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RIAN LUMLEY - LA CASA DE CTHULHU

Donde en extrańos ángulos se yerguen las murallas,enjutos centinelas de relucientes sombrasvelan la tumba de la inferna1 bestia no muerta...Y dioses y mortales temen el hollarallá donde el portal a prohibidas esferasy tiempos está cerrado; mas monstruosos horrores

aguardan al pasajero de extranos ańos...Cuando despierte aquella que no está muerta...

Arlyehť, fragmento de Leyendas de los Viejos Misterios de Teh Atht.raducido por Thelred Gustau de los Manuscritos de Theem'hdra.

currió pues en otro tiempo que Zar-thule el Conquistador, que es llamadoaqueador de Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades, navegócia el este con sus naves dragón; sí, orgulloso bajo las restallantes velas des naves dragón. El viento le era ahora favorable, y los remeros se apoyabannguidamente sobre sus asegurados remos, mientras los sońolientos timonelesantenían el rumbo. Entonces Zar-thule divisó en el mar la isla Arlyeh, sobre laal se alzaban altas y retorcidas torres de piedra negra, cuyas tortuosastructuras se contorsionaban en ángulos desconocidos y alejados por completol conocimiento del hombre. Sí, y aquella isla estaba rojizamente iluminada porsol, que se ocultaba en sus imponentes riscos y llameaba tras las asimétricaspiras y torres de vigía construidas por manos distintas de las humanas.aunque Zar-thule sentía una gran voracidad y empezaba a notarse cansado de lasandes extensiones de mar abiertas tras la prominente cola de su nave Fuegoojo, y aunque miró con enrojecidos y rapaces ojos hacia la negra isla, dominó as saqueadores, ordenándoles que anclaran muy mar adentro hasta que el sol

tuvo profundamente sumergido y desapareció en el Reino de Cthon; tragado porhton, que permanece sentado en silencio para burlarse del sol, atrapado en sud mas allá del Borde del Mundo. Por supuesto, ésa era la norma que seguíanempre los incursores de Zar-thule, los cuales realizaban mejor sus acciones deche, puesto que entonces Gleeth, el ciego Dios de la Luna, no les veía, ni oía su celestial sordera los horribles gritos que siempre acompańaban a suscursiones.rque, no obstante su crueldad, que estaba más allá de toda palabra, Zar-thule era un estúpido. Sabía que sus lobos debían descansar antes de emprender unación, que si los tesoros de la Casa de Cthulhu eran ciertos, como imaginaba enojo de su mente..., entonces era probable que estuvieran muy bien guardadosr guerreros que no iban a entregarlos fácilmente. Y sus saqueadores estaban

n cansados como el propio Zar-thule, de modo que les hizo descansar a todosjo los pintados escudos que se alineaban a lo largo de las cubiertas y recogers grandes velas de piel de dragón teńida, y montó una guardia que en mitad denoche debería despertar a los hombres de sus veinte naves para lanzarse alqueo de la isla de Arlyeh.jos estaba el momento en que los saqueadores de Zar-thule habían remado, antes que los vientos les fueran lavorables; sí, lejos el tiempo del saqueo deht-Haal, la Ciudad de Plata al borde de las tierras heladas. Sus provisionestaban casi agotadas, sus espadas herrumbrosas por la sal del océano; mas ahoramieron todo lo que les quedaba y bebieron todos los licores de que disponían,impiaron y afilaron sus terribles hojas antes de entregarse en brazos de

hoosh, Diosa de los Durmientes. Sabían muy bien que pronto entrarían en

cursión, cada cual por su cuenta, y el botín estaría de acuerdo con lo muchoe sus espadas fueran esgrimidas y lo profundo y ávido que bebieran.

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Zar-thule les había prometido grandes tesoros, sí, inmensos tesoros de la CasaCthulhu, porque allí en la saqueada y destruida ciudad al borde de las

erras heladas, había oído de los crispados y burbujeantes labios de Voth Vehmnombre de la prohibida isla de Arlyeh. Voth Vehm, en la agonía de terriblesrturas, había gritado el nombre de su hermano-sacerdote, Hath Vehm, queardaba la Casa de Cthulhu en Arlyeh. Y Voth Vehm había respondido incluso enhora de su muerte a las torturas adicionales de Zar-thule; gritando quelyeh era una isla prohibida esclavizada por el Durmiente pero todavíanebroso y terrible dios Cthulhu, la puerta de cuya casa guardaba suermano-sacerdote.tonces había razonado Zar-thule que Adyeh debía de contener inmensas riquezas,

rque sabía que los hermanos-sacerdotes no se traicionaban los unos a losros; y, sí, sin duda Voth Vehm había hablado tan terriblemente de su tenebrosoterrible dios Cthulhu a fin de alejar la avaricia de Zar-thule del santuario medio del océano de su hermano-sacerdote, Hath Vehm. Así pensó Zar-thule,vilando sobre las palabras del muerto y desfigurado hierofante, hasta quecidió abandonar la saqueada ciudad. Entonces, con las llamas ascendiendoillantes en el cielo y reflejándose en su rojiza estela, Zar-thule puso a susves dragón rumbo a mar abierto; sí, las puso rumbo a mar abierto, cargadas conbotín de plata, en busca de Arlyeh y los tesoros e la Casa de Cthulhu. Y así bía llegado hasta aquel lugar.co antes de la hora de la medianoche, la guardia arrancó a Zar-thule, y todos

s descansados hombres de las naves dragón, de los brazos de Shoosh; ytonces, bajo el moteado rostro de plata de Gleeth, el ciego Dios de la Luna,

endo que el viento había decaído, sacaron sus remos y los hundieronofundamente en el agua, y así se acercaron a la orilla. A una docena de brazas la playa, Zar-thule lanzó su grito de saqueo, y sus tambores empezaron atir fuerte y rítmicamente, indicando a los entrenadlos pero todavía indómitosqueadores que podían avanzar al asalto.quilla rozó la arena, y de la proa de dragón saltó Zar-thule a las lóbregas ymeras aguas, y todos sus capitanes y hombres, para vadear hasta la orilla yuzar la franja negra de noche de la playa agitando sus espadas... ĄY todoo para nada! Porque la isla siguió tranquila y silenciosa, y aparentementesierta...

ólo entonces se dio cuenta el Expoliador de Ciudades del verdaderamentevoroso aspecto de la isla. Negros montones de mampostería derrumbada,stoneados con algas arrastradas por la marea, se erguían de la oscura y húmedaena, y de aquellas desoladas e inmemoriales reliquias parecía emerger unesagio de que no sólo eran un recuerdo de tiempos pasados; grandes cangrejosmovían por entre las arcaicas ruinas, y miraban con pedunculados ojos color

bí a los intrusos; incluso las pequenas olas rompían con un fantasmal hush,sh, hush contra la arena, los guijarros y los despojos primordiales desmoronadas pero aparentemente sensitivas torres y tabernáculos. Los tamboresrtamudearon y se detuvieron, y el silencio reinó.tonces muchos de aquellos saqueadores reconocieron extrańos dioses ycordaron extrańas supersticiones, y Zar-thule se dio cuenta de ello y no le

stó su silencio. ĄEra un silencio que podía conducir al amotinamiento!a! exclamó, él que no adoraba ni a dios ni a demonio, ni prestaba oídos as sombras de la noche. Ved..., los guardianes han sabido de nuestra llegada yn huido al extremo más alejado de la isla... O quizá han cerrado filas en la

asa de Cthulhu.diciendo esto formó a sus hombres en un cuerpo compacto y avanzó hacia elterior de la isla.entras avanzaban pasaron junto a aglomeraciones de construcciones paleolíticas abatidas aún por el océano, recorriendo silenciosas calles cuyas fantásticaschadas les devolvían el batir de los tambores con una estrańa monotoníaagada.

omificados rostros de contemporanea antigüedad parecían espiarles desde las

cías y extrańamente inclinadas torres y escarpadas espiras; huidizos fantasmase revoloteaban de sombra en sombra al compas de los hombres que avanzaban,

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sta que algunos de ellos sintieron crecer su temor y suplicaron a Zar-thule:mo, permítenos marcharnos de aquí, porque parece que no hay ningún tesoro, yte lugar no es parecido a ningún otro; hiede a muerte, y parece como si losuertos estuvieran caminando por entre las sombras.ro Zar-thule agarró a uno de los que estaban cerca de él murmurando así, yitó:

ĄCobarde! ĄNo mereces vivir!alzando su espada, la dejó caer sobre el tembloroso hombre, partiéndolo en dosrtes, de tal modo que el hendido cuerpo lanzó un solo y breve grito antes deer con dos golpes sordos sobre la negra tierra. Pero entonces Zar-thule se dioenta de que eran muchos los que estaban terriblemente asustados, de modo que

zo encender antorchas y las hizo distribuir, y siguieron su camino islaentro

as allá, pasadas unas bajas y oscuras colinas, llegaron a un gran conjunto detrańamente labrados y monolíticos edificios, todos ellos con el mismo diseńo,mprendiendo confusos ángulos y superficies, y todos con el hedor de unofundo pozo, sí, el hedor de un profundo pozo a su alrededor. Y en el centro aquellos pestilentes megalitos se erguía la mayor torre de todas ellas, unormie menhir que se alzaba som ventanas hasta gran altura y en cuya baseatro rechoncos pedestales ofrecían el aspecto de monstruos tentaculares deerrador aspecto, lúgubremente tallados.a! -exclamó Zar-thule. Seguro que ésta es la Casa de Cthulhu; Ąy ved quedos sus guardianes y sacerdotes han huido antes de nuestra llegada paracapar al pillaje!ro una trémula voz, vieja y aturdidora, respondió desde las sombras de la base uno de los grandes pedestales, diciendo:

adie ha huido, oh, saqueador, porque no hay nadie para huir aquí, excepto... Y yo no puedo huir porque guardo la puerta contra aquellos que puedanonunciar Las Palabras.sonido de su vieja voz en la quietud, todos los saqueadores se sobresaltaron,

miraron nerviosamente hacia las agitantes sombras más allá de las antorchas;ro un intrépido capitán avanzó unos pasos para extraer de la oscuridad a un

ejo, viejo hombre... , y, oh, todos retrocedieron de inmediato apenas vieronaspecto de aquel mago. Porque sobre su rostro y manos, sí, y sobre todas lasrtes visibles de su cuerpo, una especie de liquen gris y velludo parecíarastrarse sobre su piel, mientras permanecía allí de pie, encorvado ymblando a causa de su increíble edad.

Quién eres tú? -preguntó Zar-thule, horrorizado ante la visión de unpectáculo tan terrible de espantosa enfermedad; sí, incluso é1 horrorizado...

oy Hath Vehm, hermano-sacerdote de Veth Vehm, que sirve a los dioses en losmplos de Yaht-Haal, la Ciudad da Plata. Soy Hath Vehm, mantenedor de la Puerta la Casa de Cthulhu, y te advierto que está prohibido tocarme.ró con húmedos ojos al capitán que lo sujetaba,hastaque el saqueador retirós manos.yo soy Zar-thule el Conquistador exclamó Zar-thule, menos sorprendidoora. Saqueador da Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades.

e saqueado Yaht-Haal, sí, he saqueado la Ciudad de Plata, y la hecendiadohastadejarla arrasada. Y he torturado a Veth Vehm hasta la muerte.ro al morir gritó un nombre, sí, pese a los carbones ardientes que horadabanvientre. Y era tu nombre el que gritó. Y era realmente un hermano tuyo, Hath

ehm, puesto que me advirtió acerca del terrible dios Cthulhu y de surohibidať isla Arlyeh. Pero yo sabía que no decía la verdad, que lo único quetaba haciendo era proteger un gran y sagrado tesoro, y a su hermano-sacerdote,e guarda ese tesoro, Ąindudablemente en medio de extrańas ruinas, para alejaros asustadizos y supersticiciosos saqueadores! Pero Zar-thule no es ni unedoso ni un crédulo, viejo. Aquí estoy, Ąy te digo por tu vida que sabré larma de entrar en esta casa del tesoro antes de una hora!tonces los capitanes y hombres de Zar-thule se envalentonaron. Oyendo a su

fe hablarle así al anciano sacerdote de la isla, y notando la temblorosafermedad y la horrible desfiguración del viejo, fueron avanzando poco a poco

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sta la imponente torre de oscuros ángulos, hasta que uno de ellos encontró unaerta. Era una puerta grande, alta, sólida, ancha, y en ninguna forma escondidaquien la buscara; y sin embargo, a veces parecía estrecha en su parte superiorndistinta en sus bordes. Se alzaba en mitad da la pared de la Casa dehuIhu, y no obstante parecía como si estuviera inclinada hacia un lado... Ąytonces, al momento siguiente, parecía inclinarse hacia el otro! Su superficietaba tallada con rostros inhumanos que miraban de soslayo, mezclados conrridos jeroglíficos, y aquellos caracteres desconocidos parecíanntorsionarse en torno a los esperpénticos rostros, y sí, también esos rostrosmovían y hacían muecas a la luz de las vacilantes llamas de las antorchas.anciano Hath Vehm vino hacia ellos mientras se apińaban maravillados junto a

gran puerta y los dijo: ésa es la puerta da la Casa de Cthulhu; yo soy su guardián.en dijo Zarthule, que también había acudido hasta allí, y żhay algunave para esta puerta? No parece haber ningún medio de entrar., hay una llave, pero no es una que tú puedas imaginar fácilmente; Ąporque node metal, sino de palabras!

Magia? preguntó Zar-thule sin intimidarse, puesto que había oído hablaruchas veces de tales taumaturgias.Sí, magia! -admitió el Guardián de la Puerta.ar-thule apoyó la punta de su espada en la garganta del viejo, observandoentras lo hacía que la velluda excrecencia gris ascendía hacia el rostro del

ejo y su huesudo cuello, y dijo:Entonces pronuncia esas palabras ahora y deja que hagamos nuestro trabajo!o, no puedo decir Las Palabras... He jurado guardar la puerta y que Laslabras no sean pronunciadas munca, ni por mi mismo ni por ningún otro queiera abrir la Casa de Cthulhu con fines estúpidos o impropios. Puedes matarme,puedes arrancarme la vida con esa hoja que apoyas ahora en mi garganta, pero pronunciaré Las Palabras...

Y yo digo que lo harás... finalmente! exclamó Zar-thule con voz absolutamentea..., más fría aún que el agua nieve del norte.as lo cual bajó su espada y ordenó a dos de sus hombres que avanzaran, tomarananciano y lo ataran con correas en estacas clavadas con rapidez en el suelo,a estaca para cada brazo y una para cada pierna, de modo que quedara tendido espaldas contra el suelo, brazos y piernas abiertos, no lejos de la enorme ytrańamente tallada puerta en la pared de la Casa de Cthulhu.tonces fue encendido un fuego con los diseminados matojos de las bajas colinasmaderos tomados de la orilla, y otros de los saqueadores de Zar-thule salieronatrapar a unos cuantos grandes pájaros nocturnos que no conocían el poder delar; y mientras, otros encontraron un manantial de salina agua y llenaron cona sus pellejos. Pronto una insípida pero satisfactoria comida giraba en lospetones sobre el fuego, y en el mismo fuego las puntas de unas espadasillaron rojas, luego blancas; hasta que Zar-thule y los capitanes y hombresbieron llenado sus estómagos, tras lo cual el Saqueador de Saqueadores hizo unsto a sus torturadores indicándoles que podían empezar con su tarea. Y losrturadores avanzaron para recobrar sus espadas; sí, porque naturalmente

uellas espadas con sus puntas en el fuego eran las de ellos. Zar-thule habíaiestrado personalmente a aquellos torturadores, de tal modo que eranrtuososen las artes de las tenazas y los hierros candentes.ro entonces se produjo una distraccion. Durante algún tiempo uno de lospitanes su nombre era Cush-had; era el que primero había encontrado al viejocerdote entre las sombras del gran pedestal y lo había arrastrado hacialante había permanecido contemplándose las manos de una forma extrańa a la

z del luego y frotándoselas contra la piel de su chaqueta. De pronto lanzó unaaldición y saltó en pie, derramando a su alrededor todos los restos de sumida. Empezó a dar saltos como si estuviera aterrado, golpeando locamente cons manos las piedras planas que había a su alrededor. Luego de repente setuvo y lanzó penetrantes miradas a sus desnudos antebrazos. En el mismo

omento los ojos parecieron salírsele de las órbitas y gritó como si hubierado atravesado una y otra vez con una hoja puntiaguda; corrió hacia el fuego y

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etió las manos en él, hasta los codos. Luego volvió a extraer los brazos de lasmas, vacilando y gimiendo y apelando a algunos de sus dioses, y se alejómbaleándose hacia la noche, sus brazos humeando y chorreando un liquidorbujeante sobre el suelo.

esconcertado, Zar-thule envió a un hombre tras él con una antorcha, el cualonto regresó temblando y con un rostro muy pálido a la luz del fuego paraplicar cómo el loco había caído o saltado en una profunda grieta, dondecía ahora muerto, pero que antes de saltar había podido ver muy claramentebre su rostro Ąalgo gris y velludo arrastrándose! Y mientras caía, sí,entras se estrellaba abajo, matándose, había gritado: ŤĄInmundo, inmundo,mundo!ť.

tonces, mientras estaban escuchando aquello, todos recordaron las palabras devertencia del viejo sacerdote cuando Cush-had lo había sacado de su escondite,a forma en que sus llameantes ojos habían mirado al infortunado capitán, ydos contemplaron al anciano allí donde yacía fuertemente atado al suelo. Loss saqueadores cuya tarea había sido atarlo allí se miraron el uno al otro conos muy abiertos, sus rostros palideciendo perceptiblemente a la luz de lasmas, e iniciaron un pausado y secreto examen de sus personas; sí, un examennucioso...

ar-thule notó que el miedo soplaba en los corazones de sus saqueadores como elento del este cuando sopla rápido y salvaje en el desierto de Sheb. Escupió alelo y alzó la espada, gritando:

Escuchadme! Todos sois unos cobardes supersticiosos, todos vosotros, conestros temores y supersticiones de viejas comadres. żQué tenéis aquí paraustaros? ĄUn hombre viejo, solo, en una negra roca en medio del mar!ro yo vi aquello que reptaba por el rostro de Cush-had... empezó a decir elmbre que había seguido al enloquecido capitán.

ólo creíste ver algo le interrumpió secamente Zar-thule. Únicamente elcilante resplandor de la llama de tu antorcha, y nada mas. ĄCush-had era unco!ro...

Cush-had era un loco! dijo Zar-thule de nuevo, y su voz se volvió muy fría.stáis también locos todos vosotros? ĄQueda sitio para todos en el fondo deuella grieta!hombre retrocedió, encogiéndose, y no dijo nada más, y de nuevo llamó

ar-thule a sus torturadores y les dijo que tenían que empezar con su trabajo.

s horas pasaron.r viejo y fríamente sordo que fuera Gleeth, el Dios de la Luna, es probablee captara algo de los agónicos gritos y el hedor de carne humana quemándosee ascendieron de Arlyeh aquella noche, porque pareció sumergirse en el cielouy rápidamente.hora, sin embargo, la destrozada y ennegrecida figura tendida sobre el suelote la puerta en la pared de la Casa de Cthulhu ya no tenía fuerzas suficientesra gritar; y Zar-thule desesperaba, porque se había dado cuenta de que pronto

sacerdote de la isla se sumiría en el último y más largo de los sueńos; y sinmbargo Las Palabras no eran pronunciadas. El rey de los saqueadores estabarplejo también por la terca negativa del anciano a admitir que la puerta en elpresionante menhir ocultaba un tesoro; pero al final atribuyó todo aquello a

s votos que sin duda debía de haber formulado Hath Vehm en su iniciación alcerdocio.s torturadores no habían realizado bien su trabajo. Habían temido tocar alciano con nada que no fueran sus espadas al rojo; no habían puesto ni

quiera cuando fueron amenazados de la más terrible de las maneras sus manosbre él ni se habían acercado más de lo absolutamente necesario para lalicación de su agónico arte. Los dos saqueadores responsables de atar alciano estaban ahora muertos, asesinados por antiguos camaradas sobre los

ales habían puesto inadvertidamente sus manos de forma amistosa; y aquellose habían sido tocados, sus asesinos, eran evitados ahora por sus compańeros y

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rmanecían sentados completamente aparte de los demás saqueadores.uando la primera luz del alba empezó a asomar detrás del mar oriental,ar-thule perdió finalmente la paciencia y se volvió hacia el agonizantecerdote con auténtica furia. Tomó su espada, alzándola sobre su cabeza con lass manos..., y entonces Hath Vehm habló:pera susurró, su voz convertida en un torturado y apenas audible graznido.pera, oh, saqueador...; te dire Las Palabras.

Qué? gritó Zar-thule, bajando la hoja. żAbrirás la puerta?le llegó el graznante susurro. Abriré la Puerta... Pero primero dime:aqueaste realmente Yaht-Haal, la Ciudad da Plata, y la arrasaste con el fuego,torturaste a mi hermano-sacerdote hasta la muerte?

do eso hice asintió insensiblemente Zar-thule.tonces acércate. La voz de Hath Vehm se hizo apenas audible. Más cerca, oh,y de los saqueadores, para que puedas oírme en mi hora final.nsiosamente, el Buscador de Tesoros inclinó el oído hacia los labios delciano, arrodillándose a su lado allí donde yacía... Ąy de inmediato Hath Vehmzó la cabeza del suelo y escupió sobre Zar-thule!tonces, antes de que el Expoliador de Ciudades pudiera pensar o hacer nigúnovimiento para secar el legamoso escupitajo de su frente, Hath Vehm dijo Laslabras; en una voz clara y fuerte las dijo... Palabras de una terriblesonancia y una extrańa cadencia que solamente un adepto podría repetir... Emediatamente la puerta emitió un gran retumbar en la prominente pared detrańos ángulos.vidando por un momento el contaminado insulto del anciano sacerdote, Zar-thulevolvió para ver la enorme y perversamente grabada puerta temblar y osciar y

ego, movida por alguna fuerza desconocida, moverse o deslizarse hasta que dea sólo quedo un enorme agujero abierto a las tinieblas. Entonces, a laimera luz del alba, la horda de saqueadores se abalanzó para buscar el tesoron sus propios ojos; sí, para buscar el tesoro al otro lado de la abiertaerta. Y Zar-thule entró también en la Casa de Cthulhu, pero de nuevo elonizante hierofante le gritó:

Espera! ĄHay más palabras, oh, rey de los saqueadores!Más palabras?ar-thule se volvió, y el sacerdote, cuya vida se le escapaba con rapidez,nrió melancólicamente a la vista de la velluda mancha gris que empezaba aptar por la frente del bárbaro encima de su ojo izquierdo.Si, más palabras! Escucha: hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo era muyven, antes de que Arlyeh y la Casa de Cthulhu se hundieran por primera vez enmar, viejos y sabios dioses establecieron un conjuro según el cual, cuando la

asa de Cthulhu emergiera de las aguas y fuera asaltada por hombres estúpidos,diera ser cerrada de nuevo..., sí, e incluso la propia Arlyeh se sumergiera deevo bajo el salado elemento. ĄAhora yo pronunciaré esas otras Palabras!

ápidamente, el rey de los saqueadores se abalanzó hacia é1, con la espadazada, pero antes de que su hoja pudiera caer, Hath Vehm gritó muy altouellas otras extrańas y terribles Palabras; y entonces, toda la isla secudió, vitima de un gran terremoto. Movida por una terrible rabia y un

rrible miedo, la espada de Zar-thule cayó, y separó de un solo tajo latorcientee y espumeante cabeza del anciano de su furioso cuerpo; pero mientrascabeza rodaba libre de su atadura, la isla sufrió un nuevo estremecimiento, ysuelo retumbó y empezó a henderse.

e la abierta puerta de la Casa de Cthulhu, por la que se había precipitado larda de ansiosos saqueadores en busca del tesoro, empezaron a surgir agudos y

ngularmente horribles gritos de miedo y tormento..., y un repentino y aún másrrible hedor. Y entonces supo Zar-thule, con una absoluta seguridad, que nobía ningún tesoro.

randes nubes negras se acumularon rápidamente, y lívidos relámpagos arańaron elelo; los vientos azotaron el largo pelo negro de Zar-thule sobre su rostro,entras se agachaba presa de horror ante la abierta puerta de la Casa de

hulhu. Más y más se desorbitaron sus ojos mientras intentaba mirar más allá defétida oscuridad de aquella inconmensurablemente antigua abertura... Pero un

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omento más tarde dejó caer su gran espada al suelo y gritó; sí, incluso elaqueador de Saqueadores gritó. Porque dos de sus locos habían surgido de lacuridad, en una forma que recordaba más a unos cachorros azotados que aténticos lobos, chillando, balbuceando y trastabillando frenéticamente bajos extrańos ángulos del orificio de aquella boca... ĄPero habían salido tanlo para ser atrapados de nuevo y estrujados como uvas maduras por titánicosntáculos que aparecieron flagelantes desde las oscuras profundidades de másá! Aquellos apéndices gomosos arrastraron de nuevo los aplastados cuerposcia la intensa oscuridad, de la cual brotaron instantáneamente los másonstruosos y nauseabundos babeos y sorbidos, antes de que los despedazadosembros fueran arrojados de nuevo a la luz del amanecer. Esta vez cayeron al

rde de la abertura, y tras ellos apareció... Ąun rostro!ar-thule contempló cara a cara el enormemente hinchado rostro Cthulhu, y gritó nuevo cuando los horribles ojos de aquel Ser lo descubrieron allí dondermanecía acuclillado... ĄLo descubrieron y se iluminaron con una espantosaz!rey de los saqueadores hizo una pausa, inmovilizado por el pavor, pero tanlo por un momento y sin embargo lo bastante largo como para que el definitivorror de la cosa enmarcada en el titánico umbral penetrara en cerebro, antes que sus piernas recobraran las fuerzas. Entonces se dio la vuelta y huyó;rriendo por las bajas y negras colinas hacia la orilla y hacia la nave, que

n saber cómo, él solo y en su frenético terror, consiguió alejar de allí. Mas el ojo de su mente quedó grabada indeleblemente a fuego aquella horripilantesión, el terrible Rostro y Cuerpo del Seńor Cthulhu.imero habían sido los tentáculos, brotando de una verde y pulposa cabeza de lae asomaban como mortíferos pétalos en el corazón de una obscenamente híbridaquídea; después un escamoso y amorfamente elástico cuerpo de inmensasoporciones, con garrudas patas delante y detrás largas y estrechas alas queunían en ellas todo el horror de la patente incapacidad de unas alas de alzarmás aquella fantástica masa..., Ąy luego 1os ojos! ĄNunca antes había vistor-thule el diabólico desenfreno expresado en la definitiva y astuta malignidad los ojos de Cthulhu!hulhu no había terminado todavía con Zar-thule, puesto que mientras el rey des saqueadores forcejeaba alocadamente con su vela, el monstruo avanzó cruzandos bajas colinas a la luz del amanecer, babeando y descendiendo hasta el mismorde del agua. Entorces, cuando Zar-thule vio recortada contra la mańana laontana que era Ctnulhu, enloqueció durante un tiempo; lanzándose de lado a lado la nave hasta el punto de caer casi al mar, echando espuma por la boca ylbuceando horriblemente lastimeras plegarias... Sí, incluso Zar-thule, cuyosbios jamás habían pronunciado plegarias antes, rogaba ahora a algunos diosesnevolentes de los que había oído hablar. ĄY pareció como si esos compasivososes, si es que existen, le hubieran oído!on un retumbar y un estallido mayores que cualquiera que hubiera visto antes,gó el despedazamiento final, que salvó la mente, el cuerpo y el alma dear-thule; toda la isla se escindió como fruta madura; la enorme masa de Arlyeh

partió en varios pedazos, que se hundieron en el mar. Con un penetrante grito

frustrada rabia y deseo un grito que Zar-thule oyó dentro de su mente tantomo de sus oídos, el monstruo Cthulhu se hundió también con la isla y su casa,sapareciendo en las agitadas olas.tonces se produjo una gran tormenta que pareció precursora del Fin del Mundo;

entos fantasmales aullaron, y olas demoniacas se estrellaron encima y contranave dragón de Zar-thule, quien durante dos días farfulló y gimió dobladobre sí mismo, en los estremecidos restos de lo que habla sido su nave Fuego

ojo, antes de que la gigantesca tormenta claudicara.nalmente, casi muerto de hambre, el otrora Saqueador de Saqueadores fuescubierto a la deriva en medio de una calma chicha, no lejos de las regiones

onterizas de Teem'hdra; y entonces, en las bodegas de la nave de un ricomerciante, fue llevado hasta los muelles de la ciudad de Klühn, la capital de

em'hdra.e llevado a tierra empujado al extremo de largos remos, tambaleante, débil y

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riqueante, y horrorizado de seguir viviendo... Ąporque había visto a Cthulhu!utilización de los remos tuvo mucho que ver con su apariencia, porque ahora

ar-thule había cambiado, se había convertido en algo que en en menos tolerantesrtes del mundo no hubiera merecido otra cosa que ser quemado. Pero losbitantes de Klühn eran gente compasiva; no lo quemaron, sino que lo bajaron ena cesta a una profunda celda subterránea, con antorchas para iluminar el

gar, y pan y agua diarios, que lo mantuvieran con vida hasta que su vida seotara por sí misma. Cuando hubo recuperado parcialmente la salud y la cordura,mbres sabios y médicos acudieron a hablar con él desde arriba y preguntarler su extrańa aflicción, que mantenía asombrados a todos., Ten Atht, fui uno de los que acudía a él, y así llegué a conocer su relato.

sé que es cierto porque a menudo a lo largo de los ańos he vuelto a oírstorias acerca de ese repulsivo Seńor Cthulhu que cayó de las estrellas cuandomundo era un nińo incipiente. Hay leyendas y leyendas, sí, y una de ellas ese cuando pasado el tiempo correspondiente y las estrellas tengan lanfiguración correcta, Cthulhu se arrastrará babeante fuera de Su Casa enlyeh, y el mundo temblará ante Su pisada, y estallará en locura ante Suntacto.

ejo este testimonio para los hombres aún no nacidos, un testimonio y unavertencia: dejadlo solo por completo, porque no esta muerto quien duermeofundamente, y mientras quizá las mareas submarinas han extirpado para siemprealienigena contaminación que alcanzó a Arlyeh ese síntoma delía de Cthulhue creció espantosamente sobre Hath Vehm y se transfirió a algunos de losqueadores de Zar-thule, el propio Cthulhu vive todavía, y aguarda a aquellose puedan liberarlo. Lo sé. En sueńos... Ąyo mismo he oído su llamada!cuando sueńos como ése aparecen en mitad de la noche para amargar el dulcerazo de Shoosh, me despierto temblando, y camino arriba y abajo por los suelosvimentados de cristal de mis estancias sobre la bahía de Klühn, hasta quehon suelta el sol de su red para que se alce de nuevo. Y una y otra vezcuerdo el aspecto de Zar-thule la última vez que lo vi a la vacilante luz des antorchas en su profunda celda subterránea; una vacilante masa gris depecto mucilaginoso, que se movía no por voluntad propia sino por razón delrásito que no deja de crecer, y que vive sobre él y dentro de él...

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HORROR EN OAKDEENEBrian Lumley

En el verano de 1935 Martin Spellman fue a trabajar como enfermero en prácticas al sanatorio mental deOakdeene. Tenía veinticuatro años y una fuerte vocación..., aunque no precisamente la de enfermero. La únicaambición de Spellman desde su adolescencia era la de ser escritor; y dado que una extraña y macabra ocurrencia lehabía sugerido, para la primera obra que proyectaba escribir, realizar una compilación de casos de locura pocousuales y extraordinarios, había decidido que la mejor manera de tener una percepción de primera mano de sutema -la palpación, por así decirlo, de los manicomios- sería trabajando en una de esas instituciones.Naturalmente, la verdadera intención de Spellman al solicitar el puesto permaneció bien oculta, pero eso nosignificaba que él no estuviera dispuesto a hacer lo mejor que pudiera el trabajo al que se había comprometido. Elcontrato era por un período mínimo de un año, con otro año como enfermero a plena dedicación, y Martin aceptóanimosamente estas condiciones, que le permitirían llevar a cabo su proyecto.Tanto sus colegas como sus superiores se asombraron ante el desacostumbrado celo con que el joven Spellman seentregaba al trabajo, y todas las noches en que no estaba de guardia podían ver encendidas las luces de suhabitación hasta la madrugada. Martin había distribuido su tiempo libre de la siguiente manera: durante tres horas

estudiaría la teoría de su actividad como enfermero de pacientes mentales, y durante otras cinco trabajaría en sulibro. Eso le dejaría menos de seis horas para dormir en cualquier período dado de veinticuatro horas. En lasocasiones en que estuviera de guardia por la noche -una o dos veces a la semana- alteraría su horario para dedicar elmismo tiempo a las mencionadas tareas.A menudo, el inmediato superior y tutor de Martin. el doctor Welford, le sorprendió trabajando en su manuscrito, afines de verano y principios del otoño; pero ¿quién podía quejarse de un estudiante de enfermería mental queescribía una serie de «tesis» o correlaciones sobre los casos más extraños y complejos que se le presentaban en suprofesión? En todo caso, habría que felicitar a Martin por su estudiosa dedicación a todos los detalles de su labor enel sanatorio.La verdad era que Spellman descubrió pronto que no le agradaba su trabajo en el instituto. Las guardias nocturnas,sobre todo, eran abominables, especialmente en las ocasiones en que tenía necesidad de deambular por loscorredores más inferiores de Oakdeene, donde residtan los peores pacientes. Sus colegas más duros y estoicosllamaban al pabellón del sótano «el Infierno», y Martin Spellman no consideraba exagerada esta denominación. Alláabajo había realmente un infierno; las luces del corredor iluminaban intensamente las pesadas puertas, con susventanucos enrejados y los rótulos que contenían breves historiales mecanografiados de los ocupantes de las celdas.Detrás de aquellas puertas, separados de Martin sólo por el grosor de los paneles de roble, las tablas para cerrar elacceso y las paredes interiores forradas de goma, vivían muchos de los más terribles lunáticos de Gran Bretaña,sumidos en el horror perpetuo de su propia locura, y Martin Spellman se aseguraba, cuando tenía guardianocturna, de que las rondas que debía efectuar a cada hora por el Infierno le llevaran el menor tiempo posible, sinmenoscabo de la eficacia de su vigilancia.Uno de los llamados «colegas» de Spellman en el sanatorio, Alan Barstowe (un enfermero totalmente adiestrado, feoy rechoncho, de unos treinta y cinco años), echaba a veces una mano al nuevo para combarir su miedo al pabellónconocido como «el Infierno». Al parecer, Barstowe no sentía temor alguno por aquella parte de la guardia nocturna,e incluso en la espectral atmósfera del sanatorio por la noche, parecía aceptar de muy buen grado las visitas quedebía efectuar cada hora al pabellón inferior. Con frecuencia cambiaba la guardia con Spellman, diciéndole que nole importaba trabajar de noche..., que de hecho prefería esas guardias a la actividad diurna. Allá cada cual con susgustos.La habitación de Spellman en el instituto estaba en la planta baja -una de las cuatro estancias compuestas dedormitorio y sala de estar-, separada de los dos pabellones de enfermos mentales situados en el mismo piso por unos

muros reforzados y a prueba de ruidos. Como Oakdeene no contaba con suficientes enfermeros (no era un trabajomuy codiciado precisamente), dos de las habitaciones para los residentes estaban vacías. La otra habitación ocupadapertenecía a Harold Moody, un enfermero de edad mediana que ya había superado el período de prácticas y cuyasordera parcial hacía que vivir directamente encima del Infierno no constituyera dificultad alguna, pues en efecto elsuelo de la planta baja no era en modo alguno a prueba de ruidos. No es que los ruidos de abajo molestaran amenudo a Spellman, pero observó que los internos del Infierno se mostraban especialmente vociferantes cada vezque Alan Barstowe tenía servicio de guardia nocturna, y en aquellas ocasiones los gritos, lamentos y el guirigaygeneralizado en el pabellón del sótano parecían penetrar por el suelo de piedra bajo su cama con una insistencia quele molestaba interiormente, a la vez que le mantenía despierto, a menudo hasta las cuatro o las cinco de lamadrugada.Finalmente, llegó una ocasión en que asignaron el servicio de guardia noctura al estudiante y Barstowe juntos, ydesde luego el joven no se sintió en absoluto contento con el arreglo. A pesar de que aquel hombre se mostrabaamigable, y aparte de su aspecto físico, había en él algo desagradable. Sin embargo, el turno de la noche se inició contoda normalidad a las nueve, sin que hubiera nada en la actitud de Barstowe que corroborase la sensación de

Spellman o le produjera una incómoda preocupación.Las órdenes para la guardia nocturna incluían la estipulación de que se visitara cada pabellón, se revisara cadacelda, habitación y ocupante, y en la medida de lo posible la inspección se llevara a cabo cada media hora. Habían

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encargado a Martin Spellman que vigilara los pabellones inferiores y el Infierno, mientras que Barstowe se ocupabade los pabellones superiores y las habitaciones de los internos más sosegados y menos permanentes. A las once,cuando el estudiante de enfermería estaba a punto de bajar por segunda vez al temido pabellón del sótano, con sufarfulleo apagado, sus maldiciones y sus lamentos, antes de que iniciara el descenso por los escalones de piedra lellamaron desde arriba.-¡Espera un momento, joven Spellman! -le dijo la voz gutural del rechoncho Barstowe.El enfermero en prácticas alzó la vista hacia el descansillo del primer piso y vio que el otro bajaba rápidamente la

escalera. Barstowe blandía un objeto que parecía un palo negro, aproximadamente de medio metro de largo y con lapunta de plata.Mientras bajaba, el enfermero vio que Spellman contemplaba su arma y la apretó contra su cuerpo, ocultándola lomejor que pudo.-Ve preparado, como digo siempre -musitó con una sonrisa forzada cuando llegó al lado del estudiante-. Mira,Martin -añadió cambiando al momento de tema-, sé que no te gustan mucho los pabellones inferiores y el Infierno...,así que, si quieres, bajaré yo y tú puedes hacer la guardia arriba. Estaba a punto de visitar el pabellón cuatro, así que si te parece...-¿El pabellón cuatro? No hay inconveniente... Pero ¿para qué es eso, Barstowe? -señaló el palo que el otro casi habíaconseguido ocultar por completo entre los pliegues de su bata clínica-. ¡Hombre, no creerás que van a intentarescaparse!-No -respondió Barstowe, desviando la vista-, es que me siento más..., más cómodo ahí abajo provisto de un bastón.Nunca se sabe, ¿verdad?Mientras Spellman subía la escalera, el ojo de su mente retenía la imagen de aquel palo de Barstowe. Si uno de sus

superiores llegaba a conocer la existencia del arma, Barstowe se encontraría metido en un buen lío. No es quecreyera que el rechoncho enfermero causaba a los internos algún daño con aquel objeto -si le amenazaba a través delos barrotes del ventanuco, el ocupante sólo tendría que retroceder al fondo de su celda para quedar al margen delpeligro-; no, con toda evidencia era como Barstowe le había explicado; con aquel palo simplemente se sentía más«cómodo».De todos modos, Spellman no pudo evitar el recuerdo de aquellos gritos que oía incrementarse en la noche cada vezque Barstowe tenía guardia en el pabellón del sótano. Lo curioso fue que aquella noche, más tarde -incluso en elsegundo piso, en las habitaciones abiertas de los pacientes más dignos de confianza y en los corredores entreaquellos alojamientos relativamente hogareños-, el estudiante de enfermería pudo oír todavía aquellos apagados ytorturados ecos del Infierno...

