breverías, aforismos y otros brebajes

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José Manuel Gómez Fernández «Breverías», aforismos y otros brebajes

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Page 1: Breverías, aforismos y otros brebajes

José Manuel Gómez Fernández

«Breverías», aforismos y otros brebajes

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Todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo. Y si no es así es que ni lo lees.

(Miguel de Unamuno: Cómo se hace una novela)

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A mis padres, Cayetano y Manoli.

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La lluvia tiene como fin primordial servir de inspiración al poeta, siempre que éste (por supuesto) no lleve paraguas.

Tiene a veces el novelista la sensación de que la vida se le escapa por su literatura, de que ésta nunca puede reflejar el mundo, la sociedad cada vez más cambiante. Cuando termina la novela han cambiado él y la sociedad, de ahí el impulso de rehacer su obra, en un intento vano de simultanear su novela y su vida. De aquí proviene su temor al punto final.

Érase un hombre a un móvil pegado... ¿Por qué un gran número de los usuarios de teléfonos móviles, como se ha comprobado recientemente en un estudio estadístico, los utilizan en un noventa por ciento de ocasiones para hablar de sus teléfonos móviles?

Les diré a los que me acusen de conservadurismo que me da igual que lo hagan, que no dejaré de criticar el caciquismo del igualitarismo actual (hay que poner límites a la libertad porque hoy parece que tiene más derechos quien más se queja y grita).

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¿Que me acusan de lo contrario? Pues me da igual también, porque no dejaré de criticar el excesivo neoliberalismo consumista de la actualidad y sus devastadoras consecuencias: la marginación en los barrios periféricos del capitalismo.

Conversación con un lector incordioso:

-Mire, yo también hago mis pinitos en esto de la escritura. He escrito ya dos ensayos aún inéditos que creo tienen puntos de semejanza con algunas ideas suyas: La teoría del error y La idea y el ejemplo. En el primero critico la idea de que hay que equivocarse para aprender, cuando está demostrado que es mejor favorecer el trabajo bien hecho que el error. En el segundo señalo que la principal diferencia entre la naturaleza del cerebro de un niño y el de un adulto se basa en que el primero se centra en ejemplos y el segundo en ideas. Así, para hablar de la educación, por ejemplo, un niño pondrá muchos ejemplos de maestros, profesores, clases y compañeros diferentes, mientras el adulto simplificará ese batiburrillo reduciéndolo a una serie de ideas (la disciplina, la importancia de la cultura, lo bien que está la educación ahora...). -Perdone, pero no creo que ahora la educación esté tan bien. Es más, creo que está peor que nunca, porque genera analfabetos funcionales que son los que sirven al sistema. -¡Otra sandez! ¿No será primero la gallina antes que el huevo? Dígame usted quién crea esos analfabetos: ¿no serán responsables la televisión que padecemos o la propia sociedad, que reduce sus niveles de exigencia y excelencia hasta límites nunca vistos? Mire usted, yo soy pedagogo y... -¿Pedagogo?, ¿que es usted un pedagogo? Pues esta conversación se ha terminado. - Pero oiga... ¡Es usted un reaccionario! [...]

Cuentan que un día llegó una mujer al cementerio (parte superior). Llevaba un bolso que ocultaba un bote con las cenizas de su marido y de

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su único hijo, muertos en accidente. Al llegar a la tumba de sus padres, abrió el bote, esparció las cenizas alrededor, sacó una pistola y se disparó en la sien. Cerró el ciclo de su vida.

Cuentan que X no quería ser incinerado pero lo fue. X había sido forofo de un club de fútbol en vida y su hijo, después de muerto, lo continuaba llevando al campo y cuando marcaba alguien un gol con la pierna, el culo o incluso la mano, que para el caso es lo mismo, su hijo levantaba el bote y su padre y él hacían la ola.

Ha ocurrido una terrible pérdida de los vínculos del hombre actual con la madre Naturaleza, con la tierra de la cual procede. Los niños de ciudad piensan que la leche la producen en fábricas igual que las galletas. Las leyendas urbanas de hoy, como la de aquel usuario de ordenador que confundió el receptáculo de CD-Rom (cederrón) de su aparato con un posavasos, son pésimas imitaciones de los cuentos tradicionales. La oralidad es la única característica común a ambos ciclos de leyendas. De todas maneras, estas leyendas urbanas aún demuestran el poder de la palabra, a pesar de su sencillez, y que el hombre, aunque se rodee de cemento y ladrillo, la necesita para tocar a los demás, al otro, para convencerse de que el infierno no son los otros. Ahí va otra recientemente escuchada: un hombre se monta en un ascensor en el que ya hay varias personas. Dice amablemente, como le enseñaron desde chico, “buenos días” y nadie le responde. Entonces añade “bueno, como aquí no hay nadie me voy a tirar un pedo”, y suelta un sonoro cuesco que deja atufados a vecinos tan maleducados. Ya el chiste ha dejado en buena manera de cumplir la función de entretener; al hacerse exclusivo de la televisión, perdió su fuerza e implantación entre la gente. Las leyendas de la sociedad de hoy nos vienen casi todas de la caja tonta, que acabó hace mucho tiempo con casi todas las tertulias vecinales.

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Me pregunto a veces qué es lo que lleva a tantas personas a tener el deseo o necesidad de salir por la caja estúpida que es la televisión. Quizás sea el anhelo de permanencia, cuando ya no sirve aquello de tener un hijo (cada vez nacen menos), plantar un árbol (cada vez se destruyen más) y escribir un libro (cada vez tienen menos sustancia y menor relevancia). Es increíble el poco pudor que tiene el personal a la hora de contar los detalles más morbosos de la vida personal en televisión, detalles que quizás se avergonzaría de contar en la intimidad a algún conocido y que, ante ese espejo de breve fama que es la cámara, no tiene ningún tapujo en diseccionar.

El crítico cumple su función, ocupa su sitio, como todas las piezas del puzle de la cultura libresca. Todos los escritores dicen no tenerlos en cuenta (ni leerlos siquiera), pero esperan como agua de mayo sus sentencias. Espero que mis críticos, si alguna vez los tengo, no lleguen al grado de despiadada eficacia de aquel colega suyo que firmó en un tabloide creo que británico una crítica más o menos parecida a ésta: “X ayer dio un recital de piano en tal sitio. ¿Por qué?”. No es mi intención demonizar al crítico. Al contrario: una de las visiones más hermosas de “lo que es” (o “viene siendo”) la literatura se la leí a uno de ellos. Emil Staiger pensaba que lo lírico o lo dramático no está vinculado solo a la literatura. Según él, puede surgir un impulso lírico contemplando un paisaje o un impulso dramático al presenciar una pelea. Según esto, todos somos autores, todos hacemos una literatura del sentimiento y no necesariamente de la escritura, una literatura en la vida y no siempre de la vida. Pocos somos los que inútilmente pretendemos conciliar el sentimiento con la palabra justa, huidiza.

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Ya no existen los pueblos. Véase en este ejemplo tomado de la televisión:

-¿Y de dónde dice usted que llama, señora?-¡De Torredonjimenooooooooooo!-¿De dónde?-De Torredonjimeno, Jaén –con voz resignada la señora-.-Ah, de Jaén, la señora llama de Jaén.

¿Y qué decir de la imagen del cateto de pueblo, que aún perdura sin cambios entre los habitantes de la tierra del cemento? Vale, sigan pensando en esa imagen decimonónica del pobre pueblerino que llega a la gran urbe buscando el pan, pero sepan que en los pueblos todavía la gente no vive ni anda como autómatas, como esclavos del reloj.

La nueva familia ultramoderna:

El padre primero le explicó a Luis que el padre segundo lo había tenido a él con una madre-probeta, que después resulta que se había ido a vivir con una tía suya (del niño), con quien había tenido gemelas concebidas de los depósitos de algún banco de esperma. -Sí, eso lo sé. Pero papá primero, dime: ¿quién es la mamá de mi osito?, ¿le hicieron una operación de cambio de sexo?

