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JESÚS BURGALETA DOMINICALES B ppc

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Page 1: Burgaleta, Jesus - Homilias Dominicales Ciclo b

JESÚS BURGALETA

DOMINICALES B

ppc

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JESÚS BURGALETA

HOMILÍAS DOMINICALES

C i c l o B

PROPAGANDA POPULAR CATÓLICA MADRID

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[C] Jesús Burgaleta. tC] Propaganda Popular Católica. Acebo, 54.—Madrid-16. Nihil obstat: Dr. Lamberto de Echeverría. Censor. Iniprimatur: Dr. Constancio Palomo. Vic. Gral. Salamanca, 28 de septiembre de 1972. Pruited in Spain.—Impreso en España. Depósito legal: M. 30.863 -1972. Impreso en Marsiega, S. A. Acebo, 54.—Madrid-16.

A Eduardo Arenillas, pintor sin trampa, creyente y amigo.

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P R O L O G O

En donde se trata de qué sentido pastoral puede tener hoy la ho­milía en la liturgia, dada la situación de reforma de la Iglesia actual.

He aquí un libro de HOMILÍAS DOMINICALES para el Ciclo B. Después de haber pensado, durante cierto tiempo, que ofrecer formularios completos de predicación no era pedagógico, que lo importante es ofrecer pistas y materiales, me he decidido, a pesar de todo, a publicar estas ho­milías.

Las razones que me mueven a ello son varias. La más importante es, aunque suene a contradicción, una razón pedagógica. La homilía es un problema general, de difícil solución, para casi todos los ministros que ce­lebran; porque no se acierta con el método, porque el entroncar el Mensa­je con la vida es una montaña insalvable, por la dualidad que hemos establecido entre el Evangelio y la situación. Este libro pretende ser una modesta aportación práctica, a fin de que se puedan vislumbrar los cami­nos de solución al callejón sin salida de la predicación homilética.

Por otra parte, la celebración homilética de la liturgia actual de la Iglesia, si se hace con honradez, es como una crónica de las situaciones por las que pasan las comunidades cristianas, en su peregrinar por la ciudad humana. ¿Por qué no intentar que este libro sea un sencillo testimonio de la fe y de las preocupaciones que nos acucian? Por lo demás, no es un mero testimonio solitario, sino que estas homilías, en gran parte, son ex­ponente de la conciencia de la fe de una parte de la comunidad a la que pertenezco.

Además, este libro quiere ser una meditación alrededor del misterio de Cristo, tal y como nos lo presenta la Iglesia a lo largo del Año Litúrgi­co, y desde la resonancia que nos produce, como creyentes en el mundo

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'actual. Es la reflexión en voz alta de una Iglesia que se siente interpelada por el Evangelio, que se autocrítica, que intenta realizar un camino de re­forma y que pretende ser útil a la comunidad humana, tratando de predi­carle el Reino de Dios.

Para terminar, quiero decir claramente que estas predicaciones, mu­chas de ellas, han sido predicadas por mí, pero nunca se me ocurriría tomar de nuevo cualquiera de estos formularios y volverlos a predicar. Con ello quiero salir al paso de quienes crean que las homilías de este libro valen para ser predicadas. Son sólo un ejemplo de predicación ho-milética; valen como instrumento de lectura, de estudio o de trabajo. Este libro no se publica con la intención de dar predicaciones hechas. La Pa­labra de Dios en cada lugar y en cada tiempo tiene una resonancia dis­tinta. Respetemos a la Palabra y a la comunidad.

Agradezco de antemano la atención que se me pueda prestar y confío haber hecho un trabajo útil y aportado un servicio fraternal.

Madrid, 26 de julio de 1972.

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ADVIENTO

Page 6: Burgaleta, Jesus - Homilias Dominicales Ciclo b

DOMINGO I DE ADVIENTO

TEMA: LA VIGILANCIA.

FIN: Emplazar a que la comunidad descubra la vigilancia como un quehacer del momento presente en el que vive. Hacer que el objeto de la vigilancia, que está puesto en el futuro, no nos haga despreocuparnos de la situación concreta en que vivimos vigilantes.

DESARROLLO:

1. Partir del deseo de salvación que se manifiesta en la comunidad.

2. Este deseo ardiente de salvación es iluminado por Cristo.

— El Salvador no está a nuestro alcance inmediato. — La salvación que esperamos puede aparecer en cual­

quier momento. — La vigilancia es la actitud y el quehacer de los que

desean eficazmente la salvación.

TEXTO:

1. El deseo de salvación.

La lectura de Isaías nos manifiesta y describe una situación normal del hombre. ¿Quién no se ha encontrado desterrado, sembrado de sole­dad y de contradicciones, enraizado en la fragilidad? Andamos ex t ra ­viados del camino, con el corazón endurecido, marchitados como follaje de otoño, bamboleados por la fuerza del viento como una hoja seca. Somos como un utensilio de arcilla que, de tumbo en tumbo, se ha ido rajando y rompiendo.

En medio de esta situación de exilio en que vivimos, surge de nues-

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tro corazón un grito desgarrado y lleno de esperanza a la vez: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» (Is 63. 19). De esta manera los creyentes reconocemos que la salva­ción nos viene de Dios como una fuerza que nos empuja a salir de esa situación.

Sin embargo, esta plegaria tiene el peligro de hacernos creer que para salvarnos tenemo? que acudir a una fuerza exterior que actúa sobre nuestra propia existencia. Podemos llegar a pedir que se nos arranque de esta situación actual, por medio de una intervención es­pecial, milagrosa, que nos proporciones el gozo de encontrar ya todo hecho y sin esfuerzo. Con esta actitud manifestamos que queremos seguir siendo los eternos menores de edad que esperan recibir todo, sin esfuerzo, de la mano generosa de su Padre . ¿Acaso no estamos esperando muchos de nosotros un Salvador que nos deslinde las fronteras de la luz y las sombras, que nos aplane los inmensos montes de nuestra contra­dicción, de la duda, de la inseguridad?

¿Es éste el Salvador que esperamos? ¿Son cristianas todas estas actitudes?

2. «Lo digo a todos: velada (Me 13, 37).

La actitud ingenua, sostenida a veces hasta con buena voluntad, de esperar que nos lo den todo solucionado, es corregida por Cristo.

a) Ante el deseo de un salvador para todos y de repente, Cristo aleja de nuestra existencia el momento de su venida- «Mirad, vigilad, pues n o sabéis cuándo es el momento» (Me 13, 33). El hecho de que percibamos a Cristo como Salvador es un motivo más de preocupación h u m a n a . «Velad», se nos dice, pues no sabemos cuándo vendrá aquel que nos ha d e salvar: si por la tarde, a media noche o al amanecer. Cristo nos deja desprovistos del recurso a una fácil salvación y nos enfrenta a nues t ro propio destino.

b) La fe en la salvación se traduce en la actitud cristiana de la vigilancia. L a salvación es algo que está aún por venir; pero hay que andar vigilantes porque también está ya presente. En cada vuelta de la esquina podemos encontrarnos con una sorpresa, cada momento es t iempo oportuno, toda hora está preñada de epifanía, de revelación del poder salvador de Dios. «Velad»; estemos atentos para detectar los movimientos del Espíritu de Dios en nuestro espíritu.

c) De a h í que la vigilancia cristiana sea un quehacer, una tarea; no es una t a r e a estática mirando hacia un horizonte perdido sobre el que s e asomará una gran luz. Cristo desplaza la vigilancia del futuro al presente . E l l a es una mirada a lo inmediato, una atención al segundo que palpita, u n tomar el pulso a la realidad. De esta manera huimos del ideal ismo y de la utopía. El vigilante auténtico no es aquel que

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sentado en la calle espera que pase el rico para recibir la limosna de un rocío destilado del cielo. El creyente es aquel que es capaz de encontrar en la piedra reseca de la Historia el rocío de la salvación ofrecida por Dios.

La vigilancia del hombre sensato consiste en cumplir la tarea que nos ha encomendado el Salvador en quien creemos. Conforme lo va ­mos realizando, nos vamos salvando. Es un quehacer urgente: hay poco tiempo. No se puede dormir, ni andar despistados. ¿Cómo pode­mos permitir ya que todo en la vida nos siga sorprendiendo? Nuestra vigilancia debe inspirarse en la de aquel siervo que trabajó tanto que fue capaz de doblar los valores que le había concedido su Señor (Mt 24, 24-30).

«Sales al encuentro de quien practica la justicia y se acuerda de tus caminos» (Is 64, 4).

Cristo pretende, pues, desorientarnos de una falsa espera, y nos centra en el hoy, realizado con fe; su vida está centrada en la obedien­cia de Dios, cuya Palabra le marca el camino de su vida. En el reco­rrido de este camino El va consiguiendo la salvación. De tal manera que cuando llega la hora decisiva de la salvación, no le pilla despre­venido. A Cristo no le sorprende ni la muerte ni la resurrección.

Celebramos en esta Eucaristía la salvación de Cristo, que siendo don de Dios, sin embargo, El mismo trabajó para conseguirla y reali­zarla. Quienes celebramos esta acción salvadora, veamos si antes hemos alcanzado esta salvación por la vigilancia operante de la vida.

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DOMINGO II DE ADVIENTO

TEMA: ACTITUD ANTE LO NUEVO.

FIN: Tratar de llegar a discernir la actitud de la comunidad ante lo nuevo, desenmascarando la superficialidad y el sno­bismo.

DESARROLLO:

1. El Adviento, tiempo de anuncio de lo nuevo. 2. Lo nuevo, una característica de nuestro tiempo. 3. Análisis de nuestra actitud ante lo nuevo.

TEXTO:

1. El Adviento, tiempo de anuncio de lo nuevo.

El Adviento es un tiempo que dispone al espíritu humano a lo nue­vo, a recibir la novedad evangélica. Es tiempo de expectativa ante lo que va a nacer, ante el alumbramiento de un desarrollo, de un resurgir del pueblo, de un alzar la cabeza. Es tiempo que hace presente lo pe­rennemente nuevo; esa primavera ininterrumpida que proporciona al olmo viejo de la sociedad una savia nueva, unas hojas reverdecidas

Toda la liturgia de hoy está llena de pregones de anuncios, de no­ticias inesperadas y nuevas. «Súbete a lo alto de un monte, heraldo de Sión, alza con fuerza la voz..., di a las ciudades de Judá...: Mirad, el Señor llega con fuerza» (Is 40, 9-10) «En el año 15 del reinado del em­perador Tiberio... vino la Palabra de Dios sobre Juan en el desierto» (Le 3, 1-2). En medio de una ciudad constituida y convencional surgió lo nuevo, la Palabra. Juan, un joven sin estructuras encima, predica una movilización general, una conversión radical, la purificación de lo viejo, caduco y carcomido. «Una vez grita en el desierto: preparadle el camino.. , predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonase los pecados» (Me 1, 3-4).

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2. Lo nuevo, una característica de nuestro tiempo.

Muchas cosas nuevas, ideas, actitudes, acontecimientos, movimien­tos, surgen entre nosotros. Una generación nueva nos pisa ya los ta­lones, un espíritu crítico e inconformista todo lo pone en cuestión, unas tomas de posición serias abogan por reformas de gran envergadura. A nuestro lado salta constantemente lo nuevo, lo original, lo que surge del origen o de la fuente de toda energía, con valores evangélicos in-ncgabTes.

En cada momento nos acecha una esperanza nueva, somos interpe­lados por una llamada insólita, se nos invita a dar un paso hacia el fu­turo, a progresar sin miedo, a profundizar en una visión o comporta­miento recién intuidos, a asimilar conscientemente los nuevos cambios de la sociedad. Lo «nuevo evangélico» nos impulsa a mirar hacia ade­lante, a allanar los escollos del camino mal trazado, a ampliar las me­tas, a realizar una honda conversión, a ponernos al día en todos los aspectos: desde la transformación personal hasta el nuevo comporta­miento social y religioso.

No vamos a describir ni a enumerar todo lo nuevo que se está dando a nuestro alrededor. Hoy intentamos revisar nuestra actitud ante lo nuevo, ante aquello que supone para nosotros una llamada al progreso, a la transformación personal, al alumbramiento, construcción y des­arrollo del mundo tal y como Dios lo piensa. «¿Esperamos un cielo nue­vo y una tierra nueva, en que habite la justicia?» (II Ped 3, 13).

3. Análisis de nuestra actitud ante lo nuevo.

¿Somos realmente una comunidad nueva, evangélica? ¿O acaso nos conformamos con una reforma superficial de la Iglesia? La propaganda actual ha lanzado un «slogan» cifrado en «lo nuevo» y «lo joven». Anda por ahí un espíritu frivolo, novedoso, que confunde lo nuevo con la moda, que busca un progresismo por encima de todo, cuyo único cri­terio es no quedarse atrás, estar al día. ¿Es así nuestra comunidad? ¿Cuántos de nosotros no estamos arrastrados por esta corriente de su­perficialidad? Pregutémonos seriamente. Preguntémonos si hemos es­cuchado de verdad la novedad evangélica y, para no engañarnos en la respuesta, revisemos a la vez nuestra vida y estilo. ¿Somos justos? ¿Devolvemos el dinero que nos sobra y que no nos pertenece? ¿Hemos optado eficazmente por la causa de los pobres, de los que están oprimi­dos y carentes de libertad7 ¿Cómo es nuestro tren de vida? Hagamos un repaso de lo que gastamos en vestir a la última moda. Pensemos en el modo tan despersonalizante cómo nos dejamos envolver por la carcomida sociedad de consumo, sobre todo, ahora, de cara a las na­vidades.

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Y, ¿del compromiso con nuestro tiempo? ¿De verdad somos una comunidad abierta a lo nuevo, a los signos de la acción de Dios en nuestra historia? ¿Somos capaces de correr riesgos? En no pocas oca­siones tenemos la típica reacción de las sociedades viejas: el conserva­durismo. Nosotros también, en muchas ocasiones, nos vestimos de luto y de aflicción, como Jerusalén, no entendemos lo nuevo, ahogamos el evangelio, llevamos a enterrar como la viuda de Naim, todos esos bro­tes generosos que nacen en nosotros, como hijos llenos de vigor.

Es que no nos hemos convertido aún. No hemos escuchado esa «predicación de un bautismo de conversión para el perdón de los pe­cados». Por eso, no podemos retoñar con un empuje nuevo. Permitimos que el aliento de nuestra vida quede estrangulado por el raquitismo de nuestro mundo interior y por el ambiente cultural, económico, so­cial y político que nos rodea.

Pero sigamos adelante. ¿Hay algo en nuestra comunidad que sea nuclearmente nuevo? ¿Acaso no vivimos en la superficialidad? Descu­bramos nuestras mentiras. ¿A qué es debido el que asimilemos tan rá­pidamente lo «nuevo superficial» y seamos tan impermeables a lo pro­fundo? Es que somos aún una ciudad amurallada, que se defiende ante las incursiones de lo nuevo, que lucha contra la Palabra que nos llega del desierto; Palabra clara, sin contaminaciones, purificadora.

No olvidemos nada en nuestra revisión. Si, por ejemplo, no hubiera en estas celebraciones ninguna novedad litúrgica, si desaparecieran los cantos y las guitarras, si todo se desarrollara con la máxima sen­cillez y austeridad, si cambiáramos de estilo, ¿qué aparecería de origi­nal en nosotros, qué es lo que llamaría la atención, cuál sería nuestro anuncio evangélico? ¿Hay aquí, entre nosotros, algo más que un digno y cuidado folklore? Os habréis podido dar cuenta cómo este templo cada vez se hace más pequeño para recibiros a todos. Crecemos en nú­mero; pero, ¿crecemos también en calidad, en asimilación de lo nuevo evangélico, en testimonio de la Palabra, en un compromiso eficaz en la transformación de la sociedad?

Esta revisión nos ayudará a caminar, si tenemos las mismas actitudes de María, la figura más destacada del Adviento. Ella, en la humildad y la apertura, concibió lo nuevo y dio a luz el Evangelio.

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DOMINGO III DE ADVIENTO

TEMA: LA ALEGRÍA COMPARTIDA Y AL COMPARTIR

FIN: Esta homilía trata de hacer encontrar la fuente de la ale­gría auténtica, frente a tanta alegría falsa.

DESARROLO: *

1. Falsas experiencias de alegría.

2. ¿Es posible la alegría? Sí, a condición:

— De que se arriesgue algo para vivir.

— De que el hombre sea capaz de compartir su vida.

TEXTO:

No hay situación más ridicula que una carcajada a destiempo o una alegría sin razón: un disco de risa molesta. La alegría, el gozo, la felicidad son palabras maltratadas por el furor de la propaganda: la alegría de las fiestas, de la Nochevieja, la felicidad de la Navidad... Toda la sociedad está empeñada, nosotros también, en una alocada y vacía carrera hacia la alegría.

¿Puede resistir nuestra alegría una revisión profunda? ¿Por qué nace en nosotros la alegría? ¿Tenemos motivos para estar alegres? A veces buscamos la alegría en el placer, la pasión o los sueños. La ex­periencia ha fraguado el axioma de que después de todo esto «el hom­bre queda triste». Confundimos la alegría con la satisfación de peque­ñas necesidades, con la evasión y la diversión.

Sin embargo, no es fácil llegar a la fuente de la alegría. Quizá no hemos tenido nunca una experiencia de ella. Si alguna vez hemos lie-gado a vivirla, es difícil explicarla, describirla, porque pertenece a los repliegues más íntimos de nuestra persona.

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¿Es posible la alegría? Sabemos que es una de las características de los tiempos mesiánicos: «Desbordo de gozo... y me alegro con mi Dios» (Is 61, 10).

«Alégrate y goza, Jerusalén» (Sof 2, 14). «Estad siempre alegres» (I Tes 5, 16). La cercanía de la salvación mesiánica hace decir al Ángel: «alégrate, llena de gracia» (Le 1, 28). «Os anuncio una gran alegría» (Luc 2, 10).

1. La alegría es hoy posible en el corazón del hombre, pero surge cuando se arriesga algo en la lucha por la vida.

La alegría no nace sólo cuando satisfacemos las necesidades pri­marias o las que nos vamos creando. Este es un tipo de alegría, pero superficial.

Nos damos cuenta, por ejemplo, de que muchos de nosotros vivimos satisfechos, pero no vivimos alegres. Nuestra misma comunidad puede sentirse satisfecha en bastantes aspectos, pero estamos tristes. Ante las situaciones tensas como las actuales tenemos miedo, no nos compro­metemos, no arriesgamos nada, estamos a la expectativa. Nos contenta­mos y justificamos con una mera actitud crítica, pero permanecemos inactivos, aguardando venir los acontecimientos.

Esta falta de riesgo, la inhibición, nos crea un complejo de culpabi­lidad y de frustración enormes. Por ello estamos tristes y no encontra­mos la alegría. Hemos optado por la pasividad, actitud que ronda la parálisis y la muerte .

La alegría surge en la actividad con sentido, en la vida, en la acep­tación de las tensiones, en la capacidad para correr un riesgo, en el coraje y empuje para las decisiones comprometidas. «No temerás, el Señor está j u n t o a ti como u n guerrero que salva» (Sof 3, 17). Sin la lucha y el r iesgo que suponen todo esfuerzo de superación, de apertura hacia lo nuevo , de conquista, no h a y alegría.

La alegría , como la vida y el amor, anidan desconceríantemente junto al dolor , el esfuerzo, el alumbramiento (Jo 16, 21). Encontramos la alegría cuando optamos por la vida por encima del brazo, del ojo, de los negocios, del simple provecho personal y aun de la libertad fí­sica. Es el significado de la e x t r a ñ a palabra de las bienaventuranzas: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan toda clase de mal cont ra vosotros por mi causa. Alegraros y regocijaros por­que vuestra recompensa será grande» (Mt 5, 11-12). «Lloraréis, dice Jesús a los discípulos, estaréis tristes, pero vuestra tristeza se conver­tirá en gozo» (Jo 16,20). Y así se cumple en la vida de los cristianos, según el tes t imonio de los Hechos d e los Apóstoles: «marcharon alegres de la p r e s e n c i a del Sanedrín, por haber sido considerados dignos de sufrir u l t r a j e s» (Act 5, 41; Gal 6, 14-15; Col 1, 24; Fil 2, 17; Sat 1, 2).

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La alegría se experimenta allí donde la vida vence a la muerte , don­de el gozo supera la congoja y la tristeza. Es el gozo pascual que sólo sobreviene cuando uno se decide a pasar por la noche oscura de la desesperanza, cuando algo se ha arriesgado de verdad en el juego de la vida, cuando se hace desaparecer la escoria de lo viejo y surge lo nue­vo, el día lleno de luz, la Creación regenerada. Hay alegría cuando la Cruz se nimba de símbolos de vida y de victoria.

La alegría corre pareja con el profundo misterio de la existencia hu­mana. Pero, ¿qué arriesgo yo hoy, en estas circunstancias concretas? En esta pregunta está la clave de nuestra tristeza.

2. La alegría sólo es posible, además, cuando la vida se comparte con oíros; éste es, por otra parte, el riesgo fundamental, el reto de la existencia.

El espíritu de la alegría mesiánica surge cuando se ha cumplido la misión de la vida: «me ha enviado para dar la nueva noticia a los que sufren, para vendar los corazones ¿esgarrados, para proclamar la am­nistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad» (Is 61, 1). Cuan­do a Juan le preguntan, ¿qué hay que hacer para alcanzar la alegría mesiánica?, responde que, hay que compartir lo que se tiene como pro­pio: «el que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene, y el que tenga comida haga lo mismo» (Le 3, 11). El que tenga libertad que la exponga por el que no la tiene. La palabra clave es «compar­tir» las situaciones del pueblo, la opresión de la injusticia, «no exijáis más de lo establecido» (Le 3, 13). Compartir es lo contrario de domi­nar, violentar, coartar.

La alegría no nace del poseer, sino al dar, al entregarse. Ya dice una sentencia de Jesús: «Es mejor dar que recibir». La alegría surge cuando el Reino se realiza mediante el encuentro fraternal de las personas por el amor. «Como mi Padre me amó, yo también os he amado a vosotros, permaneced en mi amor. Este es mi Mandamiento. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestra alegría sea colmada» (Jo 15, 11). La alegría nace por la comunión fraternal de unos con otros (Hech 10, 34).

Pero, ¿compartimos algo con los demás? ¿Permitimos que los de­más compartan con nosotros?

Aceptemos hoy el juicio del Espíritu y su llamada a la conversión para que con su soplo podamos separar el trigo de la paja. El que acep­ta este juicio del Espíritu llega a conformarse con Jesucristo. La vida de Cristo, su Cuerpo, arriesgado hasta la muerte por amor, es como

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un Pan roto, compartido; un Pan que alimenta, que engendra la ale­gría de la vida. El Cuerpo de Cristo compartido hace surgir el cuerpo de la comunidad, Cuerpo de Cristo también. ¿Podemos decir hoy noso­tros, como el Salmo 132: «Ved, qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos»? Cuando se comparte algo de verdad se puede cele­brar la acción de gracias, cuyo ambiente más genuino es la alegría y el júbilo.

DOMINGO IV DE ADVIENTO

TEMA: EL PORVENIR DEL PUEBLO.

FIN: Hacer una reflexión cristiana sobre el futuro de nuestro pueblo, tratando de superar la actitud de esperar las solu­ciones de los problemas por los líderes, olvidando que la base del futuro está en la conciencia y maduración del pueblo.

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DESARROLLO:

1. Situación de un pueblo lanzado bacia el futuro, bajo el signo de la sucesión.

2. La esperanza de David y Natán 3. Las perspectivas de un Salvador, enraizado en el pueblo. 4. Lecciones del universalismo de la fe.

TEXTO:

1. Situación de un pueblo.

El Adviento es un tiempo que alienta la esperanza y evoca nuestras esperas más inmediatas: personales, sociales y políticas. Por ello, es una ocasión única en el año para analizar nuestras esperas y esperan­zas, en tanto que miembros de un pueblo concreto que camina en la historia.

Si algún pueblo está lanzado hacia el futuro, al menos como «slo­gan», es el nuestro. En muchas gentes anida una esperanza grande, in­genua a veces, en lo por venir. En ciertas capas de la sociedad se des­cubre por otro lado, una fuerte crítica por lo que se vive y hasta por lo que se espera. Esta espera colectiva, en unos desbordante y super­ficial y en otros reducida a desconfiada expectación, viene envuelta para casi todos con un sentimiento de miedo y de zozobra, de inquie­tud e inseguridad. El futuro es una incógnita amenazante. Hoy nues-

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t ro pueblo está abocado constitucionalmente al futuro, bajo el signo de la sucesión monárquica.

Al abordar este tema quiero hacer constancia de que lo toco bajo un punto de vista cristiano. Por tanto, me coloco más allá de la política y no pretendo «hacer política», aunque el anuncio del Evangelio es siempre ineludiblemente político. Esta reflexión está encaminada a los que estamos aquí reunidos y solamente intenta i luminar nuestras ac­titudes cristianas, ante este hecho importante, en nuestra condición de ciudadanos creyentes.

Nos preguntamos, ¿es una evasión el modo como nosotros esperamos el futuro de nuestro pueblo? ¿Cómo podemos beber de la misma Pa­labra deDios una actitud cristiana y verdadera? ¿Cómo podemos afron­ta r el futuro con responsabilidad?

2. La esperanza de David y Natán.

— Una situación: La profecía de Natán es muy aleccionadora. Res­ponde a una inquietud y esperanza de David: el porvenir de lo que él había conseguido, lo cual dependía del futuro de la dinastía y del pueblo.

David tiene u n gran miedo—como hoy nosotros—porque su reino —como nuestro país—es un conjunto de piezas frágilmente unidas. Israel no es una unidad uniformada: por un lado está el reino del Norte y, por otro, el del Sur; en su seno se enfrentan el partido del rey y el de la oposición. Las semejanzas no hay que inventarlas: pueblos m u y diversos como el castellano, el vasco, el gallego, el catalán.. . pueblan nuestra geografía. En medio de estas tensiones, David anda seriamente preocupado: ¿subsistirá todo esto después de su muerte?

El rey piensa e n su sucesor. Pero, ¿será ayudado por Dios como él lo ha sido? ¿Concurrirán en el reino de su sucesor las mismas circuns­tancias propicias que le ayudaron a él? ¿Se repetirá después de él el fracaso estrepitoso que sucedió a Saúl?

— Una voz aquietante: Pa ra calmar las dudas del rey se levanta la voz de u n profe ta Natán. Este es un profeta cortesano, inscrito en las listas de los q u e sirven al rey. Su oráculo busca agradar al rey y aplacar sus inquietudes. David no ha de temer el futuro, Dios man ten ­drá la unidad del pueblo y le dará sucesores firmes que consolidarán su obra. La h i s tor ia se encargará de demostrar la banalidad de estas palabras que, sin embargo, serán aprovechadas por los teólogos poste­riores para dar les iin sentido mesiánico.

Nos p regun tamos : ¿Son autént icas las esperas de David y de Natán? ¿No ponen demasiada esperanza en una persona determinada? ¿Pode­mos tener c r i t e r ios cristianos p a r a cifrar nuestras esperanzas en algo más real y es tab le?

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El Evangelio de hoy nos ayuda a reflexionar y a descubrir que, por don de Dios, la gracia está en el pueblo y la esperanza h a y que cifrarla en la maduración de este pueblo y en sus obras, en los hijos del pueblo.

3. Un Salvador enraizado en el pueblo.

El Evangelio que hemos escuchado (Le 1, 26-38), t iene la preocupa­ción de hacer descender a Jesús de David. Según algunos intérpretes de la Escritura, por medio de este artificio literario, los t res primeros evangelios pretenden demostrar a los judíos que Jesús es el Mesías pues en El se han cumplido las profecías del Antiguo Testamento. Al Mesías se le esperaba como hijo de David y de esta manera es presentado Jesús. Pero en el Evangelio de hoy hay una lección más profunda.

— La esperanza de llegar a alcanzar un futuro cuajado de realidad no puede reducirse a esperar en la gestión de una sola persona, sino en la educación, maduración y participación del pueblo. María, cuya figura ocupa el centro de este Evangelio, es para el Nuevo Tes­tamento la heredera de un símbolo del Antiguo: «el resto» o el pueblo de los creyentes y de los que esperan. Este resto fiel es comparado con una mujer, la Hija de Sión, que por la acción de Dios da a luz un pue­blo nuevo (Sof 3, 14-17; Zac 9, 9; Miq 4, 10; Is 62, 11). A María, perso­nificación de este pueblo nuevo, llama el Evangelio «llena de gracia», llena de promesa de futuro. Este pueblo de creyentes, adulto, es el des­cendiente de una dinastía instaurada por Dios en el mundo y que du­rará para siempre. Siguiendo sus huellas, de servicio y de justicia, po­demos tener la garantía de una convivencia respetuosa. Este estilo de pueblo, es «el pueblo bendito entre todos los pueblos».

— Este pueblo, realizado según el plan de Dios, lleno de gracia y bendito por la Palabra, da su fruto, alumbra su salvación, camina ha­cia la realización de la promesa. A la manera que a los creyentes se les llama el pueblo de Abraham, igualmente se les puede considerar des­cendientes de David. El Mesías nace del pueblo, de María, lleno de gra­cia, esforzado, madurado en el sufrimiento, con conciencia de sí mis­mo y de su destino. Jesús es un hombre nacido en el pueblo, en Naza-ret. Esto escandaliza a sus contemporáneos, que esperaban un salvador fuera del pueblo (Jo 1, 46; 7, 41-42). Jesús no tiene otra dinastía que la de María, ese pueblo de creyentes culminado en ella por la gracia de Dios. Jesús no nace de una estirpe aparte, sino de las mismas en­trañas de l a humanidad y de Dios mismo. Esto nos obliga a dejar de poner nuestras esperanzas en las altas, lejanas y separadas superes­tructuras, que se aplican a sí mismas el título de Salvadoras, para vol­ver nuestros ojos a lo fundamental, al pueblo, fuente de toda garantía y de paz justa.

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4. Lecciones del universalismo de la fe.

La Palabra nos ayuda a descubrir el camino para superar la eva­sión de David y de Natán. De la expresión: «Rey, por la gracia de Dios», hemos de pasar al descubrimiento realista que nos sugiere el Evangelio: «pueblo lleno de gracia de Dios» tal y como se ha manifes­tado en María y en Jesús.

Según la carta a los Romanos, la salvación nos ha sido ofrecida a todos, es universal. No se les ha ofrecido a unos pocos, a las cabezas de los pueblos—emperadores, presidentes, reyes, generales, Papas...—; la salvación tampoco ha sido dada en exclusiva a un solo pueblo, Israel, para que luego la dé él a los demás; es universal, no pertenece a las oligarquías, ni a las jerarquías, proclives a considerarse padres del pue­blo. La salvación ha sido dada a todos, a los paganos también. El fun­damento de la esperanza de un pueblo debe reposar en la responsa­bilidad y madurez del mismo pueblo.

La acción de Dios tiende a esta promoción de todos. De tal manera que, tanto en la sociedad civil, como en el seno de la misma Iglesia, el foco de todo fracaso desintegrador está en la inmadurez del pueblo.

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NAVIDAD

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FIESTA DE LA NAVIDAD

TEMA: LA PALABRA ENCARNADA

FIN: Que la comunidad descubra lo que quiere expresar cuan­do se refiere a la Palabra de Dios.

DESARROLLO: „_

1. Dios ha hablado. 2. Pero, ¿Dios habla realmente? 3. ¿Qué es la Palabra de Dios? 4. Cristo, Palabra de Dios encarnada.

TEXTO:

A la manifestación de la Palabra de Dios en la historia, en Jesús de Nazaret, la tradición cristiana llama Navidad.

La Navidad no celebra el mero nacimiento de Jesús, sino que tra­ta de contemplar el misterio que en ese nacimiento se encierra: en él se produce la epifanía definitiva de la Palabra de Dios en la historia.

1. Dios ha hablado.

Este es un hecho incontestable para los creyentes. La experiencia fundamental de la fe se funda sobre esta percepción de la Palabra de Dios. La Biblia es el documento que da fe de esta ininterrumpida vi­vencia de los creyentes. Dios habla: «En distintas ocasiones y de mu­chas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los pro­fetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Hebr 1, 1).

La Palabra de Dios ha sido percibida como una revelación del plan de Dios sobre el hombre y el mundo. Dios se ha manifestado y comu-

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nicado al hombre con una intención salvadora: cuando El se comunica, el hombre y el mundo quedan explicados y colmados de sentido.

Por otra parte, la Palabra de Dios no es percibida solamente como un esclarecimiento de la situación, sino que es, a la vez, una acción po­derosa. La Palabra de Dios es una obra que realiza la salvación; es un designio que produce efecto. Revelada en la historia, la misma Pala­bra hace la historia. El acontecer de los hombres está jalonado de las intervenciones de Dios. Esta intervención tiene la categoría de Pala­bra; ella es acontecimiento.

2. Pero, ¿es que Dios habla realmente? ¿Acaso Dios no está más allá de la Palabra?

No son vanas estas preguntas, si es que queremos llegar honrada­mente a una escucha auténtica de la Palabra de Dios. En muchos de nosotros, el modo como pensamos que Dios habla, puede ser un signo más de los esquemas infantiles con los que aún seguimos pensando en Dios. ¿Habla Dios? ¿Tenemos nosotros experiencia de que Dios nos haya hablado? ¿Es suficiente el escuchar la lectura de la Palabra de Dios en la Liturgia, para poder afirmar que Dios nos habla?

Cuando decimos que Dios pronuncia palabras, o nos referimos a la Palabra de Dios, nos estamos sirviendo de un antropomorfismo. Aplica­mos a Dios el modo como nosotros nos comunicamos con los demás: la palabra. Pero Dios no tiene ni boca, ni sonidos, ni necesita de nuestros mecanismos para hablar con nosotros. No podemos pensar la Pala­bra de Dios como pensamos nuestra palabra. En concreto, la Palabra existe en Dios aun antes de que se pronuncie en el mundo o de que la perciban los hombres: «En el principio existía la Palabra» (Jo 1, 1). La Palabra es una capacidad que Dios tiene para comunicarse en el seno de su propia vida: «la Palabra en el principio estaba junto a Dios» (Jo 1, 2) y de entregarse al mundo por un poder creador. Gracias a la capacidad que Dios tiene de salir de Sí mismo por el impulso del amor, el mundo existe.

3. ¿Qué es la Palabra de Dios? ¿Qué pretendemos expresar cuando afirmamos que Dios habla o que hemos escuchado la Palabra de Dios?

Por la Palabra de Dios queremos significar la comunicación que Dios hace al mundo y al hombre. Esta comunicación la entendemos como personal y salvadora. Por medio de la Palabra expresamos la ac­ción por l aque Dios nos comunica su propia vida íntima, entra en re­lación con nosotros y nos proporciona la oportunidad de que entremos

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en comunión con El. Esta cormmicación de Dios, llamada Palabra, es percibida por el hombre como la presencia operante de Alguien que nos ama, que nos acepta, que sale a nuestro encuentro. Esto el creyen­te lo descubre, no por el esfuerzo de su imaginación, sino porque real­mente Dios se le comunica, aun antes de que lo haya experimentado.

Esta comunicación de Dios es captada como una Palabra que nos ilumina: «La Palabra... era luz de los hombres... que brilla en la tiniebla» (Jo 1, 4-5). Es, a la vez, una Palabra salvadora, llena de vida: «En la Palabra había vida» (Jo 1, 4) y de poder: «a cuantos la recibie­ron, les da poder para ser Hijos de Dios» (Jo 1.12).

4. Cristo, Palabra de Dios encarnada.

La comunicación de Dios al hombre ha tenido un punto culminante en Jesús de Nazaret. En El, definitivamente, todo cuanto Dios es, se nos ha comunicado y, consiguiente, se ha manifestado todo el plan que el mismo Dios tiene sobre el hombre y el mundo. Cristo ha sido para la humanidad aquel Mensajero, que «habiendo visto cara a cara al Señor, nos ha traído la Buena Nueva», el evangelio definitivo (Is 52, 7-8).

Jesús es la comunicación de Dios definitivamente encarnada en la historia. En El lo que estaba oculto ha aparecido, se ha manifestado. Todo cuanto Dios es como Palabra infinitamente generosa y fecunda, el Hijo, está presente en Jesús, por la decisión salvadora del mismo Dios.

Jesús es la Palabra encarnada, no sólo porque en El está presente la misma Palabra de Dios, sino también porque en su vida, por la obe­diencia, se ha ido realizando como hombre según el mismo plan de Dios. La Palabra de Dios se ha comprometido con El de tal manera, que por su vida ha dejado marcado el único camino que tiene el hombre para lo­grarse en el mundo. En El la Palabra se hizo carne y el hombre Hijo de Dios.

Desde que Cristo ha vivido en el mundo se nos ha manifestado un hecho: Dios se nos sigue comunicando hoy, no retira nunca su Palabra salvadora, que ha sellado con alianza eterna. Por Cristo sabemos que «la Palabra acampó entre nosotros» (Jo 1, 14) y que sigue comunicán­dosenos sin interrupción. El Sacramento de esta encarnación de la Pa­labra en la historia es la Eucaristía; Sacramento en que la Palabra se hace de nuevo carne que alimenta y bebida que apaga la sed.

¿Tenemos experiencia de esta comunicación de Dios? ¿Hemos es­cuchado alguna vez esta Palabra viva? Cada vez que somos capaces de oírla y de decir: «He aquí la esclava del Señor» (Le 1.38) se celebra la Navidad.

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DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

TEMA: LA FAMILIA

FIN: Reflexión sobre las tensiones planteadas en el seno de las familias y descubrimiento de sus causas.

DESARROLLO:

1. Actitud de Jesús ante su familia. 2. Actitudes cristianas en la familia.

TEXTO:

Si la sociedad está sufriendo u n fuerte cambio y desajustes, es nor­mal que esta situación se refleje en la familia. La familia actual está en crisis. Además de los cambios sociológicos y económicos de la época, la situación familiar está agravada por los profundos proble­mas sicológicos que, como tupidas redes, nos envuelven a padres e hijos. Sin pretender tocar todos los problemas de la familia, ni si­quiera uno en profundidad, vamos a t ra tar de leer a la luz de la Palabra de Dios las tensiones reales que hoy padece la institución de la familia.

1. Actitud de Jesús ante su familia: madurez.

Una vez celebrado el nacimiento de Cristo del seno de la Virgen, hoy celebramos su nacimiento, su salida, del seno protector de la fa­milia. El Evangelio de hoy nos describe un acto de autoafirmación del Jesús adolescente ante su familia.

Jesús en e s t e momento h a comenzado el proceso de su nacimiento como hombre responsable en el mundo, ha salido del seno de su fa-

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milia, comienza a afirmarse como una persona distinta del grupo, que vale por sí mismo, aun sin el apoyo de la familia y sin su apellido.

— Esta actitud de Jesús no es comprendida por sus padres: es como si le hubieran perdido. El ha tomado esta decisión sin consul­tarles. Se ha despegado de ellos. El dolor de los suyos, durante tres días y noches, no se puede describir. Los padres de Jesús se quejan: «¿Por qué nos has tratado así? Te buscábamos angustiados» (Le 2, 41 -52). Es muy difícil que los padres comprendan la decisión de sus hijos cuando éstos deciden caminar con independencia.

— Esta decisión de un hijo es buena, cuando se hace con madurez; como es bueno el nacimiento cuando se han cumplido los nueve meses de gestación. Jesús ha tomado esta decisión «porque debía ocuparse de las cosas de su Padre», es decir, había descubierto cuál era su camino, porque sentía la llamada a salir a la intemperie, a desarro­llarse como persona responsable. Cuando Jesús de Nazaret cae en la cuenta de esto, no teme dejar los brazos protectores del padre, que le mantiene, ni el caliente regazo de su madre. Rompe las ligaduras y sale fuera, nace de nuevo, entra en el templo del mundo y llena de admiración a todos por su actitud y madurez.

2. Actitudes cristianas en la familia.

En la vida de Jesús todo se realiza en medio de un gran equilibrio, pero no sin tensiones. En nosotros todo acontece de un modo mucho más torpe. Por eso las dos primeras lecturas de esta liturgia son una exhortación tanto a los hijos como a los padres.

— Exhortación a los hijos: la lectura del Eclesiástico (3, 3-7. 14-17) está llena de sabiduría. Honrar al padre y a la madre quiere de­cir que el hijo no debe romper, a pesar de independizarse, con el mundo de sus antepasados. El poder poseer la vida personal es un don que debemos a u n acto de generosidad de los nuestros; el hombre, así como no puede borrar el acto de su generación a la vida, tam­poco puede romper totalmente con la generación que le ha precedido: ha de aceptarla como una mediación fructuosa, un puente entre el pasado y el futuro. No podemos empezar todo de nuevo y de raíz; como si maldijéramos todo lo anterior, aunque hay que regenerarlo todo, para hacer surgir una nueva generación. La independencia per­sonal no excluye el respeto y agradecimiento al pasado, como el hecho de nacer no exige la muerte de los padres y como un estilo nuevo no obliga a quemar las expresiones anteriores. Por el pasado, aspira­mos hoy al futuro; gracias a lo antiguo, deseamos alcanzar lo nuevo. Bienaventurado el que teme al Señor y anda por su camino, sin borrar la senda que otros han trazado.

— Exhortación a los padres: la Palabra de Dios habla hoy tam-

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bien a los padres. Todos los problemas no tienen su origen en la rebelión de los hijos. José y María son modelo del paso que hay que realizar de la incomprensión a la comprensión. Los padres, cuando no entienden, han de esforzarse por «guardar en su corazón». El ideal sería que los padres fueran capaces de aceptar con gozo ese nuevo nacimiento. Los padres han de caer en la cuenta de que los hijos que han engendrado tienen también ojos como ellos, y que contemplan el mundo y que tienen también inteligencia para interpretar lo que ven; interpretación que no tiene por qué coincidir con la propia. Los padres han dado también a sus hijos la palabra, pero para que puedan hablar; a veces los hijos son mudos en su casa, porque el diálogo se hace imposible, a no ser que todos piensen de la misma manera.

Por otra parte, ser padres no es nada fácil y necesitan para desem­peñar bien su papel una gran honradez. Hay padres que, consciente o inconscientemente, no quieren dar salida a sus hijos, pretenden guar­darlos para sí, reteniéndolos como si fueran menores de edad. «Pa­dres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados» (Col 3, 21). Cuántos padres hacen que sus hijos pierdan los ánimos, los hacen incapaces para afrontar la vida. Cuando un hijo percibe esto, y hoy se percibe con una gran sensibilidad, se exaspera, se declara en rebeldía. Por eso los padres han de ser honrados con sus hijos. El padre ha de aceptar morir como padre para que el hijo tenga auto­nomía, iniciativa, sea creador, pueda llegar a ser padre él también. Misión de los padres: preparar a sus hijos para la vida, a fin de que ellos puedan vivir su vida.

La vocación de los hijos es crecer, madurar, independizarse; coincide con la vocación de los padres: dejar crecer a los hijos, permitir que se vayan liberando como personas independientes.

La Eucaristía es el lugar donde padre e hijo se sientan en una mis­ma mesa como hermanos. En ella se deberían limar las tensiones y asumir las propias responsabilidades. Para muchos de nosotros la Eu­caristía no es nada de esto. ¿Qué es lo que padres e hijos pretenden celebrar juntos?

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PRIMERO DE ENERO

TEMA: SI QUIERES LA PAZ, TRABAJA POR LA JUSTICIA.

FIN: Se persigue que la comunidad se vea envuelta en la si­tuación de injusticia de que ella también es causa. El

fruto que habría de provocar es: una conversión ante el evangelio de la paz, lo cual exige luchar contra la in­justicia. Es también importante que se descubra la falsa paz que nos tiene drogados a todos los hombres.

DESARROLLO:

1. Las falsas imágenes de la paz. 2. La paz se funda sobre un orden social justo. 3. Para conseguir la paz es necesario trabajar por la jus­

ticia.

TEXTO:

1. Las falsas imágenes de la paz.

Al levantarse el telón del nuevo año aparece como decoración u n mural de paz. Pero para llegar hasta él hay muchos obstáculos. La realidad de hombres caídos, de generaciones enteras arrastradas por el escenario, miles de fuerzas injustas agitan la escena, la hacen trágica, oscura, terriblemente dolorosa. Para llegar hasta la paz es necesario realizar toda una acción de despejar la escena, de colocar las cosas e n su sitio, de implantar la justicia. Este es el lema que el Papa sugirió para el año 1972 en la Jornada Mundial de la Paz. «Si quieres la paz, trabaja por la justicia.»

Una gran equivocación y confusionismo se ha sembrado alrededor de la paz. La paz de los hombres es esa situación tensa que sigue casi siempre a la guerra. Acabado el estallido de los cañones, estalla t a m ­bién la bomba de la paz. Paz sostenida por la alienación del consumo, cuando no por medio de la represión y la intimación. La paz no n a c e

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\>t» l.i |(Mi|M/;,inilfi, ni por los mitos, ni por los mecanismos sicológicos do porMi.iMún, ni por la represión de los enemigos. No se puede llamar paz ¿i una batalla continuada ininterrumpidamente. Tampoco es paz la situación que encubre injusticias sociales. Debajo de esta falsa paz bulle un volcán. Haciéndonos eco de las palabras de Jeremías podemos decir: «Han querido curar el quebranto de mi pueblo diciendo: "Paz, paz", cuando no había paz» (Jer 6, 14). Descubramos hoy, de la mano de la Palabra de Dios, las exigencias de una paz verdadera.

2. La paz se funda sobre un orden social justo.

«El fruto de la justicia será la paz» (Da 32, 17). El deseo que tene­mos de vivir en paz nos hace contentarnos con cualquier paz conse­guida a cualquier precio. La paz que no es fruto de la justicia no es paz. «Los que trabajan por la paz son bienaventurados, si a la vez tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5, 9. 6).

Muchos llamamos paz a mantener el puesto de trabajo sin tensio­nes, a tener pa ra vivir y divertirse, a poder disfrutar de un pequeño bienestar, a vivir con cierta tranquilidad. Otros dan el nombre de paz a cosas más importantes: paz es poder llevar su escandaloso t ren de vida, aprovecharse al máximo de las ganancias que produce el sudor de los demás, t ene r las manos l ibres pa ra explotar y robar sin com­plicaciones. Hay una paz, terrible paz, que nace de la apatía y la in­madurez de los ciudadanos; esa paz que ronda los cementerios, que producen las cárceles, el miedo y el amedrantamiento. Nada de esto produce la paz. Sin justicia no hay paz. La injusticia provoca la in­quietud, las huelgas , las manifestaciones, la lucha; alimenta el recelo, la agresividad, l a violación de derechos, la violencia.

La mejor manera de ver si una sociedad posee una paz justa es analizar las manifestaciones de la convivencia. Las tensiones sociales revelan un males ta r de fondo. Es necesario poner sumo empeño en descubrir las causas de la falta de paz, las injusticias que provocan tensiones. Si no h a y justicia no puede haber paz.

3. Para conseguir la paz es necesario trabajar por la justicia.

«Trabajar p a r a conseguir la justicia», expresa dos aspectos de una misma acción: h a c e r positivamente Is justicia y luchar contra la in­justicia. Porque l a hijusticia está t a n arriesgada en el mundo, que no es suficiente t r aba ja r en favor de la justicia, sino que hay que luchar directamente c o n t r a la injusticia.

La lucha c o n t r a la injusticia y la construcción de una sociedad justa, que son las ca ras de una misma moneda, esigen de nosotros la defensa eficaz de los derechos de la persona, d e los grupos sociales y del pueblo.

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El cristiano debe trabajar infatigablemente por una justa distribu­ción de la riqueza y de la renta nacional a favor de los más débiles; una auténtica participación del pueblo en las tareas políticas; una democratización y humanización de la enseñanza, el respeto de los de­rechos de las minorías, el legítimo ejercicio de ciertas libertades: como las de expresión, asociación, reunión.. . La pasividad, tolerancia, la in­hibición, y no sólo el mantenimiento positivo y directo de las injus­ticias, son la causa de las violencias, las discordias y los conflictos so­ciales.

La paz que el Evangelio anuncia para la sociedad no es un mero regalo del cielo. Es una conquista que, con la ayuda de Dios, debe realizar cada generación. El «anuncio del Evangelio de la paz» (Hech 10, 36; Is 52, 7) no es un «slogan» sin complicaciones. «No penséis que he venido a t raer la paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada» (Mt 10, 34). «He venido a t raer fuego, ¡desearía que ya estu­viera encendido!» (Le 12, 49). La paz del Evangelio viene a impedir y destruir «la paz del impío» (Is 48, 22; 57, 21).

Este trabajar «por la justicia» lleva al creyente a situaciones arries­gadas. Es necesario ser conscientes. Los que mantienen las estructuras injustas, so pretexto de estar haciendo un servicio a la paz, están per­fecta y poderosamente organizados. Pero conseguir la justicia para llegar a la paz es un imperativo del Reino de Dios. Y tenemos que contar con la persecución: «Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan por causa de la justicia» (Mt 5, 10-11).

Sabemos que Dios está comprometido con aquel que trabaja para conseguir la justicia. Hasta tal punto, que la injuria cometida contra los débiles, Dios la considera como suya: «Será inflexible, dice Amos, porque pisan la cabeza de los débiles» (2, 6-7). Está de tal manera alia­do con los que padecen injusticia, que la liberación de estos hombres consti tuye el hecho fundamental de la salvación: la Pascua. «La aflic­ción de mi pueblo ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con los que oprimen. He bajado para librarle» (Exod 3, 7.9.8).

En esta Eucaristía celebramos hoy este compromiso de Dios con el hombre que trabaja para desterrar la injusticia. Jesucristo es nuestra Paz (Ef 2, 14), pero antes ha tenido que pasar por un bautismo de san­gre (Le 23, 5); ha derramado su sangre después de largas torturas. Su sangre ha sido recogida en el caudaloso río de sangre que corre por el mundo; sangre de los pobres, los esclavos, los oprimidos, los que pade­cen injusticia. La Sangre de este cáliz pide la venganza de la reconcilia­ción y la paz; la venganza del amor que es capaz de luchar para conse­guir la justicia y crear un clima en el que sea posible la paz y la recon­ciliación fraternal (Col 1, 20). Este cáliz nos da la garantía de que Dios, en el t rabajo por la paz justa, está comprometido hasta que lleguemos a la victoria. La victoria de la resurrección, de esa situación nueva, en la que se puede oír el saludo del Resucitado: «Paz, a vosotros» (Jo 20, 21).

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DOMINGO II DE NAVIDAD

TEMA: ¿QUE ES CREER EN JESUCRISTO?

FIN: Revisar los contenidos estériles de nuestra fe en Cristo. Descubrir la fuerza reveladora y salvadora que lleva con­sigo el que los creyentes lleguemos a afirmar con verdad que creemos en Jesucristo.

DESARROLLO:

1. ¿Qué resonancia tiene en nosotros la fe en Cristo? 2. ¿Qué es Jesús de Nazaret? 3. ¿Qué es creer en Jesucristo?

TEXTO:

El núcleo específico de la fe cristiana es creer en Jesucristo. Creer en Cristo no es fácil. Primero, por l a misma dificultad de la fe. Segun­do, porque quizá hemos sido mal iniciados en ella. ¡Cuántos de nosotros creemos en Cris to sin saber lo q u e creemos! Afirmamos cosas inin­teligibles, de u n modo axiomático, sin llegar a calar en el fondo de las expresiones y d e los símbolos. Lo que más llegamos a creer es en un personaje que vivió en la historia, que se dijo Hijo de Dios y que pre­dicó una doc t r ina . Lo aceptamos de un modo aséptico, como quien acep­ta la existencia del César o de San Francisco de Asís.

1. ¿Qué resonancia tiene en nosotros la fe en Cristo?

El misterio d e la Navidad nos sugiere la reflexión sobre nuestra fe en Jesuc r i s to . ¿Qué es lo que nosotros queremos decir cuando afir­mamos que creemos en Cristo? L a Navidad nos recuerda proposicio­nes fundamenta les de la fe: Dios nacido e n la carne, Jesús de Nazaret-Hijo de Dios, u n honbre es Dios, Diosen persona, Dios ha aparecido en

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la historia del mundo, «entre nosotros», «de nosotros», «nuestro». ¿Qué es todo esto? ¿Es un simple dogma? ¿Un rompecabezas? ¿Una distracción en la que no acertamos a encontrar las diversas hilazones del problema y nos volvemos locos para salvar en Cristo la integridad de Dios y la integridad del hombre, sin llegar a conseguir nunca el cometido?

¿Acaso hay algo muy serio, fundamental, en todo esto? Si el misterio de Jesús de Nazaret es el centro de la fe cristiana,

es el contenido de la revelación salvadora de Dios, creer en Jesús es fundamental, y saber lo que aceptamos, cuando afirmamos «creo en Jesús», es condición indispensable para llegar a una fe adulta.

2. ¿Qué es Jesús de Nazaret?

Para tener una verdadera fe en Jesús de Nazaret, es necesario saber antes qué es Jesús. El acontecimiento salvador «Cristo» es, en el plan de Dios, la revelación, la manifestación de lo que es la realidad en su totalidad. En El se han hecho presentes, en una sola emisión de voz, Dios y el hombre. Dios, como fundamento de todo lo que existe, y, el hombre, como elemento ihtegrador y transformador del mundo.

Cristo es la manifestación salvadora de que:

— En el principio existía la Palabra, es decir, Dios mismo, con su in­finita capacidad de comunicarse a Sí mismo en el Hijo, Dios es revelado, en la intimidad insondable de su vida, con amor fecun­do. «La Palabra estaba con Dios y era Dios» (Jo 1, 1).

— Nos revela también que Dios no es indiferente ante el mundo, sino que tiene un designio, un plan, una Palabra sobre él. Desde la infinita capacidad de comunicación de Dios surge la Palabra creadora, creando todas las cosas y orientándolas, como un desig­nio-vocación, cuyo cumplimiento construye al hombre y su mundo.