Hacia fluales de octubre, las lecturas y el estudio de Martin Spellman para su libro se habían centrado en casos másespecializados: en particular, aberraciones influidas al parecer por fuerzas «exteriores» imaginarias o alucinatorias.Había visto claras conexiones en un buen número de casos razonablemente bien autorizados, conexiones que eransobre todo interesantes en tanto que mostraban fantasías, sueños y engaños que eran casi idénticos en los diversospacientes.Por ejemplo, estaba el bien documentado caso de Joe Slater, el trampero de las montañas Catskill, cuyas accioneslunáticas en 1900 y 1901 parecieron gobernadas no por la luna sino más bien por la influencia de un punto u objetoen el cielo mucho más alejado que la órbita del satélite terrestre. Sin embargo, a Spellman le parecía que laautenticidad de este caso quedaba deslucida por la insistencia del cronista en que Slater estaba, de hecho, habitadopor la mente de un ser extraterrestre. Estaba luego el barón alemán Ernst Kant, el cual, antes de su horrible einexplicable muerte en un manicomio de Westfalia, había creído que sus acciones dementes estaban controladas poruna criatura a la que llamaba Yibb-Tstll, y que describía como «enorme y negra, con senos que se contorsionan y unano en la frente; una "cosa" de sangre negra cuyo cerebro se alimenta de sus propios excrementos...».De fecha más reciente eran las observaciones grabadas que el doctor David Stephenson efectuó de una tal J. M.Freeth, una maniaca zoófaga cuya intención declarada era «absorber» tantas vidas como pudiera. Eso lo conseguíacomo el Renfield de Bram Stoker, dando a comer moscas a las arañas, arañas a los gorriones y, finalmente,devorando ella misma a los gorriones. También ella, como el maniaco del relato de Stoker, se encontró con que le

negaban la posesión de un gato cuando se vio cuáles eran sus intenciones. Sus extravagantes fantasías habíanformado parte de su creencia en que la vigilaba una «criatura divina» sobrenatural, que finalmente acudiría aliberarla. Las obsesiones de la señorita Freeth y su manía de «devorar vida» no eran únicas, ni mucho menos, y elestudiante recogió y registró una serie de casos similares.Por otra parte, procedente de un manicomio llamado Canton, en Norteamérica, Spellman recogió la terrible historiade un interno que, antes de su huida y posterior desaparición unos siete años atrás, en 1928, había estadoabsolutamente seguro de su inmortalidad, y de que «habitaría para siempre en Y'hanthlei entre maravillas y gloriaeterna...». Su destino (pues tenía una inamovible confianza en sí mismo) estaba gobernado por «los Profundos,Dagon y el Señor Cthulhu» -con los primeros serviría en la adoración y glorificación del último-, fuera cual fuese elsignificado de aquellos nombres. Sin embargo, las aberraciones de aquel pobre desgraciado ofrecían una pista. Suaspecto recordaba mucho a un pez, con los ojos protuberantes y la piel escamosa, y se creía que estas anormalidadesfísicas le habían hecho pensar demasiado en ciertos remotos mitos y leyendas relativos a deidades marinas. Parecíaprobable, a este respecto, que su «Dagon» fuese el mismo dios-pez de los filisteos y fenicios, conocido a veces comoOannes.

Así pues, los estudios de Spellman se hicieron más específicos a medida que transcurrían las semanas, pero pocopodía imaginar que en una celda del Infierno residía un hombre cuyo caso era tan extraño como cualquiera de losque hasta entonces había recogido en su libro...

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A mediados de noviembre, el doctor Welford, que algo sabía acerca de la nueva dirección que estaban tomando losestudios de su alumno, invitó a Spellman a leer el historial de Wilfred Larner, que solía ser uno de los residentesmás sosegados del Infierno, pero que era capaz de transformarse con rapidez de un individuo razonablementecontrolado en un furioso animal salvaje. También el caso de Larner parecía tener su génesis en aquellas regiones«exteriores» que tanto fascinaban al estudiante de enfermería.

Así fue como, en su habitación encima del pabellón del sótano, Martin Spellman tuvo contacto por primera vez conel historial de Larner, que le absorbió desde el principio, en particular las menciones de cierto «Libro Negro» -algollamado el Cthaat Aquadingen-, que se suponía relacionado con el levantamiento de espíritus procedentes del agua ylos océanos, y otros «demonios» de orígenes más oscuros. Al parecer este libro era una de las causas principales delrápido declive mental de Larner unos diez años atrás; y según el historial, sus alusiones, sugerencias y en ocasionesla «revelación» flagrantemente blasfema apenas podían considerarse como una lectura inocua para cualquierpersona con un equilibrio mental delicado.Difícilmente podría culparse a Spellman por no reconocer el título, Cthaat Aquadingen, pues el libro era conocidotan sólo por unas pocas personas desperdigadas, en su mayoría anticuarios eruditos o estudiosos de obras raras yantiguas, algunos de ellos estudiosos de los fenómenos oscuros, las ciencias ocultas. En efecto, sólo existían cincoejemplares de la obra, en formas diversas, en todo el mundo; uno se encontraba en la biblioteca privada de uncoleccionista londinense; otro bajo llave -junto con el Necronomicon, los Fragmentos de G'harne, los ManuscritosPnakóticos, el Liber Ivonis, el temible Cultes des Goules y las Revelaciones de Glaaki- en el Museo Británico, y dos

de los otros en lugares aún más remotos e inaccesibles. El quinto ejemplar era el que pronto caería en las manos delinadvertido Spellman.Pero dejando este libro aparte, Larner, durante su decadencia y antes de que su hermana lo metiera en el instituto,también había reunido una considerable colección de recortes de prensa de todo el mundo, recortes que,considerados especialmente desde el punto de vista a menudo estrecho de una psique desordenada, podían adquirirtoda clase de aspectos perturbadores.Spellman se preguntaba de dónde había sacado el instituto su información con frecuencia detallada acerca de losacontecimientos que habían conducido al encierro de Larner, y en eso tuvo suerte, pues las preguntas que efectuó ala mañana siguiente al doctor Welford le llevaron a descubrir que la hermana de Larner había puesto todos losdocumentos relacionados con el trastorno mental de su hermano en manos de los alienistas del instituto. Tanto elarchivo de recortes de Larner como su Cthaat Aquadingen (un voluminoso rimero de hojas tamaño oficio grapadasy manuscritas por el propio Larner, copiadas presumiblemente de alguna otra obra) seguían guardados en unarmario de las espaciosas oficinas administrativas de Oakdeene, y el doctor Welford no fue contrario a la idea deponerias, al menos por algunos días, a disposición de Spellman.Muy poco pudo entender el estudiante del gran manuscrito de Larner, pues había demasiadas incoherencias en suextraño contenido -extravagantes yuxtaposiciones en la estructura de la frase y cosas por el estilo-, las cualesparecían indicar que se trataba de una traducción de alguna otra lengua, tal vez del alemán, debida a una personano demasiado versada en el idioma, quizás el mismo Larner. Por otro lado, éste pudo haber copiado su obra dealguna otra versión traducida, aunque tampoco era del todo imposible que él mismo fuese el autor, si bien estoúltimo parecía poco probable. Había espeluznantes descripciones de ritos -horrendas deremonias «mágicas» quecomportaban sacrificios humanos y de animales-, las cuales, pese a los efectos de una mala traducción, fueron másque suficientes para convencer al estudiante de enfermería de que el estudio de aquella obra había contribuido engran manera a que Larner acabara en el pabellón del sótano del instituto. Como Spellman tenía una mente muybien equilibrada y, en consecuencia, le pareció inútil recorrer tres o cuatrocientas páginas de semejante material,pasó rápidamente al archivo de recortes.Aquello ya era distinto, algo a lo que uno podía hincarle el diente. ¡Y qué regalo para la obra de Spellman!Comprobó con sorpresa que el archivo de recortes estaba lleno de material que sin ninguna duda podría utilizar.Había recortes procedentes de fuentes esparcidas por todo el mundo: de Londres, Edimburgo, Dublín, de América yAfrica, de Francia, la India y Malta, de las montañas Troodos de Chipre, de las desérticas llanuras australianas y

del bosque de Teutoburger en Alemania occidental, y en su mayor parte se referían a las acciones de personas -tantoaisladas como en grupos o «cultos»- pretendidamente influidas por fuerzas extraterrestres o «exteriores».Abarcaban un período que iba desde principios de febrero de 1925 a mediados de 1926 -casos detallados de pánico,manía y misteriosas excentricidades-, y a medida que leía, Spellman estableció rápidamente vínculos en lo que aprimera vista parecían relatos aislados. Dos columnas del News of the World habían sido dedicadas al caso delhombre que lanzó un grito terrible antes de matarse saltando desde una ventana de un cuarto piso. Lasinvestigaciones en su habitación demostraron que el suicidio estaba relacionado con alguna clase de rito mágico;dibujada en el suelo con tiza había una estrella de cinco puntas, y las paredes estaban pintadas con una toscarepresentación. del blasfemo Código Nyhargo. En Africa, los puestos misioneros de avanzada habían informadoacerca de amenazadores murmullos por parte de tribus poco conocidas del desierto y la jungla, y uno de los recortesmostraba cómo se hacían sacrificios humanos en honor de un espíritu de la tierra llamado Shudmell. Spellmanrelacionó en seguida esta información con la fantástica y todavía inexplicada desaparición de sir Amery Wendy-Smith y su sobrino en Yorkshire en 1933; también ellos parecían obsesionados por la convicción de que estabancondenados a muerte por los ardides de una «deidad» similar llamada Shudde-M'ell, «de aspecto gigantesco,

gomoso, como una serpiente, y con tentáculos». En California, toda una colonia teosófica vestía túnicas blancas paraun «glorioso advenimiento» que nunca llegaba, y en el norte de Irlanda jóvenes con túnicas blancas saquearon yprendieron fuego a tres iglesias de los suburbios para hacer sitio a «los Templos de un Señor Más Grande». En las

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Filipinas, los funcionarios norteamericanos encontraron a ciertas tribus fastidiosas en extremo durante todo aquelperíodo, y en Australia el sesenta por ciento de los poblados aborígenes se cerraron a cal y canto, aislándose de todocontacto con los blancos. Cultos y sociedades secretas en todo el mundo salieron a la luz por primera vez,admitiendo lealtad a diversos dioses y fuerzas y declarando que la afirmación de su fe, una «resurreccióndefinitiva», estaba a punto de realizarse. Se multiplicaban los disturbios en los manicomios, y a Spellman le asombróel estoicismo de las fraternidades médicas, que no habían reparado en los paralelismos y se habían limitado aextraer las conclusiones más simples.

La primera noche de su estudio a fondo del archivo, Spellman no se acostó hasta muy tarde, levantándose tambiénmuy tarde por la mañana. Aquél era un lujo raro en él. Durante todo el día tuvo una especie de sensación letárgica yno se molestó en estudiar ni siquiera trabajar en su libro. Aquella noche, cuando llegó la hora de su última ronda,todavía se sentía soñoliento y embotado, y fue entonces cuando se dio cuenta de que le habían destinado una vez mása los aborrecibles pabellones inferiores y al Infierno. De nuevo Barstowe compartió el turno de noche con elestudiante de enfermería, y Spellman supuso que antes de la medianoche el fofo colega bajaría para hacerle suofrecimiento habitual.A las once se encontraba en el pabellón del sótano, iniciando su primer recorrido apresurado del malsano lugar,cuando le sorprendió oír que le llamaban por su nombre desde el ventanuco con barrotes en la puerta de la segundacelda a la izquierda. Era la celda de Larner, y al parecer el hombre se hallaba en uno de sus estados más lúcidos.Eso le resultó muy conveniente al estudiante, pues tenía la intención de hablar con Larner a la primeraoportunidad, y ahora se dio cuenta de que se le había presentado la ocasión.-¿Cómo está, Larner? -le preguntó cuidadosamente, acercándose para atisbar el rostro blanco enmarcado por elpequeño cuadrado del ventanuco-. Desde luego, parece de buen humor.

-Lo estoy, lo estoy..., y confío en que me ayudará a seguir así...-¿Yo? ¿Cómo podría ayudarle?-Dígame -le preguntó Larner sigilosamente-, ¿quién está de guardia con usted esta noche?-El enfermero Barstowe. ¿Por qué lo pregunta?Pero Larner había retrocedido, apartándose de la puerta al oír mencionar el nombre de Barstowe, y Spellman tuvoque mirar a través del ventanuco para verle.-¿Qué ocurre, Larner? ¿Es que no se lleva bien con Barstowe?-Larner es un alborotador, Spellman... ¿No lo sabías?La voz gutural y extrañamente amenazadora de Barstowe brotó a sus espaldas, muy cerca. Spellman se sobresaltópor el inesperado sonido, y se volvió para mirar al rechoncho enfermero, que debía de habérsele aproximado tansilencioso como un ratón.-Y además -siguió diciendo el desagradable individuo-, ¿desde cuándo te dedicas a hablar del personal veterano conlos internos? Esa es una conducta muy irregular, Spellman.Pero éste no era hombre que se intimidara con facilidad, y el temor instintivo que había despertado en él laaparición de Barstowe se transformó en enojo al percibir la velada amenaza en la pregunta de aquel hombre.-Nadie te ha llamado aquí, Barstowe -replicó ásperamente-, ¿y qué te propones al bajar aquí con tanto sigilo? Sipiensas en cambiarme la ronda, ya puedes ir olvidándolo... ¡No me gusta cómo se comporta esta gente cuando estásde servicio!Spellman esperó a ver cómo reaccionaba Barstowe ante su acusación indirecta.El enfermero veterano había palidecido al oír aquello, y era evidente que no sabía cómo responder. Cuando lo hizosu actitud había cambiado.-Yo.., yo... ¿Adónde quieres ir a parar, Martin? ¿Qué insinúas? Sólo he bajado para hacerte un servicio. No estoyciego, ¿sabes?, y está claro que no te gusta hacer la ronda por aquí. Pero tú te lo has buscado, Martin. No volveré aofrecerte mi ayuda nunca más..., puedes estar seguro de ello.-Me parece muy bien, Barstowe, pero ¿no sería mejor que volvieras arriba? Puede que la mitad de los internos sehayan escapado y anden corriendo por ahí... ¿O acaso temen demasiado a ese bastón tuyo para atreverse?-Barstowe palideció todavía más, y bajo los pliegues de la bata su mano derecha se agitó involuntariamente ante lamención del palo-. Llévatelo, ¿quieres? -Spellman miró con fijeza el bulto delator bajo la bata clínica delenfermero-. Yo en tu lugar no me habría molestado. No lo vas a necesitar esta noche..., por lo menos aquí abajo.

Entonces Barstowe pareció encogerse, blanco como el papel, se volvió sin pronunciar palabra y casi echó a correrpor el pasillo y los escalones. Por primera vez, mientras el rechoncho enfermero subía apresuradamente aquellosescalones, Spellman observó que los ventanucos de las puertas que se alineaban en el corredor estaban ocupados.Rostros en diversas etapas de agitación o animación, con los ojos fijos en la figura en retirada de aquel hombredesagradable, estaban enmarcados por aquellas pequeñas aberturas con barrotes, y Spellman se estremeció alpercibir el auténtico odio que reflejaban aquellos rostros y ojos enloquecidos.Una hora después, durante su siguiente visita al Infierno, Martin Spellman trató de hablar con los tres o cuatrointernos del pabellón del sótano que de vez en cuando podían expresarse con claridad, pero fue inútil. Ni siquieraLarner quiso comunicarse con él. Y no obstante, el estudiante de enfermería podía detectar cierta satisfacción en laatmósfera; una peculiar sensación de seguridad fluía de un modo tangible tras las puertas cerradas con cerrojo y lasparedes acolchadas...

Durante una semana, por lo menos, tras el incidente con Barstowe, Spellman se sintió tentado de mencionar al

doctor Welford la extraña conducta de aquel hombre. Sin embargo, no quería causarle a Barstowe ningún mal.Después de todo, no tenía ninguna prueba fehaciente de que no cumpliera con su deber de la forma más adecuada, yel hecho de que llevara consigo un bastón cada vez que visitaba el pabellón del sótano no podía considerarse como

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prueba concluyente de algún propósito poco profesional. No había modo alguno en que Barstowe pudiera utilizar suarma. Parecía pura y simplemente que el hombre era un cobarde redomado y nada más..., alguien a quien, desdeluego, había que evitar y hacer caso omiso, pero de quien no era necesario preocuparse.Además, las cosas estaban mal en aquellos tiempos, y Spellman no quería cargar en su conciencia con el despido deBarstowe. Sin embargo, hizo una o dos preguntas discretas a los demás enfermeros y, si bien resultó que nadie seinteresaba gran cosa por Barstowe, era también evidente que nadie le consideraba especialmente maligno, nisiquiera un mal enfermero. Y así Spellman dejó el asunto de lado...

Hacia fines de noviembre Spellman oyó hablar del proyectado traslado de Barstowe a los alojamientos en elinstituto. Al parecer, la casera de la que era inquilino esperaba el regreso de su hijo del extranjero y necesitaba lahabitación del enfermero. Pocos días después la desagradable posibilidad se convirtió en realidad, y el extraño ydesagradable individuo se mudó a uno de los pequeños apartamentos en la planta baja. Apenas se había establecidoallí cuando, a fines del mismo mes, se produjeron en Oakdeene los primeros indicios del horror.Sucedió a primeras horas de la madrugada, después de una de aquellas tardes infrecuentes en que, incapaz desoportar su entorno durante otra noche sin alguna pausa, Martin Spellman se había dejado persuadir por HaroldMoody para ir a tomar un trago al pueblo de Oakdeene. Martin no era bebedor, y su límite solían ser tres o cuatrocervezas, pero aquella noche se sentía «en vena», y el resultado fue que cuando regresó con Moody al sanatorio,poco antes de medianoche, estaba más que preparado para irse derecho a la cama.Ia cerveza fue también lo que salvó a Martin Spellman del posible enfrentamiento con el horror cuando se produjo,pues en cualquier otro momento los horribles gritos y los demenciales chillidos procedentes del pabellón del sótano

sin duda le habrían despertado. Pero bebido como estaba, se perdió toda la «excitación», como la denominó HaroldMoody a la mañana siguiente, cuando entró en la habitación del estudiante para despertarle.La «excitación» se debía a que, cuatro horas antes, hacia las tres de la madrugada, uno de los peores habitantes delInfierno había muerto después de un ataque especialmente horrible. Durante su ataque, el hombre, un tal GordonMerritt, lunático irremediable durante veinte años, ¡había conseguido de alguna manera arrancarse un ojo!Sólo más tarde se le ocurrió a Spellman preguntar cuál de los enfermeros tuvo la desgracia de estar de guardiacuando Merritt sufrió su último y final ataque. Y un temblor casi inconsciente de extraña aprensión se apoderó de élcuando le dijeron que había sido Barstowe...

Durante las dos primeras semanas tras la muerte de Merritt, Barstowe se mantuvo muy reservado, mucho más queantes, y eso que nunca había sido precisamente una persona sociable. De no haber estado al tanto de la mudanza,Spellman ni siquiera habría sospechado que Barstowe se alojaba en el instituto. La verdad era que a los directivosde Oakdeene no les habían satisfecho en absoluto los resultados de la investigación, y habían dado al rechonchoenfermero un buen rapapolvo por sus reacciones a la situación la noche del incidente, que habían sido ineficaces ydemasiado lentas. La creencia general era que el ataque de Merritt podría haberse evitado si Barstowe hubieraactuado con mayor rapidez.El 13 de diciembre Spellman tuvo otra vez guardia nocturna, y una vez más le tocó recorrer a cada hora el pabellónllamado el Infierno. Hasta aquel momento nunca se había dado cuenta de que existiera en su inconsciente la menorintención de procurar descubrir más detalles de los hechos que rodeaban la muerte de Merritt -sólo sabía que«algo» le había perturbado durante demasiado tiempo y que había ciertas cosas que le gustaría saber-, y noobstante, en su primera visita al pabellón del sótano, fue directamente á la celda de Larner y llamó al hombre por elventanuco.Las celdas estaban construidas de tal modo que todos los ángulos interiores eran visibles desde aquellos ventanucoscon barrotes; es decir, que cada celda tenía forma de caña, y el extremo «agudo» de la cuña lo formaba la mismapuerta. Larner estaba tendido en su camastro, en el extremo de la celda, contemplando el techo en silencio, cuandoSpellman le llamó, pero se levantó en seguida y fue a la puerta al identificar a quien le llamaba.-Larner -le dijo Spellman tras intercambiar un breve saludo-, ¿qué le ocurrió a Merritt? ¿Fue..., fue tal como handicho, o...? Dígame lo que ocurrió, ¿quiere?

-¿Podría hacerme un gran favor, enfermero Spellman?Al parecer, Larner no había oído la pregunta del estudiante... O quizá, se dijo Spellman, había decidido ignorarla.-¿Un favor? Si puedo, Larner... ¿Qué quiere que haga?-¡Hay que hacer justicia! -exclamó de súbito el lunático, con tal vehemencia, con algo tan parecido al fervor en suvoz, que el joven enfermero retrocedió un paso, apartándose un poco de la puerta.-¿Justicia, Larner? ¿Qué quiere decir?-¡Justicia, sí! -El hombre escudriñó a Spellman a través de los barrotes, parpadeando con rapidez, nerviosamente,mientras hablaba. Y entonces, a la manera de ciertos lunáticos, cambió de tema con brusquedad-. El doctor Welfordha mencionado que le pareció a usted interesante el Cthaat Aquadingen. También a mí me pareció en otro tiempouna obra muy interesante..., pero hace ya mucho que no puedo disponer de ella. Supongo que ellos creen que sucontenido es..., bueno, que «no me conviene», y tal vez tengan razón, no estoy seguro. Es cierto que si estoy aquí espor el Cthaat Aquadingen. Oh, no hay duda de eso, sí, ése es el motivo por el que estoy aquí. Leía la Sexta Sathlattacon demasiada frecuencia, ¿sabe? Casi rompí del todo la barrera. Quiero decir que no ocurre nada por ver a Yibb-Tstll en sueños, eso al menos puede soportarse..., ¡pero hacer que atraviese la barrera!... ¡Ah! Ese es un pensamiento

monstruoso. Hacer que atraviese... ¡sin control!Algo de lo que Larner habla dicho le sonaba familiar al estudiante. En su breve exploración del libro de aquel loco,Spellman había visto uno o dos pasajes que contenían ciertos cánticos o invocaciones, los Sathlattae, y tomó nota

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mental de que debía ojear de nuevo el extraño volumen y descubrir lo que pudiera de ellos... Y también de aquella...¿criatura?..., Yibb-Tstll.Entonces Larner habló de nuevo, interrumpiendo los pensamientos de Martin. La expresión del lunático hablavuelto a cambiar, y ahora le miraba fijamente, con los ojos muy abiertos.-Bien, enfermero Spellman, ¿le sería posible hacerme un pequeño y sencillo servicio?-Primero tendrá que decirme de qué se trata.-Es muy simple... Quisiera que me hiciese una copia de la Sexta Sathlatta del Cthaat Aquadingen y me la trajera. No

hay ningún mal en ello, ¿verdad?Spellman frunció el ceño.-Pero ¿no acaba de culpar a ese mismo libro por encontrarse aquí?-Oh, pero entonces no sabía lo que estaba haciendo. Ahora es distinto..., sólo que no puedo recordar lo que dice; merefiero a la Sexta Sathlatta. Han pasado casi diez años...-La verdad es que no sé -consideró cuidadosamente Spellman-, pero mire, Larner, los favores son recíprocos, ¿sabe?Todavía no ha respondido a mi pregunta. Podría hacer lo que usted me pide pero, a cambio, ¿está dispuesto adecirme lo que ocurrió la noche en que murió Merritt?Sin embargo, la expresión de Larner había vuelto a hacerse furtiva y nerviosa, y desvió el rostro.-Eso lo arreglaremos nosotros, Spellman, no importa cuál sea el precio. -Tras murmurar estas palabras, volvió amirar el rostro del estudiante, enmarcado por el ventanuco barrado, y a Spellman le asombró de nuevo la facilidadcon que cambiaba el carácter de aquel hombre. Ahora su mirada era penetrante, casi la de un hombre cuerdo-. Nosucedió nada. Merritt sufrió un ataque, eso es todo. Era un loco, ¿sabe?Larner se volvió de nuevo, esta vez para ir al camastro y acostarse tal como estaba antes. Spellman supo que su

«charla» había terminado y siguió andando lentamente por el desolado corredor, asomándose a los ventanucosbarrados al pasar.Durante el resto de aquella noche, aunque sabía que todo estaba en orden, Martin Spellman no pudo librar susubconsciente de distantes timbres de alarma, y mientras caminaba por los oscuros pasillos echaba de vez en cuandoun nervioso vistazo por encima del hombro.

Spellman tuvo el siguiente fin de semana libre de guardia, y dedicó el sábado a buscar las extrañas referencias deLarner en el Cthaat Aquadingen. Por último encontró algo -¿un cántico, quizá?- de aspecto ineqnívocamentemisterioso, escondido en una de las cuatro secciones codificadas del manuscrito bajo el encabezamiento de «SextaSathlatta». Casi de un modo automático, copió las letras reunidas en extraños conjuntos, y mientras las anotaba enuna hoja de papel intentó pronunciarlas. Eran como un trabalenguas:

Ghe'phnglui, mglw'ngh ghee-yh, Yibb- Tstll,fhtagn mglw y'tlette ngh'wgash, Tibb- Tstll,ghe'phnglui mglw-ngh ahkobhg'shg, Yibb-Tstll;THABAITE! - YIBB- TSTLL, YIBB- TSTLL, YIBB- TSTLL!

Entonces, antes de buscar más referencias a Yibb-Tstll, el joven enfermero dedicó algunos minutos más a intentarextraer algún sentido a lo que había anotado. Fue inútil, y al fin abandonó la tarea para buscar las notascorrespondientes entre las que llenaban los márgenes. Al parecer, las notas eran el resultado de descifrar las páginascodificadas, los llamados métodos de evocación. Para aclarar el «mensaje» de las notas y facilitar su lectura,Spellman copió cuidadosamente las palabras, como había hecho con la Sexta Sathlatta:

1. PARA INVOCAR LO NEGROEste método requiere una oblea de (¿harina?) y agua con la Sexta Sathlatta impresa con los símbolos originales,entregada a la víctima con el cántico de invocación (Necronomicon, p. 224, bajo el título Hoy-Dhin), pronunciado envoz alta y a una distancia que permita a la dicha víctima oírlo. Eso no hará aparecer a Yibb-Tstll, sino a su SangreNegra, que tiene la propiedad de poder vivir aparte de Él, y es invocada desde un universo tan remoto que sólo lo

conocen Yibb-Tstll y Yog-Sothoth, colindante con todos los espacios y tiempos. Se acaba con la víctima cuando laSangre Negra le envuelve como un manto y le asfixia. Entonces el jugo de Yibb-Tstll regresa con el alma de lavíctima al cuerpo de El Ahogador en su propia continuidad...

2. PARA VER A YIBB-TSTLL EN SUEÑOS...y la Sexta Sathlatta puede utilizarse... que uno puede invocar en sueños la Forma de El Ahogador, Yibb-Tstll, quecamina por todos los tiempos y espacios. Sin embargo, debe observarse que el Cántico ha de usarse con cautela -sólouna vez- antes de cada sueño durante el que va a producirse la invocación, para que el Vidente no comunique aaquello que mira una Percepción de la Puerta de su Mente, y que, al usar esta Puerta para entrar desde el Exterior,y al volver al más allá a través de esta misma Puerta, Yibb-Tstll pueda quemar la Mente y la Puerta y todo en su iday venida..., pues la agonía es grande y la muerte cierta. Ni tampoco, durante semejante visita, estarían controladassus acciones en esta Esfera; y el apetito de El Ahogador era bien conocido por los Adeptos de la antigüedad...

3. PARA INVOCAR A YIBB-TSTLL

Este método también requiere el uso de la Sexta Sathlatta, invocada tres veces por treinta adeptos al unísono amedianoche del Primer Día. Nota: cualquier grupo de treinta invocadores recibirá la respuesta al ritual como se hadescrito, siempre que al menos uno de ellos sea adepto; pero si no hay entre ellos al menos siete adeptos -y a menos

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que la noche anterior a la medianoche en que se efectúa la invocación hayan cerrado sus almas con la BarreraNaach-Tith, ¡es muy posible que sufran horribles trastornos y castigos!

Aquí había una nota en tinta roja, añadida por Larner a las notas anteriores: «Hay que tratar de encontrar laspalabras restantes para levantar la barrera de Naach-Tith...». A Spellman le pareció evidente que cuando el hombredel pabellón llamado el Infierno escribió la última nota críptica, estaba ya muy avanzado en su proceso demencial.Durante el resto de la tarde Spellman dejó de lado las páginas de su manuscrito, que iba tomando forma con

rapidez, y volvió a sus estudios. Hizo una sola pausa hacia las seis, para cenar, e inmediatamente volvió a sus librosde texto. A las ocho preparó café, pero el brebaje, en vez de mantenerle despierto, pareció debilitarle, por lo que setendió en la cama con el propósito de dormitar unos minutos. Sin embargo, estaba más fatigado de lo que creía, y sedespertó con calambres y escalofríos unas tres horas después, cuando una pesadilla, cuya naturaleza no podíarecordar, puso fin a su sueño.Entonces encendió el hornillo de gas y se preparó otra taza de café antes de coger su manuscrito para hacer algunaspequeñas alteraciones y tomar más notas. Trabajó intensamente hasta las dos de la madrugada, y no se desvistió yacostó hasta que estuvo seguro de que el capítulo de su libro, en el que trabajaba en aquellos momentos, estaba bienencarrilado. Sin embargo, antes de dormir cogió las hojas de papel con las notas anteriormente copiadas del CthaatAquadingen.De nuevo intentó pronunciar en voz alta el extraño revoltijo de letras denominado la Sexta Sathlatta, imaginandoque esta vez su pronunciación se aproximaba más a la verdadera. Pero antes de llegar al final de la segunda líneasintió un extraño temor que le hizo detenerse. Un escalofrío involuntario le recorrió la espina dorsal.¿Qué era lo que había leído de aquella llamada «invocación»? Sí, allí estaba, tal como la había copiado: «... y la

Sexta Sathlatta puede utilizarse... que uno puede invocar en sueños la Forma del Ahogador, Yibb-Tstll, que caminapor todos los tiempos y espacios».Un extraño torpor pareció apoderarse de él y sacudió la cabeza para despabilarse; pero aunque eso le despejó unpoco, dejó de todos modos los papeles y se tendió en la cama. Estaba claro que a sus nervios les ocurría algo raro.Debía de ser la influencia de aquel lugar y de los internos. Tendría que ir con más frecuencia al pueblo de Oakdeeneen compañía de Harold Moody.Volvió a conciliar rápidamente el sueño, y una vez más lo que soñó tuvo una naturaleza de pesadilla...

Ante él se desplegaba un panorama de insólita vegetación y flores monocromas de aspecto maligno. Junglas deoscuros y exóticos helechos extendían sus frondas culebreantes hacia los cielos de color verde oscuro, sin estrellas,por los que se deslizaban unos pájaros fantásticos de alas con muchas venas, pulsátiles. Había un claro cerca de lamaraña infernal de plantas desconocidas, que parecía atraer de alguna manera inexplicable al espíritu inconscientede Spellman. Los arbustos fungoides se apartaban de él mientras se movía hacia el claro, y enormes insectoszumbaban malignamente, saliendo del interior de flores de venenoso aspecto al aproximarse él. Se dio cuenta de queél era el elemento extraño en aquella monstruosa dimensión de sueño, y que el disgusto de sus habitantes era como elque él podría experimentar si los papeles estuvieran invertidos.Pronto llegó al claro, una gran zona escabrosa de tierra blanquecina y estéril que se extendía al menos doskilómetros antes de que la jungla se reanudara al otro lado. En el centro de aquella repugnante extensión estaba LaCosa, y a la distancia a que se encontraba Spellman juzgó que su altura era por lo menos tres veces superior a la deun hombre. Al acercarse más por el terreno costroso, cubierto de escombros menudos, vio que La Cosa se volvía,girando lentamente sobre los pies, que ocultaba un gran manto verde, un manto que sobresalía, se agitaba ycontorsionaba desde debajo de... ¿la cabeza?... hasta la corroída y polvorienta superficie en la que se hallaba. Alacercarse aún más, el soñador Spellman sintió unos deseos incontenibles de gritar cuando la gran figura se volvióhacia él y vio claramente su rostro por primera vez. Si la terrible forma no hubiera seguido girando..., sí aquellosojos le hubieran mirado un solo instante..., Martin Spellman supo que no habría podido evitar el grito; pero no, LaCosa de Verde continuó su giro al parecer sin objetivo alguno, y su voluminoso manto vibraba con un misteriosomovimiento...Cuando Spellman estaba muy cerca del gigante, a unos pocos pasos de distancia, cesó su movimiento hacia La Cosa.

Esta había seguido girando, apartándose de él, pero cuando Spellman se detuvo, cesó también de moverse.¡Entonces La Cosa dejó de girar por completo!Por un instante, la escena pareció congelada, y el único movimiento era la fantástica ondulación del manto verde.Luego, con lentitud pero de un modo inexorable, la forma monstruosa empezó a girar de nuevo hacia el paralizadosoñador.Pronto la gran figura se detuvo de nuevo, de cara a Spellman, el cual lanzó un grito mudo cuando el horrendomanto onduló con más violencia que antes, entreabríéndose para permitir al soñador tener un atisbo de lo que habíabajo los pliegues verdes. Allí, alrededor del pulsátil cuerpo negro del Antiguo, unas criaturas con forma de reptil,enormes alas y sin rostro se apretujaban aferrándose a una multitud de senos negros, como péndulos, que secontorsionaban.Eso fue todo lo que Martin Spellman vio...

Y la siguiente cosa de la que tuvo conciencia fue que alguien le despertaba agitándole rudamente y abofeteándole.