El problema es que hoy en día la gente cree que ya no hay problemas. Alguien ha hablado del final de la historia, queriendo aludir sin duda al final de las ideologías revolucionarias. Todo parece ya inventado, descubierto, hollado, manido; no hay utopías que localizar en lontananza. Se acabaron los pasquines, las proclamas y los manifiestos. En esta sociedad adormecida, atomizada (y también atómica), atontada y bien cebada son las cajeras de los supermercados las que tienen que dictar las normas básicas de educación: “Por favor (el por favor es opcional), pasen por esta caja respetando el mismo orden”. Pero si llegas y no lo respetas no pasa nada. Nuestra lista de derechos aumentó en número

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inversamente proporcional al de nuestras obligaciones. Al fin y al cabo, el que se queja por algo que considera injusto es el que se lleva el gato al agua, pero lo hará siempre, en un 99,99% de las ocasiones, pensando solamente en su interés egoísta. A los demás que les den. Y el amable y educado que pierda.

Ayer presencié un caso curioso: un ciudadano cabreado había parado el tráfico en un paso de peatones y estaba dando un cursillo básico de normas de educación vial al conductor del coche que tenía delante, el cual –supuse yo por las trazas- había intentado pasar cuando aquel pobre caminante estaba atravesando la calle, con el consiguiente peligro para su integridad física y psíquica. -Mire usted, esta señal indica paso de peatones (decía señalando con un puntero inexistente el dibujito del peatón sobre el paso de cebra). ¿Sabe usted lo que es un peatón o se lo explico de nuevo? ¡¡Y estas rayitas de aquí debajo indican que el peatón que cruza en un paso de peatones como éste de aquí debe tener preferencia!! ¿Es usted capaz de establecer una relación entre esta señal y lo que representa, so merluzo?

La nueva religión:

“¿Cómo dices?, ¿que qué? (gritando) ¡Ah!, por la salud de tu madre, ¿verdad, cariño? ¿Cuántos años tiene tu madre? Noventa, ¿eh? Espera, que voy a consultar con la bola... (apenas la mira) ¡Ah!, pues está mal de salud, ¿eh?...” Los nuevos videntes son los oficiantes de la nueva religión, una religión más personal, más cercana a los problemas del hombre (y la mujer) de hoy, preocupada por su soledad infinita en la gran urbe y por los ceros de su cuenta corriente.

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¡Dios! Acabo de entender los casos tan extraños que salen en estos últimos tiempos en televisión. A veces me asombro de mi estupidez. Esta tarde veía un programa de televisión (vulgo pograma) en el que los contertulianos eran modelos de pasarela: grandes bocas pintadas de rojo, escaparates de miel. Cambié de canal y diez minutos más tarde volví a la misma tertulia: ¡seguían hablando de lo mismo! ¿Y cuál era aquel tema que requería tan hondas y extensas discusiones? Pues la discusión estaba centrada en si era mejor llevar pestañas naturales o postizas. Me invadió una desagradable desazón. Pensé que los responsables de aquel bodrio no pensaban siquiera en transmitir ninguna información útil a la audiencia y menos en entretener. Su única idea era la de mantener durante bastante rato en primer plano la imagen de los turgentes senos (vulgo domingas) de aquellas señoritas, dejando embobada a la audiencia masculina e interesada por la última moda o por los avances de la cirugía plástica a la femenina, mientras los pases publicitarios engrosaban las arcas de la cadena. Pero -me hice una pregunta-, ¿si pusiesen a esa hora un documental o una película interesantes para gente inteligente, los espectadores no estaríamos más felices, teniendo que tragarnos los mismos anuncios y, además, sin esa desagradable sensación de haber perdido inútilmente minutos preciosos de nuestra corta vida? ¿No se educaría mejor a las futuras generaciones de ese modo, y no enfrentándolas desde muy temprano (me refiero con ello a la hora de emisión y a la corta edad de nuestros infantes) con la carga de hedonismo y frivolidad que nos invade? Por favor, devuélvanme los minutos que me ha robado la televisión-basura. Con ellos podría quizás componer dos libros mejores que éste, una obra de teatro, el guión de una película, aprender a tocar la guitarra o el piano, o tirarme en paracaídas, o qué sé yo.

“Tú eres una guarra, y yo soy más guapa que tú porque mis tetas no son de plástico” (frase oída en el programa de televisión antes citado). Hay frases que resumen una época y ésta es una de ellas. Nuestra época, como casi todas las de crisis (en griego, ‘mutación’), se define, entre otras

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cosas, por el individualismo y la competitividad más radicales.

Luis Cernuda, uno de los mejores poetas del siglo XX en español –injustamente valorado a estas alturas-, tras la publicación de Donde habite el olvido (1932-33) se ruborizó al comprobar el extremo de desgarradora sinceridad que habían alcanzado sus versos, como bien demostró la profesora María Eva Rey en una reciente conferencia a la que asistí como invitado. Ese pudor extremo, propio de muchos escritores, se debe a que, mientras escriben, su obra es un depósito de emociones que consuela y reconforta, es una triaca que restaña sus heridas. La escritura es un proceso de diálogo del escritor consigo mismo, en una puesta en claro de sus tinieblas, al que se invita más tarde al lector como espectador. Al publicar, las palabras del autor, que habían sido para uno, son entonces para los lectores, hasta entonces una referencia envuelta en la indefinición. Las ideas se vuelven tinta sobre el papel y salen a la luz pública, expuestas a la crítica general acerca de ellas y de quien las escribió.

El sexo, ese roce de siglos que nos quema con su desgaste, se ha convertido en el gran espectáculo con el que los medios de comunicación enmelan los estambres de sus imprentas, antenas y pantallas y tras el cual nos arrastramos como enjambre de abejas enardecidas. El cuento es el siguiente: en un juzgado fue comidilla reciente el caso de una pareja recién divorciada (una más de las que últimamente abundan) que dejó de convivir a resultas de descubrir ella en el ordenador doméstico un acceso directo a una página “para adultos” en Internet. El marido alegó que no había creado dicho acceso directo, afirmando que casualmente y sin querer había navegado por aquellos mares procelosos del deseo. Según él, desde algún islote sensual le habían colocado aquel regalito, aquel pornograma. Moraleja del cuento con moraleja: la empresa que gestionaba dicha página sicalíptica tuvo que hacer frente a los gastos del divorcio e indemnizar, además, a las dos partes (ambas en tratamiento psicológico),

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comprobada su falta de escrúpulos en los negocios y su indiferencia ante los numerosos problemas de inestabilidad conyugal.

El pisito está muy carito: después dicen que nadie trae hoy hijos al mundo. Pero ¡si el problema es dónde los metes! Después dirán que las parejas no quieren casarse o traer hijos al mundo. Y lo más triste es que la natalidad se reduce a una cuestión de ladrillos de más. Véase si no este ejemplo, tomado de una revista de ofertas inmobiliarias: “Piso de 30 metros cuadrados, zona céntrica [siempre están en zona céntrica, aunque estén al lado del aeropuerto], un dormitorio, a/a (traduzco: aire acondicionado), f/c (frío/calor), garaje, trastero, etc. 100 millones, de euros, por supuesto”. ¿Quiere uno un dormitorio más? Nada, pues engrose usted con unos seis millones más el presupuesto. “Venga a Clavón Bank, entrámpese para toda la vida con nuestro Hipotecazo”. (Encima cachondeo ). “Pobrecito, toda la vida trabajando y cuando ha pagado por fin su pisito y se ha jubilado, el canalla va y se muere”.

Hablando de bancos, el otro día fui a uno de estos templos donde se rinde culto al becerro de oro. Me recibe el interventor muy amablemente y me explica, después de resolver el asunto que me llevó allí, que me conviene apuntarme a unos servicios que tiene el banco en Internet, y ante tanta amabilidad no dudo en hacerlo. Las claves de acceso que se pedían eran los nombres de los abuelos del cliente, y mientras le daba la información requerida me comentó que muchos clientes no eran capaces de recordarlos. Me quedé asombrado: ¿cómo el personal no recuerda el nombre de sus abuelos? Ese día estuve dándole vueltas a este asunto, que me pareció muy significativo. Concluí que la gente está perdiendo los vínculos con el

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pasado, con la memoria. Solo se vive el presente más radical: aquí y ahora; no hay nada hacia atrás ni nada hacia delante. No somos ya producto de nadie, somos seres autónomos que viven y trabajan sin pensar en procedencia o trascendencia alguna. ¿Somos entonces mera existencia, sin la esencia de la memoria? El azul de primavera del cielo de aquel día se me antojó de una frialdad indescriptible.