— Jesucristo nos manifiesta, además, que Dios mantiene su Palabra eternamente, lo cual supone que la vuelve a pronunciar para ha­cer surgir la nueva creación. Cristo nos proclama la Palabra Sal­vadora de Dios. La Palabra de la Creación pudo ser escuchada y seguida por los hombres, pero «de hecho» no ocurrió así. Jesu­cristo es el empeño desesperado de Dios para que lleguemos a percibir, de un modo definitivo, la única Palabra que nos puede salvar. La Palabra de Dios ha aparecido de un modo único en J e ­sús, para ayudarnos a descubrir cómo Dios nos ha elegido aun an­tes de la creación del mundo, cómo nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos (Ef 1, 1 s.). Cristo nos manifiesta el amor de esa Realidad última, que llamamos Dios, que no se desentiende de la creatura, sino que la acoge, la ayuda, la recrea, la salva.

La existencia de Jesús nos predica la presencia activa e inseparable de Dios en medio de nuestro mundo. Jesús es la Palabra o el designio

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de Dios realizado en el mundo; Palabra encarnada, obedecida, asimila­da, vivida, plasmada en una vida humana. Y esto por gracia de Dios, porque El así lo ha decidido por amor al hombre.

Jesús de Nazaret, viviendo en el mundo, cumpliendo la Palabra de Dios, se ha convertido para todos nosotros en Palabra inteligible, es-clarecedora. En la realidad «carnal» de Jesús, podemos contemplar la «gloria» del Padre (Jo 1, 14); porque Cristo, cumpliendo el designio de Dios, nos llega a descubrir lo que es Dios mismo, y descubriéndonos a Dios, nos da la clave de lo que somos y de lo que es y significa todo lo que existe.

Jesucristo ha llegado a ser lo que es por la Palabra de Dios y la Palabra de Dios es Palabra pronunciada para los hombres por la obe­diencia o la asimilación de Cristo. Entre Jesús de Nazaret y la Palabra de Dios hay una unión tan indisoluble, sin confusión, que sin la Palabra de Dios Jesús de Nazaret no sería lo que ha llegado a ser y sin Jesús la Palabra no sería hoy una revelación para los hombres. Por eso podemos afirmar que Jesús es el único que revela a Dios, el Señor, la Norma de toda la vida humana: porque por El se ha manifestado exhaustivamente, todo el designio de Dios sobre el mundo y Dios mis­mo. En Cristo ha aparecido todo lo que existe y ya no hay nada más de lo que en El se ha manifestado.

3. Según esto, ¿qué es creer en Jesucristo?

— No es sólo, ni exclusivamente, creer en la existencia histórica de Jesús de Nazaret. La admisión de que Jesús existió en un tiempo determinado es un presupuesto previo, para poder llegar a creer en Jesús.

— Tampoco es solamente creer que Cristo es a la vez, y con igual verdad, Hijo de Dios e hijo del hombre. Estas expresiones pretenden ser más que un juego de palabras.

— No se reduce la fe de Cristo a confesarle extrañamente lejano, sentado con poder y gloria a la derecha de Dios en los cielos.

Creer en Cristo es aceptar el acontecimiento que con su vida ha ocu­rrido en el medio de la historia, es descubrir y admitir lo que se ha ma­nifestado, revelado en la misma vida de Cristo. En El ha aparecido que Dios es la realidad misma y última del mundo, que forma parte de nues­tra historia; que Dios es Palabra eficaz que ilumina nuestro camino, que da vida, que nos edifica por la obediencia; Dios es poder que nos ayuda a constrtúrnos, que nos glorifica, que nos transforma en hijos adopti­vos. Cristo es, a la -vez, prueba de que el hombre, si quiere, cuenta con fuerza para realizarse, por la gracia de Dios.

Creer en Jesús no es algo estéril, ni estático, ni se centra en un sim­ple objeto. La fe está llena de poder, es revelante: cuando creemos en

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Jesús, aceptamos, a la vez, un modo de vivir, adquirimos una sabiduría que nos revela lo más profundo del mundo, recibimos la Palabra crea­dora y salvadora como una semilla de vida, como el germen de una nueva creación. La fe en Jesús es tan actual, como viva y presente si­gue estando la Palabra de Dios en el mundo. El misterio de Jesús, con menor intensidad y a otro nivel se repite en cada hombre; la misma Pa­labra creadora aflora en nuestro interior como Palabra salvadora, como vocación de ser hombres según el plan de Dios que persigue nuestra propia realización humana. La Palabra que resonó imperiosa­mente en Jesús, sigue pronunciándose hoy entre nosotros. Al creer en Jesús de Nazaret, creemos también en lo que hoy está aconteciendo con nosotros, creemos en la acción que Dios está realizando en nuestra historia. Por eso, cuando creemos en Jesús aceptamos hoy la salvación, no como un acontecimiento que pertenece al pa­sado, sino como una acción poderosa de Dios que se desarrolla actual­mente, tal y como se nos ha revelado en la existencia histórica de Je­sús de Nazaret.

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EPIFANÍA (6 DE ENERO)

TEMA: LA AVENTURA DE LA FE.

FIN: Desinstalar a la comunidad de un falso descanso que se concede, una vez que se sabe creyente. La fe es una bús­queda constante y decepcionante. Hay quienes piensan que la fe les va a solucionar todos los problemas. Hoy deberían descubrir que no es así.

DESARROLLO:

1. La fe es una búsqueda. 2. La fe es una aventura. 3. La fe es una carrera de obstáculos. 4. La fe es decepcionante.

TEXTO:

Comencemos por despejar este Evangelio del folklore. La narración de los Magos es una historia didáctica que nos quiere enseñar:

— La llamada de todos los hombres a la fe. — Las cualidades de esta fe. Llamada a la fe que ha aparecido en Jesucristo como salvación. Esta

manifestación del amor salvador de Dios se llama Epifanía, revelación, resplandor, iluminación. En Cristo, Dios ha querido revelarse a nosotros y hemos visto su gloria. Esta es la Epifanía que celebramos. En lugar de contemplar cómo Dios se ha manifestado, vamos a examinar qué cualidades debe-tener la fe del hombre, para poder llegar a captar esta manifestación de Dios.

1. La fe es una búsqueda.

E n la narración de los Magos, uno de los elementos que más resalta es l a pregunta: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?

Los Magos buscan, indagan.

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¡Qué diferencia esta actitud, con esa fe estática, quieta, que todos padecemos! Tenemos la fe como quien ha recibido un paquete bien em­balado con muchas cosas dentro y que guarda cuidadosamente. La fe subjetiva, de cada persona, no es algo que esté hecho, debe ser encon­trada por cada hombre y generación. No es algo que ya está conquistado, sino una realidad que debemos conquistar. Nada más extraño a una actitud de fe que el fixismo, el enraizamiento, la calma, la inmovilidad.

Las actitudes del creyente, inquieto, investigador, inquirente, están descritas con estas imágenes: «Buscad y hallaréis, pedid y se os dará, llamad y se os abrirá...». Todo son actitudes activas. Como lo son tam­bién: el velar, estar despiertos.

2. La fe es una búsqueda no exenta de aventura.

— Se ha recorrido un largo camino desde el Oriente hasta Belén. El camino de los Magos nos sugieren otros muchos caminos de la historia, realizados bajo el imperio de la vocación: «Sal de tu tierra a la tierra que yo te mostraré» (Gen 12). «Deja a tu padre y a tu madre.» «Vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres y luego sigúeme.»

La fe es una invitación a salir de una situación de esclavitud a una nueva manera de vivir. Ello exige despojarse, aun antes de seguir la promesa.

— La aventura de la fe consiste en que tenemos que despojarnos, fiarnos solamente en el parpadeo de una estrella, en una Palabra in­terior que a veces percibimos.

La fe es una intuición, una experiencia luminosa, que se nos esca­pa constantemente, como la visión de una estrella fugaz. La fe es una flecha indicadora, una vocación a ponerse en movimiento sin camino asfaltado. La luz de la fe entraña la suficiente garantía como para se­guirla, pero está en la conveniente distancia como para que no estemos nunca seguros. La fe participa también, de la inseguridad de toda vida humana.

3. La fe, por otro lado, es una carrera de obstáculos:

— Una verdadera actitud de la fe tiene que superar la política de la fe, no se puede llamar creyente a quien posee una fe por la simple asimilación del ambiente socio-oficial en que se vive. La presión de la sociedad nos puede hacer tener unas creencias, unas prácticas, una mo­ral y unos sacramentos; pero eso no es fe. Tampoco es fe una creencia aceptada por conveniencias: para ganar puntos, por subir puntos, para cumplir ambiciones, para ostentar cargos políticos. Hay que superar el obstáculo de la política de la fe: la engañosa apariencia de un Rey al

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servicio de la fe y de una Iglesia al servicio del Estado. Muy bastardos intereses pueden empujar al Estado y a la Iglesia a apoyarse con la adoración de Cristo.

Superar el obstáculo de la política de la fe, no quiere decir renun­ciar al aspecto de una fe política: el anuncio del nacido Rey de los ju­díos intriga a Herodes, hasta tal punto que decide matarlo. Es que el anuncio del Evangelio no puede permanecer indiferente ante la situa­ción del pueblo, ni ante el sistema económico, político y social que rige la convivencia.

Es necesario superar el obstáculo de poner demasiadas esperanzas en una fe letrada, sabia, muy informada, docta. No quiero decir que la fe no sea inteligible, sino que hemos de caer en la cuenta de que «el saber» intelectual de la fe vale para muy poco. Los sacerdotes y letra­dos sabían que el Mesías iba a nacer en Belén de Judá, pero ninguno lo encontró. La fe debe ser ilustrada, pero la ilustración no engendra la fe. Podemos saber muchas cosas sobre la fe y no ser creyentes.

— Hay que aceptar la oscuridad de la fe: El proceso de búsqueda que dura toda la vida, pasa por situaciones en las que no se ve nada. «Desaparece la estrella.» Es lo que San Juan de la Cruz llama «la no­che oscura», y que en mayor o menor grado padecemos, en ocasiones, todos los creyentes

De este obstáculo tenemos que ser conscientes, porque es doloroso y produce no poca angustia; cuando esta situación se presenta, el relato de los Magos nos sugiere que debernos seguir buscando, preguntando, investigando, aceptando el testimonio de los demás, la Iglesia, aunque nosotros n o veamos nada. Podemos tener la confianza de que «de pronto la es trel la . . . comenzará a guiarnos».

4. Quiero decir también para que nadie se sienta engañado, que la fe es decepcionante.

Después de un largo camino u n o no encuentra más que a un niño con su m a d r e .

— Cuando emprendemos en serio una búsqueda de la fe, soñamos mucho, demasiado. Esperamos l legai a grandes y convincentes metas . Soñamos c o n un mundo utópico, lleno de luz, de sentido, de fuerza, sin tensiones. ¿Quién no ha tenido u n a ligera esperanza de solucionar con la fe todos los problemas que a h o r a nos atormentan?

— La fe , aunque sea don de Dios, es siempre humana, es una fe del h o m b r e en su condición de mundano y, por tanto, una fe decepcio­nante, l imi t ada , potre, débil, sin respuestas fulgurantes, sin evidencias; una fe v e l a d a . No Temos aún cara a c a r a

Cuando llegamos a tener un acto de ie consciente no somos der r i ­bados de n i n g ú n caballo, ni padecemos espectaculares caídas de rodillas

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en actitud de adoración. La fe part icipa también de la sencillez de nues­tra vida. La fe es la actitud de aquellos que saben, a pesar de todo, de quién se han fiado; de los que esperan contra toda esperanza; de los que se saben en la verdad, aunque constantemente les asalte la duda; de los que creen sin «escandalizarse de mí», de un niño con su madre, de la debilidad, de la fugacidad de la luz, de la torpeza de los demás, del silencio del Dios, de la miseria propia. Pasemos ahora a celebrar la Eucaristía, el decepcionante sacramento de nuestra fe, en que ni si­quiera encontramos visiblemente al Niño con su Madre y cuya única garantía de salvación es nuestra balbuciente comunión fraternal.

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PRIMER DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA

(FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR)

TEMA: LA ELECCIÓN .

FIN: Descubrir el sentido que tiene la elección del don de la fe y sus exigencias como servidores del mundo.

DESARROLLO:

1. El bautismo es por parte de Dios una elección. 2. Elegidos al servicio del mundo.

TEXTO:

El modo cómo nosotros hemos concedido al bautismo a los pocos días de nacer, ha llenado de colores folklóricos este sacramento, y el modo como lo vivirnos es práct icamente infantil. Dada la pastoral que aún se practica alrededor del bautismo n o es fácil que salgamos de esta situación. ¿Cómo podríamos hacer que el bautismo sea para el creyen­te el acto más serio de su vida? Pero, ¿podemos hacer honradamente la pregunta anterioi mientras sigamos bautizando por sistema a los ni­ños? De todas las maneras enfrentémonos hoy ante nosotros, bautiza­dos ya, y tratemos de descubrir y vivir algunas de las exigencias de nuestro bautismo.

1. El bautismo es por parte de Dios una elección gratuita.

El misterio del Mutismo está más a l l á de los elementos, del agua. Estos son signos que manifiestan la elección que Dios hace de este hom­bre. «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar ha­cia El como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi hijo ama-

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do, mi preferido» (Me 1, 10-11). Esta elección singular de Dios, consti­tuye el verdadero bautismo de Jesús.

A lo largo de nuestra vida de fe hemos padecido una especie de m e ­canización de los sacramentos. También del bautismo. Hemos estado tan preocupados por los ritos, que nos desentendíamos de lo que ellos significaban. El sacramento del baut ismo supone siempre el don de la fe, lo cual, por parte de Dios, lleva consigo una elección del hombre. Pero el don de la fe exige correlativamente su aceptación. Cuando el hombre acepta ent rar dentro de la dinámica de esta elec­ción, es creyente. Esta elección, que es salvadora, nos transforma has­ta convertirnos en nuevas creaturas, cuyo lugar de reunión es la Igle­sia: sacramento y garantía de esta elección de Dios.

El bautismo del agua es un sacramento de la fe que acepta la elec­ción que Dios ha hecho en nosotros y, a la vez, es un rito por el que somos introducidos en la Iglesia, sacramento de los elegidos.

2. Pero la elección bautismal se ha realizado para ponernos al servi­cio del mundo.

La elección que nosotros afirmamos no es una elección excluyente: sabemos que la salvación es universal y que Dios ofrece el don de la fe a todos los hombres. El que tiene conciencia de elegido no lo hace excluyendo a otros, sino afirmando la experiencia que tiene de que él se siente elegido de Dios. Todos hemos de tener bien «claro, que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia sea de la nación que sea» (Hech 10, 34). «No hay acepción de personas en Dios» (Rom 2, 11; Gal 2, 6; I Ped 1, 17). Desde esta perspectiva del Nue­vo Testamento tenemos que afirmar que la elección de Dios se extiende a todo hombre, sin distinción de naciones ni de personas.

La elección del bautismo tenemos que entenderla y vivirla como una misión de servicio para todos los hombres, a fin de manifestarles esta elección universal de Dios. El hecho de que se tenga conciencia de elegido, debe ser para cualquier hombre un testimonio de que él está llamado a la misma elección que yo disfruto. Los creyentes testimo­nian con su vida a todo hombre que ellos también son elegidos de Dios. Este es el servicio del creyente al mundo: revelar el designio de Dios sobre cada persona. Esta es también la misión de la Iglesia en la socie­dad: ser servidora, reveladora, del p lan de Dios, de su elección. Dios ha elegido a su siervo y ha derramado sobre él su Espíritu, pero para que sirva a las naciones. «Mirad a mi siervo... mi elegido... Sobre El he puesto mi Espíritu, para que traiga el derecho a las naciones» (Is 42, 1-2).

Jesús es el elegido por excelencia y es el servidor de sus hermanos por antonomasia. En El, el Hijo predilecto, todos somos hijos; por El, el Elegido, todos los creyentes hemos descubierto la elección de Dios.

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El bautizado o el elegido, es servidor del plan de Dios sobre el mun­do, esforzándose por realizarlo. No sólo en la vida individual, sino tam­bién en la vida social.

Estamos acostumbrados a vivir el bautismo, como la fe, de un modo intimista, individualista. Creo que ha llegado el momento de que des­cubramos que el hombre es mucho más que individuo y que lo comuni­tario es una par te fundamental de nuestra personalidad. Esta visión más amplia y unitaria del ser humano, tiene también graves conse­cuencias en el compromiso de la fe y del servicio que los creyentes tie­nen que ofrecer al mundo.

En la sociedad es donde se realiza fundamentalmente la condición del «mundo injusto». La dimensión comunitaria del hombre, con todas sus estructuras de pecado encima, también ha sido elegida por Dios. El servicio de los bautizados al mundo se cifra en hacerle pasar de la in­justicia a la justicia, del pecado a la elección, de la maldición a la ben­dición. El siervo elegido por Dios «no vacilará ni se quebrará hasta im­plantar el derecho en la tierra» (Is 42, 4). Este servicio tiene en el mis­mo texto nombres propios, que no nos costaría nada traducirlos a las situaciones de injusticia actuales: «para que abras los ojos de los cie­gos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que ha­bitan en tinieblas» (Is 42, 7).

Esto supone que el bautizado debe esforzarse por bautizar al mun­do, tratando de anegar su injusticia en el mar Rojo de la destrucción (Exod 14), para que emerja de las aguas un cosmos renovado que oiga la voz complacida del Padre: mi hijo, mi elegido, mi preferido (Me 1, ID-

En esta Eucaristía hacemos el memorial de Cristo, el Elegido, que fue servidor de todos, que pasó haciendo el bien, curando a los opri­midos del diablo, luchando contra las situaciones de pecado que nos ha­cen malditos. Su vida es un testimonio de que Dios estaba con El y de que sigue estando con nosotros (Hech 10, 38).

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C U A R E S M A

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DOMINGO I DE CUARESMA

TEMA: LA VOLUNTAD DE PODER.

FIN: Hacer caer en la cuenta de los móviles profundos que impiden una relación fraternal entre las personas, por el deseo de imponernos los unos sobre los otros. También se persigue el descubrir desde la fe cuál es la causa radical de los males d« la sociedad, sobre todo, de la existencia de las clases sociales.

DESARROLLO:

1. Una tentación fundamental del hombre. 2. Análisis de la voluntad de poder. 3. Actitud de Cristo ante ella.

TEXTO:

Muchos de nosotros pertenecemos a lo que se puede llamar clases privilegiadas de la sociedad. Pocos, entre nosotros, son proletarios. Palabra grave que muchos preferiríamos olvidar. Pero está ahí mos­trándonos que la sociedad está montada sobre el principio de unos po­cos que dominan a una inmensa mayoría atada.

1. Una tentación fundamental del hombre.

Hay clases entre los hombres. Clases en lucha, antagónicas, enfren­tadas a causa de que unos, porque son más listos o han tenido más oportunidades, se han apropiado de todo. Estas propiedades les han dado el poder. Son las clases poderosas.

Esta situación social es consecuencia de la voluntad de poder o de dominio que las personas y los grupos tratan de ejercer sobre los demás.

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La voluntad de poder es una de las grandes tentaciones de la exis­tencia humana: «Mostrándole todos los reinos del mundo y su esplen­dor le dijo: Todo esto te daré si te postras y me adoras» (Mt 4, 8-9; Me 1, 12-13).

2. * Análisis de la voluntad de poder.

El deseo de dominio o poder es una tentación que viene rondando al hombre desde que vive en el mundo. El símbolo de Adán y Eva pendien­tes del árbol prohibido, tentándoles, se repite siempre. Hay como un deseo imperioso que nos empuja a bastarnos a nosotros mismos, a no creernos dependientes de nadie. ¿Quién no ha escuchado esa palabra, llena de seducción: «No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del Bien y del Mal»? (Gen 3, 5). Y todos hemos alargado la mano y hemos cogido la fruta prohibida: nos hemos llenado de dinero, robándole al pobre: de la ignominia de poder, aplastando al débil. Deben «abrirse nuestros ojos» como a Adán y Eva, y contemplar nuestra vida llena de sangre inocente, vacía de todo, desnudos como el más humilde de los hombres; avergonzados.

Es que la voluntad de poder es ciega, se extralimita, no se sacia nunca, es voraz. Ella impide que en el mundo se pueda entablar una relación fraternal: el hombre frente a su hermano es un competidor en cuya lucha vence el más fuerte, haciendo al otro su siervo. Borra la posibilidad de la igualdad: el que más puede trata de crear un mundo que sólo le pertenece a él y al que los demás, como si fueran seres de segunda categoría, no tienen acceso. Imposibilita un clima de libertad, ya que es necesario reprimir y coartar los derechos y justas aspiraciones de los demás para conservar la situación de privilegio, conseguida a costa de la esclavitud de la gran mayoría.

Toda esta situación no se queda en unas meras manifestaciones pa­sajeras, sino que va cuajando en estructuras de poder, radicalmente injustas y malas, que se nos imponen y nos envuelven como una gran carpa de circo. La cultura, la civilización, los criterios, la propaganda sin pausa nos van conformando, realizando, deformando, hasta haber proyectado de nosotros un verdadero esperpento. Estamos todos rotos, y creemos que estamos sanos; vivimos empecatados y creemos que somos santos; la muerte lia inaugurado su reino y nos creemos en la vida. Nuestra situación es parecida a la de la sociedad de Noé, antes de que comenzara el Diluvio (Gen 6, 5 s). Pero estamos realmente esclavizados. Nos engañamos. ¿Acaso el poder nos libera' ¿El hombre más poderoso no es el más esclavo? ¿El sistema creado por nuestra ambición, no se vuelve contra nosotros mismos? Todo el que cede a la voluntad de poder padece una sed insaciable, es juguete de todos sus impulsos, no se cansa nunca de acumular riquezas. Reconoceos los poderosos escla-

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vos del protocolo social creado por vosotros, en un ambiente corrom­pido, con unos lazos de los que no podéis desataros. Habéis entrado al servicio de los sistemas de poder y de opresión y ya no podéis escapar de ellos, víctimas de vuestras propias ambiciones. Quizá podemos con­seguir que se nos «dé todo lo que queremos», pero es a costa de que nos «postremos y adoremos».

3. La actitud de Cristo.

¡Qué distinto es todo esto a la posición verdaderamente humana que se manifiesta en Jesús! El sólo, en medio de la montaña, padece toda la seducción del poder que se le ofrece. Pero no se equivoca: sabe que quien pierde su vida la gana; que no ha venido a ser servido, sino a servir. ¿Entendemos alguno de nosotros que es más grande el que sirve que el que está sentado a la mesa? (Le 22, 26).

Jesús sabe guardar su puesto ante Dios, en una obediencia rendida a su Palabra. La «arcilla» no cae en la tentación de hacerse alfarero (Rom 9, 20-21).

Vence la tentación de tíonvertir las piedras en pan que alimente su propia vida. Huye de caer en la mentira de creer que El es capaz de realizar el imposible de ser para sí mismo fuente de su propia vida, porque «no sólo de pan vive el hombre, ni de acumulación de poder, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Jesús renuncia a ser «como Dios», poderoso, para estar pendiente de una Palabra que le salva.

Tampoco se deja arrastrar por la tentación de un dominio alcan­zado sobre cosas y personas. No cae en el engaño del ídolo del poder que exige el tributo de la adoración. «Al Señor, tu Dios, adorarás y a El sólo darás culto» (Le 4, 8).

Esta actitud de servicio, que vence la tentación, es sostenida en nosotros por Jesús gracias a la fe. Una fe verdadera. Sin signos de poder; fe, que es un acto de confianza que reconoce la acción de Dios en medio de la debilidad humana. La fe no tiene signos de poder que satisfagan el ansia de poder humano. No nos va a mostrar al Mesías tirándose desde lo más alto del edificio sin producirse daño (Le 4, 12).

La narración de las tentaciones es una esperanza: la actitud de Jesús nos dice que a pesar de la agresividad del mal y nuestra soli­daridad con él, podemos respirar un aire nuevo. Como Cristo, pode­mos y debemos vencer nuestra propia ambición de poder y las estruc­turas injustas y opresoras que nos esclavizan. La victoria de Cristo tiene que darnos fuerza para luchar. Somos solidarios suyos en el bien: «Donde abundó el delito, sobrealundó la gracia» (Rom 5, 20).

Esta victoria es la que Cristo nos predica a los encarcelados (I Ped 3, 19), como anuncio de un Reino que está cerca y ante el que nos tenemos que convertir (Me 1, 15).

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DOMINGO II DE CUARESMA

TEMA: LA MONTAÑA, UN SÍMBOLO.

FIN: Descubrir en la Transfiguración la llamada a vivir con realismo y a afrontar la realidad con esperanza, a pesar de su crudeza.

DESARROLLO:

1. El símbolo de la montaña. 2. La montaña como tentación. 3. La montaña como aliento.

— Sin escaparse de la realidad; — es un quehacer; — es una conquista; — supone la fe.

TEXTO:

1. El símbolo de la montaña.

La montaña es un símbolo muy sugerente, que no ha pasado des­apercibido para los hombres de la Biblia. Está cerca del cielo, con­fundiéndose con la misma luz y respirando el aire más puro. Subir a la montaña evoca la imagen de la superación, la constancia, la libe­ración de la pesadumbre del valle. Desde allí todo se contempla con otra perspectiva: el hombre se siente más ágil, dominador. Lo alto, la cumbre, la cima más allá de la cual no hay otra, un horizonte sin barreras, e l final délo tangible... Grandes manifestaciones de Dios han ocxirrido en la montaña; basta recordar el Sinaí (Exd 19, 16 ss.). El gran acto de la fe de Abraham y el cumplimiento de la Promesa por parte d e Dios, se realizan también en la montaña (Gen 22, 1 ss.). El Evangelio de hoy nos dice que Jesús «subió con ellos a una mon­taña alta y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron

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de un blanco deslumbrador... Se le aparecieron Moisés y Elias». To­dos estos rasgos son los símbolos de la transfiguración humana según el modelo de la condición divina.

2. La montaña como tentación.

La montaña, la meta, el final de todo esfuerzo, el triunfo o la victoria, pueden ser una tentación. Los Apóstoles se dieron cuenta, por un momento, de que estaban arriba y se apresuraron a decir: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias» (Me 9, 5).

Los cristianos tenemos el peligro de refugiarnos en la montaña, cobardemente. En el fondo, para muchos, la oración es una huida. Nos refugiamos en un ámbito ideal, imaginado; no sabemos ni con quién. Sólo que en ese gesto nos encontramos a gusto, lejos de la pesadumbre cotidiana. Lo mismo puede pasar con la comunidad, el grupo. Todo ello nos puede llevar a un falso espiritualismo, a los espacios verdes creados por el espejismo de deseos sin alcanzar. A veces caemos en la tentación de quedarnos sentados en el camino, esperando que el Reino venga a nosotros. Pero no vendrá. No hay cielo ni tierra prometida para los que se sientan, para los que suspiran por el cielo despreciando la tierra, para los que quieren alcanzar el cielo sin trans­formar el mundo, para los que cuelgan las cítaras en los sauces del río y comienzan a lamentarse y a recordar a Jerusalén (Sal 136). Cuántos confundimos aún la transfiguración cristiana con estar fuera del mundo, en la altura, sin el ruido, sin el equívoco normal de toda situación; encarnados en la posesión de la verdad, como un pedestal; amparados en la contemplación de la verdad pura, contemplándonos en el bruñido dogma, más allá del bien y del mal, por encima de la zozobra, la angustia, la contaminación y el agobio de la existencia.

«Miramos al cielo y contamos las estrellas» (Gen 15, 5). Pero hoy no se puede estar sólo mirando al cielo. Tendremos que escuchar de nuevo la increpación de los ángeles a la comunidad primitiva, que había puesto toda su ilusión en las alturas- «Galileos, ¿qué hacéis ahí, mirando al cielo? El que habéis visto subir volverá» (Act 1, 11). A la tierra es necesario volver, en donde encontraremos al Señor Jesús.

3 La montaña entrevista, la transfiguración, es como un alto en el camino, como una fuerza, un coraje para seguir hacia adelante.

— En la montaña, en la oración, en la liturgia, en la reunión de la comunidad, en el grupo cristiano, no se sale y se escapa el hombre del mundo. El tema de conversación, el objeto de celebración es la

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vida diaria. «Se habla del Éxodo» (Le 9, 31), del acontecimiento dia­rio, de su complejidad y de su exigencia, del fracaso, la debilidad y el compromiso. La oración sólo puede ser verdad cuando es un en­cuentro con lo cotidiano en profundidad, en actitud de revisión (Exd 3, 7 ss.).

:— Descubrir la montaña, intuir la tierra prometida, es un com­promiso y un quehacer. «Este es mi Hijo, mi programa, escuchadle» (Me 9, 7). En El se ha realizado la posesión de la tierra prometida a la descendencia (Gen 22, 15 ss.). Para que nosotros podamos llegar a las metas del hombre nuevo, ha sido sellada una alianza en la San­gre de Jesús de Nazaret.

Moisés en la montaña escuchó una misión. El prefería quedarse contemplando el santo resplandor de la zarza ardiendo (Exd 3, 155). Alegaba que era tartamudo, como Abraham viejo. Pero la voz im­periosa seguía clamando desde la montaña: baja al valle, a la calle de la ciudad, despierta todas las opresiones, injusticias, egoísmos y esclavitudes de Egipto, de Jerusalén y de todos los poderes; convoca un éxodo: haz salir al pueblo hacia la liberación, de la tierra extraña a una tierra propia; escala el calvario de la desesperanza, para llegar a la otra colina de la Ascensión, de la liberación, superando el vado —como un mar Rojo—de la muerte.

La montaña, la Promesa, la ciudadanía que esperamos es una fuen­te de energía, de poder. Son las primicias o las arras de nuestro por­venir. La garantía que nos permite lanzarnos al negocio. Tomar contac­to con la promesa es como un trampolín, una rampa de lanzamiento, un cohete propulsor.

— La transfiguración nos avisa que la montaña es una conquista: Jesús, como Abraham (Gen 22, 1-2), está abocado al fracaso; ve que la muerte se le viene encima, se le traga y le aplasta como en el derrum­bamiento de un edificio. Sin embargo, espera; tiene presente la monta­ña, la conquista, el-deseo de superación, la victoria. En el camino de Jerusalén, para morir, entrevé la vida; en la fatiga de la lucha, la pose­sión del descanso; en el fracaso de su obra, un triunfo. Jesús acepta, que la historia de los creyentes, Moisés y Elias, la ley y los profetas, le iluminen el camino, le descubran su sentido, le revelen su éxodo y la Pascua.

— La montaña de la transfiguración es como una esperanza; pero en la vida «Jesús se encontró sólo» (Me 9, 8). Es la experiencia huma­na. Abraham comienza también su grave aventura «sin descendencia». «¿Por qué me has desamparado?» (Me 15, 3L) Estamos angustiosamen­te solos. Y no lo resistimos. Pedimos pruebas, buscamos la tierra ya, queremos descendencia inmediata. Solos, pero con la fe. Fe en la pro­mesa y en la Alianza. Solos, pero sobre la Realidad total, acogedora, que nos da fuerzas, que nos ayuda a andaí, que germina todas nues­tras posibilidades. Solos, pero con la firme experiencia «de que una

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antorcha ardiente ha pasado entre los trozos de nuestra existencia y nos hemos estremecido de fuerza y confianza» (Gen 15, 17). Solos, sin montaña, sin cielo, con oposición, abocados al fracaso, impotentes ante la obra de la liberación. Solos ante el mundo, ante nosotros, mirando de soslayo al cielo, pero abocados irremediablemente a construir la tierra, a hacer el éxodo del pueblo, a transformar nuestra humilde condición humana, a consumar nuestra obra por medio de la muerte.

Solos, con la fe, que es la victoria que vence al mundo. Ella es la garantía de lo que se espera (Hech 11, 1.8; 12, 2-4).

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DOMINGO III DE CUARESMA

TEMA: LA REVOLUCIÓN CULTUAL DE CRISTO.

FIN: La comunidad tendría que descubrir que lo que agrada a Dios es una vida realizada según la fe, no los ritos con que tratamos de quedarnos tranquilos ante El. Además, se de­berían valorar los ritos y sacramentos, pero en su justa medida, como medios para expresar la eficacia de la sal­vación de Dios en nuestra vida.

DESARROLLO:

1. El pensamiento clave de Cristo sobre el culto. 2. La revolución cultual de Jesucristo.

— El culto. — La fiesta. — El sacrificio. — El sacerdocio.

TEXTO:

La act i tud revolucionaria de Jesús frente al culto de su tiempo con­t ras ta con nuestro sentimiento ri tual , escrupuloso; estamos esclavizados a las formas rituales. ¡En cuántas de nuestras celebraciones litúrgicas no t e n d r í a Jesús «pe coger el látigo y expulsarnos del Templo, por nues t ro escandaloso sentido farisaico y mercantil! (Jo 2, 13-25).

1. El pensamiento clave de Cristo sobre el culto.

Confrontémonos hoy, la comunidad que se dice descendiente de Jesús y que cree w i r su mismo esp í r i tu , con las actitudes de Cristo.

J e s ú s , en relación a toda la ins t i tución litúrgica de su tiempo, hace

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una verdadera revolución cultual. Su posición es muy sencilla; es de sentido común. Pero ella nos da la clave de toda actitud cristiana en las relaciones con Dios y en la liturgia.

Para Cristo, el culto es manifestación de la vida de los creyentes, vivida según el plan de Dios. Si falta la vida, el culto no vale para nada, no significa nada. Por eso, la vida tiene que estar siempre sosteniendo los ritos y el culto mismo. «Amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Me 12, 33; Mt 5, 23 ss.). La re­gla de oro del culto cristiano viene inspirada por el criterio evangélico: salva al hombre lo que viene del interior, no las formas externas (Mt 15, 10 ss.).

Jesús no destruye la significación ritual de lo que se está viviendo en la vida, pero pone el acento en la obediencia al plan de Dios, en lu­gar de andar preocupado por los ritos y sus prescripciones. De esta manera disipa todo peligro de fariseísmo, que «paga los diezmos, pero olvida la justicia, la misericordia y la fe; que limpia la casa por fuera, pero por dentro está sucia» (Mt 23, 23-25).

Con estos criterios evangélicos el centro del interés del culto se ha desplazado del habitual, dando un giro de 180 grados. Podemos afir­mar sin miedo que la actitud de Cristo ante el culto es revolucionaria.

2. La revolución cultual de Jesucristo.

En esta revolución Jesús no deja nada sin tocar, el mismo velo del Sancta Sanctorum se rasga con su muerte (Mt 27, 51) y transforma to­dos los contenidos de los conceptos cultuales entonces en uso.

— El Templo es una de las realidades más sagradas. Lugar Santo por la presencia de la gloria de Dios. Pero, ¿acaso Dios habita en casas de piedra? ¿Pueden unos muros contener y sostener la gloria de Dios? El Templo de Dios es todo el universo y, fundamentalmente, el corazón del h o m b r e . La gloria de Dios, «la Palabra se hizo carne y puso su morada e n t r e nosotros» (,To 1, 14). Desde este momento, cuando Cristo habla del templo verdadero «se refiere al templo de su cuer­po» (Jo 2, 21: M e 14, 5&). Per Cristo, el hombre creyente es templo del Espíritu de Dios y la misma comunidad cristiana: «vosotros estáis sien­do juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 22). «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu?» (Ef 2, Cor 6, 19; Rom 8, 11.) Con Jesús de Nazaret toáoslos edificios mater ia­les estallan, p o r q u e no es verdad que contengan la gloria de Dios en exclupiva.

— La revolución de Jesús se refiere también a la institución reli­giosa de la f ies ta . La fiesta ya no será un tiempo establecido por el ritmo de un ca lendar io litúrgico. La fiesta p a r a los creyentes es, sobre todo, una pe r sona , Cristo, que aparece en la historia salvando al m u n ­do. Jesús personif ica la fiesta (Jo 7, 37; Hech 10, 19). Como la salva­ción que Dios n o s ofrece en Cristo es universa l y no se retira nunca,

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cada momento de nuestra vida que acepta la salvación de Dios, puede ser una fiesta. El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hom­bre para el sábado. La fiesta cuando se institucionaliza perdiendo el sentido genuino, pierde mucho de su más genuina significación (Me 2, 27). La fiesta cultual significa la fiesta verdadera en la que el hombre, por Cristo, ha alcanzado la liberación, la curación (Mt 12, 5; Le 13, 10-16; 14, 1-5). La fiesta celebra la victoria sobre el Príncipe de este mundo injusto.

— Jesús de Nazaret se ha metido también con el modo de realizar y concebir el Sacrificio. «Misericordia quiero, y no Sacrificio» (Mt 12, 7). Cristo expulsa del Templo a todos los vendedores de víctimas para el sacrificio (Jo 2, 13 ss.). No son éstos los sacrificios que agradan a Dios. Muchos sacrificios tienen el carácter de un negocio comercial con la divinidad. ¿Quién puede pensar que por dinero se puede entrar en comunión con Dios? El sacrificio verdadero que Dios espera de nosotros es una vida santa (Mt 5, 23 ss.). No hay más sacrificio cristiano, que el iniciado en la Cruz. Y continuado en la Misa. A él se une el cristiano con la muerte del pecado para vivir una vida nueva por la obediencia a la Palabra de Dios. La única víctima del Sacrificio agradable a Dios es Jesucristo, y en unión con El, el hombre creyente que se esfuerza por ser fiel a la vocación de Dios.

— El Sacerdocio y todas sus castas también quedan desconcerta­dos por la acción y la actitud de Cristo. A Jesús le consideramos como sacerdote, pero no pertenecía a las castas levíticas de su tiempo. Era un laico. El nunca se llama a Sí mismo Sacerdote. Pero se enfrenta a la casta sacerdotal. No olvidemos que los sacerdotes son sus más encona­dos enemigos; le condenan a muerte. Para nosotros Cristo es, sin em­bargo, nuestro verdadero Sacerdote. Es Sacerdote en su vida y por el estilo de su vida. Si a Dios el único sacrificio que le agrada es el de la obediencia, el úrico Sacerdote que puede ofrecer este Sacrificio es el propio obediente. Cristo es este Sacerdote: «Al entrar en el mundo dijo: Sacrificio y oración no quisiste... He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hech 10, 5-7). Y esta voluntad la realizó Cristo en una obediencia rendida: «con lo que padeció experimentó la obe­diencia y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación para todos los que obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacer­dote» (Hech 5, 7-10). Este es el Sacrificio que Cristo ha inaugurado, el de una vida santa, del que participan todos los creyentes (I Ped 2, 5.9).

Ahora vamos a celebrar el culto cristiano. En él están presentes to­dos estos elementos. ¿Somos capaces de resistir sin pestañear una revi­sión del Evangelio? ¿Está esta Eucaristía nuestra conforme con los nue­vos criterios del culto cristiano? ¿Consideramos nosotros más impor­tante la vida que los ritos? ¿Significan estos gestos tan serios lo que nosotros estamos viviendo en la vida? Si no fuera así, ¿qué estamos haciendo aquí?

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DOMINGO IV DE CUARESMA

TEMA: REFLEXIÓN LIBRE SOBRE EL AMOR.

TEXTO:

Dios nos ama. Grave palabra y misterio que pronunciamos con ligereza. Sólo puede afirmarlo quien ama.

Yo no sé si amo de verdad. Intuyo que Dios nos ama.

De esto no tenemos ni idea. Ni creemos seriamente en Dios, ni creemos de verdad en el amor.

Dios nos ama generosamente, locamente; no podemos ni imaginarlo.

Su locura consiste en habernos dado lo mejor de El, su Hijo.

El amor es fuerza, es vida, da sentido a todo.

Por eso el amor salva. Pero nosotros no somos salvados porque no creemos ni en el Hijo ni en el amor. No amamos.

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¿Quién de nosotros puede afirmar que ama? ¿Acaso no cerramos constantemente las entrañas? ¿No somos egoístas cuando amamos? ¿Quién puede presumir de haber puesto en común todo lo que tenía? ¿Acaso no somos los explotadores, no escondemos la verdad, no bebemos la sangre del otro?

Vivimos afincados sobre la miseria de los pobres, edificamos sobre los cráneos duros de los que pasan hambre; nuestra comodidad nace de las espaldas de los que trabajan como esclavos. ¿No estamos sordos ante el gemido de los que sufren; impasibles ante el grito de los que tienen que callar a la fuerza; insensibles ante los encarcelados por nuestra causa?

Decimos que Dios nos ama, y que amamos a Dios, y dormimos tranquilos mientras sabemos a ciencia cierta que mentimos. Nuestra vida no manifiesta ningún amor posible; estamos ahitos de fariseísmo, de cultos, de Palabra de Dios mientras que los que nos ven no tienen más remedio que ex-¡el Dios del amor ya ha muerto! [clamar:

Ha sido enviado al mundo el Hijo del Dios que nos ama, para que todo el que crea en El, tenga la vida eterna.

¿Qué hemos hecho de este Hijo? ¿Lo que hicieron los viñadores homicidas, el Sanedrín y el pueblo que pedía con maldición su Sangre? ¿Cómo pretendemos poseer la vida, si la hemos matado?

El amor nos condena. A pesar de ser vida el amor, y habiendo sido enviado al mundo para salvarlo, cae sobre nosotros como juicio y condenación. El amor de Dios es luz que desenmascara nuestro egoísmo aceptado y retenido.

El amor nos condena. Creernos en el Dios amor, los que no amamos; entramos «n comunión con el amor, los egoístas; partimos el Cuerpo del que se entregó, los que no partimos con los demás ni siquiera los bienes que les hemos robado.

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Esta es la causa de la condenación: la luz está en el mundo y preferimos la tiniebla; llegamos a llamar luz a la tiniebla y tiniebla a la luz, y escribimos un evangelio de burgueses satisfechos y creamos nuestro Dios, —una ridicula caricatura del verdadero—.

Jerusalén, la ciudad humana y la Iglesia están destruidas, por la fuerza demoledora de nuestras manos. Vivimos solos, desterrados, en Babilonia, incapaces de aceptar a los otros, de hacer la igualdad, de crear un ámbito de libertad. Hemos arrasado demasiado, para que podamos ver el futuro con optimismo.

El evangelio de los creyentes está colgado de los sauces de las orillas del mundo: nos falta imaginación, arranque, canto, capacidad creadora, tenemos miedo al mundo y al futuro, a la novedad y al riesgo.

A pesar de todo, el amor de Dios está aquí, ofrecido, Dios, rico en misericordia, sigue empeñado en salvarnos. Jerusalén puede ser reconstruida, podemos volver del aislamiento y el destierro, las calles del mundo son pequeñas para contener el empuje de la vida. ¡Dios nos ha resucitado en Jesucristo!

La Sangre de esta Alianza de amor llena hoy el cáliz de nuestra Eucaristía. ¿Podremos celebrar este amor de Dios? ¿Seremos capaces de aceptar que el amor salve nuestra vida?

El que cree y vive en el amor, no será condenado.

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DOMINGO V DE CUARESMA;

TEMA: LA NUEVA ALIANZA.

FIN: Hacer caer en la cuenta que aunque la Alianza es gratuita por parle de Dios, exige la colaboración del hombre.

DESARROLLO:

1. Una Alianza impresionante. 2. Pero no sin esfuerzo humano. 3. Con la garantía del compromiso de Dios.

TEXTO:

La Alianza es el nombre que resume la riqueza de la preocupación de Dios por los hombres y su deseo de entrar en una relación salva­dora con ellos. Ella ha sido el eje de toda la espiritualidad de Israel y de su mano han ido profundizando en la experiencia de Dios, que se les mostraba come amor. A fin de dar cumplimiento a esta Alianza ha enviado Dios a su Hijo, para sellarla eternamente en su Sangre. Pero contemplemos cómo describe el profeta Jeremías esta Alianza futura que Dios se propone instaurar (Jer 31, 31-34).

1. Una Alianza impresionante.

El profeta llevado de la exaltación, describe una Alianza que, aun a pesar d e estar nosotros bajo su régimen en el actual período de la historia d e la salvación, nos es difícil reconocer. De todas las maneras, su anuncio tiene unos valores fundamentales, entre los que destaca el plan que Dios tiene intención de cumplir en la consumación de los tiempos.

La Alianza que el profeta anuncia es nueva, por comparación con

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la Alianza que Dios hizo con los israelitas al salir de Egipto. La nove­dad consiste en que el pueblo no volverá a quebrantarla (Jer 31, 32). La experiencia del pueblo, como la nuestra, es dura. Nuestra historia está jalonada de infidelidades al plan de Dios.

En contraposición a la antigua Alianza, Dios se comprometerá de un modo definitivo para que el hombre no se malogre, no falle. Para ello se describe toda una acción divina, mediante la cual, la Palabra de Dios, para que no se olvide, se esculpirá en los corazones, para que sea vida de nuestra vida.

El creyente tendrá la oportunidad de conocer al Señor no de oídas, ni por escritos, sino por experiencia propia. La Alianza con Dios no es algo que se heredará por la tradición del pueblo o de la Iglesia, sino que Dios mismo se hará inmediato a cada creyente, para que podamos entrar en una relación personal. En el régimen de nuestra Alianza, Dios perdonará el pecado y ya no lo recordará más. De esta manera se po­drá entrar en una verdadera comunión, en la que «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31, 33).

2. Pero no sin esfuerzo humano.

Esta Alianza es un don gratuito de Dios, pero no llueve del cielo ni produce su efecto sin la colaboración del hombre. Jesús, que es el Primero de esta nueva Alianza, nos da buena muestra de ello.

— La nueva Alianza nos ofrece la garantía de que podemos ser fieles, pero es necesario hacer el esfuerzo suficiente para aprender la fidelidad. El Apocalipsis llama a Jesús el Fiel, el Amén, pero esto no fue sólo algo que Dios le dio, sino que El mismo, ayudado por la gracia, consiguió también. «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía sal­varlo de la muerte..., a pesar de ser Hijo aprendió, sufriendo, a obe­decer» (Heb 5, 7-8).

— Para que esta nueva Alianza se selle en nosotros es necesario nacer de nuevo. Cambiar el corazón de piedra, por un corazón dócil en el que se pueda grabar la Palabra de Dios (Ezeq 36, 26). «El que no nazca del Espíritu no puede entrar en el Reino» (Jo 3, 5). Este nuevo nacimiento no se produce si el hombre no tiene la docilidad de dejarse guiar por Dios y si no acepta en su vida la dialéctica del grano de tri­go: «os aseguro, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto» (Jo 12, 24). La nueva Alianza es como la levadura, que tiende a fermentar toda la masa (Mt 13, 33).

Hay aquí toda una trama de muerte y de vida, que no se puede juz­gar si no es contando con nuestra colaboración. El conocimiento verda­dero de Dios, supone un descubrimiento tal de la verdad de la vida,

65 S —MnmílÍA»!

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que uno es capaz de aborrecer lo que amaba y de desprenderse de lo que creía fuente de vida. «El que se ama a sí mismo se pierde; y, el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se ama para la vida eterna» (Jo 12, 25).

3. Con la garantía del compromiso de Dios.

Vivir inmerso en el clima de la nueva Alianza, no es recorrer un camino de rosas. «Sufrimiento», «lágrimas y clamor» (Hech 5, 7-8), «muerte» (Jo 12, 24), son situaciones que van decantando la fide­lidad y que nos ayudan a alcanzar el perdón de los pecados que Dios nos ofrece. Cuando llegan las horas de la prueba de la fidelidad, el hombre, hasta el mismo Cristo, siente la tentación de decir: «Padre, lí­brame de esta hora» (Jo 12, 27). Este pasaje es una resonancia profunda de la oración del Huerto de los Olivos (Le 22, 39-44).

En este trance Dios no abandona al hombre. «El es nuestro Dios», está junto a nosotros, silenciosamente. Pero, está dándonos la garantía del éxito, confortándonos (Le 22, 43). Entonces vino una voz del cielo: «lo he glorificado y volveré a glorificarlo» (Jo 12, 28). Esta voz, no sólo se oyó por Jesús, sino también por nosotros (Jo 12, 30).

Este drama de la fidelidad de Cristo a Dios, hasta derramar su San­gre, constituye el misterio de nuestra celebración. En su Sangre tene­mos la garantía del compromiso indefectible de Dios con nosotros; en su Sangre se ha sellado la nueva Alianza. Solamente con nuestra san­gre podremos echar la rúbrica de unas relaciones profundas con Dios. ¿Somos nosotros de los fieles que viven bajo la salvación de la nueva Alianza?

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DOMINGO DE RAMOS

TEMA: ENTREGAR LA VIDA.

FIN: Convertirnos ante el mensaje de la Cruz, contrastar nues­tra actitud: que quita la vida a los demás, con la de Cristo: que entrega su vida por la salvación de todos.

DESARROLLO:

1. Descripción de los que quitan la vida a los demás. 2. Cristo entrega su vida.

TEXTO:

El relato de la Pasión de Jesús es para escucharlo en silencio y de rodillas; sin palabras humanas que estorben la contemplación y la in­terpelación de la Cruz. Ella es el juicio de Dios sobre el mundo; divide a los hombres en dos: los de la derecha y los de la izquierda (Mt 25, 33), los que dan la vida por los otros y los que quitan la vida a sus her­manos, los que están clavados en la Cruz y los que crucifican y se mo­fan de los crucificados. Para ayudar a pronunciar sobre nuestra vida el Juicio salvador de la Cruz de Cristo, vamos a analizar las actitudes de los que arrebatan la vida a los demás y de los que la entregan por sus semejantes.

1. Descripción de los que quitan la vida a los hombres.

En todos nosotros hay un hombre oculto, sanguinario, lleno de egoís­mo, que pretende vivir sólo para sí y hace lo posible a fin de que los demás vivan para él. De esta pasión inicua nacen todos los desastres que se producen en las relaciones humanas: «¿Codiciáis y no poseéis? Ma­táis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Combatís y hacéis la guerra»

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(Sant 4, 2). Hay un modo de matar al otro, ignorándolo, pasando indi­ferente a su lado, no enterándose tan siquiera de que existe. «No me diste de comer, ni de beber, ni me acogiste, ni me vestiste, ni me vi­sitaste» (Mt 25, 42-43). La necesidad del otro es una llamada que no podemos desoír sin matarlo: «el que tiene bienes de la t ierra y no los comparte con el que no los tiene, no ama» (I Jo 3, 17). «Quien ve que su hermano está desnudo y no tiene qué comer y le dice: vete en paz, sin darle nada, no tiene fe» (Sant 2, 15-17).

Nos encontramos realizando a diario acciones negativas agresivas contra los hombres que nos rodean. «El que no ama permanece en la muerte» (I Jo 3, 14). Y la muer te es un poder activo (Rom 5, 12) que se propaga; el que está muerto, siembra la muer te . Por eso, todo el que no ama positivamente, «el que aborrece a su hermano», «es un asesino» (I Jo 3, 15). La sombra de Caín pesa como una maldición sobre las es­paldas de la humanidad (I Jo 3, 12).

Esta agresión fratricida se concreta en la Biblia en el «menosprecio del pobre», «el rico os oprime y os arrastra a los tribunales» (Sant 2, 6). Las voces de toaos los profetas se han alzado con­tra los hombres que viven bien a costa del sudor, la fatiga, la miseria y la sangre de u n gran número de personas: «Vuestras manos están lle­nas de sangre» (Is 1,5; 59, 2-3). El salario no pagado a los obreros (Sant 5, 4), el aplastar las justas reivindicaciones de ¡os débiles (Am 4, 1), el comprar los jueces y gobernantes de la sociedad y aborrecer a los que dicen la verdad (Am 4, 1), el que construye casas preciosas atrepellan­do el derecho de los trabajadores que viven en chabolas (Am 5, 11-12), llevar una vida de despilfarro a costa del hambre y el sueldo de mise­ria de tantos proletarios (Am 6, 4 ss.), es matar a los hombres.

Matanza h u m a n a que se refleja no sólo en las guerras, sino en he ­chos tan corr ientes como la imposibilidad de acercarse con igualdad de oportunidades a la cultura, la negación del derecho de representación y asociación l ib re , el poder expresar con objetividad y responsabilidad los propios cr i ter ios en orden a la edificación del bien común.. .

El Juicio de la Cruz de Cristo sobre todos los que matan es bien claro: «Apar taros de mí, malditos.. . Conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25, 41, 45). « J a m á s he de olvidar todas sus obras» (Am 8, 7). «Vosotros, ricos, llorad... p o r las desgracias que e s t án para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida.. . el salario que no habéis pagado a los obreros está gritando» (Sant 5, 1-4). «Dios librará al pobre suplicante.. . de la opresión, d e la violencia; su sangre sera preciosa ante sus ojos» (Sal 72, 12-14).

2. Cristo e n t r e g a su vida .

En el comienzo de la narración de la Pasión hay u n gesto, que la Iglesia ha h e r e d a d o sobre el sacramento d e la Pasión del Señor, lleno

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de significado. El sentido de la Cruz se nos explica con el signo proféti-co de la institución de la Eucaristía. Cristo en la Cruz es como un «pan partido», como «un Cuerpo entregado» por amor a los demás. Un pan part ido para ser compartido por todos; un cuerpo muerto para que los demás encontremos el acceso a la vida (Mt 26, 26). El mismo significa­do está expresado con la imagen de su «Sangre derramada en el cáliz» de los demás para llenarnos de vida, para remisión de los pecados (Mt 26, 27). Cristo derrama su Sangre frente a aquellos que intentan chu­par la sangre de otros; en la Cruz se busca nuestro beneficio desintere­sadamente, en contra de aquellos que buscan apoderarse del beneficio ajeno en interés propio.