Harold Moody, con una alegre borrachera a cuestas, acababa de regresar a pie del pueblo de Oakdeene, y se había«dejado caer» para ver si Martin le invitaba a una taza de café. Sabía que Martin solía trabajar hasta muy tarde,pero encontró a su joven amigo presa de la angustia y las convulsiones de su pesadilla. Jamás hombre alguno, medio

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borracho o no, y a pesar de la hora avanzada, había sido mejor recibido que Harold Moody; pues, aun dándosecuenta de que sólo había estado soñando, Spellman se irguió en la cama temblando sin poder contenerse mientras suvisitante tardío preparaba café. Recordaba claramente la pesadilla, y lo que recordaba era la cosa más infernal que jamás había conocido.La monstruosa jungla ya había sido bastante horrible..., y los insectos que llenaban las flores..., y el claro de tierramuerta y desmenuzada. Peores aún habían sido las criaturas membranosas, ciegas y aladas bajo el manto de unverde enfermizo del gigante. Pero lo peor de todo fueron los ojos en la cabeza de aquel coloso que giraba

lentamente...

A la mañana siguiente, a pesar de una extraña apatía contra la que tuvo que luchar duramente, Spellman se dedicóa la larga tarea de buscar con cuidado en el Cthaat Aquadingen. El sueño de la noche anterior había sido tan real...,y no obstante no podía recordar haber visto en el «Libro Negro» de Larner una descripción de algo que se parecierani de lejos a la visión de pesadilla que él había tenido. Incluso en pleno día, con el débil sol de diciembre brillando através de la ventana que daba al patio de ejercicios, Spellman se estremeció al recordar La Cosa de su sueño. Nohabía nada parecido excepto la descripción de Ernst Kant de «una cosa con senos negros y un ano en la frente», y noprocedía del Cthaat Aquadingen, sino de una obra relativamente moderna sobre casos singulares de desequilibriomental, similar al libro que Spellman trataba de escribir. ¿De dónde, pues, había obtenido su subconsciente elmonstruo del sueño?Se dio cuenta de que, después de todo, debía de tener una mente más proclive a la sugestión de lo que había creídohasta entonces. Naturalmente, había soñado con La Cosa tras leer el supuesto método para «invocar a Yibb-Tstll en

sueños». Por ridícula que fuera, la idea había influido con fuerza en su subconsciente, y el resultado había sido lapesadilla...

Durante los días siguientes y en el periodo navideño, Spellman tuvo que dedicar todo su tiempo a tareas que leagradaban mucho menos que el trabajo que había hecho hasta entonces. En una palabra, mientras que tenía libresla mayor parte de las noches, sus deberes diurnos incluían la instrucción en métodos para mantener a los internosmás peligrosos «limpios y aseados». Tenía que aprender a dar de comer y a bañar a pacientes violentos, y a limpiarlas celdas de aquellos inclinados a tener hábitos animales. Se alegró cuando aquellas lecciones terminaron y pudovolver a su rutina anterior.El 27 de diciembre Spellman volvió a tener guardia nocturna, y el destino quiso que su nombre apareciera en la listaal frente de aquella tarea especialmente dura: los pabellones inferiores, y en particular el conocido como «elInfierno».Aquella noche, en su primera visita al Infierno, Spellman se encontró con que Larner le aguardaba tras elventanuco de su celda.-¡Enfermero Spellman..., al fin ha venido! ¿Ha hecho..., ha hecho...?Le escudriñó ansiosamente entre los barrotes.-¿Si he hecho qué, Larner?-Le pedí que copiara la Sexta Sathlatta... del Cthaat Aquadingen. ¿Se ha olvidado?-No, no me he olvidado, Larner -replicó él, aunque en realidad se había olvidado-, pero dígame, ¿qué intenta hacercon la..., la Sexta Sathlatta?-¿Hacer? ¡Hombre, es..., es un experimento! Sí, eso es, un experimento. Por cierto, enfermero Spellman, ¿estaríadispuesto a echarnos una mano para realizarlo?-¿«Echarnos», Larner? ¿A quién además de usted?-A mí..., sólo me refería a mí... ¡Podría ayudarme!-¿De qué modo?Spellman se sintió interesado, y a pesar de las circunstancias le impresionó la aparente lucidez del lunático.-Más tarde se lo diré..., pero deberá proporcionarme pronto la Sexta Sathlatta..., además de unas hojas de papel enblanco y un lápiz...

-¿Un lápiz, Larner? pellman frunció el ceño con suspicacia-. Usted sabe que no puedo darle un lápiz.-Entonces un carboncillo -le rogó el hombre en tono desesperado-. No puedo hacer ningún daño con eso, ¿verdad?-No, supongo que no. Creo que puedo facilitarle un carboncillo.-¡Magnífico! ¿Así pues, usted...?El loco dejó la pregunta en el aire.-No puedo prometérselo, Larner..., pero pensaré en ello.El horrible sueño que había tenido dos semanas antes estaba ya muy borroso en la memoria de Spellman, y se dijoque sería interesante ver qué hacía Larner con la Sexta Sathlatta.-Bien, de acuerdo..., ¡pero piénselo con rapidez! -le apremió Larner, interrumpiendo sus pensamientos-. Debo tenerlas cosas que necesito bastante antes de fin de mes. De lo contrario..., bueno, el experimento no saldría bien...; nopodría repetirlo hasta dentro de un año.Entonces la mirada de Larner volvió a extraviarse y su expresión de lucidez se alteró hasta que sus rasgosparecieron vagos y débiles. Se volvió y caminó lentamente hacia la cama con las manos a la espalda.-Veré qué puedo hacer por usted, Larner -dijo Spellman al hombre de espaldas-. Probablemente esta noche.

Pero, al parecer, el demente había perdido todo interés en su conversación.Lo mismo sucedió más tarde, cuando Spellman regresó al pabellón del sótano tras una rápida visita a su habitación.Llamó a Larner, introduciendo entre los barrotes un carboncillo, papel en blanco y la hoja con la Sexta Sathlatta

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copiada del libro de Larner; pero el lunático permaneció sentado en la cama, sin dar respuesta alguna. Spellmantuvo que dejar caer al suelo de la celda los objetos que el demente le había pedido, y ni siquiera entonces Larnermostró el menor interés.Sin embargo, hacia el amanecer, cuando la grisácea luz del alba empezaba a afirmarse a través de las nubescargadas de nieve, el joven enfermero observó que Larner estaba atareado, escribiendo; se afanaba con elcarboncillo y el papel, pero al igual que antes hizo caso omiso de los esfuerzos de Spellman por comunicarse con él.

Dos días después, tras la pausa del mediodía, Spellman bajó a su habitación para fumar un cigarrillo antes deiniciar sus tareas de la tarde. Mientras extraía el cigarrillo del paquete, miró a través de los barrotes de su ventana(Harold Moody le había explicado jovialmente que los barrotes no eran para mantenerle encerrado -nadie dudabade su cordura-, sino para mantener fuera a los locos que hacían ejercicio) a la docena de internos del Infierno quepaseaban o arrastraban los pies arriba y abajo del patio cercado por altos muros. Los peores tenían grilletes en lospies, de modo que sus movimientos estaban restringidos y eran mucho más lentos, pero al menos la mitad de ellos notenían ningún impedimento físico..., excepto la atenta vigilancia de la media docena de guardianes enfundados enbatas blancas.Estos últimos parecían especialmente letárgicos aquel día, o al menos ésa era la impresión que obtenía el observadoratento, pues desde su ventajosa posición le resultaba claro que Larner estaba tramando algo. Spellman vio que cadavez que Larner pasaba junto a otro interno, le decía algo, y que entonces su mano se aproximaba sospechosamente ala del otro. Parecía a todas luces como si estuviera pasando alguna cosa a los demás. Pero ¿qué sería? Spellmancreyó saberlo.

También se dio cuenta de que tenía el deber de advertir a los guardianes del patio de que algo se tramaba..., pero nolo hizo. Era muy posible que, si llamaba la atención de los otros acerca de las actividades de Larner, al final seperjudicara a sí mismo, pues creía que Larner estaba pasando a los otros copias de la Sexta Sathlatta. Entoncessonrió. Sin duda el loco pretendía llevar a cabo el intento de invocar a Yibb-Tstll. ¡Cómo se contradecía la mente dellunático!, pensó, apartándose de la ventana. ¡Vamos! Difícilmente podría uno llamar «adeptos» a las doce criaturasen el patio de ejercicios, y en cualquier caso, a Larner le faltaba un hombre más.A las cuatro de la tarde llamaron a Spellman para que bajase al patio con otros cinco guardianes y vigilara a losinternos del Infierno mientras efectuaban su segundo y último ejercicio del día. Uno de los otros cinco era Barstowe,el cual parecía en extremo nervioso e incómodo, pero se mantenía alejado del joven enfermero. Este ya se habíadado cuenta anteriormente de que cuando Barstowe se encontraba en el patio de ejercicios los locos mostraban unapaciguamiento excepcional..., y no obstante, ahora, por primera vez, había en ellos una indefinible actitud desosegado desafío..., como si, por así decirlo, tuvieran un «as» en su manga colectiva. Barstowe también habíareparado en ello, y su interés aumentó cuando Larner se acercó a Spellman para hablar con él.-Ya no falta mucho, enfermero Spellman -le dijo en voz baja tras intercambiar unos razonables saludos.-¿Ah, sí? -Spellman sonrió-. ¿Es cierto, Larner? He visto que pasaba a los demás esas copias que ha hecho.Una expresión de congoja apareció de inmediato en el rostro de Larner.-No se lo habrá dicho a nadie, ¿verdad?-No, no se lo he dicho a nadie. ¿Cuándo va a decirme qué significa todo esto?-Pronto, pronto... Pero ¿no es una lástima que no conozca la fórmula del Naac-Tith?-Eh..., sí, es una lástima -convino Spellman, preguntándose de qué diablos hablaba ahora el individuo. Entoncesrecordó haber visto la mención de una llamada «Barrera Naach-Tith» en las notas de Larner en el CthaatAquadingen-. ¿Se malogrará por eso el experimento?-No, pero... la verdad es que lo siento por usted...-¿Por mí? -Spellman frunció el ceño-. ¿Qué quiere decir, Larner?-No se trata de mí, comprenda -añadió rápidamente el loco-, lo que me ocurra no puede importar gran cosa en unlugar como éste... Y con los otros ocurre tres cuartos de lo mismo. Aquí,; no hay mucha esperanza para ellos. ¡Quédigo! ¡Algunos de ellos incluso podrían beneficiarse de los trastornos! Pero es usted, Spellman, usted... Y lo siento deveras...Spellman consideró cuidadosamente su próxima pregunta.

-Entonces, ¿es tan importante esa... fórmula?Deseó poder comunicarse con el hombre, descubrir los retorcidos círculos en que se movía su mente.Pero Larner había fruncido repentinamente el ceño.-No habrá leído el Cthaat Aquadingen, ¿verdad? -le dijo en tono acusatorio.-Sí, sí, claro que lo he leído..., pero es muy difícil, y no soy... -Spellman buscó la palabra adecuada-: ¡No soy unadepto!Larner movió la cabeza, ya sin el ceño fruncido.-Eso es exactamente: usted no es un adepto. Deberían ser siete, pero yo soy el único. La fórmula Naach-Tithayudaría, naturalmente, pero incluso así... -De repente Larner vio a Barstowe, que se acercaba poco a poco-.Lethiktros Themiel, phitrith-te klept-hos! -musitó al instante entre dientes, y entonces se volvió de nuevo haciaSpellman-: Pero no conozco el resto, ¿se da cuenta, Spellman? Y aunque lo supiera..., no está designada paramantener alejada «su» clase de maldad...Al día siguiente, cuando Spellman fue un momento a su habitación para observar a los internos del Infierno a travésde la ventana con barrotes, volvió a fijarse en la extraña camaradería que existía entre ellos. Reparó también en que

Larner tenía cruzado el rostro por una fina cicatriz roja, ausente el día anterior, y se preguntó cómo el loco sehabría causado aquella lesión. Por capricho, sin saber exactamente por qué lo hacía, consultó la lista para saberquién había estado de guardia la noche anterior. Y entonces supo que no había sido capricho, sino una horrible

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sospecha..., pues Barstowe había estado de guardia, y Spellman imaginó al rechoncho y desagradable enfermero consu bastón. La inquietud volvió a apoderarse de él al pensar en la cicatriz que cruzaba el rostro de Larner y en aquelotro interno que de algún modo había conseguido arrancarse un ojo en un «ataque lunático fatal»...

Aquella noche, bien entrada la Nochevieja, tras un día de festividades muy limitadas para Spellman, al verseensombrecidas por su creciente inquietud, éste recibió el que debería haber sido su primer aviso definido del horror

que se avecinaba. Sin embargo, lo cierto es que le prestó escasa atención; no tenía guardia y trabajaba en su libro.Pero después de que se extinguieron todos los gritos en el pabellón de abajo, Harold Moody, que estaba de guardia,subió a su habitación para decírselo.-¡Jamás vi nada parecido! -le dijo a Spellman tras acomodarse nerviosamente en el lecho del joven-. ¿Lo has oído?-He oído unos gritos, sí. ¿Qué ha ocurrido?-¿Eh? -Moody apuntó su oído sano en dirección a su amigo-. ¿Gritos, dices? Eran más bien cánticos... Todos juntos,a voz en grito, tanto que casi me vuelven sordo del todo. Pero no eran palabras, Martin..., al menos no eran palabrasreconocibles..., sino un galimatías. ¡Un puro galimatías!-¿Un galimatías? -Spellman se levantó de inmediato y cruzó la pequeña habitación para ponerse al lado del agitadoMoody-. ¿Qué clase de... galimatías?-Bueno, la verdad es que no lo sé. Quiero decir...-Veamos si era así -le interrumpió Spellman, al tiempo que cogía el Cthaat Aquadingen de la mesita de noche ypasaba sus páginas hasta encontrar la que buscaba.

Ghe'phnglui, mglw'ngh ghee-yh, Yibb- Tstll,fhtagn mglw y'tlette ngh'wgah, Yibb- Tstll,ghe'phnglui...

Se detuvo abruptamente, dándose cuenta de que no necesitaba leer las palabras del libro, porque de pronto estabanimpresas de un modo indeleble en su mente.-¿Era..., era algo así lo que cantaban ellos?-¿Eh? No, no, era diferente..., unas sílabas más ásperas, no tan guturales. Y ese tipo, Larner... ¡Dios mio, ése sí quees un caso!... No paraba de decir que «no conocía el final».Moody se levantó para marcharse.-De todos modos, ya ha terminado...Cuando Moody llegaba a la puerta, empezó a sonar el despertador de Spellman. El joven enfermero había fijado elmecanismo para que sonara a medianoche, simplemente para saber cuándo llegaba el Año Nuevo. Recordándoloahora, deseó un feliz Año Nuevo a Harold. Entonces, después de que su amigo le respondiera afectuosamente ycerrara la puerta tras de sí, Martin cogió de nuevo el Cthaat Aquadingen.Nochevieja... ¡La noche anterior al primer día del año! Así pues, se dijo Spellman, Larner había tratado de levantarla «Barrera de Naach-Tith», pero, naturalmente, no había sabido todas las palabras. Spellman reflexionó tambiénen el extraño hecho de que él era capaz de recordar, sin ningún esfuerzo digno de mención, la Sexta Sathlatta, y quelas misteriosas consonantes de aquellas líneas demenciales parecían de algún modo aclararse más en su mente y sulengua.Bien, de acuerdo..., se había permitido una o dos tonterías con Larner, pero aquello había terminado...; era hora deque el misterioso experimento del loco llegara a su fin. Sin embargo, por su complacencia con las alocadas fantasíasdel lunático, se habían producido los disturbios en el pabellón conocido como «el Infierno». ¿Y qué ocurriría lanoche siguiente? ¿Repetirían veinticuatro horas después los internos del Infierno la Sexta Sathlatta trece veces, enun intento de invocar al temible Yibb-Tstll? Spellman lo creía así, y (caramba con la astucia de la mente lunática)Larner había tratado de atraerle a... ¿aquella especie de reunión espiritista?No es que Spellman creyera ni por un momento que alguna clase de daño, sobrenatural o de otro tipo, podríaprovenir de las palabras pronunciadas por un grupo de locos; pero una repetición de los desórdenes de aquellanoche podría muy bien alertar a las autoridades del sanatorio acerca de sus tratos con Larner, a todas luces ilegales.

Entonces se vería sin duda en problemas, incluso en una posición incómoda, y no quería perjudicar sus relacionescon el doctor Welford y uno o dos de sus superiores. Por la mañana tenía guardia en los pabellones superiores, yterminaría a las cuatro de la tarde, pero antes encontraría la manera de bajar a ver a Larner. Tal vez unas palabrasamables con el lunático normalizarían las cosas.Ya en la cama, antes de dormirse, Spellman pensó de nuevo en su habilidad para recordar con detalle la caóticaSexta Sathlatta, y apenas se había representado mentalmente aquellas líneas cuando las palabras afloraron a suslabios. Asombrado por su insospechada facilidad, susurró las palabras en la oscuridad de su habitación, y casi deinmediato se sumió en un profundo sueño.

Volvía a estar en el misterioso bosque bajo los cielos verdeoscuro surcados por extrañas aves. De nuevo, mucho másintensamente que antes, su espíritu soñador sintió el tirón de La Cosa en el claro escabroso: Yibb-Tstll enorme ypotente, girando de un modo inexorable, casi estúpidamente, alrededor de su propio eje, con su manto ondulando demanera monstruosa mientras las oscuras criaturas bajo sus pliegues aleteaban y se aferraban con ciego horror a los

múltiples senos negros y serpenteantes.

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Esta vez, en cuanto Spellman se deslizó (su movimiento en el sueño era tan etéreo como el deslizarse de las algas enuna ciénaga fantástica llena de sargazos) hacia el claro de tierra desmenuzada, la vasta obscenidad en el centrodetuvo su giro, y al aproximarse más vio que sus ojos estaban fijos en él..

El puro horror de lo que siguió mientras se acercaba más y más al abominable Antiguo arrancó a Martin Spellmande su sueño, y su simplicidad no hizo más que reforzar aquel horror. ¡Lo asombroso era que Spellman había sido

capaz de reconocer lo que eran realmente las contorsiones de aquellos rasgos infernales!-¡Ha sonreído..., La Cosa me ha sonreído! -gritó, al tiempo que se incorporaba en la cama y apartaba las mantas.Permaneció sentado durante largo rato, contemplando con los ojos muy abiertos la oscuridad de su habitación,temblándole los miembros y con una sensación enfermiza en la boca del estómago. Luego bajó de la cama y, conmanos convulsas, se preparó café.Dos horas después, hacia las cuatro de la madrugada, cuando el alba todavía estaba lejos, logró superar susdificultades para conciliar de nuevo el sueño. Y durante el resto de la noche durmió plácidamente...

Cuando Martin Spellman se despertó, la mañana del día de Año Nuevo de 1936, no tuvo tiempo para pararse aconsiderar lo sucedido la noche anterior; durmió hasta bastante tarde, luego tuvo que hacer guardia y el tiempopasó volando. Spellman no lo sabía, pero aquél iba a ser el día más lleno de acontecimientos desde su llegada aOakdeene... Y al final del día...A las diez y media de la mañana logró encontrar la manera de bajar al pabellón del sótano, y una vez en el Infierno

fue directamente a la celda de Larner. A través del ventanuco barrado vio que su propósito de hablar con el lunáticoera inútil. Larner echaba espuma por la boca y, presa de un ataque silencioso, se arrojaba contra las paredesacolchadas, con los ojos hinchados y mostrando los dientes, que hacía rechinar con frenesí. El estudiante abandonóel pabellón y encontró al enfermero encargado de atender los pabellones inferiores. Informó del silencioso ataqueque sufría Larner y volvió a ocuparse de sus tareas.Hacia el final de la pausa para almorzar, Harold Moody, que no había visto a Spellman en el comedor, encontró al joven enfermero paseando de arriba abajo en la intimidad de su reducida habitación. Spellman no le dijo nada de loque pensaba. De hecho, ni él mismo sabía lo que le preocupaba, excepto que tenía la sensación de que se avecinaba...algo, inquietante sensación que se alivió un poco cuando Moody le dio la noticia de que Alan Barstowe había dejadosu trabajo en el sanatorio. Nadie sabia con seguridad por qué el rechoncho enfermero dejaba su trabajo, pero alparecer habían corrido rumores acerca de su estado nervioso. Moody declaró que en su opinión el lugar y losinternos habían terminado por desequilibrar a aquel hombre...

Más tarde, tras finalizar las tareas de la jornada, Spellman -todavía excesivamente satisfecho por la noticia de lainminente partida de Barstowe, más contento y relajado a cada minuto que pasaba- tomó una comida rápida antesde volver a su habitación y sacar sus manuscritos. Pero a las nueve de la noche, al descubrir que con la llegada de lanoche había vuelto su fastidiosa inquietud, impidiéndole concentrarse, dejó el libro de lado y se dispuso a pasar unrato tendido en la cama. Dedicó algún tiempo al intento de detectar ruidos insólitos procedentes del Infierno, y no lealivió nada descubrir que todo parecía muy tranquilo allá abajo. Pocos minutos después, al darse cuenta de queempezaba a adormilarse, se levantó y encendió un cigarrillo. No quería dormir; tenía el propósito de permanecerdespierto hasta la medianoche, para ver si los habitantes del sótano emprendían alguna otra actividad inspirada porLarner.Para entonces se había apoderado de Spellman un intenso deseo de leer de nuevo el Cthaat Aquadingen, en especialla Sexta Sathlatta..., y tomó el libro antes de poder reprimir aquel impulso. No tenía idea de lo que podía interesarledel «Libro Negro» de Larner en aquel momento. Pero se sentía muy fatigado, lo cual era bastante natural, teniendoen cuenta los disturbios de la noche anterior, y empezaba a dolerle la cabeza. Sin embargo, aunque se tomó una tazade café preparada a toda prisa, acompañada de una aspirina, el cansancio y el dolor detrás de las sienes fueron enaumento, hasta que se vio obligado a acostarse. Consultó su reloj y vio que eran las once menos diez; y entonces,

antes de que supiera qué ocurría......Alguien, en alguna parte..., una voz bien conocida..., musitaba las palabras caóticas de la Sexta Sathlatta, y en elmismo momento en que se sumía en un profundo sueño, Spellman supo que aquella voz era la suya propia...

Volvía a estar en el borde del emponzoñado claro, bajo unos cielos de color verdeoscuro y con la jungla maligna ya asus espaldas; y frente a él, en el centro del claro, aguardaba Yibb-Tstll, girando inexorablemente como siempresobre su propio eje. Spellman deseaba darse la vuelta y echar a correr, alejarse de La Cosa, que aguardaba con sugran manto verde y ondulante. Se abatió, oponiendo toda la fuerza de su mente inconsciente y su voluntad contra elhorrendo magnetismo que irradiaba de la repugnante monstruosidad giratoria que estaba ante él... Lucho y casiganó..., pero no del todo. Lentamente, con una lentitud desesperante, con la mente dormida estrujada hasta formaruna minúscula bola de concentración, Martin Spellman sintió el tirón hacia delante por parte de aquella tierraleprosa. Y mientras se oponía al horror del Antiguo, podía percibir la cólera de éste, la premura que engendrabaahora en la atmósfera de aquella atroz región de sueño.

Spellman libró su perdida batalla durante un tiempo que pareció extenderse horas enteras, y entonces Yibb- Tstll,cansado del juego y consciente de la escasez de tiempo, intentó una táctica diferente.

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Cuando se encontraba aún a considerable distancia del centro del claro, Spellman vio que La Cosa detenía su giro; yentonces, sin previo aviso, el horror echó atrás su manto para liberar a las infernales criaturas que anidabandebajo...Spellman sólo podía enfrentarse con una cosa a la vez, y Yibb-Tstll no iba a permitirle esta vez la huida hacia eldespertar. Aun sabiendo que estaba soñando, Spellman se encontraba a merced de su sueño. Lanzó un mudo grito,atacando ferozmente a las negras criaturas aleteantes, sin rostro, de cuerpo repulsivo, las cuales le golpeaban consus alas de piel y hueso e intentaban hacerle caer al suelo. Al fin ellas ganaron y el hombre cayó, y se agazapó,

cubriéndose la cabeza con las manos mientras sentía que le empujaban rápidamente hacia delante, y cuando cesó laruidosa actividad a su alrededor, alzó la vista, amedrentado..., y se encontró a los pies de la colosal Cosa envuelta enel manto verde.De nuevo aquellos ojos atroces..., aquellos ojos rojos que no estaban fijados donde deberían..., ojos que se movíancon rapidez, independientemente..., deslizándose con repugnante viscosidad por toda la putrefacta superficie de lacabeza pulposa y reluciente de Yibb- Tstll.De súbito vio que no estaba solo, y aquello le distrajo del horror que se alzaba ante él. Había otros con él..., docemás..., e incluso en el sueño los rasgos y las formas de algunos de ellos estaban contorsionados, y otros babeaban ysus miradas eran extrañas, haciendo patente su intensidad.¡Larner!... y el resto de los internos del Infierno... Aquello parecía ahora una reunión de locos hechiceros quehubieran ido a postrarse a los pies de un «dios» lunático, el repugnante Yibb-Tstll.Todavía arrodillado, Spellman desvió el angustiado rostro y vio un libro abierto ante él, sobre el suelo putrefacto.¡El Cthaat Aquadingen, el ejemplar de Larner, y abierto por la Sexta Sathlatta!-¡No! ¡Oh, no! -gritó Spellman sin voz, comprendiendo de súbito.

¿Por qué? ¿Con qué objeto debería permitirse a aquella... Cosa... caminar sobre la Tierra?Larner se agachó junto a él.-En el fondo de tu corazón lo sabes, enfermero Spellman. ¡Lo sabes!-Pero...-No hay tiempo.¡ Ya es casi medianoche! ¿Te unirás a nosotros para la Llamada?-¡No, maldito seas, no!Spellman grító mentalmente su negativa.-¡Lo harás! -respondió una voz retumbante y extraña en su cabeza-. ¡Ahora!E Yibb- Tstll sacó de debajo de su manto una cosa verde y negra que podría ser un brazo, con una especie de manoprovista de dedos cuyas puntas aplicó a la boca, las orejas y las narices de Spellman..., profundizando en su mente...,buscando y apretando ciertos lugares...

Cuando el gran Antiguo retiró sus dedos viscosos, los ojos de Spellman tenían una expresión vacua y le colgaba laboca, goteando saliva. Sólo entonces, a medianoche, como obedeciendo a una orden, aunque nadie la había dado,simultáneamente y en un perfecto unísono el grupo dio comienzo a la invocación..., con Spellman erguido en sucama y los demás en sus celdas del pabellón inferior.

A principios de febrero se extinguió el furor en Oakdeene. Para entonces los acontecimientos de la noche delprimero de enero de 1936 habían sido cuidadosamente examinados -lo mejor que se pudo-, y se registraron parafutura referencia en varios informes. Para entonces, también, el doctor Welford había presentado su dimisión; tuvola desgracia de ser el jefe de guardia la noche en cuestión. Y aunque se reconoció, en general, que la responsabilidadde los hechos no era en modo alguno suya, su dimisión pareció apaciguar a los directores, los periódicos y losfamiliares de muchos internos.Desde luego, si el doctor Welford hubiera sido un hombre sin escrúpulos, podría haberse beneficiado, al menos enparte, del resultado de lo que acaeció aquella noche, pues al mes siguiente cinco habitantes del Infierno -tres de ellosconsiderados hasta entonces como maniacos incurables- fueron dados de alta como ciudadanos perfectamenteresponsables. Pero, ¡ay!, otros cinco, uno de ellos Larner, habían sido encontrados muertos en sus celdas, poco

después de los disturbios de medianoche..., víctimas de «frenéticas convulsiones lunáticas». Los otros dossobrevivieron, pero en estado de profunda y permanente catatonia.Tales habían sido los disturbios en Oakdeene la mañana del dos de enero que al principio se creyó que la horriblemuerte de Barstowe en la carretera solitaria entre el sanatorio y el pueblo de Oakdeene había sido debida a un locoescapado en la confusión. Por alguna razón, el rechoncho enfermero no había esperado hasta la mañana paramarcharse -tal vez tuvo alguna premonición del horror que se avecinaba-, sino que había partido a pie con sumaleta poco después de las once de aquella noche. Al parecer Barstowe había tratado de luchar antes de sucumbir asu atacante: un bastón telescópico negro con contera de plata -un instrumento que podía abrirse para formar unarma puntiaguda de unos tres metros de longitud- se encontró cerca de su cuerpo, pero sus esfuerzos habían sido envano.En cuanto se descubrió cl cuerpo de Barstowe, el recuento de los internos de Oakdeene, vivos y muertos, sirvió paraacallar los rumores que pudieran haber corrido acerca de la seguridad del instituto, pero desde luego el rechonchoenfermero había sufrido alguna clase de ataque maniaco. ¡Ningún hombre en su sano juicio, ni siquiera el más ferozanimal, podría haberle destrozado de aquella manera y devorado la mitad de su cabeza y el cerebro!

En conjunto, los sucesos de la noche de los dos primeros días de enero de 1936 podrían haber llenado todo uncapítulo del libro de Spellman..., si hubiera terminado el libro. Pero no lo terminó, ni lo hará jamás. Tras habersufrido un terrible trastorno, Martin Spellman, ahora un hombre ya mayor, sigue ocupando la segunda celda a la

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izquierda en el Infierno; y como, incluso en sus momentos más lúcidos, se limita a balbucear, babear y gritar, lamayor parte del tiempo le mantienen bajo sedación...

Horror en Oakdeene. Brian Lumley.The horror at Oakdeene. Trad. Jordi FiblaHorror en Oakdeene. Super Terror 14Martínez Roca, 1985

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NACIDO DE LOS VIENTOSBryan Lumley

I

Soy, o era, un meteorólogo de cierta reputación, un hombre cuyos intereses e inclinaciones siemore estuvieronalejados de la fantasía y de lo así llamado «sobrenatural», y ahora, con todo, creo en un viento que sopla entre losmundos y en un Ser que habita en ese viento, que anda a zancadas por encima de plumosos cirros gritandotormentas de rayos que también atraviesan los helados cielos árticos.Lo que intentaré explicar ahora, precisamente, es cómo ha podido sobrevenir una tan absoluta contradicción de misconvicciones, puesto que sólo yo poseo todos os datos de lo sucedido Si estoy equivocado en aquello que es más quesospecha para mí -si lo que ha sido antes no fue nada más que una monstruosa cadena de coincidencias confundidaspor una horrorosa alucinación-, entonces yo podría aún, con suerte, salir de esta blanca inmensidad y alcanzar denuevo la sensatez del mundo que conocí. Pero si estoy en lo cierto, en tal caso todo ha terminado para mi, y estemanuscrito permanecerá como mi testimonio acerca de un plano de existencia hasta el presente casi desconocido... yde su habitante, cuya apariencia se encuentra únicamente en leyendas que datan sus fuentes en evos geológicos de la

oscura y terrible infancia de la Tierra.Mi relación con esa cosa aconteció por completo en el espacio de unos pocos meses, pues fue justamente hace algomás de dos meses, a principios de agosto, cuando llegué por primera vez a Navissa, Manitoba, para lo que deberíanhaber sido unas vacaciones de convalecencia después de una agotadora dolencia del pecho.Ya que la meteorología me sirve tanto de pasatiempo como de medio de subsistencia, es natural que siempre lleveconmigo algo de mi «trabajo»; no materialmente, puesto que mis libros e instrumentos son muchos, pero mi cabezaencierra esa cantidad de pequeños problemas amados por los meteorólogos. Llevaba también algunos de miscuadernos de notas, en los que podía tomar apuntes o garrapatear acerca de las casi árticas condiciones de la región,según como me cogiera el humor. Para una persona cuya vida gira en torno de los asuntos del clima, Canadá ofreceuna gran riqueza de motivos de interés: el viento y la lluvia, las nubes y las tormentas que parecen surgir de ellas.En Manitoba, en una noche clara, no sólo el aire es fresco, áspero y favorable al fortalecimiento de unos pulmonesdebilitados, sino que, además, las estrellas miran hacia abajo con una claridad tan cristalina que, a veces, unhombre siente tentaciones de arrancarlas del firmamento. Esta, precisamente, es una noche de ésas –aunque elcristal está tan remoto allá abajo, que temo que pronto empiece a nevar-, pero suavemente cálida, aun cuando misdedos perciben el imponente frío de la noche de fuera porque me he quitado los guantes para escribir.

Hasta muy recientemente, Navissa no era más que un tosco poblado, uno de los muchos que se extendieron a partirde los humildes comienzos como factoría dentro de una ciudad destruida. Tendida no lejos del viejo camino Olassie,Navissa está en un completo abandono, desgraciada Stillwater; pero sobre Stillwater, más adelante...Me hospedé en la casa del juez, una construcción de ladrillos de buen aspecto con un gran porche y un piso estilochalet, uno de los pocos edificios verdaderamente modernos de Navissa, situado en ese lugar de la cuesta hacia lascercanas colinas. El juez Andrews es un neoyorquino retirado, con medios propios de subsistencia, viejo amigo demi padre, un viudo cuyas costumbres en los últimos años de su vida se inclinan a la reclusión; bastándose a sí mismo, no se preocupa de nadie, y a su vez se encuentra abandonado a sus propios recursos. Con algo deantropólogo profesional toda su vida, ahora el juez estudia los aspectos más oscuros de esa ciencia, instalado aquí,en el Norte escasamente poblado. Fue el mismo juez Andrews quien, al enterarse de mi reciente enfermedad, meinvitó muy amablemente a pasar con él en Navissa este período de convalecencia, a pesar de que yo me encontrabaya en camino de total recuperación.No se trataba de que la invitación implicara una intrusión en la intimidad del juez. No. Yo haría lo que deseara,

manteniéndome apartado de sus casas en lo posible. Desde luego, no hubo un acuerdo específico en tal sentido, peroyo tenía conciencia de que el juez esperaba que me comportara de esa forma.Podía desplazarme libremente por la casa, incluyendo la biblioteca del viejo caballero; y fue allí donde, una tarde alprincipio de la última quincena de mi estancia en la casa hallé los diversos trabajos de Samuel R. Bridgeman, unprofesor inglés de antropología, muerto misteriosamente sólo a unas pocas docenas de kilómetros de Navissa.Normalmente, tal descubrimiento no hubiera tenido gran significación para mi; pero yo había oído que ciertasteorías de Bridgeman hicieron de él un proscrito entre sus colegas de profesión; se consideraba que el conjunto desus convicciones en modo alguno pertenecían a la especulación científica. A sabiendas de que el juez Andrews era unhombre que se basaba en la certeza de los hechos, sin admitir la alteración de ellos por la fantasía o la imaginación,yo me preguntaba qué contendrían las obras del excéntrico Bridgeman para incitarle a exhibirlas en sus estantes.Dispuesto a aclarar únicamente esta pregunta, salía de la pequeña sala biblioteca en camino al estudio del juezAndrews cuando vi marcharse de la casa a una mujer de aspecto distinguido, si bien aparentemente nerviosa, cuyaedad era un tanto dificil concretar. A pesar de lo compuesto de su figura y de la relativa juventud de su piel, sucabello era completamente gris. Evidentemente, había sido muy atractiva, quizá incluso bella en su juventud. No me

vio o, si echó una mirada hacia donde yo me encontraba, su agitado estado de ánimo no le permitió advertir mipresencia. Oí que su coche arrancaba.En la entrada del estudio del juez, formulé mi pregunta acerca de los libros de Bridgeman.

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-¿Bridgeman? -repitió el viejo, levantando bruscamente la vista desde su lugar ante el escritorio.-Esos libros de él, en la biblioteca -respondí, entrando de lleno en la habitación-. Pensé que no habría mucho deinterés para usted en las obras de Bridgeman.-¿Eh? Yo no sabía que estuvieras interesado en la antropología, David.-Bueno, no. En realidad, no. Sólo que recordé haber oído una o dos cosas sobre ese Bridgeman, eso es todo.-¿Estás seguro de que eso es todo?-¿Eh? ¡Claro, sin duda! ¿Deberla de haber más?

-Hum -rumió-. No, no, nada, demasiada... coincidencia. Mira, la dama que partió hace pocos momentos es LucilleBridgeman, la viuda de Sam. Está en el Nelson.-¿Sam...? -inmediatamente se despertó mi atención-. ¿Le conoció, entonces?-Sí, muy intimamente, aunque de esto han pasado muchos años. Más recientemente he leído sus libros. ¿Sabes quemurió muy cerca de aquí?Asentí.-Sí; en circunstancias peculiares, supongo.-Así es, sí -volvió a fruncir el ceño, moviéndose en su silla, agitadamente, según presumí.Esperé un momento, y entonces, cuando parecía que el juez no quería decir nada más, pregunté:-¿Y ahora?-¿Humm? -sus ojos se veían lejanos al mirarme. Se enfocaron rápidamente-. Ahora... nada, ¡y estoy bastanteocupado! -se puso las gafas y volvió su atención a un libro.Hice una mueca de aflicción, incliné la cabeza y asentí. Como ya estaba habituado a los modales del viejo, sabía quesu taciturna y casi abrupta despedida significaba: «¡Si quieres saber más, tendrás que descubrirlo por ti mismo!»