He encontrado un resto fósil del tratamiento de respeto usted. En los estadillos de banco aparece aún el posesivo su en lugar de tu, pero se aplica a un objeto extraño: “su respetada cuenta”. O sea, que el estimado o respetado no soy yo, sino mi cuenta corriente. Cuanto menos, curioso.

Imagen del escritor bohemio:

Francisco García (seudónimo: Francis Gar & Cía.) acababa de tomarse aquella mañana de inicios de primavera un bourbon. Era su bebida preferida por la sonoridad de su pronunciación y porque tenía el color más apropiado para formar un conjunto al lado de su panamá y su corbata de artista. Se sentaba desde hacía tiempo en la misma mesa de aquel café (y no cafetería) para escribir sus geniales versos, regados con alcohol y sahumados por su pitillo, al tiempo que ofrecía su perfil derecho (el bueno) al bullicio de la plebe de la calle. En aquel mismo momento comprobaba el saldo de su cuenta corriente tras el ingreso del último premio. De pronto sintió un dolor fortísimo en el pecho.

(Mismo día. Noche. Habitación de un hospital. Dos personajes)

-Pero, ¿sabe usted lo que me está pidiendo, doctor? -Sí, que deje de fumar y de beber. -¡Ja! ¡Pero si el alcohol y el tabaco son inherentes a mi imagen, a mi ser

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de artista en suma! Y mire, tampoco puedo imaginarme sudando por esas rutas del colesterol bajando mis grasas junto a “marujas” de chándales horrorosos. -Mire, don Francisco: deseche usted de una vez por todas esa imagen de escritor maldito, bohemio, marginado y alcoholizado con que nos tiene más que acostumbrados a sus lectores de toda la vida. Ésa es una idea, como muchas otras, y eso usted lo sabe, heredada de muchos escritores románticos, los cuales consideraban que cuanto más radicales fuesen el escritor y su obra más calidad tendrían ambos. No confunda usted personajes underground con un hígado underground (en terminología médica, hecho polvo).

Leo en una revista de sala de espera de dentista que existe un programa de ordenador (se descarga de Internet, como todo hoy) que permite a novelistas aficionados construir la trama de una novela a partir de una idea previa. En la misma revista de suso hallo la reseña de un libro escrito por un conocido presentador de televisión (¿tendrá negro su negro?) y no puedo evitar enlazar ambas afirmaciones: hoy en día publicar es más difícil que escribir, y eso que todo son facilidades para publicar. Cualquiera escribe hoy cualquier bodrio, pues lo hace el ordenador todo si se quiere (en el país de los ciegos el tuerto es rey, lo malo es que el tuerto es de silicio). Pero publicar..., publicar es otra cosa: tiene usted que ser alguien en televisión, un rostro conocido que venda una contraportada y planee una novela fílmica (pensada para el cine y el correspondiente merchandising, o mejor mercadeo, de videojuegos, etc.). Quizás en esta época Galdós, Unamuno o Azorín no hubiesen podido sacar sus escritos a la luz pública si no hubieran salido en la caja que atonta. Y no les basta a algunos presentadores de televisión con atontarnos desde los programitas de televisión. Además, se empeñan en hacerlo desde los teclados del ordenador. Entonemos una triste elegía por los miles y miles de manuscritos muertos en cajones (ataúdes) que nunca verán la luz y a los que estos diletantes de la pluma les roban la gloria. Claro que siempre es mejor renunciar a publicar un manuscrito pleno de verdad y autenticidad que editar miles y miles de páginas sin sustancia alguna. ¿O no?

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La novela fílmica:

Cada vez hay menos cine literario (el cual da especial relieve al texto, a las ideas) y más cine fílmico, ceñido al formalismo vacuo de las imágenes de video-clip.

Duda cruel: los autores que nunca publicaron o los autores que publicaron y que luego apenas son leídos: ¿sufren ese silencio por su escasa calidad o debido a que un interesado velo prefiere ocultarlos por decir verdades?

¿Y esa sensación que crean los medios de comunicación de que todo lo que transmiten nos debe resultar fundamental? Ya está bien de tanta hiperinformación que siembra el miedo a vivir en las gentes de bien. Miren ustedes: creo que deben ponerse límites entre el derecho a ser informados y el derecho a no ser molestados o manipulados con imágenes y textos morbosos e innecesarios. ¿Que unos bárbaros queman un cajero, derriban una papelera, asesinan a alguien, desnudan a unos futbolistas en pleno campo o tiran un contenedor? Nada, pues ahí están las cámaras para mostrar el destrozo al momento de ocurrir, para envalentonar a los autores de la hazaña y meter el miedo en el cuerpo a la ciudadanía restante (que es mayoría, no lo olvidemos). Y luego sale ese presentador con cara de pardillo que dice con voz cándida: “esperemos que no cunda el ejemplo”. So ***, ¿cómo espera usted que no cunda el ejemplo si acaba de poner las imágenes de la barbarie? ¡Ah!, y no se meta usted con los medios de comunicación, ¿eh? Ellos nunca tienen culpa de nada, oiga. Conclusión: salen ganando como siempre los bárbaros (se da publicidad

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gratuita a sus hazañas) y los medios (el morbo los alimenta), al tiempo que perdemos en tranquilidad los demás. Que informen, pero que lo hagan sin alimentar odios ni temores. La lente de la cámara es a veces más dañina que el objeto al que retrata. Y por otro lado, ¿qué dicen de esa televisión-estercolero que sacraliza la ausencia de esfuerzo y voluntad, el chiste fácil, el rascarse la barriga (u otras partes) y el dinero a la mano, junto con la pérdida de la intimidad, de la privacidad, ahondando en la confusión entre realidad y ficción, entre vida real e inventada? Pues, ¿qué hay que decir? Que la ve la gran mayoría de los espectadores, con lo que queda demostrada la altura de miras de la cultura de masas. Por desgracia, el mando a distancia del televisor (por antonomasia, el mando a distancia es siempre el del televisor) se parece cada vez más al fondo del escusado o W.C. El cambio de canal se ha convertido en una actividad escatológica: se trata de ver en qué cadena se defecan más y mejores heces mentales.

La terrible soledad del escritor ante su libro impreso (¡gran asunto!):

Cuando sus palabras dejan de ser solitarias y pasan por la imprenta se convierten en otra cosa, tienen otra luz y otras calidades. Serán entonces malinterpretadas algunas, otras interpretadas correctamente o a través de lentes distintas a las de su autor. A partir de entonces, la obra ya no pertenece a éste, pasa a ser de sus lectores. Son éstos los que la hacen. Es entonces cuando, tras el parto de su obra, el escritor cree descansar, sin darse cuenta aún de que su obra es ya otra y de que debería retocarla en algunas partes, cambiar comas, introducir adjetivos, suprimir ideas arriesgadas..., pero es imposible. El lector le ha arrebatado su novela. Tuvo todo el tiempo del mundo para construirla y ahora que la ha publicado no puede cambiar nada. Son los lectores y críticos quienes colocan la obra en su justo lugar, más allá de las ensoñaciones del autor. Más tarde, éste descubre que es imposible su novela, que decirlo todo (Hegel decía que lo propio de la narrativa es mostrar la “totalidad de los objetos”) es un ideal irrealizable y que, además, si lo consiguiese, nunca serían del todo entendidas sus palabras. Decirlo todo es imposible, como también lo es acabar la novela, porque

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la vida de la que ésta es reflejo no acaba nunca. La literatura, como la vida, es siempre un borrador inconcluso. Ni en la vida ni en la literatura existen los puntos finales.

¿Alguien ha hecho un estudio sociológico sobre los sitios de la lectura? Sería interesante saber dónde se leen los distintos géneros. En la cama los libros eróticos, en la cocina los de gastronomía, en el váter los escatológicos, en el garaje los de bricolaje, etc. ¿Y la poesía? Por supuesto, el mejor sitio para leer la poesía es en medio de la naturaleza, marco para la reflexión y el rito mágico de las palabras.

Reflexión desde un tren nocturno: Somos destellos de luz con alma viajando sobre los raíles artificiales del tiempo.

