durante una concentración de campesinos en lascercanías de Lucyville, una mañana de domingo en el mes de julio, cuando Mozelle desapareció en el bosque con tres muchachos mayores queella, y estuvo perdida todo aquel día y toda la noche, hasta la noche siguiente, que regresó junto a su marido. La historia que contó esta vez fueque estando lavándose los pies en un arroyo había sido arrastrada por un inesperado torrente de agua, y gracias a la oportuna aparición de unpescador no había ido a parar ahogada al Savannah River.

Burgess, escéptico como de costumbre para con los cuentos de su mujer, la había amenazado en esta ocasión con encadenarla a los piesde la cama, a menos que prometiera no escaparse más de casa. Después de recibir una buena paliza, Mozelle prometió no dar más disgustos asu marido. Promesa que no fue obstáculo para que poco después empezara a coquetear descaradamente con Reeves Houck, otro arrendatariode tierras de Glover Grimball, que con frecuencia trabajaba con Burgess a medias. El hombre no quería que su compañero advirtiese lassugestiones de su mujer y procuraba evitarla en cuanto le era posible, aunque ella no le dejaba tranquilo ni desperdiciaba oportunidad paracomprometerle.

Mozelle hizo todos los gestos que consideró sugestivos para atraer a Ganus. Por último se levantó y se acercó hasta la esquina del corral.—¿Para qué es esa caja tan graciosa? —preguntó con voz melosa.—Es una trampa para cazar conejos, miss Mozelle.—¿Dónde la pones?—Allá en la colina —respondió Ganus con un gesto ambiguo señalando a un lugar indeterminado y lejano—. Voy con prisa, miss Mozelle. Se

me ha hecho muy tarde esta mañana.—¿Por qué la pones tan lejos?—Porque allí hay muchos conejos.—¿Y para qué quieres los conejos?—Para venderlos, miss Mozelle.—¿Por qué?Ganus la miró sorprendido.—¿Por qué los vendes, Ganus? —repitió ella.—Para conseguir algún dinero...Mozelle sonrió.—¿Y para qué quieres el dinero?—Para comprar cosas con él.—¿Qué cosas?Ella sonrió otra vez y Ganus se sintió molesto por tanta pregunta sin sentido.—¿Te gustaría comprarme algo, Ganus?—¿Qué... dice usted, miss Mozelle? —preguntó Ganus creyendo que no había entendido bien—. No la he oído...—Quiero que me compres algo, Ganus.Ganus se asustó. El dolor de estómago le apretó tanto, que el pobre tuvo que encogerse y apretarse con las manos en el vientre para

consolarse. Toda su preocupación era mirar y remirar hacia la casa por si apareciera de pronto Burgess Tarver. Si Burgess le cogía allí hablandocon Mozelle habría llegado su última hora.

—¿No quieres, Ganus? —dijo ella aniñando la voz, melosa—. ¿No eres capaz de hacer un sacrificio por mí? ¡Ganus, Ganus, dime algo...!Ganus no contestó.—Dime algo, por favor —insistió ella insinuante.—No se me ocurre nada, miss Mozelle.—Es que no quieres ayudarme —protestó ella.—Pero, ¿qué puedo hacer yo por usted? —preguntó Ganus tembloroso, asustado, sin respiración.—Algo bueno, Ganus...Estaba más asustado que lo había estado nunca y el mismo miedo le dio ánimos.—No, no y no...—Por favor, Ganus... ¿No te gustaría?—Imposible, miss Mozelle.Ella sonrió tentadora.—Es que tienes miedo, Ganus... Miedo...—No, señora —dijo el negro levantando la cabeza y mirándola cara a cara—. Es que no puedo hacerlo, no debo hacerlo, no quiero hacerlo,

miss Mozelle...—Pero, ¿por qué no quieres, Ganus? —suplicó ella.—Miss Mozelle, usted sabe tan bien como yo el porqué no puedo hacer lo que usted quiere que haga.—¿Pero qué razón hay?—Que yo soy un negro... Ésa es la razón, miss Mozelle.—Por eso no tengas miedo.—¿Cómo no voy a tenerlo?—Yo no te delataré.—Eso no me salvaría de nada.—Nadie sabrá lo que ocurra.—¡No, señora! ¡Sé que no debo hacerlo, miss Mozelle!—Te juro que guardaré el secreto. ¿Tampoco así me crees?—Miss Mozelle, por favor, no me hable de eso... Mister Burgess me matará si sabe que he estado ahí hablando con usted junto a la casa.

¡No, señora! Sé muy bien lo que me conviene y lo que no me conviene.Se agachó y se echó al hombro la caja-trampa.

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—No tengas miedo de Burgess, Ganus... Yo no le temo.—Que usted no le tema no me sirve de nada. Sé lo que digo...—Nunca lo sabrá, Ganus. ¿Por qué tenerle miedo ahora?—Usted debería temerle tanto como yo, miss Mozelle. Si la coge aquí, tanto lo sentirá usted como yo.—¿Vendrás mañana temprano y me traerás algo bonito, Ganus?—No lo espere usted, miss Mozelle. No vendré.—Harías bien trayéndome algo bonito, Ganus Bazemore —dijo ella con un tono de amenaza en la voz—. Te conviene hacerme caso.—¿Por qué? —preguntó él asustado.—Te arrepentirás si no me haces caso.—¿Por qué dice usted eso, miss Mozelle? —preguntó Ganus sin poder disimular su temor.—Porque me vengaré de ti. Por eso...Ganus empezó a caminar a toda prisa y se alejó de allí sin querer oír una palabra más de labios de Mozelle. Quería alejarse todo lo posible

de aquel lugar. Miró atrás una sola vez y la vio recostada contra la pared mirándole. Ganus se internó en la espesura del monte para perderla devista.

Cuando llegó a un sitio en que vio correr un conejo cerca, armó la trampa con cuidado, puso el resorte a punto para que saltara apenastocara el animalito, la cebó con una col fresca que llevaba y después se alejó despacio y cautelosamente camino de la cima del Pawpaw Ridge, acomprobar si tenía caza en sus otras trampas.

No había andado ni cien yardas cuando vio a Mozelle correr a través de los sembrados de algodón, en dirección al bosque. Ganus pensó sinquerer si la mujer habría escapado otra vez de su casa. Se alegró de haber podido liberarse de ella tan fácilmente y se prometió que la próximavez pasaría lejos de la casa cuando viniese a ver sus trampas al monte. Incluso pensó que le convendría buscar otro sitio para poner sus cepos,donde no hubiera posibilidad de encontrarse con Mozelle ni con su marido.