¿Y qué mejor camino para descubrir más de ese pequeño misterio, al menos en un principio, que leer los libros deSamuel R. Bridgeman? De esa manera, como mínimo aprendería algo sobre el hombre.Cuando me di vuelta para salir, el juez me llamó:-¡Oh, David!; yo no sé qué conceptos previos te has formado acerca de 5am Bridgeman y de su obra, pero en cuantoa mí mismo,. cerca ya del final de una vida, no me encuentro más próximo ahora de lo que lo estaba hace cincuentaaños de poder decir que es y qué no es. ¡Por lo menos Sam tuvo el coraje de sus convicciones!¿Qué debía hacer yo con eso...? ¿Y cómo podía responder? Sencillamente, di mi asentimiento y salí de la habitación,dejando al juez a solas con su libro y sus pensamientos...

Esa misma tarde me halló otra vez en la biblioteca, con un volumen de Bridgeman sobre mis rodillas, Había en totaltres de sus libros, y yo advertí que contenían muchas referendas sobre el Artico y las regiones cercanas al Artico,sobre su gente, sus dioses, supersticiones y leyendas. Aún considerando cuán poco sabia yo del profesor inglés, ahí estaban los pasajes que llamaron mi atención de forma primordial: Bridgeman había escrito sobre esos lugares delNorte, y había muerto allí... ¡ misteriosamente! Y en la misma linea de misterio, su viuda se encontraba allí, veinteaños después de su fallecimiento, en un estado de gran nerviosismo, si no verdaderamente trastornada. Por otraparte, ese afectuoso viejo amigo de la familia, el juez Andrews, parecía singularmente reticente con respecto alantropólogo inglés, y en apariencia no estaba completamente en desacuerdo con las controvertibles teorías deBridgeman.Pero ¿en qué consistían esas teorías? Si mi memoria no fallaba, tenían que ver con ciertas leyendas indias yesquimales concernientes a un dios de los vientos árticos.A primera vista, se me antojaba que poco había en los libros del profesor que mostrase otra cosa que unnormalmente vivo y divertido interés antropológico y étnico por tales leyendas, aunque el autor parecía detenerse deun modo innecesariamente prolongado sobre Gaal y Hotoru, elementos del aire de los iroqueses y los pawneerespectivamente, y en particular sobre Negafok, espíritu esquimal del frío. Pude notar que trataba de vincular talesmitos entre si y con la casi desconocida leyenda del Wendigo, a la cual él parecía dar su remoto asentimiento muypositivamente.«El Wendigo -escribía Bridgeman-, es el avatar de una Potencia que desciende las edades desde olvidados golfos desaber inmemorial; este gran Tornasuk no es otro que Ithaqua mismo, "El que camina en el Viento", y la sola visión

de Él significa una glacial e ineludible muerte para el infortunado observador. El Señor Ithaqua, quizá el mayor delos míticos elementales del aire, hizo la guerra contra los Ancianos Dioses en el comienzo, y por esa fundamentaltraición Él fue desterrado al helado Artico y los cielos interplanetarios para andar los vientos eternamente enfantásticos ciclos de tiempo, y llenar de pavor a los esquimales y, finalmente, obtener su tremendo culto y sussacrificios. Nadie sino tales adoradores pueden levantar la vista hasta Ithaqua...; para otros, verle a Él constituyeuna muerte cierta. Él configura un oscuro perfil recortado en el cielo, es antropomórfico, una silueta humana ytambién bestial, que camina con pasos largos tanto por las heladas nubes bajas como por altos estratocúmulos,mirando abajo, con sus ojos de estrellas carmíneas, los asuntos de los hombres.»El tratamiento que Bridgeman daba a las más convencionales figuras mitológicas era menos romántico; permanecíasólidamente en el marco estructural de la antropología aceptada. Por ejemplo:«El dios babilonio de las tormentas, Eulil, fue designado "dios de los vientos". De temperamento dañino y veleidoso,las personas supersticiosas lo veían andar entre huracanes y demonios de arena.» O, en una leyenda aún másconvencional: «La mitología teutona muestra a Thor como el dios del trueno; cuando las tormentas de truenoshervían y rugían los cielos, la gente sabía que lo que oía era el sonido del carro de guerra de Thor resonando en la

bóveda del cielo.»Asimismo, no podía por menos que hallar notable que, mientras aquí el autor se burlaba de esas figuras clásicas dela mitología, no lo hacía de la misma manera al escribir sobre Ithaqua. También se limitaba por completo a los

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hechos en su tratamiento descriptivo de una ilustración con el retrato del dios de las tormentas hitita, Tha-thka,fotografiada de una representación esculpida en una tablilla de barro hallada en una excavación en el monte Taurode Turquía. Más aún, comparaban a Tha-thka con Ithaqua de las nieves, declarando que encontraba otrosparalelismos entre las dos deidades, además de la mera similitud fonética de sus nombres.Ithaqua, señalaba, había dejado huellas palmeadas en las nieves del Artico, huellas que las antiguas tribusesquimales temían cruzar; y Tha-thka (esculpido de una manera muy similar al llamado «estilo Amarna» de Egípto,para mezclar grupos étnicos de arte) era mostrado en la fotografía con ojos de forma de estrellas de una rara y

oscura cornalina... ¡y con pies palmeados! El argumento del profesor Bridgeman en pro del enlace parecía aquí válido, incluso sólido, si bien yo notaba claramente que un argumento tal era susceptible de hacer enfadar a losantropólogos considerados de la «vieja escuela». ¿Cómo, por ejemplo, igualar un dios de los antiguos hititas con unadeidad de los comparativamente modernos esquimales? A menos, claro está, que uno recordara que, en ciertamitología más bien caprichosa, Ithaqua había sido desterrado al Norte sólo después de una abortada rebelión contralos Ancianos Dioses. ¿Podría ser que ante esa rebelión, El que Anda por los Vientos salvara de una zancada las altascorrientes y mareas de aire atmosférico por encima de la Ur de los caldeos y la antigua Khem, quizá incluso antes deque esas tierras fuesen nombradas por sus habitantes? A estas alturas me reí de mis propias fantasías, evocadas porlo que el escritor había estampado con su tan supuesta autoridad y, no obstante, mi risa fue poco más que unafrivolidad forzada, porque encontraba en Bridgeman una cierta fría lógica que impelía a considerar que, incluso susviolentas afirmaciones fuesen meramente una calmosa y estudiada exposición...Y, por cierto, había afirmaciones violentas.El más pequeño de los tres libros estaba colmado de ellas; y, después de leer solamente sus primeras páginas, supeque ésa había de ser la fuente de los vuelos de fantasía causantes de que los antaño colegas de Bridgeman le

abandonaran. Con todo, sin duda alguna, el libro era con mucho el más interesante de los tres; escrito en un casifervor místico, con abundancia -una plétora- de oscuras insinuaciones que sugerían semi-discernibles palabrascargadas de temor respetuoso, de prodigio y de horror, que bordeaban, y ocasionalmente invadían, nuestro propioser.Me sentí totalmente cautivado. Me pareció que, detrás de aquel abracadabra residía un gran misterio -misterio que,igual que un iceberg, mostraba sólo su extremidad-, y decidí no darme por satisfecho con nada menos que unacompleta verificación de los hechos concernientes a lo que yo habla comenzado a considerar como «el casoBridgeman». Después de todo, yo parecía estar idealmente situado para llevar a cabo una investigación de aqueltipo: el profesor había muerto allí, en la tierra limítrofe a la región en la que él alegara que al menos uno de susseres mitológicos tenía existencia; y el juez Andrews (siempre que yo pudiera conversar con él), debía de ser algo así como una autoridad sobre ese hombre, y, aún, probablemente mi mejor línea de investigación, la viuda deBridgeman, se encontraba allí ahora, en esa misma ciudad.Ni siquiera actualmente me es posible explicar con exactitud por qué tal decisión de meterme en el asunto hubo deentusiasmarme tanto; a menos que ése fuera el camino indicado por Tha-thka, cuyo ser había comparadoBridgeman con Ithaqua, que aparecía en la tablilla del monte Tauro andando con pies palmeados a través de unacuriosa mezcla de cumulonimbos y nimbostratos, ¡formaciones de nubes que invariablemente presagian nieves yterribles tormentas de truenos! El antiguo escultor de esa tablilla, ciertamente, había estimado de manera correctael dominio de El que Anda por los Vientos, de tal guisa que la mítica criatura encontraba una pizca de solidaridaden mi mente; aunque para mi, en aquel entonces, resultaba más fácil aceptar esas peculiares nubes de mal augurioque al Ser paseándose entre ellas.

II

Tuve un sobresalto al descubrir, cuando por fin pensé en mirar a mi reloj de pulsera, que los libros de Bridgemanme habían tenido ocupado toda la tarde y que ya era bien entrada la noche. Sentí que mis ojos comenzaban adolerme por el esfuerzo de leer en tanto oscurecía en la pequeña biblioteca. Encendí la luz, y aún iba a volver a loslibros si no hubiese oído unos suaves golpes en la puerta exterior de la casa. La puerta de la biblioteca estabaligeramente entreabierta, así que alcancé a oír que el juez contestaba a la llamada, y su malhumorada bienvenida.

Estaba seguro de que la otra voz pertenecía a la viuda de Bridgeman, porque vibraba con nerviosa agitaciónmientras entraba en la casa y se dirigía con el juez a su estudio. Bueno, yo deseaba conocerla; ésta parecía laoportunidad perfecta para presentarme.Sin embargo, me detuve y volví rápidamente sobre mis pasos, apartándome de la vista. Parecía que mi huésped y suvisitante estaban enzarzados en una especie de discusión. Él precisamente respondía a alguna pregunta que no oí:-Yo no, querida, eso está fuera de discusión. Pero si insistes en esa locura, entonces creo que encontraré a alguienque te ayude. Dios sabe que yo mismo iría contigo -inclusive a esa caza de gansos salvajes que propones, y adespecho del pronóstico de nieve-. Pero..., querida, yo soy viejo. Mis ojos ya no son buenos; mis miembros ya no sonlo fuertes que solían ser. Temo que este viejo cuerpo te traicione en el peor momento. Cuando viene la nieve, el nortede aquí es un mal lugar.-¿Es simplemente por eso, Jason –preguntó ella con su voz nerviosa-, o es que realmente me crees una loca? Es así como me llamaste cuando estuve aquí antes.-Debes perdonarme por ello, Lucille; pero enfrentemos... esa historia que cuentas es sencillamente... ¡fantástica! Noexiste en absoluto prueba positiva de que el muchacho se dirigiera allí, sólo esa premonición tuya.

-¡La historia que te conté es la verdad, Jason! En cuanto a mi «premonición», bueno, ¡he traído la prueba! Miraesto...Se produjo una pausa antes de que el juez volviera a hablar. Preguntó con tranquilidad:

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-¿Pero qué es esta cosa, Lucille? Déjame coger las gafas. Hum... puedo ver que esto representa a...-¡No! -gritó ella, chillando enfáticamente, interrumpiéndolo-. No, no los menciones a Ellos, ¡y por favor no digas Sunombre! -El excitado énfasis que puso en ciertas palabras era evidente, pero se la notaba más calmada cuando,pocos segundos después, continuó-: En cuanto a lo que es esto –oí un sonido metálico, como si arrojaran unamoneda sobré la mesa-, limítate a guardarlo aquí en la casa. Lo verás por ti mismo. Estaba aferrado por la manoderecha de Sam cuando..., cuando descubrieron su pobre cuerpo destrozado.-Todo eso fue hace veinte años... -dijo el juez, que se detuvo nuevamente antes de preguntar-: ¿Es oro?

-Sí, pero de una manufactura desconocida. Lo he enseñado a tres o cuatro expertos en el correr de los años, y larespuesta siempre es la misma. Es una cosa muy antigua, pero no pertenece a cultura alguna conocida o reconocible,¡Sólo el hecho de ser oro, la salva de ser totalmente extraña! E incluso el oro no es... absolutamente auténtico. Kirbytiene una, también.-¿Oh? -distinguí la sorpresa en la voz del juez-. ¿Y dónde la consiguió? Porque, con sólo mirar esa cosa bajo loslentes, yo hubiera dado por seguro -aun sin saber nada de esto- que es tan rara como antigua.-Creo que son muy raras, en realidad, y que sobreviven de una edad anterior a todas las edades terrestres. Fijate lofría que es. Posee una frialdad como la del fondo del océano, y si tratas de calentarla..., pero, prueba por ti mismo.Puedo decirte abora, sin embargo, que no permanecerá caliente. Y yo sé lo que eso significa... Kirby recibió la suyapor el correo hace unos meses, en el verano, Estábamos en casa, en Mérida, Yucatán. Como tú sabes, me establecí allí después..., después...-Sí, sí, lo sé. Pero ¿quién querria enviar al muchacho una cosa así..., y por qué?-Supongo que fue dándole el sentido de... de un recuerdo, eso es todo... como un medio de despertar en él todoaquello que yo me empeñé en mantener dormido, Ya te he hablado de... de Kirby, de su extraño mundo, aun cuando

era bebé. Yo pensé que lo dejaría al hacerse mayor. Estaba equivocada. Este último mes, antes de quedesapareciera, fue el peor. Ocurrió después de recibir el talismán. Luego, hace tres semanas, él..., él envolvió unaspocas cosas y... -se detuvo por un momento, supuse que para recuperarse, porque el golpe emocional se habíamanifestado en su voz. Me sentí extrañamente conmovido-. Respecto a quién le envió eso, es algo que no puedodecir. Sólo me es posible conjeturar; pero ¡el paquete llevaba el sello de correos de Navissa! Por eso estoy aquí.-De Navissa...-el juez parecía atónito-. Pero ¿quién se ocuparía aquí de recordar algo que sucedió hace veinte años?Y ¿quién, en todo caso, querría hacer obsequio de un espécimen tan singular y caro a una persona totalmentedesconocida?La respuesta, cuando llegó, lo hizo en un tono tan bajo que la oí dificultosamente:-¡Debe de haber habido otros, Jason! Esas personas de Stillwater no eran las únicas que le llamaban amo. ¡Esoscreyentes suyos –todavía existen-, ellos deben de haber sido! Respecto al punto de donde provino esto, en primerlugar, por qué... o desde algún otro, pero...-No, Lucille, eso es absolutamente imposible -la interrumpió el juez-. Algo que yo, verdaderamente, no puedopermitirme creer, Si tales cosas pudieran existir...-¿Una locura que el mundo no podría enfrentar?-¡Sí, exactamente!-Sam solía decir lo mismo. No obstante, él persiguió el horror, y me trajo a mí aquí, y entonces...-Sí, Lucille, yo sé lo que crees que sucedió en aquella ocasión, pero...-Sin peros, Jason...; quiero recuperar a mi hijo. Ayúdame, si quieres, o no me ayudes. Eso no supone ningunadiferencia. Estoy decidida a encontrarle y le hallaré aquí, en algún sitio, lo sé. ¡Si tengo que hacerlo, saldré abuscarlo por mí misma, sola, antes de que sea demasiado tarde! -su voz habla vuelto a alzarse, muy excitada.-No, no hay necesidad de eso -dijo el viejo, apaciguándola-. La primera cosa que haré mañana es encontrar aalguien que te ayude, Y nosotros podemos alcanzar las colinas hasta Nelson. Tienen un campamento de invierno enFir Valley, sólo a unas pocas millas de Navissa. Mañana por la mañana, lo primero será ponerse en contacto porteléfono. Es imprescindible, porque probablemente el teléfono dejará de funcionar tan pronto como caiga laprimera mala nevada.-¿Y realmente encontrarás a alguien que me ayude personalmente, alguien verdaderamente...?-Te doy mi palabra. De hecho, yo ya sé de un joven que seguramente lo desearía. De muy buena familia; yprecisamente ahora se encuentra viviendo conmigo. Podrás conocerle mañana...

En este punto, oí el arrastrar de sillas, y les imaginé poniéndose de pie. Repentinamente avergonzado de mi mismopor haber estado fisgoneando, volví de prisa a la biblioteca y cerré la puerta empujándola detrás de mi. Después deun corto rato, durante el cual la dama partió, regresé al estudio del juez Andrews, esta vez golpeando en la puertacerrada y entrando cuando me lo dijo. Encontré al viejo yendo y viniendo preocupadamente.Al entrar yo, se detuvo.-¡Ah!, David. Siéntate, por favor; hay algo que quisiera preguntarte-él también se sentó, moviéndose con dificultaden su silla-. Es difícil saber por dónde comenzar...-Comience por Samuel R. Bridgeman -respondí-. Tuve tiempo de leer sus libros ahora. Francamente, me encuentromuy interesado.-Pero ¿cómo sabes...?Pensando de nuevo en mi fisgoneo, enrojecí un poco al contestar:-Acabo de ver a la señora Bridgeman al partir. Sospecho que es de su esposo, o quizá de la dama misma, de lo queusted quiere hablarme.Asintió, recogiendo de su escritorio un medallón dorado y acercándolo unas dos pulgadas junto a su cara; repasó

con los dedos su bajorrelieve antes de responder:-Sí, tienes razón, pero...-¿Sí?

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Suspiró pesadamente en contestación; luego dijo:-Ah, bueno, supongo que debo relatarte la historia completa o lo que yo sé de ella.,.; es lo menos que puedo hacer, siespero tu ayuda -sacudió la cabeza-. ¡Esa pobre, demente mujer!-¿Ella no está del todo... bien, entonces?-Nada de eso -contestó vivamente, con brusquedad-, Está tan cuerda como yo. Sólo que se encuentra un poco...bueno, perturbada.Me contó entonces todo el asunto, una historia que terminó ya bien entrada la noche, Reproduzco aquí lo que me es

posible recordar de sus palabras. Formaron una casi ininterrumpida narración, a la que yo atendí en silencio hastael final; una narración que precisamente sirvió para fortalecer mi decisión de adentrarme en ese misteriopersiguiendo una solución factible.-Como sabes -comenzó el juez-, yo fui amigo de Sam Bridgeman en nuestros días de juventud. No tiene importanciaexplicar cómo se originó esa amistad, pero yo también conocía a Lucille antes de que se casaran, y he aquí por quéella se acerca a mí ahora en busca de ayuda, después de todos esos años. Es pura coincidencia que yo vivaactualmente en Navissa, tan cerca de donde murió Sam.»Ya en aquellos tempranos días, Sam era un poco rebelde. De las ciencias ortodoxas, incluyendo la antropología y laetnología, poco era lo que le interesaba en sus formas aceptadas. Muertas y mitológicas ciudades, tierras conexóticos nombres y extraños dioses, fueron siempre su pasión. Recuerdo cómo se sentaba y soñaba... con laAtlántida y Mu Ephiroth y Khurdisan, G'harne y el perdido Leng, R'lyeh y Theem'hdra, olvidados mundos deantiguas leyendas y mitos, cuando razonablemente, debería haberse aplicado al estudio y trabajar duramente paralabrar su futuro. Y, sin embargo, ese futuro al final vino a ser nada.»Hace veintiséis años que se casó con Lucille. A causa de su situación acomodada, pues había heredado por entonces

una considerable fortuna, podía sustraerse a la vida de trabajo que conocemos para volcar toda su atención enaquellas ideas o ideales más queridos por él. Con sus libros, especialmente el último, se ganó la antipatía total de suscolegas y de las autoridades reconocidas en aquellas ciencias específicas en las que prodigaba su "imaginación". Así es cómo ellos veían sus... ¿fantasías...? Como el producto de una imaginación desenfrenada, lanzada a hacer estragosen todos los órdenes establecidos, el científico y el teológico incluidos.»Finalmente pasó a ser considerado como un tonto, un ingenuo payaso que basa sus enloquecidos argumentos enBlavatsky, en las absurdas teorías de Scott-Elliot, en las insanas epístolas de Eibon y en las falsas traducciones deHarold Hadley Copeland, más bien que en las prosaicas, pero probadas, de los historiadores y los científicos...»Cuándo exactamente o por qué, Sam empezó a interesarse en la teogonía de esos parajes del Norte... especialmenteen ciertas creencias de los indios y mestizos, y en las leyendas esquimales de regiones aún más septentrionales... no losé; pero al final él mismo comenzó a creer en ellas. Particularmente se interesaba en el dios de las nieves o de losvientos, Ithaqua, llamado indistintamente El que Camina en el Viento, Caminador de la Muerte, Caminante de losEspacios Estelares, etcétera, un ser que supuestamente anda por los helados vientos boreales y entre las turbulentascorrientes atmosféricas de las lejanas tierras del Norte y sus aguas adyacentes.»Tal como la fortuna -o el infortunio- lo dispuso, su decisión de hacer realidad una visita a esa región coincidió conproblemas de naturaleza interna en algunos de los pueblos de los alrededores de aquí. Había extrañas tendencias enacción. Grupos semirreligiosos secretos, en muchos casos aparentemente erráticos, se movían dentro del área haciaaquí, con el objeto de dar testimonio y rendir culto a un gran advenimiento. Curioso, es verdad, pero ¿podríasmostrarme simplemente alguna región de esta nuestra tierra que no haya alimentado alguna de estas chifladasorganizaciones, religiosas o de otro tipo? Imagínate, siempre ha habido problemas con esta clase de cosas aquí...»Bien; algunos miembros de esos así llamados grupos esotéricos eran algo más inteligentes que el promedio de losindios, mestizos y esquimales. Todos eran anglosajones, pertenecientes a ciudades de Massachusetts tan decadentescomo Arkham, Dunwich o Innsmouth.»Los de la Policía Montada de Nelson no lo consideraban peligroso, porque este tipo de cosas era común en estosparajes; ¡casi se podría decir que, en el curso de los años, eso había sucedido con exceso! En esa ocasión se creyó queciertos sucesos en y alrededor de Stillwater y Navissa habían ahuyentado a esos, digamos, visitantes políglotas,puesto que cinco años antes ocurrieron de verdad en gran número peculiares y aún no esclarecidas desapariciones,sin hablar de un puñado de inexplicables muertes durante el mismo tiempo»Yo había efectuado una pequeña investigación por mis própios medios en relación con la probable exacta

dimensión de lo acontecido, si bien todavía me siento inseguro; pero, conjeturas a un lado, firmes cifras y hechosson... ¿sorprendentes...? No, son ¡completamente perturbadores!»Por ejemplo, ¡la población total de una ciudad, Stillwater, desapareció en una noche! No es necesario que aceptesmi palabra..., puedes investigarlo por ti mismo. Los periódicos están repletos de ello.»Bueno; ahora agrega a un historial como éste un puñado de cuentos respecto a gigantescas huellas palmeadas en lanieve, historias de raros altares en los bosques para adorar a dioses prohibidos, y una criatura que viene en alas delos vientos para aceptar sacrificios vivientes -y recuerda, por favor, que todo esto aparece una y otra vez en lahistoria y leyendas de estos lugares-, y coincidirás conmigo en que no es poca maravilla que la zona haya atraído atantos tipos extraños en el transcurso de los años.»No es que yo recuerde a Sam Bridgeman como a un "tipo extravagante", compréndeme; pero justamente esa clasede asuntos le impulsó a venir aquí en la época en que, después de cinco años de calma, el ciclo de excitaciónsupersticiosa y del extraño culto llegaba otra vez a su momento crítico. En ese estado se hallaban las cosas cuando élllegó aquí, trayendo a su esposa consigo...»A la llegada de ellos, ya la nieve era profunda en el Norte, pero eso no constituía motivo de disuasión para Sam; él

se encontraba aquí con el propósito de investigar las antiguas leyendas, y jamás se sentiría satisfecho si no conseguíaprecisamente su objetivo. Contrató un par de guías franco-canadienses, unos personajes atezados de dudosos

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antecedentes, a fin de que les condujeran, a él y a Lucille, en busca, ¿de qué? ¿Sueños y mitos, cuentos de hadas ehistorias de fantasmas?»Viajaron hacia el Norte, y, a despecho del tosco aspecto de los guías, pronto Sam decidió que el haberlos elegido eraperfectamente acertado; parecía que su conocimiento de la región era de absoluta exactitud. En verdad se lesnotaba, de algún modo, digamos como acobardados en las nieves, completamente distintos de lo que aparentabancuando Sam les había encontrado bebiendo y peleando en un bar de Navissa. Pero entonces, para decirlo con todaobjetividad, poco se le había presentado para elegir, ya que, en el punto culminante del ciclo quinquenal de rarezas,

no eran muchos los vecinos de Navissa que se habrían aventurado lejos de sus casas. Y, en realidad, al preguntarlesSam a sus guias por qué parecían tan nerviosos, ellos dijeron que tenía que ver con la época. No con la estacióninvernal, sino con el extraordinario ciclo mítico. Aparte de eso, no dijeron más nada, lo cual sirvió para excitar almáximo la curiosidad de Sam..., particularmente desde que había advertido que la inquietud de ellos ibarápidamente en aumento a medida que se internaban en el más lejano Norte.»Entonces, una calmosa noche blanca, con las tiendas montadas y un brillante fuego de maderas encendido, uno delos guías preguntó a Sam qué era exactamente lo que buscaba en las nieves. Sam se lo dijo, mencionando la historiade Ithaqua, la Cosa de Nieve, pero no pudo continuar; a partir del momento en que oyó el nombre de El que Andapor los Vientos, el franco-canadiense se negó redondamente a escuchar nada más. En cambio, salió temprano de sutienda, y rato después se le alcanzó a oír murmurando y arguyendo frente a su compañero con una voz aterrorizaday urgente. A la mañana siguiente, cuando Sam se levantó, descubrió para su horror que él y su mujer seencontraban solos, ¡los guías habían huido, dejándoles abandonados! Y, para colmo, se habían llevado todas lasprovisiones. Los Bridgeman tenian solamente su tienda, las ropas puestas, unos sacos de dormir y efectospersonales. No poseían siquiera una caja de cerillas con la que encender fuego.

»Sin embargo, su caso no parecía absolutamente desesperado. Habían tenido buen tiempo hasta entonces, y seencontraban a sólo tres días con sus noches de Navissa. Pero el camino recorrido había sido cualquier cosa menosrecto, de manera que, cuando concertaron lo concerniente a realizar el viaje de regreso, para Sam fue un durotrabajo suponer cuál sería la dirección correcta hacia la que deberían dlrigirse. Sin embargo, sabía algo acerca delas estrellas, y al caer la fría noche estuvo en condiciones de decir con alguna certeza que iban rumbo al sur.»Y, aunque en esos momentos se sentían solitarios y vulnerables, ellos tenían conciencia que, incluso en este primerdía, no se encontraban verdaderamente solos. En varias ocasiones se cruzaron con extrañas huellas recientementeestampadas por furtivas figuras que, cada vez que Sam las llamaba a través de los glaciales yermos, se desvanecíanentre los abetos o los bancos de nieve. En la segunda mañana de marcha, poco después de abandonar sucampamento al abrigo de altos pinos, llegaron a un lugar en que se encontraban los cuerpos de los guías delprincipio de su viaje. Antes de morir habían sido horriblemente torturados y mutilados. En los bolsillos de uno deellos Sam halló cerillas, y esa noche -a pesar de que ahora sufrían las punzadas del hambre- al menos tuvieron elcalor del fuego para confortarse. Pero constantemente, entre las vacilantes sombras, justamente fuera del campo devisión proporcionado por las brincantes llamas, aparecían aquellas evasivas figuras, silenciosas en la nieve,observando y... ¿esperando?»Sam y Lucille hablaron, acurrucados junto a la entrada de su tienda, al abrigo del fuego, murmurando acerca delos guías muertos y sobre cómo y por qué esos hombres habían tenido tan terrible fin; y temblaron pensando en elacecho de las sombras y las formas que, dentro de ellas, cambiaban. Esta región, razonó Sam, ha de ser en realidadel territorio de Ithaqua, El que Camina en el Viento. A veces, cuando la influencia de los antiguos ritos y misteriosera más potente, los obradores del dios de la nieve -los indios, mestizos y quizá otros menos notorios y de lugaresmás distantes- se reunirían aquí para cumplir sus ceremonias. Para el profano, el no creyente, esta zona era, conseguridad, enteramente prohibida, ¡tabú! Los guías debían de haber sido profanos... Sam y Lucille, profanostambién...»Probablemente, fue entonces cuando los nervios de Lucille comenzaron a fallar, lo cual, indudablemente, escomprensible. El intenso frío y el blanco desierto extendiéndose en todas direcciones, interrumpido muy raras vecespor troncos y nevadas ramas de abetos y pinos; el hambre, que ya hacía su trabajo en el interior de sus cuerpos;aquellas figuras entrevistas, acechando siempre en el perimetro de su visión y de su conciencia; la terrible certeza deque lo ocurrido a los guías fácilmente podía repetirse; y el hecho, que su esposo tuvo apenas ocasión de ocultar, deque ella y Sam estaban..., ¡perdidos! Si bien iban rumbo al sur, ¿quién aseguraría que Navissa se hallaba en su

camino o, siquiera, que ellos poseyeran jamás la fuerza para desandarlo hasta la ciudad?»Sí, creo que por esos días ella empezó a ser poseida por una exaltación delirante, porque, ciertamente, las cosas que"recuerda" como sucedidas, con el tiempo han sido inspiradas por el error, a pesar de su detallismo. Y Dios sabeque el pobre Sam debe de haberse encontrado en una condición similar. De todas formas, a la tercera noche,imposibilitados de encender fuego porque las cerillas se habían humedecido, los acontecimientos tomaron un giro deinsólitas características.»Se las habían arreglado para montar la tienda, y Sam estaba dentro trabajando en el intento de disponer algunascomodidades. Lucille se movía afuera para mantenerse en calor, mientras la noche caía plenamente. De repente,gritándole a Sam, dijo que veía fuegos distantes en los cuatro puntos cardinales. Unos momentos después, ella chilló,y en seguida un viento impetuoso llenó la tienda y provocó instantáneamente un intenso bajón de la temperatura.Sam se sintió envarado y, no obstante, tan pronto como pudo salió de la tienda y encontró a Lucille caída en la nieve.Ella no supo decirle qué había ocurrido; úuicamente murmuró con incoherencia acerca de "¡algo en el cielo!"»Sólo Dios sabe cómo soportaron vivos el transcurso de esa noche. Los recuerdos de Lucille son brumosos,indistintos; sostiene ahora que, en todo caso, ella estaba más muerta que viva. Tres días con sus noches en ese

terrible desierto blanco, totalmente privados de alimentos, y durante la mayor parte del tiempo sin el calor de unfuego. Pero en la mañana del día siguiente...

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»Asombrosamente, de la noche a la mañana todo había cambiado para mejor. En apariencia, sus temores -si nomorían antes por exposición a la intemperie, morirían a manos de los desconocidos asesinos de los dos guías- eraninfundados. Quizá, conjeturó Sam, inadvertidamente habían traspasado el territorio prohibido; y puesto que ya noeran transgresores, en efecto, estaban en condiciones de merecer cualquier ayuda que los furtivos adoradores deIthaqua se avinieran a prestarles. Por cierto, de esa manera se presentaban las cosas, ya que sobre la nieve, junto ala tienda, hallaron sopas enlatadas, cerillas, un hornillo a petróleo semejante al robado por los infortunados guías,una pila de ramas y, finalmente, una críptica nota, que decía simplemente: "Navissa se encuentra a diez kilómetros

al sudeste." Fue como si la visión de Lucille en la noche precedente hubiera sido un presagio de buena fortuna, comosi Ithaqua mismo, mirando hacia abajo, decidiera que estos dos extraviados y desesperados seres humanos fuesenmerecedores de otra oportunidad...»Hacia mediodía, reconfortados por la sopa caliente, descansados y abrigados, habiendo dormido toda la mañana junto a un fuego, estaban listos para completar su jornada de retorno a Navissa..., ¡o así lo creyeron!»Poco, después de partir, estalló una tormenta eléctrica, y a través de ella se apresuraron para llegar a una cadenade bajas colinas cubiertas de pinos. Navissa, calculó Sam, debía estar exactamente al otro lado de las colinas. Adespecho de la tormenta en aumento y del descenso de la temperatura, decidieron proseguir la lucha mientras lesquedaran fuerzas, pero tan pronto como hubieron comenzado la escalada, la naturaleza pareció disponer todos suselementos contra ellos. He investigado en los informes, y esa noche fue una de las peores que ha conocido esta regiónen muchos años.»En seguida se hizo evidente que no les sería posible seguir entre los dientes de la tormenta, sino que habrían deesperar hasta que amainara. Precisamente cuando Sam pensaba que ya era momento de acampar, penetraron en unbosque de espesos abetos y pinos; y dado que ello hacía más fácil la marcha, se dieron más prisa. Rápidamente, sin

embargo, la tempestad cobró una intensidad tan inusitada, que ellos estimaron impostergable la necesidad deguarecerse allí mismo de inmediato. En aquellas circunstancias se encontraron atravesando lo que aparecía unverdadero refugio ante la tormenta.»En un principio, mirando por entre los flagelantes árboles y la cegadora nieve, la cosa semejaba una cabañadesproporcionadamente baja, pero, a medida que se aproximaban, vieron que se trataba en realidad de una granplataforma sólidamente construida con troncos. La nieve, amontonada profundamente sobre tres flancos de eseedificio, le daba el aspecto de una cabaña con el piso aplanado. El cuarto lado estaba libre de nieve; el conjuntoformaba un perfecto abrigo, dentro del cual se deslizaron eludiendo la tempestad. Allí, debajo de aquella enormeplataforma de troncos, sobre cuya oportunidad no podían ni hacer suposiciones a causa de su enorme cansancio,Sam encendió el hornillo y calentó un poco de sopa. Se sentían alentados con el descubrimiento del oportunorefugio, y como algunas horas después el temporal no parecía tener visos de mitigar, tendieron sus sacos de dormir yse metieron en ellos dispuestos a pasar la noche. Instantáneamente, ambos cayeron dormidos.»Y, algo más tarde de esa misma noche, el desastre se abatió sobre ellos. Cómo, por qué modo murió Sam, es asuntoque permanecerá siempre en el terreno de las conjeturas; pero yo creo que Lucille le vio morir, y esa visión destrozótemporalmente sus nervios ya destemplados. Por cierto, las cosas que ella cree que vio, y en particular una cosa queella cree que sucedió esa noche, nunca pueden haber sucedido ¡Dios no lo permita!»Esa parte de la historia de Lucille, de todas formas, se compone de iniágenes fragmentarias, difíciles de definir, yaún es más difícil de poner en palabras comunes. Ha hablado de almenaras ardiendo en la noche, de una"congregación ante el altar de Ithaqua", de un maligno y antiguo canto esquimal surgiendo de un centenar degargantas aduladoras..., y de aquello que respondió a ese canto descendiendo de los cielos en atención a la llamadade sus fieles...»No entraré en los detalles de sus "recuerdos", excepto para repetir que Sam murió y que, a mi modo de ver, fueentonces cuando la mente torturada de su pobre esposa cedió finalmente y quedó alterada Parece cierto, sinembargo que después del... horror... ella debió recibir ayuda de alguien; no tenía siquiera la posibilidad de cubriruna pequeña cantidad de millas a pie y sola... y, sin embargo, fue hallada aquí, cerca de Navissa, por uno de loshabitantes de la ciudad.»La llevaron a casa de un médico local, y éste se asombró francamente de que, helada hasta la médula como estaba,no hubiera muerto en los yermos a causa de la exposición a la intemperie. Unas semanas más tarde se encontró lobastante repuesta como para decirle que se habla encontrado a Sam muerto allá entre las nieves, convertido en un

bloque de hielo humano.»Y cuando ella insistió, entonces se presentó lo del estado de su propio cuerpo, cuán extrañamente desgarrado ymagullado se encontraba, como si bestias salvajes hubieran producido el estrago, o como si se hubiese desplomadodesde una gran altura, o quizá una combinación de ambas cosas. El veredicto oficial afirmó que probablementetropezó y cayó sobre rocas agudas desde algún alto precipicio, y que, mas tarde, su cuerpo fue arrastrado por loslobos durante un trecho sobre la nieve. Esto último concordaba con el hecho de que, mientras su cuerpo mostrabatodos los signos de una gran caída, no existían lugares elevados en la inmediata vecindad. Por qué los lobos no ladevoraron, eso permanece inexplicado.Así terminaba la narración del juez; me quedé sentado durante unos tres minutos, en espera de que continuase,pero no lo hizo. Por fin, dije:-¿Y ella cree que su marido fue asesinado por...?-¿Que Ithaqua lo mató...? Sí, y cree en cosas peores, si puedes imaginar qué -entonces, apresuradamente, continuó,sin darme oportunidad de pensar qué es lo que había querido decir-. Una o dos cosas más. Primero: la temperaturade Lucille. Nunca ha sido completamente normal desde entonces. Me dice que los médicos están asombrados de que

su temperatura corporal no sobrepasa el nivel que, para cualquier otra persona, significaría la muerte. Dicen que hade ser un síntoma de graves alteraciones nerviosas, pero se encuentran perplejos en el trance de conciliar esto consu, en otros aspectos, totalmente normal estado físico. Y, por último, esto –me alcanzó el medallón para que yo lo

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inspeccionara-. Quiero que tú lo guardes por ahora. Lo hallaron en el cuerpo destrozado de Sam; en realidad, loaferraba en su mano. Lucille lo recibió con los demás efectos que le pertenecían. Ella me dice que hay... algo extrañoa su respecto, Si algún, bueno, fenómeno fuese de veras inherente a él, deberías advertirles...Tomé el medallón y lo miré -miré su repugnante trabajo en bajorrelieve, escenas de una batalla entre seresmonstruosos. solamente concebibles por un genial artista en las agonías de la locura- antes de preguntar:-¿Y eso es todo?-Sí, así lo creo... no, espera. Hay algo más, claro que lo hay. El chico de Lucille, Kirby. Él... bueno, en muchos

sentidos parece ser como Sam: impetuoso, amante de saber y leyendas extrañas y esotéricas, un vagabundo decorazón, supongo.Pero su madre siempre le ha contenido, ha limitado su espacio. De algún modo, ahora se haescapado. Lucille cree que ha venido al Norte. Piensa que quizá él intenta visitar aquellas regiones donde su padremurió. No me preguntes por qué; yo sospecho que Kirby ha de ser un poco neurótico en lo que a su padre se refiere.Ello muy bien puede haberlo heredado de su madre.»De todos modos, ella pretende seguirle y encontrarle y devolverle de nuevo a casa desde aquí. Desde luego, si noaparecen pruebas que demuestren positivamente que se encuentra en estos lugares, no tendrás nada que hacer. Perosi verdaderamente anda por ahí en las proximidades, entonces me harías un gran favor personal si acompañaras aLucille y cuidaras de ella cuando decida salir a buscarlo. Vete a saber de qué manera podría afectaría internarseotra vez en las nieves, con tantos malos recuerdos.-Por cierto que haré lo que me pide, juez, y con satisfacción -respondí de inmediato-. Francamente, cuanto más sé deBridgeman. más me fascina el misterio. A pesar de todo el razonamiento, ¿está usted de acuerdo en que existe unmisterio?-¿Un misterio? -pensó en mi pregunta-. Las nieves son insólitas, David, y mucha nieve y privaciones pueden

provocar fantásticas ilusiones..., igual que los espejismos del desierto. En la nieve, los hombres son propensos asoñar mientras permanecen despiertos. Y aquí, nuevamente, tenemos ese sobrenatural ciclo quinquenal de rarezasque decididamente afecta a esta región. En cuanto a mí, sospecho que todo eso tiene una explicación absolutamentesimple. ¿Un misterio...? Yo digo que el mundo está lleno de misterios.