La muerte ausente:

Vivimos en un mundo marcado por el enmascaramiento de los afectos (nadie siente, todos piedra) y por la ausencia de muerte (léase a Philippe Àries). La muerte es solo un espectáculo televisivo que a veces pasa delante de nuestras narices cuando se nos muere un vecino del que ni siquiera teníamos constancia de que hubiese vivido (y además nos enteramos de ello por una fría nota en el ascensor). Hasta hace poco tiempo siempre nos fue cercana la muerte por la fascinación de lo extraño y la catarsis dramática que provocaba. Es el tema más lírico y más dramático de todos. Lo que caracterizó a los primeros grupos humanos fue la experiencia de la finitud. Lo que caracteriza a nuestra civilización es la ausencia de una filosofía de la muerte.

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La vida es una lucha constante por encontrar el equilibrio, mientras que la novela es una lucha, igual de inútil que la anterior, por encontrar la palabra oculta que nos une con la infancia perdida. Esas dos luchas, la lucha por vivir y la lucha por dejar constancia de lo vivido, son las que nos hacen ser humanos. Las Historias de la Literatura son también historias de los miedos de las generaciones: miedos a perder su esencia o estabilidad por una serie de cambios o problemas. La Literatura de las generaciones se construye entre un falso pasado glorioso tristemente añorado y un presente criticado por los cambios que provoca.

Todo lo que ves ahora desaparecerá, y tú al final. Fugit irreparabile tempus.

Juan Cromberger, mientras discutía airadamente con su mujer por la calle, como venía siendo habitual, contó treinta baldosas y se paró. Ajeno a las súplicas de ella, que intentó apartarlo de allí, se había quedado clavado en la trigésima baldosa porque había decidido no andar más. La gente se había parado curiosa a ver la discusión. Ella se fue desesperada a las tres horas llorando, viendo que era imposible convencerlo de que volviese a andar. Pasó una noche, pasaron tres. La cuarta noche le llovió bastante; su estómago hambriento le empezó a doler. Al séptimo día salió su foto en el periódico local y al día siguiente apareció su figura debilitada en un telediario nacional. La gente lo miraba intrigada, los niños le colocaban flores en la cabeza, los periodistas lo intentaban entrevistar inútilmente porque no quería nada, no reivindicaba nada, no se quejaba de nada. Solo quería quedarse en aquella trigésima baldosa, a la que llegó a tener tanto aprecio que quiso la colocasen encima de su tumba con el epitafio grabado con letras de oro “Ahí quedó”.

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Tele-tienda: La señora había reclamado a la empresa distribuidora de Gom-Ex el importe de la compra de aquel producto de gimnasia, el cual le habían vendido como la solución ideal a los kilos de más. El problema había sido que los kilos de más de aquella oronda mujer eran innumerables y que, al intentar hacer la primera flexión con el aparatito, se había herniado en lo más profundo de su ser.

[Esta vez no incluiré moraleja: el lector deberá adivinarla, si es que existe. Claro que, si no existe, ¿para qué el cuento?]

Lo que caracteriza a nuestra época también es la pérdida de las fronteras, de los límites: lo indefinido de los lindes entre realidad y ficción, entre lo que debe y lo que no debe ser permitido o exigido... Nadie se atreve a poner límite alguno, porque eso supondría hacer un esfuerzo inhumano y ser criticado desde todos lados. Es más fácil mirar para otro lado y esperar que algo cambien las cosas y que nada nos salpique. Pero es verdad, ¡oh, sí!, que habrá un cambio en la sociedad (pos)moderna: un cambio hacia situaciones peores, hacia un fundamentalismo radical, hijo natural de la crispación existente (fundamentalismos los hay ya políticos, educativos, futbolísticos, artísticos, ecológicos, amoroso-sexuales, etc.).

Mire usted, señor juez. Eran tres los niñ..., los niños que iban en la moto, los tres sin casco, los tres borrachos. Se caen los tres por adelantar incorrectamente mi bicicleta mientras iban riéndose sin prestar atención al tráfico..., ¿y usted me acusa a mí del delito de omisión de socorro?

Han existido siempre buenas obras que no han triunfado porque no fue

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idóneo el momento en que surgieron, pues se retrasaron o adelantaron demasiado. Sin embargo, mi empeño es ser leído por mis contemporáneos. No escribo para los lectores de dentro de cien años, aunque a éstos les pueda llegar muy hondo mi obra. Lo malo es que hoy no llegan al gran público ni las obras maestras de hace siglos. El Quijote, por ejemplo, es una obra para muy pocos elegidos en este mundo de necedades. Hoy apenas hay tiempo para esa visión del alma que supone la lectura, para el ensimismamiento que produce la imaginación de lo leído, mil veces mejor que millones de imágenes juntas.

La educación libresca:

¿El escritor debe educar? No, no creo que deba ser ése su papel prioritario. El mundo moderno, que crea seres humanos alienados para las grandes cadenas de producción y consumo, denosta la figura del profesor, reducida a la mínima expresión, payaso en medio de un baile de indios. Si se hace eso con quien debe merecer el mayor de los respetos y quien debe atesorar, para transmitirlo, el patrimonio de las generaciones, ¿qué no se hará con los escritores, a quien no es obligatorio atender? El mensaje educativo que pueden transmitir los escritores irá dirigido siempre a quien menos lo necesite. La Literatura sí debe ser, entre muchas otras cosas, denuncia ética de situaciones injustas o indeseables, pero no debe olvidar que su queja tendrá siempre eco entre un público más o menos cultivado que no necesita de adoctrinamientos morales. Creo con más fervor en el papel educativo que podría tener, y que no tiene, la televisión, pues llega a más gentes, que en el de los libros.

Antes se homenajeaba a los artistas muertos (el club de los poetas muertos). La muerte era el momento a partir del cual se consideraban en la distancia sus obras. Sin embargo, algunos artistas empezaron a quejarse de

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que no se los homenajeaba en vida por su obra, pero se pasó al extremo contrario. Hoy los artistas jóvenes tienen ya museo. Claro que eso de “artista” es un homenaje excesivo en algunos casos, pero ya se sabe que en el país de los ciegos... Por cierto: el diseño y la moda se equiparan al arte, pero (gran paradoja) en estos campos todo es hoy revival, repetición de moldes gastados.

Lo primero que Pedro Pi leía del periódico era la sección de esquelas. Quería cerciorarse todas las mañanas de que su nombre no aparecía en ellas. Un día vio su nombre en una esquela por equivocación y se murió de la impresión.

La Literatura, entendida como narración de sucesos, produce una distancia épica, una separación entre el hecho, quienes lo cuentan y quienes lo escuchan o leen. Esta distancia épica también provoca que los sucesos históricos, auténticos y veraces, se lean como ficciones. Por tanto, las obras literarias, que son pura invención, se presentan como un doble engaño, como una ficción duplicada.

A veces estoy consumido por la fiebre de la escritura, por la sensación de transmitir algo escrito en mi alma hace siglos en un proceso de automatismo subconsciente, en una videncia que me cuesta sangre. El proceso de tránsito de la literatura en la vida (Rimbaud hablaba de la “alucinación simple”) a la literatura de la vida me hace erróneamente pensar que fijo palabras hace mucho tiempo creadas a la espera de ser escritas, en un tiempo antiguo antes de nacer yo. Esa vivencia febril de la escritura, esa fiebre del artista, dios creador, la reflejó magistralmente el poeta creacionista chileno Vicente Huidobro en su poema Arte poética, cuyo último verso es “El poeta es un pequeño

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Dios” (léase en su libro El espejo de agua). La escritura, proceso entre consciente e inconsciente de transcripción de algo rumiado anteriormente, siempre llega tarde; es una vuelta de retraso a la rueda de la vida ya vivida.

Las digresiones en la novela:

Ante un mundo cambiante como el nuestro sólo valen visiones centrífugas, textos ex-céntricos, fragmentarismos cubistas. No hay visiones totalitarias que valgan en estos tiempos de confusión; es imposible reflejar toda la complejidad de la existencia, así que la digresión debe ser entonces una de las claves de la novela contemporánea. La digresión (junto con el paréntesis) es un intento inútil de eternizar la novela y la vida (ambas acaban porque llega el punto final y la muerte, y no porque quiera uno). Por otro lado, ¿no puede haber una visión global en el fragmentarismo, unidad en la variedad de digresiones?

Dejar de escribir o no escribir es algo parecido a dejar de vivir en el caso de muchosa escritores. He leído de nuevo el magistral repertorio de locos de Vila-Matas, Bartleby y compañía, libro que mitifica el desequilibrio emocional en el Arte por lo que tiene en sí mismo de ruptura y de creación personal también. La desconfianza en las palabras es paralela a la desconfianza en la vida (consúltese en dicho repertorio el caso de Tolstói, el último y el más triste de todos).