La Pasión nos muestra bien claro esta tensión de nuestra convi­vencia en el mundo: Cristo el Justo, es entregado, matado injustamen­te «por manos de los impíos» (Act 2, 23). El, sin embargo, perdona y muere entregándose l ibremente (Jo 10, 18). El azotado ofrece su espal­da a la tor tura a fin de dar la vida, aun por aquellos que le odian (Is 50, 4-7). En la misma muer te de Cristo aparece el juicio de Dios: exal­tando al que entrega su vida por los demás (Fil 2, 9) pone en eviden­cia a los que pretenden bar re r de la existencia a los que les estorban. El juicio de la Cruz no es un juicio de condenación, sino un esclareci­miento de la situación y de Jas actitudes verdaderas del hambre. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar, sino para salvar» (Jo 3, 17).

¿Es esta la actitud que nos rige en nuestras relaciones con los de­más? ¿Trabajamos y luchamos hasta entregar la vida, para hacer que desaparezcan las situaciones que nos hacen imposible entablar relaciones fraternales?

Ante la Cruz de Jesús hagamos un sincero examen de nuestra vida.

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TRIDUO PASCUAL Y

DOMINGOS DE PASCUA

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JUEVES SANTO

TEMA: LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DEL AMOR FRATERNAL.

FIN: Se persigue que la comunidad se reencuentre a sí misma en la celebración de la Eucaristtía, como Sacramento de la comunión fraternal. Sería de desear que en la celebración se leyera la lectura de I Cor 11 en todo su contexto, des­de el v. 20 al v. 35.

DESARROLLO:

1. División de la comunidad de Cristo. 2. Esta situación se refleja en la Eucaristía.

TEXTO:

El Jueves Santo celebra la conmemoración de la Institución de la Cena, Sacramento de la Pascua de Cristo. «Antes de la fiesta de la Pas­cua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar... habiendo ama­do a los suyos, los amó hasta el extremo. Estaban cenando...» (Jo 13, 1-2). En el transcurso de esta Ultima Cena, con indudable resonancia pascual, Juan no nos narra la institución de la Eucaristía, pero en su lugar nos ofrece un gesto de Cristo, en el que, por medio de un mimo profético, nos da todo el contenido de su Pasión. Cristo muere realizan­do un acto de amor o de servicio a los hombres. La Eucaristía, como Sacramento de la Pasión, hará siempre presente este servicio de Cris­to a los suyos.

San Pablo, valiéndose de esta interpretación de la Eucaristía como Cuerpo y Sangre derramada por todos, nos descubre otro aspecto del sacramento del altar: significa en la comunidad el amor mutuo o el servicio fraternal de los creyentes que se reúnen para partir el pan.

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1. División de la comunidad de Cristo.

Pablo se encuentra ante la división de la comunidad de Corinto (I Cor 1, 10-13).

Entre ellos hay cismas y diferentes maneras de pensar. La gente se ha reunido alrededor de los líderes: unos se han apuntado a la ten­dencia de Apolo, otros siguen a Pablo, otros a Cefás. Cristo en su Cuer­po, la Iglesia, está dividido.

Solamente hace falta tener conciencia en estos momentos de la si­tuación de la Iglesia universal y de la Iglesia de España, para darnos cuenta que estas mismas tensiones existen. El problema es que hoy son más graves: las ideas y los tradicionalismos o progresismos, hacen romper la comunión, el amor. Entre nosotros mismos unos ven una pro­blemática y otros andan ciegos. Entre unos y otros se entabla la ten­sión. Hay partidos: el Apolo, el de Pablo. Cada partido tiene su nombre y apellido definido.

Esto supone una tentación para muchos. Pablo piensa que es una prueba para que se pueda discernir cuáles son los verdaderos creyen­tes entre nosotros (I Cor 11, 19).

2. Esta situación se refleja en la Eucaristía.

Esta división se refleja en una falta de fraternidad en la celebra­ción de la Eucaristía.

El que, entre nosotros, unos sean del Concilio y otros se pongan en contra, el que unos estemos adscritos a la derecha o a la izquierda, no puede menos de reflejarse en la Eucaristía. «No puedo alabar vuestras reuniones, no son para bien, sino para vuestro mal» (I Cor 11, 17). «Al reunimos hoy entre vosotros» (ídem, v. 18), cismas interiores y exterio­res, faltas de diálogo, acusaciones, interpelaciones violentas, juicios y condenaciones...

«Cada uno toma su propia cena» (v. 21), «no la del Señor» (v. 21), «avergüenzan a los que n o tienen» (v. 22). Aquí hay quienes se reúnen satisfechos de su propia comida y hay a quienes les falta el sueldo para acabar el mes . Hay quienes llevan un tren de lujo, porque son ricos, a costa del sudor de los demás, robándoles lo que producen con su tra­bajo. Hay quienes están al servicio de la opresión en empresas, insti­tuciones... Con nuestra vida avergonzamos a los pobres, impedimos la fraternidad, creamos el antagonismo de las clases sociales. No ama­mos, e impedirnos que se llegue a amar.

Ante e s t a situación, Pablo establece este principio: Cuando vivimos así y, a pesar de ello, nos reunimos para celebrar la Cena del Señor, esto, aunque nos lo parezca, no es celebrar la Cena del Señor. Porque estamos viviendo lo contrario de lo que significa la Eucaristía: «Cada

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uno toma lo propio», mientras la Eucaristía es «ponerlo todo en común». No hacemos lo que hizo el Señor y lo que El nos mandó repetir en me­morial suyo (vv. 22-23).

Y para que nadie se llame a engaño sobre el precepto del Señor, Pablo les recuerda la catequesis primitiva de la Eucaristía. Esto es lo que recibió de la boca de la comunidad primitiva y esto es lo que, como cliché, él va repitiendo por todas las comunidades. En el relato de la institución de la Eucaristía está el sentido de su misma celebración.

Cristo instituye la Eucaristía como el Sacramento del amor frater­nal de la comunidad por El fundada. Esta es su actitud fundamental. «La noche en que fue entregado» no guardó para Sí nada «propio», sino que repartió y se entregó todo El, se puso en «común»; como se parte el pan propio de cada día y se comparte entre quienes queremos bien. Este Cuerpo entregado, partido y repartido, es su misma vida entrega­da para la vida de todos. Cuando se ama no se dan sólo cosas, sino que se entrega la misma persona. El que no ama está incapacitado para po­ner algo en «común». Si no ponemos nada en «común», ¿cómo pode­mos decir que celebramos la Cena del Señor?

La Eucaristía celebra la entrega del Señor, como un cáliz comparti­do, copa de la nueva Alianza que en medio de esta comunidad ha sido puesta para que al beber de su vino, vivamos en el amor, la fraterni­dad, la comunión.

«Examinémonos todos» (v. 28) ante el altar del Señor. Descubra­mos lo que significa y supone celebrar el memorial de la Vida y Pa­sión de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía. De lo contrario, «quie­res comemos sin valorar el Cuerpo del Señor, comemos y bebemos nuestro propio castigo» (v. 29); porque celebramos el amor, los que no amamos; partimos el pan, los que no compartimos nada; proclamamos el servicio fraternal, los que seguimos oprimiendo. ¿Cómo podemos ce­lebrar con verdad la entrega de Cristo, los que no nos entregamos a los demás?

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VIERNES SANTO

TEMA: EL SÍMBOLO DE LA CRUZ.

FIN: La Cruz es el símbolo central de la obra de Cristo y de la fe. Como tal , ella es el momento culminante de la revela­ción de Dios: en la Cruz, paradógicamente, Dios, el hom­bre y el mundo quedan iluminados. Pero, ¿qué es lo que en concreto nos sugiere el símbolo de la Cruz de Jesús?

TEXTO:

Introducción: De nuevo la celebración de la Cruz y la muerte de Cristo en la liturgia, como un SÍMBOLO d e la existencia humana y de la condición del mundo. E l tosco madero de la Cruz despide unos deste­llos tales q u e , por ella y en ella, se nos revela el misterio del hombre, escondido d u r a n t e tantos siglos. En la Cruz «vela el hombre que dio toda su Sangre, porque las gentes sepan que son hombres» (Unamuno, Cris­to de Velázquez, IV). La Cruz es el momento culminante de la revela­ción de la «Sabiduría y l a fuerza de Dios» (I Cor 1, 24).

Acerquémonos respetuosamente ante este símbolo de nuestra fe; percibamos en lo más profundo de nues t ro ser el mensaje que hoy nos ofrece; dejemos que la Cruz escriba el camino de nuestra vida, que nos n a r r e el proyecto que hemos de realizar. Solamente así es como puede reverdecer este leño y ofrecernos el fruto de la vida.

Desarrollo: L,a Cruz dice un NO definitivo a l a muer te .

¡Qué fác i l nos es a todos decir que vivimos! Es suficiente con que nos t o m e m o s la temperatura. Pero esta vida es muchas veces el so­porte de n u e s t r a muerte , porque vivimos muertos. Hay una muer te humana, d e la persona, ante la que palidece la misma muerte física. La vida d e muchos de nosotros no es s i n o una continua hemorragia de energ ías .

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A lo largo de la vida se nos va acumulando la muerte con los fra­casos, desilusiones, las situaciones humillantes, la pérdida de espe­ranza, los golpes duros, la enfermedad, los sufrimientos interiores, la soledad—esa condición irrenunciable de la existencia—. Estamos tan muertos que somos capaces de l lamar a la muerte , desearla, aceptar el arrugamiento hasta convertirnos en una pasa de uva. «Preferiría mi alma el estrangulamiento y la muerte más que mjs dolores» (Job 7, 15).

La Cruz de Cristo como revelación del plan de Dios sobre el hom­bre, nos manifiesta que la actitud humana auténtica es la rebelión contra la muer te .

El Dios de nuestro mundo es el «Dios vivo» (Jos 3, 10; Sal 42, 3), que «no se complace con la muer te de nadie» (Ezeq 18, 32), «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Me 12, 27). Dios ni se complace en la muerte ni la glorifica. Más, la muerte de la persona humana, como constituyente del pecado, es la enemiga más importante del plan de Dios sobre el hombre. El Dios de la Vida está en contra de la muer­te que el hombre se causa a sí mismo.

Cristo, en la Cruz, nos da la clave del sentido verdadero de la muer­te. Siente repugnancia hacia ella, y pide a su Padre que si es posible pase de El aquel cáliz, pero se mantiene fiel a la voluntad de Dios y se ofrece como víctima por nuestra redención.

Quien sea capaz de amar la vida verdadera que le ofrece la Palabra de Dios, como un valor inalienable, podrá superar todas las muertes parciales y el fracaso definitivo de la última. «Quien pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 16, 25). «El que cree en mí, aunque muera, vi­virá» (Jo 11, 25). Amar la vida hasta ser capaces de perderlo todo, de perder la vida de muer te para vivir la vida en la muerte .

En la Cruz de Jesús se nos revela que el momento culminante del fracaso humano, la muer te , es la ocasión definitiva de la vida: la muerte física es el acto vital por excelencia, la oportunidad de zam­bullirse en la vida para siempre, de enraizarse en todo aquello que es fuente perenne de vida.

La Cruz es el símbolo de la lucha del hombre, que, clavado a la muerte por todo lo que le rodea, le permite escapar de ella, dándole el golpe mortal, amando desesperadamente la verdadera vida. Este acto de­finitivo de la Cruz, que a todos nos espera, proyecta su símbolo sobre nuestra vida: ¿es que la vida no es una lucha contra el poder amena­zante de la muerte? ¿Acaso los actos que fraguan la vida no son te­rrenos arrebatados a las embestidas de la muer te?

La Cruz es esa esperanza mantenida más allá de la evidencia y de un sentido común, propagado por el mundo de la muerte .

Cuando todo y todos nos dicen que la relación fraternal es un intento irrealizable, que la comunión es un sueño inalcanzable, que el amor es la más ingenua utopía que existe en el mundo, que el

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fracaso es nuestro salario, que la soledad no se soluciona ni aunque cada uno fuera capaz de acompañarse a sí mismo, que la transfor­mación de la sociedad es u n cuento repetido sin cesar, que no hay nada que hacer sino pudrirse en esta vida de muer te . . . , que después de la muerte física no nos queda sino esperar el vacío de la nada. . . hay un «contra todo», «a pesar de todo», «por encima de todo», «una desespera­da esperanza», una fe surgida como un cardo en medio de la incredu­lidad, dolorosa fe, que nos empuja a amar la vida, a vivirla hasta ese final en el que enfrentadas la vida y la muerte , la vida sea más fuerte que la muerte interior y la muer te física. «Y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Apoc 21, 3).

La Cruz nos revela la esperanza de que el hombre, en su condi­ción actual, es un campo de batalla, en el que aquel que lucha, aun­que sea herido de muerte , da muer te a la muerte y es coronado de victoria junto a Dios y al Crucificado.

No hay más salvación que la Cruz, es decir, que la Vida. La sal­vación no se nos ofrece de otra manera que en este mundo y por el estilo que vivimos en el mundo. La salvación nos viene por la vida, a causa de la vida que vivamos, por la vida que conquistamos. El Señor lo ha dicho terminantemente al describirnos el Juicio final.

En la Cruz de Jesús de Nazaret Dios ha dado un NO definitivo a la muer te ; y el hombre, dolorosamente, ha encontrado el camino de la vida mur iendo a una vida de muer te . Jesús confió que era más preciosa la vida verdadera que la vida caduca. No se equivocó. El es el Viviente; el que es la Vida; Primogénito de todos los que tienen que vivir venciendo a la muerte .

La Cruz nos tiene que llenar de un amor real a la vida verdadera, que nos ofrece ya la Palabra de Dios y que se culminará en el encuen­tro definitivo de Dios, cuando consume su Reino.

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VIGILIA PASCUAL

Esta noche ha sido instituida para celebrar todo el misterio de la Salvación. Es noche de testimonios. La fe vivida no se puede t rans­cribir. La Resurrección está más allá de todo intento de explicación. Solamente puede ser proclamada por la fe y en la vida. Me siento incapaz de presentar una homilía sobre el misterio que se celebra en esta Noche Santa.

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DOMINGO DE RESURRECCIÓN

TEMA: TESTIGOS DE LA FE.

FIN: Profundizar en lo que exige y supone el ser testigo de Jesucristo en medio de la sociedad. Confrontar nuestro testimonio con la fuerza de un testimonio verdadero.

DESARROLLO:

1. Situación de los testigos en el mundo actual. 2. Los presupuestos del testimonio. 3. La vida del testigo.

TEXTO:

Cada generación t iene la necesidad de escuchar el anuncio escalo­friante de l Evangelio de la Resurrección. Este anuncio de la fe no se puede suponer nunca, por más que los monumentos de la fe, y la misma cultura, nos lo hayan hecho rut inar io . Nadie puede llegar a ser hoy creyente en la Iglesia, si antes no h a escuchado el Evangelio de la Resurrección y ha creído en él.

1. Si tuación de los testigos en el mundo actual.

Esto supone que hay testigos que dan fe de ello. La importancia del tes t imonio para t ener acceso a la fe hace que los testigos tomen un re l i eve de primera categoría.

Pero ¿ h a y testigos en t re nosotros? ¿Estarnos capacitadas las comu­nidades cr is t ianas para proclamar el Evangelio? ¿No es la vida externa de la Igles ia , en muchas ocasiones, impedimento grave para anunciar la salvación? Nosotros mismos, como miembros de la Iglesia, ¿estamos capaci tados para dar testimonio? ¿Somos testigos de algo?

C u a n t a s veces celebramos la Eucaristía, proclamamos la muer te

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gloriosa del Señor hasta que El vuelva (I Cor 11, 27). Pero, ¿qué noi ocurre? ¿Es que esta celebración es algo más que un rito? Acabumoi de celebrar la vigilia pascual, cuyos ecos van a llenar de gozo y es­peranza esta cincuentena de días; ¿pero es este tiempo pascual algo más que una fiesta institucionalizada? ¿Estamos preparados para anun­ciar al mundo la resurrección de u n modo más eficaz que llenando de sones de campanas los valles o encendiendo lumbre en la noche? ¿Cómo podemos decir de un modo interesante que «Jesucristo ha resucitado»?

2 Los presupuestos del testimonio.

Ser testigos, es un servicio que no podemos improvisar. Las lec­turas de hoy nos sugieren unos puntos de reflexión que, como inter­pelación de nuestra fe, voy a intentar destacar.

El testigo, en primer lugar, supone una elección de Dios, que encar­ga una misión a este creyente: «Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio...» (Hech 10, 42). El testigo tiene conciencia de este servicio para el que ha sido elegido: «Nosotros somos testigos» (v. 39), «Dios... nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que El había designado» (vv. 40-41).

El fruto de esta elección de Dios es la fe en la Resurrección. Esta sólo puede ser captada por la fe. Pero el testigo de la Resurección t ie­ne una fe de tal calidad que es descrita como un encuentro personal con el mismo Resucitado: «hemos comido y bebido con El después de la resurrección» (Hech 10, 41). «Dios lo resucitó y nos lo hizo ver» (v. 40).

El testigo, además, conoce los acontecimientos, pero iluminados por la revelación de la fe. Hay quienes conocen «lo sucedido», pero no tie­nen fe, no saben lo que los acontecimientos revelan y, por tanto, no pueden ser testigos. Les pasa lo que a María Magdalena, que ven el se­pulcro vacío, pero no saben lo que eso significa y, por tanto, no pueden ser testigos de la Resurrección, sino de hechos tan anodinos como éste: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han pues* to» (Jo 20, 1-2). El testigo ha descubierto el significado de la vida de Jesús y la salvación que la acción de Dios en Cristo nos ofrece. Los acontecimientos adquieren categoría cuando se descubre lo que hay en ellos: «vio y creyó» (Jo 20, 8).

Los testigos saben que en la. Resurrección de Jesús se ha mani­festado «la fuerza del Espíritu Santo» (Hech 10, 38) por quien El esta­ba ungido y de cuya fuerza todos participamos. Saben que «Cristo pasó haciendo el bien» (v. 38), pero no siendo simplemente «bueno». Pasó haciendo el bien, aunque para muchos fuera «malo», enemigo. El bien sólo puede ser bueno cuando se afirma en lucha contra el mal, «curan­do a los oprimidos por el diablo» (v. 38). Cristo no sólo los libera, sino

6-Homilías.

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que es capaz de enfrentarse y vencer al Príncipe de este mundo inicuo. Jesús de Nazaret se enfrenta a la raíz del mal, estirpándolo desde su base, para que pueda surgir la nueva creación. El testigo, no puede dar testimonio si no está implicado en esta lucha salvadora en medio de la situación social en que se encuentra. «Los que creen en El reci­ben, por el poder de su nombre, el perdón de los pecados» (v. 43). Esta salvación, generada por el poder de la Resurrección de Jesús, tiene que ser hecha efectiva por el testigo de ella. De lo contrario no podrá de­mostrar, con obras, que en esta lucha contra la raíz del mal, «Dios es­taba con El» (v. 38), para revelarnos que está con nosotros. No se puede dar testimonio de Cristo, sin repetir el drama de la salvación en medio del ambiente en el que queremos anunciar el Evangelio.

3. La vida del testigo.

No hay palabras que puedan ser capaces de anunciar la Resurrec­ción. La Palabra tiene que ser «poderosa» (Hech 4, 33), para que pue­da llegar a engendrar la fe. La vida del testigo es la muestra más cla­ra de lo que quiere anunciar. Vida en «sinceridad y verdad», en la que el hombre muestre cómo la Palabra que anuncia tiene tal densidad y fuerza, que es capaz de fermentar y transformar a todo el ser humano (I Cor 5, 6-8). Vida del testigo que exige la muerte a todo un mundo de valores, para vivir según las perspectivas de la nueva creación, inau­gurada po r Cristo (Col 3, 1-4).

Todo creyente , por el hecho de serlo, está elegido para ser testigo. Pero an tes de lanzarnos a un anuncio lleno de palabrería, parémonos, verifiquemos nuestra vida, seamos sinceros. Ser testigos es un sencillo ejercicio q u e consiste en vivir «resucitados con Cristo» (Col 3, 1).

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DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA

TEMA: LA COMUNICACIÓN DE BIENES.

FIN: Iluminar el problema de la comunicación de bienes, bus­cando la raíz de esta puesta en común. Debe quedar claro que como manifestación del amor, es uno de los modos fundamentales de vivir la fe en la Resurrección y de dar testimonio de ella.

DESARROLLO:

1. Preocupación por el taina. 2. La raíz de la comunicación: la Paz o la convivencia ins­

taurada por el Resucitado. 3. ¿Qué entendemos por comunicación de bienes? 4. ¿Cómo hacerla?

TEXTO:

Casi todos nosotros estamos fuertemente influenciados por la clase social en que nos desenvolvemos. Vivimos en situación de privilegio. Pertenecemos a las minorías que poseen bienes y tienen acceso a la cultura. Sin embargo, en la medida de nuestras fuerzas, tratamos de no ser aniquilados por estos condicionamientos. Quisiéramos dar u n testimonio de pobreza, pero huimos dramáticamente de plantearnos un compromiso y no somos capaces de desprendernos siquiera de lo su-perfluo. Cuando nos decidimos a comunicar algo, sólo damos de lo que nos sobra.

1. Preocupación por el tema.

La dificultad que experimentamos para compartir con los demás nuestros bienes no nos disminuye la responsabilidad. Esta dificultad es una prueba para contrastar la verdad de nuestra fe. Manifestare­mos que somos creyentes de verdad si, entre otras cosas, nos planteamos y resolvemos la situación de ricos burgueses en que nos encontramos.

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9 La raíz de la comunicación.

A este enfrentamiento y compromiso que nos empuja hoy la Palabra de Dios.

El Evangelio pone en boca del Resucitado un saludo que resume lo que es un mundo según la nueva creación: «Paz a vosotros» (Jo 20, 21). Jesús anuncia la Paz mesiánica, una situación que resulta de la justicia y el amor, los cuales crean un clima nuevo en las relaciones humanas .

Esta Paz del Resucitado aparece plasmada en la comunidad de los creyentes (Hech 4, 32-35); en la nueva sociedad el hombre deja de ser para el hombre un lobo feroz, hambriento y en actitud competitiva, para reconocer en el otro a un hermano. Caín abraza a Abel, en lugar de explotarle y matarle. La fe nos ar ras t ra a la comunión y al amor entre los hombres, a tener un sólo sentir, un mismo corazón, a sentir­nos solidarios de la suerte del prójimo.

Esta exigencia de la fe no puede ser sólo un juego de palabras y de actitudes. El amor ha de manifestarse en obras (I Jo 3, 18). El amor verdadero lleva a no poseer nada propio, a poner lo que se tiene en co­mún, a fin de instaurar la igualdad y crear el clima propicio para la fraternidad. La ley del vivir cristiano se inspira en la actitud de Cris­to: «Conocéis bien la generosidad de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (II Cor 8, 9). Los pobres existen en el mundo porque los crean los ricos, a costa de empobrecerlos aprovechándose de su trabajo. Poniendo en común los bienes da testimonio de la Resurrección la comunidad primitiva.

Examinemos, en esta celebración, nues t r a conciencia y escuchemos si nos acusa gravemente o no.

3. ¿Qué entendemos por comunicación de bienes?

La P a l a b r a nos enfrenta ante l a actitud que tenemos en la comunicación de los bienes. Cuando hablamos de comunicación de bienes no nos referirnos nunca a las «colectas» de las mi­sas. Nos movemos en un campo m á s amplio, profundo y ra­dical. «Comunicación de bienes» significa lo mismo que suenan las palabras: hacer partícipes de eso q u e llamamos «nuestro» a los demás. E s t o s bienes son de todo t ipo, no exclusivamente materiales.

— Lo pr imero que nosotros t enemos que compartir con los demás es aquel lo que les correspeade en jus t ic ia . Somos acaparadores: lle­namos n u e s t r o s graneros, aumentamos las cuentas corrientes y acu­mulamos acciones. Atesoramos a costa de los otros, dejándonos llevar del espe j i smo del rico insensato del Evangelio (Le 12, 16 ss.). Con el

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gasto y el lujo escandaloso insultamos al pobre Lázaro, que se muere junto a nosotros (Le 16, 19 ss.). No admitimos nuestra condición de ADMINISTRADORES de los bienes. Lo que creemos ser exclusiva­mente nuestro: inteligencia, capacidad de trabajo, oportunidad, suerte, dinero en consecuencia, no es sólo nuestro, sino que lo tenemos que vi­v i r en solidaridad. Somos administradores, no dueños, de los bienes que están en nuestras manos, para que sirvan por igual a la promoción de todos. No sólo hay que repart i r con los demás la fortuna robada; hay que compartir todo bien superfluo, porque toda apropiación, en derecho exclusivo, es un robo a los demás. La propiedad privada no es un va­lor absoluto, sino relativo; mira a los demás, tiene una dimensión esen­cialmente social (Juan XXIII: «Mater et Magistra», núm. 119; Vatica­no II: «Gaudium et Spes», núm. 71).

Los ricos somos la causa de esta sociedad injusta, en pecado grave. Salvarse es salir de esta situación; es condición indispensable para po­der llegar a vivir el Reino de Dios. Hay que poner a disposición de to­dos lo que según la voluntad de Dios es para todos. No damos de lo nuestro, cuando lo que tenemos que hacer es devolver lo que les co­rresponde a los demás.

— El segundo nivel de la comunicación de bienes se desarrolla a impulsos del amor fraternal: no sólo doy lo que corresponde según jus ­ticia, sino que además estoy dispuesto a poner en común, por amor, aun aquello que necesito para vivir. Es la actitud de la viuda de Sarepta, que reparte con Elias el aceite y el pan de su pobreza, sabiendo que después no le queda otra esperanza que esperar la muerte por hambre (I.Reg 17, ss). Es como la mujer aquella que da aun lo que necesita para vivir: «Alzando la mirada, vio a unos ricos que echaban sus do­nativos en el arca del Templo; vio también una pobre viuda que echa­ba allí dos moneditas, y dijo: De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como dona­tivo de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesi­taba, todo cuanto tenía para vivir» (Le 21, 1-4).

La comunicación de bienes debe ser el signo de una comunicación más profunda, a nivel personal. El que ama no da cosas, sino que se da él mismo, bajo el signo de las cosas sensibles que entrega.

4. ¿Cómo hacerla?

Muchos nos estaremos ahora preguntando: ¿cómo hacer esta comunicación de bienes? La respuesta exige una solución técnica que escapa a mi competencia y al ámbito de la Palabra de Dios. Tenemos que l legar a una comunicación de bienes. ¿Cómo? Del modo que se nos sugiera hoy con los medios técnicos. Desde luego, será de modo diver­so a como, de una manera rústica, comunicó sus bienes la comunidad

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primitiva: no es cuestión de vender todo y dárselo al pr imer pobre que encontremos por la calle. La actitud decidida de comunicar, nos hará encontrar un camino nuevo.

A pesar de todo, debemos tener en cuenta cuatro criterios del Con­cilio Vaticano II:

— Antes de dar, como prueba de amor, hay que comunicar lo que es justo.

— Se ha de respetar la dignidad y la libertad de las personas con las que se comparte.

— Se ha de huir de ir buscando la propia utilidad o el deseo de dominio.

— La comunicación de bienes ha de ir encauzada a la supresión de las causas, y no sólo de los defectos, de los males. Se ha de organizar de tal manera que la comunicación vaya proporcionando la liberación de toda dependencia externa y promocione para que todo hombre o grupo se baste por sí mismo. (Decr. «Sobre el apostolado de los segla­res», núm. 8).

La comunicación de bienes, entendida en su profundidad, lleva con­sigo una concepción del mundo que está en contra de las estructuras en que nos movemos. Nuestro ser creyentes nos ha de empujar a crear el clima necesario para que se manifieste el Reino de Dios, que no es extraño ni a los sistemas económicos, ni al modo de realizar la orga­nización de la sociedad.

Para emprender esta t a r ea se nos ha dado el mismo poder que tuvo Jesús (Jo 20, 21-23), su Espíritu, a fin de que luchemos con El en la destrucción del pecado. El triunfo del amor contra el egoísmo es la prueba de que Jesús ha resucitado. La Eucaristía es el sacramento de la resurrección y, por tanto , es también el sacramento del amor fra­ternal . En el la se pone lo «propio» en «común». La comunión después de part ir el pan, es el gesto fundamental de los creyentes.

¿Será t ambién verdad en t re nosotros «que es muy difícil que los ricos se salven»? (Le 18, 24 ss.)

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DOMINGO III *DE PASCUA

TEMA: EN EL NOMBRE DE JESÚS.

FIN: Despertar la confianza en la misión de la Iglesia, asistida por el poder de Dios.

DESARROLLO:

1. En el Nombre de Jesús. 2. La vida según el Nombre de Jesús. 3. Los signos del Nombre de Jesús.

TEXTO:

1. En el Nombre de Jesús.

Para los creyentes de la comunidad primitiva el Nombre de Jesús era una enseña que resumía todas las cosas. El «nombre» en la Biblia de­signa la personalidad del que lo lleva. Hacer algo en el Nombre de Je ­sús suponía una confesión de fe en el poder de Dios, que en El se ha­bía manifestado (Hech 3, 6; 16, 18) y la convicción de que Jesús estaba presente en cada creyente (Le 24, 34-48), para asistirle con su virtud salvadora. En el Nombre de Jesúp se predica el Evangelio, se concede la salvación (Hech 4, 8-12), surge la Iglesia, se realiza la misión. El Nombre de Jesús ha llenado de acciones maravillosas, poderosas, la historia del mundo, siempre que ha habido creyentes que lo han in­vocado.

¿Podemos decir hoy la Iglesia ante el mundo: «por qué os admi­ráis»? (Hech 3, 12). ¿Hacemos obras poderosas en su Nombre? «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, te doy: en Nombre de Jesucris­to Nazareno, ponte a andar» (Hech 3, 6-16). ¿Acaso comienza a «an­dar algo en el mundo por nuestro esfuerzo? Se le acusa a la igle­sia de conservadora, de mirar con recelo a todo lo nuevo, de frenar a veces impulsos muy nobles de la humanidad, de caminar al margen

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de la historia, de perder siempre el tren, aunque reconocen, a la vez, el maravilloso espectáculo que ha dado y da en sus mártires, en la aten­ción a los marginados, en la proclamación constante de los derechos humanos. ¿Qué aportación hacemos hoy la Iglesia, en el Nombre de Cristo, a un mundo en profundos cambios? ¿No estamos muchas veces entre las superestructuras que oprimen, que mantienen situaciones de injusticia establecida? Estamos más con lo seguro, que con la aventura; caemos en la tentación de guardar lo adquirido, contentándonos con ello y dando muy pocas pruebas de esperanza; nuestro grupo parece un pa­ralítico, refugiado en el templo. ¿Cómo vamos nosotros a hacer andar a los demás?

La Iglesia recuperará su puesto de servicio al mundo cuando pue­da decir sin retóricas: «¿por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste por nuestro propio poder o virtud? Dios... ha glorificado a su siervo Jesús» (Hech 3, 12-13).

2. Tenemos necesidad de ser captados por el poder del Nombre de Jesús (Mt 8, 10).

Antes de l lamar a la conversión a nadie, hemos de convertirnos no­sotros; antes de levantar del polvo a los paralíticos, tenemos que recu­perar nosotros el movimiento. La reforma de la Iglesia que hoy está planteada no consiste en u n mero cambio de reformas externas. En la Iglesia tenemos que enfrentarnos ante el Evangelio, creer en él y de­jarnos poseer por la fuerza del Nombre de Jesús. Sólo cuando tenga­mos confianza en su nombre podremos cumplir la misión: «En tu Pa­labra, echa ré las redes» (Le 5, 5).

Creer e n el Nombre de Jesús no es solamente invocarle. El Nombre de Jesús n o es una fórmula mágica (Hech 19, 13-17) con la que damos culto a Dios y tratamos de conminar las fuerzas del Universo. «Quien dice «yo l e conozco» y no guarda los mandamientos es un mentiroso y la verdad n o está enéb> (Jo 2, 5). Conocer el Nombre es igual a vivir según el p l a n de Dios, que el Nombre de Jesús nos revela. El «recono­cimiento d e Jesús» (Le 24, 25) supone comenzar a vivir según la resu-rección, «convertios para q u e se borren vuestros pecados» (Hech 3, 19).

3. Los s ignos del Nombre d e Jesús.

Una v e z que nos h e m o s llenado de energía por el poder del Nombre, t e n e m o s que vivir sígún él; lo cual, exige que realicemos en medio de l o s demás signos del Nombre de Jesús. Digamos de entrada que los s ignos que se nos piden no son espectaculares. «Generación malvada y adúltera. Una señal reclama y no se le dará otra señal que la del p r o f e t a Jonás»(Mt 12, 38 ss.). No h a y más signo que el de la vida en obediencia a la Palabra d e Dios y la realización del misterio Pascual.

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*

El signo fundamental es el de la misión. Una misión realizada con arrojo, sin miedo, dando testimoonio de que tenemos confianza en el poder del Nombre que nos asiste. La misión consiste en «contar lo que les había acontecido en el camino» (Le 24, 45); en interpretar ante los demás el significado de los acontecimientos (Hech 3, 13-15); el anun­ciar con valentía el mal que se ha hecho aunque cueste la cárcel, el sufrimiento, la tor tura o el martirio: «vosotros y vuestras autoridades, por ignorancia, rechazasteis el Santo y matasteis al Señor de la vida» (Hech 3, 14.17).

Todo esto para poder predicar la conversión, «por tanto, arrepen­tios y convertios, para que se borren vuestros pecados» (Hech 3, 19). Este es el gran milagro que opera el Nombre de Jesús: levantar de la postración a los paralizados por el pecado, provocar la liberación real e integral del hombre.

Cuando se empista a un hombre en este camino todo se transfigura, comienza a sospechar que la «Paz» (Le 24, 36) no es una palabra sin contenido y experimenta la alegría pascual, por la confianza en el Nom­bre de Jesús, que con su presencia nos arrebata el miedo y la zozobra (Le 24, 38.41).

La Eucaristía la hacemos por la invocación del poder del Nombre ,de Jesús. Ello indica la convicción de que el Resucitado está presente en medio de nosotros. ¿«Seremos capaces de reconocer a Jesús en el par­tir el pan»? (Le 24, 35).

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DOMINGO IV DE PASCUA

TEMA: EL VERDADERO PASTOR.

FIN: Dada la confusión que hay hoy en la Iglesia alrededor de los Pastores o los ministros, pretendemos dar unos cri te­rios que ayuden a discernir el verdadero servicio del falso.

DESARROLLO:

1. Situación actual. 2. Falsos pastores, características. 3. Notas del verdadero Pastor . 4. Actitudes ante la Je ra rqu ía de la Iglesia.

TEXTO:

Bella imagen es ésta del Pastor y sus ovejas. Aunque lejana de la civilización de la ciudad, reducida a una estampa bucólica, la parábola del Buen Pastor y su g rey no deja de se r para nosotros evocadora y simbólica.

1. Situación actual.

La imagen del Pastor, e n el lenguaje cristiano, ha pasado a signifi­car el quehacer ministerial de la j e r a rqu ía de la Iglesia. El pastoreo, que sugiere paz y tranquilidad, en estos tiempos anda revuelto.

El fenómeno contestarlo, universal, es tá también presente en el ?eno de l a comunidad cristiana. Hay obispos que discrepan del Papa y de su est i lo pastoral. Los presbíteros se enfrentan en no pocas oca­siones a s u s obispos. Las comunidades, cada vez más conscientes, di­sienten d e la línea seguida por la Conferencia Episcopal o su propio obispo.

La s i tuación actual, aunque es rica por la nueva era que p re ­tende a l u m b r a r , entraña serias dificultades, sobre todo si se pre tende ser h o n r a d o y v iv i rá fondo según los criterios del Evangelio. Nume­rosos cr is t ianos nos encontrarnos a mil l eguas de los que han sido cons­tituidos institucionalmente como Pas tores . Surge espontáneamente la inquietud. De entre los Pastores, ¿quiénes están en la línea del Evan­gelio? C u a n d o se está en desacuerdo con algún miembro de la j e r a r ­quía, ¿ q u i é n estará equivocado? ¿Hay criterios en el Evangelio pa ra

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discernir al verdadero Pastor? ¿Cómo hacer surgir en medio de la co­munidad buenos Pastores? ¿Es posible guardar la comunión con ciertos Pastores?

En estos tiempos romper la comunión con los Pastores, u olvidarla, es la tentación de cada día. Esta desolación no sólo aqueja al pueblo de Dios, sino que se ha apoderado también de los mismos Pastores. Pablo VI decía a la Conferencia Episcopal italiana: «Ser obispo ya no es un título honorífico, sino un deber de servicio, ¡y qué servicio' No me sorprende ver con frecuencia cómo obispos en ejercicio, y no siem­pre enfermos o ancianos, y candidatos llamados al Episcopado, bus­quen el modo de declinar tal deber, que hoy parece haberse hecho insoportable» (II de abril de 1970).

2. Falsos Pastores, características.

El problema es aún más complejo: en la Iglesia hay, de hecho, ma­los Pastores. Personas que se aprovechan del ministerio y caen en los mismos defectos que Ezequiel echaba en cara a los Pastores malos que, en nombre de Dios, pretendían apacentar al pueblo (Ezeq 34, 1 ss.). Son Pastores malos los que se apacientan a sí mismos, los que buscan congraciarse con el poder, mantener las estructuras en las que se en­cuentran cómodos. Pastores que se comen al pueblo, que alimentan la conciencia de que «el pueblo soy yo». Hay muchos que no cuidan al débil, que pactan con el poderoso y entran en el juego de mantener la opresión. Son malos Pastores los que ejercen la autoridad por vo­luntad de poder, los que excomulgan sin amor, los que dispersan sin habe r intentado antes reunir.

3. Notas del verdadero Pastor.

La narración del Evangelio nos ofrece criterios para discernir cuál es el verdadero Pastor. Es necesario tenerlos en cuenta.

— El Pastor verdadero da la vida por los suyos (Jo 10, 11). Los ama, los valora. El Pastor bueno no se estima a sí mismo como lo más importante de la Iglesia, sino que da su puesto a la comunidad. No hace ostentación de su servicio, sino que da silenciosamente, sin pres­tigio, la vida por el pueblo. Hay que amar al pueblo hasta darlo todo por él: hasta la pérdida del ministerio, la renuncia al episcopado o el destierro. El Pastor verdadero no está preocupado por conservar a toda costa el ministerio.

Cristo es el Buen Pastor porque ha dado su vida por el pueblo. No ha guardado nada para Sí, ni tan siquiera el ser Pastor; lo entregó todo.

— El Pastor y el pueblo deben tener un conocimiento mutuo y vivir en relación, en comunión (Jo 10). El pueblo que no conoce a sus Pastores, ¿cómo puede estar en comunión con ellos? Los Pastores que

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no están atentos a las necesidades de los demás, ¿cómo pueden pre­sumir de que sirven? El Pastor es Pastor del rebaño y para el pueblo. Por la gracia de Dios el ministerio surge como sacramento de la co­munidad y para ella; por eso no se puede ser Pastor sin estar en pro­funda solidaridad con el Pueblo de Dios.

El conocimiento engendra un amor verdadero a la comunidad, has­ta dar la vida. El Pastor es puesto por Dios como expresión de la co­munión del pueblo, realizada por la eficacia de la presencia de Cristo. En la comunidad reside la fuente de la Palabra viva de Dios, que obliga por igual al Pastor y a los fieles. La autoridad en la Iglesia es el servicio de unos a otros en el amor. El que sirve es el pr i ­mero, como el que más ama es el que más sirve.

— El verdadero Pastor está preocupado por la unidad y reunión del pueblo disperso (Jo 10, 16). Hoy muchos Pastores son causa de escándalo y dispersión por la torpeza con que desarollan su función ministerial. El Pastor bueno potencia lo que une, no lo que separa; siembra confianza, no desconfianza, viendo enemigos y adversarios donde no los hay; crea un clima de diálogo, sin creerse nunca en úni­ca norma de verdad. Hay Pastores que confunden sus apreciaciones personales con la Palabra de Dios, y otros confunden la unidad de la comunión, con la uniformidad en la manera de expresar esa comunión en la fe. De esta manera provocan la confusión, cerrando en la Iglesia la posibilidad del progreso y escandalizando, no precisamente-con el anuncio del Evangelio.

4. Actitudes ante la Jerarquía de la Iglesia.

La luz y la sombra se ciernen sobre nosotros. El discernimiento no es nada claro. Nosotros mismos estamos abocados a apreciaciones sub­jetivas. Hay, sin embargo, Pastores malos en todos los grados del mi­nisterio. ¿Qué hacer?

Mantener una postura meramente crítica no hace sino crear mal ambiente, no construye nada.

¿Cómo llegar a hacer una crítica madura? ¿Es posible? ¿Acaso hay cauces de diálogo en la Iglesia? ¿Se hace caso a la comunidad? ¿Podemos hacer algo más que crear una corriente de opinión? ¿Se podrá llegar a conseguir que desaparezcan los malos Pastores y que sean elegidos creyentes valiosos?

Hay quienes dudan de que todo e s t o sea posible. Creen que es ne­cesario romper con los Pastores ma los .

Otros, ante lo ambiguo e in t r incado de la situación, hemos optado por mantener una actitud crítica, pe ro dentro de una profunda y res­ponsable comunión con lo que los P a s t o r e s deberían ser, aunque al­gunos de ellos ni lo signifiquen. Esto comporta una gran tensión. Sin embargo, hoy la comunión en la Ig les ia solamente puede conservarse en el sufrimiento.

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DOMINGO V DE PASCUA

TEMA: PERTENENCIA A LA COMUNIDAD.

FIN: Se intenta proporcionar criterios para analizar el senti­miento, y la realidad, de pertenencia a la comunidad. Mucha gente se siente perteneciente a la Iglesia de un modo demasiado vago. ¿Es posible tener unos lazos más estrechos con la comunidad?

DESARROLLO:

1. El recelo natural ante los desconocidos. 2. La identificación ante la comunidad. 3. El criterio fundamental de pertenencia.

TEXTO:

Estamos en esta época, en una situación parecida a la que re­flejan los Hechos: «La Iglesia se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu San­to» (Hech 9, 31). En la situación de reforma emprendida entre nos­otros, el fin promordial lo tenemos puesto en el reencuentro del misterio de la Iglesia, que en tantas ocasiones se nos había evapo­rado. En este empeño de hacer surgir la Iglesia, en nuestra gene­ración, uno de los problemas fundamentales es el de saber cómo se per­tenece a ella y cómo podemos llegar a a reconocer que este hombre, en concreto, es creyente cristiano.

1. Un recelo natural ante los desconocidos.

Hasta ahora todo el que entraba por la puer ta de u n templo, te-" nía pleno derecho a hacerlo. Nadie se hubiera atrevido a pregun-

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tarle por su pertenencia a la comunidad. Se suponía que todo miem­bro de la sociedad, por el hecho de serlo, era miembro de la Iglesia, mientras no se probara lo contrario.

En el nuevo modo de comprender y de realizar el misterio de la Iglesia esta forma de pensar ya no vale. Las comunidades nuevas tienen necesidad, y no sólo por recelo, de saber quiénes son sus miembros. De lo contrario sería imposible una verdadera comunica­ción fraternal y no se llegaría a formar la conciencia de la comunión eclesial.

Por otro lado, la experiencia nos dice que no es posible fiarse de buenas a primeras de todo el mundo. Hay personas que no tienen ningún interés de ser miembros de la Iglesia y es necesario estar alerta ante «los chivatos», que se introducen por todo; la confiden­cia nacida por impulso de la comunión puede ser causa de grandes perjuicios.

El recelo justo, no hipersensible, es normal. Ello indica una bue­na salud en la conciencia de la comunidad y un interés por tener conocimiento de los demás. Esta es la situación que refleja la lectura de los Hechos: «En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, t rataba de juntarse con los discípulos. Porque no se fiaban de que fuera real­mente discípulo» (9, 26).

2. La identificación ante la comunidad.

No se e n t r a a formar par te de una comunidad de cualquier ma­nera. Es preciso identificarse ante ella. Esta identificación ha de te­ner dos características:

— Hay q u e dar testimonio personal de la fe y de la actitud ante la vida. Es lo que hizo Pablo: «les contó cómo había visto al Señor en el camino» (Hech 9, 27). El mismo Señor que habían visto los Apóstoles, h a sido encontrado también por Pablo. Y, además, da tes­timonio de cómo en Damasco, la comunidad que le había formado en la fe, «había predicado públicamente el Nombre de Jesús» (v. 27).

— Pero n o es suficiente con esto. Uno puede engañar a los de­más. Se neces i ta el testimonio de otro, q u e avale la propia confesión. Esto ha sido ley en la Iglesia. Los convertidos tenían a los padrinos que garant izaban la verdad de la conversión en la -vida antes del bautismo. Cuando un miembro de la Iglesia pasaba de una comunidad a otra, siempre l l evaba una carta de recomendación de su obispo En el caso de Pablo, es Bernalé quien aboga en su favor. «Entonces Bernabé se lo presentó a los Apóstoles» (Hech 9, 27). Es toes tener conciencia de la Iglesia y t o m a r l a en serio.

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3. El criterio fundamental de la pertenencia.

No es el testimonio oral, sino la prueba de la propia vida. «Saulo se quedó entre ellos y se movía l ibremente en Jerusalén, predicando públicamente el Nombre del Señor» (Hech 9, 28).

No deberíamos ser tan indulgentes a la hora de exigirnos para ent rar a formar parte de la comunidad. Sin ser puritanos, hemos de tener con­ciencia de que la Iglesia ha de ser en el mundo luz que ilumine y sacra­mento de salvación. Ello exige el mínimum suficiente de garantías.

El que aspire a ser miembro de la Iglesia ha de probar que está íntimamente unido a Cristo, por medio de la fe, como el sarmiento está unido a la vid (Jo 15, 5). La fe auténtica, que nos hace vivir a todos la misma savia, es el elemento fundamental que nos hace miembros de la comunidad cristiana (v. 4). «Haber visto al Señor» (Hech 9, 27), al único Señor, nos unifica a todos en la comunión (I Cor 12, 4 ss.).

Hay que dar a la vez pruebas de que esta unión con Cristo da fru­tos (Jo 15, 4-5). La señal de la fe es «la conversión, con frutos dignos de penitencia» (Le 3, 8). El fruto de la fe, respecto a lá Iglesia, es sen­tirse miembros de una misma vida, cepas de una misma viña, plantío de Dios en el mundo. Sentirse perteneciente a la vid, responsable del fruto, miembro activo, nos capacita para formar el núcleo de una co­munión más fuerte que el cuerpo humano.

Identifiquémonos todos hoy alrededor de esta mesa fraternal. Be­bamos el cáliz lleno de savia de la Santa Vid, por la cual todos los que bebemos de la copa formamos un solo cuerpo (I Cor 10, 16).

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DOMINGO VI DE PASCUA

TEMA: EL EVANGELIO Y LAS FORMAS CULTURALES.

FIN: Descubrir cómo el Evangelio no es una forma más de en­tender el mundo, sino el espíritu que debe informar toda búsqueda y realización humana.

DESARROLLO:

1. Los cambios de nuestro tiempo. 2. Relación entre el Evangelio y la cultura 3. El Evangelio es un Espíritu. 4. El amor, única estructura.

TEXTO:

«El género humano se halla hoy en un período nuevo de su histo­ria, caracterizado por cambios profundos y acelerados... Se puede ha­blar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda tam­bién sobre la vida religiosa» (Vaticano II, «Gaudium et Spes», núm. 4).

1. Los cambios de nuestro tiempo.

Cambios que se han producido en la sociedad:

• En las maneras de concebir la convivencia familiar, las relacio­nes sociales, en el resurgimiento de las conciencias de los pueblos y de los grupos.

• El nuevo estilo de la civilización urbara está barriendo el mun­do varias veces milenario del campo. Ha surgido la llamada civilización técnica.

• Muchos hombres se encuentran hoy ante opciones nuevas de tipo

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político, cada vez en dirección más clara hacia la izquierda, aunque ésta se descomponga en una gama de mil colores.

• La sicosociología está descubriendo un nuevo modo de compren­derse el hombre a sí mismo, que revoluciona la moral tradicional, el comportamiento del sexo, el modo de tomar posiciones ante la injus­ticia.

Hay un profundo cambio en el ambiente cultural que nos envuelve: la pintura, la música, los medios de expresión, la filosofía, el pensa­miento, las ciencias...

Todo esto repercute directamente sobre la vida religiosa (ídem, nú­mero 7). El clima de la Iglesia anda revuelto y no es por obra del azar.

• Se desea la configuración de una forma nueva de la Iglesia. La forma actual, herencia de la cristiandad, herida ya de muerte, no nos sirve, por desfasada y anacrónica.

• Un estilo nuevo apunta en la manera de realizar el misterio de la misma comunidad.

• Pedimos cambios en la manera de entender y expresar los dog­mas inmutables. Las formulaciones actuales en lugar de revelarnos el misterio de Dios y del hombre, nos desconciertan. La revelación debe ser una iluminación. Casi todos los dogmas se nos antojan dema­siado ininteligibles, misteriosos, además de que percibimos que hemos sido iniciados a ellos de un modo demasiado infantil.

Ante todo esto nuestro espíritu anda perplejo, inseguro y con miedo. Hemos sentido el impulso de lanzarnos, como Pedro, al mar de la épo­ca, pero sentimos naufragar. Espontáneamente gritamos: ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt 14, 28-31; 8, 23-27). Y no es que nos este­mos hundiendo, sino que todo lo que nos parecía seguro, pertenecía a esa débil categoría de lo convencional: la forma de la sociedad se con­sideraba como algo inamovible; la Iglesia era baluarte inconmovible frente a los cambios del mundo efímero; el cristianismo animaba una cultura, se encontraba encajado y pretendía confundirse con ella.

Pero el proceso acelerado de cambio que caracteriza al mundo mo­derno, hace que la Iglesia se haya quedado sin la base cultural, y produce la sensación de que se escapa la fe y el sentimiento de que nos vamos a hundir. ¿Qué hacer? ¿Una nueva cultura cristiana? ¿Po­ner los cimientos a una nueva cristiandad? ¿Qué es el Evangelio y cuál la relación que entabla con la cultura de los tiempos?

2. Relación entre el Evangelio y la cultura.

El tema de hoy es: la relación entre el Evangelio y la cultura. Entendemos por cultura todo ese conjunto de formas artísticas, filo­sóficas, económicas, sociales y políticas según las cuales se afirma y expresa el hombre de una época.

7.—Homilías.

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La lectura de los Hechos (10, 25-35), que nos ha sugerido este tema, nos ilumina.

Pedro se encuentra ante Cornelio, que no es judío y quiere conver­tirse a la fe. Esto plantea u n a larga crisis en la Iglesia conservadora de Jerusalen, que fue solucionada por el Concilio de los Apóstoles (Hech 15, 6 ss.). El cristianismo, nacido en el seno del judaismo, tenía la tendencia a confundirse con las formas culturales del A. T., con sus instituciones religiosas y su pensamiento. De tal manerayque al que creía en el Evangelio, si no era judío le obligaban también a circunci­darse y a cumplir la ley de Moisés.

Con ocasión de la conversión del pagano Cornelio, Pedro descubre que el evangelio es esa fuerza de Dios para la salvación del hombre (Rom 1, 16), que no hace acepción ni de naciones, ni de culturas, ni de personas. El evangelio no se confunde con ninguna forma cultural con­creta para poder llegar a informarlas todas. De ahí la fuerza univer­salista del evangelio: puede vivirse por todo hombre y en todo tiempo. «El don de Espíritu Santo se derramaba también sobre los gentiles. ¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu como nosotros?» (Hech 10, 45-47).

3. £1 Evangelio es un Espíritu.

El Evangelio de Jesús es un Espíritu que alienta al hombre de todo tiempo y cultura en e l camino de su edificación. Es la religión del corazón, no sólo en estructuras, sino, sobre todo, en «espíritu y en ver­dad» (Jo 4, 23). Este espíri tu intenta formarlo lodo, purificar la vida, las estructuras, l a misma cultura, dándoles, respetando su propia autono­mía, un sentido profundo.

La cul tura , las formas, las instituciones, son creación de los hombres y de los condicionamientos de la época. La dinámica, la energía, el po­der, el sent ido y la fuerza para realizarlo vienen del poder de Dios y de su Espír i tu .

Cuando es te poder se manifiesta, cuando en la vida humana hay signos de la presencia del Espíritu, no h a y forma cultural que pueda ser despreciada por un creyente. Todo p u e d e ser informado por el Es­píritu. No se puede negar e l reconocimiento a los que reciben el Espí­ritu del m i s m o modo que l a cultura más sacralizada por la Iglesia. Hay un criterio e n el evangelio que nos sugiere que lo malo no es lo que entra por la boca, sino lo que sale del in ter ior (Mt 15, 10-20). Lo malo y lo bueno n o reside en l a s formas cu l tura les o en las estructuras, en el exterior, s i n o en el corazón, en el sentido, en la intención, en el espí­ri tu que todo lo anime.

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4. El amor, única estructura.

Hay, sin embargo, una estructura evangélica fundamental, que constituye su mismo espíritu: el amor. Es el mandamiento cristiano. Lo demás: la Iglesia, estructura de comunión en el amor, los dogmas, los ritos, las instituciones, son formas pedagógicas para que podamos llegar a vivir este espíritu El amor coincide con el Espíritu. Dios que es Espíritu, es amor. Pasará el tiempo de los dogmas y de la fe, desapa­recerán todos los carismas de la Iglesia, pero lo único que permanecerá es el amor (I Cor 13, 1 ss.).

Las formas religiosas, también la Iglesia, apuntan hacia este espí­ritu de amor. Si la forma se hace centro, se absolutiza, se convierte en un ídolo, se sirve a sí misma; cuando toda forma religiosa debe ser me­diadora. La Iglesia y lo religioso, al institucionalizarse en demasía, co­rren el peligro en convertirse en una forma cultural más, reduciendo así el Espíritu del Evangelio a una actividad más del espíritu humano, en medio de otras muchas actividades. El Espíritu, sin embargo, lo debe informar todo.