La mujer desapareció en el bosque en seguida. Conforme se iba acercando Ganus a la cima de la colina, iba percibiendo claramente losgolpes de hacha de los leñadores. Golpes que cesaron repentinamente. Se paró a escuchar y como los golpes de hacha no volvieron a oírsesiguió su camino, buscando la primera de sus trampas para mirar si había cogido algún conejo durante la noche.

Cuando Mozelle llegó al lugar del bosque donde Burgess y Reeves Houck estaban cortando leña, casi no podía hablar. Se dejó caer sobreun árbol, sin respiración, agotada por la carrera, con los ojos febriles, desorbitados como si acabaran de ser testigos de una catástrofe. Burgessla miró con sospecha de que hubiese ocurrido algo irreparable y temió que detrás de ella apareciera alguien persiguiéndola a través de loscampos sembrados de algodón.

—¿Qué te ocurre, Mozelle? —preguntó Burgess varias veces antes de obtener una contestación.—Tengo miedo —respondió al fin, jadeante.—¿Miedo de qué?—Hay negros.—¿Qué negros?Mirando asustada a todos lados, señaló en la dirección que había traído en su carrera.—Un negro terrible, que ha entrado en la casa y se ha abalanzado sobre mí.—¿Qué ha hecho?—Lo que te digo. Se ha abalanzado sobre mí.Burgess la miró desconfiado.—¿Otro cuento de los tuyos?—No es un cuento, es una verdad auténtica... Te lo juro... Un negro terrible, enorme de grande, se ha abalanzado sobre mí.Burgess y Reeves se miraron uno a otro, sorprendidos de que Mozelle estuviese diciendo verdad.—¿Qué dices que te ha hecho? —preguntó Reeves, el más bajo de los dos amigos, con el pelo crespo como de alambre, divorciado, que

vivía en la ladera oeste del Pawpaw Ridge—. ¿Quién te lo hizo?Mozelle se volvió a Reeves con una encantadora sonrisa, como si hubiese estado esperando aquella oportunidad con ilusión.—Me hizo así —y uniendo la acción a la palabra le echó los brazos al cuello—, y me apretó tanto que no pude desprenderme de él. Era un

negro muy fuerte. El hombre más fuerte que he conocido. Me tuvo cogida todo el tiempo que quiso y no pude ni moverme siquiera. Y eso que hicecuanto pude por librarme de él. Pero ya sabes lo débil y enfermiza que soy. Y lo cobarde. No soy capaz ni de ver matar a un pollo. Todo el mundolo sabe. Cualquier hombre puede sujetarme sin apenas hacer fuerza para ello. Por poco que me apriete me hará daño y me obligará a estarmequieta. He sido así siempre desde que tengo uso de razón. Hasta un niño podría tirarme al suelo si quisiera...

Reeves se quedó perplejo ante aquel torrente de palabras y volvió la cara para no mirar a Mozelle. Con la vista en el suelo, el leñador nocontestó ni hizo comentario alguno. —Arréglate el vestido —dijo Burgess bruscamente. Alargó el.marido la mano, pero Mozelle corrió hastaponerse al otro lado de Reeves. Al correr enseñó las pantorrillas, que parecían las de una niña.

—Todo esto me parece una mentira como las anteriores —dijo Burgess desconfiado—. No creo que ningún negro se haya atrevido ahacerte nada.

—Sí lo hizo... —respondió ella mirando con descaro a Reeves Houck—. Haré lo mismo que él me hizo, si es que no me crees. Me sujetóasí... Era demasiado grande para que yo pudiese librarme de sus garras. No hubiera podido por nada del mundo. Me sujetó muy fuerte y durantemucho tiempo. Era un bárbaro. Parecía que nunca me iba a soltar. Jamás me había sujetado nadie con tanta fuerza. Juro que estoy diciendo laverdad. ¿No me crees, Reeves?

—¿Quién era ese negro? —preguntó Reeves impresionado por la sinceridad que parecía advertir en las palabras de Mozelle—. ¿Dóndeestá?

—Era un negro forastero —respondió sin titubear, mirándole a los ojos como si jamás hubiese dicho una mentira—. Más que negro, mulato...con grandes manos y irnos pies enormes... No le había visto nunca antes de ahora. Ni sé de dónde ha podido venir. Seguramente habrá venidode otra parte del país. Yo estaba tan tranquila y llegó por detrás, me sujetó fuertemente y me inmovilizó. Era tan alto y tan forzudo, que no pudehacer nada para librarme de él. ¿Verdad que me crees, Reeves?

—¿Que camino tomó? —preguntó Burgess, no muy convencido de que su mujer estuviese diciendo la verdad.—Por allí, hacia el otro lado de la colina, en dirección al bosque —dijo ella señalando el campo de algodón—. Le vi muy bien correr hacia

allá.—¿Dónde estará ahora?

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—No puede estar muy lejos. Ni siquiera habrá pasado todavía aquella parte del bosque donde tú y Reeves estuvisteis el año pasadocortando leña. No ha tenido tiempo de ir en esa dirección. Estoy segura... Juro que digo la verdad.

—No sé si está diciendo la verdad o no —dijo Burgess con desconfianza—. No creo que ningún negro quiera correr el riesgo de andar cercade mi casa, y esta mujer es tan aficionada a las mentiras, que no me extrañaría nada que ahora estuviese mintiendo también. Pero por si acasoestuviese diciendo la verdad, hay que salir a buscar a ese negro bastardo —se acercó a su mujer, le dio un empellón y le dijo, señalando hacia lacasa—: Vete a casa en seguida y cierra bien las puertas hasta que yo llegue. No te asomes siquiera a las ventanas. Si hay un negro por aquí, loencontraremos...

Mirando a los dos por encima de su hombro y sonriendo a Reeves, Mozelle salió corriendo en dirección a la casa, y los hombres se echaronal hombro las hachas y se encaminaron hacia la parte del monte en que el negro podría estar escondido. Ninguno habló palabra en un buen rato,hasta que Mozelle se perdió de vista.

—¿Crees que hay algo de verdad en todo esto, Burgess? —preguntó Reeves con severidad—. Mira bien lo que haces, porque nadie mejorque tú sabe a qué atenerse respecto de la conducta de tu mujer. No tengo ningún interés en perseguir a los negros por el mero hecho de que losean, sino en el caso de que se hagan merecedores a un castigo por su conducta. Por lo demás, lo que hago es dejarles vivir en paz, para queellos me dejen a mí. No tengo nada contra los negros, como tú, por sistema. Creo que tienen derecho a ser libres y a hacer lo que les plazcasiempre que sea honesto y bueno...