III

Esa noche experimenté mi primer sabor de lo sobrenatural, lo inexplicable, lo outré. Y esa noche, además, supe queyo, asimismo, debía de ser susceptible al ciclo de cinco años de extrañezas; ¡o eso, o habla comidoextraordinariamente bien antes de ir a la cama!Hubo primero el sueño de ciclópeas ciudades submarinas, de locos ángulos y proporciones que se esfumaban envagos pero horrorosos vislumbres de los espacios entre las estrellas, por encima de las cuales yo parecía caminar oflotar a velocidades que superaban muchas veces a la de la luz. Las nebulosas ondeaban cerca como burbujas en elvino, e inusitadas constelaciones se extendían ante mí y, a medida que yo las atravesaba, iban menguando a mi paso.Este flotar, o andar, se acompañaba por los sonidos de un tremendo fragor, como si las zancadas de un poderosogigante hicieran temblar al mundo, y destacaba (de entre todas las cosas) un viento etéreo que revoloteaba a mialrededor fragancias de estrellas y fragmentos de planetas hechos añicos.Finalmente, todas esas impresiones se desvanecieron en la nada, y yo me convertí en una mota de polvo en medio dela oscuridad de eones muertos. Entonces llegó otro viento -no el viento que traía el perfume de inmensidadesexteriores o el polen de planetas florecidos-, un tangible y chillón viento de temporal, que me hizo dar volteretas deaquí para allá, hasta el punto que me sentí enfermo y mareado, y temeroso de romperme en dos pedazos. Y medesperté.Desperté y, aunque tenía noción de haber soñado tan insólito sueño, me ofuscaba una pesadilla absolutamentediversa de cualquier otra imagen horrenda de que hubiera tenido conocimiento anteriormente. Porque afuera, en lanoche, rabiaba y soplaba una tormenta que invadía mi habitación con sus rugidos hasta el extremo de que me eraposible oír que las tejas se arrancaban y volaban del techo.Salté de la cama y me arrimé a la ventana, descorriendo las cortinas cautelosamente y mirando afuera... y en

seguida volví hacia atrás con los ojos desorbitados y boquiabierto en una exclamación de completa estupefacción eincredulidad ¡Afuera, la noche era la más calma que jamás hubiera visto, las estrellas fulguraban claras y brillantes,y ni siquiera una brisa agitaba los pequeños abetos del jardín del juez!Al retroceder -en medio de la acometida y el bramido de vientos que parecían originarse en mi propia habitación,aun cuando yo no sentía movimiento alguno del aire y tampoco había nada que vibrara visiblemente-, derribé elmedallón de oro que había dejado en el antepecho de la ventana. En ese instante, cuando el opaco objeto amarillochocó sobre el piso de pino pulido, el rugir del viento quedó bloqueado, dejando un silencio que, al mismo tiempo,hizo dar vueltas a mi cabeza. Esa cacofonía de locos vientos no había desaparecido gradualmente... literalmente, fuebloqueada de un solo golpe.Me incliné lleno de temblores para recoger el medallón, y advertí que, a pesar del calor de mi habitación, provocabauna sensación de frío seguramente próximo al estado de congelación. En un gesto impulsivo, llevé el objeto junto ami oído. Exactamente durante un segundo, pareció que, retrocediendo, yo oía el ímpetu, el rugir y el zumbido devientos lejos, lejísimos; ¡vientos que soplaban más allá del borde del mundo!

Por la mañana, claro está, comprendí que todo eso había sido un sueño; no solamente las fantásticas secuenciassubmarinas e interplanetarias, sino también aquellos incidentes que siguieron inmediatamente a mi «despertar». Sin

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embargo, pregunté al juez si durante la noche había oído algo desusado. No oyó nada, y yo me sentí extranamentealiviado...

Tres días más tarde, cuando empezaba a convencerme de que las sospechas de Lucille Bridgeman en lo referente asu hijo no tenían base -ello a pesar de todos sus esfuerzos y de los del juez para probar la positiva presencia deKirby Bridgeman en la vecindad de Navissa-, llegó una noticia de la Policía Montada de Fir Valley asegurando que

se había visto a un joven que respondía al nombre de Kirby, Se le había detectado entre una muchedumbre deforasteros y gandules aparentemente menesterosos que acampaban en los alrededores de Stillwater. A losobservadores -dos envejecidos pero inveterados buscadores de oro, que realizaban sus últimas exploraciones- deninguna manera se los consideró bien venidos en Stillwater, a pesar de que habían advertido que ese joven,concretamente, parecía encontrarse en una especie de trance o aturdido, y que los otros que se hallaban con él se lehabían unido en algo así como una reverencia; ellos estuvieron atendiendo a sus necesidades, y, en general, cuidandode él.Fue esa descripción del estado del muchacho (que hacía pensar que no andaba muy bien de la cabeza), lo que medecidió a hablar con su madre acerca de él, con mucho tacto naturalmente, tan pronto como se me presentara laoportunidad. Durante los dos últimos días, yo había estudiado el manejo y mantenimiento de un vehículo, que el juez llamó gato de la nieve: se trataba de un trineo motorizado, bastante grande, de diseño muy moderno, que élhabla alquilado a un amigo suyo del pueblo para la señora Bridgeman. El vehículo era algo sumamente económico,capaz, en circunstancias apropiadas, de acarrear a dos adultos y provisiones sobre la nieve, a una velocidad de másde treinta millas por hora. Y en un terreno regular, asimismo, estaba acondicionado para desplegar una velocidad

menor. Con un vehículo así, dos personas podían viajar fácilmente ciento cincuenta millas sin recargar combustible,con relativa comodidad, y sobre tierras que ningún automóvil desafiaría.La mañana siguiente nos vio partir a bordo del «gato de la nieve», y aunque planeábamos regresar cada dos o tresdías a Navissa a reabastecernos de combustible, teníamos suficientes provisiones para no menos de una semana.Primero nos dirigimos a Stillwater.Después de la nevada de la noche anterior, la huella que nos conducía a la ciudad fantasma se encontrabatotalmente enterrada bajo una alfombra blanca de casi un pie de profundidad, pero incluso así, era claro que esecamino, apenas de cuarta categoría (en algunos sitios meramente un sendero), se encontraba en un estado deextrema indigencia. Recordé que el juez me decía que poquísima gente iba ahora a Stillwater, después del insólitoasunto de hacía veinte años, y que sin duda esto contribuía a la apariencia de abandono de aquellos lugares, dondeel viento barría su superficie.En Stillwater hallamos a un guardia de la Montada, preparándose precisamente a partir para acampar en FirValley. Había ido a la ciudad fantasma con la misión específica de investigar la historia de los dos buscadores deoro. Se presentó a sí mismo como el guardia Mccauley, y nos condujo en un recorrido mostrándonos el pueblo.Originalmente, el poblado se construyó a base de maderas recias, con depósitos y casas, y un despachurrado saloonbordeando la calle mayor, y con cabañas y habitaciones menores situadas detrás de los frentes de la calle. Ahora, encambio, la calle mayor estaba cubierta de hierbas y malezas bajo la nieve, e incluso los edificios más firmes ibandecayendo aceleradamente hacia la ruina. Las cabañas y habitaciones menores se inclinaban como viejos con el pesode los años, y las jambas podridas de pintura descascarillada se combaban de tal manera que amenazabanconstantemente con venirse al suelo y provocar el derrumbamiento de los edificios sobre la nieve. Aquí y allá, una odos ventanas se mantenían, pero en la mayor parte de ellas los torcidos y temblorosos armazones reclamabansoportes, de manera que ahora agudos fragmentos de vidrio pendían en hileras sobre los antepechos, como dientesen bocas cuya negrura cautivaba. Una manchada y andrajosa cortina batía el aire consumiendo la amenaza de laglacial brisa del mediodía. A pesar de que el día se mostraba brillante, una definida lobreguez se cernía en torno deStillwater, un aura de algo que no estaba del todo bien, de extraña intimidación, como si una especie de capa demaldad se cerniera sobre el lugar.Notablemente, e ignorando el hecho de que habían pasado veinte años desde la última vez que se le conocióhabitado, el pueblo parecía dirigirse precipitadamente hacia la decadencia, como si un antiguo mago se hubieseesforzado por arruinar el lugar con el fin de devolverlo a sus orígenes. Ya se erigían altos arbolillos atravesando la

nieve en la calle mayor; hierbas y malezas proliferaban en los antepechos de las ventanas de uno a otro extremo delas fachadas, y en los negros huecos en que se amontonaban tablas caídas desde los pisos altos de los edificios que sedesmoronaban.La señora Bridgeman parecía no advertir nada de todo eso; sólo atendía a que su hijo había estado en el pueblo nohacia mucho... si es que alguna vez estuvo allí.En el mayor de los edificios en pie, una taberna aparentemente más resistente en su batalla frente a la decadenciadel resto del pueblo, preparamos café y calentamos sopa. Allí también hallamos signos de reciente aunquetemporaria habitación, ya que el piso de una de las piezas estaba completamente cubierto de latas y botellasvaciadas poco antes. Esos restos, más las ennegrecidas cenizas de una hoguera que fue encendida sobre piedras enun rincón, daban claro testimonio de que el lugar habla sido utilizado seguramente por ese grupo de personasdesconocidas acerca de cuya presencia informaron los buscadores de oro.El de la Montada hizo mención de lo glacial que era el lugar, y, ante su observación, empecé a caer en la cuenta deque, en verdad, la taberna parecía más fría en el interior (donde, considerando todas las razones, el ambientedebería ser, cuando menos marginalmente, más cálido) que afuera, en el áspero aire de las abandonadas calles. Yo

estaba a punto de decirlo, cuando la señora Bridgeman, repentinamente mucho más pálida que de costumbre, dejóel café y se puso de pie en el sitio donde estuvo sentada en una silla desvencijada.Primero me miró a mí -una rara, penetrante mirada-, y luego a Mccauley.

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-Mi hijo ha estado aquí -dijo bruscamente, como si lo supiera en forma absolutamente cierta-. Kirby estuvo aquí.El policía la miró fijamente; después, perplejo, observó la habitación.-¿Hay algún signo de que su hijo estuvo aquí, señora Bridgeman?Ella se habla vuelto como distraída, y por un momento no respondió. Al parecer, prestaba intensamente su atencióna algo remoto.-¿No oye?El guardia Mccauley me miró de soslayo. En el recinto reinaba absoluto silencio.

-¿Oír qué, señora Bridgeman? ¿Qué es?-¡Hombre, el viento! -respondió ella, con los ojos nublados y distantes-. ¡El viento soplando más allá, entre losmundos!

Media hora más tarde estábamos preparados para ponernos nuevamente en marcha. En el ínterin, el de la Montadame había llamado aparte para preguntarme si no creía que la búsqueda que proyectábamos era, estrictamente, unpoquito arriesgada, considerando el estado de la señora Bridgeman. Sencillamente, él creía que estaba un tanto malde la cabeza. ¡Quizá lo estuviera! Dios sabe si era cierta la afirmación del juez de que la pobre mujer poseíasuficiente juicio. Ignorando en ese tiempo su verdadero problema, sin embargo, yo resté importancia a susdesusadas maneras, caracterizando la relación con su hijo como obsesiva, lejos de toda proporción con la realidad.Claro está, ésa era la impresión que yo ya tenía formada... pero no explicaba la otra cosa.No mencioné nada de esto al policía. Por un lado, no tenía nada que ver con su misión; y, por el otro, no deseaba enmanera alguna que él pensara que quizá yo también estaba un poco mal de la cabeza. Se trataba sencillaniente de lo

siguiente: en la taberna abandonada, cuando la señora Bridgeman preguntó «¿no oye?» yo, en realidad, había oídoalgo. En el preciso momento de su pregunta, yo metí la mano en un bolsillo de mi chaquetón en busca de un paquetede cigarrillos. Mi mano entró en contacto con el extraño medallón durado, y al tocar mis dedos la gélida forma sentí un estremecimiento, como de insólitas energías, un hormigueo eléctrico que parecía activar todos mis sentidossimultáneamente. Percibí el frío de los espacios entre las estrellas; volví a oler, como en mis sueños, los aromas demundos desconocidos; durante una mínima fracción de segundo, se desplegaron ante mí visiones increíbles, eonescentelleando en cada parpadeo; y yo también oí un viento.. ¡una clamorosa percepción de mucho más allá deluniverso que conocemos!Había sido tan instantánea esa visión que no me detuve a pensar en ello, Sin duda mi mente, cuando toqué elmedallón, evocó cosas en conexión con partes de ese sueño en el cual había destacado tau fuertemente. Esa era laúnica explicación...

Calculé que alrededor de las cinco de la tarde nos encontrábamos aproximadamente a unas cincuenta millasdirectamente al norte de Stillwater. Fue allí, al cobijo de una baja colina cubierta de altas coníferas cuyas ramascargadas de nieve se doblaban casi hasta el suelo, donde la señora Bridgeman pidió hacer un alto en la noche.Congelándose, ya la nieve se tapaba con una delgada y quebradiza costra. Instalamos nuestros dos pequeños vivacsbajo un pino cuyas blancas ramas formaban por sí mismas algo así como una tienda, y en ese lugar encendí nuestrohornillo y preparé una comida.Yo había decidido que la situación era lo suficientemente propicia para intentar, muy comedidamente por cierto.una aproximación a la señora Bridgeman, con miras a aclarar tantos aspectos de su historia que yo aún ignoraba;pero entonces, como si se colmara la cargazón de misterio, hube de ser testigo de algo que me trajo vívidamente elrecuerdo de aquello que el juez contó acerca de la temperatura del cuerpo de la viuda.Habíamos terminado nuestra comida, y yo preparé mi vivac para la noche, desplegando mi saco de dormir yacumulando nieve junto a las paredes exteriores más bajas de la pequeña tienda, a fin de atajar las corrientesheladas. Ofrecí hacer lo mismo para la señora Bridgeman, pero me aseguró que podía hacerlo ella misma,Momentáneamente, deseaba «un hálito de aire fresco». El giro contenido en esta frase, en sí, ya bastaba aconfundirme (¡difícilmente el aire podía haber sido más fresco!); pero es que, además, ella se quitó el anorak,quedando en suéter y pantalones anchos, y partió caminando hasta debajo de las ramas dobladas, ¡en medio de la

temperatura bajo cero de la noche que caía!Pesadamente arropado, yo todavía temblaba, mientras la observaba desde nuestro refugio encubierto por el árbol.Durante media hora, ella, sencillamente, se paseó de aquí para allá sobre la nieve, mirando en ocasiones al cielo, yvolviéndose siempre hacia la oscura distancia. Por fin, cuando de súbito comprendí que yo me aproximabaaceleradamente al congelamiento en tanto esperaba que volviese al campamento, ya casi rígido me dirigí hacia ellapara alcanzarle su anorak. Seguramente, suponía yo, ella estaría muy cerca también de congelarse.Recriminándome interiormente no haber reparado antes en lo terrible del frío reinante, me aproximé a ella y echésobre sus hombros el anorak. ¡Imagínense mi estupefacción cuando ella se volvió con una mirada interrogante,mostrándose sencillamente satisfecha y absolutamente cómoda, inmensamente sorprendida ante mi preocupación!Sin duda comprendió en seguida cuánto frío hacía. Reprendiéndome porque yo no hubiera puesto mayor cuidado enmantenerme al abrigo, se apresuró a volver conmigo a los vivacs bajo el árbol. Allí, con prontitud, hirvió agua ypreparó café. Sin embargo, no bebió ni una gota del caliente y reconfortador líquido, y yo estaba tan pasmado antesu aparente inmunidad contra el frío que olvidé todo lo referente a aquellas preguntas que deseaba formularle.Puesto que era evidente que la señora Bridgeman quería retirarse, y que mi propio saco de dormir se encontraba

extendido, cálido e incitador, dentro de mi vivac, simplemente terminé el café, apagué el hornillo, y me tumbé parapasar la noche.

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Me sentí repentinamente cansado, y la última cosa que vi antes de dormirme fue un parche de cielo por entre lasramas, iluminado por las estrellas que brillaban tililantes. Quizá esa imagen de los cielos, impresa en los ojos de mimente al caer dormido, coloreó mis sueños. Ciertamente, soñé con estrellas toda la noche, pero fueron sueñosintranquilos. Las estrellas que veía eran particularmente sensitivas y se apareaban como inusitados ojos; suresplandor carmíneo destacaba sobre el negro fondo de un dibujo horriblemente sugestivo, de inmensasproporciones...Por la maanna, durante el desayuno -bocadillos de queso y tomate, seguidos de café y jugo de frutas-, mencioné

brevemente la aparente inmunidad contra el frío de la señora Bridgeman, ante lo cual me miró con una expresión deverdadero disgusto y dijo:-Debe usted creerme, señor Lawton, si le digo que daría todo lo poco que tengo por sentir sólo una vez el frío. Esta...desgracia mía, es una condición extremadamente rara que contraje aquí en el Norte. Y esto mismo ha resurgido en...-¿En Kirby? -aventuré la suposición.-Sí -volvió a mirarme, astutamente esta vez-. ¿Qué le dijo el juez Andrews?No pude ocultar mi embarazo.-El... él me contó la muerte de su marido, y...-¿Qué le dijo acerca de mi hijo?-Muy poco. No es la clase de hombre que chismorrea inútilmente, señora Bridgeman, y...-¿Y usted supone que debería de haber mucho sobre qué murmurar? -se mostraba repentinamente enfadada.-Sólo sé que estoy aquí ayudando a una mujer que busca a su hijo, atendiendo sus instintos y sus caprichos snipreguntar, como un favor hacia un viejo. Para ser absolutamente sincero, le diré que sospecho que en todo estoexiste un gran misterio; y admito que soy adicto a los misterios, tan curioso como un gato. Pero mi curiosidad no

lleva malicia, debe usted creerlo, y mi único deseo es ayudarla.Se apartó de ml durante unos momentos. Y yo pensé que le duraba el enfado; pero cuando su rostro me enfrentó,estaba mucho más tranquilo.-¿Y no le advirtió el juez que aquí habría... peligro?-¿Peligro? La nieve se debe, ciertamente...-No, la nieve no es nada..., no me refiero a la nieve. El juez posee los libros de Sam; ¿los ha leído?-Sí, pero ¿qué peligro pueden encerrar la mitología y el folklore? -en realidad, yo sospechaba a qué se refería ella,pero mejor sería oírlo de sus propios labios, cómo ella lo «creía» y cómo su marido lo había «creído» antes que ella.-¿Qué peligro hay en los mitos y la leyenda, pregunta usted? -sonrió melancólicamente-. Lo mismo pregunté a Samcuando intentó dejarme en Navissa. ¡Por Dios, que debí escucharle! ¿Qué peligro hay en el folklore? No puedodecírselo directamente, usted me creería loca, como estoy segura que me cree el juez más que medianamente, pero lediré esto: hoy regresamos a Navissa. Por el camino puede enseñarme cómo conducir el gato de la nieve. Yo no he dellevarle a horrores que usted no podría concebir.Intenté discutir el punto, pero ella no agregó nada más. Levantamos el campamento en silencio, empacamos losvivacs y utensilios en el gato, y, después, a pesar de un último esfuerzo de mi parte por disuadirla, me exigió que nosdirigiéramos directamente hacia Navissa.Durante media hora, viajando con bastante lentitud, seguimos el curso de un riachuelo helado, entre tupidosbosques de abetos cuyos negros interiores se oscurecían aún más a causa de la amortajante nieve que cubría lasramas altas. Fue cuando hice girar el gato de la nieve, alejándolo del curso de agua alrededor de un monte bajo, conel propósito de orientarnos más directamente hacia el sur, cuando accidentalmente di con aquello que habría de irmuy lejos hasta comprobar las alusiones de la señora Bridgeman a terribles peligros.Era una gran depresión en la nieve, ante la que yo hube de reaccionar rápidamente para evitar que saliéramosdespedidos del vehículo, ya que fácilmente hubiéramos podido caer dentro. Detuve nuestro aparato, y echamos pie atierra para dar una ojeada más de cerca a ese lugar extrañamente hundido.Allí la corriente de agua era más profunda, quizá tres o cuatro pies, pero en el centro de la depresión se hablacondensado casi hasta la tierra de debajo, como si un gran peso hubiera descansado sobre ese sitio. El tamaño de laconcavidad alcanzaría unos veinte pies de largo, por siete u ocho de ancho, y suforma era algo como...De pronto las palabras del juez volvieron a mí, lo que él mencionó sobre las varias manifestaciones de Ithaqua, Elque Camina en el Viento, ¡y particularmente, sobre gigantescas huellas de pies palmeados en la nieve!

Pero, naturalmente, eso era ridículo. Y, sin embargo...Comencé a andar alrededor del perímetro de la fantástica depresión, y me volví únicamente cuando ol que la señoraBridgeman me llamaba a gritos. Más pálida de lo que jamás la viera antes, en ese momento se reclinaba sobre elgato de la nieve, con una mano en la garganta. Muy de prisa, me acerqué a ella.-¿Señora Bridgeman?-El... ¡El estuvo aquí! -habló susurrando horrorizada.-¿Su hijo?-No, no Kirby... ¡El! -señaló, mirando con los ojos dilatados, hacia la nieve aplastada de la depresión-. Ithaqua, Elque Camina en el Viento... esa es su señal. ¡Y eso significa que ya debe de ser demasiado tarde para mí!-Señora Bridgeman -hice un esfuerzo no muy sincero por razonar con ella-, sencillamente, esa depresión marca elsitio donde un número de animales descansaron durante la noche. La nieve se ha amontonado alrededor de ellos,dejando esa peculiar forma.-Anoche no nevó, señor Lawton -respondió, más tranquila ahora-, pero en todo caso su explicación escompletamente imposible. Porque, si aquí ha habido una cantidad de animales, seguramente hubieran estampado

huellas en la nieve al moverse. Mire a su alrededor. ¡No hay huellas! No; ésa es la huella del pie del demonio. Elhorror ha estado aquí... ¡y en alguna parte, en este mismo momento, mi hijo está intentando dar con Él, con lacolaboración de aquellos pobres diablos que creen en Él!

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Entonces vi mi oportunidad de evitar el pronto retorno a Navissa. Si regresábamos ahora, seguramente no llegaría aconocer nunca la historia completa, y de ninguna manera me atrevería a enfrentar al juez, habiéndole abandonado.-Señora Bridgeman, me parece claro que si ahora nos volvemos al sur, estaremos perdiendo el tiempo. Por mi parte,estoy deseando afrontar cualquier peligro que pueda presentarse, si es que no me convenzo de que haya tantopeligro. De todos modos, si algo amenaza a Kirby, entonces, regresando a Navissa, no le estaremos ayudando. Meayudaría, creo, que yo conociera la historia a fondo. Algo sé ya, pero ha de haber infinidad de cosas que usted puededecirme. Ahora escuche, tenemos suficiente combustible para unas ciento veinte millas más. Esta es mi proposición:

que vayamos en busca de su hijo, hacia el norte. Si no le hemos hallado cuando nuestras reservas de combustible sereduzcan a la mitad, entonces nos dirigiremos en línea recta a Navissa. Además, juro aquí y ahora que jamásdivulgaré nada de lo que usted me diga, ni nada de lo que yo vea mientras usted viva. Ahora...estamos perdiendo eltiempo. ¿Qué dice?Vaciló, considerando mi propuesta, y entretanto yo vi que hacia el norte se extendía una cortina de nubesatravesando el cielo, y percibí ese peculiar cambio en la atmósfera que siempre precede al mal tiempo.-El cielo está más plomizo cada vez. Nos encontramos ante la inminencia de una nevada..., probablemente estanoche. En realidad, no podemos permitirnos el lujo de perder tiempo si queremos hallar a Kirby antes de que sedescargue lo peor del clima. Pronto la nieve comenzará a caer, y...-El frío no molestará a Kirby, señor Lawton, pero usted tiene razón, no hay tiempo que perder. De ahora enadelante, nuestras pausas han de ser más breves, y deberemos esforzarnos por viajar más velozmente. Más tarde,hoy, le diré lo que pueda de... de todo. Crea usted lo que quiera, eso hace poca diferencia; pero le advierto porúltima vez: si encontramos a Kirby, ¡entonces probablemente nos encontremos también cara a cara con el supremohorror!

IV

Al fijarme más en el clima, vi que yo tenía razón. Si hubiésemos vuelto hacia el norte, deando densos bosques deabetos y cruzando cursos de agua helada y bajas colinas, a las diez y media de la mañana nos encontraríamos yendoa través de nieve bastante pesada. El cristal se veía muy abajo, aunque, por suerte, corría poco viento. Todo estetiempo -a pesar de que guardaba en mi corazón la certidumbre de que allí no había nada-, me encontré a mí mismobuscando otra de esas extrañas e inexplicables depresiones en la nieve.Un denso matorral en el que las ramas superiores se entrelazaban, formando un oscuro paraguas que sostenía untecho de nieve, nos sirvió para acampar al mediodía. Allí. mientras preparábamos una comida caliente, y mientrasla ingeríamos, la señora Bridgeman empezó a relatarme cosas acerca de su hijo, acerca de su singular infancia y desus raras inclinaciones al irse convirtiendo en un hombre. Su primera revelación, no obstante, era la más fantástica,y evidentemente el juez tenía razón al pensar que los sucesos de veinte años atrás habían vuelto a la mente de ella, almenos en lo que se refería a su hijo.-Kirby -comenzó sin preámbulos-, no es hijo de Sam. Yo quiero a Kirby, naturalmente, pero no es en modo algunoun hijo del amor. Nació de los vientos. No, no me interrumpa; no deseo explicaciones racionales.»¿Puede comprenderme, señor Lawton? Supongo que no. La verdad es que, en un principio, yo también creí queestaba loca, que todo había sido una pesadilla. Lo pensé así, exactamente hasta la época..., hasta que Kirby nació.Entonces, cuando iba dejando de ser bebé, me sentí menos segura. Ahora sé que nunca estuve loca. ¡No hubopesadilla que me asaltara aquí en la nieve, sino un hecho monstruoso! ¿Y por qué no? ¿Acaso las más antiguasreligiones y leyendas conocidas por el hombre no están llenas de historias de dioses que desean lujuriosamente a lashijas de los hombres? Había gigantes en los tiempos antiguos, señor Lawton. Aún los hay.»¿Recuerda usted la expedición de Wendy-Smith en el 33? ¿Qué supone usted que halló ese pobre hombre en lo másintrincado de Africa? Lo que le movió a decir estas palabras, que conozco de mernoria: "Existen fabulosas leyendassobre criaturas nacidas de las estrellas, que habitaban esta Tierra muchos millones de años antes de que el hombreapareciera, y que, cuando éste ya había evolucionado, se encontraban todavía aquí, en ciertos negros lugares.Abrigo la certeza de que, en alguna medida, aún ahora están aquí."

»Wendy-Smith estaba seguro, y yo también lo estoy. En 1913, nacieron en Dunwich dos monstruos de undegenerado y una mujer imbécil. Ambos están muertos ahora, pero todavía quedan en Dunwich testigos queconocieron al padre, del que se insinúa que era un ser no humano. ¡Oh!, existen muchos ejemplos de lasupervivencia de seres y fuerzas de la remota antigüedad que alcanzaron carácter de divinidad en la mente de lasgentes, ¿quién se atreve a negar que, al menos algunos de ellos, puedan ser reales?»Y, en lo que se refiere a Ithaqua -¡cómo no!-, se mencionan elementos del aire en todas las mitologías conocidas porel hombre. De la misma manera, incluso hoy, en otras leyendas además de ésta de Ithaqua de las Nieves, hayextraños vientos que insuflan locura y horror en la inteligencia de los hombres. Quiero decir, vientos como el Folhm,el viento sur de los valles alpinos. ¿Y qué hay de los vientos calientes de cavernas subterráneas como las de Calabria,que se sabe que han transformado a recios mineros en balbucientes ruinas con el pelo blanco? ¿Qué es lo quecomprendemos de tales fuerzas?»Nuestra raza humana es una colonia de hormigas, señor Lawton, que habita un hormiguero situado en el confín deun inconmensurable hueco llamado infinito. Todas las cosas pueden suceder en el infinito y, ¿quién sabe qué es loque podría ocurrir fuera de él? ¿Qué sabemos nosotros de las realidades de lo incognoscible desde nuestro pequeño

rincón de un inacabable universo, en esta revolución en el continuo espaciotiempo? Rezumando hacia abajo desdelas estrellas, en el comienzo de los tiempos, existían gigantes -seres que caminaban o volaban atravesando losespacios entre los mundos, que moraban y utilizaban a su placer sistemas completos-, y algunos de ellos aún

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sobreviven. ¿Qué sería la raza humana en relación con criaturas como ésas? Yo se lo diré..., ¡somos el plancton delos mares del espacio y del tiempo!»Pero me estoy alejando un poco de la cuestión. Los hechos son éstos: antes de que yo viniera a Navissa con Sam, aél ya le hicieron saber su condición de estéril; y cuando yo –después de ese horror que mató a mi marido- me repuse,me encontraba embarazada.»Naturalmente, en un principio creí que los médicos estaban equivocados, que Sam no era en absoluto estéril, y estoparecía confirmarse por cuanto mi bebé nació a los ocho meses de la muerte de Sam. Obviamente, según los cálculos

corrientes, Kirby fue concebido antes de que viniésemos a Navissa. Y con todo y lo difícil del embarazo, y siendo élde recién nacido una cosita desgarbada y fuera de lo común -endeble y soñador, y tan excesivamente quieto-, yo, aúndesconociendo todo lo referente a los niños, me encontré, no obstante, pensando que su alumbramiento habla sido...¡prematuro!»Sus pies eran grandes hasta para un varón, y los dedos del pie eran palmeados, con un rosado estiramiento de lapiel que se hacía más compacto y se alargaba a medida que crecía. Comprenda, por favor, que mi chico no era enmodo alguno un fenómeno, al menos no visiblemente. Mucha gente tiene esa membrana entre los dedos del pie;algunos la poseen también entre los dedos de la mano. En todos los demás aspectos parecía completamente normal.Bueno, quizá no completamente...»Mucho antes de empezar a caminar, hablaba -los bebés hablan, usted lo sabe-, pero no a mí. Siempre lo hacíaestando solo en su cuna, y siempre cuando había viento. Le era posible oír el viento y solía hablarle. Pero eso no eranada inusitado; los chicos en crecimiento hablan a menudo con invisibles compañeros de juegos, personas ycriaturas que sólo ellos perciben; es que, sin embargo, yo frecuentemente atendía a Kirby, y a veces...»¡Puedo jurar que a veces los vientos le respondían!

»Ríase usted si lo desea, señor Lawton, y no creo estar en condiciones de burlarme de usted, pero siempreaparentaba haber un viento alrededor de nuestra casa, a pesar de que por todas partcs el aire se encontraba enreposo...»Al hacerse mayor Kirby, esto no parecía suceder de modo tan continuo, o quizá es que yo me acostumbré, no lo séa ciencia cierta. Pero en la época en que él comenzó a ir a la escuela, bueno, ya la cosa iba quedando fuera de duda.Era totalmente un soñador, de ninguna manera lento o retrasado, a ver si me entiende, pero vivía constantementesumergido en una especie de fantaseo universal. Y siempre -aunque más tarde en apariencia había abandonado susconversaciones con entes esforzados y con brisas-, conservó esa fascinación por el viento.»Una noche de verano, cuando él contaba siete años, se desencadenó un viento que amenazaba echar abajo la casa.Venía del mar, un viento septentrional de más allá del golfo de México o quizá llegaba de mucho más lejos, ¿quiénpuede decirlo? En cierta forma, yo me sentía asustada, al Igual que la mayoría de las familias de la zona en queresidíamos. Tal era la furia de ese viento diabólico, y tanto me recordaba otro..., otro viento que yo había conocido.Kirby experimentó mi miedo. Fue una cosa extrañísima, el caso es que él abrió una ventana y gritó. Gritódirectamente en los dientes de esa aulladora tormenta parecida al hada que anuncia una muerte en la familia.¿Puede imaginarlo? ¡Un niñito, de escasa dentadura y cabellos ondulantes, gritando a un viento que podría haberlearrancado de la faz de la tierra!»Y, sin embargo, momentos después lo peor de la tormenta amainó, y Kirby quedó riñendo y dando bruscas órdenesa las breves ráfagas que aún se movían, hasta que la noche se mostró tan tranquila como cualquier otra noche deverano...»A los diez años empezó a interesarse en modelos de aeroplanos, y uno de sus profesores privados le ayudó y leanimó a construir el suyo propio. Vea usted, estaba mucho más entusiasmado que otros chicos de su edad. Uno desus modelos provocó una gran excitación cuando fue presentado en una exposición en un club local. Tenía unaforma muy curiosa; la parte inferior era abierta y alabeada. Funcionaba sobre la base de un principio de planeo decreación de mi hijo, sin motor, pero contando con lo que Kirby llamaba "principio del aire ondulante". Recuerdoque ese día lo llevó al club de planeadores, y que los demás miembros -tanto niños como adultos- se rieron de sumodelo y afirmaron que era imposible que volase. Kirby lo hizo volar durante una hora, y todos se maravillaronmientras aparecía desafiando la gravedad en una fantástica serie de vuelos. Entonces, en señal de protesta porque sehabían reído de él, hizo pedazos la madera de balsa y el papel tisú que componían el modelo, y los derramó como sifueran confetti a los pies de los espectadores. Así se manifestaba el orgullo por su obra, ya desde niño. Yo no me

encontraba allí en persona, pero me dijeron que uno de los diseñadores de grandes compañías de modelos se puso agritar cuando Kirby destruyó su planeador...»Amaba también las cometas..., siempre poseyó una, Permanecía sentado durante horas observando su cometadetenida en el aire al final de su cuerda.»Al cumplir trece años, quiso tener unos prismáticos para poder estudiar a los pájaros en vuelo. Los halconesconstituían su particular interés..., esa forma en que se levantan sin moverse, sólo el rápido batir de sus alas. Elloscasi parece también que andan por el viento.»Por entonces llegó el día en que salió a la luz el aspecto más serio y perturbador de la fascinante relación de Kirbycon el aire y el vuelo. Durante largo tiempo yo me había preocupado por él, por su constante inquietud, por suscavilaciones y su azarosa obsesión.»Visitábamos Chichén Itza, viaje del que yo esperaba que distrajera la mente de Kirby hacia otras cosas.Cabalmente, el viaje tenía un doble propósito; el otro, se correspondía con el hecho de que yo había estadoanteriormente con Sam en Chichén Itza, y ésa era mi manera de recordar todo lo acaecido, Siempre, ahora yentonces, yo visitaría algún lugar en el que me hubiera sentido feliz antes..., antes de su muerte.