Toda forma que esté inspirada por el amor ha nacido de Dios. La Cruz, que ha coronado tan ostensible y externamente tantas obras y culturas, tiene que encontrar el medio de llegar a ser una fuerza inte­rior del mundo, para ayudarle a responder a ese gesto salva­dor e insólito de Dios: «que entregó al mundo a su Hijo, para que viva­rnos por El» (Jo 3, 16). En esto consiste el amor (I Jo 4, 10).

La labor del discípulo consiste en permanecer a lo largo de toda ac­tividad en el amor (Jo 15, 9). Hacer que todo nazca, se sustente y se transforme por el amor. Este es el mandamiento: que nos amemos unos a otros. Esto es el Reino de Dios, lo demás se da por añadidura (Mt 6, 33). No es vana la frase: ama y haz lo que quieras. El creyente es un hombre libre de consignas, no está condicionado por nada, precisamen­te porque su espíritu es el amor, que es fuente de libertad.

Revisemos en esta Eucaristía, a la luz de la Palabra, nuestra resis­tencia al pluralismo, la tendencia que tenemos al integrismo. Descubra­mos cómo el evangelio no es una institución más junto a otras, ni una forma cultural más. El evangelio es la revelación de la profundidad de todas las cosas para que se realicen en el mundo según el plan de Dios, manifestado en toda la vida de Jesús de Nazaret.

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ASCENSIQN

TEMA: CRISTO, SEÑOR.

FIN: Descubrir las implicaciones graves que lleva consigo esta afirmación de la fe.

DESARROLLO:

1. Seriedad de la afirmación: Cristo es Señor. 2. El Señor cuestiona nuestra vida personal y colectiva.

TEXTO:

Celebramos la solemnidad de la Ascensión. Ascender nos evoca la imagen de subir, d e alzarse de lo profundo hacia lo alto, de remontar; para el creyente, esta imagen, referida a Cristo, tiene un sentido: Dios ha exaltado a J e sús de Nazaret . En las profesiones de fe cristiana este acontecimiento t i ene una formulación: Cristo es el Señor.

Ser Cristo «Señor» es u n a afirmación que nos puede dejar a todos indiferentes o nos puede llegar a interesar sugestiva y escandalosa­mente. La resonancia de Cris to como Señor de todo puede llegar a t e ­ner un eco tan rotundo que haga temblar el mundo. Lo que pasa es que estamos demasiado acostumbrados a las cantinelas, a la rutina de la profesión de fe, sin l legar nunca a calar el fondo, ni a vivir su realidad.

La exaltación d e Cristo como Señor avisa al mundo de que no hay otro Señor que El. Que toda otra Norma, Valor , Sistema u Hombre que se quieran poner e n su lugar están equivocados. «No hay otro Nombre •en el que podamos ser salvados» (Act. 4, 12). Ser Cristo Señor, y pro­clamarlo, supone poner en cuestión toda ot ra norma o Señorío que in­tente apoderarse d e nosotros o del entorno social en el que vivimos. Creer en Jesús, corno el Señor, quiere decir: 1ener la experimentada confianza de que a Cristo se le ha dado todo poder y que toda otra

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fuerza o potestad que se quiere alzar dominadoramente sobre el múñela está sujeta a El, vencida por El, destrozada. «Sentado a la derecha de Dios, se le ha concedido todo poder, de tal manera que ante El deben doblar la rodilla todos los poderes y los dominadores.»

De aquí nace la confiada persistencia del cristiano en la lucha: asis­tidos por la victoria de Cristo sobre todo poder de muerte , confiamos dominarlos y vencerlos. De aquí nace la misión de la Iglesia: anunciar el evangelio de Jesús, el Señor. Un anuncio que no es aséptico, ni se encierra en las paredes del apostolado de las almas, sino que choca contra todo intento de consagración de los señoríos de este mundo, de los poderes destructores que pretenden aplastar al hombre. De ahí que la Iglesia, sin ser técnica, sin poseer un sistema filosófico propio, sin tener un programa económico y sin ser un partido político, a la vez que confiesa en las situaciones reales que Cristo es el Señor, pone en crisis los campos de la existencia individual y colectiva.

Los creyentes tenemos la obligación de anunciar este evangelio de un modo inteligible, sobre situaciones concretas, como lo hizo la comu­nidad primitiva: «Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis cruci­ficado» (Act 2.36). El Señorío de Cristo no es para anunciarlo sólo «mi­rando al cielo», sino al paso de nuestro caminar sobre la t ierra (Ac1 1, 11). A nadie meten hoy en nuestros países en la cárcel o multan por de­cir que Cristo es el Señor; es mucho más arriesgado decir esto, pero a propósito de la realidad que se vive.

Contrastemos el Señorío de Cristo con todos los poderes que nos su­je tan y piden tr ibuto. Analicemos, a la luz de su Señorío, las fuerzas que pretenden enseñorearse de nosotros.

1. Seriedad de la afirmación: Cristo es Señor.

Fuerzas que pretender dirigir o esclavizar nuestra existencia personal.

Cristo, el Señor, entra en un litigio con nuestro propio yo, cuando pretende erigirse equivocadamente en Norma de todo, cuando intenta llegar «a ser como Dios», haciéndose la categoría suprema del bien y del mal.

Algunas veces, ocurre que en la vida de no pocos de nosotros, frente al Señor, la familia se alza como un gran ídolo. A ella supeditan y sa­crifican todo: desde el proceso de la maduración personal hasta la par­ticipación activa en la vida social. La institución familiar, que debería ser fuente de liberación personal es, a veces, acumulación de esclavi­tudes: en ella se agostan los ímpetus creativos de la juventud, como las fuerzas del toro en el peto del caballo.

En nuestra sociedad hay un Señor que, para muchos, está por cn-

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cima de todo: La seguridad. Seguridad espiritual, pero sobre todo la seguridad económica, que proporciona tranquilidad, bienes de consu­mo. Para muchos la caja del dinero es el sagrario que guarda a su Se­ñor y la libreta del Banco o el taco de acciones, un evangelio. Muchos viven consagrados, con tres votos, a este ídolo, que los trae locos, es­perando conseguir de él, lo que él mismo les arrebata.

2. El Señor cuestiona nuestra vida personal y colectiva.

Hay muchas fuerzas sociales a las que es necesario predicar, como exigencia insoslayable de la fe, el Señorío de Cristo.

El Estado en medio de la sociedad, es el poder que más peligro tie­ne en convertirse en absoluto, en Señor. Para San Pablo, la estructu­ra del Estado es el lugar donde se puede encarnar con más ahínco los poderes demoníacos y esclavizadores, sobre los que Cristo es Señor. Los que encarnan el Estado tienen el peligro de convertirse en Seño­res: su pensamiento en la Verdad, su voluntad en la única ética posi­ble. Casos llamativos de lo demoníaco, por poner ejemplos, los encon­tramos en Hitler o en Stalin. En nombre del Señor hay que decirles al Estado, con más razón si éste es católico, que «aunque se den el nom­bre de dioses..., no hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay sino un sólo Dios, el Padre, y sólo Señor, Jesucristo» (I Cor 8, 5). Al poder hay que decirle, esté corrompido o no, «que no hay poder que no provenga de Dios» (Rom 13, 1); por tanto, no es absoluto, está sujeto a Dios.

Y si el poder se ejctralimita, situación no difícil, «pues la sabiduría de Dios es desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues, de haber conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1 Cor 2, 8), tenemos obligación grave de caridad de hacer que el poder in­justamente ejercido se someta a la revisión de Cristo. En esta tarea difícil, incómoda, siempre necesaria, tanto si se tratara de un Estado capitalista como socialista, tenemos la garantía de que a Cristo «se le ha dado todo poder». El peligro del Estado, lo suíre también la Iglesia en su estructura de gobierno. De hecho, también en la Iglesia ha ani­dado el poder demoníaco en clara o solapada rebeldía contra el Señoría de Cristo.

Alrededor del Estado, constituido como Señar, pululan otras mu­chas fuerzas, desencadenadas poderosamente, al servicio de los falsos señores: el ídolo del erden establecido, al que hay que- sacrificar todo; el ídolo de las leyes constitucionales a las que hay que adorar aunque no sirvan a la convivencia; toda ley debe estar al servicio del hombre, «el hombre de Cristo y de Dios».El ídolo de la organización económica, en concreto, en t re nosotros, la capitalista: basado en la injusta explota­ción del trabajo de los pobres. Este poder pa ra convertirse en Señor,

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tiene sus grandes engaños: la elevación de la renta «per capita», tra­ducido en bienestar, progreso, desarrollo, paz.

Todos estos poderes, Señores, y todo poder que quiera alzarse como soberano, está cuestionado de raíz por la única soberanía de Cristo, el Señor. Ser creyente es proclamar, como un servicio de amor al hombre que Cristo es Señor sobre todo poder, es decir, que en Cristo, ha apa­recido el único modo de realizarse el mundo; El anuncia la liberación de todo otro poder. Dios, Señor del Universo, está contra toda otra norma y se ha comprometido en una lucha a muerte, para destruir todo poder y señorío falso. Muestra de ello, son la Cruz y la Ascensión; mis­terios de los que hacemos el memorial en esta Eucaristía.

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DOMINGO VII DE PASCUA

TEMA: SOIS DEL MUNDO.

FIN: Superar la situación de la Iglesia y del creyente como no teniendo que ver nada con el mundo.

DESARROLLO:

1. Situación de los creyentes. 2. El sentido del mundo. 3. La Iglesia y el mundo.

TEXTO:

1. Situación de los creyentes.

«No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jo 17, 14). Estas pa labras del Evangelio de Juan, entendidas en un simple senti­do l i teral , han dado origen a muchas aberraciones. La espiritualidad individual , durante siglos, cuyos últimos ramala20s nosotros mismos he ­mos v iv ido, se fundaba en este principio. El mundo se entendía como cosas de l a tierra, de ahí t o d a la corriente de desprendimiento, abnega­ción, desprecio de las realidades de nues t ro mundo. La ascética tenía un claro sent ido negativo. P o r otro lado, la Iglesia ha sido pensada como un coto d e n t r o del mismo mundo, ajena a su marcha, con una liturgia sin sa lpicaduras de las preocupaciones reales de los hombres. La Iglesia de Sacris t ía , no es una m e r a formula anticlerical Muchas cosas de este mundo « n o iban o misa», y l a misa, la fe, n o tenía casi nada que ver con las siti iaciones concretas. La verdad, la Palsbra, el bruñido dogma, no r o z a b a n la tierra La formación de las personas consagradas, tanto si se tratafaa de institutos religiosos, como si reca'a sobre los candidatos al min i s te r io , se basaba en dejar el mundo , en la renuncia a todo eso que se l l a m a b a despreciativamente «mundano»

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2. El sentido del mundo.

Este evangelio ha influido tan hondamente en todos nosotros que no lo podemos pasar por alto sin esclarecer lo que en el N. T. significa «mundo».

El mundo es toda la situación que rodea al hombre pecador y que es efecto y causa de su mismo pecado. No se refiere sólo al cosmos, como realidad material, aunque también está sujeto a la vanidad (Rom 8, 19-21), sino a las estructuras sociales, culturales, políticas, econó­micas, que condensan en su seno toda la capacidad de destrucción que cada hombre posee y están eficazmente enfrentadas al plan de Dios (Jo 3, 18 s.; 7, 7). Este mundo tiene un espíritu contrario al Espíritu de Dios (I Cor 2, 12) y una sabiduría, modos de interpretar la vida y sistema de valores, completamente opuesta a la Sabiduría de Dios (Mt 5, 1 ss.; I Cor 1, 20).

Este mundo no es una realidad estática, sino que oprime al hombre, t ratando de conformarlo a su imagen y semejanza. Es una fuerza po­derosa que siembra la muer te (Rom 5, 12), contra la que Cristo ha ve­nido a luchar (Le 4, 5-8) y al que ha rechazado (Jo 1, 10) hasta con­denarlo a muer te (I Cor 2, 7 s.). Contra este mundo ha venido también a luchar el Espíritu en el período actual de la Iglesia, t ratando de con­vencerle de que ha pecado (Jo 16, 8). El estilo de este mundo se nos describe con estas palabras: «La concupiscencia de la carne, la concu­piscencia de los ojos, y la jactancia de las riquezas, no vienen del Pa­dre, sino del mundo» (I Jo 2, 16).

Lo contrario del ser del mundo es vivir «en la verdad; tu Palabra es la verdad» (Jo 17, 17). El creyente, a la vez que ha renunciado al Príncipe de este mundo (Jo 12, 13; 14, 30), ha muerto para siempre a El, «el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo» (Gal 6, 14). La imagen de esta muerte nos la sugiere San Pa­blo por medio del simbolismo de las aguas del bautismo: «fuimos con El sepultados por el bautismo en la muerte» (Rom 6, 4).

3. La Iglesia en el mundo.

Estamos en el mundo, contra el pecado del mundo, para salvar al mundo. La salvación es un acto de servicio y, por tanto, de amor. So­lamente amando al mundo de verdad, como el Padre, podremos salvar­lo: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jo 3, 16).

El Concilio Vaticano II en una de sus más significativas constitu­ciones («Gaudium et Spes»), ha tratado de entablar más profundas re ­laciones en t re la Iglesia y el mundo, haciendo que la Iglesia saliera del desierto en que se había encerrado para entrar en el asfalto de la ciu­dad. Tenemos el peligro de volver a huir de la contaminación, pero te ­

lo.';

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temos que afirmarnos, desde la fe, en nuestra misión de servidores del mundo.

No está por un lado la Iglesia y por otro el mundo . La Iglesia mis­ma es ahora la ciudad nueva del mundo destinada a pasar purificada y embellecida a la creación definitiva. Es esa par te de la ciudad humana rescatada de la perdición por el Espíritu de Dios y en la que se ensaya el surgimiento de este mundo «renovado» (Col 1, 16-20) prometido por Dios en la consumación final. La Iglesia es en el mundo: «digo esto en el mundo.. . , no ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal» (Jo 17, 15).

Somos los creyentes del mundo, que forman la Iglesia del mundo peregrina hacia Dios. Aquí es donde surge la Iglesia, como Pueblo de Dios en el mundo; como comunidad mundana realizada según el plan de Dios. La Iglesia del mundo ha descubierto «cómo nos amó Dios» y cómo «también nosotros debemos amarnos unos a otros» (I Jo 17, 11). Frente a u n mundo disgregado, surge la Iglesia del mundo nuevo como «congregada», reunida.

La Iglesia existe para el mundo al que Dios ama: «damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, para ser salvador del mundo» (I Jo 4, 14). No t iene la Iglesia otra razón de ser que «el envío al mundo» (Jo 17, 18), para que «quite el pecado del mundo» (Jo 1, 29).

Celebramos ln Eucaristía con el Cuerpo roto y la Sangre derramada «por la vida del mundo» (Jo 6, 51).

No podemos dejar de estar preocupados por este mundo tan entra­ñablemente nuestro, carne de nuestra propia carne, y al que tenemos que salvar del Diluvio universal del pecado que le tiene muerto, pues aunque «no tenemos aquí morada permanente», y vivimos anhe­lando l legar a la nueva y definitiva situación de la que Cristo disfruta, y que nos h a prometido, no por eso podemos desentendernos de la ciudad h u m a n a por la cual peregrinamos.

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SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

TEMA: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO.

TEXTO:

Yo creo que Dios es Espíritu, Aliento de Vida, Fuerza, Huracán, Energía, Poder.

Yo creo que el Espíritu es esa dimensión profunda y viva de la rea­lidad, a la que llamamos Dios, distinta del Padre y del Hijo.

1. Esta profesión de fe llego a afirmarla porque he recibido el tes­timonio de otras personas, por la gracia de Dios: «Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo». Nadie pue­de llegar a la fe si no es por el testimonio de otros.

En mi vida he conocido creyentes que con sus acciones me dan tes­timonio del Espíritu de Dios. El Espíritu llega hasta mí en alas del tes­timonio de quienes aman de verdad, sin reservas, desinteresadamente; se me revela el Espíritu en esos que han sabido jugarse todo en la carta de los pobres y del servicio al pueblo. Descubro una presencia del Espíritu en el afán incansable de las personas que luchan, que no desfallecen, que empujan hacia adelante sin miedo a ninguna ba­rrera , aunque reciban un doloroso castigo. Me dan testimonio del Es­píritu los que t ra tan de realizar lo que yo he juzgado por imposible, los que no tienen miedo cuando yo no me atrevo, los que son fuertes cuando yo tiemblo, los que esperan en las mismas circunstancias en que yo comienzo a desesperar.

Percibo la acción del Espíritu en todos aquellos, cercanos a mí, que creen que el pueblo puede pasar del asesinato al abrazo fraternal, de la atomización agresiva a una relación integradora y constructiva; en los que no confunden «la paz» evangélica con el orden establecido, en los que han descubierto que el mundo no se acaba en su ambiente bur ­gués y han aceptado en sus vidas agudizar las contradicciones de la situación en que se encuentran. Sé que existe el Espíritu porque en-

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cuentro hombres arriesgados, valientes, esforzados, con fe. El Espíritu se manifiesta en todos aquellos que me perdonan, me ayudan, me aman, me llenan de esperanza y d e gozo. El Espíritu existe, porque hay hom­bres que llevan u n ruido interior, como de u n «viento impetuoso» que todo lo conmueve, como de u n terremoto que todo lo trastorna; son como lenguas de fuego que purifican, inquietan, ponen nerviosos e iluminan.

Veo el Espíritu en el esfuerzo de tantos por salir del sopor, por sa­cudir la rutina social y religiosa, por escapar de lo fácil y cómodo. El Espíritu de Dios está en los que no se conforman con la engañosa t ran­quilidad de la Iglesia, en los que no se dejan arrollar por la sociedad de consumo, en los que no resisten la esclavitud o la represión, en los que quieren librarse de la dictadura de la tecnocracia, en los que buscan responsabilidades en la marcha política del pueblo, en los que provo­can cauces de verdadera representación. Se levanta en Espíritu en los movimientos de reivindicación social, en el esfuerzo por el desarrollo, en las conquistas del hombre.

Me dan testimonio del Espíritu aquellos que no hipotecan su fe, los que viven en la acción, los que aguantan con casta la lucha interior en­tre los criterios del mundo y las bienaventuranzas, los que resisten la tentación y no se refugian en la querencia del dinero, de la como­didad y del poder. Son testimonio de la fe todos aquellos que saben sa­lir al centro del ruedo y se enfrentan con valor, cara a cara, de poder a poder, con tantas situaciones injustas. Todos los hombres del Espíritu tienen «ángel»; hay e n ellos algo que l lena de emoción, que conmueve, que l lega a las fibras más íntimas de nuestra personalidad.

2. P o r ellos, por l a gracia del Espíri tu Santo, yo creo en el Espíri tu de Dios; por ellos puedo dar testimonio de El ante vosotros. Mi tes t i ­monio de l Espíritu n o se limita a la m e r a fe trinitaria aprendida—un solo Dios verdadero e n tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo—. Es más profundo, también m á s confuso. Participa de la t i -niebla q u e lleva consigo la vida humana .

Yo c r eo en el Espír i tu como fuerza de amor. En medio del torpe ba l ­buceo d e mis expresiones de amor, de cariño tímido; a pesar de la l u ­cha e n t r e mi egoísmo y la entrega, e n t r e nis bloqueos afectivos y la espontaneidad, mi pecado y la gracia, y o descubro en mí como u n a fuerza e n o r m e , grande, como u n surt idor que vence siempre la inercia, el amor . En el fondo, y por gracia del Espíritu de Dios, me descubro a mí m i s m o y a los d e m á s con más impulsos de apertura que de egoísmo, con u n a voluntad m á s buena que mala. Veo que tengo más capacidad para q u e r e r que para, odiar. Expe r imen to que puedo superar situacio­nes de g r a v e s conflictos en las relaciones coa los demás. Yo sé, aunque lo sé calladamente, qxie esto es obra de l Espíritu de Dios.

Yo c r e o en el E s p í r i t u como poder d e acción. Descubro en mí u n a lucha cons t an t e e n t r e la tendencia a adormecerme y los impulsos de

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actividad, entre la paz falsa y la guerra, entre la comodidad y el vivir situaciones comprometidas. Pero hay algo por dentro de mí, como si fuera un Etna rugiente, que me mantiene vivo, en actividad, y que constantemente me está empujando a salir hacia fuera. Sé que hay en mí una fuerte corteza terres t re que está aguantando esta enorme fuer­za, porque prefiero no nadar para poder guardar la ropa. A pesar de todo, hay vina voz imperiosa, una vocación, que me anima a que me lan­ce del trampolín. Esto es el Espíritu de Dios. Lo sé bien y no me enga­ño. El mismo Espíritu late en muchos de nosotros como si fuéramos un solo cuerpo.

Yo creo que el Espíritu de Dios es la fuente de la esperanza. A ve­ces todo parece absurdo; las puertas están cerradas o bloqueadas. Te decepcionan instituciones, personas, quehaceres, situaciones. Lo que un día fue ardiente deseo, plan común, luego se queda en nada. Esta amalgama de escepticismo y desconfianza lucha en mí con la acción del Espíritu de Dios: que me mantiene con esperanza. Todo es posible; nada puede impedir la acción del Espíritu de Dios, ni los fallos propios, ni las estructuras, ni la Iglesia, ni la sociedad. El Espíritu me lanza más alia de toda posibilidad actual, con la esperanza de que es posible un futuro mejor y más noble que el presente. Esta fuerza presente en mí, y en muchos, tiene su origen en el Espíritu de Dios. No me engaño, todos sentimos la misma esperanza como venida del mismo Espíritu.

Yo creo en el Espíritu Santo. Esto no quiere decir que haya asimi­lado toda su realidad. Junto a mi confesión de fe, tengo que poner la confesión de mis pecados. En mí, el Espíritu Santo, espíritu perfecto y fuerte, convive aún con el espíritu mío, espíritu deficiente y débil.

Obra del Espíritu es el perdón, la purificación y la transformación. Repitamos en el fondo de nosotros la oración de tantas generaciones: «Ven, Espíritu Santo, invade los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (Sal 103).

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DOMINGO I DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

(SANTÍSIMA TRINIDAD)

TEMA: LAS RELACIONES CON LA TRINIDAD

FIN: Narrar las relaciones que la Iglesia tiene con la Trinidad, a fin de poder adentrarnos en la vida íntima de Dios.

DESARROLLO:

1. La Trinidad, más que una idea. 2. Hijos del Padre. 3. Cuerpo del Hijo. 4. Templos del Espíritu Santo.

TEXTO:

1. La Trinidad, más que una idea.

La Santísima Trinidad^ es el misterio fundamental de la revelación cristiana. Es mucho más serio que un acertijo de palabras o que un rom­pecabezas. De la Trinidad, tenemos una idea demasiado abstracta. He­mos renunciado a investigarla, dado el galimatías de concepción y razo­namientos que nos han presentado los teólogos. Los catecismos han sido menos explícitos aún; las explicaciones orales un trabalenguas. Nos refugiamos en esa impotencia que todos sentimos ante lo inalcan­zable. Y es pena. Porque sin poderlo entender, renunciando a com­prender el misterio de Dios racionalmente, sin embargo, la Trinidad es el símbolo fundamental de la revelación de Dios y, por tanto, la pista para llegar a comprendernos a nosotros y al mundo. Hoy, de­jando de lado esle problema, vamos a narrar , simplemente, las rela­ciones que el creyente mantiene con Dios. Este puede ser un camino, para ras t rear el insondable misterio de la Trinidad.

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2. Hijos del Padre.

La Sagrada Escritura nos descubre a Dios y su vida íntima de u n modo mucho más sencillo y rico que los libros de Teología y los ca­tecismos. El misterio de Dios aparece, no como un tratado de Teología, sino descubierto por el comportamiento mismo de Dics en la historia. Dios aparece lleno de actividad, realizando la salvación, amando al hom­bre , entrando en comunión con él, rebosando misericordia, comprome­tiéndose en el proceso de la evolución del mundo, liberando, haciendo una alianza a la que es fiel, defendiendo a los pobres, entregando, al fin, a lo mejor de sí mismo, al Hijo. «¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo...? ¿Algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las naciones por medio de pruebas, signos, prodigios..., con mano fuerte y brazo poderoso..., como todo lo que Dios hizo con vosotros en Egipto?» (Deut 4, 32-34).

Las maravillas obradas por Dios en la historia nos revelan a lo lejos la vida misma de Dios. Dios nos describe lo que El es, por medio de su acción en el mundo.

La humanidad aparece como una familia con la que Dios enla­bia unas relaciones de Padre (Vat. II, «Lumen Gentium», núm. 2).

Estamos bautizados «en el Nombre del Padre» (Mt 28, 19). Dios se nos ha revelado infinitamente fecundo, en diálogo y comunión con su Hijo. Lo hemos descubierto, porque «Dios nos ha amado tanto, que nos ha entregado a su Hijo» (Jo 3, 16). Y en el Hijo, hecho hombre como nosotros, todos hemos descubierto un sentimiento de que somos hijos suyos: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios... Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: Padre» (Rom 8, 15). No somos meras creaturas de Dios. Dios al crearnos lo ha hecho por amor, como se engendra a un hijo. El Dios creador ha mostrado tanto amor en el nacimiento del hombre en el mundo, (jue es Padre. A Dios le llamamos Padre porque ses fecundo por amor; porque, tanto en la creación como en la salvación, a El se debe todo lo que somos En el Nombre del Padre nacemos «de nuevo» (Jo 3, 3), por el bautismo.

3. Cuerpo del Hijo.

La humanidad aparece llamada a ser el Cuerpo del Hijo de Dios (Vaticano II, «Lumen Gentium», núms. 3, 7).

La encarnación de la Palabra de Dios, de ese infinito impulso de comunicación que brota de la vida íntima de Dios, es la Cabeza de la humanidad y de la Iglesia (Jo 1, 15-18). Bautizados «en el Nombre del Hijo». La Palabra de Dios, encarnado en Jesús dé Nazaret, es la reve­lación del designio escondido durante siglos (Ef 1, 9-12), por Ella po­demos llegar a realizar la nueva creación.

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El Hijo es el camino por el que aprendemos la obediencia a la Pa­labra; como Primogénito de muchos hermanos, El marca la pauta. Cons­tituido Señor y Norma de todo, conforme a su estilo nos realizamos como Dios quiere.

En Cristo se nos revela el amor infinito de Dios que se ha com­prometido con toda la humanidad, con la Alianza eterna, para que no nos malogremos.

4. Templos del Espíritu Santo.

Somos templos de la presencia del Espíritu de Dios. Ese poder de Dios, como Fuerza de comunicación en el amor, actúa en nosotros, para llevar a buen término la obra del Padre, realizada en el Hijo.

«Bautizados en el Nombre del Espíritu», porque gracias a El hemos creído en el Hijo y hemos sido confortados según el designio de la Pa­labra. El Espíritu, realizando la salvación, «da testimonio de que so­mos hijos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom 8, 16-17). Estamos habitados por el mismo Espíritu de Dios.

Reunidos en la Iglesia de Dios, significamos y proclamamos esta rea­lidad. Somos la familia de los hijos del Padre, el Cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu. Nuestra oración y acción de gracias filial va dir i­gida al Padre : «nos atrevemos» a ello gracias a que en Cristo somos hijos y el Espíritu da testimonio de la adopción filial. Entramos en co­munión con el Hijo. Su Cuerpo y su Sangre, entregados en la Cruz, son el testimonio de la fuerza del amor que Dios nos tiene. Por medio de Cristo, entramos en comunión con el mismo Dios. Hombre como no­sotros, p o r la obediencia rendida, ha franqueado el «Sancta Sanctorum» de la int imidad divina, cuyo acceso ha dejado abierto para nosotros (Hebr 9, 11 ss.; 10,19 ss.). Por la invocación del Espíritu de Dios reali­zamos el misterio de este Sacramento. Con ello manifestamos que toda la salvación ofrecida por Dios al mundo se realiza gracias a la acción del Espí r i tu Santo.

Somos la Iglesia del Padre, del Hijo y del Espíritu. En profunda adoración, digámosle al Dios Trino: Santo, Santo, Santo (Is 6, 3).

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TIEMPO «PER ANNUM»

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DOMINGO II «PER ANNUM»

TEMA: LA VOCACIÓN.

FIN: Entroncar las vocaciones parciales en la auténtica voca­ción de Dios sobre el hombre Vocación que es para todos igual, aunque adquiera diversos colores.

DESARROLLO:

1. Vocación fundamental. 2. Vocación humana y vocación de la fe. 3. Características de la vocación de la fe.

TEXTO:

1. Vocación fundamental.

La gran preocupación que ha vivido la Iglesia por la pastoral vo-cacional, ha hecho perder de vista la universalidad de la vocación. No­sotros hemos sido testigos del despliegue de la propaganda vocacional, solamente centrada en la vocación a la vida religiosa o al ministerio. Después de unos ejercicios espirituales, durante la adolescencia o la juventud, nos planteaban el problema de la vocación.

Hay un bosque de vocaciones particulares, pero sobre la base de una definitiva vocación. La llamada al matrimonio, a permanecer sol­tero, a la vida religiosa o al ministerio de la comunidad, suponen antes haber respondido a la vocación fundamental de la fe. Sobre esta vocación se perfilan las demás llamadas, que conforman de un modo importante toda la existencia cristiana.

Examinemos hoy la vocación a la fe, mientras revisamos nuestra respuesta a ella y emprendemos el camino de la conversión.

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2. Vocación humana y vocación de la fe.

El hombre no tiene sino una vocación fundamental, que es la de ser hombre. Dios, al crearnos en el mundo, no ha querido otra cosa que nuestra realización como personas en medio de los demás para que podamos llegar a ser hijos suyos, a su imagen y semejanza. «Ser hombre», es nuestra vocación. Decimos que es «ser hombre», lo cual ,nos indica que no nacemos ya hechos, logrados, sino que tenemos que «llegar a ser hombre». Nuestra vida es un proyecto posible y esa lla­mada a realizarnos en nuestra vocación básica.

Esta vocación para llegar a ser hombres en el mundo está explici-tada por nuestra vocación a la fe. La fe es el descubrimiento del plan de Dios sobre el hombre y la aceptación de la presencia del mismo Dios en la realización de nuestro proyecto, como la oferta de una sal­vación. No es fácil realizarse como hombre. Obstáculos insuperables surgen en nuestro camino. Por unos y otros la vida no es una ocasión, sino una zancadilla que nos abate. Hemos llegado a desdibujar la ima­gen del hombre de tal manera, que nuestro propio sentido y destino se nos han perdido. ¿Acaso no estamos todos perdidos? ¿No veis cómo el mal se está proponiendo como bien; cómo la injusticia es justicia; la explotación se llama servicio a los explotados? Lo que destruye está reconocido como constructivo; a nuestra muerte verdadera se le llama vida ícfr. Rom 1, 18-2, 1 ss.).

Teniendo una clara vocación inicial, andamos desorientados. La lla­mada de la fe intenta hacernos salir de esta situación. «Vete de tu tie­rra... a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una gran nación» (Gen 12, 1-2). Esta vocación que experimentó el primer creyente, se repite en todos nosotros. Contra toda evidencia se nos anuncia que hay una tierra nueva, que es necesario hacerla surgir, haciendo un camino alen­tado por la confianza en la promesa.

Esta es la vocación fundamental, radical. Se confunde en la situa­ción actual, con la conversión. El que esta vida la realicemos solteros o casados, siendo ministros de la comunidad o fieles, perteneciendo a una institución religiosa o no, es una situación que concreta, de un modo importante, nuestra vocación fundamental de creyentes. En cual­quier situación debemos vivir nuestra vocación de hombres según el plan de Dios. Tanto que si en algún momento el estilo de nuestra vida, por mil causas, impidiera nuestra realización personal, tendríamos que cambiar. Y esto sería un culto agradable a Dios.

3. Características fie esta vocación a la fe.

La vocación es Tina llamada interior y desconcertante. «El Señor llamó a Samuel» (I Sam 3, 5-7), él creía que le había llamado Eli, pero no era así. La vocación suena tan profunda como la Palabra de Dios:

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es ese modo de comunicarse Dios al hombre iluminando su vida y pro­porcionándole fuerza para realizarla. Por eso, la vocación es una atrac­ción, una sugestión. Ha habido profetas que se han sentido «seduci­dos» (Jer 20, 7). Es la fascinación que produce el encuentro con la mis­ma Realidad. Es como esos discípulos que se sienten atraídos por el paso de Jesús y «le seguían» (Jo 1, 38).

Que Dios nos llame o pronuncie sobre nosotros la vocación humana, es un modo de expresar la gratuidad con que se nos ha concedido todo lo que somos. La Creación es el don primordial de Dios. Gracias a que hemos sido creados, hemos podido ser gratuitamente salvados. Es que no somos nosotros los que buscamos a Dios, sino que es El quien sale primero a nuestro encuentro. «Jesús pasaba... (y después los discípulos pueden afirmar) hemos encontrado al Mesías» (Jo 1, 35-39).

La gratuidad de la vocación, cuando se percibe, lleva consigo un sentimiento de incondicionalidad. El que recibe todo como don, no pue­de tener otra actitud honrada que aceptar todo lo que recibe. «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (I Sam 3, 9). «Venid y lo veréis..., fue­ron, vieron donde vivía y se quedaron con El» (Jo 1, 39).

En la Eucaristía celebramos el memorial del que ha sido fiel a su vocación de hombre hasta la muerte. Por eso Jesús de Nazaret, es el Primero de los salvados, Primogénito de entre los vivos. La proclama­ción de nuestra fe en El y de nuestra obediencia tiene que ser para nosotros una seria revisión. ¿Hemos descubierto nuestra vocación? ¿La seguimos? De su logro depende el que vivamos muertos o el que nos enraicemos cada vez más en la fuente de la vida imperecedera.

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DOMINGO III «PER ANNUM»

TEMA: LA CONVERSIÓN.

FIN: Conminar a que realicemos de una vez por todas la con­versión definitiva. Analizar las resistencias a la conversión y mostrar las características de ella.

DESARROLLO:

1. Necesidad de la conversión. 2. Es inminente. 3. Es seria. 4. Es condición indispensable para salvarse.

TEXTO:

1. Necesidad de la conversión.

Las pa labras cuando se usan mucho se gastan. Una de las más usa­das ent re nosotros es la de «conversión». Volverla a pronunciar hoy, aquí, p u e d e quedar sin efecto. Pero no puedo renunciar a hacerlo. El hecho de que esté ya gastada, supone la necesidad que tenemos de que se n o s predique. Tenemos que convertirnos. Esto quiere decir que t enemos que realizar el continuo esfuerzo de superación que debe hacer todo hombre que vive de verdad. Pero, además, tenemos que conver t i rnos radicalmente, como si fuera por primera vez. Estoy con­vencido d e que esto no lo entendemos; yo quisiera pedirle a Dios hoy que nos d é a todos tapacidad de oír, escuchar y entender. Para nosotros se han escr i to estas palabras: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios . Convertios y creed en el Evangelio» (Me 1, 15).

2. La conversión es inminente.

No p o d e m o s peisar que esto no va con nosotros, por el momento. «Os digo e s t o : el momento es apremiante» (I Cor 7, 29); «se ha cumpli­do ya el p l azo» (Me 1,15). Esta lánguida vida humana que llevamos, este

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estilo tan farisaico de aparecer creyentes sin serlo, tiene que des­aparecer.

La razón de esta inminencia está en la urgencia con que hemos de salir de esta situación de pecado que nos destruye. La «conminación» a la conversión es un acto de amor; si se pudiera, por el bien nuestro, ten­dríamos que obligarnos a convertirnos. «Dentro de cuarenta días Níni-ve será arrasada» (Jonás 3, 4). «Dad digno fruto de conversión, no os contentéis con decir: tenemos por padre a Abraham. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 7-10).

Tenemos que hacer penitencia porque la gran ciudad de Nínive está corrompida. Alguien dirá, «a mí qué, que la ciudad sea un desastre». Falso espejismo. Hay quien piensa salvarse como si estuviera aislado de todo lo que le rodea. La corrupción social es nuestra; es fruto de nuestro pecado, de nuestra corrupción y nuestra apatía. En Nínive po­dría haber santos, pero si la ciudad no se convertía, la Nínive de los santos también hubiera sido destruida. ¿Cómo podremos creernos san­tos los vecinos de esta ciudad, si se nos ha corrompido y está muerta?

3. Es seria.

La conversión es «inminente» (Mt 3, 7), pero es seria. Nadie piensa que convertirse es fácil. Es duro, cuesta, no se hace en un día. La conversión tiene un nombre que asusta, pero hay que pronunciar, es muer te . Exige morir a muchas cosas, destruir otras, desprenderse de cosas tan entrañables como el estilo de nuestra propia vida de pecado.

Los ninivitas desde el momento en que creyeron al profeta y se convirtieron no se quedaron en un simple juego. Pusieron todo lo que estaba de su parte: «Creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron de sayal, grandes y pequeños» (Jonás 3, 5). No nos riamos de estos signos sencillos de conversión. ¡Ya quisiera Dios que nuestra con­versión se reflejara también hasta en nuestro modo de vestir!

Convertirse es «dar la vuelta», desandar el camino equivocado, vol­verse del revés. Supone replantear un nuevo modo de vivir. No es de­jar el mundo, ni marcharse al desierto, ni huir de la realidad. Sino que esto supone estar en el mundo de distinta manera, tener las cosas se­gún el plan de Dios. San Pablo refleja esta realidad de un modo grá­fico: «tener como si no se tuviera» (I Cor 7, 29). El mundo tiene «rete­niendo», el creyente tiene «compartiendo». El mundo tiene absolutizan-do las cosas, el convertido tiene relativizando, sabiendo que todo es para nosotros, nosotros de Cristo y Cristo de Dios. Convertirse es esa acti­tud fundamental que nos permite «dejarlo todo», l iberarnos (Me 1,18) porque hemos encontrado un modo de vivir definitivo. Es el caso del que encuentra un tesoro en un campo y vende todo, para comprar el campo y poseer el tesoro (Mt 13, 44-46).

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4. Es condición indispensable para salvarse.

No nos engañemos ninguno, la conversión es condición indis­pensable para entrar en el Reino de Dios. El evangelio del Reino no se acepta sólo teniéndolo en casa escrito, leyendo de vez en cuando y has­ta estimándolo. Pero muchos tenemos el evangelio como un programa de vida imposible. La conversión supone la fe en el que el evangelio es posible vivirlo y el esfuerzo por llevarlo a la práctica.

Todos estamos esperando que el perdón de los pecados nos llueva del cielo como por arte de magia. El perdón de los pecados se nos conce­de en la medida en que nosotros colaboramos con la gracia de Dios para superar el pecado en nuestra vida. «Cuando vio Dios sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo» (Jo­ñas 3, 10).

No hablemos más. Investiguemos las causas por las que no nos que­remos convertir. Mientras tanto sintamos que nuestra vida está en plena contradicción con lo que significa esta reunión de la Iglesia, con la Palabra de Dios y con la Eucaristía que ahora vamos a celebrar.

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DOMINGO IV «PER ANNUM»

TEMA: HABLAR CON AUTORIDAD.

FIN: Buscar la raíz de la autoridad o el peso de las palabras que pronunciamos. Sobre todo, en el seno de la Iglesia, descu­brir cómo se puede anunciar el evangelio con autoridad y cómo llegar a celebrar la salvación con unos sacramentos verdaderos.

DESARROLLO:

1. La crisis de la Palabra. 2. ¿Qué es hablar con autoridad? 3. La fidelidad a la Palabra de Dios.

TEXTO:

1. La crisis de la Palabra.

Todo el mundo se queja de que hay crisis de autoridad. Los pa­dres, los profesores, los gobernantes, los ministros de la Iglesia, son inin­terrumpidamente contestados. Nadie tiene autoridad suficiente, por más que se le quiera canonizar, para hacer acatar la palabra.

Es que nuestra generación está harta de tanto oír hablar. La civili­zación de los medios de comunicación ha vulgarizado la palabra tanto en su género de escritura, como visibilizada por medio de imágenes. Miles de palabras suenan en nuestros oídos, pronunciadas con calor, con téc­nicas de persuasión, tratando de hacernos ver la verdad, pero nos damos cuenta de que se nos miente, que son una mera palabrería. No hay nin­guna palabra con peso suficiente para calarnos hasta dentro. La profe-sionalización y comercialización de la palabra tiene su exponente más claro en las técnicas de la propaganda. Todo se dirige de antemano para formar una opinión prefabricada y poder así explotar el bolsillo o la vo­luntad del paciente consumidor. La Iglesia, y la comunicación de la Pa­labra de Dios, no escapan de esta enfermedad. La Palabra entre noso-

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tros puede llegar a ser percibida como un tráfico más de la propaganda alienante que caracteriza nuestra época.

Por otro lado, las palabras, en nuestra boca, están llenas de equívo­cos. Los mismos conceptos suenan de diversa manera según quien los pronuncie; hasta el acento y la entonación cambian los significados. Las mismas palabras significan cosas distintas. Falta precisión, claridad, hon­radez, fidelidad. En la misma Iglesia, personas bien significadas, un día dicen una cosa y otro día afirman lo contrario. ¿Puede mantenerse así la autoridad de la Palabra? ¿Cómo podemos llegar a una verdadera co­municación con los demás? ¿Podemos adquirir para anunciar el evange­lio un modo de hablar al que se le pueda dar fe?

2. ¿Qué es hablar con autoridad?

No se t ra ta de estudiar una nueva gramática y aprender una sintaxis exacta. Tampoco es cuestión de aprender una lengua virgen de trucos y subterfugios. Qué es hablar con autoridad, no es fácil decirlo. Habría que apelar a la experiencia que tenemos, si es que hemos captado la autoridad en alguien con quien hayamos entrado en relación. La auto­ridad parece que hay que encontrarla en las actitudes del que habla, en el mundo interior que manifiesta, en la carga que se percibe detrás de sus palabras.

Constatemos con gozo, en medio de este mar confuso de sonidos, que Jesús de Nazaret decía cosas que l lamaban la atención de sus con­temporáneos: «Fue a la sinagoga a enseñar, y se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con auto­ridad» (Me 1, 21-22). Para enseñar con autoridad no se necesita saber mucho , ni tener grandes títulos. Esto a veces estorba. Jesús no tenía escuela, pero tenía autoridad: «La mult i tud que le oía se preguntaba asombrada: ¿de dónde saca todo esto?» (Me 6, 2).

La autoridad de Jesús nace de que en El la Palabra y la obra van un idas . Habla lo que está decidido a hacer. Si Jesús anuncia el Reino de Dios es porque está en lucha con los enemigos del Reino; si habla de la liberación del hombre, lo está liberando de verdad. «Había en la s inagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a g r i t a r . . . Jesús le increpó: cállate y sal» (Me 1, 23, 25). Jesús prueba con s u s obras sus palabras.

Esta actitud de Jesús es tan desconocida que no puede menos de admi ra rnos a todos cada vez que la descubrimos; nos preguntamos. ¿Qué e s esto? Es inimaginable. La Palabra y la acción están unidas, son g e m e l a s . «Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y obedecen» (Me 1, 27).

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3. La autoridad en el que habla nace de su fidelidad a la Palabra.

El profeta no es profeta sólo porque haya sido designado para tal oficio, sino que es profeta auténtico cuando es fiel a la Palabra de Dios. Entonces es cuando habla con autoridad. «Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo les mando» (Deut 18, 8). «Yo hablo lo que he visto donde mi Padre. . . , tratáis de matarme, a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios» (Jo 8, 38-40).

La verificación de nuestra palabra depende de la fidelidad a la Pa­labra de Dios y de las obras de nuestra vida. Comunicaremos la fe, si somos creyentes; descubriremos la salvación, si estamos salvados; anun­ciaremos la liberación, cuando estemos trabajando por ella. De lo con­trario, todo puede quedarse en un juego de bellas palabras, que caerán de nuevo en la desesperación y el absurdo.

Este problema está también reflejado en nuestros sacramentos sin vida, ¿son algo más que una hojarasca de otoño? Pero estamos tan acos­tumbrados a mentir , que somos capaces de comenzar ahora a bendecir a Dios, aun sin tener algún motivo serio para ello. Exijamos autoridad a la Palabra y a los Sacramentos de la Iglesia, verificándolos con la Palabra de Dios y la autenticidad de nuestra vida.

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DOMINGO V «PER ANNUM»

TEMA: EL HASTIO.

FIN: Ver la situación real en que nos encontramos. Pueden to­carse muchos puntos más, sobre todo, el análisis de la pro­pia experiencia personal. Lo importante es destacar que sólo partiendo de la situación real en que nos encontramos podemos entrar en diálogo con Dios y alcanzar la salvación que necesitamos. Sólo el que se sabe necesitado de salva­ción puede apetecerla y esperarla.

TEXTO:

La vida es bella, reza un «slogan». La felicidad, la alegría, el pa­sarlo b ien . . . «Vivir», alcanzar chispas de vida, lleva una electricidad tal, que a todos se nos iluminan los ojos como si fuera la manzana prohibida o la planta de la vida. ¿Quién no corre desenfrenadamente en pos de l a vida? Cuanto más corremos, la vida se nos aleja más. Acu­mulamos dinero, poder, comodidad, deseos, pero la vida es una espe­ranza inalcanzable.

¿Es que vivimos la vida? No. La buscamos. En esta búsqueda nos nace inmediatamente el hastío. El aburrimiento es una característica de n u e s t r a situación Las ciudades están llenas de salas de fiestas. Son de todo t ipo: para jóvenes, adultos o viejos. En ellas se pretende crear un clima irreal. La música, el ruido, las luces, las diversiones, los bailes, las beb idas no hacei sino aumentar ese poso amargo que como un chi­cle v a m o s masticando todos los días sin poder despegarlo de la boca. Buen s ímbolo de nuestro mundo son todos esos grupos de jóvenes des­g reñados , desarraigados, cansados, que dormitan al sol de nuestras pla­zas o s e s t ean a la orilla de algún río famoso. Quizá lleven muchas co­sas d e n t r o ; las manifestaciones son de hastío.

Ni vosot ros mismos aguantáis las tertulias que os habéis creado. Ese c l i m a podrido ¿e nuestra sociedad en la que no se piensa, ni se vive, e n l a que todo se toma con una superficialidad y ligereza alarman-

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tes. Vosotros, los burgueses, estáis enredados en vuestras propias redes, lo que pensasteis que era vivir, os llena de tristeza hasta la muer te ' Pensad en cualquier fiesta de sociedad, llena de cortesía, de amabilidad, de atenciones para encubrir la envidia, la malquerencia y el deseo de aplastar al que es más. «Sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos muertos y de toda in­mundicia» (Mt 23, 27).

Hastiados en el trabajo. Ese campo de batalla en el que gana el más fuerte, absorbiendo el sudor del que tiene menos medios para defender­se El trabajo que es como un ring de boxeo, una competición de fuer­zas, para que triunfe el más sagaz, aunque sea haciendo juego sucio y dando golpes bajos. El trabajo, esa tremenda tensión ante la justicia y la colaboración con los injustos sistemas económicos. Al final, decep­cionados de todo, rotos, incapaces, nos nace un aburrimiento incurable.

Estamos todos cansados. El pueblo mismo, paciente de mil opera­ciones, engañado sin cesar, sin esperanzas de ninguna clase, se aliena con la televisión, el fútbol, los toros y adquiriendo las cosas que le per­mite la sociedad de consumo. El pueblo vive seco, como un tronco car­comido, lugar de refugio para los insectos.

Muchas cosas nuestras gozan de la paz de los cementerios, son hue­sos calcinados, han adquirido ya la esterilidad de las piedras. Las cono­céis todos. Están dentro y fuera de nosotros.

Nuestra vida, como la de Job, símbolo de la existencia humana en el mundo, no es bella, ni mucho menos. Tampoco el mundo es un paraí­so. Esta situación nuestra está caracterizada por la dureza; su imagen es el desierto, en el que vivimos desterrados. Esta vida es como un ser­vicio obligatorio a sueldo. Nadie nos ha consultado para alistarnos en la cantera de trabajos forzados. ¿Quien no se siente esclavo y esclavi­zado? No estamos contentos con nada. Por la noche arrugamos las sá­banas esperando el día; el día nos aburre sin remedio. Vivimos de ilu­siones, que cuando las alcanzamos no hacen sino despertar deseos más grandes e inalcanzables. ¡Si nuestro vivir sirviera al menos para ad­quirir la vida!, pero es que la poca vida que tenemos se nos escapa. A lo largo de los años se nos vacía el alma, no tenemos nada sólido que agarrar entre las manos. Se nos escapa la vida. Ni siquiera tenemos tiempo para acariciar cada sufrimiento. Todo da vueltas con la veloci­dad de la lanzadera. Somos un soplo (Jo 7, 1-4.6-7).

Estamos enfermos, con esa fiebre impensable que nos hace estallar la cabeza. Si hubiera alguna esperanza de curación y alguien, con som­bra benéfica (Hech 1, 34) pasara a nuestro lado, todos tendríamos que salir a la calle, y agolparnos porque tenemos «diversos males y esta­mos poseídos de muchos demonios» (Me 1, 34).

Pero una ligera sospecha nos asegura que no hay nadie que pueda curarnos. Estamos atenazados, dominados, bajo el poder de alguna ex­traña encantación, si es que esto existe.

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Reconocernos así es condición indispensable para poder abrinos al diálogo con Dios, como Job, para poder esperar la salvación. Salvación que no es evidente, sino que hay que esperarla «contra toda esperanza».

¿Creemos de verdad que alguien pasa a nuestro lado, que nos ofre­ce un camino de recuperación? Si lo creemos, ¿somos capaces de agol­parnos a su puerta como enfermos y endemoniados? Nuestra vida sólo tiene una respuesta: la Cruz. En el desolado horizonte del mundo, cruci­ficados, hay una promesa de recuperación. El ingente montón de es­combros va a servir para reconstruirnos. La muer te con que poco a poco nos morimos, acaba en la vida. Que este Sacramento, que es pr i ­micia del nuevo mundo, nos mantenga la esperanza que necesitamos ante el hastío y el aburrimiento de la vida. «Desde lo hondo a Ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz..., mi alma espera en tu Palabra» (Sal 129, 1.5).

En el horizonte de nuestra vida aparece el Dios de la esperanza, que nos hace la promesa de cambiar nuestra tristeza en gozo.

Porque esta es la única verdadera razón de nuestro hastío: el olvido de Dios. Quien cree en El encuentra en su propia realización, en el servicio al prójimo, en la oración y el sacrificio, en el cumplimiento del deber profesional, mil razones para vivir que ahuyentan todo hastío. Mientras vivimos, merecemos, si estamos en gracia. Y Dios va recogiendo nuestras penas, nuestro cansancio, nuestra angustia, para trocárnoslo un día en una felicidad sin medida. La esperanza ilumina nuestra vida. Sabemos que El cambiará un día la calderilla de nuestro sufrimiento por el oro puro de una existencia feliz. Y ya deja de contar nues t ro hastío, porque se transforma en esperanza.

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DOMINGO VI «PER ANNUM»

TEMA: LA SALVACIÓN ES UNA CURACIÓN.

FIN: Profundizar en el misterio de la salvación, no sólo como perdón de los pecados o salvación espiritual, sino también como salvación del cuerpo, por la liberación de la enfer­medad y de la muerte.

DESARROLLO:

1. Fin pedagógico de los milagros. 2. Jesús, el Salvador. 3. Salvación del pecado y sus efectos. 4. La Eucaristía, medicina del cuerpo.

TEXTO:

1. Fin pedagógico de los milagros.

¿Por qué hoy no realizamos milagros? Nos extraña a todos tal p ro ­fusión de milagros en el Evangelio y aun en los albores de la Iglesia primitiva. Bien es verdad que hay algunos que afirman que en Lourdes se producen milagros. Pero la lejanía, la localización, el ambiente en que allí se realizan esos actos maravillosos, no nos sirven; desconfia­mos de ellos. Si la salvación es también una curación, ¿por qué noso­tros, si somos salvos por la fe, no somos curados de la enfermedad y sus raíces? ¿Acaso Cristo no «siente lástima de nosotros» para decir­nos «quiero, queda limpio»? (Me 1, 41.)

Para los evangelistas, el milagro, más que un signo maravilloso, t iene u n fin claramente pedagógico. Jesús era algo más serio que u n prestidigitador ambulante, que hacía actos extraños, llenando de estu­por y de admiración a la gente. El Nazareno era el momento culmi­nante, aparecido en la historia, en el que se le ofrecía al mundo, de un

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modo desbordante, la salvación. En cada gesto de Cristo había un anun­cio de la salvación. Toda palabra, mirada, comportamiento, acción de Jesús es un anuncio del Evangelio. Así hay que mirar los milagros: no la anécdota de una obra maravillosa, que todos quisiéramos apropiar­la, sino como un anuncio del evangelio que nos salva. Jesús en su vida fue la epifanía de la bondad y la misericordia de Dios (Tito 2, 11; 3, 4), por eso, a lo largo de toda la vida, «pasó haciendo el bien» (Hech 10, 38). Este bien realizado está plasmado gráficamente en los milagros.

2. Jesús, Salvador.

En el N. T. «salvar», palabra que aparece muchas veces, significa sanar, curar . Supone liberar de la enfermedad, devolver la salud al que la ha perdido, salvar del peligro o de la muerte (Mt 8, 25; Me 3, 4; Le 6, 9). Esta imagen de la vida humana en que uno ayuda a otro a sal­varse, a curarse, a salir del peligro, es aplicada a Dios para nar ra r su acción y relación con los hombres. Dios es Salvador (Judit 9, 11), Dios salva (Sal 118, 25).