—No sé si mi mujer ha dicho la verdad o nos ha contado un cuento —dijo Burgess preocupado, moviendo la cabeza como si hablaseconsigo mismo—. Es la más embustera que he conocido en mi vida. Capaz de inventar las historias más inverosímiles sin el menor esfuerzo. Nose le puede creer la mitad de lo que dice, y la otra mitad hay que ponerla en cuarentena. Pero si hay un negro escondido en estos alrededores, tejuro que lo encontraré. Ningún negro hijo de perra se acerca a mi mujer para asustarla sin que lo pague luego. Éste va a pagarlo mejor que bien,para que nunca más se acerque por aquí. Con tal que haya pasado cerca de la casa y la haya mirado de mala manera ha hecho bastante, aunqueel resto de la historia sea mentira...

Ganus estaba arrodillado en el suelo junto a una de sus trampas cuando oyó pasos en el monte cercano. Levantó la vista y vio cerca de él aBurgess y Reeves, a dos pasos de su trampa. Comprendió en seguida que ocurría algo grave, se puso en pie de un salto, se quitó de unmanotazo la gorra y sonrió. Pero a su sonrisa contestaron los dos leñadores con gestos de frialdad y de amenaza.

—¡Hola!, míster Burgess y míster Reeves —dijo queriendo ser amable—. ¿Cómo están ustedes, señores? —Quería por todos los medioscomportarse de manera que no pudieran cogerle en la menor falta—. ¿Están ustedes buscando algo por aquí?

—¿Qué haces, negro? —preguntó Burgess con mal genio.—Recorriendo mis trampas para ver si he cazado algún conejo, míster Burgess.—¿Quién te ha dado permiso para poner trampas en esta parte del monte?—Nadie, míster Burgess, pero yo creí que no era necesario el permiso. Míster Glover Grimball no querrá que haya tantos conejos que se le

coman las cosechas, ¿verdad, míster Reeves?—Ésos son asuntos de él, no tuyos, negro —dijo Burgess.—Sí, señor —dijo Ganus, servil, temeroso de que la actitud hostil de los dos blancos fuese en aumento, sospechando si le habrían visto

hablar con Mozelle y viendo por vez primera las dos hachas en manos de los leñadores—. Sí señor, míster Burgess —agregó con los labiostrémulos—, si usted lo dice es que es así. Yo no tengo derecho a poner las trampas aquí. Yo me voy ahora mismo y no vengo más en mi vida. Porfavor, señor...

Intentó moverse para separarse de los dos blancos.—¡Quieto, negro! —le gritó Burgess.Ganus se acercó a ellos con paso torpe.—¿Qué desean ustedes de mí, señores?—¿Qué supones tú que será? —le contestó Reeves Houck.—No lo sé, míster Reeves. No lo sé...Burgess se acercó a él.—Fuiste a mi casa hace un rato y quisiste abrazar a mi mujer, negro bastardo.—¿Qué dice usted, míster Burgess?Empezó a temblar como si tuviese fiebre al considerar lo grave de aquella acusación.—Ya me has oído, negro.—Sí, señor, le he oído, pero no sé de qué me está usted hablando, míster Burgess, no lo sé.—Hay muchas cosas que tú no sabes, pero yo te voy a enseñar otras que tampoco has sabido nunca. Yo sé cómo hay que trataros, negros. Y

te conozco muy bien. No soy ningún tonto.—¿Qué... dice usted que he hecho, míster Burgess?—Ya te lo he dicho una vez, negro. No te hagas el inocente, que sabes muy bien a lo que me refiero. Fuiste a mi casa y quisiste abrazar a mi

mujer. Tengo las pruebas. Ella misma me lo ha dicho y con eso me basta.—¿Quién... quién se lo ha dicho, míster Burgess, por favor?—Mi mujer me lo dijo y nadie podría saberlo mejor que ella misma. ¿No querrás decir que mi mujer es una embustera, verdad? Fue

corriendo hasta el bosque donde estábamos míster Reeves y yo cortando leña y nos contó todo lo que habías hecho. He tenido suerte cogiéndoteantes de que hayas podido escapar. Hubiera sido difícil encontrarte luego...

—Míster Burgess, por favor, señor, no me gusta discutir con los hombres blancos, pero estoy seguro de que yo no he hecho eso que usteddice. No cabe duda de que alguien ha hecho eso, pero no fui yo, señor. Tengo mucho cuidado de no meterme en esa clase de compromisos.Tengo sentido común para comprender que eso es grave, señor. Cuando hace un rato pasé cerca de su casa, estuve hablando con miss Mozelledesde la esquina del corral, pero a distancia, no cerca de ella como para poder siquiera tocarla con la punta de los dedos. Yo soy incapaz decometer una fechoría semejante, señor. Siempre he procurado huir de compromisos y disgustos con los hombres blancos. Alguien sufre un erroren este asunto, míster Burgess.

—¿Llamas embustera a mi esposa, negro?—No, señor, no digo eso, sino que yo no he hecho lo que usted dice. No lo he hecho, señor. Dios sabe que estoy diciendo la verdad. ¿Me

cree usted o no, míster Burgess? ¿Usted sabe que estoy diciendo la verdad, míster Reeves? Por favor, diga usted que no fui yo. Dígalo usted,míster Burgess.

—Todavía no he visto un negro que no diga que es inocente cuando es cogido en alguna falta.

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—Pero es que yo soy inocente de verdad, míster Burgess, y no he hecho nada de eso de que usted me acusa. Miss Mozelle puede habersufrido un error. Por favor, señor, pregúntele y dígale que confiese la verdad de lo ocurrido. Debe hacerlo. Diciendo la verdad, todo quedaráaclarado, ¿no, míster Reeves?

—Vaya con el negro —masculló Burgess-I ahora quiere decirme lo que debo hacer. Tú mismo has confesado que pasaste cerca de mi casay con eso tengo bastante prueba. He oído hablar mucho de ti en la ciudad. Saliste de casa de Charley Singfield por no sé qué asunto feo que allítuviste, y Harry

Daitch te despidió de su establecimiento por otra mala pasada que le jugaste en casa de una de las señoras a quienes llevaste comestibles.Todo el mundo dice que eres una mala persona. He oído decir que Levi Ketless te encontró escondido en su cocina cuando regresó hace poco acasa. Dice que te dará una buena lección, pero no le va a dar tiempo porque ahora te tengo en mi poder. Parece que eres muy aficionado amolestar a las mujeres blancas, pero voy a dejarte señalado de manera que ya nunca podrás acercarte a ellas. Ahora va a venir mi esposa paradecirte en tu cara lo que le has hecho. Ya estoy harto de negros. Una vez que un negro amenaza a una mujer blanca no hay más que un caminopara escarmentarlo.