»Sin embargo, existía una cantidad de cosas que yo no tomaba en cuenta. A menudo juguetea un viento en medio deesas antiguas pirámides, y las pirámides mismas... con su aura de vetustez, sus raros glifos, su historia de sangrientaadoración y oscuros dioses... pueden ser... perturbadoras.

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»Había olvidado también que los mayas poseen su propio dios del aire, Quetzacoatl, la serpiente emplumada, ysospecho que eso constituyó casi mi ruina.»Kirby estuvo silencioso y pensativo durante el viaje de ida, y permaneció así aún después de distraerse y mientrasempezamos a explorar los antiguos edificios y templos. Fue en momentos en que yo admiraba otras pirámides,cuando Kirby escaló el alto Templo de los Guerreros, horriblemente adornado, con su fachada de serpientesemplumadas, sus bocas colmilludas y sus colas rampantes.»Le vieron caer -o saltar- no menos de dos docenas de personas, mexicanos en su mayoría, y mas tarde todos ellos

contaron la misma historia: que el viento parecía haberle mantenido flotando; que él había rodado en un lentomovimiento; y cómo profirió un vago grito antes de caminar por el espacio, como si llamara en su apoyo a extrañosdioses. ¿Y tras esa terrible caída, sobre losas y desde tanta altura...?»Era un milagro, decía la gente, que Kirby no se hubiese herido.»Bueno, por fin conseguí convencer a las autoridades del lugar de que Kirby simplemente habíla caíldo, y me fueposible llevármelo antes de que saliera de su desmayo. Oh, sí, se había desmayado. ¡Una caída como ésa, y el únicoresultado, un desvanecimiento!»Pero aunque yo expliqué claramente el incidente, supongo que jamás podré explicar la expresión de la cara deKirby al sacarle de allí, esa sonrisa de triunfo o de insólita satisfacción.»Ahora bien, todo eso ocurrió poco después de su catorce cumpleaños, en la época en que aquí en el Norte sedesarrolla el ciclo quinquenal de las así llamadas "creencias, supersticiones e histeria colectiva", y se encontrabauna vez más en su cenit, exactamente como ahora. Por cuanto a mí me afecta en tan alto grado, encontraba unairrefutable conexión.»Desde entonces -y me repruebo a mí misma el haberlo descubierto sólo recientemente-, Kirby se convirtió en un

ahorrador secreto, que apartaba cualquier dinero que cayese en sus manos con el objeto de cumplir un propósito ouna ambición futuros; y ahora sé, claro está, que preparaba su viaje al Norte. Toda su vida, como usted ve, haseguido la estela de su destino, y creo que nada que yo hiciera lo hubiese cambiado.»Hace poco sucedió algo que es una reafirmación de esto, algo que atrajo a Kirby al Norte como un imán. Ahora -yono sé cuál ha de ser el final, pero debo verlo- es necesario que le encuentre de uno u otro modo, de una vez portodas...

V

Aproximadamente a la una y media de la tarde reanudamos la marcha; en nuestro vehículo, viajábamos a través deocasionales descargas de nieve, afortunadamente acompañados por un leve viento de cola que ayudaba en nuestrorecorrido. Y no mucho más tarde dimos con señales que anunciaban otras presencias en aquella desolación blanca,huellas frescas de zapatos para la nieve que cruzaban nuestra senda en tangente y se dirigían a las colinas bajas.Seguimos esas huellas -aparentemente pertenecientes a un grupo de al menos tres personas- hasta donde convergíancon otras sobre una de las escuetas colinas. Aquí detuve el gato de la nieve y desmonté; eché una mirada al desiertoque nos rodeaba, y descubrí que desde allí, por entre la nieve que caía, se podía distinguir el lugar de nuestro últimocampamento. Entonces comprendí que ése era un estupendo punto de observación en lo alto.La señora Bridgeman tiró de la manga de mi anorak, señalando hacia el norte; finalmente divisé recortados sobre elfondo blanqulsimo un grupo de puntos negros que andaban como vagando hacia un lejano bosque de pinos.-Debemos seguirlos -declaró-. Han de ser miembros de su orden, en camino a las ceremonias. ¡Kirby también estarácon ellos!Ante tal pensamiento, su voz adquirió una febril excitación:-¡Pronto..., no debemos perderlos!Pero los perdimos.Cuando llegamos a aquella extensión de terreno abierto donde la señora Bridgeman había vislumbrado en unprincipio al desconocido grupo, los individuos que lo formaban habían desaparecido ya en la penumbra de losárboles, a una distancia de varios cientos de yardas. En la linde del bosque volví a detener a nuestro vehículo, y si

bien hubiéramos podido rastrearlos fácilmente entre los árboles -lo que constituía el inmediato e instintivo deseo demi no muy delicada compañera-, ello habría significado abandonar el gato de la nieve.Argumenté que, en cambio, deberíamos rodear el bosque, hallar una posición ventajosa en su margen norte, y allí esperar la aparición de cualesquiera personas a las que se le ocurriese pasear por los desiertos en pleno invierno. Laseñora Bridgeman estuvo en seguida de acuerdo con esta propuesta aparentemente razonable, y antes de una horaestábamos escondidos entre un conjunto de pinos situados más allá del mismo bosque. Allí decidimos turnarnospara vigilar la margen norte del bosque, y mientras yo cumplía el primer turno, la señora Bridgeman preparó unpoco de café. Habíamos desempacado sólo nuestro hornillo, pues consideramos poco razonable instalarnos a plenacomodidad en caso de que necesitásemos ponernos en movimiento de prisa.Al cabo de veinte minutos de permanencia en mi puesto, estaba dispuesto a jurar que el cielo se había nevado a sí mismo durante el día. Precisamente acababa de hacer este comentario a mi pálida compañera, cuando me alcanzóuna taza de café. Los plomizos cirros se aclararon –había una sola nube en el firmamento del atardecer- y entonces,como si surgiese de ninguna parte, ¡vino el viento!Instantáneamente, la temperatura decayó; y sentí que los pelos de las aletas de mi nariz se endurecían y se

quebraban cada vez que aspiraba el aire helado. El café de la taza que aún sostenía en la mano se congeló en cosa desegundos, y una gélida escarcha me cubrió las cejas. Aun pesadamente arropado como me encontraba, sentía que elfrío me estaba atravesando, y retrocedí hasta el relativo cobijo de los árboles. En el curso de toda mi experiencia en

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meteorología, jamás tuve conocimiento ni he oído de algo semejante. Me tomó totalmente de sorpresa que latormenta, venida con el viento y el frío, creciera inusitadamente en el espacio de media hora.Mirando arriba, por los vacíos entre las ramas inclinadas por el peso de la nieve, podía ver claramente el enfadadohervor de las nubes, en una extraña mezcla de cumulonimbos y nimbostratos, ¡donde sólo momentos antes no habíani rastro de esas nubes! Si el cielo, desde las primeras horas del día, parecía recargado, ahora estaba decididamenteceñudo. La atmósfera presionaba con casi tangible pesadez sobre nuestras cabezas.Y finalmente nevó.

Afortunadamente y a pesar de que los indicios amenazaban la descarga de una tremenda tempestad, el viento corríamoderadamente, pero, por comparación, la nieve cayó como si antes nunca hubiese nevado. El silencio de la nievecayendo era casi audible, mientras los amplios copos rodaban en miñadas hacia el suelo, dirigidos en espiral por lasráfagas.Mi vigilancia sobre el bosque, simplemente, no fue necesaria por mucho más tiempo; en realidad innecesaria,porque la cortina de nieve era tan densa que la visibilidad no se extendía sino a unos pocos pies. Estábamosatrapados, de igual manera que, seguramente, lo estaba aquella banda de sospechosos caminantes, miembros de «suorden», según palabras de la señora Bridgeman. Tendríamos que aguardar a que la tempestad amainara, y lomismo les sucedería a ellos.Durante las dos horas siguientes, hasta aproximadamente las cinco de la tarde, me ocupé en alzar una proteccióncontra el viento con ramas caídas, y amontoné nieve consiguiendo que nuestro escondite quedara ocluido inclusoante el moderado viento. En el centro de esa área resguardada encendí fuego cerca del gato de la nieve. Pasara loque pasase, yo no quería vérmelas con la faena que acarrearía esa máquina en caso de que las heladas temperaturasla dejaran fuera de uso.

Durante todo ese tiempo, la señora Bridgeman permaneció sentada y meditó tristemente, indiferente por completoal frío. Se sentía frustrada, imaginaba yo, a causa de nuestra incapacidad para proseguir con la investigación. Enese mismo tiempo, no obstante mis ocupaciones manuales, me fue posible ponderar detenidamente todo lo sucedido,elaborando las conclusiones que me permitían las circunstancias.La verdad es que en aquel asunto aparecían muchas coincidencias que no dejaban lugar a la tranquilidad, y lascosas que yo había experimentado en relación con él, me eran anteriormente desconocidas o ajenas a mi naturaleza.Sin ir más lejos, ya podía rememorar aquel raro sueño mío, y asimismo las insólitas sensaciones que me habíanasaltado en la proximidad del medallón de oro y sus oscuras aleaciones.Además, ahí estaba el simple y bien definido hecho -sostenido por el juez y por la viuda de Bridgemansimultáneamente, y por McCauley, el guardia de la Montada-, de que un fantástico ciclo quinquenal de desusadaexcitación, mórbida fe y curioso culto, existía realmente en aquellos parajes. Y, entretenido en pensamientos de esaíndole, me encontré una vez más preguntándome qué era exactamente lo ocurrido veinte años atrás, atendiendo aque sus ecos me complicaban de tal forma allí y entonces.Manifiestamente, no era -no podía haber sido- como la señora Bridgeman lo recordaba. Y, sin embargo, aparte desu nerviosismo y uno o dos errores cometidos bajo la tensión emocional, ella me había parecido tan normal como lamayoría de las mujeres...¿O ella había...?Me embargaban las dudas. ¿Qué significaba su sobrenatural inmunidad frente a las temperaturas bajo cero? Yahora precisamente, estaba allí sentada, contemplando la descarga de la nieve, pálida y distante, e insensible aún ala escarcha que cubría su frente y empolvaba sus ropas, perfectamente cómoda a pesar de que se había despojadode su pesado anorak. No, yo estaba equivocado, y me asombraba de que eso me indujera a engañarme a mí mismodurante tanto tiempo. No era normalidad lo que aparentaba esa mujer. Habla conocido... algo. Alguna experienciaque la colocaba, mental y físicamente, a un lado de la mundana humanidad.Pero, esa experiencia, ¿era verdaderamente el horror que ella «recordaba»? Ni siquiera entonces me resultabaposible convencerme.Y entonces, ¿qué era esa forma que se nos había atravesado en la nieve, la profunda huella de un enorme piepalmeado? ¡Mi mente se representó retrospectivamente nuestra primera noche fuera de Navissa, cuando yo soñécon una colosal configuración en el cielo con estrellas carmíneas por ojos!Pero eso no estaba nada bien. ¡Claro...! Y allí me encontraba yo, nervioso como un gato, mirando la nieve caer

delicadamente afuera, más allá de las ramadas. Me reí de mis propias fantasías, aunque con inseguridad; porque, alvolverme del fuego, por espacio de un segundo imaginé que una sombra surgía de la nieve, una figura furtiva que sehabía situado precisamente en los límites de mi campo visual.-le vi saltar, señor Lawton -habló de pronto mi compañera-. ¿Vio usted algo?-No lo creo -respondí vivamente, con voz más potente de lo necesario-. Solamente una sombra en la nieve.-Él está aquí desde hace cinco minutos. ¡Nos hallamos bajo vigilancia!-¿Qué? ¿Quiere usted decir que hay alguien ahí afuera?-Sí, uno de sus fieles, me figuro, enviado por los otros para espiar nuestros movimientos. Somos profanos, usted losabe. Pero no creo que intenten hacernos ningún daño. Kirby nunca lo permitiría.Tenía razón. De repente le vi, su silueta oscura recortada sobre el fondo blanco, en tanto la nieve caía remolineandoa un lado. Esquimal o indio, eso no podía afirmarlo, pero no dudaba que su cara estaba impasible. Estaba sólo...acechando.

A partir de ese momento, la borrasca adquirió más vigor; el viento aumentaba y las ráfagas enviaban la nieve a losárboles, convirtiéndolos en un impenetrable muro helado. Detrás de mi barrera de ramas y nieve nosencontrábamos bastante cómodos, porque yo había ampliado el refugio de manera que en el tabique solamente

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quedaba abierto un estrecho boquete enfilado hacia el sur: el viento soplaba del norte. Sobre el exterior delalbergue, la nieve ya había formado una costra congelada, de modo que era inmune a los embates del viento, y elramaje de los árboles de alrededor, compacto por la nieve, nos protegía desde arriba. Yo me había aventurado enmedia docena de breves excursiones lejos del resguardo, para regresar cargado de puñados de ramas caldas, deforma que mi fuego ardía y rugía en una suave imitación del viento. Esas ramas, colocadas a la manera india comoradios de una rueda y formando el centro de la hoguera, calentaban ahora nuestro pequeño recinto y le daban luz.Ardieron así durante toda la tarde y por la noche.

Alrededor de las diez, mientras nevaba todavía con fuerza al otro lado del refugio en la renegrida noche, reparamosen la presencia de nuestro segundo visitante; el otro nos había abandonado unas horas antes, silenciosamente. Laseñora Bridgeman le vio primero y me dio un golpecito en el codo, por lo que me puse de pie y me volví hacia elextremo abierto de nuestro asilo. Allí, encuadrado por la luz del fuego, blanco de nieve de la cabeza a los pies, sehallaba parado un hombre.Un hombre blanco, que se acercó sacudiendo la nieve de sus ropas. Se detuvo frente al fuego y echó hacia atrás lacapucha de su chaqueta de piel, después se qultó los guantes y arrimó las manos a las llamas. Sus cejas negrasestaban muy unidas sobre la nariz. Era muy alto, Minutos después, ignorándome, se dirigió a la señora Bridgeman.Se le notaba un marcado acento de Nueva Inglaterra cuando dijo:-Es el deseo de Kirby que regrese usted a Navissa, No quiere que se la lastime, Dice que deben volver ahora aNavissa -ambos-, y que usted ha de irse en seguida a casa, Él lo sabe todo ahora. Sabe por qué está aquí y quierequedarse. Su destino es la gloria de los espacios entre los mundos, el conocimíento y los misterios de los Ancianosque ya se encontraban aquí antes que el hombre, la divinidad sobre los vientos gélidos de la Tierra y el Espacio consu Señor y Amo. Usted le ha retenido durante casi veinte años. Ahora quiere ser libre.

Yo estaba a punto de cuestionar su autoridad y su tono, pero la señora Bridgeman me contuvo.-¿Libre? ¿ Qué clase de libertad? ¿Quedarse aquí, en el hielo? ¿Pasearse por las gélidas desolaciones hasta quecualquier tentativa de retornar al mundo de los hombres signifique una muerte segura? ¿Aprender la sabiduría demonstruos engendrados en negros hoyos más allá del tiempo y del espacio?Su voz acrecía histéricamente,-¿No conocer amor de mujer, sino saciar su deseo con desconocidas, dejándolas por muertas o, peor, de una maneraque sólo su aborrecible padre pudo jamás enseñarle?El desconocido alzó una mano, súbitamente iracundo.-Atrévase a hablar de Él como..,Salté y me interpuse entre ellos, pero inmediatamente se hizo evidente que no era necesario.El cambio en la señora Bridgeman fue casi aterrador. Sólo segundos antes estaba al borde de la histeria; ahora, susojos llameaban de cólera en su blanca cara, y estaba de pie tan erguida y regia que obligó a retroceder a nuestrodesconocido visitante, que tras haber levantado un brazo amenazador, lo dejó caer instantáueamente a un lado.-¿Yo atreverme? -su voz era tan glacial como el viento-. ¡Yo soy la madre de Kirby! Sí, me atrevo..., ¡pero a qué seha atrevido usted! ¿Me levantaría la mano a mí?-Yo... fue sólo... estaba enfadado -el hombre tropezó con sus palabras mientras intentaba recobrar su composturadel principio-. Pero todo eso no hace diferentes las cosas. Quédese, si quiere; pero no podrá penetrar en el área delas ceremonias, porque habrá vigilancia. Si traspasara la guardia sin ser vista... entonces el resultado caerá sobre suspropias cabezas. Por otra parte, si ustedes regresan ahora, puedo prometerles buen tiempo para todo el camino aNavissa. Esto, únicamente si se van ahora, en seguida.Mi compañera de blanca faz frunció el ceño y desvió su mirada hacia el agonizante fuego.Sin duda en la creencia de que ella estaba cediendo, el desconocido manifestó su última promesa:-Piénselo, señora Bridgeman, y piénselo bien. Unicamente puede haber un resultado, un fin, si usted se queda aquí...,¡porque usted ha visto a Ithaqua!Ella se volvió hacia él, derramando de sus labios desesperadas preguntas.-¿Debemos irnos esta noche? ¿No puedo ver a mi hijo sólo una vez? ¿Será él...?-Él no sufrirá daño -la interrumpió-. Su destino es... ¡grande! Sí, tendrán que irse esta noche; él no desea verla, yhay tan poco... –se detuvo, mordiéndose la lengua casi visiblemente, pero parecía que la señora Bridgeman no habíaadvertido el error de él; claramente, había estado a punto de decir «hay tan poco tiempo».

Mi compañera suspiró y relajó los hombros.-Si acepto necesitaremos buen tiempo. ¿Eso puede arreglarse?El visitante asintió ansiosamente (diré que a mí, la idea de que él pudiera contribuir a controlar en alguna forma elclima me parecía del todo ridícula) y respondió:-Desde ahora hasta la medianoche, la nieve disminuirá y cesarán los vientos. Después de eso... -se encogió dehombros-. Pero ustedes estarán ya lejos de aquí para entonces.Ella aprobó, aparentemente derrotada.-Pues bien, nos iremos Sólo necesitamos el tiempo suficiente para levantar el campamento. Unos pocos minutosPero...-Sin peros, señora Bridgeman. Estuvo un Montado aquí. Tampoco quería marcharse. Ahora... -nuevamente seencogió de hombros; ese movimiento expresaba volúmenes.-¡McCauley! -grité sofocadamente.-Ese no era el nombre del Montado –me respondió-, pero quienquiera que fuese, hacía demasiadas preguntas sobreel hijo de esta dama.

Era claro que hablaba de algún otro de la Montada del campamento de Fir Valley; y yo recordé que McCauleymencionó que otro policía habla salido a investigar los yermos al mismo tiempo que él se dirigía a Stillwater.-¿Qué le han hecho a ese hombre? –pregunté.

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Él me ignoró y, poniéndose los guantes, volvió a encararse con la señora Bridgeman:-Esperaré a que se vayan.Colocó la capucha de su chaqueta sobre la cabeza, y marchó nuevamente a la nieve.La conversación, a pesar de lo breve que había sido, me dejó totalmente pasmado; mi asombro, en verdad, crecía amedida que oía lo que decían. Además de admitir abiertamente la posibilidad del asesinato, nuestro insólito visitanteexpresó su acuerdo -realmente, si mis oídos no me engañaban, había confirmado- con las más salvajes pesadillasimaginables, horrores que, en cuanto a lo que yo sé o me afecta, hasta ahora solamente se pusieron de manifiesto en

las obras de Samuel Bridgeman y otros que habían trabajado la misma veta antes que él, y en la perturbadafabulación de su viuda. ¿Sería ésa, seguramente, la definitiva, la mayor prueba positiva del efecto que ejercía elmórbido ciclo de cinco años sobre la mente de los hombres? ¿Qué otra cosa si no podía ser?Finalmente, me enfrenté a la viuda y pregunté:-¿Realmente vamos a regresar a Navissa después de todos sus esfuerzos? ¿Y ahora, cuando estamos tan cerca?Primero miró cautelosamente hacia la nieve que caía afuera; después, llevándose a los labios un dedo en señal deadvertencia, meneó la cabeza velozmente. No era como yo había sospechado; después de esa llameante y firmeexhibición de desafío, su casi dócil consentimiento había sido sólo un ardid. De ningún modo consentiría enabandonar a su hijo, lo deseara él o no.-De prisa, recojamos el campamento -susurró-. El tenía razón. La ceremonia se llevará a cabo esta noche, y notenemos mucho tiempo.

 

VI

De ahí en adelante, no tuve oportunidad de entretenerme en conjeturas; sencillamente, obedecí las órdenes de laseñora Bridgeman al pie de la letra, sin preguntar nada. En cualquier caso era evidente que había de seguir hastasus últimas consecuencias el juego que ella tenía en mente si queríamos ser más listos que el enemigo (yo habíallegado a pensar a los extraños creyentes como «el enemigo»), no para derrotarle física o verbalmente. Eso estabaclaramente fuera de cuestión. Si en realidad ellos se encontraban dispuestos a asesinar con tal de llevar a cabo noimporta lo que fuese que pretendían, indudablemente no permitirían que ahora les detuviera una simple mujer.De modo que, al partir a bordo del gato de la nieve hacia el sur, como si nos dirigiésemos a Navissa, yo supe quemuy pronto habríamos de girar para volver sobre nuestras huellas. Y, en efecto,> transcurrida la media horasiguiente, alrededor de las once de la noche mientras pasábamos una colina de poca altura bajo la nieve, entoncesmuy poco espesa, la señora Bridgeman me ordenó efectuar un amplio giro hacia el oeste.Fuimos en esa dirección durante diez minutos, y luego nos volvimos bruscamente sobre nuestro flanco derecho,enderezando al gato de la nieve rumbo al norte. Marchamos por espacio de algo más de veinte minutos sobre laliviana nieve, que ahora tenía el viento del norte detrás y me golpeaba levemente la cara. Entonces, siguiendo lasinstrucciones de la señora Bridgeman, subimos una pendiente cubierta por un bosque ralo con el propósito de hacerun alto en la cumbre, que distaba menos de veinte minutos de nuestro punto de partida. A la velocidad con quehabíamos marchado (y teniendo en cuenta que el enemigo no contaba con una máquina comparable a la nuestra),era imposible que nos hubieran perseguido; y allí, al amparo de los escasos árboles y de la nieve que caía muyligeramente ya, sin duda permaneceríamos invisibles por completo para el enemigo que había de hallarse en algunaparte frente a nosotros.Ahora, mientras nos deteníamos por un momento, se formulaban una vez más en mi pensamiento preguntas paralas que yo no tenía respuesta; y ya había decidido expresarlas, cuando mi pálida compañera señaló de pronto, desdela cumbre de la colina, a través de las delgadas ramas de los árboles en dirección a una gran área boscosa y negrasituada aproximadamente media milla hacia el norte.Se trataba del mismo bosque donde el enemigo había desaparecido cuando seguíamos su rastro en las primerashoras de la mañana. Ahora, en sus cuatro puntos cardinales, se elevaban grandes hogueras de saltarinas llamasrojas; y ahora también llegando hasta nosotros en alas del débil y desigual viento del norte, oíamos voces en coro

que se alzaban en un ritual que estremecía de horror los ritos de Ithaqua:

¡Ia! ¡Ia...! ¡Ithaqua' ¡Ithaqua!¡Ai! ¡Ai! ¡Ai...! ¡Ithaqua!Ce-fyak vulg-t'uhm...¡Ithaqua fhtagn!¡Ugh...! ¡Ia! ¡Ia...! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai!

Una y otra vez, reiteradamente, el viento traía ese extrañísimo coro a nuestros oídos, y de pronto sentí que en miinterior se congelaba la sangre. No era solamente el aborrecible cántico con sus tonos guturales, sino también laprecisión del -¿cantor?- y la obvia familiaridad de las voces con la canción. No se trataba de una ciega repetición alo loro de oscuras formas vocales, sino una combinación de un centenar de voces perfectísimamente sincronizadas,cuya interpretación de alma entregada a esa horrible y enajenante liturgia la transformaba en una imponentecacofonía, ¡una cacofonía que, en su horror, podía realmente abrir brechas en los vacíos entre los mundos! De

repente comprendí que, si existía un Ithaqua, sin ninguna duda debía de oír y responder a las voces de sus fieles.-Muy poco tiempo ahora -murmuró mi compañera, más para sí misma que dirigiéndose a mí-. El lugar de laceremonia debe de ser el centro de ese bosque, ¡allí es donde se encuentra Kirby!

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Clavé la vista con dificultad en la nieve que de nuevo caía espesamente, y pude ver que la más cercana y meridionalde las cuatro hogueras ardía a cierta distancia al noreste de nuestra posición. El fuego occidental se hallabaalrededor de media milla a nuestro sudoeste.-Si vamos directamente por entre esos dos fuegos –dijo-, entrando al bosque en línea recta en dirección al luego másseptentrional, llegaremos muy cerca del centro del bosque. Podemos ir en el gato de la nieve hasta el limite de losárboles, pero desde allí tendremos que continuar a pie. Si nos es posible agarrar a Kirby y corremos..., bueno, quizáel gato pueda cargar a tres en un solo esfuerzo.

-Sí -respondió-, vale la pena intentarlo. Si lo peor sigue a lo peor, entonces... al menos sabré en qué consiste el finalde esto...Así que volví a poner en marcha el motor del gato, agradeciendo que el viento soplara a nuestro favor, y convencidode qune, cubiertos por los continuos cánticos, se nos presentaba una magnífica oportunidad de ir directamente hastael límite del bosque sin ser oídos.Cuando enfilamos a través de la blanca extensión hacia la linde del bosque, pude ver en el cielo el resplandor de lashogueras reflejado en elevados y raramente enturbiados nimbostratos. Entonces me di cuenta de que nos habíamosmetido en una tormenta que acabaría con todas las tormentas.En el límite de la arboleda, tan lejos que era imposible detectarnos, desmontamos y dejamos al gato de la nieveescondido entre las ramas más bajas de un gran pino, e hicimos nuestro camino a pie atravesando las oscurasprofundidades del monte.La marcha era necesariamente lenta y, desde luego, no nos atrevimos a llevar ninguna luz; pero, tras haberavanzado sólo unos pocos cientos de yardas, descubrimos que, en la distancia, se divisaban las llamas de lasantorchas individuales, y que el cántico se hacía más potente y claro. Si es que había guardias, los habíamos dejado

atrás sin llamar su atención. El cántico contenía ahora un matiz de histeria, un frenesí que se convertía en unconstante crescendo, y que cargaba el aire helado de invisibles y amenazantes energías.De repente llegamos al perímetro de una gran área despejada, donde los árboles habían sido talados para construiruna enorme plataforma en su centro. En torno de esa plataforma, se congregaban mezclados hombres y mujeresvestidos con pieles y anoraks, de pie, y sus rostros se mostraban rubicundos y con mirada salvaje a la luz denumerosas antorchas. Entre los ciento cincuenta, por lo que pude calcular, había esquimales, indios, negros yblancos, gentes de pasados tan diversos como sus colores y razas.Para entonces nos aproximábamos rápidamente a la medianoche, y el ensordecedor y espantoso cántico habíaadquirido ahora tal intensidad que parecía imposible que aumentan aún más. No obstante, hubo un aumento,durante el cual, con un convulsivo chillido final, la multitud que rodeaba la plataforma piramidal se prosternó conel rostro sobre la nieve.¡Todos, excepto uno!-¡Kirby! -oí gritar sofocadamente a la señora Bridgeman cuando ese hombre en pie, altanero y de rectas espaldas,desnudo a excepción de sus pantalones, empezaba una lenta y mesurada ascensión por los peldaños de troncos de laplataforma-. ¡Kirby! -gritó su nombre saltando hacia adelante y eludiendo los brazos que yo apretaba en torno aella para contenerla.-¡Él viene! ¡Él viene! -el alarido surgió como un chirrido de éxtasis de las ciento cincuenta gargantas, ahogando elgrito de Lucille Bridgeman, y de repente sentí la expectación en el aire.Las figuras prosternadas estaban ahora en silencio, esperando; el escaso viento había desaparecido; ya no caía lanieve. Unicamente la silueta de la señora Bridgeman corriendo perturbaba la quietud, eso y la oscilación de lasantorchas que destacaban en la nieve levantadas por los fieles; sólo los pies de ella, golpeando en la superficiecubierta de hielo, rompían el silencio.Kirby había llegado a la cúspide de la pirámide, y su madre corría entre las filas exteriores dispuestas en círculo delos prosternados, cuando eso sucedió. Ella se detuvo de pronto, lanzó al cielo de la noche una mirada aterrorizada, yentonces se llevó una mano hasta la boca abierta. Yo también levanté la vista, estirando el cuello para ver mejor, ¡yalgo se movió en lo alto, entre las nubes a punto de reventar!-¡Él viene! ¡Él viene! -el abrumador suspiro volvió a elevarse.Muchas cosas ocurrieron entonces en el espacio de pocos segundos, incluyendo una totalidad y una culminación másallá de lo creíble. Y yo todavía ruego que lo que oí y vi en esa oportunidad, ese todo que experimenté, fuese una

ilusión engendrada por la excesiva proximidad de la locura colectiva de aquellos que obedecen a la llamada del ciclode cinco años.¿Cómo describirlo mejor?Me recuerdo avanzando unos pasos dentro del claro, antes de que mis ojos siguieran a la mirada de la señoraBridgeman hacia los hirvientes cielos, donde en un principio yo no vi otra cosa que las nubes arremolinándoselocamente. Recuerdo, asimismo, la imagen del hombre llamado Kirby en pie con las piernas separadas en lo alto dela gran pirámide de troncos, con sus brazos y manos en un gesto de expectativa o de bienvenida arriba y afuera,ondeantes sus cabellos en un viento que venía súbitamente desde la altura para soplar al sesgo de los cielos haciaabajo. Y entoces, ahí está la visión, que aún ahora arde en los ojos de mi mente, de una oscuridad que cayó de lasnubes como un negro meteorito, una oscuridad que se parecía grotescamente a un hombre cuya cabeza era unhinchado borrón con carmíneas estrellas por ojos. Y en mis oídos todavía siento la resonancia de los alaridoscolmados de miedo mortal y de aborrecimiento que se alzaron del cuerpo torturado de esa pobre mujer paralizada,que ahora enfrentaba y reconocía el horror de los cielos.El dios bestial, a pasos largos, como si viniera a colocarse debajo del viento, descendía ahora con más lentitud,

aunque a la velocidad de un pájaro de presa que se dirigiese a la tierra, y sus pies palmeados, en fantásticaszancadas, parecían bajar una gigantesca y sinuosa escalera que le llevaba directamente hacia la figura que esperabaen la cima de la pirámide. Y de pronto la cosa llamada El que Camina en el Viento volvió su enorme cabeza negra y

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vio, por encima de los árboles, a la mujer que chillaba histéricamente de pie entre las formas de los prosternadosadoradores... ¡La vio y la reconoció!En medio del aire, repentinamente, el Ser hizo un alto inconcebible y entonces los grandes ojos carmíneos seagrandaron tremendamente, mientras los brazos, delineados en negro, se elevaban a los cielos en una clara actitudde furor. Una monstruosa mano alcanzó el tropel de las nubes, atravesándolas, y un segundo después salió por unagrieta y arrojó algo inmenso y redondo a la tierra. La señora Bridgeman todavía chillaba -alta, clara yhorriblemente- en el momento en que esa cosa certeramente disparada se estrelló sobre ella con un estruendo de aire

atormentado, aplastándola contra el suelo congelado y astillándose en un loco estallido de bomba que hizo volarfragmentos de... ¡hielo!La escena que se produjo en ese instante infernal en torno de la pirámide de troncos fue caótica. El aire, en unmovimiento de presión entre los árboles, me arrojó hacia atrás, e inmediatamente, al mirar nuevamente hacia elclaro, todo lo que pude ver era... ¡sangre!Los cuerpos de una gran parte de los fieles, mutilados por el hielo, yacían desplomados aún más allá del áreacondenada en que se encontraba la señora Bridgeman... y una cantidad de cuerpos ensangrentados continuabancayendo, casi perezosamente, a través del aire aullante, cual hojas rojas; los troncos empezaban a destrozarse en labase de la pirámide, donde los trozos de hielo hablan chocado con la violencia de granadas.¡Y con esto, Ithaqua no habla terminado!Me impresionaba que destacaran furiosamente en el cielo pensamientos llenos de horror que yo podía leer: ¿Acasono eran ésos Sus adoradores... que habían traicionado su fe en un asunto tan importante como el de realizar Suprimera reunión con Su hijo en la Tierra? ¡Pues bien; pagarían por ese error, por haber dejado que esa Hija deHombre, la madre de Su hijo, interfiriese en la ceremonia!

En el espacio de unos segundos más, enormes bolas de hielo cayeron a la tierra como una granizada..., pero con unmayor efecto devastador. Cuando finalizó el esparcimiento de trozos de cortante hielo, de una a otra parte del clarola nieve estaba roja de chorros de sangre. Los alaridos de los magullados y de los moribundos se elevaban porencima de ese aullante viento infernal que Ithaqua había traído consigo desde los espacios estelares. Ahora losárboles se torcían impelidos por la furia de esa diabólica tormenta, y los troncos, desde la base de la plataformahasta el centro carmesí del claro, se destrozaban estallando y detonando como si fuesen palillos.Pero, en la actitud de esa solitaria figura, salvaje y descompuesta por el viento, erguida en la cúspide de la vacilantepirámide, había tenido lugar un cambio.Mientras la gigantesca figura antropomórfica del firmamento se encolerizaba y provocaba estragos, haciendo llovermuerte y destrucción en forma de bolas de hielo congeladas, que con sus manos precipitaba desde el cielo, elhombre-Dios-niño, llegado ahora a una nueva madurez, observó, desde su ventajoso mirador, todo lo que sucedía.Vio a su madre cruelmente machacada hasta quedar convertida en una desollada pulpa roja; vio el demoníacoexterminio de casi todos aquellos ilusos seguidores de su monstruoso padre. Inmóvil, atolondrado en su perplejidad,contempló el horroroso desenlace allá abajo en el claro... ¡y entonces giró la cabeza hacia atrás y aulló en una agoníacompuesta de frustración, terror, desesperación, y una cólera rápidamente creciente!Y en esa monumental agonía, su diabólica herencia hablaba. Porque todos los vientos gritaban con él, bramando ychillando en un acoso circular sobre la plataforma, que levantaba troncos y los zarandeaba como ramitas en mediode una vorágine, desde todos lados, haciéndolos girar alrededor de una inconcebible espiral. Incluso las nubes, alláarriba, se abalanzaban y entrechocaban, seguramente debido a la cólera de Kirby, hasta que al fin su Padrereconoció la ira de Su hijo en toda su intensidad... pero ¿le comprendió?Cruzando el cielo, bajó nuevamente El que Camina en el Viento, a trancos sobre sus pies palmeados, traspasandolas corrientes de aire enloquecido, tanteando con los brazos del mismo modo que un padre en busca de su hijo...Y al final, golpeado y magullado y semiinconsciente a causa de los alaridos y las bofetadas del viento, yo vi aquelloque daba prueba de que me encontraba más allá de todo eso, que yo también había sucumbido al hechizo del cicloquinquenal de locura y de histeria colectiva inspiradas por la leyenda.Porque, mientras el Anciano descendía, Su hijo se elevaba para encontrarse con El... Kirby, compitiendo con elviento, saltaba y brincaba por encima de él, rugiendo con voz de huracán que partía el cielo en dos y derribaba lasnubes en vuelo lleno de pánico... Kirby, dilatando y haciendo explotar su propio contorno delineado sobre el cieloaterrorizado, adquirió la grandeza de su enajenado Padre... Kirby, Hijo de Ithaqua, cuyas manos en forma de garra

se acercaban con sed de sangre, cuyas facciones, oscurecidas, bestiales, gruñendo, reclamaban venganza.Durante un instante, quizá aturdido, El que Camina en el Viento se detuvo... y ahí estaban dos elevadísimas figurasen ese cielo torturado, dos inmensas cabezas en las que brillaba una pareja de estrellas carmíneas gemelas... y esasfiguras se acometieron de repente en una tal exhibición aérea de furia, que por un momento no me fue posibledistinguir los detalles de la batalla, salvo el llamear del relámpago y el rugir del trueno.Sacudí la cabeza y limpié mi frente de las gotitas de hielo y de sangre congelada, y cuando me atreví a mirar denuevo al cielo solamente vi a las nubes escapando locamente..., las nubes, y arriba, muy arriba por encima de ellas,dos oscuros puntos que luchaban y se desgarraban y disminuían, sobre el fondo familiar, pero ahora maligno, deestrellas y constelaciones...