La Buena Noticia que Jesús trae al mundo es un evangelio de salvación. «A vosotros ha sido enviada la Palabra de Salvación» (Hech 13, 26; 11, 14). Salvación de la raíz del mal en el hombre, el pecado; el Salvador es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mun­do» (Jo 1, 20). Pero la salvación que Cristo ofrece no es una mera curación interior. Estamos nosotros demasiado acostumbrados a pensar la salvación como algo interior. Tenemos tal facilidad para dividir al hombre en cuerpo y en alma, que nos resulta fácil aplicar la salvación exclusivamente al alma. De ahí el esplritualismo que nos caracteriza. Para el N. T., el hombre es una unidad. La salvación atañe a toda la persona humana, que es un principio espiritual y material a la vez. A todo lo que el hombre es, como cuerpo y alma, atiende la salvación del evangelio. A todo lo que el hombre es, como individuo y participan­te en l a sociedad, responde la acción de Dios. Quien intente reducir la salvación al alma o al individuo, o viceversa, la mata.

3. Salvación del pecado y sus efectos.

Cr i s to salva del pecado, pero también de sus consecuencias. Por el pecado se destroza la persona humana. El cuerpo también peca y se d e s t r u y e ; hasta la misma creación material gime y se deteriora por la esc lavi tud pecaminosa a la que el hombre le tiene sujeta (Rom 8, 20 ss.). No es e x t r a ñ o , pues, que de la enfermedad y de la muer te hablemos los cr is t ianos como efecto del pecado. «Entró el pecado en el mundo y por p] p e c a d o la muerte» (Rom 5, 12). Por eso, en el N. T. la salvación se concibe como liberación total del pecado, hasta en sus efectos. «No ha-

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brá ya muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Apoc 21, 4).

Nosotros somos diferentes de los contemporáneos de Jesús. Estos lo que esperaban era la curación de la enfermedad y se les escapaba el perdón de los pecados. Porque criticaban de él, Jesús se encaraba di­ciendo: «¿Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o de­cir: levántate y anda?». Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la t ierra para perdonar los pecados, yo te digo... leván­tate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Le 5, 23-24). Aquí está clara­mente expresada la relación que existe entre el perdón de los pecados y la curación de la enfermedad y la muer te .

En el evangelio aparecen los milagros de las curaciones, para signifi­car el mundo imperceptible de la persona, renovado por la gracia de Dios. Quien domina los efectos del pecado, puede también curar la causa, el mismo pecado. A nosotros, sin embargo, hoy se nos anuncia el perdón de los pecados, como una oferta actual de salvación, pero no se nos libera aún de la enfermedad y la muer te . La razón está en que aun siendo perdonados por Dios, y habiendo superado gran parte del pe­cado en nuestra vida, sin embargo, el perdón total del pecado y su su­peración no lo alcanzamos hasta el final; el perdón de los pecados defi­nitivo es un don escatológico. Por eso, hoy penamos y esperamos la muerte , como consecuencia del pecado que aún anida en nuestra vida. Pero sabemos que con la muerte , unida a la muer te de Cristo, daremos definitivamente muerte a la raíz de nuestro mal, el pecado.

4. La Eucaristía, medicina del cuerpo.

Al celebrar la Eucaristía, recordemos que ella es sacramento de la salvación. No sólo nos alcanza el perdón del pecado; es cierto, nos da la gracia interior; por ella entramos en comunión con Cristo. Pero la Eucaristía es también «medicina» no sólo contra el pecado, sina tam­bién contra los efectos del pecado: la enfermedad y la muer te . Es me­dicina para nuestro cuerpo. No una medicina material , que produzca efectos materiales. Es una medicina radical: la comunión con Cristo acumula en nosotros las energías y calorías suficientes para vencer al pecado, la enfermedad y la misma muerte en el momento oportuno, designado en el plan de Dios. El Pan de vida nos ayuda a recuperar fuerzas perdidas por el pecado, hasta en las heridas con que se arrastra nuestro cuerpo.

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DOMINGO VII «PER ANNUM»

TEMA: INMÓVILES.

FIN: Desinstalarnos de la comodidad, segundad e inmovilidad en las que hemos echado raíces.

DESARROLLO:

1. Inmovilismo en que nos encontramos. 2. Curación de la parálisis. 3. Abiertos a lo nuevo evangélico. 4. Decididamente: Sí. Amén.

TEXTO:

I. Inmovilismo en que nos encontramos.

«El q u e pone la mano en el arado y vuelve la cabeza atrás, no es digno de mí» (Le 9, 62). El hombre que mira hacia atrás, no puede ca­minar hac ia adelante; algo del pasado le retiene, que le impide ser cons­ciente d e l presente y atisbador del futuro. El mirar hacia el pasado, con demasiada insistencia, paraliza; como quita ímpetu al toro de lidia la querenc ia a las tablas o a los toriles, por donde ha salido.

De a q u í nace, como instinto de regresión al seno materno, como una h u i d a del presente y como fruto del miedo a la aventura del fu­turo, lo q u e se ha dado en l lamar el integrismo. Es esa postura que no tiene o t r o fin que guardar ferozmente la herencia del pasado, como si hoy no fuéramos capaces de ser tan creadores como los que nos han precedido, como si el porvenir del mundo ya estuviera todo realízalo.

El r ecue rdo exagerado es un mal. Los jóvenes no recuerdan, viven. El tener s iempre la añoranza del pasado en la boca supone poca fuerza en la v i d a , el estar ja acartonado, sin tener otro quehacer que sacar de In alforja del tiempo el bagaje de los recuerdos almacenados. Esta ac-

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titud, que se da en la familia, en la vida social, en los comportamien­tos políticos, en la misma Iglesia, sobre todo en la Iglesia, no es buena.

«Esto dice el Señor: no recordéis lo de antaño, no penséis en lo an­tiguo» (Is 43, 18). En lugar de buscar lo nuevo, las expresiones conve­nientes, de vivir la aventura de una Iglesia que sigue el destino de la historia, estamos afincados en los libros viejos, vivimos aún de los ritos pretéritos, ponemos todo nuestro ímpetu en defender las expresiones ininteligibles de los dogmas imperecederos. Se confunde la tradición de la vida misma de la fe, con las formas de esa tradición. Y hasta sin fe, batallamos por defender las formas. Examinémonos todos hoy, porque el inmovilismo está arraigado, como una lapa, hasta en aquel que se crea más avanzado.

2. Curación de la parálisis.

Estamos paralizados. Cuando un hombre se para, cuando ve que ya no anda, que se ha cerrado, es malo. A veces queremos salir de esta si­tuación; no podemos. «El gentío» nos lo impide. Nos lo impide la socie­dad, la cultura, la formación recibida, el estilo de vida que llevamos, el respeto a la crítica que los demás hagan, el miedo a la aventura. ¿Cómo puede estar abierto hacia lo nuevo un capitalista? ¿Puede es­perar algo quien lo tiene todo? ¿Cómo puede compartir la esperanza de los pobres, los mismos que los están empobreciendo? El futuro, como siempre, está en manos de los débiles. No es extraño, que entre noso­tros, la fuerza mayor de integrismo social y católico se mueva entre las personas que tienen mucho dinero. Es normal. Los ricos no son capa­ces de decidirse a seguir el camino: «Ven y sigúeme» (Mt 19, 21).

Para liberarse de esta parálisis hay que buscar una salida anormal. Es necesario saltarse a toda la sociedad, ponerse por montera a todo el mundo, y saltar por el tejado (Me 2, 4). A veces tenemos que saltar murallas; para todo hombre sus obstáculos, por muy pequeños que sean, son altas barreras . Pero es la única manera de encontrar el campo libre, de no permanecer inmóvil por las presiones de la sociedad, del gentío.

3. Abiertos a lo nuevo evangélico.

Se nos llama a vivir en un campo abierto. Ello quiere decir que el hombre tiene más futuro que pasado y que tiene que estar más abier­to a la novedad que al recuerdo. Todo esto nos resulta a contrapelo. Cuando uno acaba su carrera, comienza a vivir de rentas. No tenemos toda la culpa. Nos han educado, no para la búsqueda y la investigación, sino para usar conceptos ya sabidos. Esto nos revela una tendencia ge­neral en todo. Cuando conseguimos una meta nos quedamos satisfechos. Todo nuestro esfuerzo posterior no consiste en buscar otra frontera,

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sino en guardar lo adquirido. No queremos arriesgar nada. Y la vida es un juego, en el que si no se arriesga algo no se gana. Muchos de noso­tros, por pertenecer a la pequeña burguesía, nueva o tradicional, tene­mos un peligro de clase aun mayor, porque para subsistir tenemos que ir buscando seguridades. La seguridad de «lo establecido», es la que más nos satisface.

«Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 19). ¿Cuántas veces no nos reímos ante lo nuevo? Más, matamos lo nuevo de verdad diciendo «que es igual que siempre». De esta ma­nera, como un nuevo pecado contra el Espíritu de Dios, nos cerramos para siempre a la novedad evangélica. Negamos lo nuevo porque esta­mos ciegos, insensibles para verlo y para notarlo. No vemos ningún signo de la acción de Dios por ningún lado. ¿Es que Dios ha agotado con el pasado toda capacidad de acción en el mundo? Por si tenemos aún oí­dos para escuchar, oigamos la Palabra: «mirad que realizo algo nue­vo. . . , abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo para apagar la sed del pueblo» (Is 43, 19-21).

4. Decididamente: Sí. Amén.

La lectura de San Pablo nos revela una actitud ante lo nuevo de prevención, indecisión: Es la de los que sin estar del todo cerrados a la novedad evangélica, sin embargo, se mantienen por sistema, in­decisos. Este es un mal endémico de los malos Pastores de la Iglesia y de muchos de los hombres llamados «prudentes». Esta postura les lle­va a no definirse nunca ante las situaciones, por su complejidad y equi-vocidad. Es ese juego constante, desmoralizador, entre el «sí» y el «no» a la vez, de lo que resulta esa fórmula consagrada ya por la sagacidad de quienes no se quieren comprometer: «sí, pero.. .».

Digámonos hoy, que el evangelio es «sí» o «no», con toda claridad. Los va lores evangélicos no son equívocos. No puede uno decir en nom­bre del evangelio «sí» y luego «no». Cristo es el «SI», el amén definitivo y rotundo del hombre a la Palabra de Dios (I Cor 1, 18-22). El creyente es aquel hombre, que, como Abraham, sabe decir un sí incondicional al futuro que «Dios nos mostrará». Que el Sí de Cristo, h a s t a la muerte, nos desarraigue de la seguridad que buscamos y que n o s paraliza. La comunión con el Cuerpo de Cristo nos debería « l evan ta r inmediatamente de la camilla y lanzarnos a la vista de todos en persecución del futuro, para que den gloria a Dios» (Me 2, 12).

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DOMINGO VIH «PER ANNUM»

TEMA: ¿HACIA LA SUPERACIÓN DEL AYUNO?

FIN: Presentar el ayuno como un espíritu que ayuda a superar el precepto.

DESARROLLO:

1. Desconfianza ante el ayuno. 2. ¿Ayunan los discípulos de Jesús? 3. El ayuno verdadero. 4. La comida eucarística.

TEXTO:

1. Desconfianza ante el ayuno.

El ayuno y la abstinencia. He aquí dos prácticas que están en cri­sis. Según la actitud que se haya tomado dentro de la Iglesia se guarda a rajatabla, se compensan con una limosna u obra buena, o no se les hace ningún caso. Las dos últimas posturas abundan entre nosotros. Muchos se preguntan, ¿para qué ayunar? ¿Significa algo dejar de co­mer? ¿No será una práctica religiosa que no tiene ya vigencia en nues­tro tiempo? Si se t rata de la abstinencia, parece que esta práctica t ie­ne aún menos consistencia. ¿Por qué le tiene que agradar a Dios más el pescado que la carne? ¿Acaso el que come buena carne durante la semana no goza los viernes en su mesa de buen pescado? ¿Es suficien­te una «limosnita» para cumplir esta obligación? Seamos serios, se dice, ¿no tiene ya el hombre moderno suficientes preocupaciones como para que nosotros le carguemos con más, en los viernes, de ayuno y absti­nencia?

2. ¿Ayunan los discípulos de Jesús?

En tiempos de Jesús este problema también preocupaba; más, es­candalizaba. Los discípulos de Jesús no guardaban el ayuno. Y a Jc-

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sus le piden cuentas. El acepta el diálogo y responde: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mien­tras tienen tal novio con ellos no pueden ayunar» (Me 2, 19).

Con esta respuesta Jesús apunta una primera característica del ayu­no. Es un signo de la espera impaciente de algo que se desea. El mis­mo Jesús hace voto de no beber de la copa, hasta que llegue el Reino definitivo de Dios (Me 14, 25). El ayuno se convierte así en una plega­ria impaciente dirigida a Dios y que muestra nuestra insatisfacción por la situación presente y nuestro deseo de instaurar un orden nuevo. ¿Significa para la mentalidad actual algo de esto el ayuno?

El ayuno es la situación obligatoria que impone el desierto. Hay mo­mentos en la vida que es necesario hacer ayuno, no sólo de comidas, sino ayunos de muchas cosas: es el tiempo de la conversión, en el que el hombre, alejado del ruido, entra en su interior, se aleja del pecado y hace hambre de la Palabra de Dios. En estas circunstancias Dios se co­munica (Os 2, 14-15).

¿Podemos poner nosotros el ayuno más en una actitud que en el gesto material de no comer? Ayuna el que come lo necesario y crea una estructura en que hace posible que a todos les llegue para comer. Ayuna el que es capaz de compartir con el que no tiene aun aquello que él mismo necesita. Ayuna el que está trabajando por la liberación de los oprimidos, con peligro de que le encarcelen, le persigan, tenga que vivir oculto o huido. Ayuna el que sabe repartir los beneficios sin dar al capital lo que no le corresponde.

3. El ayuno verdadero.

Como resultado de que el Reino de Dios aún no ha llegado del todo, porque estamos deseando que llegue, ayunamos. Pero nuestro ayuno con­siste sobre todo en un espíritu, es un ejercicio de amor fraternal. Nuestro ayuno no es estático, ni espera a sentir las punzadas del hambre. El ayu­no es una acción que prepara «los caminos del Señor» (Mt 3, 3), que va adelantando la venida del Reino. El Reino viene por el don de Dios y por nuestro trabajo El compromiso humano, con sus riesgos, para que el Reino venga, es nuestro ayuno. De lo contrario, y lo vemos to­dos los días, ayunan escrupulosamente para que llegue el Reino de Dios, los mismos qut impiden el Reino. Como andaban preocupados los fariseos por el ayuno de los discípulos de Jesús, pero no les inquieta­ba el Reino de Dios (Me 2, 18). Captar este Espíritu de Jesús es lo más importante. La Iglesia, siguiendo una venerable tradición que se re­monta al Antiguo Testamento, impone a sus miembros la ley del ayuno material, para suscitar en nosotros el auténtico espíritu del ayuno. Pero no es suficiente con cumplir externa y mecánicamente la Ley. Esto sería fariseísmo.

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4. La comida eucarística.

La actitud del ayuno verdadero nos la revela Cristo en la Eucaris­tía. Cuando la instituyó hizo el voto de no volver a beber. «No beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios» (Le 22, 18). Pero Cristo no se contentó con cerrar su boca a la comida (v. 16) y a la bebida. Sino que se entregó a la tarea de hacer venir el Reino, hasta padecer la muerte. Su compromiso con la Palabra de Dios le hizo gustar de nuevo el vino del Reino; en la copa de la Pasión bebió toda la fuer­za salvadora de la vida. Este drama de la vida de Cristo, lo celebramos hoy nosotros, como norma de nuestra vida. ¿Somos capaces de exponer algo, de pasar hambre de muchas cosas, por esta comida y bebida del Reino? ¿Somos dignos de entrar en comunión con quien ayunó hasta la muerte? Tenemos verdadera hambre del Reino de Dios? Este es el espíritu que persigue la Ley de la Iglesia y que tenemos que provocar en nuestro corazón.

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DOMINGO IX «PER ANNUM»

TEMA: EL SERVICIO AL HOMBRE, UN CRITERIO DE REFORMA.

FIN: Hacer reflexionar sobre el camino de la reforma de la Igle­sia. Hay el peligro de no reformar lo único que es suscep­tible de ello, la forma. Lo visible tiene que significar el misterio invisible con una cierta claridad.

DESARROLLO:

1. La reforma. 2. Desviaciones. 3. Principio evangélico.

TEXTO:

1. La reforma.

La reforma de la Iglesia, es un trabajo complicado. Mucho más di­fícil es aún la reforma de la sociedad. En toda organización hay unos mecanismos enormes de defensa, que impiden todo cambio. El peligro más grande de las estructuras es olvidarse del fin para el que han naci­do y endiosarse. Cuando la estructura se dedica a incensarse a sí misma, a ponerse e n el centro de todo interés, a ser un espacio intocable y defendido por todos los tabús sagrados de la historia, está corrompida. Necesita ella también una revisión, reconversión. A esto, en la Iglesia, damos el nombre de reforma. En otros campos se llama revolución.

La Iglesia debe estar en una continua actitud de reforma, siempre en pie, peregrina, sin tener nada como definitivo. El problema de la situación actual es que la Iglesia, además de esta reforma normal, coti­diana, tenemos que emprender una revisión más radical; se trata de que en la Iglesia encontremos la identidad de nuestro propio misterio y lo vivamos con una cierta garantía. »

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Hay quienes ponen la reforma de la Iglesia en cosas externas: en un cambio de liturgia, en poder celebrar los sábados para que se cum­pla con el domingo, en ceder ante ciertas necesidades, que no revistan importancia. Pero lo que está en crisis es la misma estructura, la forma de la Iglesia actual, como no válida para expresar en medio de nuestra generación el anuncio del Evangelio. Están en crisis: el modo de per­tenecer a la Iglesia; la Jerarquía y la forma del ministerio; la estruc­tura de una Iglesia de cristiandad, sin el pilar de la sociedad que le dio forma. Pero la atención de la reforma no es ésta. La reforma auténti­ca se dirige al misterio de la Iglesia: una vez que nosotros seamos cre­yentes del evangelio en medio de la comunidad, seremos capaces de ex­presarlo con los cauces de comunión apropiados.

2. Desviaciones.

En este empeño por la reforma, en muchos de nosotros aparece un desviacionismo importante: hemos consagrado las formas; las tenemos por intocables. Cosas de primera categoría las sacrificamos ante reali­dades accesorias, que no nos atrevemos a tocar. Confundimos la reali­dad cor. su expresión., el misterio de la Iglesia con su forma. Las ex­presiones del ser de la Iglesia pueden ser muy distintas a lo largo de las épocas, y así lo demuestra la historia. Una misma Iglesia, porque es comunidad en el tiempo, puede revestir trajes diversos, sin que se desfigure su misterio. El apego a lo externo es comprensible, da mu­cha seguridad. Por otro lado, nos proporciona comodidad; emprender hoy la reforma de la Iglesia, exige mucha imaginación, mucha ten­sión y un espíritu creativo. No seamos simplistas, la primitiva Iglesia, en su forma visible, no se dio ya completamente hecha. Fue surgiendo con grandes titubeos y vacilaciones y hasta con notables diferencias de una Iglesia regional a otra.

3. Principio evangélico.

En este proceso de reforma de nuestra Iglesia, asimilemos el cri­terio del evangelio. Es de sentido común. Pero éste no abunda. Jesús se refiere al sábado, institución sagrada e intocable. El principio, sin embargo, es universal. «El sábado se hizo para el hombre y no el hom­bre para el sábado» (Me 2, 27). La estructura general de la Iglesia salió de las manos de Cristo, pero está al servicio del hombre.

Si la Iglesia es visible no es porque Dios la necesite así, sino por­que así lo quiso El, ya que dada la naturaleza humana, de este modo el hombre llega a percibir la salvación. La Iglesia es visible en razón de ser sacramento para el hombre creyente y para los no creyentes. Si en un momento una determinada forma histórica de Ja Iglesia dejara de

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significar, habría que abandonar esa forma, bajo el imperativo del ser­vicio del hombre siempre dentro de los límites que Cristo marcó, y guardando el misterio de la misma Iglesia, fundada por Cristo.

En concreto. Si el servicio de la Iglesia se parece más a una dicta­dura, que a una ayuda fraternal, habrá que abandonar esa forma de go­bierno. Si el centralismo de la Iglesia impide el desarrollo de las Igle­sias locales habrá que reformar esa organización. Si el que el Vati­cano, sede de la comunión universal de los creyentes, sea un Estado, le impidiera a la Iglesia un valiente anuncio del Evangelio, habría que desprenderse de ello. Si el ministerio sacerdotal no permitiese ni el desarrollo de la persona del ministro ni el auténtico servicio a la co­munidad, habría que cambiar su configuración. Si las comunidades cris­tianas fuesen hoy un conglomerado confuso de personas, unidas jurídica­mente, habrá que pasar a crear verdaderas comuniones fraternales. Si las leyes impidieran el servicio genuino de la evangelización, habría que revisar el código. Si la liturgia, sólo superficialmente retocada, no sir­viese para expresar con vigor la fe del pueblo reunido, tendríamos que comenzar una revisión definitiva del culto.

¿Sirve la estructura de la Iglesia a los miembros de la Iglesia? ¿Sir­ve todo el gran aparato eclesiástico para emprender hoy el camino de la evangelización del mundo? Acaso no niega la propia Iglesia, en mu­chas ocasiones, la misma posibilidad de cumplir con su misión? Voces graves y honradas, de dentro y de fuera, nos lo recuerdan sin cesar; pero permanecemos sordos.

Más, muchos de los aquí presentes dirán con un escrúpulo farisaico: «Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» (Me 2, 24). Antes está el hombre que la estructura. Trabajemos en sábado, domi­nemos las estructuras (Me 2. 28), liberemos los brazos secos, hagamos de nuestras formas una proclamación auténtica de la liberación (Deut 5, 12-15) y del amor. Sé que no responderán los fariseos a las graves preguntas de Jesús (Me 2, 4-5), que tratarán de hacer callar la voz de una reforma noble y al servicio del hombre siendo fiel al proyecto de Dios (v. 6), pero habremos proclamado la liberación v nadie nos pri­vará del gozo de haber celebrado un sábado como Dios manda (Deut 5, 15).

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DOMINGO X «PER ANNUM»

TEMA: EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO.

FIN: Iluminar el sentido de la cerrazón violenta que se da hoy en la Iglesia ante las exigencias del evangelio.

DESARROLLO:

1. En qué consiste el pecado contra el Espíritu. 2. Modos concretos de pecar contra el Espíritu.

TEXTO:

Lo demoníaco existe. Quizá no con cuernos, rabo y tridente en mano, como nos lo hicieron imaginar en la catequesis y las pinturas. Lo demoníaco es esa fuerza del mal, resultado de todo el mal individual que existe en nosotros; fuerza que nos supera a cada uno en particu­lar y que, no pocas veces, nos esclaviza. Fuerza de tentación al mal, de provocación, de contradicción, de pecado palpable, encarnada en gru­pos de personas y en instituciones.

1. El pecado contra el Espíritu Santo.

Una de las manifestaciones de lo diabólico es lo que el evangelio llama hoy la «blasfemia o pecado contra el Espíritu Santo» (Me 3, 29). Consiste: en tergiversar las obras de Dios, en confundir las manifesta­ciones de Espíritu de Dios con las obras del espíritu del mal. El poder de Jesús de Nazaret es atribuido por los letrados judíos a influencia de Belcebú, príncipe de los demonios (Me 3, 22).

Este pecado crea en el hombre una situación tal que le cierra au­tomáticamente al plan de Dios y a la obediencia a su Palabra. Es el pecado de obstinación, de repulsa absoluta. El hombre se cierra a sí mis-

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mo el camino: el bien le parece la obra engañosa del mal. La fidelidad al evangelio de Jesucristo es hoy pensada como infiltración satánica en la Iglesia y en el mundo. La predicación seria y encarnada del Reino de Dios, un modo folklórico de hacer política y provocar la subversión; abogar por la reforma de la Iglesia, en comunión entrañable con ella, se interpreta como maquinaciones programadas para destruirla desde dentro. Uno canta a Dios, como cantan hoy las gentes, y se ven en la obligación de denunciar; como si fuera más noble el órgano que la gui­tarra; como si tuviere más santidad la melodía que el ritmo. ¿Qué les acontece a esos hombres que no pueden aguantar el que la comunidad exprese su fe de un modo digno, humilde y espontáneo? ¿Acaso Dios ha ordenado que las oraciones escritas en el siglo VI, fueran las únicas que se le podían dirigir a lo largo de la historia del mundo? ¿No tene­mos hoy nosotros nada que decirle a nuestro Dios? Surgen en la co­munidad el gesto de la paz, el abrazo fraternal o el beso de la comu­nión, y se interpreta como resultado de unos móviles inconfesables.

La blasfemia o el pecado contra el Espíritu Santo «no tendrán ja­más perdón: cargará el hombre su pecado para siempre» (Me 3.29). Este pecado supone admitir la contradicción como sistema y estructu­ra permanente . Es el absurdo, el desconcierto organizado, la trastoca-ción de todos los valores. Es el juego más sagaz del mal: consigue qtie el bien aparezca como producto de los demonios, para provocar la des­confianza. Es la presencia de lo demoníaco en el mundo, la posesión diabólica, el «no» del hombre frente al Sí incondicional de la Palabra de Dios que salva al mundo. Este pecado confunde a Dios con el diablo.

A n t e este huracán, a veces incontenible, escurridizo, programado, apoyado, sin determinar y sin localización posible, es fruto de la sa­gacidad del Padre de la mentira (Jo 8, 43-44), el cristiano tiene poco que hacer: nos sentimos radicalmente pobres, impotentes, humildes y hu­mil lados. Ni tan siquiera Dios puede atajar esto: es un pecado imper­donable; el mal no tiene salvación, es la nada, la muerte , el absurdo. Sólo sabemos que el bien merece la pena hacerlo, que es lo real y lo que t i e n e un porvenir; sabemos que el Siervo de Dios, clavado en la cruz p o r las fuerzas del mal, no fue destruido. Esto es lo que nos dice la fe y de aquí nace nuestra esperanza y confianza. Creemos en Dios y en l a s obras del Espíritu de Dios.

2. Modos concretes de pecar contra el Espíritu.

E s t e es el pecado radical contra el Espíritu Santo, que hemos de tener e n cuenta para poder interpretar el significado de lo que acon­tece e n medio de nuestra convivencia en el mundo. Ello nos capacita para asumir lo cristianamente.

P e r o hay en nosotros, también, unos atisbos de pecado contra el E s p í r i t u Santo que tenemos que descubrir y atajar:

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— El recelo frente al testimonio del otro. La Palabra de Dios nos llega por el testimonio del hermano y el amor de Dios por la entrega del hermano. Sin embargo, frente a los demás nos sobra suspicacia, nos falta ingenuidad; somos incapaces de descubrir la novedad del otro, ese evangelio sencillo del que es portador, ese misterio que hace nue­vo lo eternamente viejo, que rejuvenece lo marchito. La suspicacia, el pensar mal, el no abrirnos con cierta candidez e inocencia, el no ser como «niños» ante la Palabra que nos llega por los otros, nos impide «escuchar la Palabra y cumplirla». Nos cerramos voluntariamente ante ella y muy difícilmente crecerá nuestra fe o se nos arrancará el pecado.

— Hay otro aspecto de pecado contra el Espíritu Santo: es el exce­sivo uso de la crítica destructiva: cerramos los ojos a lo que hay de bueno entre nosotros, nos encerramos en la crítica de lo que no hacemos aún. En lugar de venir a la comunidad a dar testimonio de la fe, a lle­narnos de esperanza, a proclamar las obras de Dios, esto parece un muro de lamentaciones. De esta manera no salimos confortados, sino desanimados, sin fuerzas, sin gracia. Es verdad que debe haber una autor revisión constante, pero no sólo esto. En lugar de reunimos para criticar, ¿cuántas veces lo hemos hecho para ver lo que podemos hacer? Hace falta mucha imaginación, coraje, constancia y trabajo. Hagámos­lo. Dejemos de criticar y criticarnos. No hacemos sino dar vueltas sobre nosotros mismos. Parece que no hemos nacido, sino para destruirnos. Somos demasiados retorcidos. Vamos siempre buscando pegas a todo. No tenemos perspectiva: nos falta paciencia y esperanza. Carecemos de sencillez ante la Palabra de Dios.

Busquemos lo bueno que hay en nosotros, profundicemos en los ca­minos del Espíritu, no destruyamos lo que sólo es aún una intuición, una invitación de la Palabra de Dios a nuestras vidas. De lo contrario, estamos pecando contra el Espíritu Santo.

El que escucha con humildad la Palabra es hijo de Dios, hermano de Jesús (Me 3, 35). La que dijo: «He aquí la esclava del Señor, hága­se en mí según tu Palabra», regeneró el mundo, por obra del Espíritu Santo.

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DOMINGO XI «PER ANNUM»

TEMA: LA LEY DEL CRECIMIENTO.

FIN: La dinámica de la instauración del Reino de Dios no sigue nuestros propios módulos de comportamiento. El Reino siempre nos desconcierta y nos sorprende. La descripción de algunas características del Reino, en el proceso de la conversión, es el fin de esta predicación.

DESARROLLO:

1. Tres tentaciones que acechan a los convertidos. 2. La lentitud del Reino. 3. Crecen, a la vez, el trigo y la cizaña. 4. Los débiles son los que prosperan.

TEXTO:

El Espíritu de Dios está promoviendo hoy en la Iglesia todo un pro­ceso de conversión radical. Muchos cristianos «viejos» quieren replantear honestamente la fe que viven; los jóvenes se plantean la opción de la fe de una manera radical y responsable; no pocos alejados vuelven a inte­resarse por el fenómeno de una Iglesia que quiere ser fiel al Reino de Dios y que ellos, escandalizados, un día abandonaron.

1. Tres tentaciones que acechan a los convertidos.

Son tres procesos de conversión que se dan en medio de nosotros. La conversión es ese caaiino que el hombre recorre para conformarse a las exigencias del Reine de Dios. En este camino pueden asaltar varias ten­taciones, en las que si no se tiene cuidado sucumbimos. La primera, es creer q u e uno se convierte rápidamente. La conversión no se puede con­fundir con el movimiento primero en que decidimos convertirnos, res-

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pondiendo a la llamada de Dios. Otra tentación es la de creer que todo es bueno en nosotros, una vez que nos hemos convertido. Es la imagen vul­gar de que una vez que alcanzamos el perdón de los pecados somos todo gracia, no queda en nosotros ninguna sombra. La tercera, es el triunfa-lismo; consiste en creerse un tipo estupendo. ¿Cómo puede concebirse este triunfalismo con la conciencia de pecado que se supone en el convertido?

El evangelio de hoy, con dos parábolas admirables y una sencillez que raya en lo sublime, nos advierte de estos peligros, al narrarnos la naturaleza del Reino de Dios y su proceso de crecimiento.

2. La lentitud del Reino.

La lentitud, es una característica del Reino y de la conversión. «La semilla germina, va creciendo..., primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto... ha llegado la siega» (Me 4, 27-29). Cada fase requiere su tiempo y llega a su tiempo. Esta lentitud, debe llenarnos de paciencia a nosotros que en seguida nos ponemos nerviosos. Nada más comenzar la conversión, ya nos quere­mos ver «comprometidos». Y no podemos. Cada cosa a su tiempo. Si la semilla es lenta, el hombre lo es mucho más. El Reino de Dios exige que el hombre vuelva a renacer (Jo 3, 3-5). Si la ley biológica del naci­miento es lenta, el proceso de nacimiento de nuestra persona es más lento aún: tenemos que desmontar y edificar, que matar y revivificar. El hombre nuevo no nace en nosotros, sino a costa de dar muerte al hombre viejo del pecado (Ef 4, 20-24).

La impaciencia tenemos que guardarla. El avance depende de nues­tro esfuerzo, pero también de la gracia de Dios. Esta no la podemos manejar a nuestro antojo. «La semilla va creciendo sin que el hombre sepa cómo» (Me 4, 27 s.). «Yo planté, Apolo regó, más fue Dios quien dio el incremento» (I Cor 3, 6). Como el centinela que espera la auro­ra, como la tierra agrietada que recibe el rocío, así el convertido debe estar esperando la lluvia de la Palabra de Dios (Is 55, 10).

3. Crecen, a la vez, el trigo y la cizaña.

El hombre no es trigo limpio. No sin razón se habla del pecado ori­ginal; estamos heridos desde la raíz. No es que Dios haya sembrado en nosotros el mal. En nuestro campo se sembró trigo, «pero vino el ene­migo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue» (Mt 13, 25). Crece en nosotros el trigo y la cizaña. Hemos de reconocerlo. Tenemos que aceptar nuestro propio bien y nuestro propio mal.

Esto nos sugiere la idea de que debemos tener paciencia; no hay que precipitarse. Cuando nos convertimos nos parece que todo va a ser

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magnífico. En seguida nos desengañamos. Surge el pecado, la cizaña, las malas hierbas. Tenemos que ser realistas; el pecado no desaparece del todo. Sólo desaparecerá completamente al final, en la consumación del Reino de Dios. Sin embargo, a pesar de todo esto, no somos pesimis­tas. Sabemos que en nuestro campo hay más trigo que cizaña, y que al final, en la cosecha, nuestro saldo resultará positivo. Somos portadores de más gracia que de pecado, estamos empistados en el camino de la re­generación, en esperanza, pertenecemos al mundo de las nuevas creatu-ras; mundo cuyas primicias ya poseemos.

4. Los débiles son los que prosperan.

Se convierten los que descubren la verdad de su vida: la pobreza. No los que se hacen pobres; no nos tenemos que hacer débiles, porque lo somos. Esta cristiana sencillez de reconocerse tal y como se es, es lq única manera de crecer. «La semilla más pequeña... se hace más alta que las demás hortalizas» (Me 4, 32). Este es «el hombre prudente que edifica su casa sobre la roca» (Mt 7, 24). Esta es la ley del crecimiento del hombre: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vues­tro servidor y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos» (Me 10, 43-44).

Siguiendo la imagen de los árboles, Ezequiel nos ofrece las perspec­tivas de la realización del plan salvador de Dios: «Plantará en la cima de un monte elevado (una rama tierna...). Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes» (Ezeq 17, 22.24). Sin creerse grande, reconociéndose sin méritos ante Dios, llamándose «esclava del Señor», El «engrande­ce a la creatura» (Le 1, 39). María, haciendo un resumen de la his­toria de la salvación, nos dice: «derriba del trono a los poderosos y enal­tece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Le 1, 52-53).

Celebremos con paciencia, con sentimientos de arrepentimiento y de verdad, la Eucaristía, que es sacramento del Reino que esperamos, y en el que se nos conceden las primicias de la gloria futura.

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DOMINGO XII «PER ANNUM»

TEMA: ASUMIR LA DEBILIDAD.

FIN: Pretendo que lleguemos a aceptar la verdad de nuestra vida. Muchas veces se vive engañando. Sobre la mentira no se puede edificar nada. Una vez reconocida nuestra verdad, podremos enfrentarnos ante la vida con confianza, que es una de las características de la fe.

DESARROLLO:

1. El misterio de la existencia. 2. Reacciones ante este misterio. 3. Actitud verdadera. 4. Pero, poniendo manos a la obra.

TEXTO:

1. El misterio de la existencia.

Al estudiar este evangelio (Me 4, 35-40) y pensarlo con vistas a la predicación, lo primero que me ha saltado a la vista es la consideración del misterio de la existencia humana: el contraste entre la fuerza y la debilidad que anidan, a la vez, en nuestro corazón humano.

¿Quién de nosotros no se ha sentido mareado como una barca sin rumbo, en medio del mundo? Parecemos a veces una pasión inútil, azo­tada por mil vientos.

Esta sensación nos nace al comprobar que dentro y fuera de noso­tros mismos algo falla, nos entorpece, convierte nuestra vida en hura­cán devastador y en ola encrespada. Las influencias malas de la socie­dad y de los que nos rodean agrietan nuestra barca; nuestro mundo in­terior es como un remolino que amenaza ruina; zozobramos constante­mente. Nuestro barco hace agua por un lado y por otro.

10.—Homilías.

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La fortaleza característica del hombre, ese orgullo de la frente, como una proa levantada al cielo, la confianza que depositamos en no­sotros mismos, se hunde, no pocas veces, en un abismo sin fondo y os­curo. Somos una máquina preciosa, ajustada, cariñosa y generosamen­te puesta en marcha, pero nos falta algo: en el cuerpo, en el espíritu, en nuestra vida más profunda, sicológica.

2. Reacciones ante este misterio:

— Cerrar los ojos y seguir viviendo, sin preocuparse como si fuéra­mos una balsa de aceite.

— Cabe también irritarse, como Job, ante el misterio de la existen­cia, que a veces pretende destruirlo todo: ¡más valiera no haber nacido!, se puede llegar a maldecir nuestra botadura en el mundo; renegar de la vida.

— Hay quien prefiere dejarse hundir. Se piensa que ya no tenemos arreglo posible y todo esfuerzo está llamado al fracaso. No se puede ha­cer nada. Somos una vieja carreta que no sirve sino para el retiro; un barco, cuyo fin es el desguace.

— Está la actitud de los discípulos: confiados de que el Señor está con ellos, no llegan a encontrar la fuerza salvadora; se les ha quedado dormido. Son «cobardes» para enfrentarse a la vida; no tienen fe en el poder oculto, pero real y operante del Señor, en el hombre y el mundo. Acuden a Jesús, cuando lo que tenían que hacer es descubirr el poder de Jesús en su misma vida, en ese esfuerzo común por supe­rarse decididamente. «¿Aún no tenéis fe?» (Me 4, 40).

3. Actitud verdadera.

El evangelio de loy nos ilumina a fin de que descubramos lo que es una verdadera actitud humana y cristiana:

— El hombre tiene que asumir responsable y conscientemente su situación: lo que se llama pecado original; la influencia malsana del medio ambiente, las deformaciones incontrolables, las disminuciones físicas, morales, espirituales y sicológicas de la persona.

Somos así. Nuestro mar está revuelto. Esta situación hay que asu­mirla de frente. Con toda la claridad que sea posible. No hay que echar la culpa a otro: «¿note importa que nos hundamos?» (Me 4, 38).

— A pesar de eslo, no hay que dejarse hundir. Lo malo en el hom­bre no e s mayor qu< lo bueno. Podemos poco a poco ir superándonos, ganando terreno a ls voracidad del mal. A pesar de que en nuestro ser hay cosas muertas, partes paralíticas e infectadas, destrozos que han naufragado, podemos recuperarnos.

El creyente tiene esperanza. Confía contra viento y marea. Sabemos

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que la energía del mal es menos potente que el brazo fuerte del Señor, que su Palabra creadora, que desde el primer momento, ha aparecido dominando las aguas rebeldes de la creación.

El poder y la fuerza de Dios está en nosotros. Hay que aceptarlo con fe; es posible vivir el bien por encima del mal. El poder que nos ayuda a construirnos es más grande que las fuerzas que luchan por hacernos desaparecer. La fe verdadera nos capacita para colaborar con el poder de Dios; ella hace que resuene eficazmente en nosotros, ese gesto del Señor que puesto en pie increpa al viento y al lago diciendo: «¡Silencio, cállate!» (Me 4, 39). El hombre de poca fe no puede mante­nerse en pie, zozobra, se ahoga.

La fe nos ayuda a descubrir y superar con realismo y confianza nuestra situación. Admitiendo que somos hombres en la tierra, no án­geles ni bienaventurados, nos abre un camino de confianza y supera­ción. «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» (Me 4, 40).

4. Pero, poniendo manos a la obra.

¿Significa lo que acabamos de decir una justificación? Es posible. Sin embargo, no lo es. A esta narración sigue, en el evangelio de San Marcos 5, el pasaje de un exorcismo o la curación de un endemo­niado. Es decir: se realiza un acto de poder por el que se arranca el mal del corazón humano. Mal que no puede ser destruido y superado sin la colaboración humana.

Es necesario que, una vez asumida nuestra situación, realicemos, animados por la fe, un esfuerzo personal, comunitario, y aún médico, para escapar del mal que nos atenaza. Sabiendo, a la vez, que el pe­cado y la debilidad se van superando, pero no desaparecen del todo del horizonte. Siempre hay nubes y vientos que amenazan tempestad y naufragio.

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DOMINGO XIII «PER ANNUM»

TEMA: PREGUNTAS SIN FE SOBRE LA MUERTE.

FIN: Remover la fe, problcmatizar la tranquila situación de quienes aceptan las cosas más graves sin preguntarse nada.

DESARROLLO:

— Se siguen paso a paso las lecturas primera y tercera.

TEXTO:

La Pa labra de Dios es hoy realmente desconcertante. ¿Se afirma todo esto en serio o es una ironía imperdonable? Miles de preguntas re ­beldes bu l len en nuestro corazón.

«Dios no hizo la muerte» (Sab 1, 13). Pero la muer te existe. Si no la hizo Dios, ¿porqué la permitió? ¿No resulta demasiado fácil afirmar esto? La m u e r t e anda suelta y El es el Señor del mundo. ¿No podemos pedirle responsabilidades?

«Ni s e recrea en la destrucción de los vivientes» (v. 13). Pero los vivientes se destruyen todos sin excepción. Si Dios sufre con la des­trucción d e los vivientes, ¿por qué no la impidió? ¿Por qué no nos li­bra de la muer te , sin tener que pasar por ella? Si «todo lo creó para que subsis t iera» (v. 14), ¿por qué no permanece?

¿Quién puede afirmar con verdad que «no hay en las creaturas ve­neno de muer te?» (v,14). En nuestra misma raíz está la muerte . Na­cemos p a r a morir, condenados al polvo. Calderón de la Barca, en el «Gran T e a t r o del Mundo», coloca la puerta de la cuna junto a la boca del sepulcro . ¿No es la muerte el precio que se nos pide por la vida?

«Dios creó al hombre incorruptible» (Sab 2, 23). ¿Para qué se mo­lestó en c rearnos así. si de todas las maneras nos corrompemos? ¿Por qué def iende tanto a Dios el autor de este texto?

«Por envid ia del diablo entró la muerte en el mundo» (v. 24). La cul-

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pa de la muer te la tiene el diablo. ¿Para qué se inventan este cuento? ¿Qué figura es ésta, la de diablo? ¿Por qué es la causa? ¿No mueren también los que pertenecen a Dios? Morimos todos, no sólo «los que le pertenecen al diablo» (v. 25). Hasta esos mismos que han vencido la muer te del pecado, mueren. Caemos todos, los justos y los pecadores. ¿No se rebelaron todos los justos de Israel contra esta injusticia?

La muer te no respeta a nadie. Ni a la juventud. Los niños también mueren; se les arrebata toda oportunidad. La muerte siembra desola­ción en el mundo: «encontró el alboroto de los que lloraban y se la­mentaban a gritos» (Me 5, 38). Hoy miles de inocentes mueren en las guerras; poblaciones enteras son arrasadas. Una parte de la población mundial muere de hambre.

Los que no hemos muerto aún, arrastramos la vida perdiéndola a jirones, en una continua hemorragia de energías, desahuciados por los médicos y sin que produzcan efecto las medicinas (Me 5, 25 ss.).

¿Cómo puede decir Jesús con seriedad ante la muer te que «la niña no está muerta , sino que está dormida»? (v. 39.) ¿Es una equivocación del texto? No. Parece que lo dice a conciencia. Ante la muer te de Lá­zaro pronuncia estas palabras: «Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarle» (Jo 11, 11). ¿Por qué nos querrá tomar el pelo? ¿No podríamos exigir que se tomara más en serio la muer te? ¿Se puede ext rañar alguien de que «se r ieran de El»? (v. 40.)

Y al final de toda la escena la niña vuelve a la vida (v. 42). ¿Por qué no se le evitó antes la muerte? «Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano» (Jo 11, 21). De esta manera se habría ahorrado toda esta tragedia. ¿Por qué no se nos indulta de la muerte , en lugar de prometernos la resurrección?

Todo esto es desconcertante. Ni la misma Cruz es posible entender­la. Ni la Eucaristía, que es sacramento de la muerte de Cristo. ¿Qué juego es éste en el que se nos ha enredado y al que estamos sometidos?

Solamente una fe rendida, llena de sabiduría, que es necedad para los sabios de este mundo (I Cor 1, 17 ss.), puede iluminar, no solucio­nar, este laberinto de problemas. «No temas: basta que tengas fe» (Me 5, 36). ¡Ah!, ¿pero tenemos fe?

Cuando se tiene fe se enciende una luz sobre la tiniebla, llamas vi­vas alumbran la frialdad de los sepulcros. La respuesta de Dios a este remolino de preguntas es la Muerte de Cristo, en cuyo sentido salvador tenemos que creer. El desconcertante símbolo de la Cruz no es evidente para la razón, es objeto de fe. Ni aún el propio Hijo fue indultado de-la muer te . Cuando creemos en El un río subterráneo de aguas vivas bro­ta de las raíces del madero seco del Calvario, un haz de esperanza in­vade al hombre. Dios es generoso, nos ama, no nos abandona, nos salva. Nuestro Dios, que es Padre, nos ofrece gratuitamente la Vida eterna. «Si morimos con El, resucitaremos con El.»

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DOMINGO XIV «PER ANNUM»

TEMA: LOS PROFETAS.

FIN: Descubrir y aceptar con docilidad el profetismo en el seno de nuestras comunidades.

DESARROLLO:

1. Redescubrimiento del profetismo. 2. ¿Qué es un profeta? 3. Dificultades de la misión profética. 4. El profeta también es un hombre pecador.

TEXTO:

1. Redescubrimiento del profetismo.

En la Iglesia actual ha habido un redescubrimiento del profetismo. El Concilio ha ampliado el modo de concebir la Iglesia: la Jerarquía

no acapara todo el ser y hacer del Pueblo de Dios. La comunidad y cada uno de sus miembros es llamado, y son, un pueblo de profetas. A raíz de esta perspectiva el profetismo no es algo relegado al pasado, sino que pertenece a todo el Pueblo de Dios.

Sin embargo, la fuerza del Espíritu de Dios es detectada de un modo especial por algunas personas o grupos: «Te envío para que digas: Esto dice el Señor» (Ezeq2, 4). El profeta no se tiene que confundir con el ministro de la comunidad, ni con el obispo, ni está relegado al marco de cualquier institución de la Iglesia.

Esta situación proroca en la Iglesia actual no pocas tensiones y r e ­acciones. Por no estar acostumbrados a escuchar la voz del profeta sur­ge el conflicto entre la voz del profeta y las férreas instituciones ecle­siásticas o civiles. De esto soy testigo. Folletos, libros, artículos, hojas, critican hoy a los llamados «grupos proféticos». Contra estos grupos

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se han levantado verdaderas calumnias y se ha desencadenado una no velada persecución.

2. ¿Qué es un profeta?

Pero a todo esto, preguntemónos: ¿qué es un profeta? No es fundamentalmente un hombre que anuncia acontecimientos

futuros o un adivino. Es, ante todo, el hombre que interpreta lo presente: es aquel que

detecta el significado profundo que entrañan los acontecimientos con­temporáneos, el que juzga las situaciones concretas, el que desenmas­cara valientemente las actitudes, el que llama a la conversión, el que interpreta la historia, viendo en el presente la trayectoria del pasado y el futuro hacia el que se proyecta todo instante; el profeta es aquel que revela, descubre y ayuda a comprender un camino nuevo. Es aquel que proclama, como la única norma de todo hacer personal y comunitario, «esto lo dice el Señor». Es el que anuncia el evangelio al mundo: ya que el evangelio salva al hombre dando sentido a su presente y fuerza para realizarlo.

Esto se debe a la presencia y al poder del Espíritu de Dios. Es una gracia dada a uno en medio de la comunidad para la edificación del Cuerpo de Cristo. Todos podemos tener el espíritu profético, pero hay algunos que lo han recibido de un modo especial para que sean los pro­fetas que edifiquen al pueblo de la Iglesia. Recibe una revelación para los demás; le ha ?ido dado detectar algo real que está oculto, pero que actúa en el mundo.

En consecuencia sólo puede llegar a ser profeta aquel que es real­mente un hijo del pueblo: «el carpintero, el hijo de María, aquel a quien los demás conocen su familia» (Me 6, 3). El profeta, hombre del pueblo, está en medio de él, participando de toda su aventura religiosa, como Oseas, o política, como Jeremías. Es un ciudadano más que, desde el asfalto y el trabajo, intenta hacer oír una voz nueva de crítica o de aliento.

3. Dificultades de la misión profética.

Ser profeta, o cumplir la vocación profética, no es fácil: El profe­ta aparece en el seno de una sociedad ya constituida, que se cree a sí misma perfecta y fiel a Dios. Cuando el profeta, en nombre del mis­mo Dios, llama a la conversión, escandaliza, irrita, se hace insoporta­ble. Una sociedad que se cree perfecta, no puede tolerar que alguien se atreva a invitarle a reemprender de nuevo el camino de la perfección. En el momento en que las instituciones se encierran en sí mismas y se autoveneran, se convierten en ídolos, se hacen «un pueblo rebelde»

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(Ezeq 2, 5), se alejan de Dios. El profeta es enviado a un pueblo de ca­beza y corazón empedernido que, para autojustificarse, intenta con­denar al profeta con la Palabra de Dios, convertida en ley, y con las tradiciones, reducidas a un mecanismo de defensa, contra la misma Palabra. Los de su casa, los de su misma fe y religión, no aceptan ni a Jesucristo (Me 6, 4). Y si El no fue aceptado, más difícil es que sea es­cuchado un hombre débil, sin fuerza ante el potente mecanismo de las instituciones.

El único que acepta al profeta es el pobre, y el humilde, el que no se cree perfecto y sabe que siempre hay que aprender un nuevo camino.

Nadie es profeta en su tierra, entre los suyos: por eso se le persigue, calumnia y excomulga. Al profeta hay que hacerle callar, encarcelarlo o matarlo. Todos nos resistimos a escuchar la voz del profeta: es de­masiado dura (Me 6, 5-6).

4. El profeta.

Al profeta hay que escucharlo a pesar de que él, en su vida, tam­bién tenga que superarse. El profeta es un hombre débil también: tiene el aguijón de la carne. No es un ángel, es un hombre. Por tanto, ante el profeta no vale decir que es pecador como nosotros. La debilidad del profeta nos dice que: el profeta también debe convertirse ante el anuncio de su profecía.

Es débil para que no se engría ante la gracia que ha recibido: «por la grandeza de estas revelaciones, para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne» (I Cor 12, 7-8). En la flaqueza del pro­feta aparece más clara la fuerza del Espíritu de Dios.

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DOMINGO XV «PER ANNUM»

TEMA: CUALIDADES DEL PROFETA.

FIN: Revisar las actitudes que tenemos en las manifestaciones del testimonio del evangelio, al que, como pertenecientes a un pueblo profético, estamos obligados.

DESARROLLO:

1. Ministerio profético de la Iglesia. 2. Cualidades fundamentales:

a) No estar vendidos ni a nada ni a nadie. b) No tomar la misión profética como una profesión. c) No instalarse.

TEXTO:

1. Ministerio profético de la Iglesia.

Todos nosotros, como miembros de la Iglesia, tenemos una misión profética que cumplir. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: «El pueblo Santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de ca­ridad» '(«Lumen Gentium», núm. 12).

La misión que Cristo da a los Doce, no es exclusiva de ellos. Todos los miembros de la Iglesia apostólica, somos enviados al mundo como profetas del evangelio de la Salvación de Dios.

Esta misión profética, en el mundo, está claramente definida: anun­ciar el poder de la salvación contra el poder del pecado. «Les dio auto­ridad sobre los espíritus inmundos..., salieron a predicar la conversión, echaron muchos demonios..., curaban enfermos» (Me 6, 7.13). El pro­feta, o la comunidad profética, continuamos la lucha declarada por Je­sús a este mundo injusto. Herir de muerte a toda esta situación colée­

l a

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tiva de pecado, ganar terreno al dominio de lo que simbólicamente lla­mamos diablo, como fuerza activa que alimenta el mal universal, es tarea del profeta. Interpretar hoy la acción de Dios en el mundo, no se puede hacer descubriéndola. Los que están trabajando en la can­tera de la salvación, los que curan de la enfermedad al pueblo, los que remueven desde la raíz el sistema injusto de este mundo en pecado, dan testimonio profético.

2 Cualidades fundamentales.

En este ministerio profético, realizado como creyentes individuales o en comunidad, hemos de estar sobre aviso, para no hipotecar nunca tres cualidades fundamentales:

a) No estar vendido ni a nada ni a nadie, sino al Espíritu de Dios.

Lo que más nos ata a todos es el pan o el dinero. Tenemos una li­gera sospecha, no experimentada aún, porque no hemos dado testimonio, de que el día que lo hiciéramos se nos diría: «Vidente, vete y refugiate en otra tierra; come allí tu pan y profetiza allí» (Am 7, 12). Cuando profetizamos en el ámbito en el que ganamos el pan, lo per­demos; surge el expediente. ¿Por qué al profeta tendrán que conside­rarlo todos como revoltoso?

Nos tienen atados el dinero, el miedo a la pérdida del trabajo, el tener que quedarnos en la calle, el truncar una carrera brillante y pro­metedora para nuestro ambición de poder y de dominio. Un profeta así, agarrotado por el poder del mal, no puede cumplir la misión pro-fética. A no ser que se convierta, como muchos contemporáneos de Amos, en un falso profeta, pagado a sueldo: profetas que no dicen la Palabra de Dios, sino lo que quiere su amo.

Pero el profeta, sin estar vendido a nadie, ha de estar en comunión con aquellos a quienes Dios encargó el ministerio pastoral de la comu­nidad. En el difícil problema de distinguir al verdadero del falso profeta, la comunidad no está sola. Tiene a los Pastores que, atentos al Espíritu de Dios, denuncian la falsificación y afianzan en la verdad. Así como los Pastores deben obedecer al verdadero Espíritu, así los profetas y el pueblo tienen que acatar el veredicto definitivo de los que están cons­tituidos como servidores y Pastores del Pueblo de Dios

b) No tomar la misión profética como una profesión.