¿Viven más intensamente la vida los creadores? Quizás no, quizás su problema sea el querer buscar sentido a unas sensaciones fijándolas en el tiempo como en una fotografía.

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O quizás sí vivan más profundamente la angustia de vivir, paralela a la angustia de escribir. Por eso, la mejor literatura tiene siempre un velo de tristeza innata.

Las vidas de los escritores son a veces más interesantes que sus propias obras (no es mi caso).

Rechªzº lºs jwegºs vrbªls xcsivºs.

Definitivamente, nos cargamos la Tierra, señores.

El poder es otro tema apasionante, base de muchos dramas de Shakespeare. El poder, o el deseo de poder en el mundo material tiene su correlato en el otro mundo. La sociedad del cementerio es clasista, aunque la muerte tenga un halo democrático que nos iguala a todos. Los panteones son los palacios de los muertos, algunos verdaderas obras de arte (pensemos en el Taj-Mahal o en las pirámides de Egipto). La verdad es que vemos como obras de arte a los panteones y cementerios (visiten, si no me creen, el parisino de Montparnasse). Cuando pagamos o traspasamos sin más la entrada no nos planteamos si estamos disgustando a los señores allí enterrados.

La lectura, como la escritura, es un proceso de interpretación personal y, por tanto, falsamente objetivo, de unos contenidos. A veces las lecturas son doblemente falsas: esto sucede cuando se lee un texto no directamente, sino a través de referencias indirectas (reseñas, críticas, opiniones de

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familiares o amigos...). La lectura indirecta, a pesar de su doble engaño, influye también en nuestra visión del mundo, aunque a veces no se corresponda con la que transmite la lectura directa. Sirven también a los autores las lecturas indirectas para aprovechar esas visiones personales de una obra ajena jamás leída en la fase de construcción de sus propias novelas. Cada lector podría también construir una Historia personal de los libros nunca leídos y hablar de cómo les influyó su no-lectura, es decir, de lo que piensan que podrían contener sus páginas. Mi lista la encabezaría Ramón Gómez de la Serna, excelente escritor apenas leído –hasta ahora- por mí, con El novelista (el protagonista es un autor que busca argumentos para su obra) y Los muertos y las muertas (con un título políticamente correcto avant la lettre). Se incluyen también en mi lista las obras de Rafael Cansinos-Asséns (creo haber descubierto finalmente que se escribe así su nombre).

La mirada inocente, no contaminada, sobre las cosas y las personas debe ser la búsqueda continua de toda persona (especialmente de los artistas). Me refiero a la mirada del niño, esponja que todo lo absorbe, como si las cosas naciesen a la vez que fija en ellas sus ojos. Por el contrario, la mirada gastada sobre las cosas supone la muerte de la inocencia. La literatura es un intento de captar la esencia primigenia de un mundo recién creado, recién vivido, a la vez que recién nombrado, apenas manchado por el recuerdo y las comparaciones. Es, en suma, una vuelta a ese paraíso que fue la infancia, añorada eternidad a la que la idea del tiempo vino a poner límites odiosos. No puedo evitar en este punto imaginar la honda impresión que hubo de causar en un jovencísimo Juan Ramón Jiménez, despertado en medio de la noche, la noticia de la muerte de su padre, la cual lo arrancó del sueño feliz de la adolescencia para arrojarlo a la incertidumbre de la vida y a la hiperestesia de su poesía.

Un tema característico de la novelística (bonita palabra) del siglo XIX es la contraposición campo (tradición) frente a ciudad (progreso). Los autores decimononos cargaban las tintas negativas o positivas en uno u otro sitio.

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Hoy en día, cuando la cultura y la literatura del siglo XXI son eminentemente urbanas, cuando se despueblan los pueblos hasta el punto de perder sus identidades y sus nombres, solo queda reivindicar las raíces de la cultura campesina que todos llevamos dentro: La decadencia de las cosas, la herrumbre de la vida se siente más en los pueblos que en las ciudades, allí donde se vive más en armonía con el medio natural, donde el paso del sol, las estaciones o la luna nos deja en el alma un poso melancólico que nos incita a cuestionarnos frecuentemente las verdades ocultas del vivir. Allí el color límpido del cielo nos hace interrogarnos sobre nuestra propia esencia. En la ciudad, por el contrario, apenas hay tiempo para esta u otras zarandajas. Nadie levanta la cabeza allí para conocer la fase de la luna o la usa para conocerse a sí mismo.

Todos somos plagiarios de ideas, pues es imposible ser del todo originales. Todos los escritores roban ideas sin ser conscientes de ello. A quien plagia palabras ajenas sin referirse a su autor se lo encarcela, pero el plagiario de ideas universales, quien imita a los clásicos con nuevos conceptos, debe ser respetado y ensalzado, y no vilipendiado por envidia insana. Hoy los autores del ámbito del famoseo han desvirtuado la literatura, haciendo destacar de ella los aspectos más superficiales y vulgares, con asuntos como el de los negros, los plagios o las cifras de venta.

Mató al médico porque no le dio la baja y al profesor porque no aprobó a su hijo. ¡Viva la especialización individual! ¡Mueran las facultades!

¿Es mejor que el escritor se repita o que se contradiga? Aún no he sabido resolver este asunto que me desvela. Pido ayuda a los lectores.

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La revolución musical podría salvar al mundo.

Aclaración al anterior apunte musical: cuando hablo de música quiero hacerlo de música de verdad, no de ruido.

El chico del walk-man iba absorto y no me había visto. El caso es que se chocó conmigo y me hizo daño. Yo puedo entender que la gente prefiera hoy aislarse de los demás y vivir como seres autónomos, pero por favor: no avasallen al resto del mundo. De todas maneras, en este caso la pregunta es: ¿la gente sabe andar por la calle?

El proceso de corrección de una novela supone una segunda creación de la misma, una vuelta al principio que nos hace ver las palabras ya escritas como diferentes, por lo que nos da una idea distinta de la obra. Por eso muchas novelas no resisten la primera corrección de sus autores: ha cambiado tanto su obra que apenas reconocen el impulso creador inicial, los motivos de la escritura.

Pienso que la universalización y nivelación vulgarizadora de la clase media en los países desarrollados ha evitado conflictos tan traumáticos y desgarradores como los sufridos en el siglo XX, pero en nuestros países sufrimos ahora un consumismo borreguil que nos atonta. Por otro lado, algunas vías que intentan cambiar esta situación, en principio loables, entran peligrosamente en los terrenos del fanatismo y la agresión.

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La verdad, aunque supuestamente no existe, casi siempre termina doliendo a alguien.

Por favor, al subirse a los trenes (u otro medio de transporte): DEJEN SALIR ANTES DE ENTRAR.

Terminar de leer o de escribir un libro supone “estar de luto”, porque algo ha muerto en nosotros al final de esa vivencia más o menos deleitosa. Algo muere en nosotros y algo nace también: la divina y sublimada conciencia de las cosas.

Aún está por ver el impacto negativo del poder desestabilizador del sexo por el sexo, la idea del sexo como fin, la cual nos animaliza.

Los buenos escritores ocultan su vida con sus buenas palabras. Los malos ocultan sus malas palabras con su vida.

La informática es una actividad alienante: ¡tres horas para cambiar la letra a una frase!

No existen ya las generaciones: lo comprobé esta mañana, cuando doña Paca Gutiérrez, con sus ochenta años de peso, cruzó un paso de peatones vestida con una minifalda rosa, un top negro ceñidísimo y una chaquetilla

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de diseño. Su esqueleto se balanceaba al ritmo de la música que escuchaba en sus walk-man. ¡Vivan los años bien llevados!

Cerraron la librería de debajo de mi casa. Ahora ocupa su lugar una academia de Informática. Es el signo de los nuevos tiempos: ¡La letra ha muerto!, ¡viva el chip!

Sé que a usted (querido lector), como a mí cuando leo, le gustan las descripciones detallistas y realistas, o al menos las echa de menos cuando no aparecen. Esas descripciones, caracterizadas por la lentitud y la morosidad, son herederas de la tradición literaria del Realismo decimonónico y pienso que hoy no tienen mucha cabida en las novelas contemporáneas. En esta época de tiempos acelerados y estresantes pierde un poco de sentido esa mirada al yo al mirar al mundo que es la descripción en la novela, o al menos la descripción de la que hablamos. Prefiero como lector las descripciones impresionistas y vagas que con rápido trazo presentan el motivo narrativo, sin abundar en demasiadas minucias.