Han transcurrido casi veinticuatro horas. De qué manera sobreviví a los horrores de la última noche, nunca losabré; pero, aunque físicamente indemne, temo que mi mente quedará dañada para siempre. Si intento razonar,entonces diré que allí hubo una tormenta de tremenda y devastadora violencia, durante el curso de la cual perdí la

razón. Puedo decir también que la señora Bridgeman se extravió en la nieve e incluso que ahora debe de estarmuerta a despecho de su asombrosa invulnerabilidad contra el frío. ¿Pero y del resto...?

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Y, por otra parte, ¿si, prescindiendo de todo raciocinio, atiendo únicamente a los escasos vientos que susurran entresí muy cerca de mi endeble refugio...? ¿Acaso puedo renegar de mis propios sentidos?Solamente recuerdo fragmentos de lo que siguió a la horrenda carnicería y al principio de la lucha aérea..., miregreso al gato de la nieve y cómo esta máquina se destrozó menos de media hora más tarde en medio de unacegadora tormenta de nieve; mi helada y vacilante pelea contra grandes ráfagas blancas por recobrar varias piezasdel equipo que se rezagaban; mis magulladuras al caer en un pozo en la nieve, cuyos bordes renovaron en mi elfrenesí del incoherente terror que atravesaba los yermos... hasta que, exhausto, me derrumbé aquí, bajo la

protección de estos árboles. Recuerdo haber comprendido que si permanecía en el lugar en que caí, entonces habríade morir; y recuerdo la lenta agonía de construir mi cobijo, darle solidez a los muros, y encender el hornillo. No haynada más, sin embargo, hasta que desperté alrededor del mediodía.El frío me había despertado. El hornillo estaba apagado hacia largo rato, pero las latas vacías de sopa me indicaronque de alguna forma me las había arreglado para alimentarme antes de abandonarme a mi absoluta fatiga. Abrí elrecipiente de la reserva de combustible del hornillo y volví a encenderlo, atendiendo una vez más a mi hambre antesde secarme y calentar mis prendas una por una. Entonces, reconfortado y casi caliente, animado por un leveaumento de la temperatura exterior, me dediqué a reforzar mi último refugio; porque sabía que éste se hallaba muylejos de donde era posible que llegase.Alrededor de las cuatro de la tarde, el cielo me anunció que pronto se descargaría una nueva tormenta, y fue en esosmomentos cuando pensé en la conveniencia de salir en busca del gato de la nieve y extraerle el precioso combustiblepara mi hornillo. Casi me extravío cuando la nieve empezó a caer nuevamente, pero hacia las seis de la tarde meencontraba de regreso en mi refugio, habiendo recobrado aproximadamente un galón de combustible deldesmantelado gato. Traté durante no menos de quince minutos de poner en marcha el vehículo, que todavía está en

el sitio donde lo hallé, acerca de media milla de mi albergue. Fue entonces cuando, a sabiendas de que sobreviviríasólo unos pocos días más, comencé a escribir este informe. No es un mero presagio esta siniestra e inexorablecondena a la que no es posible eludir. He dedicado a ello algunas conjeturas: me encuentro demasiado lejos deNavissa, no queda ni siquiera la menor posibilidad de ir a pie. Me queda comida y combustible para tres días a losumo. Aquí... podré subsistir algunos días más, y quizá alguien dé conmigo. Afuera, si me atreviera a realizar unvano intento de llegar a Navissa en medio de la tormenta que se avecina..., podré durar un día, quizá dos, pero noexiste la más mínima esperanza de cubrir tantas millas en la nieve.

Son alrededor de las cuatro de la mañana. Mi reloj de pulsera se ha detenido y ya no puedo calcular el paso deltiempo con exactitud. La tormenta, que erróneamente creí que me habla adelantado varias millas hacia el norte, hacomenzado de nuevo. Ha sido el aullido del viento lo que me ha despertado. Debo de haberme dormido a lamedianoche mientras escribía.Es extraño: el viento brama y ruge, pero a través de nna abertura de la lona veo la nieve cayendo uniformemente,¡el viento no la apresura ni la empuja! Y mi refugio está firme; no tiembla bajo el ventarrón. ¿Qué significa esto?

He descubierto la verdad. Me está traicionando el medallón dorado. Cuando he palpado en mi bolsillo ese ruidosoobjeto lo he tirado en un impulso. Ahora yace ahí afuera, en la nieve, chillando y aullando con el sempiterno y atrozgrito de los vientos que braman entre los mundos.Abandonar mi refugio ahora significa, ciertamente, morir. ¿Y quedarse...?¡Debo darme prisa con esto, porque Él ha venido! Llamado por el demonio aullante del medallón. Está aquí. No setrata de una ilusión, ni de una quimera de mi imaginación, sino de un horrible hecho. ¡Él está en cuclillas ahí fueraaun ahora!No me atrevo a mirar en Sus grandes ojos; no sé qué podría ver en esas profundidades carmíneas. Pero ahora sécómo moriré. Será pronto.Todo es silencio en este momento. La nieve que cae lo cubre todo. La cosa negra espera afuera como si fuese unenorme borrón encorvado sobre la nieve. La temperatura disminuye, desciende, cae a plomo. Me es imposibleacercarme lo suficiente a mi hornillo. ¡Así es como estoy saliendo del mundo de los vivos, en la tumba de mi tienda,

porque he visto a Ithaqua!Esto es el fin..., se forma hielo sobre mis cejas..., mis labios se quiebran..., se me congela la sangre..., no puedoaspirar el aire..., mis dedos están blancos como la nieve..., el frío...

 NAVISSA DAILY

¡La nieve reclama una víctima fresca!

Exactamente antes del período de Navidades, han llegado malas noticias del campamento de Fir Valley, dondemiembros de la Real Policía Montada del Noroeste de Canadá tienen su residencia de invierno. Durante la recientecalma en el clima, los guardias McCauley y Sterling salieron a explorar los yermos al norte de Navissa, en busca derastros de su antiguo compañero, el guardia Jeffrey, desaparecido en el curso de operaciones de rutina en octubre.

Los Montados no hallaron rastros del guardia Jeffrey, pero descubrieron el cuerpo de David Lawton, meteorólogoestadounidense, que también había desaparecido en la nieve en octubre. El señor Lawton, acompañado por una talseñora Bridgeman (aún perdida), inició en esa época la búsqueda de Kirby Bridgeman, el hijo de la dama. Se

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suponía que este joven se había internado en las nieves con una partida de esquimales e indios, aunque de este grupotampoco se han hallado huellas. Para la recuperación del cuerpo del señor Lawton habrá que esperar hasta eldeshielo de primavera; los guardias McCauiey y Sterling informan que el cuerpo se encuentra congelado dentro deun gran bloque sólido de hielo transparente, que incluye un refugio de lona y un vivac. El informe detalladomenciona que los ojos del cadáver están abiertos y miran fijamente, como si la congelación se hubiese producido congran rapidez.

NELSON RECORDER 

En vísperas de Navidad:

¡Un horror de Navidad!

Cantores de villancicos en el barrio de High Hill, en Nelson, quedaron asombrados y horrorizados cuando, a lasonce de la noche, el cuerpo congelado de un joven se estrelló al caer de las ramas más altas de un árbol, frente alnúmero 10 de Church Street, donde se hallaban cantando. Tal fue la fuerza de la caída, que la helada y desnudafigura arrastró consigo muchas ramas. Al menos dos de los testigos declararon que el joven -cuyos piesexcepcionalmente grandes y extrañamente palmeados ayudarán a identificarlo-, horriblemente estropeado ymutilado, no cayó del árbol, sino por entre sus ramas, ¡como si proviniera del cielo! Las investigaciones continúan...

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EL ESPEJO DE NITOCRIS

 B RIAN LUMLEY 

¡Salud a la reina!

Emparedada viva,

 No maldigáis más su colmena

Levantada bajo la pirámide,

Allí donde la arenaOcultó su secreto.

Enterrada con su espejoPara que ella,

Pueda ver a la medianocheFiguras procedentes de otras esferas;

Sola con ellas,Sepultada, horrorizada

¡hasta la muerte!

JUSTIN GEOFFREY

¡El espejo de la reina Nitocris!

Había oído hablar de él, desde luego -¿acaso existe algún ocultista que no lo haya oído nombrar?-, e incluso habíaleído algo al respecto en el apasionante libro de Geoffrey  La gente del monolito , y sabía que se susurraban cosas sobre

él en ciertos círculos en los que mi presencia es detestada. Sabia que Alhazred había insinuado ya sus poderes en el prohibido Necronomicon, y que ciertas tribus del desierto siguen haciendo un signo pagano que, cuando se les pregunta

 por su origen, dicen que se remonta muchísimos siglos atrás.De modo que, ¿cómo podía ser que un tonto subastador pudiera estar allí declarando que aquello era el espejo de

 Nitocris? ¿Cómo se atrevía? No obstante, el espejo procedía de la colección de Bannister Brown-Farley, el explorador, cazador y arqueólogo

que, hasta su reciente desaparición, era reputado como un gran conocedor de objetos de arte raros y oscuros. Por otrolado, el aspecto del espejo era tan outré como se podía esperar de un objeto con su leyenda. Y, finalmente, ¿no era éste

el mismo subastador que uno o dos años antes me había vendido la pistola de plata del barón Kant? No es que existierauna sola prueba de que la pistola, o la singular munición que la acompañaba, hubiera pertenecido realmente al barón

cazador de brujas, pues la «K» que adornaba la culata podía significar cualquier cosa.

A pesar de todo, pujé por el espejo, así como por el diario de Bannister Brown-Farley y obtuve ambas cosas.

-Vendido al señor..., el señor De Marigny, ¿no es así? ¡Eso es! Vendido al señor Henri-Laurent de Marigny por...Por una suma abominable.

De regreso a la gran casa de piedra gris que había sido mi hogar desde que mi padre me envió fuera de EstadosUnidos, no pude dejar de asombrarme por el romántico bobo que había en mí y que me impulsaba a gastar mi dinero en

tonterías como aquellas. Evidentemente, era un rasgo heredado, junto con mi afición por los misterios oscuros y lasmaravillas antiguas, absorbido en mi personalidad a través de mi padre, el mundialmente célebre místico de Nueva

Orleans, Etienne-Laurent de Marigny.Pero si el espejo perteneció realmente a la terrible soberana... ¡Vaya! Qué maravilloso objeto que añadir a mi

colección. Lo colgué entre las estanterías, junto a las obras de Geoffrey, Poe, D'Erlette y Prinn. Porque, desde luego, losmitos y leyendas que había oído y sobre los que había leído en relación con él no eran más que eso: mitos y leyendas, y

nada más.Teniendo en cuenta mi creciente conocimiento de los misterios extraños de la noche, tendría que haber sabido

mucho mejor lo que me hacía.Una vez en casa, permanecí sentado durante largo rato, dedicándome a admirar el espejo allí donde lo había

colgado, estudiando con atención el marco de bronce pulimentado, con sus serpientes y demonios hermosamentemoldeados. Era como una página sacada directamente de  Las mil y una noches. Su superficie era tan perfecta que

incluso los últimos rayos de la luz solar que penetraban por las ventanas no reflejaban ningún brillo, sino un haz de luz

 pura que iluminaba mi estudio con un fulgor capaz de suscitar la ensoñación.¡El espejo de Nitocris!

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 Nitocris. Se pensara lo que se pensase de ella, era una mujer, o un monstruo. Fue una reina de la sexta dinastía que

gobernó sobre sus súbditos por medio del terror, con una voluntad sobrenatural de hierro, desde la sede de su trono, enGizeh, y que en cierta ocasión invitó a todos sus enemigos a un festín en un templo situado por debajo del nivel del

 Nilo, ahogándolos a todos al abrir las compuertas del río, y cuyo espejo le permitía contemplar las regiones inferiores,allí donde los engreídos Shoggoths y las criaturas de las esferas oscuras organizaban sus orgías, envueltos en una

lujuria y depravación asesinas.

Y si aquél era efectivamente el espejo aborrecido que se colocó en su tumba antes de emparedarla viva, ¿dónde lohabía encontrado Brown-Farley?

Antes de que llegara a saberlo, se hicieron las nueve, y la luz había disminuido tanto que el espejo ya no era más

que un apagado resplandor dorado al otro lado de la estancia, entre las sombras de la pared. Encendí la luz del estudiocon el propósito de leer el diario de Brown-Farley, y tras recoger el pequeño libro que pareció abrirse automáticamente

 por una página señalada, quedé embebido en la historia que empezó a desplegarse ante mis ojos. Al parecer, el escritor había sido un avaro, pues la escritura era muy apretada y ocupaba toda la página, sin dejar apenas ningún espacio entre

líneas. ¿O quizás había escrito aquellas páginas de un modo apresurado, ahorrándose los segundos perdidos envolverlas?

La primera palabra que atrajo mi vista fue ¡Nitocris!El diario contaba cómo Brown-Farley había oído hablar de ella a una viejo árabe, descubierto mientras vendía

objetos de una fabulosa antigüedad en los mercados de El Cairo. El hombre fue encarcelado por negarse a decir a las

autoridades de dónde procedían aquellos tesoros. Sin embargo, cada noche hizo caer cosas tan malignas sobre las

cabezas de sus carceleros, que, atemorizados, finalmente le dejaron en libertad. ¡Y él les bendijo en nombre de Nitocris!Y, no obstante, Abu Ben Reis no era uno de esos hombres que juraban en vano. No era de Gizeh, ni siquiera era uno de

los morenos hijos de El Cairo. Su tribu natal estaba compuesta por nómadas que se desplazaban por el este, más allá delgran desierto. Así pues, ¿dónde se había puesto en contacto con el nombre de Nitocris? ¿Quién le había enseñado su

 bendición..., o dónde había leído algo al respecto? Porque, gracias a una cierta educación, Abu Ben Reis poseía unahabilidad poco común para las lenguas y dialectos.

Del mismo modo que treinta y cinco años antes las posesiones inexplicables de un cierto Mohammed Hamadhabían atraído a arqueólogos tan importantes como Herbert E. Winlock hacia el descubrimiento final de la tumba de las

esposas de Tutmosis III, el conocimiento oculto que poseía Abu Ben Reis sobre los enterramientos antiguos, y en particular sobre la tumba de la reina del horror, fueron suficientes para que Brown-Farley acudiera a El Cairo en busca

de fortuna.Al parecer, estaba bien informado. El diario aparecía lleno de comentarios sobre tradiciones locales y leyendas

relacionadas con la antigua reina. Brown-Farley había copiado datos de la obra de Wardle  Notas sobre Nitocris y, en

 particular, el párrafo en el que se hablaba de su «espejo mágico»:

...entregado a sus sacerdotes por los horribles dioses del interior de la Tierra antes de que surgieran

las más antiguas civilizaciones del Nilo... Una «puerta» a esferas desconocidas y a mundos de horror infernal en la figura de un espejo. Fue venerado por los pre-Imer Niahitas en Ptatlia, en el albor de la

dominación del hombre sobre la Tierra, y finalmente encerrado por Nefrén-Ka en una cripta negra y sin

ventanas en los bancos de arena de Shibeli. Yacía, pues, junto al brillante Trapezohedrón, ¿y quién puedesaber las cosas que se reflejaron en sus profundidades? ¡Incluso el Cazador de la Oscuridad debió de

haber balbuceado y blasfemado ante él! Robado, permaneció oculto, sin que nadie lo viera durante siglos,

en los laberintos cubiertos de murciélagos de Kith, antes de caer en las horribles garras de Nitocris.Fueron numerosos los enemigos a los que encerró con el espejo como única compañía, sabiendo

 perfectamente que, a la mañana siguiente, la celda de la muerte se encontraría vacía, a excepción delsiniestro espejo sobre la pared. Fueron numerosas las viles insinuaciones que dio sobre los destinos de

aquellos que lo miraban impúdicamente a medianoche, desde el otro lado de la puerta de bronce. Pero nisiquiera Nitocris estaba a salvo de los horrores encerrados en el espejo y, a medianoche, era lo bastante

 prudente como para mirarlo apenas fugazmente...

¡La medianoche! ¡Vaya! Y ya eran las diez. Normalmente, suelo acostarme a esa hora. Y, sin embargo, allí me

encontraba ahora, tan absorbido en la lectura de aquel diario que ni siquiera presté mayor atención a la idea deacostarme. Quizá todo habría ido mejor si lo hubiera hecho...

Seguí leyendo. Brown-Farley terminó por encontrar el paradero de Abu Ben Reis, lo emborrachó con licor y opio,

y finalmente se las arregló para obtener la información que las autoridades no habían conseguido. El viejo árabedescubrió su secreto, aunque el diario ocultaba que no había sido tan fácil lograrlo. A la mañana siguiente, Brown-

Farley tomó una ruta camellera muy poco utilizada y se internó en las tierras yermas situadas más allá de las pirámidesdonde se encontraba la primera tumba de Nitocris.

Pero, a partir de aquí, había grandes lagunas en la escritura... Páginas enteras arrancadas, frases tachadas con trazosnegros y gruesos, como si el escritor se hubiera dado cuenta de que estaba revelando demasiadas cosas... También había

 párrafos incoherentes en los que se divagaba sobre los misterios de la muerte y del más allá. De no haber sabido que el

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explorador era un anticuario fanático (su colección subastada tenía una variedad increíble de objetos), y de que, antes

de su búsqueda de la segunda tumba de Nitocris, había investigado en lugares muy antiguos, hubiera podido pensar queel escritor se había vuelto loco, a la luz de las últimas páginas del diario. A pesar de ello, casi estaba convencido de que,

en efecto, había perdido la razón.Evidentemente, había descubierto la última tumba de Nitocris, pues las alusiones y sugerencias resultaban

demasiado claras. Pero, al parecer, no quedaba nada de valor. Abu Ben Reis se lo había llevado todo, a excepción del

terrible espejo, y sólo cuando Brown-Farley se apoderó de este último objeto hallado en la tumba comenzaron susverdaderos problemas. Por lo que pude deducir a partir de la narración, ahora ya francamente mutilada, empezó adesarrollar una obsesión mórbóla por el espejo, hasta el punto de que, durante las noches, lo mantenía completamente

envuelto.Pero antes de que pudiera continuar con la lectura del diario, me vi impulsado a sacar mi copia de las  Notas sobre

el Necronomicon, de Feery. En el fondo de mi mente hormigueaba algo, un recuerdo, algo que debía saber, queAlhazred había conocido y sobre lo que había escrito. Cuando extraje el libro de Feery de la estantería, me encontré

frente al espejo. La luz de mi estudio era brillante, y la noche bastante cálida, con ese aire pesadamente opresivo quesiempre es el preludio de una tormenta violenta. Me estremecí de un modo extraño cuando vi mi rostro reflejado en el

espejo. Por un momento, me pareció como si el espejo me mirara maliciosamente.Me encogí de hombros, desechando aquella sensación de temor, y me dediqué a buscar la sección donde se hablaba

del espejo. En alguna parte, un gran reloj anunció las once y un relámpago en la distancia iluminó el cielo hacia el

oeste, al otro lado de las ventanas. Faltaba una hora para la medianoche.

Mi estudio es un lugar de lo más desconcertante, con todos esos libros antiguos en las estanterías, sus manoseadoslomos de piel y marfil brillando apagadamente con el reflejo de la luz del estudio, y con esa cosa que utilizo como

 pisapapeles y que no tiene paralelo alguno en ningún ambiente sano y ordenado; y ahora con la presencia del espejo ydel diario. Todo ello empezaba a producirme un desasosiego como no había experimentado jamás. Fue una sorpresa

darme cuenta de lo incómodo que me sentía.Hojeé la a menudo fantasiosa reconstrucción del  Necronomicon hecha por Feery hasta encontrar lo que buscaba.

Lo más probable era que Feery no hubiese alterado esta sección, excepto, quizá, para modernizar la fraseología antiguadel árabe «loco». Desde luego, el texto parecía corresponder a Alhazred. Y nuevamente aparecía allí una alusión a los

acontecimientos que ocurrían a medianoche:

...porque mientras la superficie del espejo permanece quieta -tan lisa como la Piscina de Cristal deYith-Shesh, o como el Lago de Hali cuando los Nadadores no hacen espuma-, y mientras sus puertas

 permanecen cerradas todas las horas del día, en la Hora de las Brujas, aquel que sabe, e incluso aquel que

supone, puede ver en él todas las sombras y las figuras de la Noche y del Abismo, con el rostro deaquellos que las vieron antes. Y aunque el espejo pueda permanecer olvidado eternamente, su poder nomorirá, y deberá saberse que:

 No está muerto lo que puede mentir eternamente,

Y que, con extraños eones, hasta la muerte puede morir...

Reflexioné largamente sobre aquel extraño pasaje y las dos estrofas que lo terminaban. Los minutos transcurrieron

en un silencio solemne sin que yo me diera cuenta.

Fueron las distantes campanadas de la media hora las que me sacaron de mi ensimismamiento para continuar conla lectura del diario de Brown-Farley. Le di la espalda adrede al espejo, reclinado en mi sillón, hojeando

 pensativamente las páginas. Pero sólo quedaban una o dos páginas por leer y, por lo que puedo recordar, el resto de ladeshilvanada narración decía lo siguiente:

10. Pesadillas en el  London, en el viaje de Alejandría a Liverpool. Dios sabe lo mucho que me

hubiera gustado volar. Ni una sola noche de sueño. Todo indica que las llamadas «leyendas» no son tanfantásticas como parecían. ¡O estoy perdiendo el control de mis nervios! Posiblemente sólo es el eco de

una conciencia de culpabilidad. Si ese viejo tonto de Abu no se hubiera mostrado tan condenadamentereacio a hablar..., si se hubiera dado por satisfecho con el opio y el licor, en lugar de pedir dinero..., ¿y

 para qué?, me pregunto. No había ninguna necesidad de todo eso. Y aquella palabrería suya de que «sóloquiero protegerme». ¡Bobadas! Ese viejo truhán ya había dejado el lugar bien limpio, a excepción del

espejo... ¡El condenado espejo! Debo hacer un esfuerzo por recuperarme. ¿En qué estado se hallarán misnervios que hasta tengo que cubrirlo durante la noche? Quizás haya leído el  Necronomicon demasiadas

veces. No sería el primer bobo que cae víctima de la trampa de ese condenado libro. Alhazred tuvo quehaber estado tan loco como la propia Nitocris. Supongo que todo se deberá a la simple imaginación. Hay

drogas capaces de producir los mismos efectos, estoy seguro. ¿No podría ser que el espejo tuviera algún

mecanismo oculto a través del cual expulsa alguna clase de polvos tóxicos a intervalos regulares? Pero¿qué clase de mecanismo seguiría funcionando perfectamente después de los muchos siglos que ha debido

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conocer ese espejo? ¿Y por qué siempre a medianoche? ¡Es algo condenadamente extraño! ¡Y esos

sueños! Hay una forma segura de descubrirlo, desde luego. Dejaré pasar unos cuantos días más, y si lascosas no mejoran, bueno... Habrá que esperar y ver.

13. Ya está bien. Esta noche lo dejaré destapado. ¿De qué me sirve que un buen psiquiatra insista enque estoy perfectamente cuando yo sé que estoy enfermo? ¡Ese espejo está detrás de todo lo que me pasa!

«Enfréntese a sus problemas», me dijo el tonto, «y si lo hace, dejarán de preocuparle». Así pues, eso será

lo que haré esta misma noche.13. Por la noche. Permanezco sentado y ya son las once y media. Esperaré a las campanadas de la

medianoche y entonces le quitaré la funda al espejo y veré lo que hay que ver. ¡Dios! ¡Que un hombre

como yo sufra tal crispación! ¿Quién creería que hace apenas unos pocos meses me sentía tan fuerte comouna roca? Y todo por un maldito espejo. Fumaré y tomaré una copa. Eso está mejor. Sólo faltan veinte

minutos. Se acerca el momento. Quizás esta noche pueda dormir por fin un poco. Todo el lugar parecehaber quedado repentinamente en silencio, como si toda la casa estuviera esperando que ocurra algo. Me

alegro de haber despedido a Johnson. No valía la pena permitir que me viera así. ¡En qué terrible estadome encuentro! Sólo faltan cinco minutos y siento la tentación de quitarle la funda al espejo ahora mismo.

Ya está..., ¡es la medianoche! ¡ Ahora lo sabré!

¡Y eso era todo!Volví a leer de nuevo las últimas frases, lentamente, preguntándome qué había en ellas capaz de alarmarme tanto.

Y, ¡qué coincidencia!, cuando terminaba de leerlas por segunda vez un reloj distante, asordinado por la niebla de laciudad, empezó a tocar las campanadas de la medianoche.

Doy gracias a Dios por haberme permitido escucharlas. Estoy seguro de que sólo un acto de la Providencia meimpulsó a echar un vistazo a mi alrededor al escucharlas. Porque aquel espejo inerte, aquel espejo tan liso como la

 piscina de cristal de Yith-Shesh durante todas las horas del día... ¡ya no estaba allí!Una cosa, una figura horrorosamente burbujeante procedente de las pesadillas más demoniacas de los peores locos,

descendía su palpitante pulposidad del marco del espejo, penetrando en mi estudio..., y tenía un rostro allí donde nodebía haber rostro alguno.

 No recuerdo haberme movido -para abrir el cajón de mi mesa y extraer lo que había en él- y, sin embargo, tuve que

haberlo hecho. Unicamente recuerdo los ensordecedores estampidos del revólver de plata que sostenía en mitemblorosa mano y, por encima de los truenos de una tormenta repentina, los quejidos de los fragmentos de cristal

cuando aquel marco de bronce forjado en el infierno se torció y cayó de la pared.

También recuerdo que recogí las balas de plata extrañamente retorcidas esparcidas por mi alfombra de Bukhara. Y

después me desmayé.

A la mañana siguiente, recogí los fragmentos de vidrio y los arrojé por encima de la borda del ferry del Támesis.En cuanto al marco, lo fundí, convirtiéndolo en una sólida pelota que enterré en mi jardín, a gran profundidad. Quemé

el diario y esparcí sus cenizas al viento. Finalmente, acudí a mi médico y le pedí que me recetara algo para dormir.Sabía que iba a necesitarlo.

He dicho que aquella cosa tenía un rostro.En efecto, en la parte superior de aquella masa brillante y burbujeante, habitante del infierno, había un rostro. Se

trataba de un rostro compuesto en el que ninguna de las dos mitades se correspondía con la otra. Porque una pertenecíaal rostro inmaculadamente cruel de una antigua reina de Egipto, mientras que la otra pude reconocerla con facilidad

gracias a las fotografías que había visto publicadas en los periódicos... ¡Eran los rasgos ahora angustiados y lunáticosde un cierto explorador desaparecido últimamente!

 El espejo de Nitocris. Brian Lumley

The Mirror of Nitocris. Trad. Joseph M. Apfelbäume

 El visitante nocturno. Super Terror 19

 Martínez Roca, 1986 

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EL ROBLE DE BILLBrian Lumley

Tras haber disfrutado de un sorprendente éxito con mi último libro ¡Venid aquí, brujas!, durante cuyo proceso deinvestigación «documental» me encontré con varias menciones sobre la existencia de un cierto libro «negro» -elCthaat Aquadingen, una colección casi legendaria de hechizos y encantos aparentemente relacionados, entre otrascosas, con la aparición de ciertos elementos acuosos-, me sentí desconcertado al descubrir que el Museo Británico nodisponía de ninguna copia del libro; o bien, si existía, los encargados de ese enorme establecimiento no estabandispuestos a permitir su examen. Sin embargo, yo deseaba ver una copia, sohre todo en relación con un nuevo libroque iba a titularse ¡Libros prohibidos!, en cuya redacción mi editor me presionaba para que empezara a trabajar.La desgana del encargado de la sección de Libros Raros a contestar mis preguntas con algo más que unas simplesrespuestas superticiales, fue lo que me impulsó a ponerme en contacto con Titus Crow, un londinense coleccionistade volúmenes raros y antiguos que, según había oído decir, poseía una copia del libro que yo deseaba consultar en subiblioteca privada.Escribí una carta apresurada al señor Crow y éste no tardó en contestarme, invitándome a Blowne House, suresidencia en las afueras de la ciudad, asegurándome que, en efecto, poseía un ejemplar de Cthaat Aquadingen, y

que yo podría consultarlo si aceptaba un acuerdo y una condición. El acuerdo consistía en que toda visita a BlowneHouse la realizara a primeras horas de la noche, ya que, como actualmente estaba enfrascado en ciertos estudios yse concentraba mejor por la noche, se acostaba muy tarde y nunca se levantaba antes del mediodía. Esto, unido alhecho de mantener ocupadas las tardes en actividades más mundanas pero no por ello menos esenciales, sólo lepermitía trabajar o recibir visitas durante la noche. Se apresuró a asegurarme que no recibía visitas con frecuencia.En realidad, de no haber estado familiarizado con mi obra anterior, se habría visto obligado a rechazar de plano miproposición. Ya había habido demasiados «chiflados» que intentaron penetrar en su retiro.Como si el destino lo hubiera querido así, elegí una noche de perros para visitar Blowne House. La lluvia era unacortina que descendía de grandes y abultadas nubes grisáceas que pendían bajas sobre la ciudad. Aparqué en ellargo sendero de entrada por el que se accedía a la amplia vivienda del señor Crow, corrí por el camino con el cuellode la gabardina subido, y llamé a la pesada puerta de entrada. Durante el medio minuto que mi anfitrión tardó encontestar, tuve tiempo más que suficiente para quedar empapado. En cuanto me presenté como Gerald Dawson, mehizo entrar rápidamente, me ayudó a quitarme la chorreante gabardina y el sombrero, y me introdujo en su estudio,donde me rogó que me instalara ante un fuego crepitante para «secarme».Él no era como yo había esperado. Se trataba de un hombre alto, de hombros anchos, que, sin la menor duda, habíasido muy atractivo en sus años mozos. Ahora, sin embargo, el pelo se le había encanecido y los ojos, aunque aúneran brillantes y observadores, mostraban la impronta de los muchos años pasados explorando -y supuse que, amenudo, descubriendo- los caminos apenas hollados del misterio y del conocimiento oscuro. Llevaba puesto un batínde color rojo intenso, y observé que, en una pequeña mesita situada junto a su mesa de despacho, había una botelladel mejor brandy.Pero fue lo que vi sobre su mesa de despacho lo que más atrajo mi atención; se trataba, evidentemente, del objeto deestudio del señor Crow: un reloj alto, de cuatro monstruosas manecillas, con jeroglíficos y en forma de ataúd,posado horizontalmente y hacia arriba a todo lo largo de la gran mesa. Había observado previamente que, alabrirme la puerta, mi anfitrión llevaba un libro en la mano. Ahora lo dejó sobre el brazo del sillón en el que mehabía sentado y, mientras me servía una copa, vi que era una copia muy manoseada de Notas sobre desciframientode códigos, criptogramas e inscripciones antiguas, de Walmsley. Al parecer, el señor Crow intentaba traducir losfantásticos jeroglificos de la extraña cara del reloj. Al levantarme y cruzar la estancia para observar más de cerca elmisterioso artilugio, percibí que los intervalos entre los ruidosos tics del reloj eran muy irregulares, y que las cuatromanecillas no se movían en consonancia con ningún sistema conocido de medición del tiempo. No pude dejar de

preguntarme para qué propósito cronológico podía servir una pieza tan curiosa.Crow observó la expresión de extrañeza en mi rostro y se echó a reír.-A mí también me intriga, señor Dawson, pero no se preocupe por ello. No creo que nadie llegue nunca a entenderesa cosa; de vez en cuando, siento la necesidad de estudiarlo de nuevo, y entonces me paso semanas haciéndolo, sinllegar a ninguna parte. Pero no ha venido aquí esta noche para ocuparse del reloj de Marigny. Está usted aquí paraconsultar un libro.Me mostré de acuerdo con él y empecé a bosquejarle mi plan para incluir una o dos menciones al CthaatAquadingen en mi nueva obra ¡Libros prohibidos! Mientras yo hablaba, trasladó la mesita pequeña a un lugar máscercano al fuego. Una vez hecho esto, retiró hacia un lado de la chimenea un panel oculto en la pared, y de unapequeña estantería extrajo el volumen en el que yo estaba interesado. Una expresión de extremada aversión cruzó surostro; se apresuró a dejar el libro sobre la mesa y se restregó las manos en el batín.-Es una lata... -murmuró-. Siempre está transpirando..., lo que, estará usted de acuerdo conmigo, resulta bastantesorprendente, teniendo en cuenta que el donante murió hace más de cuatrocientos años.-¡El donante! -exclamé, contemplando el libro con una mórbida fascinación-. ¿No querrá decir que está

encuadernado con...?-Me temo que sí. Al menos esta copia.-¡Dios mío!... ¿Quiere decir que hay otras copias?

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-Que yo sepa, sólo hay tres..., y una de las otras dos está aquí, en Londres. Supongo que no le permitieron verla, ¿noes cierto?-Es usted muy perspicaz, señor Crow. Y tiene razón, no me permitieron ver la copia del Museo Británico.-Habría recibido usted la misma respuesta en caso de haber pedido ver el Necronomicon -replicó ante midesconcierto.-Perdone, pero ¿cree realmente en la existencia de ese libro? ¿Cómo es posible? Me han asegurado una mediadocena de veces que el Necronomicon es una pura fantasía, una inteligente obra de apoyo literario creada con el

propósito de mantener una mitología ficticia.-Si usted lo dice -se limitó a comentar-. Pero, en cualquier caso, usted está interesado en este libro -dijo,indicándome el volumen relacionado con lo maligno que ahora se hallaba sobre la mesita.-Sí, desde luego, pero ¿no mencionó usted la existencia de una... condición?-¡Ah, sí! Pero en realidad yo mismo me he ocupado de eso -replicó-. He arrancado los dos capítulos más instructivosy los he hecho encuadernar aparte, sólo por si acaso. Me temo que no podrá usted verlos.-¿Los más instructivos? ¿Sólo por si acaso? -repetí-. No comprendo a qué se refiere.-Sólo por si cayera en manos indebidas, desde luego -dijo con una expresión de sorpresa-. Sin lugar a dudas se habrápreguntado por qué los del museo guardan sus copias bajo llave.-En efecto; supuse que lo hacían porque se trata de ejemplares muy raros que valen mucho dinero -contesté-. Yquizá también porque algunos de esos libros contienen uno o dos temas bastante repugnantes; material erótico-sobrenatural-sádico, algo escrito por una especie de marqués de Sade medieval, ¿no?-Se equivoca, señor Dawson. El Cthaat Aquadingen contiene series completas de hechizos e invocaciones; contiene,por ejemplo, el Nyhargo Dirge, y una frase sobre cómo hacer el Signo antiguo; contiene igualmente uno de los

Sathlatta, y cuatro páginas de rituales Tsathoguan. Y muchas más cosas..., hasta el punto de que si ciertasautoridades hubieran logrado salirse con la suya, las tres copias habrían sido destruidas hace mucho tiempo.-Pero ¿no creerá usted en tales cosas? -protesté-. Yo intento escribir sobre tales libros considerándolos como algocondenadamente misterioso y monstruoso... Tengo que hacerlo así, puesto que en caso contrario no vendería unejemplar..., pero no puedo creer en ello.Crow se echó a reír, aunque sin ninguna alegría.-¿De veras no puede? Si hubiera visto usted las cosas que yo he visto, o si hubiera pasado por algunas de las cosaspor las que yo he pasado..., créame, señor Dawson, en tal caso no se sentiría tan impresionado. ¡Claro que creo enestas cosas! Creo en los fantasmas y las hadas, en los demonios y los genios, en una cierta propaganda mitológica, yen la existencia de la Atlántida, R'lyeh y G'harne.-Pero, sin lugar a dudas, no existe ninguna prueba genuina en favor de ninguna de las cosas o lugares que acaba demencionar -argüí-. ¿Dónde hay, por ejemplo, un lugar en el que uno pueda estar seguro de encontrarse con un...fantasma?Crow se quedó pensativo un momento y tuve la seguridad de haber vencido con mi razonamiento. No podíaimaginar que un hombre tan evidentemente inteligente como él creyera de veras y de un modo tan profundo en losobrenatural. Pero entonces, desafiando lo que yo había considerado como una pregunta insoluble, me contestó:-Me sitúa usted en la posición del clérigo que asegura a un niño pequeño la existencia de un Dios todopoderoso yomnisciente, y a quien el nino pide que se lo haga ver. No, no puedo mostrarle ningún fantasma..., a menos queestemos dispuestos a pasar por una gran cantidad de problemas..., pero sí puedo mostrarle la manifestación de uno.-Oh, vamos, señor Crow, usted...-Hablo en serio -me interrumpió-. ¡Escuche!Se llevó un dedo a los labios para indicarme silencio, y adoptó una actitud de escucha.En el exterior, la lluvia había cesado y el silencio de la estancia sólo se veía perturbado por el sonido esporádico delas gotitas que caían de las tejas; sólo se escuchaba eso, y el tictac del gran reloj de Crow. Y entonces llegó hasta misoídos un sonido perfectamente audible, prolongado y crujiente, como de maderas resquebrajándose.-¿Lo ha oído? -preguntó Crow sonriendo.-Sí -admití-. Ya lo había oído media docena de veces mientras hablábamos. Seguramente colocaron madera verde alconstruir su buhardilla.-Esta casa posee vigas muy insólitas -observó él-. Son de madera de teca..., y estaban totalmente secas antes de que

se construyera la casa. ¡Y la teca no cruje!Sonrió con una mueca. Evidentemente, le agradaba aquel sonido.-En tal caso será un árbol azotado por el viento -dije, encogiéndome de hombros.-En efecto, se trata de un árbol. Pero si hubiera viento, lo oiríamos. No, ese sonido proviene de una rama del «Roblede Bill» que protesta bajo su peso. -Cruzó la estancia, dirigiéndose hacia la ventana y miró hacia el jardín-. Pasóusted por alto a nuestro Bill cuando escribió su último libro. Se trata de William «Bill» Fovargue, acusado debrujería, ahorcado en ese árbol en 1675 por una multitud de campesinos enloquecidos por el miedo. En aquelmomento se dirigía a someterse a juicio, pero, tras el linchamiento, la gente declaró que lo asaltaron porque él habíainiciado un horrible encantamiento, al tiempo que empezaban a configurarse unas extrañas formas en el cielo..., demodo que lo colgaron para impedir que empeorara la situación...-Ya entiendo. De modo que ese sonido procede de la rama de la que fue colgado, que aún cruje bajo su pesodoscientos ochenta años después del linchamiento, ¿no es eso? -pregunté, dando a mi voz el mayor tono posible desarcasmo.-En efecto -replicó Crow, imperturbable-. Ese sonido afectó tanto a los nervios del anterior propietario de la casa

que terminó por vendérmela. Y el otro propietario casi se volvió loco intentando descubrir su origen.-¡Ah! Ese es el punto débil de su historia, señor Crow -le indiqué-. Él habría podido rastrear el origen del sonidohasta el árbol. -Tomé su silencio como un reconocimiento a mi inteligencia y me levanté, crucé la habitación y me

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situé a su lado, ante la ventana. Al hacerlo, volví a escuchar el crujido del árbol, esta vez más fuerte-. Eso lo produceel viento en las ramas del roble, señor Crow -le aseguré-. No hay nada más.Al mirar hacia el exterior, retrocedí un paso, diciéndome que debía de estar viendo visiones. Pero, en realidad, noestaba viendo visiones. Allí no había roble alguno. De pronto, sentí que la cabeza me daba vueltas. Tras pensármeloun instante, estallé en una trémula carcajada. El señor Crow era endiabladamente listo Por un momento, me habíahecho dudar. Me volví hacia él, repentinamente enojado y vi que aún sonreía.-De modo que, después de todo, son las vigas, ¿no es eso? -pregunté con una voz ligeramente temblorosa.