Cuando a Amos le quieren tomar como un profesional de la profe­cía se defiende rápidamente: «No soy profeta ni hijo de profeta» (Am 7, 14). Ser profeta no es ni una función profesional, ni se hereda. No

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se puede dar testimonio de la Palabra de Dios por una obligación im­puesta desde fuera, ni por una forma de vida heredada. Hay quienes se sienten en la obligación de hacer lo que se llama «apostolado» y dedican un tiempo a ello.

Amos no es profeta de profesión. Es «pastor y cultivador de higos» y fue Dios quien «le sacó de junto al rebaño» (Am 7, 14). Es un ganadero y un agricultor. No es profeta profesional. Pero da testimonio de la Pa­labra de Dios en su vida. No hay que ponerse en «trance profético» para dar testimonio, ni tomar apariencias de estar haciendo apostolado. La mi­sión profética se desarrolla en el estilo de la vida. Dios nos ha elegido de entre nuestros trabajos y ambientes para que allí «expulsemos a los espíritus inmundos y curemos la enfermedad».

No podemos ser profesionales de la profecía, porque es un don gra­tuito y, a veces, pasajero. El no ser profesional, no quiere decir que el Espíritu profético no pida a algunos el abandono de todo otro trabajo, y sean como unos «liberados» para cumplir la misión encomendada, cerno en el caso de Juan Bautista y otros del Antiguo Testamento, así como el mismo Jesucristo.

c) No instalarse nunca.

El profeta tiene un espíritu de desinstalación. Tanto para quedarse con quien lo recibe, con una libertad admirable: «quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio» (Me 6, 10), como para marcharse cuando lo expulsen: «si en un lugar no os reciben, al mar­chaos sacudios el polvo de los pies, para probar su culpa» (v. 11).

El profeta libera porque él mismo está en un proceso de liberación. Anda suelto de esclavitudes: «no llevéis ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja, ni túnica de repuesto» (vv. 8-9) Id ligeros.

¿Estamos nosotros en actitud de cumplir la misión profética que nos corresponde como creyentes en el evangelio y miembros de la Iglesia?

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DOMINGO XVI «PER ANNUM»

TEMA: CON EL PUEBLO.

FIN: Examinar cuáles son, a la luz del evangelio, las actitudes auténticas de un servicio al pueblo.

DESARROLLO:

1. El pueblo y sus lacras. 2. Ser hijo del pueblo. 3. Amor mutuo. 4. Al servicio del pueblo.

TEXTO:

El pueblo está de moda. Es esa realidad, muy vaga, a la que apelan muchas personas para hacer valer sus ideas. Es la masa que vota, que apoya, q u e hace las revoluciones. Del pueblo se destaca la élite de los dir igentes, una casta cerrada, poderosa, que es capaz de manejar la masa ingente de la base. El pueblo es como un campo, en cuyas espaldas han arado todos los grandes, en cuyos surcos han sembrado todas las espe­ranzas, s in más cosecha que las frustraciones y la explotación.

El pueblo , por otro lado, es la esperanza de la humanidad. En sus manos, s e dice, está el futuro de la historia. El pueblo, por estar más enra izado en la naturaleza, tiene unas energías capaces de empresas gi­gantescas . Se habla de que los pueblos «resurgen», que reencuentran su destino, que se hunden.

1. El pueblo y sus lacras.

Es v e r d a d que el pueblo es como un pantano silvestre, con un po­der a r ro l lador , si se desborda. Es verdad que el pueblo, llamado hoy pro le ta r iado , y quizá pequeña burguesía, es capaz de hacer las grandes

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transformaciones sociales; en su mano está la llave del futuro y él es el protagonista de los cambios sociales. Pero no debemos idealizar el pueblo. Está desorientado, sin cultura, sin conciencia. El hastío invade el campo, las fábricas y los barrios populares.

El escepticismo y la indiferencia cruzan la frente y la sabiduría de los hombres del pueblo. «Le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor» (Me 6, 34).

Hoy, entre la gente inquieta, entre los que pretenden cambios im­portantes, se ha puesto de moda volver al pueblo, contar con el pueblo, acercarse a él, promocionarlo. También se pide que la Iglesia, con el evangelio en la vida, ayude al movimiento liberador de los pueblos. Pero, ¿cómo hacer esto? ¿Se puede improvisar? El paternalismo ronda todo esfuerzo por promocionar al pueblo. Todos conocen a esos niños de bue­nas familias que se van a vivir o a trabajar a los suburbios. Hay también personas muy serias que hacen con el pueblo lo de siempre: explotarlo. Las lecturas de hoy nos ayudan a iluminar esta situación.

2, Ser hijo del pueblo .

Solamente es del pueblo, el que pertenece a él. Los que pertene­cen a las clases altas, por el poder que ostentan o por la cultura, no son del pueblo. Los líderes, la promoción, surge del mismo pueblo. Si alguien de los que no pertenecen al pueblo quieren estar con él, ha de hacerlo con humildad, silenciosamente, en un segundo plano.

Reconocemos hoy, con gozo, que Jesús de Nazaret sí es del pueblo. Jesús es de Nazaret «de donde no podía salir cosa buena» (Jo 1, 46). «In­daga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jo 7, 52). Andaban locos sus contemporáneos despistados por el origen de Jesús. Todos es­taban acostumbrados a que lo bueno viniera de la élite del país. Así se les había educado. «Acaso va a venir de Galilea el Cristo? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y del pueblo de Belén?» (Jo 7, 41-42). Esperan la salvación de los palacios y de las dinastías con rango social. La pertenencia de Jesús al pueblo sigue des­concertándonos: «pero éste sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es» (Jo 7, 27). Sus mismos paisanos le desprecian: «¿No es éste el carpintero, el Hijo de María y hermano de Santiago...? ¿Y no están sus hermanos aquí entre nosotros? Y se es­candalizaban a causa de El» (Me 6, 3). Jesús tampoco ha adquirido la sabiduría de las grandes culturas y escuelas; todos se admiran de que supiera sin haber estudiado (Le 2, 47; Me 6, 2).

3. Amor mutuo.

A pesar del gran choque que supone para el pueblo ver a uno de los suyos encumbrado, sin embargo, gran par te le acepta y le ama.

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Jesús es del pueblo y es querido por él. «Eran tantos los que iban y ve­nían, que no encontraban tiempo ni para comer..., todas las aldeas fue­ron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron..., vio una multitud» (Me 6, 31.33.34). Estas imágenes de la vida de Cristo nos dan idea de la compenetración que había entre Jesús y el pueblo. Luego el pueblo le volverá la espalda, pero porque le instigarán los jefes reli­giosos.

Jesús siente también un gran amor por el pueblo: «le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor». Lo ama hasta derramar su Sangre por él, para reunirlos a todos, reconciliando a todos los pueblos de la humanidad, «uniéndolos en un solo cuerpo mediante la Cruz, dan­do muerte, en El, al odio, vino y trajo la noticia de la paz» (Ef 2, 13-18).

4. Al servicio del pueblo.

Los de izquierdas y los de derechas son como un viento impetuoso que zarandea al pueblo. En la Iglesia las diversas tendencias también juegan con el factor pueblo: el bien del pueblo, no escandalizar al pue­blo, su promoción, la mayoría de edad de la comunidad...

El pueblo está entregado a Cristo, ha descubierto en El un Salvador. Pero no se aprovecha de El, lo respeta. «Se puso a enseñarles con cal­ma» (Me 6, 34). Cristo no provoca una revolución superficial, como ha­cen tantos líderes facilones. El no se busca a sí mismo, ni pretende de­fender su sistema, ni hacer su política casera, sino que busca el bien del pueblo; le sirve, le ayuda, lo promociona. Sabe que esta concienciación de las personas es ya un paso importante del Reino de Dios. Agradece­mos a Cristo el que no hubiera sido un demagogo. La historia nos mues­tra que el pueblo hace revoluciones, unas de derechas y otras de iz­quierdas, empujada por unos pocos; acabado el esfuerzo, vuelven a redu­cir al pueblo a la miseria.

No es como los «malos pastores que dispersan al pueblo y dejan pa­decer a las ovejas» (Jer 2, 3, 1). ¡Cómo es maltratado el pueblo por la de­recha y la izquierda! La actitud de Cristo es fundamental: El nos sugiere el verdadero espíritu de la transformación social. Si lo aceptáramos la Iglesia haríamos al pueblo un servicio incalculable.

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DOMINGO XVII «PER ANNUM»

TEMA: DAR DE COMER.

FIN: Descubrir la contradicción de los creyentes que se reúnen a «partir el pan» y luego viven un vida llena de injusticias e impidiendo que muchísimas personas no tengan ni lo su­ficiente para comer.

DESARROLLO:

1. La Eucaristía, sacramento del pan compartido. 2. Jesús da de comer. 3. Hace lo imposible para solucionar la miseria.

TEXTO:

1. La Eucaristía, sacramento del pan compartido.

Estamos reunidos para celebrar la Eucaristía. Los signos de este sa­cramento son el pan y el vino; consiste en una comida y bebida frater­nales, celebradas con gozo y con acción de gracias. La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo del Señor y de su Sangre, entregado y derra­mada por amor de todos. Comemos y bebemos su Cuerpo y su Sangre, como garantía de nuestra comunión con El y como signo de nuestra co­munión fraternal. Lo que hacemos en la Eucaristía, debe ir garantizado con lo que hacemos en la vida. Compartimos lo que tenemos con los demás, hasta nuestra propia comida, si es que lo necesitaran.

No hablemos en hipótesis. Participar de nuestra comida lo necesita mucha gente. No sólo tienen necesidad de nuestro amor, de nuestro servicio, de que nos demos un alimento cultural. Hay gente que no tie­ne para vivir, en el sentido más material de la palabra. «Si un herma­no o una hermana están desnudos y carecen de sustento diario y al­guno de vosotros le dice: Id en paz, calentaos y hartaros, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (Sant 2, 15). Compar-

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timos el pan eucarístico los que con nuestra vida impedimos que mu­cha gente no tenga un pedazo de pan para llevarse a la boca. ¿Se parece en algo esta Eucaristía nuestra al milagro de la multiplicación de los panes?

Rezaremos dentro de pocos minutos en el Padrenuestro «el pan nuestro de cada día dánosle hoy». Queremos abundante pan para noso­tros. Escatimamos el pan que los demás tienen que llevarse a la mesa. Somos generosos para nosotros, tacaños para los demás. Nosotros nece­sitamos mucho, los demás casi nada. Somos capaces de criticar a los pobres porque van a la taberna, al fútbol o al cine. ¿Quién sabe si lo hacen para distraer el hambre? ¡Qué pocas garantías tenemos de ser juz­gados benévolamente por Dios! «Malditos..., tuve hambre y no me dis­teis de comer, tuve sed y no me disteis de beber..., cuanto dejasteis de hacer con uno de estos pequeños, también conmigo dejasteis de hacer­lo» (Mt 25, 41.42.45). Poseemos fincas, pisos, nos aprovechamos de la especulación del suelo, construimos con trampa, robamos el pan, el vestido, la casa, el dinero, la producción de los pobres y seguimos pi­diendo a Dios con una desvergüenza insultante: «el pan nuestro de cada día».

2. Jesús da de comer.

Cristo viene a dar de comer a los pobres. Proporciona un ali­mento total. «Les enseñaba el Reino de Dios» (Me 6, 34), pero también les daba de comer. El que no come no puede pensar. En contraposición a Cristo nuestra sociedad come, progresa y se desarrolla a costa de la gran muchedumbre de explotados.

Hoy, como en tiempos de Cristo, el número de los pobres se con­funde con las estadísticas de los que forman la masa del pueblo. Jesús se hace solidario del hambre de la gente. Nosotros no. No os podéis imaginar lo que es no tener para comprar, que no llegue el sueldo, que haya que dejar a cuenta lo poco que la familia necesite para llevarse a la boca. Miles de trabajadores, aun laborando doce horas, se encuen­tran e n esta situación. Los precios suben y los salarios no llegan ni para cubrir las necesidades mínimas vitales.

La situación es grave y urgente. No podemos seguir manteniendo a nuestros hermanos en ayunas. Es más importante el hambre que la moralidad; sin hombre no hay moral La inmoralidad fundamental es la injusticia. Más importante el hambre, que la reforma de la Iglesia.

Al revés que Cristo, nuestra sociedad se desarrolla a costa de los pobres. El progreso que vivimos se ha realizado, en gran parte, por el gran ej emplo de laboriosidad del pueblo y la desgarrada aventura obli­gatoria de los emigrantes al extranjero. Pero en todas las coyunturas de nuestra sociedad, todo gravita sobre las espaldas de los pobres. Si hay q u e repartir las ganancias se las llevan los accionistas; si hay de-

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valuación, o inflacción, o quiebra, lo pagan los trabajadores. Es incon­cebible que sólo participen del fracaso los pobres, mientras los ricos tienen las espaldas guardadas y salidas abundantes para quedarse a salvo.

3. Hace lo imposible para solucionar la miseria.

Cristo hace lo imposible por dar de comer a los hambrientos. A pesar de que se encuentra con muchas dificultades. No hay donde comprar tanto pan; además, falta dinero. Solamente hay una persona que tiene cinco panes y dos peces. Jesús hace un esfuerzo sobrehumano y da de comer. Se dice que la situación de pobreza del mundo se solu­cionaría con una distribución equitativa de la renta. Muchos no tienen nada, porque pocos lo poseen todo. ¿Cómo hacer el milagro de que sur­ja una sociedad bien organizada? Lo fundamental es tener buena vo­luntad, eficaz, de querer repartir los cinco panes que se tienen. El egoísmo impide que repartamos lo que hay, sea poco o sea mucho. El problema reside en que el que más tiene, más le cuesta repartir. Pero habrá que ayudar a que la sociedad se reorganice de tal manera que sea más fácil una justa distribución de las riquezas.

Cristo, al dar de comer, arriesga mucho. El pueblo le quiere hacer rey: «Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo Rey, se retiró» (Jo 6, 15). Esta acción de Jesús provoca las iras de los dirigentes del pueblo. Será acusado de que intenta hacerse Rey y levantarse con­tra el César (Jo 18, 33; Le 23, 5). Si el César estuviera al servicio del pueblo, ¿cómo podría ponerse en contra de los que ayudan a comer al pueblo?

La salvación cristiana es también una salvación social. Hemos des­cuidado demasiado este aspecto, preocupándonos candorosamente del cielo. En realidad, no alcanzamos el Reino de Dios si no realizamos un esfuerzo generoso en favor de los demás en la tierra. No se puede pen­sar que podrán sentarse en el banquete mesiánico ni los esclavos, re­signados cobardemente con su situación, ni los esclavizadores. La sal­vación debe animar a realizar esta liberación necesaria si queremos llegar a ser miembros del Reino de Dios.

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DOMINGO XVIII «PER ANNUM»

TEMA: NO SOLO PAN.

FIN: Ver cómo en el desarrollo integral del hombre hay aspec­tos más importantes que el desarrollo económico y mate­rial. La fe nos ayuda a descubrir y desarrollar todas las facetas del espíritu humano.

DESARROLLO:

1. Na basta el desarrollo. 2. La salvación integral del hombre.

TEXTO:

1. No basta el desarrollo.

«No de sólo el pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cfr. Deut 8, 3).

Recordemos hoy esta realidad fundamental. Y no lo vamos a recor­dar en vano. Hay mucha gente, también entre nosotros, que piensa que e levando al máximo la renta «per capita», subiendo sueldos, introdu­ciendo a la masa media en la vorágine de la sociedad de consumo, dando la oportunidad, aunque sea a plazos, de tener piso, electrodomésticos y coche, con los largos fines de semana, ya estarán solucionados todos los problemas .

E x i s t e el peligre de que el pueblo, saltando de alienación en aliena­ción, s e contente con esto. Frases como ésta: «¿cuándo hemos vivido como ahora?» , se repite sin cesar. Es ese pueblo reservón, desconfiado, que so lamen te sabe ceder «su olla de carne» cuando le dan a cambio otra m a y o r (Exod 16, 2-4). Es la actitud que manifiestan los que se han ha r t ado de pan: vuelven de nuevo con intenciones materialistas, con esa s e d insaciable del «todos queremos más», que canta una letrilla

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muy arraigada. Pero Jesús no permite que se engañen: «Os lo aseguro, me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros» (Jo 6, 26).

Hay muchas otras esferas del hombre que hay que despertar y en­riquecer. El bienestar material suficiente es la t ierra abonada sobre la que se tiene que desarrollar y dar frutos esferas muy importantes de la personalidad individual y social. Si esto se descuida, el hombre fra­casa. Sin pretender alcanzar un tono pesimista, sí quiero traeros a la memoria la situación de muchos países llamados altamente desarrolla­dos. Pueblos prósperos que tienen un gran índice de suicidios y de de­lincuencia, sobre todo juvenil . La sociedad técnica y urbana produce unas desadaptaciones personales monstruosas. ¿Cuántos no viven de la filosofía de la desesperación, del absurdo, el vacío o el hastío? ¿Cómo no conocer que hay «un hambre y una sed» insaciables? (Jo 6, 35.)

Cuando se tiene el «pan» material suficiente, es necesario ampliar el horizonte y buscar un pan más definitivo. Hay que ser sensibles para descubrir «el signo» (Jo 6, 26), la llamada, la atracción hacia otras co­midas más importantes y necesarias. El hombre es más que un estóma­go o que un consumidor. Y ni el estómago lleno, ni la acumulación de cosas, construyen al hombre.

2. La salvación integral del hombre.

Jesús de Nazaret apela a algo más. El lo llama la fe. Esta fe es un trabajo nuevo: «trabajad no por alimento que perece, sino por el ali­mento que perdura» (Jo 6, 27). Hay realidades muy importantes que construyen el núcleo de nuestro ser personal. Este alimento nos lo des­cubre Cristo: «el que os dará el Hijo del hombre» (Jo 6, 27). Hay una nueva faceta del hombre, que supera el estar ahito de pan, y que Cristo ha vivido con plenitud en su vida. Esta vertiente es salvadora. «Yo ten­go para comer un alimento que vosotros no sabéis... Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jo 4, 31-34). «Te dio a co­mer el maná, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre» (Deut 8, 3).

Me voy a atrever a decirlo. Ya sé que no se estila. Pero esta es mi fe. En el horizonte del hombre está Dios. Por encima del pan. El mis­mo pan que se recibe es signo de la preocupación de Dios. «Es el pan que el Señor os da de comer» (Exod 16, 15). Dios, comunicado al mun­do por su Palabra, es nuestro verdadero pan. El sentido del mundo, el destino del hombre, la fuerza de la existencia se arraigan en el mis­mo Dios, como fuente de vida. Todos tenemos que descubrir esta rea­lidad. Si borramos a Dios del horizonte, nuestras ollas podrán estar lle­nas de carne, pero nosotros estaremos hambrientos.

Dios, nos ha manifestado el proyecto de lo que es ser hombre, en Jesucristo. No hay hombre que no busque el pan imperecedero. Todos

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pedimos: «Señor, danos siempre este pan» (Jo 6, 34). Este pan no es otro que el decidirse a vivir por el estilo de la vida de Cristo, injertándose en su mismo misterio. «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará más hambre y el que cree en mí no pasará más sed» (Jo 6, 35). Jesús es el camino de nuestra realización personal, el que cree en El ha acer­tado, ha encontrado la fuente de aguas vivas (Jo 7, 38). Es el estilo del hombre nuevo.

Pero, «¿cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?» (Jo 6, 28). Creyendo en Jesús. Sabiendo que la fe es una exigencia de realización personal, sin desentender ninguno de los aspectos. Un hom­bre realizado en la dimensión de la fe. El hombre no se contenta con el pan material, sino que se abre también al pan del espíritu. La cultura, la formación personal, la relación seria con los demás, el servicio des­interesado, la prestación personal: el desarrollo del espíritu creativo. No nos interesa el pan del ocio, si sólo nos sirve sino para perder el tiempo y aburrirnos. El hombre creyente no se contenta con el pan individual, sino que está preocupado por la comunidad en la que vive y de la que es miembro con derechos y obligaciones. Los problemas so­ciales, el sistema económico, la organización política, no son indiferen­tes. No sólo el pan material, sino también el pan de la Asociación, de la decisión responsable, de la participación.

Jesús de Nazaret, nos abre las perspectivas de un hombre realizado según el plan de Dios. Este pan de vida lo celebramos en la Eucaristía. Pero, ¿acaso hay en nosotros alguna inquietud mayor que la de acumu­lar el pan material? ¿No estamos hambrientos, necesitados, de descu­brir un pan más fundamental? «Yo soy el pan de vida» (Jo 6, 35).

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DOMINGO XIX «PER ANNUM»

TEMA: LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA FE.

FIN: Hacer ver la relación que hay entre la Eucaristía, la fe y la vida.

DESARROLLO:

1. Necesidad de la fe; tener conciencia y vivencia. 2. La Eucaristía:

— Celebra y expresa la fe. — Alimenta la fe.

TEXTO:

El hecho de que todos nosotros nos podamos acercar a la Eucaris­tía tan masiva y constantemente es una costumbre reciente. Durante muchos siglos, la Iglesia, por un escrupuloso respeto al Sacramento, se mantuvo distante de la comunión. Esta situación actual, fruto de la desacralización de la Eucaristía y de la pérdida de un sentido escrupu­loso del pecado, es positiva, pero entraña ciertos riesgos. La facilidad con que nos acercamos a recibir el Sacramento, puede hacer que este se vulgarice. Y de hecho así ocurre en muchos de nosotros. Comulgamos mecánicamente, sin que la Eucaristía exprese nada de nuestra vida y sin que ella influya directamente en las actitudes y comportamientos cristianos.

1. Necesidad de la fe; tener conciencia y vivencia.

La Eucaristía como Sacramento de la fe, exige que la poseamos antes de que nos podamos acercar a ella.

En el proceso dinámico de la pedagogía y celebración del misterio cristiano, la Eucaristía está siempre al final. El hombre, primero, cree y se conforma con la fe en la que ha crecido: luego sella esta fe con

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el bautismo y la confirmación y, al final, la celebra en la Eucaristía. Este proceso es una ley. Nadie puede expresar visiblemente, sacramen-talmente, la fe que no tiene. Por otro lado, el Sacramento sin la fe, es ininteligible.

Un aspecto fundamental de la fe es tener conciencia explícita del misterio salvador de Dios, manifestado en Cristo. Saber con inteli­gencia de la fe, lo que es y significa: «yo soy el pan bajado del cie­lo» (Jo 6, 41). Ante lo explícito de la fe cristiana, no pocos de entre nosotros, «no criticamos» (v. 43), pero tampoco nos lo planteamos, o preferimos hacer una restricción mental o permanecemos indiferentes. No me explico cómo podemos venir así a celebrar la Eucaristía. Para entrar en comunión con este sacramento se necesita haber descubierto y aceptado todo el misterio de Jesús de Nazaret. Hay en Jesús una rea­lidad mucho más amplia que la de parecer «hijo de José» (v. 42), o un hombre extraordinario. Tiene algo muy importante que ver «con el cie­lo» (v. 50). Descubrir a Dios en Jesús, es el acto fundamental de la fe; si esto no está esclarecido en nosotros, ¿cómo podremos entrar en comu­nión con El? «Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado» (v. 44). «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí» (v. 45). «El que cree tiene vida eterna» (v. 47). Juan esta­blece un paralelismo entre «vida eterna» y «pan de vida». Este pan es el que engendra la vida eterna: «el que coma de este pan, vivirá para siempre» (v. 51). Pero nadie puede apetecer de este pan si no tiene fe. I -a Eucaristía es ese sacramento en el que hacemos memorial en la en­trega salvadora de Cristo: «el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (v 51). Si no creemos esto, o si lo ignoramos, ¿cómo podremos celebrarlo o comulgarlo?

Pero la fe es, a la vez que Sabiduría, vida. Es una vida iluminada y realizada según el plan de Dios. La fe sin obras está muerta. Creer es no sólo un estilo de vida, es algo más radical. Es una vida nueva que se manifiesta con un estilo distinto. La fe es un principio vital, que informa todo nuestro comportamiento. Sin este aspecto, la fe no es fe. Reducir el acto de fe a una mera aceptación intelectual, es una aberración. Hemos de contrastar la verdad de la fe con toda nuestra vida. Es la única garantía. «Examínese, pues, cada cual, y coma enton­ces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, como y "bebe su propio castigo. Por eso hay entre nosotros muchos enfermos y muchos débiles y mueren no pocos» (I Cor, 11, 28-30).

2. La Eucaristía.

El Sacramento de la Eucaristía, celebra y expresa la fe. Nos reunimos alrededor de la misma mesa porque tenemos fe y hacemos la Eucaristía para celebrar el misterio de nuestra fe.

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Toda la celebración supone y expresa la fe. ¿Qué es la Eucaristía sino una acción de gracias? Bendición de Dios por todas las obras que hace en medio de nosotros, que son consecuencia de la salvación rea­lizada en Cristo y que están unidas, como en cadena, a toda la historia de la salvación. El arranque de toda la acción de gracias es la fe. Sin fe, ¿cómo podríamos bendecirle a Dios? En la Eucaristía entramos en co­munión con el misterio de Cristo. Si este misterio no lo vivimos antes, en un grado suficiente, ¿cómo va a ser verdad lo que celebramos, cuan­do precisamente lo que expresamos es nuestra real comunión con ese misterio? La comunidad reunida se expresa, ella también, en la Eu­caristía, como el Cuerpo de Cristo. Pero si antes no vivimos la comu­nión fraternal, ¿cómo vamos a poder expresarla en el sacramento? La fe es una vida conforme al plan de Dios. Se vive en el mundo, en la familia, en el trabajo, la sociedad. Ahí es donde descubrimos la acción salvadora de Dios. Si no estamos integrados en la marcha de la salva­ción en medio de la historia, ¿podremos celebrar con verdad la Euca­ristía? Cuando, nos reunimos, para celebrar la fe, a la vez la expresa­mos, la patentizamos, por medio de los signos visibles del Sacramento.

Cuando se vive de verdad y lo celebramos y expresamos en la Eu­caristía, el sacramento es tan rico, que produce la gracia que celebra­mos. Profundiza la fe, arraiga la vida, nos hace entrar en una más ín­tima y real comunión con Cristo, nos alimenta con un pan de vida (I Reg 19, 4-8; Jo 6). El sacramento de la Eucaristía causa la gracia que significa. En la espiritualidad cristiana se ha intensificado mucho esto, sobre todo, el aspecto de la Eucaristía para recibir la fuerza para poder resistir a las tentaciones. Esto es verdad. Pero no debemos olvidar otro aspecto fundamental: la Eucaristía es fuerza que refuerza una vida

vque ya se tiene. No comulgamos sólo para vivir, sino sobre todo porque vivimos. De esta manera, la Eucaristía potencia nuestra vida. La Euca­ristía es «fuente» de la vida, pero porque antes es «culmen» de ella. Por eso podemos decir con verdad: «La liturgia (y muy especialmente la Eucaristía) es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (Vat. II, Constitución de Liturgia, núm. 10).

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DOMINGO XX «PER ANNUM»

TEMA: LA EUCARISTÍA, VERDADERA COMIDA.

FIN: Adentrarse, sin explicaciones, en el misterio que nos reve­la la Eucaristía. La actitud que se debe provocar es vivir la comunión con Dios en el misterio de la fe, más allá de los razonamientos.

DESARROLLO:

1. El signo de la Eucaristía: una comida. 2. Pan de vida. 3. Comida con Cristo y comida de Cristo.

TEXTO:

El gesto eucaristía) está tan deteriorado, que nos cuesta mucho des­cubrir que la Eucaristía es un Sacramento cuyo signo fundamental es la comida en común. La mesa de la comida se ha convertido en altar, la reunión tiene más característica de acto desarrollado en un teatro que de banquete celebrado en un restaurante. El gesto de comer ha sido reducido al mínimo: consiste en tragar la forma. Y los elementos de la comida son insignificantes, cuesta reconocer que la hostia es un trozo de pan. Por desgracia, la bebida ha desaparecido, excepto para el ministro. Con toda esta escandalosa pobreza de medios celebramos el banquete de la Eucaristía. Sin embargo ella es una comida. Digámoslo sin descanso, aunque no sea sino para tener conciencia de ello.

1. El signo de la Eucaristía: una comida.

Pero es que el signo de la comida, para el hombre, es importantísi­mo. Evoca la amistad, la fraternidad, la familiaridad, la intimidad. En la comida se comparte y se departe. Sobre una mesa corre con mucha

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más facilidad la comunicación, el amor, se disipan las tensiones. ¿Cuán­tas personas no nos hemos reconciliado con una comida? Cuando una persona le ofrece a otra su mesa y no se entablan relaciones abiertas, hemos de pensar que algo funciona mal sicológicamente. La traición más grave es la que se comete en la mesa.

La comida, además, recupera las fuerzas de la vida; da energía, po­der. Por eso, el comer llena al hombre de optimismo y alegría; no en vano, el comer produce un placer y un gozo enormes.

Este gesto humano de la comida, acompañado de la acción de gra­cias, y con un contenido explícitamente cristiano, ha sido instituido por Cristo como el sacramento de la Eucaristía.

2. La Eucaristía es una comida.

El realismo de San Juan es alarmante. Se habla de pan, de comer, y de beber. Pero se trata aquí de una comida original. El pan es el Cuer­po de Cristo, la Carne de Jesús. El vino es su propia Sangre. Este pan no es un pan cualquiera, sino que «ha bajado del cielo» (Jo 6, 51). Esto nos indica que Juan está habiéndonos de algo muy profundo: se trata de la Palabra de Dios que es Jesús (Jo 1, 14). Jesús, la Palabra, que marca el camino de nuestros pies, es el verdadero alimento del hom­bre: nos descubre cuáles son las fuentes de nuestra propia vida. Jesús es, en el mundo, la encarnación de esta Palabra. Comer a Jesús, es decir, interiorizarle hasta hacerlo vida de nuestra vida, es vivir de la Palabra de Dios.

Es un pan «vivo» (v. 51). Es comida que nos da la vida verdadera. La Palabra de Dios, en Cristo, se nos manifiesta como Palabra ofre­cida para que el mundo alcance la vida. «El pan que yo daré es mi car­ne, para la vida del mundo» (v. 51). Se nos ofrece la misma Palabra encarnada, entregada hasta la muerte, lo cual nos manifiesta el amor incondicional con que se nos entrega. Esta Palabra de Dios es el ali­mento definitivo de la vida: «el que coma de este pan vivirá para siem­pre» (v. 51). Cuando el hombre vive según el plan de Dios manifesta­do en Cristo, se edifica de tal manera, que vence a la muerte, porque ya está viviendo la vida definitiva. «El que beba mi Sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (v. 54).

3. Esta comida eucarística es una comunión con Dios y con Cristo.

El alimento tiene la característica de entrar dentro del hombre y hacerse con él, por la asimilación, una sola cosa. Cuando nosotros co­memos con los demás decimos que estamos en comunión con ellos. Aun­que esta comunión sea muy rica, nunca llega a la identificación que

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adquiere el alimento con nosotros mismos. Cuando celebramos la Eu­caristía no sólo comemos con Cristo, sino que El mismo es alimento. Con ello se nos sugiere el indescriptible misterio de nuestra comunión con El. Jesús entra dentro de nosotros, para ser nuestra vida, a fin de que asimilemos interiormente el principio de la salvación. «El que come mi Carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él» (v. 56). De esta manera, se nos posibilita el poder vivir la Palabra de Dios, no como una ley o un yugo externo que nos esclaviza, sino como un espíritu, un principio vital, una realidad que anida en nuestro propio corazón. Esta comunión con Cristo en la Eucaristía, nos adentra en la vida misma de Dios, sin que seamos capaces ni de explicárnoslo: «el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (v. 51).

Los hondos misterios de la vida no podemos explicarlos. Hay que vivirlos. Para ello Cristo, la Sabiduría, la Palabra, ha preparado para nosotros un banquete y ya ha aderezado su mesa... «Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado» (Sab 9, 1-6). Dejémonos vi­vir por el misterio de la Palabra de Dios, para que lleguemos a vivir como hombres de verdad. Vivamos en silencio la vida que el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos ofrecen en esta comida eucarística.

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DOMINGO XXI «PER ANNUM»

TEMA: LA DIFICULTAD DE LA FE.

FIN: Plantear el dilema de la fe y la dificultad que entraña una auténtica opción ante la salvación del evangelio. Esta op­ción personal y responsable no debe, sin embargo, oscu­recer la gratuidad de la fe.

DESARROLLO:

1. Creer no es fácil. 2. Es una elección y decisión. 3. Dios nos ha elegido antes.

TEXTO:

1. Creer no es fácil.

La fe es la piedra fundamental de la Iglesia Pero la fe es difícil. Esto debemos hoy afirmarlo ante quienes tienen demasiada facilidad para creer. ¿Acaso creen7 ¿No les parecerá que es fe algo que no tiene sino sólo apariencias de ella? Hay quienes tienen una gran pereza men­tal, o reducen la fe a una simple aceptación de dogmas. Es una manera más de no complicarse la vida. Los dogmas se convierten en axiomas; «así es y no tenemos por qué matarnos la cabeza». ¿Cómo podríamos decir a toda esta clase de creyentes que la fe es un poco más difícil? Es que ser creyente es más importante que eso.

Hay otros que tienen verdadera dificultad para creer. Se toman en serio la Palabra de Dios, pero les cuesta. Se debaten entre la luz y la sombra, entre la evidencia y la duda, entre la aceptación y el deseo de rechazar. Estos están en mejor camino para llegar a ser creyentes. Podemos pensar hoy en ese tipo cristiano arrogantemente «seguro»,

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encastillado en la verdad, como una roca ante el asalto de las olas de la duda.

Sentimos, aun los que tenemos conciencia de haber optado por la fe, cómo en ocasiones todo se nos oscurece y nos parece absurdo: «Este modo de hablar es inaceptable. ¿Quién puede hacerle caso?» (Jo 6, 60). Todo lo que nos rodea nos sugiere criterios, valores, modos de inter­pretar la vida completamente diversos del evangelio. Cuando se cree, se acepta la fe contra toda evidencia. Pero este camino a contrapelo, se hace costoso y, muchas veces, tambaleante. «Se anegaba la barca..., ¿por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe,?» (Me 4, 37.40).

Ante esta dificultad de la fe, que no hemos de aminorar, ni tampoco exagerar, muchos se echan para atrás. Esto ocurre sobre todo cuando la fe se va profundizando y nos plantea opciones que no estamos dis­puestos a aceptar. En la situación de nuestra Iglesia, abierta a una pro­blemática de la fe, un poco más amplia que los rezos y las sacristías, las deserciones de la fe se hacen cada día más numerosas. «Desde en­tonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con El» (Jo 6, 66).

2. Es una elección y decisión.

La fe supone una elección y una decisión. El hombre, en el mun­do, para su bien o para su mal, aún puede elegir. «Si no os parece bien servir al Señor, escoger a quien servir... (a otros dioses)» (Jos 24, 15). Se'puede estar con Cristo o contra Cristo (Le 11, 23), con el dinero o con Dios (Mt 6, 24). Lo que no se puede hacer es servir a dos señores (v. 24). La fe es una elección, en la que nosotros mismos estamos inde­cisos. La Palabra de Dios es una proposición provocadora, a fin de que nos decidamos a elegir. «Escoged» (Jos 24, 15). «¿También vosotros que­réis marcharos» (Jo 6, 67).

La decisión de Pedro es muy importante. La pregunta de Jesús ma­nifiesta el espíritu vacilante de sus discípulos. La respuesta de Pedro no lo suprime. Pero lo admirable es que Pedro elige decididamente en favor de Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos». Eligen aceptar la fe (Jo 6, 68). La acti­tud del pueblo de Israel no es menos significativa; este pueblo acecha­do por mil culturas prósperas, que proclamaban el poder de sus dioses, decide en favor de Yavé. «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios» (Jos 24, 16-17).

3. Dios nos ha elegido antes.

Esta elección y decisión de la fe, están apoyadas por la elección que Dios antes ha lecho de nosotros.

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Que nadie se sienta con merecimientos ante Dios. El es quien nos salva. En esto es en lo que creemos. La fe nos ayuda a descubrir la verdad del mundo y del hombre, cuya profundidad es Dios mismo re­velándose en comunión con todo. La fe es un poder ser hombre, desde el poder de quien se nos revela, Dios. «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Es que «la carne no sirve para nada» (Jo 6, 63). Precisamente la fe es aceptar que Dios viene a salvar nuestra débil situación carnal: «el espíritu es quien da vida» (v. 63) No somos nosotros los que elegimos ser hijos de Dios (Rom 8, 16).

La gratuidad de la fe es absoluta. Elegimos a Dios, por el acto de fe, porque antes El nos ha elegido a nosotros. La fe acepta esta elec­ción. Nos convertimos a Dios, porque antes El se ha convertido a nosotros.

La acción de gracias que vamos ahora a ofrecer a Dios es clara muestra de ello. Damos gracias a Dios por las acciones salvadoras que ha realizado entre nosotros. Es decir, ofrecemos a Dios los mismos do­nes que nos ha dado; llegamos a Dios después que El se nos ha allega­do; entramos en relación con El, porque El nos invita a vivir en co­munión suya. Nuestro mérito está en que «nos dignamos», mérito lleno de ironía, aceptar el amor que Dios nos tiene.

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DOMINGO XXII «PER ANNUM»

TEMA: LA FE, NORMA DE COMPORTAMIENTO

FIN: Revisar nuestro comportamiento ante las tradiciones y la ley, a la luz de la nueva economía inaugurada por Cristo.

DESARROLLO:

1, Superación de las tradiciones humanas. 2. La ley da paso a la economía de la fe.

TEXTO:

Los lazos invisibles del misterio de la comuinón cristiana se ex­presan visiblemente en la Iglesia por medio de su propia institución. Esta pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia, que es sacramento en el mundo de la salvación, ofrecida y aceptada. Como todo grupo humano, también la Iglesia se rige legítimamente por tradiciones y leyes. Ellas van regulando eficazmente los cauces de la comunión fraternal, la expresión de la fe y el ordenamiento de todos para la con­secución del mismo fin.

Sin embargo, lo específico del misterio de la Iglesia no lo consti­tuyen n i las tradiciones ni la ley, sino la fe. Este Pueblo de Dios, pe­regrino en el mundo, está bajo la economía de la fe, es una comunidad de creyentes. Sin menospreciar en nada el precepto de la Iglesia, tra­temos hoy de encentrar el espíritu de toda ley, única manera de valorarla y potenciarla. El cumplimiento meramente externo de los preceptos, aun de los más santos, no salva al hombre.

1. Superación de las tradiciones humanas.

La inseguridad es una nota característica de la existencia humana. Para salir de ella buscamos sin descanso normas establecidas. La

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inseguridad que se refiere a la moral y a la religión es la que más nos tortura. Nunca estamos seguros de haber acertado, de no haber fallado, de haber cumplido todos los requisitos para tener a la divinidad favorable a nuestra causa. Como fruto de esta inseguridad surgen en las comunidades humanas y en los grupos religiosos las tradiciones.

Las tradiciones son buenas, ayudan al hombre a moverse en todos los ámbitos de la vida, sin tener que estar siempre improvisando, con el riesgo que eso lleva consigo. La tradición es como esa obra de arte del comportamiento humano que se ha ido enriqueciendo a lo largo de los siglos por la sabiduría de las generaciones desaparecidas. La tra­dición humana es una ayuda incalculable.

El problema de las tradiciones se publica cuando el hombre, ham­briento de seguridades, se aferra a las costumbres. Las costumbres mar­can surcos de comportamiento, como las penas labran arrugas en el rostro. Se convierten, a veces, en férreas vías de tren que dirigen, atenazan, imponen implacablemente una dirección. Entonces las tradi­ciones son un yugo pesado. Las tradiciones también tienen el peligro de absolutizarse, de ponerse aun encima de la misma Palabra de Dios. «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradi­ción de los hombres» (Me 7, 8). Así vemos cómo personas muy aferra­das a la tradición son incapaces de emprender el camino de la con­versión, justificándose en las mismas tradiciones. «Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores... y se af erran a otras muchas tradiciones...» (Me 7, 3-4). Tener a las tradiciones como norma definitiva de todo es una hipocresía: «hipócritas... este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Me 7, 6). Al hablar de tradiciones no nos referimos en ningún momento a la Tradición de la fe».

2. La ley da paso a la economía de la fe.

La ley del Antiguo Testamento es santa y viene de Dios. «Escuchad los mandamientos y preceptos que yo os mando cumplir» (Deut 4, 1). Está llena de aliento de vida: «Estos mandamientos son vuestra sabi­duría y vuestra inteligencia» (v. 6). El Decálogo tiene toda la bondad moral que se pueda imaginar: «¿Cuál es la gran nación cuyos manda­mientos y decretos sean tan justos como toda esta ley?» (v. 8). El Decálogo es además universal, vale para todo tiempo y para todo hombre, también para nosotros.

Lo que ocurre desde Jesucristo es que ha cambiado la perspectiva de un modo considerable. Del régimen de la ley hemos pasado al de la fe, por lo que la ley queda potenciada. La ley deja de ser un pre­cepto externo, impuesto desde fuera; deja también de ser ocasión de

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pecado, pues la ley enseñaba lo que no se debía hacer, pero no daba fuerzas para superar la tentación.

Para acabar con la proverbial alineación humana, Dios ha decidido entablar con el hombre un régimen nuevo de relación. La nueva alian­za se caracteriza no por la supresión del precepto, sino por su interio­rización. Al comportarse según la Palabra de Dios, el creyente no se limita a cumplir u n mandamiento externo, sino que desarrolla la pro­pia vida interior de la fe: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Gen 31, 33; 32, 40). La Palabra de Dios no es un código de leyes, sino la misma comunicación de Dios que en­gendra la vida en nuestro corazón y nos transforma en nuevas crea-turas. «Evidentemente, sois una carta de Cristo... , escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón... Nuestra capacidad viene de Dios..., no de la letra, sino del Espíritu. La letra mata, mas el Espíritu da vida» (II Cor 3, 5-6).

Estamos bajo el régimen del Espíritu, que se ha derramado en nuestros corazones (Rom 8, 14-16). La fe es un don de Dios y reco­noce que todo lo bueno que el hombre hace se debe a la gracia de Dios, no a las propias fuerzas, ni al cumplimiento de los preceptos de la ley. La fe transforma el ser mismo del hombre y la capacita para vivir según la nueva creación. La fe, interiorizando la ley, nos libera de la esclavitud. «Habéis sido llamados a la libertad.. . , manteneos fir­mes y no os dejéis oprimir bajo el yugo de la esclavitud... Habéis roto con Cristo, todos cuantos buscáis la justicia en la ley» (Gal 5, 13. 1.4). E l comportamiento que surge de la fe es como el agua que brota de u n a fuente: nace desde dentro hacia fuera. «Lo que sale de dentro es lo que hace al hombre impuro» (Me 7, 20). A Dios le importa más lo q u e siente el corazón que lo que pronuncian los labios (v. 6). La fe t ransforma «lo de dentro» para que el hombre, obrando desde su es­pír i tu por el impulso del Espíritu de Dios, produzca frutos buenos (Jo 15 , 5; Mt 7, 6). Lo que justifica al hombre es la fe, no los mere ­cimientos conseguidos por el cumplimiento externo de la ley (Rom 3, 28). Po rque todos los que confían en sus propias fuerzas, «los que viven de las obras de la ley, incurren en la maldición» (Gal 3, 10).

A l g u n o puede reaccionar burdamente diciendo: «Pues, ¿qué? ¿Pe­ca remos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!» (Rom 6, 15). La fe nos hace realizar las obras del Espíritu de Dios , contrarias a las de la carne (Gal 5, 18-26). Las obras de la fe, gu iadas por el Espíritu, coinciden con la enumeración de las obras de la ley antigua. La fe, que supera al pedagogo de la ley (Gal 3, 24), no n o s aboca a un libertinaje (Gal 5, 13). El creyente que vive la vida d e la fe, no peca, es la muerte , sino que, «libre del pecado y esc lavo de Dios, fmetiñea para la santidad» (Rom 6, 22). La fe no des­t r u y e la ley, sino que le da cumplimiento (Mt 5, 17), ya que por la fe

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Dios nos salva (Rom 3, 27-4, 1 ss.), y nos da fuerza para cumplir el precepto (Rom 7, 1-24; Gal 3, 1-29).

El Evangelio de hoy nos marca el camino para huir del fariseísmo, que pone todo su empeño en «purificar por fuera», haciéndose «seme­jantes a sepulcros blanqueados» (Mt 23, 25-27). ¡Qué bien encajan estas expresiones referidas a nosotros y a la sociedad! Podemos estar todo el día cumpliendo tradiciones y leyes, pero sin agradar a Dios un solo momento, pues la raíz de nuestro corazón es aún mala y estamos lejos de El.

¡Que la Eucaristía contraste la verdad de nuestra vida de fe! Es sacramento de la fe. Supone la unión con Cristo y la transformación de nuestra vida. ¿Tendremos que escuchar hoy nosotros: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos»? (Me 7, 6-7).

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DOMINGO XXIII «PER ANNUM»

TEMA: LA IGLESIA AL SERVICIO DE LA LIBERACIÓN.

FIN: Esclarecer la postura de la Iglesia actual, en algunas de sus manifestaciones postconciliares, y salir al paso de la acu­sación de que el comunismo se infiltra en la Iglesia o que la Iglesia se hace comunista.

TEXTO:

Me gustaría que nos aclaráramos todos de una vez. Anda por ahí una falsa imagen de la Iglesia, transmitida de boca en boca, que siem­bra la sospecha y la desconfianza. Se la acusa a la Iglesia, o a una frac­ción de ella, de comunista o de revolucionaria. Esto es un arma feno­menal e n manos de quienes no están de acuerdo con la tímida línea postconciliar de la Iglesia. Con este rumor, en el que se habla de in­filtraciones, se t ra ta de desconcertar y atemorizar.

Quisiera decir que quienes piensan así tienen una falsa idea de la Iglesia. Creen que la Iglesia que está en camino de refor­marse s e va a ir de una facción para pasar a otra. No abandona la Igle­sia el capitalismo, para hacerse pilar del socialismo; no abandona un color político, para corromperse con las intrigas de otro. La Iglesia va caminando hacia el reencuentro de su libertad, para poder servir así mejor a l pueblo humano en el que vive. La Iglesia no es un sistema que t i e n e como misión amparar al sistema político de la sociedad en la que v i v e , sino un espíritu al servicio de la implantación del Reino de D ios .

La Iglesia es u n Espíritu, pero no desencarnado. Por eso puede y debe s e n t i r con los hombres, con la historia, estar presente en todo, apo­yar lo b u e n o , enjuiciar las situaciones, contestarlas. Ella, por otro lado, t a m b i é n está sujeta a la influencia benéfica de su tiempo, a la crítica de sus contemporáneos y hasta a la contestación justa. Además, es p ro -

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clive a sufrir la persecución. ¡Qué buen síntoma para tomar conciencia de la salud de la Iglesia es la persecución! (Jo 15, 18 ss.).

Pero protestemos hoy contra ella. Quejémonos de las calumnias. Afirmémonos en la misión de la Iglesia. No es comunista la comunidad cristiana porque el evangelio le lleve a denunciar la injusticia y a t ra ­bajar con todas sus fuerzas en contra de ella. En lugar de acusar a la Iglesia, nos deberíamos convertir ante el evangelio. Pero somos hijos de este mundo injusto y nos cerramos a él (Jo 17, 14).

La Iglesia de Dios debe seguir los mismos pasos que El le ha mar­cado e imitarle. Dios no puede estar conforme con este mundo injusto, desquiciado, que nos hemos fabricado. Cuando un creyente descubre el plan de Dios se encuentra, inmediatamente, desencajado del plan del mundo. ¿Cómo no manifestar esta disconformidad? ¿Qué voluntad o ley puede impedirnos colaborar con la Palabra de Dios sobre el mundo?

Dios mismo no permanece indiferente ante la suerte de los hom­bres. ¡Acúsenle de revolucionario al Dios del Éxodo! El tiene la respon­sabilidad de que todo un pueblo se levantara contra la opresión y la explotación en el trabajo. El condujo al pueblo, con brazo fuerte, hasta la orilla de la libertad. Luchó contra todos los opresores (Exod 3-15).

Nuestro Dios es un Dios comprometido con la marcha del mundo con Alianza etei-na. Mantiene «su fidelidad, para hacer jus'ticia a los oprimidos, dar pan a los hambrientos, libertad a los cautivos» (Sal 145, 6-7). Esto es lo que significa «despegar los ojos al ciego, abrir los oí­dos del sordo, hacer saltar al cojo, desatar la lengua del mudo» (Is 35, 5-6; Le 4, 16 ss.). Es el Dios del «desquite» en favor del pobre (Is 35, 4). «Sustenta al huérfano y a la viuda y transtorna el camino de los malvados» (Sal 145, 9). «De la opresión y de la violencia sacará el alma de los pobres, su Sangre será preciosa ante sus ojos» (Sal 71, 14).

Nuestro Dios no está conforme con la situación del mundo. «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. . . Dijo: mira que hago un mundo nue­vo» (Apoc 21, 1.5). ¿Cómo podemos estar nosotros de acuerdo con este mundo? No aceptamos el desierto, ni el campo de batalla, ni la explota­ción organizada, ni lo que se ponga por encima del respeto al hombre. Tenemos fe en que pueden «brotar aguas en el desierto y torrentes en la estepa» (Is 35, 6-7). Creemos en que los mudos pueden hablar (Me 7, 31-37), a pesar de que se les amordace, aunque se les haya imposibilitado, como si se les hubiera cortado la lengua. Hay un impulso en el hom­bre evangélico, que hace que pueda pronunciar una palabra, aunque le quiten la palabra. La muerte es la última palabra de protesta, que ni el mismo que mata puede acallar.

Estamos con Dios en. querer abrir los ojos de los ciegos, de los que están «atontados» por el clamor de la propaganda dirigida, de los que el cúmulo de las pequeñas cosas que tienen les impide ver más horizon­te. Estamos con Dios en levantar los yugos de la esclavitud, por muy pesados que sean. Queremos la libertad de la que todo hombre debe

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gczar, aunque sea poca y peligrosa. Sabemos que es posible que se en­derecen todos los tullidos. Y lo queremos. Queremos despertar a los dormidos, para que se den cuenta de que no son paralíticos. El evan­gelio de Dios convoca a todos los hombres, para comenzar a rehacer este mundo, según los valores de su Reino.

Creemos en Jesús ; como Salvador nuestro y Salvador de todos. Y creer en Jesús no nos deja indiferentes, sino que nos convierte en ciu­dadanos del mundo nuevo en medio del mundo viejo. Cristo quiere que nosotros seamos simiente que crece ÍMt 13, 31), levadura que fermen­ta (v. 33), luz que ilumina (Mt 5, 14), espada que corta (Mt 10, 34), fuer­za que destruye y construye (Jer 1, 10). ¿Cómo podremos llamarnos cris­tianos y no serlo? ¿Podríamos traicionar a nuestro Cristo? ¿Es más im­portante obedecer a los hombres que a Dios? (Hech 4, 19).

Una Iglesia surge por los caminos del mundo, curando a los pobres, l lamando a los ricos a la conversión. Iglesia escandalosa para los ricos. Pero Dios y Cristo nos sugieren que optemos inequivocadamente en favor de los pobres (Le 7, 22-23; Sant 2, 1-5).

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DOMINGO XXIV «PER ANNUM»

TEMA: LA PREGUNTA DE LA FE.

FIN: Analizar la complejidad de la pregunta de la fe, en la que Dios, Cristo, la persona interesada y los demás quedan com­prendidos.

DESARROLLO:

1. Creer en uno mismo. 2. Creer en los demás. 3. Creer en Cristo. 4. Fe y vida.

TEXTO:

Cada hombre tiene formulada una pregunta básica. ¿Quién soy yo? ¿Qué digo yo que son los otros? ¿Qué sentido tiene todo lo qiie existe?

La respuesta a estas preguntas constituye la fe primordial o nuclear. Porque estas preguntas existen. Estamos abiertos a la revelación, es de­cir, a ese acontecimiento en el que Dios, revelándose, nos manifiesta lo que es ser hombre en el mundo. Pensamos, a veces, que la fe es sólo creer en Dios y en Cristo. El acto de fe abarca toda la realidad: a Dios que se revela y al mundo revelado. Por eso no creemos sólo que Dios se ha revelado, sino que creemos también en la revelación de Dios, esto es, en la salvación ofrecida al hombre. Así, el que cree se salva, se acepta, descubre el sentido de su vida, escapa del absurdo. El hombre creyente sabe en la ignorancia, ve en la tiniebla. oye a pesar de la sor­dera y mudez generales.

1. Creer en uno mismo.

El interrogante sobre la persona se sitúa no en la esfera de lo que otros dicen de mí, sino en el enfrentamiento del propio yo ante su verdad. ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? ¿Por qué y para qué?

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La civilización técnica en la que vivimos, que es una civilización de medios, nos hace perder de vista los fines, el sentido de los medios que tenemos y disfrutamos. Entre el bosque de tantas utilidades, tenemos que reencontranos, integrar los medios en el conjunto, para el que han nacido, al que deben servir.

Es necesario llegar a nuestro propio conocimiento; la fe es conoci­miento; pero hay que conocer iluminándose: la fe es un descubrimien­to, una revelación. El misterio del hombre y del mundo continúa, aun después de la fe; pero la fe ilumina, no viene a crear nuevas dificulta­des a la oscuridad. A todo el que cree se le «abren los ojos». La «luz» es el símbolo de la revelación. La fe que no esclarece la oscuridad de la existencia, no es fe cristiana.

¿Pedemos decir que la fe nos ha descubierto lo que somos? ¿Nos he­mos llegado a comprender? ¿Hemos descubierto nuestra situación y sentido en el conjunto del mundo?

2. Creer en los demás.

Junto al interrogante que se refiere el propio yo, surge otra inquietud: ¿quién es el que está ahí? ¿Qué sentido tiene el otro? ¿Para qué está ahí tan cercano? ¿Qué relación puedo tener con él?