—Pero si usted no sabe si miss Mozelle ha dicho la verdad...Burgess levantó el hacha. Reeves corrió hacia él y forcejeó para quitársela.—¡Quieto ahora! —gritó Reeves interponiéndose entre uno y otro—. No cometas locuras de las que tengas que arrepentir— te. El negro ha

contado lo que hizo cuando pasó cerca de tu casa y puede que esté diciendo la verdad. Tú mismo estás en la duda de si tu mujer mentía o nocuando te lo contaba. Lo mejor es obligar a Mozelle a que diga toda la verdad de lo sucedido. Yo no la creería tan fácilmente como la has creídotú. Debes preguntarle... Yo me ocuparé de vigilar a este muchacho para que no pueda escapar hasta que tú regreses de interrogar a tu mujer.

—Quítate de mi camino —respondió Burgess apretando amenazadoramente la mano contra el mango del hacha—. Hablas como undefensor de los negros. Yo sé muy bien lo que hago. ¡Quítate de mi camino, digo!

Apartó a Reeves de un empujón.—¿Qué... va... usted a hacer conmigo míster Burgess, por favor? —suplicó Ganus aterrorizado—. ¿Qué va usted a hacerme con el hacha,

señor?—Si no lo sabes ya, no vas a tener ocasión de averiguarlo.Ganus cayó de rodillas cuando vio alzarse el hacha sobre la cabeza de Burgess y caer luego encima de él, en su cuello, junto al hombro. El

pobre negro vio brillar la hoja del hacha, herida por los rayos del sol, antes de sentir el golpe en el cuello. Cayó sin conocimiento y mientras en suinconsciencia miraba con los ojos muy abiertos por el terror a los dos hombres blancos, Burgess levantó de nuevo el hacha, y esta vez con el filode la hoja, le dio un hachazo en la cabeza.

—No debías haber hecho esto, Burgess —dijo Reeves Houck severamente.—No necesito que me protejas —dijo Burgess jadeando—. Sé defenderme solo. Este negro quería atacarme.—Puede ocasionarte disgustos esto. No sabes las consecuencias que puede traer esta muerte.—¡Bah! Un negro más que desaparece.—Yo no diría eso... Si la gente empieza a preguntar habrá que contestar algo. Debiste hacerme caso a mí y haber preguntado a tu mujer la

verdad de lo sucedido. Si te ha engañado dos o tres veces, puede haberte engañado otra vez más, y cien más si quiere. Su aspecto no eraprecisamente el de una pobre mujer a la que un negro desconocido acabase de atacar. Ni por un negro ni por nadie había sido atacada Mozelle.No sé decir lo que sospecho, pero tengo la impresión de que hablaba como si recitara un cuento urdido en el camino hasta el bosque.Seguramente todo eso del ataque del negro lo ha inventado ella misma.

—Deja de hablar de mi mujer si quieres salir vivo de aquí. Si no retiras tus palabras te romperé la cabeza como he hecho con este negro. Ytendré luego una buena razón para justificarme, porque no creas que se me han pasado por alto los coqueteos de ella contigo y tuyos con ella. Site cojo mirándola, te mato como he matado a este negro. No lo olvides.

—Si no te gusta su conducta, díselo a ella, no a mí. Es tu mujer la que anda tras de mí haciendo monerías para llamarme la atención. Tú losabes muy bien.

—No te hará más monerías —dijo Burgess alejándose.Ahora voy a acabar con ella para que no tenga nueva ocasión de dejarse asustar por otro negro.Sin una palabra más, Burgess se echó el hacha al hombro y tomó el camino de su casa. Reeves le siguió hasta que salieron al campo

abierto, y quedó allí quieto hasta que le perdió de vista. Luego volvió al bosque a terminar de cortar la leña y a prepararla para llevarla a la ciudad.

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12

El doctor Horacio Plowden llevaba varias horas de sueño profundo cuando fue despertado por las llamadas de la bocina de un automóvildetenido debajo de su ventana. Casi de manera automática, el doctor se sentó en el borde de la cama y encendió la luz. Su esposa, Betty, quedormía junto a él, acostumbrada y resignada a que viniesen a despertar a su marido a cualquier hora de la noche para atender a partos, muerteso simples dolores de estómago, no hizo más que murmurar algo entre dientes, dar media vuelta y seguir durmiendo.

El doctor miró su reloj y vio que eran las dos y algunos minutos. Como siempre, en los cuarenta años que llevaba atendiendo con rapidez yde buena gana a todos los que acudían a buscarle, fuesen blancos o negros, en aquella comarca del condado de Tallulah, en unos segundosestuvo tan despierto como si jamás hubiese estado dormido. Se puso las zapatillas, se echó sobre los hombros un batín y corrió a abrir la puertaprincipal.

Apenas la abrió y encendió la luz que desde el dintel iluminaba la acera, un coche verde, el que había estado tocando la bocina, todo eltiempo con el motor en marcha, arrancó y dobló la esquina próxima antes que él pudiera ver lo suficiente para reconocerlo. Tiritando, por la fríatemperatura de aquella noche de diciembre, y pensando si alguien habría venido a jugarle una mala broma, estaba a punto de entrar de nuevo encasa cuando vio un sobre grande clavado en la puerta. Lo cogió y lo examinó con curiosidad y sorpresa. Era un sobre corriente sin señal algunaparticular. Escrito con lápiz decía en el anverso:

Kathyanne Bazemore,Gwinnett Alley.

Creyendo que dentro encontraría la explicación de aquel misterio, lo abrió en seguida y se encontró con otra sorpresa mayor, pues en élhabía un billete de cien dólares completamente nuevo. No había otra cosa. Examinando con cuidado el sobre y el billete llegó a la conclusión deque en aquellos días el único sitio de la ciudad donde una persona encontraría un billete completamente nuevo era en manos del cajero del«Estherville State Bank». Riéndose de buena gana con sus deducciones y con el pensamiento puesto en gastar una broma al día siguiente aGeorge Swayne apenas le viese, entró en su casa y se vistió para bajar a Gwinnett Alley.