-No -contestó Crow sin dejar de sonreír-. Eso fue lo que casi enloqueció al antiguo propietario. Verá, cuandoconstruyeron esta casa, hace unos setenta años, cortaron el Roble de Bill para que sus raíces no impidieran hacer loscimientos.

El roble de Bill. Brian LumleyBill's Oak. Trad. Joseph M. ApfelbäumeEl visitante nocturno. Super Terror 19Martínez Roca, 1986Digitalizado por J. M. C. 2002

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LA CIUDAD HERMANA

Brian Lumley

(Este manuscrito se incruye como "Anexo A" en el informe número M-Y-127/52, fechado el 7 de agosto de 1952.)

Hacia el final de la guerra, cuando bombardearon nuestra casa de Londres y murieron mis padres, fui hospitalizado

debido a mis heridas y tuve que pasar casi dos años enteros postrado. Yo era joven -tenía sólo diecisiete años cuando

salí del hospital-, y fue entonces cuando se despertó en mí el entusiasmo, que años después se convirtió en una

anhelo insaciable, por los viajes, las aventuras y por conocer las antigüedades más grandes de la Tierra. Siempre he

tenido una naturaleza vagabunda, pero estuve tan sujeto durante esos dos pesados años que, cuando finalmente me

llegó la ocasión de emprender la aventura, me resarcí del tiempo perdido dejando que esa inclinación mía campase

por sus respetos.

No es que esos largos y dolorosos meses estuviesen totalmente exentos de placeres. Entre una y otra operación,

cuando mi salud lo permitía, leía ávidamente en la biblioteca del hospital, principalmente para olvidar mi desgracia,

y después para dejarme llevar a esos mundos antiguos y maravillosos creados por Walter Scott en sus encantadoras

Noches arábigas.

Aparte de deleitarme tremendamente, el libro contribuyó a desviar mi atención de las cosas que había oído decirsobre mí en las salas. Se comentaba en voz baja que yo era diferente; al parecer los médicos hablan encontrado algo

extraño en mi constitución física. Había rumores sobre las peculiares cualidades de mi piel y el cartílago córneo

ligeramente prolongado de mi espina dorsal. Se hablaba del hecho de que los dedos de mis manos y de mis pies

fuesen ligeramente palmeados, y de mi total carencia de pelo, de modo que me había convertido en objeto de

muchas miradas extrañas.

Estas circunstancias, y mi nombre, Robert Krug, no contribuyeron precisamente a aumentar mi popularidad en el

hospital. De hecho, en la época en que Hitler devastaba de cuando en cuando Londres con sus bombas, un apellido

como el de Krug, con todas sus implicaciones de ascendencia germana, era probablemente un obstáculo mayor para

granjearme amistades que todas mis otras peculiaridades juntas.

Al final de la guerra me encontré con que era rico: fui nombrado heredero único de la riqueza de mi padre, y aún

no había cumplido los veinte años. Había dejado muy atrás a los Jinns, Gules y Efreets de Scott, pero habla

regresado al mismo tipo de emoción de las Noches arábigas con la publicación de las Excavaciones de los lugares

sumerios, de Lloyd. En líneas generales, este libro fue el responsable del miedo que siempre me han inspirado esas

mágicas palabras de «Ciudades Perdidas».

En los meses subsiguientes, y ya durante todos los demás años de mi formación, la obra de Lloyd quedó como un

hito, pese a que fue seguida de otros muchos volúmenes de talante similar. Leí ávidamente Nínive y Babilonia y

Primeras aventuras en Persia, Susa y Babilonia, de Layard. Leí morosamente obras tales como Origen y progreso

de la Asiriología, de Budge, y Viajes a Siria y Tierra Santa, de Burckhardt.

Pero no fueron las fabulosas tierras de Mesopotamia los únicos lugares de interés para mí. Las ficticias Shangri-La

y Ephiroth se situaban asimismo junto a la realidad de Micenas, Knosos, Palmira y Tebas. Leí entusiasmado las

historias de la Atlántida y de Chichén-Itzá, sin molestarme nunca en separar lo real de lo fantástico, y pensaba con

igual anhelo en el Palacio de Minos en Creta que en la Ignorada Kadath de la Inmensidad Fría.

Lo que leí de la expedición africana de sir Amery Wendy-Smith en busca de la muerta G'harne confirmó mi

creencia de que ciertos mitos y leyendas no están muy lejos del hecho histórico.

Al menos, una persona como este eminente arqueólogo había patrocinado una expedición en busca de una ciudad en

la jungla, considerada por las más prestigiosas autoridades como puramente mitológica... ¡Bueno! Su fracaso no

significaba nada, comparado con el hecho de que él lo había intentado...

Mientras otros, antes de mi época, habían ridiculizado la quebrantada figura del explorador demente que regresó

solo de las selvas del Continente Negro, yo intenté imitar sus trastornados desvaríos -como han sido calificadas susteorías- examinando una vez más las pruebas sobre Chyria y G'harne y ahondando más en las fragmentarias

antigüedades de las ciudades legendarias y los países de nombres tan inverosímiles como R'lyeh, Ephiroth, Muar e

Hiperbórea.

Con el paso de los años, mi cuerpo se restatableció completamente y me convertí de un joven fascinado en un

hombre de endeble constitución... Yo no sospechaba siquiera qué era lo que me impulsaba a explorar los oscuros

pasajes de la historia y de la fantasía. Lo único que sabía era que había algo irresistiblemente atrayente para mí en

el redescubrimiento de esos mundos antiguos de ensueño y leyenda.

Antes de empezar los viajes lejanos que iban a ocuparme durante cuatro años, compré una casa en Marske, en el

mismísimo limite de los pantanos de Yorkshire. Era ésta una región en la que había pasado mi niñez, y siempre

había experimentado por los desolados pantanos una fuerte sensación de afinidad muy difícil de definir. En cierto

modo, allí me sentía más en casa, me sentía infinitamente más cerca del pasado. Dejé mis pantanos con auténtica

renuencia, pero la inexplicable llamada de los lejanos lugares y nombres extranjeros me sacó de allí, y me llevó a

cruzar los mares.

Primero visité los países que se hallan más al alcance, ignorando los lugares de ensueño y de fantasía, aunqueprometiéndome a mí mismo que más tarde... ¡más tarde!

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¡Egipto con todo su misterio! La pirámide escalonada de Djoser en Saggara, obra maestra de Imhotep; las antiguas

mastabas, tumbas de reyes muertos hacía siglos; la inescrutable sonrisa de la Esfinge; la pirámide de Snefern en

Meidum y las de Kefrén y Cheops en Gizeh; las momias, los dioses meditabundos...

Sin embargo, a pesar de todo su encanto, Egipto no me retuvo demasiado tiempo. La arena y el calor me dañaban la

piel, que se me quemó y resquebrajó casi de la noche a la mañana.

Creta, ninfa del hermoso Mediterráneo... Teseo y el Minotauro; el Palacio de Minos en Knosos... Todo era

maravilloso; pero lo que yo buscaba no estaba allí.

Salamina y Chipre, con sus ruinas de antiguas civilizaciones, me retuvieron un mes o poco más cada una. Sinembargo, fue en Chipre donde me di cuenta de otra de mis peculiaridades personales: mi extraña aptitud para el

agua...

Trabé amistad con un grupo de buceadores de Famagusta. Hacían inmersiones diarias en busca de ánforas y otros

restos del pasado frente a la costa de Salónica. Al principio, el hecho de que pudiese permanecer bajo el agua el

triple de tiempo que el mejor de ellos, y nadar más de prisa sin ayuda de aletas ni tubo respiratorio, fue sólo motivo

de asombro para mis amigos; pero a los pocos días observé que cada vez hablaban menos conmigo. No les chocaba

demasiado la falta de pelo de mi cuerpo ni las membranas de mis dedos, que parecían haber crecido. Lo que no les

gustaba era el leve abultamiento en la parte de atrás de mi traje de baño y la facilidad con que podía conversar con

ellos en su propia lengua, aun cuando yo no había estudiado griego en mi vida.

Se hizo hora de cambiar de aires. Mis viajes me llevaron por todo el mundo, y me convertí en una autoridad en

civilizaciones extinguidas, que para mí eran el único gozo de la vida. Luego, en Phetri, oí hablar de la Ciudad Sin

Nombre.

Perdida en el desierto de Arabia, la Ciudad Sin Nombre era un conjunto de ruinas desarticuladas, con murallas

bajas, casi enterradas en las arenas seculares. Fue en este lugar, donde soñó el poeta loco Abdul Alhazred, la nocheantes de componer su mexplicable dístico:

Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,

Y con los evos extraños aun la muerte puede morir.

Mis guías árabes pensaron que también yo estaba loco, cuando desoí sus advertencias y continué la búsqueda de

aquella Ciudad de los Demonios. Sus ligeros camellos desaparecieron más que de prisa cuando notaron la extraña

escamosidad de mi piel y otras cosas de mi persona que les desasosegaron. Además se habían quedado estupefactos,

lo mismo que yo, ante la extraña fluidez con que manejé su lengua.

No hablaré de lo que vi y lo que hice en Kara-Shehr. Baste citar que me enteré de cosas que hicieron vibrar en lo

más hondo mi subconsciente; cosas que me empujaron a seguir viajando en busca de Sarnath la Predestinada, en la

que una vez estuvo el país de Mnar...

Ningún hombre conoce el paradero de Sarnath, y es preferible que siga siendo así. Por tanto, de mis viajes en busca

del lugar y las dificultades con que tropecé en cada etapa no referiré nada. Sin embargo, mi descubrimiento de la

ciudad sumergida en el limo, y de las inmemoriales ruinas de la vecina Ib, fueron importantísimos eslabones en la

larga cadena de datos que lentamente iba reduciendo el vacío que se abría entre este mundo y mi destino final. Y yo,

abrumado, no sabía siquiera dónde estaba ni cuál era ese destino.

Durante tres meses vagué por las orillas legamosas del tranquilo lago que ocultaba Sarnath, y por fin, movido de un

impulso tremendo, hice uso una vez más de mis excepcionales facultades acuáticas y comencé a explorar bajo la

superficie del espantoso pantano.

Esa noche dormí con una pequeña estatuilla verde, rescatada de las ruinas sumergidas, apretada contra mi pecho.

En sueños, vi a mi padre y a mi madre -confusamente, como a través de una bruma-, y ellos me llamaban por

señas...

Al día siguiente fui otra vez a pasear por las seculares ruinas de Ib, y cuando me disponía a marcharme, vi una

piedra con una inscripción que me proporcionó la primera clave verdadera. Lo maravilloso es que yo pude leer lo

que había escrito en aquel erosionado y antiquísimo pilar; pues estaba escrito en una, rara escritura cuneiforme,

más antigua aún que las inscripciones de las fragmentarias columnas de Geoh, y se hallaba profundamente

erosionada por las inclemencias del tiempo.

No decía nada de los seres que una vez habitaron en Ib, ni tampoco de los largo tiempo desaparecidos habitantes deSarnath. Sólo refería la destrucción que los hombres de Sarnath habían llevado sobre los seres de Ib, y de la

Maldición Consiguiente que cayó sobre Sarnath. Esta maldición fue obra de los dioses de los seres de Ib, pero no

pude averiguar nada sobre dichos dioses. Yo sólo sabía que la lectura de esa piedra, y el estar en Ib, había removido

recuerdos largamente sepultados, quizá incluso recuerdos ancestrales, en mi mente. Una vez más me invadió ese

sentimiento de proximidad a casa, ese sentimiento que siempre experimentaba en los pantanos de Yorkshire.

Entonces, mientras apartaba ociosamente con el pie los juncos de la base del pilar, aparecieron otras inscripciones

labradas. Limpié el limo y las leí. Eran sólo unas líneas, pero contenían una clave inestimable para mí:

«Ib ha desaparecido, pero los Dioses viven. En el mundo existe una Ciudad Hermana, oculta en la tierra, en las

tierras bárbaras de Zimmeria. Allí el Pueblo prospera, y los Dioses serán siempre venerados; hasta el advenimiento

de Cthulhu...»

Muchos meses después, en El Cairo, busqué a un hombre versado en la antigua sabiduría, autoridad ampliamente

reconocida en antigüedades prohibidas y regiones y leyendas prehistóricas. Este sabio no había oído hablar jamásde Zimmeria, pero conocía una región que en otro tiempo había tenido un nombre muy similar.

-¿Y dónde está situada Zimmeria? -pregunté.

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-Desgraciadamente -contestó mi erudito asesor, consultando un mapa-, casi toda Zimmeria se halla bajo el mar,

aunque originalmente estaba situada entre Vanaheim y Nemedia, en la antigua Hiperbórea.

-¿Dice que casi toda se halla sumergida? –pregunté-. ¿Pero cuál es la parte del país que se encuentra por encima del

mar? -Quizá fuera la ansiedad de mi voz lo que hizo que me mirase de la forma que lo hizo, quizá fuera mi aspecto

otra vez; pues el sol de muchos países había curtido mi piel de un modo muy peculiar, y una dura membrana había

crecido entre mis dedos.

-¿Por qué desea saberlo? -me preguntó-. ¿Qué es lo que busca?

-Mi casa -respondí instintivamente, sin saber qué fue lo que me hizo contestar eso.-Sí... -dijo él, estudiándome atentamente-. Podría ser muy bien así... Es usted inglés, ¿verdad? ¿ Puedo preguntarle

de qué parte?

-Del nordeste -dije, recordando súbitamente mis pantanos-. ¿Por qué quiere saberlo?

-Amigo mío, busca usted en vano -sonrió-; porque Zimmeria, o lo que queda de ella, circunda toda esa parte

nordeste de Inglaterra que es su tierra natal. ¿No es irónico? Buscando su casa, la ha abandonado.

Esa noche el destino me deparó una carta que yo no podía ignorar. En la sala de estar de mi hotel había una mesa

dedicada únicamente a los hábitos lectores de los residentes ingleses. Sobre ella había gran variedad de libros,

periódicos y revistas, desde el Reader's Digest hasta el News of The World, y con el fin de pasar unas horas con

relativo frescor, me senté bajo un reconfortante ventilador con un vaso de agua con hielo, y me puse a hojear

ociosamente uno de los periódicos. De repente, al volver una página, me tropecé con una fotografía y un artículo

que, una vez hube leído atentamente, motivaron el que tomara un pasaje en el primer vuelo a Londres.

La fotografía estaba pobremente reproducida, pero era lo bastante clara como para ver que representaba una

pequeña estatuilla verde: el duplicado de la que yo había salvado de las ruinas de Sarnath, bajo las quietas aguas de

la laguna...El artículo, tal como lo recuerdo, rezaba así:

«Samuel Davies, con domicilio en Heddington Crescent, 17, Radcar, ha descubierto esta preciosa reliquia de edades

pretéritas que reproducimos más arriba, en un arroyo cuya única fuente conocida está en la escarpa de los Pantanos

de Sarby. La estatuilla se encuentra actualmente en el Museo de Radcar, donada por el señor Davies, y está siendo

estudiada por el Prof. Gordon Walmsley de Goole. Hasta ahora el Prof. Walmsley se ha visto impotente para

arrojar alguna luz sobre el origen de dicha estatuilla, si bien la prueba Wendy-Smith, procedimiento científico para

determinar la edad de los fragmentos arqueológicos, ha demostrado que posee una antigüedad de más de diez mil

años. La estatuilla verde no parece tener relación alguna con ninguna de las civilizaciones conocidas de la Inglaterra

antigua y se cree que se trata de un hallazgo de rara importancia. Desgraciadamente, los espeleólogos son unánimes

en la opinión de que es imposible llegar hasta el mismo nacimiento del manantial, en la escarpa de Sarby.»

Al día siguiente, durante el vuelo, dormí una hora o más, y en sueños vi a mis padres otra vez: aparecían como

antes, en una bruma... pero las señas que me hacían eran más insistentes que en el sueño anterior, y en medio de los

intermitentes vapores que los envolvían había extrañas figuras, inclinadas en aparente acatamiento, mientras de

ocultas e innominadas gargantas brotaba un cántico harto familiar...

Había cablegrafiado a mi ama de llaves desde El Cairo, notificándole mi regreso, y cuando llegué a mi casa de

Marske encontré a un procurador esperándome. Este caballero se presentó como el señor Harvey, de la firma de

Radcar de Harvey, Johnson & Harvey, y me entregó un gran sobre lacrado. Estaba dirigido a mí, con la letra de mi

padre, y el señor Harvey me informó que tenía instrucciones de entregarme el sobre en propia mano en cuanto

cumpliese los veintiún años. Desgraciadamente, yo había estado fuera del país en esa fecha, hacía ya casi un año,

pero la firma había estado en contacto con el ama de llaves para que el acuerdo estipulado hacía siete años entre mi

padre y la firma se cumpliese. Cuando el señor Harvey se marchó, dije al ama que podía retirarse y abrí el sobre. El

manuscrito que contenía no estaba redactado en ninguna de las escrituras que yo había aprendido en el colegio.

Eran los caracteres que yo había visto en aquel antiquísimo pilar de la antiquísima Ib; no obstante, sabía

instintivamente que era la mano de mi padre la que había escrito aquello. Y por supuesto, pude leerlo con la misma

facilidad que si estuviera en inglés. Los muchos y diversos contenidos de la carta hacían que pareciese más, como hedicho, un largo manuscrito, y no es mi intención reproducirlo completamente. Sería muy farragoso, y la rapidez con

que está aconteciendo el Primer Cambio no me lo permite. Solamente consignaré los puntos especiales siguificativos

sobre los que se centró mi atención.

El primer párrafo lo leí con escepticismo; pero a medida que seguía la lectura, mi escepticismo se fue transformando

en inquietante asombro, y después en incontenible alegría, ante las fantásticas revelaciones de estos intemporales

 jeroglíficos de Ib. ¡Mis padres no habían muerto! Solamente se habían ido; habían regresado...

El día aquél, hace ya casi siete años, en que yo volvía de mi residencia estudiantil reducida a cenizas por las bombas,

a nuestra casa de Londres, ésta había sido saboteada a propósito por mi padre. Había montado un poderoso

artefacto explosivo, con un dispositivo que entrase en funcionamiento cuando sonaran las sirenas; luego mis padres

se fueron en secreto a los pantanos. No habían sabido, naturalmente, que yo volvía a casa después de la destrucción

de la residencia donde vivía. Aun ahora ignoraban que yo había llegado a casa precisamente cuando las defensas de

radar de los servicios militares de Inglaterra habían captado objetivos hostiles en el cielo. Aquel plan tan

cuidadosamente trazado para que los hombres necios creyesen que mis padres habían muerto había dado resultado;

pero estuvo a punto de destruirme a mí también. Y todo este tiempo había vivido convencido yo también de quehabían muerto. Pero ¿por qué habían recurrido a ese extremo? ¿Cuál era el secreto que hacía tan necesario

ocultarse de nuestros semejantes; y dónde estaban ahora? Seguí leyendo...

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Lentamente quedó revelado todo. Nosotros, mis padres y yo, no éramos indígenas de Inglaterra; ellos me habían

traído aqui de niño, desde nuestra tierra natal, un país muy próximo, y sin embargo, paradójicamente lejano. La

carta seguía contando cómo todos los niños de nuestra raza debían crecer y hacerse mayores lejos de su lugar de

nacimiento, mientras que los mayores sólo raramente pueden marcharse de su suelo natal. Este hecho está

determinado por el aspecto físico que adquieren en el mayor período de sus ciclos de vida. Pues no son, durante la

mayor parte de su existencia, ni física ni mentalmente semejantes a los hombres normales.

Esto significa que los hijos tienen que ser abandonados en los portales, en las entradas de los orfelinatos, en las

iglesias y demás lugares donde pueden ser recogidos y cuidados; pues de muy pequeños apenas existen diferenciasentre mi raza y la raza de los hombres. A medida que leía recordaba las historias fantásticas que tanto me habían

gustado; sobre gules y hadas y demás criaturas que dejaban a sus hijos y que robaban niños para que se criaran a

su semejanza.

¿Era ése, entonces, mi destino? ¿Iba a ser yo un gul? Seguí leyendo. Me enteré de que los de mi raza sólo pueden

abandonar su país natal dos veces en la vida; en la juventud, cuando, como he explicado, los traen aquí por

necesidad, para dejarlos hasta que lleguen aproximadamente a la edad de veintiún años, y más tarde, cuando los

cambios en su aspecto los hacen compatibles con las condiciones exteriores. Mis padres habían alcanzado

exactamente ese estadio de... desarrollo cuando nací yo. Debido al cariño de mi madre hacia mí, desatendieron sus

deberes para con nuestro propio pueblo y me trajeron personalmente a Inglaterra donde, ignorando las leyes, se

quedaron a vivir conmigo. Mi padre trajo ciertos tesoros para asegurarse una vida cómoda, para sí y para mi

madre, hasta el momento en que se viesen obligados a dejarme: el Momento del Segundo Cambio, en que al

quedarse podrían alertar a la humanidad sobre nuestra existencia.

Ese momento había llegado finalmente, y ocultaron su partida hacia nuestro secreto país haciendo saltar por los

aires la casa de Londres; haciendo creer a las autoridades y a mí (aunque esto debió de partir el corazón de mimadre), que habían muerto en un bombardeo alemán.

¿Y qué otra cosa podrían haber hecho? No se atrevieron a adoptar la otra posibilidad, la de decirme lo que

realmente ocurría; porque, ¿cómo saber el efecto que tal revelación podía haber producido en mí, cuando apenas

empezaban a manifestarse mis diferencias? Tenían que esperar a que descubriera el secreto por mí mismo, o gran

parte de él al menos, ¡cosa que he hecho! Pero para estar doblemente seguro, mi padre me había dejado la carta.

Esta contaba también que no son muchos los niños que encuentran el camino de regreso a su propio país. Algunos

mueren en accidentes y otros se vuelven locos. Aquí recordé algo que había leído sobre dos enfermos del sanatorio

de Oakdeene, cerca de Glasgow, los cuales están tan horriblemente locos y tienen un aspecto tan antinatural, que no

se permite siquiera que se les vea, y sus enfermeros no pueden soportar el estar cerca de ellos mucho tiempo. Otros

se retiran a vivir a parajes salvajes e inaccesibles, y otros sufren los más espantosos destinos; y me estremecí al leer

qué clase de destinos eran ésos. Pero había unos pocos que conseguían regresar. Eran los afortunados, los que

regresaban para reclamar sus derechos; y mientras que a algunos se les guiaba -lo hacían los adultos de la raza

durante su segunda visita-, otros retornaban por instinto o por suerte. Aunque parecía horrible este plan de

existencia, la carta explicaba su lógica. Mi país natal no podía sostener a muchos de mi especie, y aquellos peligros

de locura intermitente, consecuencia de los inexplicables cambios físicos, los accidentes, y aquellos otros destinos que

he mencionado, actuaban como un sistema de selección por el que sólo los más aptos mental y corporalmente

retornaban a su lugar de nacimiento.

Pero un momento; acabo de leer la carta por segunda vez, y ya empiezo a sentir una tirantez en las piernas... El

manuscrito de mi padre me ha llegado muy a tiempo. Hace muchos meses que me venían preocupando las

diferencias cada vez más acusadas. La membrana de mis manos me llega ahora casi hasta los nudillos superiores, y

mi piel es fantásticamente gruesa, áspera e ictóidea. La pequeña cola que me sobresale de la base de la espina dorsal

no es ya tanto una rareza como un apéndice; un miembro aparte que, a la luz de lo que ahora sé, no es rareza en

absoluto, ¡sino lo más natural, en mi mundo! Mi falta de pelo, con el descubrimiento de mi destino, ha dejado de ser

motivo de turbación para mí. Soy diferente de los hombres, es cierto, pero ¿no es como debería ser? Porque, en

definitiva, no soy hombre...

¡Ah, los venturosos destinos que me impulsaron a coger aquel periódico en El Cairo! De no haber visto aquella

fotografía y haber leído aquel artículo, no habría regresado tan pronto a mis pantanos, y me estremezco al pensar lo

que podría haber sido de mí entonces. ¿Qué habría hecho yo cuando el Primer Cambio me hubiese alterado?

¿Habría huido apresuradamente, disfrazado y envuelto en ropas disimuladas, a algún lejano lugar, para vivir unaexistencia de ermitaño? Tal vez habría regresado a Ib o a la Ciudad Sin Nombre, para vivir en las ruinas y la

soledad hasta que mi aspecto fuese otra vez capaz de permitirme habitar entre los hombres. ¿Y qué después de eso,

después del Segundo Cambio?

Tal vez me habría vuelto loco ante tan inexplicables alteraciones de mi persona. Quién sabe si me habría convertido

en otro huésped del sanatorio de Oakdeene. Por otro lado, mi destino podría haber sido peor aún: podría haberme

sentido impulsado a vivir en las profundidades, a unirme a los Profundos en su adoración a Dagon y al Gran

Cthulhu, como han hecho otros antes que yo.

¡Pero, no! Por fortuna, merced a los conocimientos alcanzados en mis largos viajes y a la ayuda prestada por el

documento de mi padre, he evitado todos esos terrores que otros de mi especie han conocido. Yo regresaré a la

Ciudad Hermana de Ib, a Lh-yib, situada en el país de mi nacimiento bajo estos pantanos de Yorkshire; esa tierra

de la cual procedía la estatuilla que me hizo regresar a estas costas, la estatuilla que es el duplicado de la que saqué

de la laguna de Sarnath. Regresaré para ser adorado por aquellos cuyos hermanos ancestrales murieron en Ib bajo

las lanzas de los hombres de Sarnath; aquellos que tan certeramente describen los Cilindros de ladrillo de

Kadatheron; aquellos que cantan sin voz en los abismos. ¡Regresaré a Lh-yib!Aun ahora oigo la voz de mi madre; me llama como me llamaba cuando era niño y solía vagar por estos mismos

pantanos: «¡Bo! ¡Pequeño! ¿Dónde estás?»

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Bo; solía llamarme así, y se echaba a reír cuando yo le preguntaba por qué. ¿Y por qué no? ¿No era Bo un nombre

apropiado? ¿Robert... Bob... Bo? ¿Qué tiene de raro? ¡Qué ciego había estado! Jamás se me ocurrió pensar en el

hecho de que mis padres no fueron nunca exactamente como los demás; ni siquiera hacia el final... ¿No eran

adorados mis antecesores en esa ciudad de piedra gris que era Ib, antes de la aparición de los hombres. en los

primeros días de la evolución de la Tierra? Debí haber adivinado mi identidad cuando saqué aquella estatuilla del

limo; porque los rasgos que reproducían eran los que yo tendré después del Primer Cambio, y grabado en su base

con los viejos caracteres de Ib -caracteres que yo podía leer porque formaban parte de mi lengua nativa, precursora

de todas las demás lenguas- ¡estaba mi propio nombre!

BOKRUG

¡Dios Lagarto.Acuático del pueblo de Ib y de Lh-yib, la Ciudad Hermana!

Nota:

Muy señor mio:

Acompañando a este manuscrito, «Anexo A» de mi informe, había una pequeña nota aclaratoria dirigida a la NECB

de Newcastle que contenía lo siguiente:

Robert KRUG,

Marske,

Yorks.,19 de julio, '52

noche.

Sres. Secretario y Miembros

NECB, Newcastle-on-Tyne

Distinguidos Señores del Consejo Minero del Nordeste:

Mi descubrimiento, durante mi estancia en el extranjero, en las páginas de una revista popular científica, del

proyecto de Vds. sobre los Pantanos de Yorkshire, cuyo comienzo está previsto para el próximo verano, me ha

decidido, a la vista de mis recientes averiguaciones, a dirigirles esta carta. Esta no és más que una protesta contra

sus propósitos de peiforar el terreno con el fin de llevar a cabo una serie de explosiones subterráneas con la

esperanza de crear bolsas de gas y utilizarlas como parte de los recursos naturales del país. Es muy posible que este

proyecto que han concebido sus consejeros científicos suponga la aniquilación de dos antiguas razas de vida

consciente. El deseo de evitar tal destrucción es lo que me impulsa a romper las leyes de mi raza y anunciar de este

modo su existencia y la de sus servidores. Con el fin de explicar mi protesta más claramente creo necesario contar

toda mi historia. Confío en que al leer el manuscrito que adjunto suspenderán Vds. indefinidamente sus proyectadas

operaciones.

Robert Krug...

INFORME POLICIAL M-Y-127/92

Presunto suicidio

Muy señor mío:

Tengo el deber de informarle que en Dilham, el 20 de julio de 1952, a las cuatro treinta de la tarde

aproximadamente, me encontraba en servicio en el Puesto de Policía, cuando tres niños (adjunto declaraciones en el

«Anexo B») notificaron al sargento de guardia que habían visto a un «payaso» encaramarse en la valía de la

«Charca del Diablo», ignorando los carteles de avisos, y arrojarse a la corriente, en el lugar que ésta desaparece en

el interior de la montaña. Acompañado por el mayor de los niños, me personé en el lugar del suceso,aproximadamente un kilómetro más arriba de los pantanos de Dilham, donde me indicó el punto en que el supuesto

«payaso» había trepado a la cerca. Encontré señales de que alguien habla subido recientemente allí; hierba

pisoteada y manchas de hierba en los palos de la cerca. Con cierta dificultad, subí yo a dicha cerca, pero no me fue

posible determinar si los niños habían dicho o no la verdad. No vi prueba alguna, ni allí ni en los alrededores de la

charca, que indicara que alguien se habla arrojado... pero no es de extrañar, ya que en ese punto la corriente

penetra en la tierra y el agua se precipita con fuerza en el interior de la montaña. Una vez en el agua, sólo un

nadador muy potente sería capaz de regresar. Tres experimentados espeleólogos se perdieron en el mismo lugar en

agosto del año pasado al intentar un reconocimiento parcial del lecho de la corriente.

Cuando pregunté otra vez al chico que me había acompañado, me dijo que uu segundo hombre había estado en el

lugar antes del incidente. Habían visto a este otro hombre cojear como si estuviese herido, y meterse en una cueva

próxima. Esto había ocurrido poco antes de que el «payaso» -descrito como de color verde y con una pequeña cola

flexible- saliese de la misma cueva, se dirigiese a la cerca y se arrojase a la charca.

Al inspeccionar la citada cueva encontré lo que parecía ser una especie de piel animal arrancada y abierta por los

brazos y patas y por la barriga, a la manera de los trofeos de caza mayor. Dicha piel estaba cuidadosamentedepositada en un rincón de la cueva y ahora se encuentra en el depósito de objetos perdidos del Puesto de Policía de

Dilham. Junto a esta piel había un equipo completo de ropa de caballero de buena calidad, cuidadosamente plegada

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y depositada. En el bolsillo de la chaqueta encontré un billetero que contenía, además de catorce libras en billetes de

una libra, una tarjeta con la dirección de una casa de Marske: concretamente, Sunderland Crescent. Estos artículos

de ropa, más el billetero, están también en el departamento de objetos perdidos.

A las seis treinta de la tarde aproximadamente fui a la dirección de Marske e interrogué al ama de llaves, una tal

señora White, quien me facilitó una declaración (adjunta en el «Anexo C») con respecto a su señor, Robert Krug. La

señora White me entregó también dos sobres, uno de los cuales contenía el manuscrito que acompaña a este informe

en el «Anexo A». La señora White había encontrado este sobre, lacrado, con una nota en la que se le rogaba que lo

entregase, cuando fue a la casa la tarde del día 20, una media hora antes de que llegase yo. En vista de las preguntasque le hice, y debido a la naturaleza de tales preguntas -o sea, sobre el posible suicidio del señor Krug-, la señora

White consideró lo más prudente entregar el sobre a la policía. Aparte de esto, no sabía qué hacer con él, ya que

Krug había olvidado ponerle señas. Como cabía la posibilidad de que el sobre contuviese una notificación de

suicidio o una confesión del moribundo, lo acepté.

El otro sobre, que no está lacrado, contenía un manuscrito en una lengua extraña y ahora se encuentra en el

Ayuntamiento de Dilham.

En las dos semanas transcurridas desde el supuesto suicidio, y a pesar de todos mis esfuerzos por averiguar el

paradero de Robert Krug, no ha aparecido indicio alguno que apoye la esperanza de que pueda encontrarse vivo

todavía. Esto, y el hecho de que la ropa hallada en la cueva haya sido identificada por la señora White como la que

llevaba Krug la noche antes de su desaparición, me ha decidido a solicitar que mi informe se clasifique en el archivo

de casos «no resueltos» y que se inscríba el nombre de Robert Krug en la lista de personas desaparecidas.

Sarg. J. T. Miller

Dilham,Yorks.

 

7 de agosto de 1952

Nota:

Muy señor mío:

Comuníqueme si desea le envíe una copia del manuscrito del «Anexo A» -como pedía Krug a la señora White- a la

Secretaría del Consejo Minero del Nordeste.

Inspector I. L. IANSON

Oficial del Condado de

Yorkshire,

Radcar,

Yorkshire

Estimado sargento Miller:

En respuesta a su nota del 7 del corriente, le comunico que no emprenda más diligencias referentes al caso Krug.

Como usted sugiere, he incluido a este hombre entre los desaparecidos, como posible caso de suicidio. En cuanto a

su documento, bien, pienso que estaba mentalmente desequilibrado, o era un monumental embaucador;

posiblemente era una combinación de ambas cosas. Independientemente del hecho de que ciertas cosas de su

historia son hechos indiscutibles, la mayoría parecen ser producto de una mente enferma.

Entretanto, espero un informe de sus progresos en ese otro caso. Me refiero al niño encontrado en un banco de la

iglesia de Eely-on-the-Moor el mes de junio pasado. ¿Ha descubierto alguna pista sobre quién pueda ser su madre?

La ciudad hermana. Brian Lumley

The sister city. Trad. Francisco Torres Oliver

Relatos de los mitos de Cthulhu 3.Libro Amigo 586. Bruguera, 1978