La fe nos ayuda a descubrir al otro como a nosotros mismos. Hasta tal punto que hay una correlación entre el conocimiento propio y el ajeno, entre el amor a sí mismo y el amor a los demás: «ama al próji­mo como a ti mismo». El evangelio, en un alarde de expresión, afirma: «el que reciba al otro me recibe», «lo que hicisteis con uno, conmigo lo hicisteis», «el otro es Cristo». Porque el que tiene fe en Cristo, tiene fe en sí mismo y en el otro. El otro es, ante todo, fuente de salvación: «el que ama, tiene la vida».

3. Creer en Cristo.

Esta es la razón por la que la pregunta fundamental de la fe cristiana es: «¿quién decís que soy yo?». Es decir, ¿sabéis lo que sois vosotros, por el descubrimiento que habéis hecho en mí de lo que sig­nifica se r hombre ei plenitud? Tener fe en Cristo es aceptar que el sentido de nuestra vida viene de Dios, cuyo poder se ha manifestado en Jesús de Nazaret, haciéndole hombre perfecto para la salvación de todos.

Cristo, desde esta perspectiva es Norma, canon de toda existencia humana; es la medida perfecta, y única, según la cual ha de desarrollar­se todo e l hombre, para llegar a ser de verdad, en profundidad, sin enga­llo, maduramente.

Por eso no podernos creer en un Cristo etéreo, aislado, metido en

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una hornacina, independientemente de lo que es para nosotros. Porque Jesús de Nazaret ha descubierto por la fe «quién era» y se ha realizado según ese sentido, nos descubre lo que somos nosotros y nos revela el poder que se nos ha dado para llegar a serlo.

De tal manera que creer en Cristo, es tener fe en mí y en los otros; fe que es posible, porque Cristo, su existencia, nos revela todo el valor del hombre. Por eso la fe no es inútil, ni algo superfluo, que de igual tenerla que no. Es ante todo, un don grande, que no sólo da más facilidad, sino que supone un elemento de juicio y de valoración de la existencia plena, nuevo en muchos aspectos e imprescindible.

4. Fe y vida.

Desde esta perspectiva comprendemos cómo no puede haber fe sin obras. Está de tal manera comprometida la fe en la vida, que las obras del hombre son las que manifiestan una fe verdadera. La reci­tación y afirmación del Credo es, si se entiende bien, una afirmación de los valores básicos de la vida y la confianza de que el poder llevarlos a cabo, no es una ilusión.

La fe supone la transformación de la propia persona en su yo más profundo. La fe se da en el corazón, lugar donde se entabla la batalla entre la verdad y la mentira. Esta transformación supone una lucha interior, seria, arriesgada, constante: es la realización del misterio pas­cual en la vida personal. La profesión de fe y el anuncio de la Pasión van unidos, por eso el mártir es el testigo cualificado de la fe. Tenemos todos, sin embargo, la tentación de Pedro: hacer una perfecta confesión de fe, rica y ortodoxa un credo, pero luego huimos del compromiso de la fe, de su riesgo, de sus obras. Es una tentación diabólica que a todos nos ronda y que no pocas veces aceptamos.

La fe supone una revelación nueva con los demás: amar como a nos­otros mismos. Es la vertiente de la persona en sociedad, con todos sus compromisos. En esta vertiente, el camino se hace un Vía crucis sin pausa. La aceptación de la fe supone ese esfuerzo, porque no se puede aceptar al Mesías, sin todo lo que El ha realizado en su vida; de lo con­trario, no sería creer en Jesús, ni tampoco podríamos descubrir el sen­tido y la interpretación de la propia existencia.

La Eucaristía es la celebración en gestos del drama del hombre y de la revelación de Dios.

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DOMINGO XXV «PER ANNUM»

TEMA: JAQUE MATE A LA COMPETENCIA.

FIN: Mostrar la contradicción existente entre el espíritu compe­titivo impuesto por nuestra sociedad y el espíritu de ser­vicio del evangelio.

DESARROLLO:

1. Un espíritu y una moral competitivos. 2. No, a la competición. Sí, al servicio. 3. Un servicio eficaz.

TEXTO:

1. Nos invade un espíritu y una moral competitivos.

La competencia es una realidad que trae de cabeza a toda la pro­ducción de mercancías y al desarrollo del mercado. Producir mejor y más b a r a t o es un lema competitivo. Lo mejor, para ganar más, es una ley. Todo el mundo, entre dos cosas iguales, exige lo mejor. Esta com­petencia hace que los hombres también entremos en el juego.

No e r a muy necesario que el espíritu del mercado moderno, nos em­pujara a ello. Nuestra ambición de dominio, nacida de la voluntad de poder, n o s empuja constantemente a ello. La competencia en nuestras re lac iones humanas hace que nos consideremos como una mercancía, que des taca en el mercado por su mejor calidad. Esta cadena de la competencia , nos ateaaza a todos. Los anuncios de trabajos, la selección de pe r sona l , los estimulantes competitivos puestos en circulación por las e m p r e s a s para descubrir a los hombres más capaces, crean un cli­ma en e l que el espíritu competitivo es lo normal. Los que están en el mismo p u e s t o de trabajo, no son dos hombres solidarios en una misma fncna, s i n o dos rivales.

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Así van destacando entre nosotros los más listos, los eficaces, los que dan mayores muestras de sagacidad, los que manifiestan tener más capacidad y agresividad en el mercado. No pocos suben, a veces, a base de t ramas, de envidias, zancadillas, abultamientos de la verdad, dejando en la sombra a los otros (aunque otras veces se suba también por el t ra­bajo serio, la responsabilidad, el sacrificio, la obra bien hecha).

Esta es la educación que hemos recibido y a esta lucha por la vida nos han preparado, aun en nombre de Dios. ¿Cómo hemos podido ad­mitir y santificar el principio de que venza el más fuerte? Todos re­cordamos cómo nos hacían estudiar provocando nuestro amor propio, a costa de subir puestos, de entablar competiciones en clase, de notas y de premios. Todos recordamos cómo los más listos eran emcumbra-dos, alabados. Nunca se ayudó a que los que más sabían trabajaran con los menos despiertos; no se hicieron equipos para que los que sentían fa-. cilidad por las letras ayudaran a los de ciencias y viceversa.

De esta manera hemos sido lanzados al ruedo de la vida, en una carrera loca, repartiendo y recibiendo cornadas, burlándonos unos a otros, hasta que ha dado la estocada el más sagaz y nos hemos ido re ­signando a nuestros puestos.

2. No, a la competición. Sí, al servicio.

Aunque a todos nos escandalice hemos de decirnos decididamente que estamos en contra de este espíritu competitivo en las relaciones humanas. El espíritu evangélico, norma de relaciones entre los hombres, es totalmente contrario a lo competitivo. Entre los discípulos de Jesús es corriente la discusión sobre «quién era el más importante» (Me 9). El criterio de Jesús se repite una y otra vez, machaconamente: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos» (Me 9, 35). San Lucas, en el corazón mismo de la institución de la Eu­caristía, sacramento de la anticompetencia humana, introduce este pa­saje: «Hubo un altercado sobre quién parecía ser el mayor. El les dijo: Los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos..., pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea el menor y el que manda, como el que sirve» (Le 22.24 s.).

Jesús es el que siendo Dios se hizo hombre, tomando la figura de esclavo (Fil 2, 6-7), y «está en medio de nosotros como el que sirve» (Le 22, 27). La competencia cristiana está puesta por referencia al ser­vicio. El que más se entrega, más vale; al que muestra mucho amor, se le perdonan muchos pecados (Le 7, 47). Cuando a Jesús se le acerca la madre de los Zebedeo y le pide: «Manda que estos hijos míos se sien­ten uno a tu derecha y otro a izquierda en tu Reino» (Mt 20, 21), J e ­sús le responde: «¿podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» (v. 22). La única manera de llegar alto en el Reino de Dios consiste en seguir con fidelidad el camino del servicio pascual, que Cristo ha recorrido.

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3. El servicio mutuo eficaz.

Alguien se podrá estar llevando las manos a la cabeza diciendo, «¿a dónde vamos a pa ra r? Hoy esto es imposible». La competencia debe ser sustituida por un servicio eficaz. Hasta ahora el aliciente que hemos tenido para trabajar ha sido el egoísmo; el aliciente del evangelio es el amor. ¿Acaso el amor tiene menos ímpetu que el egoísmo? ¿No decimos, siguiendo un tópico, que las grandes empresas de la humanidad se han desarrollado por la fuerza del amor? La competencia egoísta tiene, in­dudablemente, un gran éxito. Pero a causa de muy graves consecuen­cias: «Codiciáis lo que no podéis tener, y acabáis asesinando. Ambicio­náis algo y no podéis alcanzarlo; así que lucháis y peleáis» (Sant 4, 2).

El amor nos empuja a desarrollar todas nuestras facultades, pero no para imponernos a los demás, sino para ponerlas a su servicio. Hay que crear riqueza, bienestar, progreso—dominar la naturaleza—, pero no para apropiarlo, sino para ponerlo a disposición de todos. El que más tiene es el que más ha de dar y el que menos, el que más ha de recibir. En este juego de las relaciones humanas todos estamos entrenzados, como u n solo cuerpo. Y la mano no compite contra la cabeza, ni la cabeza quiere ocupar el puesto del corazón. Sino que todos colaboran para alcanzar un mismo fin (I Cor 12, 12 ss.).

Indudablemente nos va a ser muy difícil romper esta costra de la educación recibida. También nos va a impedir realizar este imperativo evangélico la sociedad en que vivimos. Pero mantengamos firmes, al menos, l a contradicción y agudicémosla al máximo. Cada vez que no­sotros comulgamos, a este Jesús inclinado en actitud de servicio a los pies de los discípulos (Jo 13, 5), nuestro espíritu se debería estremecer. ¿Será capaz la Eucaristía de doblegar nuestro afán competitivo y ha­cernos cae r de hinojos ante los demás?

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DOMINGO XXVI «PER ANNUM»

TEMA: EL PLURALISMO.

FIN: Revisar la causa de nuestra intransigencia ante las diversas formas de expresar la fe en la Iglesia 0 los modos distin­tos de pensar la organización de la sociedad.

DESARROLLO:

1. Tensión ñel pluralismo. Causas: — El monopolio de la verdad, — El celo desmedido. — La envidia.

TEXTO:

1. Tensión del pluralismo.

En la sociedad y en la Iglesia se habla mucho de admitir un pluralis­mo. No todos perciben de la misma manera las mismas cosas.

En la Iglesia el pluralismo no se plantea en el terreno de la fe: en el sentido de que se llegue a admitir y hermanar contenidos diversos. Esto no es viable.

Se trata, ante todo, de llegar a admitir diversas maneras o lengua­jes de expresar una misma fe, formas distintas de realizar el misterio de la Iglesia o de la comunidad cristiana, actitudes diversas ante los problemas del mundo y el compromiso diario.

Esta situación naciente del pluralismo, reflejada en la expresión de la fe, en la celebración litúrgica, en las formas del ministerio, en las diversas maneras de organizar la comunidad, en las opciones políticas, etcétera.. . , crea fuertes tensiones en la comunidad cristiana, tanto más fuertes, cuanto más rígidos han sido el unitarismo o centralismo pa­decidos.

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Causas de esta tensión.

— La causa más superficial de estas tensiones nace de la diversa manera de pensar la teología de la Iglesia.

— Latente en todo este problema, hay u n deseo de seguridad. Ad­mitir una pluralidad, supone tener conciencia de la relatividad de la verdad, de la laboriosidad de la unidad, de la transitoriedad de las si­tuaciones. Esto provoca en el espíritu humano la típica ansiedad, angus­tia e inseguridad. La uniformidad es el fruto de la comodidad.

Mensaje de la Palabra.

La Palabra de Dios leída (Núm 11, 25-29; Me 9, 37 ss.), nos conduce a hacer una reflexión sobre este problema y a examinar nuestras ac­t i tudes. El problema del pluralismo se plantea tanto en la Iglesia vieja como en las nuevas comunidades. Todos queremos imponer a los otros la dictadura de nuestra verdad.

A veces rechazamos el pluralismo porque nos creemos con el mono­polio de la expresión de la fe. Institucionalizamos la verdad, la perfila­mos a nuestro gusto, la delimitamos, y nos proclamamos los amos de ella. Es la equivocación de quienes creen que el Espíritu del Señor sólo se da a los que están en la «tienda» y han recibido el rito. La fuerza de Dios está más allá de las instituciones.

Es el error de los discípulos que piensan que sólo el que pertenece al g rupo de los «discípulos» puede echar los demonios.

El pluralismo es ahogado por el celo desmedido de algunos por gua rda r la pureza de la fe.

— Se desconfía por un excesivo deseo de puritanismo, de ortodo­xia, como si hubiera que momificar la verdad para guardarla intacta; como si no fuera posible expresar la realidad con una sola formulación. Hoy e n nuestro ambiente, hay una enfermiza sensibilidad a lo que se ha dado en l lamar «pureza de la fe». No ss igual guardar la Palabra, que «matar la» .

— El celo desmedido de acusación, el espíritu inquisitorial, la con­dena rápida, destruye el pluralismo. La denuncia, la incomprensión, el ch i sme están a la orden del día. Nunca faltan quienes se acercan a Moi­sés o a Jesús, para contar lo que ven con un espíritu de tergiversación y de incitación a la prohibición, a cortar, a mantener la uniformidad: « E s t á n profetizando en el campamento, prohíbeselo». «Se lo hemos que­rido impedi r , porque no es de los nuestros.»

— El pluralismo muere también sacrificado por la envidia: no po­demos tolerar que los «otros» posean lo mismo que «nosotros». Y lo p u e d e n poseer. El Espíritu de Dios está más allá de la tienda, de los discípulos oficiales. Lo importante es que lo que se haga y se viva, se

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realice conscientemente o inconscientemente, en el nombre de Jesús. Y este nombre de Jesús es tan universal, que no se confunde con nin­gún tipo de institución, ni con ninguna formulación. «No se le puede impedir», ni despreciar, ni negar la comunión, «a todo aquel que obra en mi nombre.» «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro.» «Ojalá que todo el pueblo de la humanidad profetizara.»

Hay que admitir un pluralismo en todos los ámbitos: — Por la complejidad de la verdad: solamente la comunión con el

otro me ayuda a encontrar la verdad; porque en el descubrimiento de mi verdad y la perspectiva de la suya es como intuimos la verdad total.

— Por el respeto a la libertad de los individuos y los grupos. — Por la independencia del Espíritu que rebasa los límites de la

tienda del A. T. y el grupo de los discípulos. El pluralismo nace de la sensibilidad que tiene el hombre para discernir cómo un mismo espíritu anima todo esfuerzo humano. Entrar en comunión con el Espíritu, r e ­conocer ese mismo Espíritu, ser dócil a El, supone el respeto por las diversas formas de su manifestación y la aceptación de un fecundo plu­ralismo.

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DOMINGO XXVII «PER ANNUM»

TEMA: EL AMOR MATRIMONIAL.

FIN: Presentar la raíz de la indisolubilidad del matrimonio y las graves razones que tiene la Iglesia para exigirlo a sus miembros. Es un ideal que la Iglesia puede exigir.

DESARROLLO:

1. Crisis del matrimonio. 2. La indisolubilidad, un ideal.

TEXTO:

1. Crisis del matrimonio.

El matrimonio es esa institución humana en la que muchas perso­nas entran, sin saber exactamente de qué se trata. ¡Cuántos se casan sin t ene r u n conocimiento mutuo auténtico, sin amor verdadero, sin ha­ber sopesado de un modo real los pros y los contras1 De esta mane­ra, las parejas humanas se nos antojan como una caja de sorpresas. Pocas t ienen la suerte de encontrar el premio dentro; pocas llegan a un conocimiento y relación hondos. ¿Acaso no es el matrimonio el fra­caso de muchas personas?

Es que la gente se casa sin madurez. Con un amor infantil, inspi­rado por el enamoramiento fugaz, sostenido por la pasión del sexo, pero sin el fundamento de una comunión probada y aceptada. En estas cir­cunstancias la dificultad que lleva consigo toda convivencia humana se agrava; la economía, los hijos, las situaciones conflictivas son elemen­tos que vienen a unirse a la crisis. ¿Cómo podría hacerse para que la gente no se casara «jorque se casa todo el mundo»? El matrimonio es t ambién una elección Supone el haber considerado el quedarse soltero, como u n bien ofrecido y posible. Rechazado solamente por la fuerza del amor auténtico que se ha encontrado.

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En contra de la institución tradicional juegan hoy muchos factores. No es extraño que esté en profunda crisis. El amor libre es como un «slogan», aceptado por algunos con tanta facilidad como superficialidad. La promoción de la mujer, sobre todo por el trabajo, le ha dado, res­pecto al marido, una independencia real y económica, que hace añicos las viejas concepciones del matrimonio. Aun dentro de la misma insti­tución matrimonial hay hoy unas más elásticas relaciones. Por otro lado, la presión social que se ejercía sobre esta institución es cada vez menor, porque a la gente le t rae sin cuidado.

En la conciencia de todos está presente el hasta ahora gran aliado del matrimonio: la indisolubilidad. El divorcio, sin embargo, está a la orden del día. Antes se veía natural el que dos esposos tuvieran que vi­vir juntos, a pesar de que se hicieran la vida imposible, se destruyeran mutuamente y se odiaran. Muchos interrogantes plantea hoy el hom­bre a la indisolubilidad del matrimonio. ¿Es justo vivir en un infierno? ¿Para qué mantener lazos jurídicos que expresen un amor que no exis­te? ¿Si el hombre ha fracasado en su pr imer intento, no le será permi­tido volver a rehacer la vida? ¿No es la Iglesia, la sociedad que se su­jeta a sus criterios, demasiado dura con la fragilidad proverbial de los hombres? ¿Tiene la Iglesia derecho a imponer sus leyes antidivorcio en medio de la sociedad? Muy bien, se dice, el divorcio estará mal, ¿pero no es peor vivir juntos sin amarse, aumentando las tensiones de un amor desaparecido? Se podrá t ramitar la separación, pero, ¿por que no permitir quedar completamente sueltos? La ley, ¿es realista con la condición humana?

2. La indisolubilidad, un ideal.

«Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mu­je r y serán dos en una sola carne» (Gen 2, 24). «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Me 10, 9). No seré yo quien destaque aquí el que «Moisés permitió divorciarse... por vuestra terquedad» (v. 4-5). Sí quisiera anotar el realismo bíblico, que, a pesar de conocer el plan de Dios, sin embargo, manteniendo el ideal, permitió, en atención a la debilidad, la posibilidad del divorcio.

Yo querría llamar la atención, como lo hace el evangelio, sobre el plan de Dios. Dios se ha tomado en serio el amor y el matrimonio. La indisolubilidad establecida es una ayuda importante. Con ella se nos quiere indicar que el amor, si es responsable, no pasa nunca. Con ella se nos quiere ayudar a que nos planteemos maduramente el amor. Cuando un hombre y una mujer se aman y se unen en una aventura común, si son maduros y responsables, se unen de por vida. La indisolubilidad matrimonial es una llamada a ser serios en el amor. Si el amor es ver­dadero, si se cuida responsablemente, no sólo no se desgasta, ni se rom-

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pe, sino que se acumula, se decanta. Si el amor ha hecho a dos «carne de su carne», ¿cómo puede uno separarse de su propia carne? ¿No iría también contra sí mismo? El amor, vivido con responsabilidad, tiene futuro. A fin de afirmarlo y salvaguardarlo, se cierra la puerta, de prin­cipio, para la disolución del matrimonio.

El evangelio y la Iglesia, con esta disposición, no son duros, sino realistas. Los miembros de la Iglesia pertenecen a la esfera de las nue­vas creaturas que han entrado en el clima de la nueva creación ofre­cida por Dios en Cristo. Se supone, y así tendría que ser si la Iglesia se tomara en serio a sí misma, que los creyentes se han convertido ra­dicalmente y que viven en un clima de fe tal que les permite amar y tener confianza en el amor. El hombre nuevo, a pesar de estar expues­to al pecado, si ama, sabe que puede amar hasta el final. Y si puede amar, se le presenta un camino para que lo realice. Por eso, el amor profesado a otra persona en el matrimonio se considera indisoluble: el hombre, puede por el poder de Dios, ser fiel a un camino de comunión personal emprendido con responsabilidad.

¿Quién lo duda? Los creyentes pueden pecar; pecar contra el amor. Pero podemos ser perdonados. Dios nos ofrece su gracia para que por la revisión, la comprensión, la superación de las dificultades, remon­temos la crisis. Si se rompe el amor con una persona; si surge la sepa-vación matrimonial, sin causa justificada; si la situación matrimonial en la que se vive es pecado, el creyente tendrá que convertirse, o dejar de pertenecer a la comunidad de los que aman y son fieles al amor. La Iglesia nos pide seriedad a los creyentes, porque creemos en el amor que Dios nos tiene y en la posibilidad que tenemos de vivir el amor. El que falla en el amor, ¿no ha fracasado en el mandamiento único de la fe?

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DOMINGO XXVIII «PER ANNUM»

TEMA: LA PALABRA VIVA.

FIN: Ayudar a encontrarse con el misterio de la Palabra viva de. Dios, como una realidad actual. Dios se nos comunica en el período presente de la historia de la salvación.

DESARROLLO:

1. Lo que entendemos por Palabra. 2. La Palabra viva de Dios. 3. Por encima de la ley.

TEXTO:

1. Lo que entendemos por Palabra.

La Palabra da Dios no está muerta, ni encadenada. La riqueza de la comunidad cristiana es descubrir la presencia de esta Palabra y su quehacer «dar testimonio de ella».

Cuando hablamos de Palabra de Dios no nos referimos sólo ni exclu­sivamente a palabras habladas o escritas. Dios no tiene labios, ni so­nidos humanos y, por tanto, no tiene nuestro lenguaje.

Con la expresión «Palabra de Dios» queremos decir: Que en el mun­do está presente toda la dinámica del poder creador y salvador de Dios. Que este poder se comunica a todos nosotros por un acto libre, gene­roso, de Dios, por amor. Esta comunicación, captada por el hombre, da sentido a su vida, le salva.

Como la palabra humana es signo de una presencia, de la comuni-ción entre las personas y fuente de conocimiento, podemos expresar esta realidad con el término: Palabra de Dios.

Toda esta realidad de la Palabra ha sido captada por las generacio­nes de creyentes, los cuales han narrado su experiencia en libros y ac­ciones, en las páginas de la Sagrada Escritura. La Biblia es la narración fidedigna y normativa de la experiencia de las generaciones anteriores,

193 13.—Homilías.

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que nos descubre el camino, suscita la inquietud, nos despierta el deseo de llegar a la Palabra viva, a la fuente inagotable, a la raíz misma de una Palabra de Dios que nunca se extingue.

2. La Palabra de Dios es vida.

No matemos la Palabra, no lo archivemos en letras de molde. Hoy Dios habla entre nosotros. Su Palabra no es una tradición conservada por generaciones. Todo creyente ha debido sentir el estremecimiento de la Palabra, ese encuentro indescriptible con el poder de Dios, el ale­teo vivificante de la comunicación divina. ¿Quién no ha sido ilumina­do por la Palabra? ¿Acaso no hemos sido apoyados una y mil veces por un poder que nos acoge, nos ama, nos da fuerza? ¿Quién no se ha sen­tido herido en lo más profundo de su yo por la penetrante espada de la Palabra, que es capaz de distinguir la verdad de la mentira, el fondo más recógnito de la persona? (Hebr 4, 12-13.)

La Palabra es viva, porque hoy se pronuncia también para nosotros. Que la revelación haya acabado con el último apóstol quiere decir que Dios en Cristo ya ha manifestado todo; pero después de Cristo, Dios no se ha dado al descanso; la Palabra, el poder revelador en la vida de Jesús de Nazaret, permanece en el mundo para siempre, para cada hombre y generación.

Es necesario encontrar esta Palabra viva. Esto quiere decir:

• Que la Palabra es vida: ella es vida y resurrección.

• Que la Palabra se encuentra en la vida: no es que la Palabra de Dios esté vagando por la estratosfera y de vez en cuando la capta­mos. La Palabra de Dios, es vida, mundo nuevo, hombre nuevo, nueva creatura: es encarnación. La Palabra de Dios, aun viniendo de El, es intramundana, historia con sentido, tiempo salvado de la fugacidad y lo caduco, vida liberadora del desgaste y la muerte. No hay vida sin pa­labra, ni Palabra de Dios sin vida. ¿A qué se debe el que los cristianos tengamos tanta dificultad en empalmar la vida con la fe, el quehacer cotidiano con la Palabra de Dios? ¿No será que no nos hemos encon­trado aún con la Palabra viva de Dios? ¿No seguimos manteniendo un dualismo entre la Palabra y el mundo, entre la vida y el evangelio?

De aquí nace, en el encuentro de la vida y la Palabra, la eficacia de ésta. E l hombre que encuentra hoy la Palabra de Dios y la descubre en su vida, como sentido de ella se transforma, se cristifica: emprende el camino por el que Jesús llegó a ser el hombre nuevo. La eficacia de la Palabra, una vez acogida, es parecida a la de la simiente—crece—y a la d e la levadura—todo lo transforma—. Aquel que no se transforma no ha descubierto, jor la fe, la Palabra o no la quiere aceptar en su vida (Mt 13, 31-33; Is 55, 10-11).

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3. Pero la Palabra de Dios no es una ley (Me 10, 17-30).

Tenemos el peligro de acercarnos a la Palabra para que se nos diga «lo que tenemos que hacer». «¿Qué haré para heredar la vida eterna?»

La Palabra es más que un código, más que una lista de diez modos de comportamiento frente a diversas situaciones. Vivir la Palabra no es sólo cumplir los mandamientos. «Al que sabe los mandamientos y los ha cumplido desde pequeño aún le falta una cosa.» El hombre es más que lo que él hace; la Palabra va dirigida a la totalidad del hombre, al núcleo de la persona que es el origen de toda acción buena o mala.

La Palabra pronuncia una llamada total: «Sigúeme». Deja todo, las redes, los muertos, el arado, la familia. Todo hombre tiene que ser renovado: no sólo la cabeza, el corazón, o los actos. Todo el ser. «Sigúeme.» La Palabra es exigente, llama sin condiciones; convoca a la conversión; supera la moral, es más que un comportamiento, ya que mira directamente al hombre.

No es, pues, la Palabra un mero conocimiento—teológico, ni un com­portamiento—moral, es una sabiduría: nos descubre lo que somos y el mundo. Esta sabiduría está por encima «de los cetros y de los tronos» —del poder humano—«en su comparación hace tener en nada la rique­za», «el oro junto a la sabiduría, vale lo que el barro». Por eso, uno puede dejar riquezas, superar egoísmos, luchar por la justicia, compro­meterse hasta poner en peligro la libertad, porque la Palabra, la sabi­duría, el sentido de mi vida, los valores descubiertos por el creyente valen más que todo (Sab 7, 7-11).

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DOMINGO XXIX «PER ANNUM»

TEMA: EL SIERVO.

FIN: Contemplar la actitud de servicio de Cristo y cómo nos des­cubre el camino de nuestra propia realización en la rela­ción con los demás.

DESARROLLO:

1. Jesús de Nazaret: hombre como los hombres. hombre con los hombres, hombre para los hombres.

2. La Eucaristía, sacramento del Siervo.

TEXTO:

Uno de los títulos más importantes que la Iglesia primitiva da a J e ­sús es el d e Siervo. La narración de las diversas pasiones, y ciertos dis­cursos de los Hechos, están bajo el influjo de la imagen del Siervo de Yavé. Ningún escritor del Nuevo Testamento pierde de vista este hilo conductor d e la fe en la redención de Cristo y de nuestra solidaridad con El.

1. Jesús d e Nazaret: hombre como los hombres.

El Hijo del hombie y el Siervo de Yavé (Is 42, 1 s.; 52.13-53, 12) son dos imágenes afines. Esa figura misteriosa que Daniel vio sentada junto al anciano d e los días (Dan 7, 9 ss.), ha aparecido en medio de la histo­ria, entre lo s hombres, tomando la forma de Siervo de Dios, de obe­diente a su Palabra. A la vez, la aparición del Siervo es pensada como u n a encarnación humillante, un desandar muchos peldaños desde la alta dignidad h a s t a la condición de esclavo. «Siendo de condición divina, no re tuvo áv idamen te ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo,

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tomando la condición de siervo... y apareciendo en su porte como un hombre» (Fil 2, 6-7). Jesús es Siervo por oposición a «Señor» (v. 11).

El Siervo de Yavé nos revela la realidad y la calidad humana de Cris­to. Jesús de Nazaret fue, además de Dios, un hombre ent re los hombres, sin apariencias. Vivió la realidad de nuestra propia vida, porque era hombre como nosotros. «Ha sido probado en todo exactamente como no­sotros, menos en el pecado» (Hech 4, 15). Jesús de Nazaret ha estado ex­puesto a nuestras propias debilidades, surgiendo de ellas, por su obe­diencia rendida. «El cual habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor... fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obe­diencia» (Hech 5, 7-8). Jesús es Hijo de Dios, pero «nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gal 4, 4).

Jesús, como Siervo, es un hombre con nosotros. No vivió su existen­cia como un ser raro, extraterrestre , al que no le ligaba nada a la t ierra. Cristo es un hombre ccn los hombres. Su vida es un singular ejemplo de solidaridad humana. Cristo no sólo vivió su vida aislada, sino que vi­vió con los demás. Ahí están para probarlo todas las narraciones evangé­licas: las miserias de todos los hombres, la alegría, la tristeza, la enfer­medad y la muerte , la amistad y la persecución, el mismo pecado de sus contemporáneos, fue vivido por El. Hasta tanto que el N. T. llega a afir­mar que Dios le ha hecho pecado y maldito por nosotros (Gal 3, 13). J e ­sús de Nazaret ha vivido de tal manera con nosotros que se ha hecho soli­dario de nuestra propia maldición. «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros» (II Cor 5, 21; Col 2, 14; Rom 8, 3).

Jesús de Naz?ret, el Siervo de Yavé, es un hombre para los hombres: «Con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crí­menes de ellos» (Is 53, 11). La vida de Jesús es un servicio realizado en favor de sus hermanos. Dada la calidad de su vida, así fue la riqueza aportada por su servicio: la salvación. En Jesús, se nos ha entregado toda la capacidad de amor que Dios tiene para con el hombre. En la vida de Jesús se nos ha revelado que Dios no es sino amor y que el destino del hombre consiste en realizarse en el amor. «El Hijo del hombre no ha ve ­nido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Me 10, 45). Este es el servicio fundamental de Jesús: Siervo de Dios cumpliendo su plan; siervo de los hombres, poniendo su vida como precio de salvación. En la Cruz es donde se consuma este servicio de Cristo, «entregó su vida como expiación» (Is 53, 10). En el madero, hecho víctima agradable, el Siervo se convierte en Sacerdote que agrada a DÍ05 y ofrece al pueblo su benevolencia.

2. La Eucaristía, sacramento del Siervo.

Los creyentes, admirados por este estilo de vida, nos reunimos en el Nombre de Jesús, para realizar el memorial de la Pasión, del quebran-

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tamiento, del Siervo de Yavé. Su Cuerpo es celebrado por nosotros como un pan roto, partido para todos. Su Sangre es como el vino escanciado en una copa, para que todos alcancemos el calor de la vida y la alegría de la salvación (Mt 26, 26-28). Celebramos nuestra solidaridad con el Siervo de Dios, entrando en comunión con su sufrimiento y su gozo. Pro­clamamos su salvación aclamando al Siervo como a Señor. A la vez, y misteriosamente entramos en comunicación con El.

Ent rar en comunión con el Siervo supone siempre una confrontación con las actitudes fundamentales de la vida. Nosotros, pequeños «señores» idolátricos, tenemos que reconocernos hombres de verdad: como Cristo, somos siervos y esclavos. Jesús de Nazaret es la manifestación de lo que somos. En Jesús Dios nos ha revelado nuestra verdadera condición: so­mos hombres. Frente al único Señor, siervos, es decir, no somos señores. La comunión con el sacramento del servicio de Cristo, nos interpela so­bre nuestra solidaridad. ¿Somos hombres con los demás? Somos solida­rios en el mismo mundo, en el mismo destino, en la misma maldición, en el pecado y en la gracia? ¿Cómo podemos repetir nosotros las mis­mas palabras de Caín: «Soy yo acaso el guardián de mi hermano»? (Gen A, 9). La actitud de siervos de Cristo, que nos proclama este sacramen­to, nos interroga sobre nuestra vida para los demás. ¿Tenemos tina ver dadera acti tud de amor, de entrega, de disposición hacia el hermano? ¿Somos capaces de entregar la vida?

Vivimos a contrapelo del misterio cristiano. Lo normal en el mundo es t i ranizar y oprimir. «Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande que sea vues t ro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Me 10, 42-43). Todo el mundo piensa que es mejor estar senta­do a la mesa , que sirviendo. «Pero yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Le 22, 27). El servicio se nos hace muy difícil, pero es actitud fundamental de la fe. Sin él, es imposible que podamos tener conciencia de que somos creyentes. «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jo 13, 15).

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DOMINGO XXX «PER ANNUM»

TEMA: EMPRENDER DE NUEVO EL CAMINO.

FIN: En el mes de octubre todo el mundo se reincorpora, des­pués del lapsus de las vacaciones. Esta celebración preten­de dar aliento para reemprender, con más energía, el tra­bajo de transformación del mundo.

DESARROLLO:

1. Un tiempo de esperanza. 2. Dificultades. 3. Causas de ellas. 4. Motivos de confianza.

TEXTO:

1. Un tiempo de esperanza.

Estamos en octubre. Nueva etapa en nuestra vida. Otra vez el t r a ­bajo programado, la meta a conseguir, el compromiso a realizar. El oto­ño está lleno de esperanzas, proyectos, empresas, ilusiones y empeños. Intentamos, después del paso regenerador del verano, tomar otra vez todo en serio: lo que acontece en nosotros y a nuestro alrededor, el compromiso social y político, el progreso de nuestra persona, la pro-fundización en la fe, una mayor cohesión y participación como miem­bros de la Iglesia.

Cada otoño, como ley de la naturaleza, t rae su simiente a punto, queremos dar pasos adelante, preparamos la cosecha futura, aunque incierta.

En nuestra vida, apunta, entre nubes, un rayo de esperanza.

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2. Dificultades:

Sin embargo, todo esto no es fácil llevarlo a cabo, ni conservarlo. Nos vemos como el pueblo de Israel (Jer 31, 7-9), en un amargo des­

t ierro individual, comunitario y de otros muchos órdenes. La recons­trucción, cuando se da, es muy lenta; las más de las veces, defectuosa. Tenemos prisa. Nos ponemos nerviosos. Queremos todo a la vez o nada.

Nos encontramos desorientados al borde del camino de Jericó, t i ­rados en la cuneta. Vemos que un gran movimiento se avecina, lo sen­timos. Una marcha ambiciosa se emprende a nuestro lado. Todo nuestro ser se conmueve (Me 10, 46-52).

Hay algo y alguien que grita la alegría, que nos llena de gozo; una luz nueva para nuestros ojos, un camino que nace bajo los pies, la es­peranza, el futuro mejor, nuevas fronteras y nueva tierra. El profeta no calla a nuestro lado; Jesús de Nazaret pasa una vez más. La opor­tunidad está en nuestras manos: un tiempo nuevo se nos abre.

A pesar de todo, nos debatimos entre la decisión y la incertidumbre; no sabemos si dar pasos hacia adelante o descansar en la marcha. Te­nemos miedo al fracaso, a empezar otra vez con la incertidumbre de lo que vamos a conseguir. Por eso, queremos dejar atrás lo emprendido antes, acallar lo que nos inquieta, apagar el nuevo fuego prendido, ano­checer el día, borrar el camino, sembrar las tinieblas, abrigar el temor, refugiarnos en la debilidad.

3. Causas de ellas.

Es que para emprender este camino nuevo, con decisión, tenemos graves dificultades.

— U n a s son nuestras, personales; hay algo que nos ciega; impedi­mentos q u e mantenemos: estamos como cojos, cargados de peso y mo­lestias, como las mujeres encinta, o con graves preocupaciones, como una m a d r e recién dada a luz. Tenemos la tendencia a mantener lo es­tablecido, a huir de las complicaciones, a esquivar encontrarnos en si­tuaciones difíciles. Preferimos vivir muertos, a llevar una vida rica, a pesar de l o s riesgos. No sabemos perder la vida para ganarla; ni dejarnos arrancar u n ojo, para ver más; ni sufrir la amputación de una pierna, presentar l a cara, jugarse el tipo, renunciar a la comodidad o a la liber­tad, para p o d e r recorrer de prisa un camino nuevo.

— Encont ramos también dificultades externas: las de «aquellos que nos e n g a ñ a n para que callemos». Gentes que hasta dicen ir acompañan­do a J e s ú s y defender su causa, pero t ra tan de ocultarlo, no quieren que nadie l o vea, para que nada se renueve, para que ningún ciego em­piece a v e r y emprenda el camino y moleste.

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Aquellos que prefieren que Cristo sea una reliquia para venerar , en lugar de creer que es una fuerza eficaz de liberación, progreso, éxodo, de esperanza y futuro.

4. Motivos de confianza.

A pesar de todo esto nos encontramos hoy con el paso impetuoso de Jesús, como un vendaval que ilumina el camino: La esperanza de un nuevo curso no es inútil ni vana. Para hacerla realidad contamos con la fuerza de la salvación de Dios: «El Señor ha salvado a su pueblo» (Jer 31, 7). La fe engendra en nosotros una confianza grande: nos cura, nos hace recobrar la vista y el camino. «Anda, tu fe te ha curado. Re­cobró la vista y le seguía por el camino» (Me 10, 52).

Por ello, podemos trocar el miedo en arrojo; la tristeza en gozo; el desierto y la sed en t ierra de aguas vivas, torrentes abundantes, por la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.

Lo que queremos es posible, pues Dios nos mira como a su Primo­génito, y está empeñado, con Alianza eterna, en que no se malogre su semilla. «El será un Padre para nosotros, y nosotros su Primogénito» (Jer 31, 9).

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DOMINGO XXXI «PER ANNUM»

TEMA: EL PRIMER MANDAMIENTO.

FIN: A veces andamos despistados entre un bosque de preceptos. Esclarezcamos hoy que hay un sólo mandamiento, que es, a la vez, el único mandamiento.

DESARROLLO:

1. El precepto y el amor. 2. Amor a Dios. 3. Amor al prójimo.

TEXTO:

1. El precepto y el amor.

Entre l a maraña de preceptos y de ritos, se nos escapa lo principal. La formulación de los diez mandamientos, sin relación entre unos y otros, nos hace perder de vista la unidad de la ley: los diez se reducen a dos: a a m a r a Dios y al prójimo. Es curioso observar cómo estamos nerviosos po r cumplir tradiciones y prescripciones, «pagamos el diez­mo de la m e n t a y del comino y descuidamos lo más importante de la ley» (Mt 23, 23).

Del horizonte de nuestra vida se ha evaporado el pr imer mandamien­to. Andamos a la deriva, sin timón. De esta manera han nacido en noso­tros las act i tudes farisaicas, haciéndonos unos verdaderos monstruos. ¡Cuántos andan preocupados aún por el precepto de la misa! Escrupu­losos del ayuno y de la abstinencia, impertinentes en cumplir rezos y devociones. Otros tergiversan todo por el deber, el trabajo, la familia, el negocio, el servicio a instituciones, aunque sean muy sagradas. Hay quienes cumplen la letia de todos los preceptos, menos el del amor. Son como cadáveres llenos de flores. «Amar a Dios con todo el corazón... y amar al pró j imo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos

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y sacrificios» (Me 12, 33). Nos cuesta mucho entender estas palabras. He­mos sido educados con un método que pone más énfasis en lo periférico, que en lo profundo. Las formas, lo externo, nos dejan tranquilos. Nos interesa más el rito con que realizamos una acción, que el espíritu con que se hace. Estamos pendientes de «aparecer», en lugar de estar pre­ocupados «por ser». Jesús ataca de raíz esta situación: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tie­ne algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves, y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Hay algo ante Dios que es principal, sin lo que lo más santo no tiene sentido.

El amor es el estilo de la nueva situación inaugurada por Cristo. Con el amor desaparece la ley, y con ella la imposición externa, el yugo, la esclavitud. El mandamiento del amor es la formulación del espíritu cris­tiano. El precepto de Dios nos obliga a amar, como única forma de poder llegar a la salvación; pero no amamos porque estemos obligados. El im­pulso del amor es tan entrañablemente nuestro y libre, que, cuando amamos de verdad, lo hacemos porque queremos, aunque ayudados por el Espíritu de Dios. Cuando se ama, este sentimiento nace tan espontáneo, que rompe el mandamiento, no se ama porque está mandado, sino por­que libremente se siente. El amor tampoco es un sentimiento que uno decide tener por el sólo imperio de su propia voluntad. El amor fluye, está muy cerca del concepto de la vida. Es ese estilo de vivir que tiene el hombre que ha sido captado por el poder salvador de Dios y vive en comunión con Cristo. Como fundamento de la ley y el precepto está la fe, que es fuente de la nueva vida, cuyo alimento es el amor.

El que no ha descubierto esto no se puede llamar creyente cristiano. Estará cerca de cualquier otra religión, pero no del cristianismo. El que comienza a vislumbrar esto, como el letrado que se acercó a Jesús, «no está lejos del Reino de Dios» (Me 12, 34).

2. Amar a Dios.

Amar a Dios no es inútil. Alguien se puede preguntar por qué amar­lo y para qué. El amor a Dios está unido a la fe en El. «El Señor es uno sólo y no hay otro fuera de El» (Me 12. 32; Deut 6, 4). Amar a Dios es querer la raíz misma de todo lo que existe, ir al fundamento de la reali­dad, beber en las fuentes de donde brota la misma vida. «Así prolonga­rás tu vida» (Deut 6, 2) Amamos a Dios porque creemos que no hay otro fuera de El. Ni el dinero, ni el poder, ni el placer, ni nada de este mun­do son dioses. Todas estas realidades son trampas de muerte para el hombre.

Dios es el suelo sobre el que se posan nuestros pies, es la piedra an­gular del edificio del mundo; de su Espíritu toma aliento nuestro espíri­tu, y por su realidad infinita nosotros somos y nos realizamos. Lo ama-

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mos por encima de todo otro Dios, «y con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Deut 6, 5). Ante Dios, los creyentes nos si­tuamos mcondicionalmente; toda otra realidad palidece ante El. Porque El es la base y la verdad últ ima de todo lo que existe. De entre todas las preocupaciones que tenemos, Dios es nuestra preocupación fundamental. En el sistema de valores que anima nuestra vida, Dios es el más alto, al que todo está sujeto. Amar con todo el corazón, exige querer sin restric­ciones, no dejar cabida en el corazón a cualquier otro amor, que impida querer con todas las fuerzas. Como El es Dios único, puede exigírnoslo para nuestro bien: en este amor está la fuente de nuestra salvación.

Este amor de Dios está siempre presente y en todo. La vida de los creyentes discurre sobre la plataforma de este amor; bajo su influencia. Ser creyente es aceptar vivir en la vida según el estilo que, el amor, que le tengo a Dios, me exige. Este amor informa nuestro ser más íntimo, hasta la mínima actividad de nuestro espíritu. Informa también los ac­tos y los preceptos religiosos; toma cuerpo en el trabajo, en la relación, en la lucha por la liberación de la sociedad. «Estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; estarán en tu mano como un signo y en tu frente como una señal» (Deut 6, 7-8), para que toda la vida esté coloreada por el amor de Dios.

3. Amor al prójimo.

Quien ama a Dios, ama todo lo que Dios es. El amor a Dios exige un amor al mundo, una aceptación de sí mismo y un esfuerzo por ent rar en comunión con el hermano. No son dos preceptos el amor a Dios y el amor al prójimo. No son dos amores. En Dios está de tal manera inmerso todo, que quien ama a Dios, acepta toda la realidad que existe. Amamos al otro porque es parte de un todo, cuya unidad la encontramos en Dios mismo.

Este amor fraternal es el signo de nuestro verdadero amor a Dios. No podemos afirmar que amamos a Dios, si negamos a la creatura de Dios. Estos dos, son el único principal mandamiento de la ley. No es lo más impor tan te la Eucaristía, sino lo que ella significa. En este sacra­mento, se nos predica el admirable universo del amor: Dios nos ama hasta en t regarnos a su Hijo; el Hijo nos ama hasta la muerte . Nosotros bendecimos a Dios porque decimos que lo amamos y estamos reunidos porque n o s queremos como" hermanos. En este clima de amor se des­arrolla todo un concierto de comuniones: entramos en comunión con Dios y Cris to y celebramos la comunión entre nosotros. Pero la garan­tía de n u e s t r o amor a Dios es el que nos queremos. Si esto existe entre nosotros, celebremos con gozo el Sacramento del amor.

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DOMINGO XXXII «PER ANNUM»

TEMA: DAR DINERO.

FIN: Enfocar, desde una perspectiva evangélica, el sentido ver-dero de dar dinero para la promoción de los demás. La en­trega del dinero vale cuando es manifestación del amor. Pero el amor exige antes cubrir las etapas de la justicia.

DESARROLLO:

1. Dar dinero, en principio, no significa nada. » 2. El amor da valor al dinero.

3. El amor impide la acumulación.

TEXTO:

A veces, en nuestra comunidad, se hacen colectas por motivos espe­ciales y sale bastante dinero. Y podemos pensar ¡qué buenos somos!, esto es una comunidad.

Hace tiempo que andamos preocupados por poner en común nues­tros bienes, por hacer que pasen a otras manos. La preocupación ya nos empuja a creernos buenos. Si alguno de nosotros ha dado algo, para al­guna promoción concreta, es casi seguro que se siente muy satisfecho.

Hoy, no estará de más, que contrastemos nuestra satisfacción, acti­tudes y realizaciones concretas, con las lecturas que acabamos de pro­clamar.

1. Dar dinero, en principio, no significa nada.

Lo primero que proclama el evangelio es que el hecho de dar di­nero no significa nada. El que da la mitad de sus bienes, guardándose la otra mitad, que le sobra, no hace nada, sino ofrecer una limosna pa­ternalista y engañadora. Esta mitad que se guarda, que acumula, no le

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corresponde, la está arrebatando a otros; esta actitud hace malo al hom­bre de raíz.

No es cuestión de dar mucho dinero, si se da de lo que sobra, de lo que no se necesita. «Muchos ricos, esos que devoran los bienes de las-viudas, echaban en gran cantidad. Se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie» (Me 12, 43).

El dinero entregado a los demás es como un sacrificio. ¿Pero cómo se puede ofrecer a Dios como un sacrificio propio aquello que no es mío, lo que yo robo, lo que mantengo con todas mis fuerzas, a pesar del mal que hago a los demás?

2. El amor da valor al dinero.

Es que el desprendimiento de la riqueza sólo es verdadero, cuan­do es signo o manifestación de una actitud más profunda: signo de amor hasta dar la vida, hasta arriesgarse por el otro. No hay mayor prueba de amor, que la de dar la vida por el hermano (Jo 15, 13).

La viuda de la ciudad de Sarepta (I Reg 17, 10 ss.) comparte su po­breza con el hombre necesitado; comparte ese «pan que iba a cocer para ella y pa ra su hijo, sabiendo que después de comerlo morirían de ham­bre». P a r a ello hace falta el amor y la fe de esta mujer: entrega pr ime­ro todo a Elias, confiando en que luego habrá también para ella y su hijo.

Es q u e solamente puede compartir sus bienes, el que confía en el otro más q u e en sí mismo, el que ama a los demás más que a sí mismo, el que sabe que la única riqueza es el amor verdadero. El rico es al r e ­vés: confía en el dinero, en su propio amor egoísta; el rico es como esa mujer de l relato de Elias, la reina de Jezabel, cuya única confianza no estaba pues ta en Yavé y su profeta, sino el de los dioses Baal, que da­ban la fecundida de la tierra y la riqueza.

La razón por la que la viuda pobre ha echado en el cepillo más que nadie, e s t á «en que los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que p a s a necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Me 12, 44).

J e s ú s de Nazaret ni aun lo que tenía para vivir ha dado, porque vi­vía de l o que los demás le daban. Sin embargo, en el momento culmi­nante d e la historia, se ha entregado, ha realizado el sacrificio de Sí mismo. El, que era rico, se ha hecho pobre, dando su vida, para enri­quecernos a los demás, para poner en común con nosotros su vida, para hace rnos partícipes de sus bienes (II Cor 8, 9).

3. El amor impide la acumulación.

Esta es la única actitud que es capaz de destruir la injusticia de la r iqueza: la acumulación. El que ama de verdad es servidor de los

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demás en todos los niveles de la vida: también en el económico. Esto es lo que quiere decir que todo hombre es administrador de los bienes en beneficio de los demás. Quien ama se entrega él, ¿cómo no va a en­tregar también sus cosas, si son menos importantes que la persona? La entrega de la riqueza, solamente es signo de esta actitud de amor, de servicio, de esfuerzo para hacer iguales, de devolver a otros lo que es suyo, de instaurar la justicia, de dar oportunidades a los demás. «¡Ay, de los que acumuléis casas y de los que juntéis t ierras con t ierras hasta ocupar todo el lugar y quedaos solos en medio del país!» (Is 5, 8). «Aunque repart iera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las lla­mas, si no tengo amor, nada me aprovecha» (I Cor 13, 3).

Con un espíritu de amor fraternal nos acercamos a «compartir el mismo pan». Pero esta celebración solamente agrada a Dios si nosotros somos capaces de entregarnos a los demás con un verdadero amor.

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DOMINGO XXXIII «PER ANNUM»

TEMA: FIN DE UN MUNDO.

FIN: Destacar que no esperamos el fin del mundo, sino su con­sumación. El futuro lo adelantamos al presente, que con-tituye su esperanza y la tarea a realizar.

DESARROLLO:

1. Falsa concepción del fin del mundo. 2. El Reino de Dios ya está entre nosotros. 3. El quehacer del Reino.

TEXTO:

1. Falsa concepción del mundo.

La descripción del día salvador de Yavé nosotros la hemos tomado demasiado al pie de la letra. Tenemos una imagen infantil de la venida del Reino de Dios, haciéndola coincidir con la destrucción del mundo. Nos quedamos perplejos ante esta destrucción y pasa desapercibido el mensaje de las lecturas.

Negras imágenes cruzan nuestra imaginación, como barcos sin rum­bo, siempre que leemos estos evangelios. «El sol se hará tinieblas..., las estrellas caerán del cielo» (Me 13, 24-25). Todo se derrumbará, como la tramoya de un decorado, como se hunde un edificio. Habrá un cata­clismo universal.

Al final ocurrirá todo esto, pensamos. Mientras tanto podemos vi­vir tranquilos. Estos tiempos últimos no nos afectan; ocurrirán cuando nosotros y a no existamos. Aunque «el día y la hora nadie lo sabe» (Me 13, 32), tenemos lina ligera esperanza de que no coincidirá con nuestra generación.

Hagamos hoy un esfuerzo para entender este lenguaje y poder re­cibir el anuncio del evangelio. Este evangelio pertenece al llamado dis-

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curso escatológico, en el que Cristo trata de anunciar la próxima lle­gada del Reino de Dios. El género literario es apocalíptico: trata de re­velar la irrupción del Reino de Dios en medio de la historia humana por medio de unas imágenes cosmológicas muy dramáticas cuya acción, se desarrolla al final de la historia. Se trata de narrar la acción pre­sente de Dios, aunque como si se desarrollara en el futuro. Así, el libro de Daniel, narra la situación de los judíos bajo el imperio de los grie­gos como si fuera una profecía que se cumplirá en el futuro. Habla del presente, pero traspasado el futuro.

2. El Reino de Dios está ya entre nosotros.

«El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca» (Me 1, 15). Con Jesús ya ha aparecido el Reino de Dios (Mt 4, 23). Con El todo el universo está ya llamado a entrar en el camino de la transformación; el proyecto para dar una nueva forma de ser, ya ha comenzado a reali­zarse. Desaparecerá, a impulsos de la acción del Espíritu de Dios, un modo viejo de ser del mundo (Rom 8, 18 ss.), para que comiencen los cielos nuevos y la tierra nueva (Apoc 21, 1). El día salvador de Dios ya ha comenzado con Jesús, y el fuego de la Palabra de Dios juzga y purifica sin cesar las estructuras de este mundo injusto. El anuncio de la venida definitiva del Reino no está unido a la destrucción, sino a la consumación del mundo, según el designio de Dios.

3. El quehacer del Reino de Dios.

El Reino que ya está presente, tiene que ir consumándose. Aún no ha llegado a la plenitud. Esta situación en que nos encontramos crea la dinámica propia del período actual de la historia de la salvación. Los últimos tiempos están aconteciendo entre nosotros, con la tensión ca­racterística que produce la lucha entre un mundo sentenciado y el re­surgimiento primaveral del Reino de Dios.

La tensión presente está caracterizada por la lucha. Tienen levan­tadas las espadas en alto el Reino de Dios y el Reino de este mundo. La luz y las tinieblas se enfrentan. Durante este tiempo tenemos que dejarnos sembrar por la Palabra de Dios, morir en el surco, crecer, fructificar. Todo este proceso lleva consigo un sufrimiento interpretado como los dolores de parto de un mundo nuevo (Jo 16, 21 ss.).

Cristo llama la atención de los discípulos para que descubran que los nuevos tiempos ya han comenzado. «Aprended lo que os enseña la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca, a la puerta» (Me 13, 28-29). El primer sig<-no de la cercanía de la primavera del Reino de Dios es la Cruz y Resu-

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rrección de Cristo. En ellos se cumplen la plenitud de los tiempos y el comienzo definitivo del Reino. En la Cruz descubrimos los creyentes cómo «el Hijo del hombre ha venido sobre las nubes con gran poder y majestad» (Me 13, 26; Dan 7, 13-14). Con la Resurrección de Jesús ha surgido en el mundo lo radicalmente nuevo, el futuro prometido por Dios ha entrado ya en la historia, el final ha comenzado. Nosotros, por la fe, tenemos la experiencia de que hemos sido revestidos del hom­bre nuevo, después de despojarnos del hombre de pecado (Ef 4, 17 ss.). Este hombre nuevo es Jesucristo, en el cual nos hacemos ciudadanos de la nueva ciudad, gracias a nuestra incorporación a El. El final que esperamos los creyentes, es consumación de lo que ya tenemos (I Cor 15, 28).