No se le ocurría el porqué se le avisaba de tan misteriosa manera y a semejante hora de la noche para ir a visitar a Kathyanne Bazemore.Era cierto que unas cuantas semanas antes se había conseguido por su mediación que tía Hazel Teasley fuese admitida en el hospital, enatención a su edad, achaques y dolencias, para que la pobre anciana tuviese medicinas y cuidados asegurados en lo que le quedase de vida.Pero el doctor no veía relación posible entre una cosa y otra. No sabía de Kathyanne desde el verano, que la encontró en la calle y habló un ratocon ella; pero, desde luego, en aquella ocasión la encontró de muy buen aspecto y llena de salud, al parecer. De salud corporal y de salud moral...

El doctor Plowden era un hombre amable y cariñoso, con más de sesenta años, el pelo blanco desde hacía más de doce segura mano yequilibradas facultades intelectuales a pesar de los naturales achaques de la edad. Su mayor defecto consistía en que se cuidaba más de lasalud y el bolsillo de sus pacientes que de la salud y el bolsillo propios. Siempre estuvo tan apegado a sus obligaciones como médico que jamásse tomó vacaciones, ni nunca dedicó a su familia el natural y necesario tiempo de tertulia, visita y convivencia, de lo que a menudo se quejaba suesposa.

La única actividad que le habría gustado alternar con la visita a sus enfermos era la caza de pájaros, pero no había disparado un solo tiro enlos últimos quince años. Betty había intentado varias veces convencerle para que dejase la profesión y pusiera en su lugar a un médico joven,pero siempre había respondido que la medicina era su vocación y que no la abandonaría mientras tuviese vida. Decía bromeando que estabaseguro de que la muerte le encontraría con seguridad atendiendo a un enfermo, viniendo de verle o yendo a visitarle...

Había empezado su carrera como médico rural inmediatamente después de licenciarse, en tiempo en que los médicos tenían tres o cuatrobuenos caballos, uno de ellos siempre con sus arreos puestos, listo para salir en seguida y para cualquier lugar de la comarca de donde llegaseun aviso de enfermos graves o imposibilitados. Cuando las carreteras se arreglaron y se pudo transitar por ellas en automóvil, el doctor había idorompiendo coche tras coche en el ejercicio de su profesión, y su pena era no ser lo bastante joven para poder comprarse un pequeño aeroplanode dos plazas con el que acudir en cosa dé minutos a cualquier punto de la comarca donde fuesen requeridos sus servicios.

Su edad y su fama en aquella tierra le daban derecho a criticar en voz alta a sus colegas cuya conducta considerara contraria a la éticaineludible en un profesional de la medicina. Consideraba un pecado grave que la mayoría de sus compañeros jóvenes pensaran más en sucomodidad personal y en sus obligaciones familiares y sociales que en sus enfermos, hasta el punto de creer que cumplían con su deberatendiendo a sus clientes tres o cuatro horas al día, eludiendo luego cualquier llamada o molestia a altas horas de la noche, ni siquiera en casosde urgencia. Para los que como el doctor Lamar English empleaban sus riquezas en hacer préstamos con usura a los desgraciados, tenía el másolímpico de los desprecios.

En el trayecto desde su casa en Palmetto Street hasta Gwinnett Alley, se detuvo a tomar café en el Round-The-Clock Cafe. Faltaban pocosdías para Navidad, y las guirnaldas de flores colgadas sobre la caja registradora, las ventanas y las puertas daban al local un aspecto de fiestamuy distinto del que tenía durante el resto del año. Además del cajero y el camarero de servicio de noche, había en el establecimiento tresclientes. El doctor se sentó en una banqueta junto al mostrador.

Como llevaba prisa, se desabotonó el pesado gabán gris pero no se lo quitó. Miró a los tres clientes rezagados y vio que uno de ellos eraWill Honford, el vigilante nocturno, que por lo visto no pasaba mucho tiempo al aire libre vigilando las calles según era su obligación, y los otrosdos, carreteros de Florida que estaban comiendo huevos con jamón al mismo tiempo que jugaban una partida. Will Hanford, cantando en voz bajauna cancioncilla, se acercó al mostrador y puso familiarmente la mano en el hombro al doctor Plowden.

—¡Hola, doctor! Veo que está levantado todavía... Un hombre de su edad debería estar ya en la cama —dijo para que todos le oyeran—.¿Por qué no se queda usted en casa en este tiempo y deja a los médicos jóvenes que vayan a curarles las tripas a los negros?

—No sé por qué no lo hago, Will —respondió el doctor con severidad, dando a entender que no quería conversación.Sabía el doctor que Will intentaba averiguar si se trataba de algún negro herido, por ejemplo, porque le gustaba aparecer a medianoche en

casa de los negros que habían reñido y llevárselos a la cárcel. Pero en esta ocasión iba a fracasar porque el doctor no tenía intención de decirleque iba a visitar a Kathyanne Bazemore.

—Tal vez —agregó el doctor —esté levantado a estas horas porque hay alguien que necesita asistencia médica y no dormiría yo tranquilo sino hiciese por él todo lo que pueda... Dios nos ha puesto en el mundo a usted y a mí precisamente para esto, para que estemos levantadosdurante la noche en beneficio de los que descansan confiados en nosotros...

Will dejó a un lado el disimulo y fue derecho al asunto que le obsesionaba.—¿A quién va usted a visitar ahora, doctor? ¿Algún negro que debería estar ya muerto hace tiempo? Si usted me dice quién es, le meto en

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la cárcel y le ahorro a usted el trabajo de salvarle la vida.—Somos seres humanos, Will —dijo el doctor, amable y suave—. Tendrá usted que aprender a tratar a la gente, blancos o negros, antes que

la gente se lo enseñe de mala manera. Sé que usted y otros como usted creen que pueden seguir viviendo en una ciudad despreciando a losnegros. El mundo ha cambiado mucho en la última generación y va a cambiar más todavía en la próxima. Yo no espero vivir lo bastante paraconocerlo, pero creo que usted sí vivirá para entonces.

Tomó un sorbo de café y miró de reojo a los jugadores. Will quedó un momento bastante confuso.—Puede que esté usted en lo cierto, doctor —dijo con solemnidad, mirando a los dos carreteros que le observaban desde el otro lado del

establecimiento, y callando hasta que el cajero estuvo tan cerca que pudo oírle. Entonces agregó con voz lo bastante fuerte para ser oída portodos—: Creo que hay una diferencia entre usted y yo, doctor. A usted le gusta ayudar a sus semejantes, y a mí me fastidian todos aquellos queme ocasionan la menor molestia. No me gusta que mi pistola se enmohezca dentro de la funda, ni acostarme a las nueve de la noche. Y esta vidamía no tendría justificación, si no me permitiera al menos la satisfacción de asustar cada noche a dos o tres negros y encerrarlos en la cárcel.