No hay tontería más grande que la de morirse si al final nos espera un pozo más negro que la más negra de las penas. La muerte, al fin y al cabo, piensan muchos que sólo es una vuelta al estado normal del universo, a la ausencia de movimiento que prima en la casi totalidad del éter. Desde luego, vista así la vida sería un accidente, un capricho de la naturaleza o de algún dios ebrio que nos materializa como seres hechos de tiempo con fecha de caducidad, igual que los yogures desnatados.

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Motivos de la escritura:

Mi infancia estuvo plagada de tebeos y de libros, de habitaciones que desaparecían por ensalmo al conjuro de la lectura y se convertían en pasillos subterráneos, remotas islas vírgenes, ríos profundos en la selva, lugares en los que se desataban las pasiones más extraordinarias y fantásticas. Esa vida imaginaria me llenaba con sus secretos, hechos para mi disfrute de niño lector, vida paralela que hacía que las tardes se convirtieran rápidamente en noches. Recuerdo aquellos inviernos con sus cristales de hielo en los charcos, las enfermedades de niño débil y siempre un libro al lado con el que pasarlas, el ojo largo rato inclinado hacia la página mágica, y una lágrima cayendo a la almohada. Y ya de noche el calor de las mantas entre las que, ya apagada la luz, en lucha contra las más frías ventiscas, buscaba el punto álgido, la rosa de los vientos, el Polo Sur.

Carta ideal al director de cualquier periódico:

Señor Director:

Estoy harto de la Posmodernidad, de ese eufemismo estúpido que esconde el ocaso de las ideologías y el escepticismo radical de nuestros tiempos. Estoy harto de la ausencia de valores en las listas y estadísticas que a diario confeccionamos, de la violencia que encubre la carencia de pensamiento, del consumismo atroz que nos reduce el mundo al cristal del televisor, en el que nos venden el oro, el loro y el moro (“no piense, solo compre”, nos dicen), del mutis de los intelectuales que renuncian a la crítica y abandonan su intelecto (Intellectum tibi dabo...) en el altar del becerro de oro de nuestro tiempo. Estoy harto del fútbol como pan y circo que se nos ofrece para que no alborotemos, de la chulería generalizada, del “apártate que te piso”, del “yo soy más que nadie y no me chistes que te arreo”, del vecino que no me mira a la cara ni me agradece que le sujete la puerta para que pueda entrar cuando viene cargado del supermercado. Estoy harto de este tiempo de nula educación y chabacanería, de eufemismos infantiles como los que dictan lo políticamente correcto y el

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pensamiento único globalizante de las narices, de la libertad mal entendida y del “aquí vale todo, sálvese quien pueda”. Dios nos libre de los idus de marzo del igualitarismo mal entendido. Estoy asqueado de todo esto y de mucho más (no me cabe tanto asco en el costado). De una sociedad que no es tal, porque la sociedad la representan hoy los medios de comunicación idiotizantes, y así nos va. De que los hombres más ricos del mundo posean el equivalente al producto interior bruto de países enteros de África. De la desidia a la hora de tratar estos temas, de los rayos y truenos que me dejan sordo en el cine, de la burocracia que denunció Larra, sin que nadie le hiciese caso al pobre, y de los niñatos/as de los ciclomotores/as.

No tengo absolutamente nada en contra del fútbol: he practicado el juego inglés y me gusta mucho. Lo que no aguanto es el empacho televisivo de fútbol que ha terminado haciéndome odiar la dichosa pelotita, y, sobre todo, no soporto la idea de que ese empacho no tiene otra intención que la de conseguir que no pensemos todos en otra cosa, que compremos fútbol y vivamos fútbol. Seguro que alguno estará empezando a expulsar césped por secretas oquedades. Tengo la teoría de que la sociedad son hoy los medios de comunicación –sobre todo la televisión, medio desde el que se nos dicta todo-. Bien, pues si la sociedad es hoy la televisión y si ésta es solo fútbol, entonces la sociedad es fútbol. La conclusión lógica es que todos acabaremos pateados como el balón (silogismo perfecto, vive Dios que sí).

Toda novela no es más que una carta con personajes y sin dirección conocida, un raro híbrido en el que se escribe a alguien (a los lectores) sin aparentemente tenerlo en cuenta.

Diálogo literario (fragmentos):

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-En mi opinión uno de los trabajos más penosos de la tarea de un novelista es, aparte de construir descripciones de paisajes, lugares y gentes (también pienso que lo más penoso de leer para el lector moderno), el de construir un personaje. ¿Para qué? Sí, ¿con qué motivo? El personaje no es otra cosa que un títere en movimiento accionado por el autor, su dios. Entonces, el personaje es reflejo de su autor, de algo que éste quiere representar como espejo de su pensamiento. El personaje es una idea. ¿Para qué describir entonces sus facciones, hábitos y lugares si lo realmente importante es lo que hace y dice? ¿Por qué aún esa caduca manía realista, decimonónica de representar al pelo lo insustancial, lo que no perdura en la novela cuando ni siquiera nos creemos lo que hace o dice el protagonista?...

-¿Quiere saber por qué la manía realista aún pervive? Pues por el sencillo motivo de que el lector necesita proyectarse en el relato, concebirse a sí mismo en la lectura igual que el autor lo hace en su escritura, y hacerlo reflejado en un personaje. Necesita aproximar el libro a su mundo personal, dar un sentido propio a las palabras del texto, despojarlas de su contenido neutro y caldearlas con su experiencia. Por eso autores como usted tendrán su cierto éxito, pero no podrán terminar con la novela tradicional...

-Parece que al fin han terminado los experimentos con la novela y avanzamos hacia un futuro amable consistente en volver de nuevo a las formas de narrar del pasado. ¡Menos mal!...

-Si por propia lógica, los sistemas democráticos actuales deben evitar la violencia, fruto de la libertad mal entendida y convertida en libertinaje, con medidas propias de estados represivos (véase Kubrick: La naranja mecánica, en Bibliografía), la novela, reflejo de la sociedad, terminará eliminando los experimentos liberadores modernos en aras de una nueva dictadura del autor...

-El sistema actual, este estado del bienestar de unos elegidos, favorece la disgregación: de la familia, de las clases sociales, de los individuos. Quizás la palabra atomización sea más correcta. Todo el mundo está alienado por unos modos de producción y unos medios de comunicación esclavizantes, igual que en la época de Marx. La diferencia es que la gente tiene hoy el estómago lleno, lo cual no da pie a la revuelta ni a discusiones ideológicas

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como las que abrieron el siglo XX; sí, lo sé, ahora me dirá que muchas de ellas fueron inútiles, basadas en una idea utópica de la naturaleza humana o en intereses particulares de grupos o partidos. Pero al menos había una polémica constante, una vida de las palabras, aunque, por desgracia, en muchas ocasiones derivaron las peleas dialécticas en confrontaciones violentas. Lo que ocurre ahora es que se han obviado las protestas, porque todo va estupendamente y no pasa nada, aunque pienso que siempre hay motivos para la queja. Por ejemplo, cuando hablamos de la gente, así, en general, lo hacemos de la minoría rica que domina a una gran mayoría de personas que no tiene voz en este planeta, los marginados, los oprimidos, los pobres sin tierra ni palabra. Pero sí que tienen voz los imbéciles sin oficio ni beneficio que nos escupen y se ríen de nosotros desde las pantallas de televisión. Me temo que un minuto de televisión-basura (“del tele”, como dicen muchos) tiene hoy en día más repercusión que una hora de lectura, sin entrar en aspectos cualitativos. ¿Usted dice que el nuestro es el sistema menos malo? Bueno, se lo admito, pero evidentemente, hay cosas que se pueden mejorar, y una de ellas es no mirar para otro lado. Yo soy un iluso en un mundo de escépticos que quiere que (utópicamente, lo sé, pero escribo para convencerme de que aún es posible pensar en la utopía), desde la unión de toda la humanidad, se solucionen todos los problemas que nos afligen, aunque soy el primer escéptico, y no conozco a ningún escéptico con sentido del humor...