El quehacer de instaurar el Reino de Dios lleva consigo la oposición al mundo del pecado. «Hemos sido trasladados de las tinieblas a su luz admirable» (I Ped 2, 9) y mantenemos una lucha encarnizada. «El Rei­no de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo alcanzan» (Mt 11, 12). Los esforzados del Reino, no son como una caña bamboleada por el viento, ni pertenecen a los que visten de púrpura ( w . 7-8). Hay un estilo, que nos hace vivir en este mundo, como ciudadanos de un mun­do nuevo. '

Signifiquemos en nuestra eucaristía toda esta esperanza. Sobre la destrucción de la muerte de Cristo, se levanta la nueva ciudad de los resucitados en comunión con Dios y con los hombres. Esta reunión nues­tra es una primicia de la fiesta futura, cuando todos bebamos el cáliz de l a comunión plena con Dios y con los hermanos.

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DOMINGO XXXIV «PER ANNUM»

(SOLEMNIDAD DE CRISTO REY)

TEMA: REINO DE ESTE MUNDO.

FIN: Superar la falsa concepción extraterrestre del Reino de los cielos. Es Reino de Dios en este mundo y para este mundo.

DESARROLLO:

1. El Reino de Cristo es de este mundo. 2. En oposición al mundo. 3. Para la salvación del mundo.

TEXTO:

El que Cristo se llame Rey (Le 23, 38) y a su mensaje el Reino de Dios no nos hiere los oídos.

Hay palabras y conceptos superados; sin embargo, en el fondo, con este lenguaje se quieren expresar realidades más ricas: Reino de Dios o Reino de Cristo, no significa que Cristo haya venido a fundar una sociedad monárquica, e t c . , sino más bien quiere significar el movi­miento que El ha iniciado, los nuevos valores que ha descubierto; así como hablamos del Reino de la Verdad, hablamos del Reino de Cristo. Cristo es Rey, quiere decir: Cristo es el iniciador de este movimiento, que intenta realizar el mundo según el designio de Dios, reconociendo su Señorío.

1. El Reino de Cristo es de este mundo.

Estamos demasiados acostumbrados a oír y a afirmar que el Reino de Cristo «no es de este mundo», interpretando de un modo demasiado

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literal la frase del evangelio (Jo 18, 36). Esta afirmación ha sido una es­pada de doble filo para la Iglesia, que tenía el deber de predicar el evan­gelio. Los poderes públicos han tapado la boca de la Iglesia al conjuro de que ella no tenía que enjuiciar sus actuaciones, ni denunciarlas ni criticarlas. Se ha pedido, y se pide, una Iglesia de sacristía, en el tercer cielo, ciudadana de los ángeles o hundida en el ejercicio de plegarias, liturgias e inciensos.

Uno de los problemas más graves que suscitó la crisis y la muer te d e la Acción Católica española fue, precisamente, el del compromiso temporal. ¿Tiene que ver algo el Reino de Dios con el juicio y la mar ­cha de los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor? ¿El cris­tiano debe vivir un Reino que baja del Padre de las luces y nos lan­za de nuevo a las estrellas? ¿Hasta dónde ha de encarnarse el Reino de Dios? El Señor, ¿es también Señor de este mundo? El cristiano ha de afirmar, aunque le condenen como a Jesús, que el Reino de Cristo es de este mundo. El documento sobre la Iglesia y el Mundo del Concilio Vaticano II nos da la clave para entender la autonomía del mundo y el servicio de la Iglesia dentro del mismo.

2. ¿Qué quiere decir la afirmación de Jesús «Mi Reino no es de este mundo? (Jo 18, 36.)

P a r a comprenderla hay que caer en la cuenta que Jesús responde a una concepción determinada de Reino, en la que piensa Pilatos. Cristo ent iende mundo en el sentido bíblico que esta palabra tiene en San J u a n . Mundo es la realidad creada por Dios, pero que a través de los t iempos se ha cargado, por efecto del mal de los hombres, de estruc­tu ras de pecado, que lo hacen malo, poderoso en frente de Dios y que impide el desarrollo de su designio. El mundo se opone al evangelio e impide que el hombre acoja el plan de Dios por la fe. El Reino de Cris­to n o es de este mundo; más, en oposición a él y lucha contra él para1

i n s t a u r a r un nuevo orden de cosas.

E l Reino de Cristo, además, no tiene origen mundano, es decir, su conocimiento e implantación no se debe al sólo esfuerzo del hombre, ni es descubrimiento espontáneo de la humanidad. Este Reino está en el m u n d o por una intervención decisiva y poderosa de Dios

E l Reino de Dios no es como los demás reinos u organizaciones polí­ticas de los pueblos. Jesús no persigue directamente el poder—ya lo t i e n e — ; ni busca para su Reino una economía saneada. El Reino de J p s ú s consiste en realizar y vivir los valores fundamentales de la exis­t enc ia humana, tal y como los ha proyectado la Palabra de Dios

S u Reino no se apoya en la voluntad de poder, ni en la explotación de l o s hombres, ni en las armas, ni en e l prestigio internacional. El R e i n o de Jesús no es del estilo de los de este mundo; no se encarna en

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ninguna estructura concreta, aunque tiende a informar toda expresión cultural: no pretende coronar ninguna bandera , aunque cuando la so­ciedad vive los valores del Reino, esa bandera, sea cual sea, queda en­noblecida.

3. El Reino de Cristo es para el mundo. «El Reino de Dios ya está en­t re vosotros.»

El evangelio es para este mundo. No es sólo una revelación que lanza al hombre al siglo futuro, sino que le enfrenta también con la situación real en que vive y le urge un compromiso diario. De ahí que el evan­gelio ,sea, por su misma naturaleza, conflictivo: ya que analiza, acusa, cri­tica y compromete a toda persona y a toda organización social. El evan­gelio dice cosas bien concretas al mundo, porque el evangelio no ha venido a la t ierra para ser vivido sólo en el cielo, sino también en el mundo. Las comunidades cristianas tienen algo que decir sobre el com­portamiento de las personas, sobre los sistemas de organización de lá convivencia humana, sobre las leyes. Y no sólo como un derecho de la Iglesia, sino como una obligación de caridad.

Tenemos que dar testimonio del Reino de Dios, trabajando por im­plantarlo. El compromiso concreto, temporal, coloreado, aunque sea equívoco, es condición indispensable para vivir el Reino. No es un in­truso el creyente cuando, desde la exigencia de su misma fe, se com­promete en el trabajo, en la reivindicación de los derechos inalienables, en el desarrollo de la cultura, en la política. Pero tenemos que caer en la cuenta, a la vez, que el cristiano en medio del mundo es un insatis­fecho, u n inconformista. El sabe que nos espera, en Cristo, un futuro mejor que el presente, que este futuro es don de Dios, y que por muy perfecto que todo sea, siempre es susceptible de una superación.

Cerremos este ciclo del año litúrgico teniendo la conciencia de que Dios ha puesto su Reino en nuestras manos, para que se vaya poco a poco realizando en este mundo, hasta que El lo consume de un modo definitivo.

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F E S T I V I D A D E S

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SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ

(19 DE MARZO)

TEMA: EL CRISTIANO ANÓNIMO.

FIN: Iluminar, desde la perspectiva evangélica de San José, la situación de la Iglesia y del creyente en medio de un mun­do secularizado.

DESARROLLO:

1. José, un hombre anónimo, al servicio de los demás. 2. Se perfila un cristianismo anónimo.

TEXTO:

1. José es un creyente anónimo.

Los perfiles que el evangelio nos pinta de San José son todos gri­ses. Pero interesantes La nota sobre San José es el anonimato. Ma­ría se casa con un tal José, que dicen ser descendiente de David (Mt 1, 20) El Evangelio se refiere pocas veces a él. Hace de él un elogio, re­sumido en una sola palabra, llena de resonancias bíblicas, «era justo» ív. 19). Por lo demás, aunque imaginamos que tiene una responsabili­dad activa, permanece oculto en la vida de Jesús: los Magos encuentran al Niño «con su Madre» (Mt 2, 11); cuando se pierde Jesús en el Templo, quien protagoniza la escena es María. Ella es la que habla y de quien se comenta (Le 2, 41-52). José desaparece pronto de la vida de Cristo y las gentes se acuerdan de su padre para despreciarlo: «¿No es éste el arp de José, el carpintero?» (Jo 7, 26-27; Mt 13, 55; Le 4, 22).

José es un creyente anónimo, pero que está eficaz y silenciosamen­te al servicio de los demás. Siempre es presentado en relación con otra persona: esposo de María o padre de Jesús (Mt 1, 16.18; Le 1, 27). Este

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servicio debe nacer de su gran capacidad de amor. José es u n hombre que sabe amar: confía en la sinceridad de su Esposa y la acepta en casa, a pesar de que estaba encinta y lo que había concebido no era de él. Sin embargo, es un hombre con tal capacidad de amor, que cree en Ma­ría aunque le diga una cosa tan inverosímil come el que ha concebido del Espíritu Santo (Mt 1, 24).

José es un creyente, que se mantiene en su fe, a pesar de pasarlo mal y de correr grandes riesgos. ¿Cómo no imaginarnos el dolor que sentiría al notar encinta a su Esposa y la lucha entablada en él entre abandonarla o aceptarla sin difamarla? (Mt 1, 20). José pasa por el t ran­ce terrible de vivir, aunque fuera momentáneamente, la decepción de una mujer que se ama con nobleza. José tiene que abandonar su casa, y hacer el éxodo de ida y vuelta de Egipto (Mt 2, 13-14). Sobre todo vive la fe en su hijo, sin comprender su misterio: «Ellos no entendieron nada» (Le 2, 41). Sin embargo, tuvo fe. La fe no consiste en comprender, sino en creer en El y quererlo. Esta fue su actitud. Con María «conser­vaba todas estas cosas en su corazón» (v. 51).

2. Hacia una Iglesia anónima.

Tenemos a l a vista el nacimiento de una Iglesia anónima. A veces no se sabe si es porque nos estamos convirtiendo al evangelio, o por­que nos lo impone el estilo de nuestra sociedad, cada vez más seculari­zada. El hecho es que está naciendo un estilo de comunidad cristiana sin poder, s in prestigio, sin extraños maridajes. Saludamos a una Igle­sia desprovista de instituciones sociales, negándose a poner la Cruz en­cima de las instituciones civiles, decidida a emprender la tarea mi­sionera.

La comunidad de la Iglesia no tiene necesidad, para desarrollar su misión, de fundar grandes obras o instituciones. No es el poder de las instituciones, ni el dinero que las sostiene, lo que proclama el evange­lio, sino la fe y la fuerza que engendra la comunión fraternal entre los creyentes. P o r la fe y el amor se edifica la Iglesia, y desde la fe y el amor, en el humilde testimonio de la vida, se cumple la misión.

Vamos hacia una Iglesia anónima, confundida con el espíritu de servicio. E s t a Iglesia que se parece a la semilla que se entierra en el surco, que germina después de morir; como la levadura, en el interior de la masa, y sin llamar la atención, fermenta todo lo que toca. Se in­tenta l l a m a r hoy a la Iglesia «conciencia de la humanidad». Pero la conciencia rio está a la vista, hay que buscarla, oírla atentamente.

Caminamos, en consecuencia, hacia un tipo de cristiano anónimo. No un cr is t iano sin iniciativa y miedoso. Se trata de la superación de ese cris t ianismo militante triunfalista, que va gritando a voces, y a farolazos, e l nombre de Cristo. Un cristianismo en el que es más impor­tante la v i d a , que las partidas del bautismo. Nadie tiene derecho a «ex-

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hibir» su fe, ni a provocar con ella; aunque haya que dar humilde testi­monio de ella. A San José le conocemos por Jesús; a nosotros nos de­berían reconocer cristianos por el estilo de nuestra vida. No hacen fal­ta ni rótulos católicos, ni partidos políticos cristianos, para vivir la fe y dar testimonio. Nuestro proyecto es ser hombres como los demás, trabajando en la misma cantera, pero tratando de realizar el plan de Dios, el silencioso designio de su Palabra.

Nace en la conciencia del cristiano de hoy un fuerte espíritu mi­sionero, que nada tiene que ver con los cruzados. Indudablemente, los miembros de la Iglesia, tendremos que hacer un esfuerzo para no caer en la tentación de poder, para superar todo deseo de colonialismo. Te­nemos que saber reconocer que llegar a ser hombres sin tocar la t rom­peta, anónimamente, es el mayor deseo de Dios. El Hijo de Dios, a quien José cuidó, no fue un Mesías fulgurante y triunfador, sino un fracasado, reducido al anonimato. Sobre esta realidad, surge el miste­rio de la Cruz Salvadora.

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SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

TEMA: EL SACRAMENTO DE LA SANGRE DE CRISTO.

FIN: Una catequesis sobre el significado de la Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía.

DESARROLLO:

1. Significado de la Sangre en la Escritura. 2. Sacramento de la Sangre del Señor.

TEXTO:

Las lecturas de hoy ponen ante nuestros ojos el misterio de la San­gre de Cristo. «Esta es mi Sangre de la Alianza, derramada por voso­tros» (Me 14). «La Sangre de Cristo purifica nuestra conciencia de las obras muer tas» (Hech 9). «Esta es la Sangre de la Alianza que hace el Señor, con vosotros» (Exod 24).

La l i turg ia del «Cuerpo de Cristo» nos hace reencontrarnos hoy con la realidad toda de la celebración eucarística: con el Cuerpo y la San­gre del Señor . La evolución de siglos había hecho que nos fijáramos de­masiado en el Cuerpo del Señor, hasta sólo llegar a comulgar el pan eucarístico.

1 Significado de la Sangre en la Eucaristía.

Cuando Je sús pronuncia «Esta es la Sangre de la Alianza», t iene detrás de sí toda la carga del significado de la Sangre en la Escritura. La Sangre e s el símbolo, la expresión, de algo más rico que su reali­dad fisiológica.

n) Significado en el A. T.:

1J.0

— La Sangre se piensa como lugar donde reside el principio vital, es como «el alma» de la carne.

— Este principio vital, energía del hombre, es don de Dios. El sólo es la fuente de la vida. El hombre es fruto de la Palabra, de la fuerza creadora de Dios.

— Cuando el hombre creyente quiere responder a la Palabra de Dios, hace u n sacrificio, derrama Sangre en alabanza a Dios: bendice a Dios con la vida que de El procede. ¿Es que Dios puede ser alabado de otra manera que devolviéndole sus mismos dones?

— La Sangre, a lo largo de la historia, continúa siendo el signo del don generoso de Dios derramado sobre el hombre, de su Alianza con el mundo. Derramada sobre el pueblo y el altar—signo de la presencia de Dios—quiere decir que un mismo principio vital corre, por don de Dios, entre El y el hombre. La verdadera Alianza, sin embargo, no se sella con la sangre, sino por la fe, por la obediencia a la Palabra de Dios; la sangre es también signo de esta actitud profunda de fe y obe­diencia.

b) Jesucristo. Cristo ha derramado la sangre de la nueva Alianza: su vida ha sido

una perfecta obediencia a la Palabra que Dios ha pronunciado sobre el hombre.

La «Sangre» misma de Dios, el poder y la fuerza de su Palabra de vida, la eterna entrega de Dios que todo lo crea y llena de vigor, están presentes, por Jesucristo, en el momento actual para el hombre cre­yente.

Pero la fe supone dos movimientos:

— Vaciarnos de eso que creemos ser nuestro principio vital, de aquello que esperamos que nos dé la salvación, de la demasiada con­fianza que depositamos en nosotros mismos; causa de nuestra anemia, del pecado y de la muer te . Hay que derramar esta sangre mala, morir al hombre viejo, hacer el esfuerzo para destruir el hombre del pecado.

— Por otra parte, la fe supone llenarse de la Palabra de Dios, de una Sangre nueva, injertarse en una savia buena, coincidir por la obe­diencia a la Palabra, con las raíces de la propia existencia. El hombre, nacido de la Palabra, tiene que coincidir con ella para llegar a ser san­to o perfecto. Cristo ha derramado su sangre, por obediencia, pero in­mediatamente se ha llenado de vida, de savia, de sangre nueva. Es el Resucitado. Esta, su Sangre nueva es lo que comulgamos.

Esto, que ha acontecido en Cristo y que le h a proporcionado la sal­vación, ha sucedido también por nosotros. Cristo, el Primero en todo, el Perfecto, nos revela el camino de nuestra edificación humana y por la fe entramos en solidaridad con El. Hasta tal punto, que podemos de­cir que por Cristo descubrimos hoy el poder de Dios que se manifestó

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en El, y por lo que en El se ha revelado, somos salvados, partici­pamos de la fuerza de la Palabra creadora de Dios.

2. Sacramento de la Sangre del Señor.

Cristo ha dejado su Cuerpo y su Sangre en el Sacramento de la Eucaristía. Celebramos su Sangre y entramos en comunión con ella. ¿Qué significa participar en la Sangre de Cristo? ¿Sabemos lo que ha­cemos en la Eucaristía? ¿Qué es para nosotros la Sangre de Cristo? Estas preguntas que torturan a no pocos, apuntan al significado de los sacramentos. No es fácil responder a esto desde la vida, ni tampoco iluminarlo desde el pensamiento cristiano.

a) De los Sacramentos tenemos una concepción:

— Mágica: Suceden cosas raras por la fuerza de unas fórmulas y unas cosas. Como si la comunidad y los ministros tuvieran una varita mágica para transformar cosas visibles en realidades invisibles.

— A la vez hemos cosificado el sacramento: lo hemos rellenado de gracia, como si fuera una caja o una medicina llena de energías.

— Por otro lado, lo hemos desligado de la realidad de la Iglesia, de la comunidad, de donde nace y a la que pertenece.

b) Todo Sacramento y también la Eucaristía, tienden a presentar ante la faz de la comunidad lo que ella es por el poder de Dios mani­festado en Cristo. El sacramento prestipone la Comunidad y ésta la fe verdadera, el encuentro con Dios en la vida.

— Lo que el Sacramento de la Sangre de Cristo nos ofrece está pre­sente en nuestra vida; por eso podemos celebrar la Eucaristía. El Sacramento, por medio de signos, manifiesta la gracia. Hay que re­cibirlo en gracia.

El Poder de Dios, la Palabra, el principio vital, la Sangre de la nueva Alianza están presentes en nuestra vida, se nos ofrecen constantemen­te. Por la obediencia a la fe, nosotros derramamos nuestra sangre mala y nos llenamos de una vida nueva. «El que cree tiene vida eterna. El que come mi carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna» (Jo 6, 47-54). Esto acontece hoy en nosotros, gracias a lo que se ha realizado en Je­sucristo.

— Esto que acontece en nuestra vida lo expresamos en la Eucaris­tía: reunidos escuchamos la Palabra en la que creemos, a la que obe­decemos, por la que vivimos con sentido, bendecimos a Dios por la manifestación de su poder en nosotros. Ofrecemos como Cristo y en Cristo, el Sacrificio de nuestra vida, de nuestra fe, de nuestra sangre derramada, que nos capacita para recibir una sangre nueva, el princi­pio vital d e la Palabra que nos da la vida eterna. Y en la Eucaristía proclamamos que tode esto es don de Dios, que se nos ha manifestado

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entregado por la vida de Cristo, por el Cuerpo y la Sangre del Señor presentes en los signos sacramentales del pan y el vino consagrados, que constituyen el auténtico sacrificio agradable a Dios.

Y como es verdadero y real lo que acontece entre nosotros por la fe, es real y verdadero también lo que afirmamos de Cristo: De tal ma­nera que nosotros, por la presencia de Jesús, estamos salvados. Esta presencia es real, viva y actual en medio de la Iglesia. Jesús es hoy la cabeza de la humanidad y de la Iglesia.

Y como esto es real, cuando lo publicamos en la comunidad, con el pan y el vino eucarísticos, con su Cuerpo y Sangre, lo que se proclama no es mentira ni cae en el vacío, sino que indica una presencia verda­dera, real, física, de lo que son y significan el Cuerpo y la Sangre del Señor, de la realidad de Jesucristo: es decir, del poder salvador de Dios manifestado y ofrecido al mundo y a nosotros por y en Jesús de Naza-ret, presente en medio de la comunidad de los creyentes y en el Sacra­mento de la Eucaristía .

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Page 112: Burgaleta, Jesus - Homilias Dominicales Ciclo b

FESTIVIDAD DE SAN PEDRO

TEMA: EL PAPA.

FIN: Iluminar el cambio de posición que el Papado está sufrien­do en la conciencia de la Iglesia actual.

DESARROLLO:

1. El Papa, un punto de fricción. 2. El servicio de ¿Pedro. El Papa es:

— Un creyente. — Al servicio de la fe de sus hermanos. — Abierto al riesgo. — Pecador. — Sujeto de crítica.

TEXTO:

1. El Papa, un punto de fricción.

Celebramos la memoria del primero entre todos los Apóstoles: San Pedro. El tiene una gran significación en el quehacer de la Iglesia y, desde la tradición católica, es imposible entender la figura del Papa sin la de Pedro.

La figura del Papa es necesario esclarecerla en nuestros tiempos. La eclesiología, que partía de la cabeza para entender todo el cuerpo de la Iglesia; las dictaduras y los mitos absolutistas de la época recien­temente pasada; la propaganda realizada por todos los medios de infor­mación, h a n hecho crecer en la conciencia cristiana una figura del Papa que va o hta ido, desde algo semejante a una idolatría hasta formas de histeria colectiva en ocasiones.

Hoy se está pasando de comprender a la Iglesia por la Cabeza a en­tenderla po r la base, la comunidad; de un Papa inalcanzable a un ser­vicio cercano; del Papa dictador al sugerente y respetuoso; de la ideali­zación, al ministerio real del Papado; del Papa oráculo infalible, y res-

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petado, hasta en sus más mínimas afirmaciones, al Papa contestado. Esto provoca en el seno de la Iglesia la misma sensación que se advierte cuando cae una dictadura o cuando se va perfilando el movimiento de una democratización. Padecemos sentimientos de temor e inseguridad, pero también una cierta alegría interior porque desaperece el absolutis­mo. La teología, lo mismo que cietrtas teorías absolutistas sobre el Es­tado, hizo decir al Papa: «La Iglesia soy yo».

2. El servicio de Pedro. El Papa es:

La figura del Papa sigue siendo de actualidad y controvertida a pro­pósito de muchos problemas por grupos bien significados. No me escan­dalizan estas reacciones, pero no puedo menos de hacer notar en públi­co la extrañeza que me produce el soterrador resquemor contra Roma en no pocos ambientes, reconocidos hasta ahora, sin embargo, como incon­dicionales del Papado. Bueno es que se esclarezcan posiciones y se caigan las caretas. Bendigo a Dios por si en algún momento Roma ha sido capaz de olvidarse de la diplomacia y ha servido al Pueblo de Dios con pureza de intención. Pediría a Dios que nunca usemos el Papado, signo de unidad, como contraseña de posiciones extremas, ni como co­lumna de sistemas que sólo deben ser mantenidos por la justicia y su eficacia en el servicio de la comunidad humana. El desenmascaramien­to que se ha producido, es una gracia de Dios. El polvo ya existía en el camino, sólo ha sido suficiente que pasara por él una bicicleta para que levantara una gran polvareda.

La figura de Pedro y su comportamiento en el quehacer apostólico nos puede iluminar la institución del Papado.

a) El Papa es, ante todo, como Pedro, un creyente (Mt 16, 16 ss.). No es un político. Ni un hombre que sostenga con la fuerza de su Igle­sia cualquier estructura, sea socialista o capitalista. Como creyente cua­lificado tiene que saber decir al mundo, desde el mundo, que cree que Jesús de Nazaret es el Señor. Anunciar en concreto este evangelio no es fácil. En principio pone en cuestión los criterios y comportamientos de muchos hombres y de comunidades enteras. Sobre todo si éstas se autodenominan católicas. Es deber del ministerio apostólico predicar este evangelio; por encima de todo, a pesar del desprestigio, la calum­nia o el endurecimiento de posiciones. Es un servicio a la comunidad humana y se debe realizar con un gran amor.

b) Con relación a la Iglesia, el Papa, como Pedro, es el que en úl­tima instancia «debe confirmar en la fe a sus hermanos» (Le 22, 32). Con­firmar en la fe no es lo mismo que imponerla, sino dar testimonio de ella, sostenerla, contrastarla. El Papa no tiene que contrastar la fe de las Iglesias con su fe individual; ni las expresiones de la fe de las comuni­dades con su lenguaje particular. Sino confirmar la fe de las Iglesias, con la fe que resulta ser de la Iglesia universal. Trabajo difícil, que

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exige un gran desprendimiento, para no confundir las expresiones cul­turales de la fe, con la fe misma.

c) El ministerio del Papa, como el de Pedro, debe conservar una gran apertura a los nuevos problemas, a los cambios provocados por las corrientes y comportamientos de los tiempos modernos. El minis­terio del Papado no puede ser un freno, sino un empuje constante ha­cia adelante en el descubrimiento del evangelio y el servicio del hom­bre. El que va detrás no es buen pastor. Pedro es capaz de plantear, lun con riesgo del escándalo de una gran parte de la Iglesia, la posibi­lidad de comer carnes prohibidas, la superación de la práctica de la cir-cunscisión, el ir realizando la originalidad y libertad del evangelio. Cada época tiene su carne prohibida y su circunscisión que es necesario ser capaces de superar desde el evangelio (Hech 10, 12).

d) Todo esto no puede realizarse sin correr un riesgo, sin perjui­cio de que algunos se mareen. El servicio de Pedro en la Iglesia debe manifestar esa confianza que permite tirarse al mar y no hundirse, por el apoyo de Jesús, en quien se cree (Mt 14, 28). El servicio de Pedro tiene que estar escuchando sin cesar el mandato del Señor, de «ir mar adentro», y de estar echando constantemente las redes. No se libra este ministerio de la persecución, de la cárcel y hasta del martirio. No debe poner trabas al camino pascual de la Iglesia, sino ser capaz de seguir al Señor hasta Jerusalén. De lo contrario, como Pedro, el Papa será una remora para el desarrollo del evangelio y tendrá que oír las palabras dichas a Pedro: «Retírate, Satanás, no tientes» (Me 8, 33).

e) Es que Pedro, y el Papa, como toda la Iglesia, son pecadores también. «Esta noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres ve­ces» (Mt 26. 34). Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, son también Pacelli, Roncalli, Montini. Por eso, no se puede hacer del Papa un ídolo, ni de un hombre un ángel, ni de un pecador un santo. Por eso, la adhesión normal al Papa no puede ser ni ciega ni incondicionada, sino en tanto en cuanto él sea fiel al Espíritu de Dios que está en la Iglesia. El Papa puede llegar a tener una fe demasiado débil o confundir su ministerio de con­firmar en la fe con la imposición de sus propios criterios, debido a su for­mación y la generación a que pertenece. Puede estar cerrado de buena voluntad a muchos problemas, a los que debería estar abierto.

La Iglesia entonces, siempre, tiene la obligación de caridad de cri­ticarlo fraternalmente, de ayudarle a comprender, corregir, iluminar. ¿No es la Iglesia un mutuo servicio de hermanos? Es el ejemplo noble de Pablo, que se enfrentó a Pedro ante toda la Iglesia, porque no enten­día las exigencias ineludibles del evangelio (Gal 2, 11). No se peca con­tra el Papa por ayudarle a que sirva mejor a la Iglesia; el Papa no es un «sancta sanctorum», o un intocable. Los errores de los que mandan, se debe muchas veces a la pasividad de los que obedecen. Ha hecho más bien a l Papado la Iglesia de Holanda, que todo ese coro monocorde de Iglesias pasivas que siempre dicen Amén y que nunca son capaces de

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pronunciar una palabra con iniciativa, sino de repetir las consignas dadas.

El amor al Papa exige un servicio al Papa, ayudarle a un mejor ejercicio de su ministerio, en beneficio de todas las Iglesias.

Adquiramos conciencia de que el Papa como signo de unidad es el presidente de la comunión de las Iglesias locales. Esta Eucaristía la celebramos en estrecha comunión con él, por ser el sacramento de la comunión y unidad de todo el Cuerpo de la Iglesia.

16 —Homilías.

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FESTIVIDAD DE SANTIAGO

(25 DE JULIO)

TEMA: EL MÁRTIR.

FIN: Ante el estilo de Santiago, mártir o testigo del Evangelio, la comunidad debe revisar su capacidad de dar, en el mun­do actual, testimonio de Jesucristo.

DESARROLLO:

1. Testigos en la vida. 2. Testigos en el anuncio explícito del Evangelio. 3. Testigos en la muerte.

TEXTO:

«El rey Herodes hizo decapitar a Santiago» (Hech 12, 2). Estamos demasiado acostumbrados a considerar al mártir, realizándose como tal, en el momento de la muerte. De esta manera, o ponemos el martirio demasiado fácil o nos bloqueamos por el miedo para poder emprender un auténtico camino misionero. Cuando en la Iglesia actual se habla de compromiso, muchos ponen los ojos en blanco y se ven encaramados en un patíbulo, haciendo el héroe. La vida es mucho más sencilla. El mártir ni siquiera se lace con la muerte. Es todo un camino a recorrer y un estilo de vida. «Mártir» significa «testigo». El que es capaz de dar testimonio, está siendo mártir. Analicemos los pasos de este tes­timonio.

1. Testigos en la vida.

El anuncio del Evangelio no se hace fundamentalmente con las pa­labras. La salvación de Dios es un «poder» (Rom 1, 16) para el que cree. Este poder, antes que narrarlo, hay que demostrarlo. El anuncio de la

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fe no consiste en meros discursos; se engendra la fe en los demás, con­tagiándola. Cuando uno cree que el hombre tiene poder para amar y ama, descubre a los demás una fuerza oculta. Cuando el creyente vive la liberación ofrecida, descubre a los demás la vocación para alcanzar la liberación y libera. Cuando un creyente vive muerto a la mentira de este mundo injusto, revela la mentira en que viven los demás, y los in­cita a buscar la vida. La vida del creyente revela el proyecto del plan de Dios sobre el hombre.

Este testimonio, enraizado en el talante de la vida, tiene un camino bien claro, marcado por Cristo. «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?» (Mt 20, 22.) Se refiere, indudablemente, a la pasión. La vivencia del misterio pascual es condición indispensable para realizar el testimonio. La actitud de obediencia a Dios y de servicio a los hom­bres, han hecho a Jesús Señor y Salvador. El testigo del Crucificado es ese hombre rendido a las exigencias de la Palabra y de rodillas ante los demás. El servicio desinteresado es el mejor testimonio que pode­mos dar de la fé que tenemos. En este servicio se realiza una situación de martirio mucho más importante que el simple acto de mo­rir (w. 26-27).

2. Testigos, en el anuncio explícito del Evangelio.

Nosotros tenemos conciencia de la salvación, gracias a Jesús de Na-zaret. Anunciar explícitamente a Cristo, es un deber de caridad: por­que en El queda desvelado para nosotros todo el plan salvador de Dios sobre el mundo. El que demos importancia a la vida, no quiere decir que desvirtuemos el testimonio de lo explícito cristiano. Parece que algunas cosas son suficientes: la honradez, la lucha contra la injusticia, el amor, el riesgo en la defensa de los oprimidos... El testigo de Cristo no sólo cree que es útil anunciar a Jesucristo, sino que que es necesa­rio. Un anuncio de Cristo no abstracto, sino encarnado en las situacio­nes concretas en que vivimos los hombres.

Así es como daba testimonio Santiago: unido el anuncio con la rea­lización de la fe. «Daban testimonio de la Resurrección del Señor con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo» (Hech 4, 33, 5, 12). El anuncio de Cristo no deja indiferente: remueve a los hombres y a la sociedad; contrasta al mundo con el plan de Dios, y le reta a una lucha declarada; el evangelio pide responsabili­dades: «queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre» (Hech 5, 28). El testimonio de Cristo puede obligar a ponerse en contra de la autoridad: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hom­bres» (v. 291. Acusa «vosotros lo matasteis» (v. 30), opone la acción de Dios a la del pecador «Dios lo exaltó» (v. 31), urge la conversión en nombre de Cristo «para otorgar el perdón de los pecados» (v. 31).

El testimonio de Cristo provoca: «al oír esto se consumían de rabia

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y trataban de matarlos» (v. 33). Sin embargo, el már t i r es un valiente, arrojado, persistente e n su testimonio a pesar de todo. De esta situa­ción debemos ser conscientes, pero no agravarla. Nadie es tentado o probado por encima de sus fuerzas (I Cor 10, 3). Pero en esta situación se encuentran todos los testigos: Pedro, Santiago, Pablo. El testimonio de Pablo que hoy hemos oído es buena prueba de ello: «nos aprietan. . . , estamos apurados.. . , acosados..., nos derriban.. . , continuamente nos es­tán entregando a la muerte . . .» (II Cor 4, 8-10).

A pesar de todas las persecuciones, de la violencia, la tortura, la cárcel, el testigo no se retracta nunca. Ello es ocasión para reafirmar su testimonio (Hech 5, 29).

3. Testigo, en la muerte.

La muer te del márt ir tiene sentido como testimonio de lo que cree. Es el acto definitivo, con ella el testigo demuestra que ha sido capaz de desarraigarse de todo (Mt 10, 37), de poner la mano en el arado, y no volver la cabeza (Le 9, 62). La fe es tan fundamental que por lo que ella significa es capaz de perder el brazo y el ojo (Mt 5, 29-30), de arriesgar la vida para alcanzarla (Mt 10, 39).

La muer t e es el acto definitivo del que ha afirmado que el amor es el principio de la vida. «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). Mien­tras la m u e r t e anida en el márt ir , la vida se comunica a los demás (II Cor 4, 12).

El már t i r , de esta manera, no ha hecho sino seguir las huellas de Cristo, el Testigo fiel (Apoc 1, 5) que ha dado todo lo que tenía por anunciar el evangelio. La Eucaristía que celebramos es el Sacramento de u n Már t i r . En ella Cristo da testimonio de la Palabra de Dios hasta la muer te . Celebramos este sacramento, sin embargo, los que no so­mos capaces de proclamar, con un mínimo de riesgo, el evangelio. ¿Cómo podremos decii con verdad aquí que «proclamamos su muerte», si en real idad nuestra vida no proclama nada?

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SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA

TEMA: LA ASUNCIÓN DE LA HUMANIDAD.

FIN: Celebrar la fiesta de la Asunción como una proclamación de nuestra propia esperanza. Lo que se ha realizado en Cristo, se ha cumplido en María, como garantía y anuncio de lo que a todos nos espera.

DESARROLLO:

1. El misterio de María y la esperanza humana. 2. El encuentro con Cristo. 3. Fe y esperanza.

TEXTO:

1. El misterio de María y la esperanza humana.

Lo que Dios ha cumplido en la Virgen, es como el anuncio proféti-co de lo que Dios va a cumplir con la humanidad, cuyo Sacramento de Salvación es la Iglesia. La Mujer bíblica, protagonizada por María, es el símbolo del Pueblo de Dios en medio de la historia (Zac 9, 9). El Concilio Vaticano II nos recuerda esta misión ctxmplida por la Virgen en el contexto de la historia de la salvación: «La Madre de Jesús, de la misma manera que, es la imagen y principio de la Iglesia que h a de ser consumada en el futuro siglo, así en la tierra hasta que llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo» («Lumen Gentium», 68).

La humanidad, como la Virgen, es un pueblo «bendito» (Le 2, 42). La encarnación se ha realizado para santificar a la humanidad y levan­tarle la maldición que pesaba sobre ella (Gal 3, 13; II Cor 5, 21). Jesu­cristo es el fruto bendito del pueblo humano; por el poder del Espíritu {Le 1, 35) se ha gestado en medio de la historia u n Salvador, nacido

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de mujer (Gal 4, 4), hermano nuestro, igual a la raza humana, excepto en el pecado (Hebr 5, 2).

Cristo, el Salvador, nos ha precedido en todo, «como primicia» (I Cor 15, 20). Después de El caminamos todos hacia la misma consuma­ción. Pero mientras tanto, en medio de la humanidad, se ha estableci­do un duelo a muer te . Por un lado, el pueblo elegido por Dios: La Mu­jer , por otro lado, el poder contrario a la salvación: el Dragón Rojo. Este pueblo, querido por Dios, elegido y bendito, está encinta. Es todo ese cúmulo de hombres audaces, fieles a su vocación, que están dis­puestos a dar a luz un mundo nuevo. Frente a ellos, amenazante, el po­der de este mundo injusto que quiere provocar el aborto o tragarse al niño recién nacido. En esta lucha sin pausa, estamos todos inmersos, La vocación de la humanidad es la vocación de la mujer: prosperar, creer, dar a luz, subir hacia arriba. En esta tensión, en la que se nos expulsa tantas veces al desierto, tenemos una voz de aliento: «Ya llega la victoria, el poder y el Reino de nuestro Dios» (Apoc 11, 19 a y 12, x-10). Esta victoria ha cuajado ya en Cristo: «primicia de todos los que h a n luchado contra la muerte» (I Cor 15, 20); esta victoria, como con­firmación de que el triunfo de Cristo es también para nosotros, la cree­mos realizada en la Virgen, a quien confesamos victoriosa, Assumpta.

La asunción de la humanidad la conseguimos siguiendo el camino de la Virgen Es necesario el encuentro con la Palabra de Dios y su aceptación: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Pa­labra» (Le 1, 38). Necesitamos encontrarnos con Cristo, que se nos hace presente e n el transcurso de la historia. «Dar saltos de gozo» (Le 1, 41), porque hemos percibido la salvación. Saltos de gozo que confirman nues­tro esfuerzo por conseguir la transformación.

2. El encuent ro con Cristo.

La configuración con Cristo nos ayuda a realizar la asunción de nuestra persona y del mundo. El nos introduce en la dinámica de su encarnación: descendió, para hacernos subir; se hizo siervo para ele­varnos a todos, a la vez que se le proclamaba Señor (Fil 2, 6.11); se hizo esclavo para ofrecernos la libertad (Gal 4, 4-5); se vació de toda su riqueza, p a r a enriquecernos a nosotros; se hizo maldición y pecado, para l lenarnos de gracia (Gal 3, 13; II Cor 5, 21). La asunción a la que estamos l lamados es a realizar las pascua, pasando por la muer te del pecado, p a r a alcanzar la orilla de la vida.

Este encuen t ro con Cristo, y la consiguiente asunción, se realiza mediante l a fe: «¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te h a di­cho el S e ñ o r se cumplirá» (Le 1, 45). Esto se cumplirá cuando Cristo «devuelva a su Padre el Reino, una vez aniquilado todo principado, po­der y fuerza» (I Cor 15-24).

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3. Fe y esperanza.

Creemos en la Resurrección, esperamos que Dios va a realizar en nosotros «obras grandes», porque se complacerá en la fe de sus sier­vos. Dios realizará la asunción de los pobres del pueblo, de los que creen, de los que se fían de su promesa y t ra tan de vivirla denonada-mente. La ley de la asunción que Dios nos ofrece está expresada así: «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Le 1, 52), siguiendo el modo de comportarse con su Hijo: «humillado y exaltado» (Fil 2, 8-9).

Contemplemos hoy a Cristo resucitado y subido al cielo. Que María proclamada junto a El en la vida recobrada y en el triunfo de la sal­vación, sea la expresión más clara de la fe que nos anima, en nuestro dificultoso peregrinar por la t ierra.

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TODOS LOS SANTOS

TEMA: ¿SOMOS SANTOS?

(FIN: La Iglesia se llama la comunidad de los santos. Ella hoy ce­lebra a los que le han precedido como santos. Esto le llena de esperanza. ¿Pero está fundada nuestra confianza? ¿Aca­so nosotros somos santos?

DESARROLLO:

1. Fiesta de Todos los Santos. 2. ¿Cuál es el grado de nuestra santidad?

TEXTO:

1. Fiesta de Todos los Santos.

Estamos reunidos en la celebración de la liturgia de la tierra, repi­tiendo los mismos cantos del cielo. «Amén. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder. Amén» (Apoc 7, 12). Pertenecemos por la fe, por la escucha de la Palabra, por el bau­tismo, por la pertenencia a la Iglesia, a esa tribu inmensa, de toda na­ción y raza, que se llaman «santos». Junto a los que tienen conciencia de vivir según el plan de Dios, hay una imichedumbre que sigue, sin saber, a Cristo y que participa también de la gracia que El nos ha al­canzado. Este es el gentío de los santos. Santos de corbata, vestidos de buzo y andando por la calle. Esta gran procesión de hombres honra­dos que h a n pasado por el mundo y han llegado a las orillas del en­cuentro definitivo con la nueva creación, es el objeto de esta fiesta. Todos los Santos. Todos esos santos humildes anónimos, que no llevan corona, ni tienen un puesto en los altares. De ellos hacemos hoy un re­cuerdo en esta Eucaristía, porque ellos son el motivo de nuestra acción de gracias. El poder de Dios resplandece en la vida de sus santos (Sal (¡7, 36).

Esta memoria de los santos es un motivo de celebración para la co-

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munidad cristiana, por el triunfo que en ellos admiramos y por la es­peranza que infunden en nuestra vida. Así se expresa la acción de gra­cias de hoy, dándonos el motivo y el mensaje de la fiesta: «Hacia la Je-rusalén celeste, aunque peregrinos en un país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los santos; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad» (Prefacio de Todos los Santos).

Mientras celebramos esta fiesta, puesto nuestro corazón en la gloria que nos espera, examinemos el camino que nos dispone para alcan­zarla.

¿Quién es santo? ¿Acaso no nos sentimos todos pecadores? ¿Hemos llegado a «lavar y blanquear nuestros mantos con la Sangre del Corde­ro?» (Apoc 7, 14.) ¿Nos hemos despojado del viejo vestido para reves­tirnos de Jesucristo? (Ef 4, 17-24). Es verdad que «aún no se ha manifestado en nosotros lo que seremos» (I Jo 3, 2), pero, ¿tene­mos conciencia de que hemos comenzado a ser ya hijos de Dios?

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2. ¿Cuál es el grado de nuestra santidad?

Para realizar esta revisión de nuestra santidad, se nos ha puesto en las manos un programa, como un camino trazado hacia la vida: las bienaventuranzas (Mt 5, 1 ss.). Leamos este programa y comparémoslo con nuestra vida. Explicar las bienaventuranzas da siempre miedo. Nada que se diga es tan claro como ellas. Si no las entendemos, es que estamos ciegos y sordos. Entonces podemos estar seguros, no sólo no somos santos, sino que tenemos que nacer aún de la muerte a la vida. Leámoslas de nuevo. Dejemos que resuenen en nuestro corazón, que nos hieran. Aceptemos el reto que nos plantean, entremos en el terre­no de la lucha. Veréis que todo es nuevo, distinto. Las bienaventuran­zas nos llegan a contrapelo. Todo es al revés, como la verdad en rela­ción a la mentira, como la luz y la tiniebla, la vida y la muerte, el plan de Dios y el plan del mundo.

Sólo las bienaventuranzas nos hacen bienaventurados: a nosotros, a los demás, a la sociedad, al mundo. Los criterios de las bienaventu­ranzas no se refieren sólo al hombre individual; son el programa de la realización del mundo.

Las bienaventuranzas duelen. No dan paz: inquietan, desasosiegan. No son sólo éstas. Es toda la vida iluminada por la Palabra. «Bien­aventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Le 11, 28). Que resuene en nuestro corazón como una oración profunda, el Salmo 125: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar, la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» ¡Que dife­rencia la vuelta de la vida!: «al ir iba llorando..., al volver vuelve can tando...». Tengamos la seguridad de que si sembramos en el surco de la bienaventuranzas, hasta los gentiles mismos han de exlamar: «El Se ñor ha estado grande con ellos»

2:i-

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SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA

(8 DE DICIEMBRE)

TEMA: SENTIDO DEL DOGMA.

FIN: Ofrecer unas sugerencias para que el dogma de la Inmacu­lada cumpla con su misión: revelar la acción de Dios en medio del mundo y el destino que tiene proyectado sobre el hombre.

DESARROLLO:

1. Comprensión de los dogmas. 2. El Dogma de la Inmaculada.

TEXTO:

Muchos cristianos tienen ante el Dogma de la Inmaculada Concep­ción, l a misma actitud que ante una estatua románica: la contemplan, padecen un cierto placer estético y pasan de largo. No perciben nin­gún mensa je .

O t r o s cristianos tienen tales formulaciones dogmáticas, como creen­cias d e segundo orden. Es muy distinto lo que intenta decir la afirma­ción: «Dios existe», que lo que propone el Dogma de la Inmaculada. Rea lmente , en el pensamiento católico actual, se distinguen dogmas de m á x i m a importancia y dogmas secundarios. La Inmaculada es se­cundar io , pero no es superfluo; está lleno de mensajes.

1. Comprensión de los dogmas.

N o estará de más, antes de adentrarnos en el misterio de la Inmacu­lada, h a c e r una reflexión, necesariamente sintética, sobre la compren­sión d e l dogma y nuestra actitud ante él.

2.V>

Se piensa que el dogma es una realidad estática; una vez definido, lo creemos cristalizado para siempre. Sus afirmaciones son axiomáticas. Basta aprenderlas de memoria. Son como fórmulas mágicas de las que se puede echar mano para disipar toda duda o perplejidad. El dogma, desde esta perspectiva, es un fósil, está muerto.

El dogma, sin embargo, es una realidad dinámica, viva, revelante, manifestativa de lo que acontece en la realidad. Cualquiera que él sea, intenta revelar un aspecto de la realidad; sin su perspectiva no es posi­ble vivir humanamente o con sentido.

El dogma no es una mera formulación intelectual, ni una conclusión de verdades lógicas y de razonamientos, no es la resolución de un pro­blema matemático. Es un lenguaje, un modo de comunicarnos más allá de la razón; un símbolo. Habla a realidades más profundas que la in­teligencia. El dogma evoca aspectos de la realidad que se nos escapan, es como una flecha orientadora; t ra ta de comunicar una intuición, una experiencia fundamental.

Por eso es importante defender el dogma, bruñirlo, preservarlo de la contaminación, guardarlo cuidadosamente, no deteriorarlo. Pero este cuidado del dogma no debe ser tan equivocado que por defenderlo no centellee, que no revele nada, que sea una mera piedra granítica en­contrada en el camino, desprendida casualmente de la historia y sor­teado disimuladamente por nosotros. Si la sal no sala, si la luz no ilu­mina, si el símbolo no evoca, si el dogma no revela, entonces no sirve para nada.

El dogma no existe para sí mismo, sino para la comunidad de los creyentes. Debe cumplir la misión para la que ha nacido. Por ello, no­sotros debemos empalmar con el mensaje que el dogma nos entrega, conectar con él; de lo contrario, el dogma no sirve, es inútil. Este men­saje está en la narración del dogma; pero no es lo periférico, las anéc­dotas, lo que el dogma nos revela, sino profundidades ocultas, pero por ello no menos presentes y reales.

Por otro lado, cada generación tiene un modo peculiar de compren­derse a sí misma y, por tanto, un modo propio y legítimo de entender la realidad y de interpretarla Por eso, aunque el dogma sea inmutable, porque revela la realidad y es real lo que revela, sin embargo, el modo de comprender el mismo dogma puede variar: por la calidad—más pro­funda—, y por la perspectiva. De tal manera que entre el dogma y la comunidad hay una doble interferencia: el dogma nos revela nuestro ser en el mundo y el modo cómo nosotros somos nos ayuda a compren­der el dogma de un modo determinado.

El dogma no ha nacido para adorarse a sí mismo, ni para enquistar-se en un relicario precioso, sino para servir a la comunidad de los cre­yentes, en la larga trayectoria de la peripecia de su vida.

Y esta es la fuerza y la debilidad del Dogma: debe estar siempre vivo para evocar y sugerir, pero, a la vez siempre está expuesto a un.i

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interpretación equivocada, a perderse. El error humano está en cerrar todo acceso al dogma, para no mancharlo. De esta manera matamos el dogma de la misma forma que cuando lo interpretamos mal; con la ventaja de que esta última actitud es más honrada.

2. El Dogma de la Inmaculada.

Yo os voy a comunicar lo que a mí, como creyente, me sugiere el Dogma de la Inmaculada. Tiene otros aspectos. Elijo sólo estos. Espero que esta comunicación os ayude a profundizar en la revelación.

a) La afirmación de que una criatura humana ha sido liberada de la condición de pecadora, desde el primer instante de su existencia, me sugiere una intuición fundamental que han tenido todos los creyen­tes a lo largo de la historia:

En el plan de Dios, lo primero que existe es el bien, no el mal. El pecado aparece con la decisión del hombre. Este dogma me confirma el estribillo del Génesis: «Y vio Dios que todo era bueno». Antes de todo, existía la sabiduría, no la necedad, y con la sabiduría se progra­mó la creación del mundo. «Allí estaba yo.»

b) Si el bien presidió toda la Creación, convenía también que des­de la creación apareciera todo subsanado de raíz. La Inmaculada nos sugiere que hay un plan de regeneración total, que los albores de la nueva era cuentan con la garantía de una levadura joven; se ha injer­tado en el mundo una raíz sin enfermedad. «He aquí que todo lo hago de nuevo y de raíz» (Apoc 1, 21). En la nueva Creación aparece:

— La plenitud de la gracia, frente al pecado. «Llena de gracia.» En el principio todo es santo.

— La bendición sobre la maldición conquistada, merecida y here­dada: Bendita entre todas las mujeres.

c) La Inmaculada nos revela:

— El compromiso incondicional de Dios, para salvar, por encima de todo obstáculo, al hombre

— El poder de Dios; quien puede preservar del pecado, antes de caer en él, puede ayudarnos a superarlo, aun después de haber caído.

— Es una garantía para la esperanza: el esfuerzo para llegar a ser nuevas creaturas na se ha de malograr. Ahí está la Inmaculada como garantía.

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ÍNDICE DE TEMAS

Page 120: Burgaleta, Jesus - Homilias Dominicales Ciclo b

Págs.

Prólogo

Domingo I de Adviento » II » » » III » »

» I V » » Fiesta de Navidad Domingo Infraoctava de Navidad Primero de enero

Domingo II de Navidad Epifanía Domingo I después de Epifanía

Domingo I de Cuaresma » II » » » III » »

» IV » »

» V » » Domingo de Ramos Jueves Santo

Viernes Santo

Domigo de Resurrección Domingo II de Pascua

» III » » » IV » » » V » » » VI » »

.. 9

La vigilancia 13 Actitud ante lo nuevo 16 La alegría compartida y al

compartir 19 El porvenir del pueblo ... 23 La Palabra encarnada 29 La Familia 32 Si quieres la paz, trabaja por

la justicia 35 ¿Qué es creer en Jesucristo? 38 La aventura de la fe 42 La elección 46

La voluntad de poder 51 La montaña, un símbolo ... 54 La revolución cultual de

Cristo 58 Reflexión libre sobre el

amor 61 La nueva Alianza 64 Entregar la vida 67 La Eucaristía, sacramento

del amor fraternal 73 El símbolo de la Cruz ... 76

Testigos de la fe 80 La comunicación de bienes. 83' En el Nombre de Jesús ... 87 El verdadero Pastor 90 Pertenencia a la comunidad. 93 El Evangelio y las formas

cultuales 96

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Págs.

Ascensión Domingo VII de Pascua Solemnidad de Pentecostés Domingo I después de Pentecostés

» » » » » » »

II III IV V ' VI VII VIII

«per » » » » » »

annum» » » » » » »

IX

X

» » »

» » » » » »

XI XII XIII

XIV XV XVI XVII XVIII XIX

» » »

» » » » » »

» » »

» » » » » »

XX

» »

»

»

XXI XXII

XXIII

XXIV

» »

»

» »

»

Cristo, Señor 100 Sois del mundo 104 Creo en el Espíritu Santo... 107 Las relaciones con la Trini­

dad 110 La vocación 115 La conversión 118 Hablar con autoridad 121 El hastío 124 La salvación es tma curación. 127 Inmóviles 130 ¿Hacia la superación del

ayuno? 133 El servicio al hombre, un

criterio de reforma ' 136 El pecado contra el Espíritu

Santo 139 La ley del crecimiento 142 Asumir la debilidad 145 Preguntas sin fe sobre la

muerte 148 Los profetas 150 Cualidades del profeta 153 Con el pueblo 156 Dar de comer 159 No sólo pan 162 La Eucaristía, sacramento de

la fe 165 La Eucaristía, verdadera co­

mida 168 La dificultad de la fe 171 La fe, norma de comporta­

miento 174 La Iglesia, al servicio de la

liberación 178 La pregunta de la fe 181

242

Págs.

Domingo » » » » »

» » » »

XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX

XXXI XXXII XXXIII XXXIV

«per » »

» »

» » » »

annum» » »

» »

» » » »

Solemnidad de San José Solemnidad del Cuerpo y la Sangre

de Cristo Festividad de San Pedro

» » Santiago Solemnidad de la Asunción de María

Todos los Santos Solemnidad de la Inmaculada

Jaque mate a la competencia. 184 El pluralismo 187 El amor matrimonial 190 La Palabra viva 193 El siervo 196 Emprender de nuevo el ca­

mino 199 El primer mandamiento ... 202 Dar dinero 205 Fin de un mundo 208 Reino de este mundo 211

El cristiano anónimo 217 El Sacramento de la Sangre

de Cristo 220 El Papa 224 El mártir 228 La asunción de la humani­

dad 231 ¿Somos santos? 234 Sentido del dogma 236

24»