—Puede que sea ésa la diferencia, sí... —respondió el doctor Plowden con calma, mientras tomaba el último sorbo de su café.A las tres menos cuarto salió el doctor de Round-The-Clock Cafe, y pocos minutos más tarde, cargado con su pesado maletín, abandonó el

coche en Gwinnett Alley. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas, pero en la cabaña de Kathyanne, por una rendija, podía verse una tímidaluz. Allí se acercó el doctor y llamó. En seguida oyó andar a alguien en el interior, mover una silla y luego otra vez el silencio como si no hubiesepersona viva dentro de la cabaña. Esperó unos momentos y volvió a llamar, esta vez con prisa. De pronto, alguien corrió el cerrojo por dentro yabrió la puerta unas pulgadas con miedo y cuidado extraordinarios y aparentemente faltos de lógica. Cuando el doctor vio que alguien leobservaba desde el interior, volvió a golpear la puerta tan preocupado como molesto. Quien fuera abrió unas cuantas pulgadas más.

—¿Quién es? —preguntó alguien en voz tan baja que más pareció un susurro.—El doctor Plowden —respondió con mal humor.—¿De verdad? —exclamó sorprendido el que preguntara antes.—Por supuesto... Déjeme entrar de una vez.Se oyó hablar con voz baja detrás de la puerta y después volvieron a preguntar:—¿Viene alguien con usted, doctor Plowden?—¡No, no viene nadie conmigo! Abran la puerta, pase lo que pase ahí dentro. No puedo estar aquí fuera toda la noche con el frío que hace.

¿Qué es lo que pasa, por favor? Abran la puerta en seguida.Volvió a oírse discutir en voz baja detrás de la puerta, pero por más que aguzó el oído no pudo entender ni una palabra. Con impaciencia

más que justificada, el doctor empezó a golpear la puerta con la puntera de sus zapatos.—¿Hay alguien con usted, doctor Plowden? —preguntaron de nuevo—. ¿Alguien como míster Will Hanford o gente parecida?—No, no hay nadie. Estoy solo. Abran la puerta, por favor...La puerta se abrió de pronto y el doctor pudo entrar. A la luz de las llamas del fuego que ardía en la chimenea reconoció a Henry Beck. Junto

a Henry había dos mujeres negras, Nettie Dunn y su hija Alethea, mirándole con desconfianza. Al fondo de la única habitación de la cabaña,envuelta en una manta de colores llamativos, estaba Kathyanne. La miró el tiempo justo para reconocerla, mientras a largas zancadas se acercóal fuego para, vuelto de espaldas a él, intentar calentarse un poco.

Algunos adornos navideños habían sido colocados sobre las ventanas y un gran ramo de hojas y flores colgaba de un clavo sobre la mesa.Además de la cama, los únicos muebles de la habitación eran varias sillas, dos mecedoras, un ropero y una mesa. Los cuadros colgados en lapared habían sido recortados de anuncios y fotografías en color de revistas ilustradas.

—Buenas noches —dijo el doctor Plowden con amabilidad pasado un momento, mirando uno a uno a todos los que estaban en la habitación,mientras se frotaba las manos junto al fuego—. Hace mucho frío este año. Llevamos una temporada dura detrás de otra. Seguramente mañanaamanecerá el campo nevado. Parece que las estaciones se van retrasando cada año. Eso dicen algunos...

—Sí, señor —respondió Henry nerviosamente. Uno a uno, Henry y las mujeres, se fueron al fondo de la habitación, rehuyendo hacercomentarios sobre el tiempo, desconfiando de las intenciones del doctor, mirándole de reojo en silencio, atentos a sus menores movimientos. Eldoctor Plowden se quitó el gabán y lo tiró encima de una silla cercana.

—Bien... Parece que tú eres la enferma, Kathyanne —dijo sonriente, mirándola por encima de los cristales de sus lentes, mientras ella seencogía aún más en la cama, bajo la manta multicolor.

—Sí, señor, yo soy —respondió Kathyanne, intentando disimular la debilidad que se adivinaba en su voz.La más vieja de las mujeres, acurrucada en un rincón, no había hablado una sola palabra desde que el doctor llegara a la cabaña. El médico

la miró interrogante. Hasta entonces no vio el doctor que junto a los pies de la cama de Kathyanne había una cuna de mimbre con un reciénnacido.

La partera y su hija le miraron con entereza cuando él levantó la vista después de haber examinado durante un rato a la criatura.—¿Qué tenemos aquí? —dijo como si la sorpresa no le hubiese afectado mucho, acercando una silla y sentándose junto a la cunita,

descubriendo luego con mimo la carita del recién nacido—. ¡Caramba, caramba...! —exclamó con su mejor acento de bondad, sonriendo porprimera vez desde que descubriera a la criatura.

Las dos mujeres se arrodillaron junto a la cuna y arroparon de nuevo a la criatura.—¡Pero si es una niña! —dijo el doctor con alegría, mirando luego a Nettie con signos de aprobación profesional—. Veo que la madre ha

estado en buenas manos, Nettie. Lo has hecho todo tan bien como podría haberlo hecho yo mismo. Quizá mejor, quizá... —se agachó paraexaminar a la recién nacida con más detenimiento—. Bien, ya tenemos otra niña en el mundo para equilibrar la balanza —agregó a media voz,como si hablara consigo mismo— Y es muy bonita... Y será más bonita todavía cuando sea mayor... Tiene el color bastante más; claro quemuchos que pasan por blancos, y apuesto algo a que es cuarterona, Nettie. La naturaleza sabe muy bien lo que se hace... Las niñas son siempremás bonitas que sus madres, ya lo sabes. Es una cosa que nunca falla. He traído muchos niños al mundo y les he ido viendo crecer, por eso sé aqué atenerme en esta cuestión. Es que la naturaleza lucha siempre por hacer cada vez mujeres más bellas, y contra la naturaleza no hay quienpueda... Ella va siempre superándose, hacia la perfección, y esta niñita es la cosa más perfecta que he visto en mi vida...

Recogió su instrumental y lo guardó en el maletín. Luego atravesó la habitación de puntillas hasta la puerta trasera. La primera pregunta deKathyanne fue ésta:

—¿Está bien la niña, doctor Plowden? ¡Dígamelo, por favor!—Tan perfecta como un dibujo y tan bonita como una flor. Así es tu hija, Kathyanne. No tengas ninguna preocupación. Tienes una chiquilla

maravillosa. Tú y ella habéis estado en buenas manos. Todavía no he oído decir nunca que Nettie Dunn haya tenido un fracaso como partera.¿Qué tal te encuentras ahora?