-¡Galdós era un genio en su clase, un notario de la sociedad de su época, autor de personajes que, por ejemplo, podían haber estado trabajando cuarenta años sentados en un pequeño cuarto! (véase Fortunata y Jacinta). Pero, ¿cómo plantar ahora una novela en medio del camino que lo recoja todo si ni siquiera sabemos cómo se llama el vecino del piso de arriba? (Eso sí, por Internet lo conocemos todo del amigo americano). ¡Hace falta una novela distinta, no ya otro género! Éste mismo vale, pero debe desempolvarse, orearse, salir a la calle y reflejar el tiempo que vuela de la modernidad, las prisas y el agobio por vivir de prisa, el tiempo como jaula, cárcel, del hombre moderno. El tiempo, la gran obsesión del novelista, igual que la luz para el pintor. ¡Si el tiempo no existe ya! Todo y nada es tiempo a la vez. No nos damos cuenta del tiempo que nos falta, sólo del que debemos soltar (sopa instantánea: solo en diez minutos; sus fotos en una hora; venga ya, compre ahora; y ni siquiera saboreamos la sopa, vemos las fotos, vemos a dónde vamos ni qué adminículo compramos)...

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El autor se lava los dientes (en monólogo interior):

Mala cara todavía. Debo comer más; últimamente escribo demasiado y no me cuido mucho. Pasta, cepillo, vaso de agua..., me gusta lo que he escrito, pero lo último..., eso de que en/con la muerte se paga toda la vida..., no sé, frotar los dientes, arriba y abajo, desde la encía hasta el diente, delante, detrás..., no me convence..., bueno, al fin y al cabo es lo que opina el compañero del protagonista..., arriba, abajo, enjuagar..., en el concepto que éste tiene de la muerte no entra pagar nada porque hayas sido de una u otra manera, delante, detrás, la muerte en aquel sitio es igual de desesperante para todos,... beber, escupir, frotar,... no hay un premio, un pago, una bula de salvación eterna allí abajo, delante, detrás, arriba, abajo, ...todos sufren aquel calvario del pensamiento...beber, escupir, bueno... lo dejaremos así, me gusta, mañana lo releeré, secar cepillo y boca, apagar luz, hasta mañana. Tras el embozo de la sábana: todos sufrimos, todos morimos, así que ¿para qué escribir monólogos interiores o cepillarse los dientes?..

Sueño delicioso del autor:

(Dos hombres toman café en la barra de un bar. Su aspecto y su indumentaria parecen revelar que se trata de dos ilustrados. En la puerta, unos pocos jornaleros esperan en vano que el manijero los contrate. Llueve tras los grandes ventanales.)

-Hoy tampoco hay trabajo en los campos embarrados. -No, las naranjas tendrán que esperar. -¿Viste anoche en televisión el programa de música clásica? -No, estuve viendo un documental interesantísimo acerca de los rosarios de la aurora en la región de Murcia. -Pues te perdiste un bolero de Ravel magistral. Y hoy emiten la repetición del programa del que te hablé ayer, la historia de la progresiva

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desaparición de la cultura del subsidio y de la queja. -Interesantísima historia, lo tengo que ver sin falta. Bueno, te dejo que tengo que ensayar para el concierto de esta tarde y enviar dos correos electrónicos antes de ponerme a trabajar en mi novela. -Te acompaño hasta tu casa. Yo también tengo que irme. Hoy debo realizar bastantes análisis para completar un capítulo de mi tesis doctoral. -Adiós, Juan. -Con Dios, Juan. Juan no los ha oído marcharse. El camarero sale de la cocina, espera un rato a que se disuelva el grupo de jornaleros y secretamente enciende “el tele” oculto para disfrutar de sus oscuras, trasnochadas e irracionales pasiones onanistas.

¡Qué bonito es soñar!..

Habría que afrontar una campaña de educación de las masas para erradicar los malos modales, porque pienso que sin ellos dejamos de ser personas y nos convertimos en bestias. A la gente hay que educarla y recordarle que antes de subir al tren hay que dejar bajar a los que en él llegan, o decir a los demás los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches (según la posición del astro rey), y no esos hola con que parece que te perdonan la vida. Pero, ¡ah!, es una lucha inútil, ésa es una batalla perdida. Cuando oigo decir que se han perdido todos los valores respondo que no, que únicamente todos los buenos valores. ¿Ésos?, ésos ya no volverán, como las golondrinas de Bécquer. En dos generaciones escasas hemos regresado a la etiqueta de las cavernas. El arte rupestre de hoy está representado por los graffiti, a los que alguno incluso le ha buscado un indudable valor artístico.

Las nuevas generaciones son las que interesan al sistema. No piensan, solo consumen; no brillan en sus estudios, pero no dan la lata quejándose con sentido. Quizá obedezca todo a una maquiavélica maniobra de la sociedad de consumo para lograr perpetuar la falta de pensamiento (ahora, creo, la llaman “pensamiento único”) y el consumo de bienes materiales

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inútiles, sin sustancia alguna. Mercor, ergo sum. Compro, luego existo, ese es el lema del milenio que inauguramos. ¿Que los jóvenes rompen cristales, desobedecen a todo el mundo, -incluyendo a sus padres- y se orinan en plena calle sin respetar nada ni a nadie? Bueno, eso son consecuencias secundarias de su falta de seso, pero lo importante es que no piensen, que obedezcan los dictados de la moda y los de los políticos de turno.

¡San Viernes!, ¡ea, a quemar la ciudad! Sacralizamos los puentes y acueductos, los fines de semana, las vacaciones, sin disfrutar de la larga maduración de los días y las estaciones. Entramos, sin darnos cuenta, en el ritmo frenético de los medios de comunicación al aborrecer como ellos lo hacen la asesina rutina. Nos convertimos en hombres-hormigas (y mujeres-hormigas, perdón), programados para trabajar y no pensar, para consumir lo inservible y no tener solidaridad hacia los demás. Una sociedad que abandona la buena educación y enseña urbanidad y civismo solo en las escuelas es una sociedad peligrosamente enferma.

Me dan miedo las fusiones de empresas de comunicación por el peligro de la información falseada, de la desinformación única.

La muerte es ahora solo un espectáculo que le ocurre siempre a los demás. La sola mención de la palabra hará huir de la conversación a cualquiera como si huyese de la peste. Lo que no sabe es que en esa huida se encontrará de bruces con la dama oscura, igual que el jardinero persa que, cuando la vio una mañana en el mercado, quiso huir de ella hacia Ispahán para encontrársela allí por la noche, donde ella lo esperaba en realidad.

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Siempre pensé que el apoyo a las minorías, a las clases desfavorecidas (mujeres, negros, gitanos, minusválidos...), debía ser prioritario, pero siempre que no se desvirtuase el valor y los derechos de las mayorías. Ahora no: “Vamos a darle el trabajo porque es _____________ (rellénese con el nombre de la minoría históricamente vejada y marginada), pobrecito, bastante tiene con serlo”. Pero ¿qué pasa si el aspirante mejor capacitado para el trabajo no forma parte de ese colectivo? ¡Discriminación positiva la llaman! La discriminación nunca puede ser positiva, señores, es simple y llanamente discriminación, sea del signo que sea.

Duda de todo escritor:

¿Cómo construyo un personaje si la misma noción de persona me parece que ya lleva mucho tiempo puesta en entredicho? Sí, la persona como depósito de emociones y valores, de humanidad en suma, es una especie en vías de extinción. En esta época enmascaramos los afectos, maquillamos el lenguaje para esconder realidades que evitamos y nos volvemos hacia adentro en un individualismo feroz que nos deshumaniza, en una huida frenética por vencer al tiempo en la que no notamos que es él quien nos vence. ¿A qué, entonces, recurrir a la trampa de construir un personaje si no es para hacer de él un títere sin conciencia en manos del autor, trasunto de una realidad deshumanizada, despersonalizada ?

Los manifiestos:

El escritor debe manifestarse sobre todo en su escritura, seguir escribiendo, sabiendo de antemano que su trabajo tiene la misma utilidad que el café del desayuno, simplemente mantenerlo vivo. Nada más. Los manifiestos quedaron ya atrás, ya nadie manifiesta nada importante a nadie. Los diccionarios de citas se quedaron anclados en la segunda mitad del siglo veinte.