—Muy bien.

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El doctor cogió una silla y se sentó. Examinó con calma a Kathyanne y después le acarició las manos paternalmente.—Eres una muchacha muy saludable, Kathyanne, y ahora, madre de una niña preciosa. No tienes nada que temer. Pero has debido

avisarme antes —dijo moviendo la cabeza como si la riñera—, porque habría podido echar una mano a Nettie y a su hija. ¿Por qué no meavisaste antes?

—Porque nosotros no le hemos avisado a usted, doctor Plowden —respondió la muchacha, mirando al médico cara a cara maravillada deque sin haberle llamado hubiese él acudido—. ¿Cómo ha sabido usted lo del parto?

Antes de contestar, el doctor lo pensó muy bien, confundido por cuanto ocurría en todo aquello de Kathyanne. Empezó a comprender lasdudas y vacilaciones de Henry antes de decidirse a abrirle la puerta cuando él llegó sin avisarle nadie.

—Sí, es que he estado de viaje estos días —dijo al fin—. De todos modos, he venido tan pronto como lo he sabido... —calló un rato, con lacara entre las manos, como si meditara sobre la verdad y la mentira de aquello—. Yo no sabía que ibas a tener un hijo, Kathyanne. ¿Por qué nopasaste alguna vez por mi consulta durante el embarazo? ¿Qué tiempo hace que estás casada?

La negrita miró desde el lecho a los demás antes de contestar. Henry estaba en medio de la habitación esperando la respuesta de ella.—No estoy casada, doctor Plowden —dijo Kathyanne bajando mucho la voz.El médico no estaba preparado para oír esta contestación y no pudo reprimir un gesto de sorpresa. Se acercó mucho a la negrita y le

preguntó en voz baja:—¿Quién es el padre, Kathyanne?Kathyanne le miró a los ojos, pero no respondió.—¿Qué tiene que ver este muchacho con todo esto? —preguntó el doctor indicando con un movimiento de cabeza a Henry.—¿Henry Beck? —antes de contestar, la negra miró largamente a Henry —¡No, no es él, doctor Plowden!—No, ya supongo que no es él —contestó el médico—. ¿Quién es el hombre blanco, Kathyanne?Otra vez quedó la pregunta sin respuesta.—Creo recordar que estuviste como sirvienta en casa de los Swaynes hace tiempo —dijo el doctor como si hablara para él solo—. Fue a

principios de primavera, si no recuerdo mal... Fuiste a trabajar allí hace cosa de un año, cuando tu hermano y tú vinisteis a la ciudad.Dejó de hablar cuando vio que las lágrimas brotaban a raudales de los ojos de Kathyanne.—Estoy en lo cierto, ¿verdad, Kathyanne? —dijo el doctor acariciando la mano de la negrita con ternura—. Ya comprendo.Nadie dijo una sola palabra durante mucho tiempo. De pronto el doctor se volvió en su silla y miró a Henry que estaba de pie delante del

fuego.—¿Qué hace aquí Henry Beck, Kathyanne?—Ha venido a ayudar.—¿Sólo a ayudar?—Quiere casarse conmigo.—Ahora... ¿después de esto?La negra asintió con la cabeza.—¿Tú quieres casarte con él?—Sí.—¿Tiene trabajo?—Sí, señor. Trabaja en una finca de míster Tyson Porcher.El doctor estuvo mirando a Kathyanne a los ojos hasta que la vio sonreír.—Está bien —dijo como dando su aprobación—. Necesitas alguien que se cuide de ti, Kathyanne.—Creo que sí, doctor.Mientras hablaba, el médico miraba como distraído hacia los colores chillones de la manta.—Tu hermano ha muerto... Ya lo sé, fue un crimen... Nunca juzgarán a Burgess Tarver, y si lo hacen algún día, traerá testigos falsos que digan

que mató a tu hermano en defensa propia. Tu tía Hazel está en el Hospital. Te has quedado sola... Bueno, sola, excepto tus padres...—Mi madre está muerta, doctor Plowden —dijo ella después de una pausa—. Padre no tuve jamás... Al menos, nunca le vi... —luego miró a

la cuna levantando con esfuerzo la cabeza de la almohada—. Pero esta niña es mía, mía para siempre...—¿Qué nombre vas a ponerle?—Celeste.—Un nombre precioso para una niña —aprobó el doctor—. ¿Qué apellido llevará?Sin mirarle a la cara, Kathyanne contestó a media voz:—No lo sé, doctor Plowden... A menos que...—Ya sé. Creo que sería un matrimonio ideal. Si ambos estáis dispuestos, cásate con Henry Beck. ¿Quiere casarse contigo, de verdad?Ella volvió la cabeza y miró a Henry. El negro no había hablado palabra mientras tanto y les miraba como ausente.—Henry —dijo el doctor de extremo a extremo de la habitación—, ¿qué piensas de esto?El gigante se encorvó desangelado antes de contestar.—No sé qué decir, doctor... Lo único que me preocupa es que ella esté bien ahora.—Está perfectamente, Henry.—Me alegro de ello, me alegro... —sonrió a Kathyanne—. Es la mejor cosa que he podido oír en mi vida.El doctor Plowden se echó hacia atrás en la silla.—Vamos a ver... Ahora faltan unos cinco días para Navidad... Para Año Nuevo debe haber hecho Kathyanne algo que está deseando hacer,

Henry...Henry no apartaba la vista de la cuna.—No sé qué responder sobre eso, doctor Plowden... Nunca me dijo nada Kathyanne sobre... Siempre que venía a verla y le preguntaba si

estaba bien me respondía que sí, y no me dijo jamás una sola palabra sobre su embarazo. Todo este tiempo ha estado ocultándome su secreto,como si yo fuese un extraño. Desde luego, yo siempre he sospechado que ocurría algo raro aquí, pero hasta esta noche no he sabido de qué setrataba. No me ha gustado nunca que me engañen. Ella no ha debido engañarme de esta manera... No, señor...

—Bien, Henry —dijo el doctor intentando borrar el resentimiento del muchacho—, todos sabemos que las muchachas son muy aficionadas aguardar secretos, grandes y pequeños.

Los hombres no pueden esperar que ellas les abran el corazón enteramente. Es condición muy propia de las mujeres. Es así sutemperamento y no pueden ser de otra manera. Forma parte de su carácter, ya lo sabes. Si no fuesen así no serían mujeres. No podrían vivir si no

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tuviesen algún secreto escondido, hijo mío.—De todos modos, ella debió decirme esto hace tiempo... Pero sigo queriéndola tanto como antes, ésa es la verdad.—Tienes corazón, Henry... Cuando a una mujer como Kathyanne le ocurre una cosa así, merece que se la ayude. No la reproches nunca por

esto. Es una buena muchacha. No lo olvides, hijo... Ahora, los dos podéis hacer una buena familia, uno junto al otro... Tendrás que ahorrar algúndinero de aquí en adelante... Es mucha responsabilidad para un hombre fundar una casa... ¿Estás dispuesto, hijo?

El doctor sonreía.El negro suspiró antes de contestar.—Sí, señor, estoy dispuesto... —dudó un momento—. Pero ella debe ser sincera de aquí en adelante conmigo y no guardarme ningún

secreto, sea el que sea. No me gustan las mujeres misteriosas. Quiero que sea compañera mía de todo corazón. Si ella quiere casarse conmigo,que lo diga. Yo sí quiero casarme con ella.

—Entonces creo que está todo hecho, hijo. No tienes más que preguntarle a ella... —Sí, señor —dijo el negro mirando con ternura aKathyanne. El doctor Plowden pudo ver de reojo que Kathyanne estaba mirando con amor a Henry. Con amor y con ansiedad, pendiente de loque el muchacho estaba a punto de decir. Se levantó el doctor y al hacerlo tocó el sobre que llevaba en el bolsillo. Hasta entonces no se habíaacordado para nada de él. Lo sacó y lo puso en las manos de Kathyanne. La negrita miró al doctor con inquietud, y luego, nerviosamente, abrió loque parecía una carta. El flamante billete de cien dólares cayó sobre la manta multicolor.

—¿Qué significa este dinero, doctor Plowden? —preguntó la muchacha, asustada de tener aquel billete en sus manos—. ¿De dónde hasalido... o quién se lo ha dado para que lo traiga a esta casa?

Henry se acercó y abrió mucho los ojos, asombrado también de ver tanto dinero junto.—Es tuyo, Kathyanne —dijo el doctor—. Es un regalo mío para la niña. Con él puedes comprar un equipo de ropas bonitas para Celeste, y

algunas otras cosas... para ti. Tienes que gastar algo en arreglarte, Kathyanne...—No sé por qué me da usted este dinero, doctor Plowden. No he visto en mi vida tanto y menos que fuese mío. ¡Cien dólares!El doctor se volvió a Henry.—Todo es para ti, Kathyanne. Henry no tiene todavía parte en este dinero. Antes de gastarte un centavo deberías ir al Banco y rogarle a

George Swayne que te lo cambie en moneda pequeña. Estoy seguro que le alegrará ver que tienes tanto dinero.Volvió el médico la espalda seguro de que ella le seguía mirando como si no entendiera nada de cuanto sucedía. Estaba seguro también de

que más tarde o más temprano, si no lo había adivinado ya, Kathyanne acabaría por comprender el origen del dinero. Después de calentarse unrato ante el fuego, el doctor se puso su pesado gabán con la ayuda de Henry.

—Debes trabajar mucho ahora —le dijo con amistosa sonrisa— si quieres mantener decentemente a una esposa y a una familia. Todo espoco para mantener una casa hoy día —miró cara a cara al muchacho y le estrechó la mano con fuerza—; pero siendo por Kathyanne, cualquiertrabajo es leve por duro que sea, ¿verdad, Henry?

—Sí, señor, doctor Plowdep —respondió Henry solemnemente—. Yo me ocuparé de ellas... Esté usted seguro de que lo haré.El doctor se acercó a la puerta y esperó unos segundos hasta que Henry la hubo abierto ante él: Por encima del hombro habló a Nettie Dunn

con una última recomendación.—Regresaré esta tarde para ver cómo van la madre y la hija, Nettie. Ten cuidado de todo mientras tanto. No olvides usar agua caliente. Ya lo

sabes. Todo el cuidado es poco en estos casos.—Sí, señor doctor Plowden —prometió la partera—. No olvidaré ningún detallé.Cuando iba a salir miró a Kathyanne y vio que la muchacha levantaba la cabeza de la almohada para despedirle. Los ojos de la negrita

estaban anegados en lágrimas y brillaban con la luz de las llamas del fuego que ardía en la chimenea.—Doctor Plowden...—¿Qué, Kathyanne?—Doctor Plowden... ¡que Dios le bendiga!El doctor no supo cómo pudo sucederle, pero sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y un hondo sentimiento de gratitud le inundaba el

alma. De pronto notó que perdía la visión y tuvo el tiempo justo para sujetarse al marco de la puerta y no caer rodando. Fueron unos minutos deangustia, sostenido sólo por una mano que se agarrotaba sobre la madera, pero en tan poco tiempo le pareció que la Providencia premiaba susacrificio concediéndole el privilegio de volver a vivir sus sesenta años en todos sus detalles.

Había ayudado a millares de mujeres, hombres y niños a lo largo de su vida, salvando a muchos de la muerte, prolongando la existencia deotros, confortando a los desesperanzados y a los tristes, y ahora le parecía que todos aquellos miles de seres estaban en alguna parte rogandopor él. Oía una y otra vez las palabras de Kathyanne. Aquella muchacha mulata, en aquella noche fría de diciembre, en aquel barrio negro ymiserable de Gwinnett Alley le había recompensado, sin ella saberlo, por toda su larga vida de trabajo y de sacrificio en favor de los pobres, delos enfermos y de los menesterosos.

Se sentía satisfecho de su vida pasada. A ciegas se dirigió hacia su automóvil, pero perdió el equilibrio y rodó por el patio...—Doctor Plowden, ¿le ha ocurrido algo? —preguntó Henry con ansiedad corriendo hacia él.—Nada, nada —respondió el doctor haciendo señas al negro para que se volviese—. Estoy bien... Puedo valerme solo...En vez de regresar a casa, Henry quedó en medio del patio escuchando con atención los pasos del doctor, que sonaban como campanadas

en aquella noche fría de invierno. Luego regresó lentamente a la cabaña, tranquilizado. La puerta se cerró tras él con un agudo chirrido de susgoznes. Y en aquel mismo momento, repentinamente, sin una queja, el cuerpo del doctor Plowden, envuelto en su pesado gabán gris, cayófulminado sobre el helado suelo de Gwinnett Alley.

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26/06/2012