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Nadie parece que pueda inventar ahora un deporte en un arranque de locura, como pasó con el rugby. En una época como ésta, en la que nos rodeamos de tanta información (la mayoría sin desbastar ni interpretar), en que la humanidad evoluciona tan deprisa que apenas podemos asimilarlo, la relevancia de nuestras acciones individuales es cada vez menor (¿serán los robots los que, efectivamente, nos releven?). Por ello, los manifiestos se convierten en proclamas de cada persona para sí misma, con lo que dejan de ser manifiestos. La nueva sociedad de la información, del individualismo y del consumismo ha conseguido desligar al ser humano de la conciencia de pertenecer al mismo mundo de los demás, desligarlo de la presencia, no siempre amenazante, del otro. Con ello, actuamos todos como seres autónomos y autosuficientes, porque está mal visto pedir ayuda, consuelo o simplemente conversación a los demás (aunque a veces la necesitamos urgentemente en el maremágnum de la lucha diaria por sobrevivir en la jungla); no, ahora debe resolver uno mismo sus problemas sin contar con nadie, como si estuviese solo en el mundo. Todos estamos solos en el mundo ante las grandes preguntas y todos morimos solos, pero podría ser más confortador compartir la soledad (o la muerte) con los demás. Aún recuerdo cómo mi abuelo me hablaba de las tertulias con sus vecinos en las puertas de las casas hasta altas horas de la noche, cuando se podía dejar la puerta abierta sin ningún miedo. Por desgracia, la llegada de la televisión y el aumento de los robos (la mayoría producidos por el consumo de drogas para huir de una realidad monótona) terminaron por encerrar a la gente en sus casas, donde ahora vive temerosa de todo, aún más atemorizada por las imágenes que escupe la caja tonta, en un estado de ansiedad permanente, aislada de los demás. A pesar de la inutilidad de los manifiestos, consciente de la inutilidad del gesto, manifiesto a mí mismo mi propósito de seguir limpiándome y purgándome con mi escritura, aunque sepa que la literatura no sirve para nada útil (he ahí su mágico poder). ¡Literatura y fútbol!, ¡la inútil belleza de lo inservible!

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Me pregunto cuál es hoy día el espacio de la vida cotidiana. ¿Qué es hoy ser de un sitio o de otro? En la era de la globalización y de las empresas multinacionales, ¿qué significa ser de este barrio o del de más allá? Cuando se borran las diferencias entre provincias, regiones y naciones, cuando las series de televisión españolas calcan el formato de las norteamericanas, cuando solo pequeños datos insignificantes dan cohesión a un determinado país (véase idioma, equipo nacional de fútbol y poco más) y el espacio global es el de la red de redes, los localismos quedan cada vez más como un pequeño reducto de la concepción romántica de la palabra “nación”. ¿Ventajas, si hay alguna, de esa globalización? Pues el reducir al ridículo ideas caducas basadas en atribuir la felicidad máxima a tener un territorio, una lengua, una bandera y un himno gigante y extraño que sean superiores a los de otro cercano espacio opresor, odiado por una antigua historia de enfrentamientos, la cual es a menudo exagerada cuando no directamente inventada. Pienso en esos nacionalismos excluyentes que se destacan por su fanatismo lingüístico y su intolerancia y obcecación con respecto a todo lo que no entre en su limitada visión de embudo estrecho. ¿Ejemplos varios?: añádalos el lector a su gusto. Hay muchos. ¿Inconvenientes? Sí, el otro extremo: el reducir todos los espacios diferentes a uno solo, todos los pensamientos a uno único, a una todas las lenguas. El peligro de anular la diferencia bien entendida y no manipulada, de considerar como único y verdadero lo que diga la sacrosanta caja tonta y su hija, la red de redes de Internet (¿por qué no Interred?). La amenaza de ver en estos medios el único espacio posible, el único foro de esta sociedad enferma de tedio y de crematolatría. Tanto el nacionalismo de boina y bastón como la globalización reducen el mundo a un espacio cerrado que no admite el gris entre dos únicos colores: blanco o negro. Reducen la esencia del ser humano a la posesión de un determinado mapa genético o a la ausencia de neuronas.

Terrible dilema del escritor: esforzarse por querer comunicar a los demás algo que quizá sea entendido de mil maneras diferentes.

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Se produce una inmensa paradoja (otra más) en la condición de todo novelista: el intento de aproximarse al pueblo, base del material de la novela (el intento de hacer una obra popular, como decía Cansinos-Asséns), se enfrenta al deseo del mismo escritor de realizar al mismo tiempo una obra elaborada, formalista, y, por tanto, impopular . Habría también otra paradoja más en el afán del escritor por transmitir ideas dirigidas a un pueblo que no las leerá nunca (se lee más la prensa deportiva en los cafés que preciosas cimas literarias). La lectura de novelas ha sido, y seguirá siendo una actividad minoritaria.

Mi intención de reflejar en mis novelas la “nueva sociedad”, este terrible ciclón que quita de en medio a quien no se aparta de su camino y no se deja arrastrar con él, encuentra un muro en el empleo de una estructura o una expresión complicadas e irreales. La expresión total y libre del escritor en lucha con las convenciones del género novela. Esa dificultad la vio también, como muchas otras, Cervantes: si Sancho habla extraño (con un registro culto que no le corresponde) es porque tiene que hacerlo así en ese momento, obedeciendo la voz de su amo, el héroe de Lepanto. Y, sin embargo, Sancho es entonces tan Sancho como cuando obra a los pies de Rocinante y atufa a su otro amo, el de tinta y papel, en la aventura de los batanes. Sancho es pueblo en ambos casos, aunque al hablar con su mujer lo haga con la voz directa de don Miguel (o de Cide Hamete, delicioso invento del perspectivismo cervantino), aunque la plática de Sancho y Teresa Panza esté traducida a un registro literario (reléase en Quijote, II, 5). De nuevo, la patraña de la literatura, sus trampas, sus falsedades e imposturas, sus realidades inventadas, su irrealidad. ¿Por qué o para qué tanta mentira gozosa, tanta falsedad necesaria, tanta irrealidad en tantas obras y durante tanto tiempo? ¿Qué empuja al hombre a escribir o a leer literatura? Quizás el hecho de que la literatura es producto del fracaso del anhelo de una perfección imposible, y como todo fracaso tiene la belleza de lo marchito, la verdad de todo engaño. Nihil nouum sub solem, nada nuevo bajo el rubio sol que calienta desde hace siglos, bajo la parrilla de San Lorenzo. La literatura no sucumbe a los cambios porque en ella nada cambia en esencia, porque se dirige a cualquier hombre de cualquier época, aunque sea para decir, con nuevas

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palabras, lo que tantos y tantos autores que en el mundo han sido han dicho antes. La vida es una repetición constante de las mismas situaciones (aunque representadas por autores diferentes) y su reflejo, la literatura, es una repetición artística de la repetición que es la vida.

¡Qué inquietudes las del hombre!, ¡qué sentimiento de finitud, ángel de grandes alas encadenado! Hecho de la misma naturaleza que los dioses y reducido al mismo nivel que la piedra del camino con la muerte. ¿Por qué no ser piedra entonces? Sin sentimientos, solo piedras insensibles al mundo y a sus vanidades, apariencias y especies, moléculas unidas sin humores que circulen ni células que piensen. Por otro lado, ¿por qué renunciar a la búsqueda de lo eterno para no ser, para ser solo existencia sin esencia?

¿Qué literatura es auténtica? Si no lo somos las personas, ¿han de serlo los personajes? Incluso en el habla coloquial mezclamos una y otra vez estos dos conceptos, y no digamos en esos programas de cotilleo televisado con señora llorando al fondo, donde se confunden una y otra vez otro tipo de parejas: noticia y hecho, información y morbo, periodismo y rumor, todo adobado con una dicción infame (¡ah!, por favor, señores periodistas -o similares-, VO-CA-LI-CEN).

¿Todo está escrito? ¿Nada nuevo bajo el sol, otra vez, como desde el inicio de los tiempos? Entonces, ¿para qué escribir? Vivir, sí, pero ¿para qué inventar otras vidas tan falsas como ésta, para qué construir un cementerio de palabras? ¿Dejar entonces que, simplemente, la Tierra y el Sol sigan su curso con o sin nosotros, sin plantearnos nada más? Dejarlo así entonces, ¿no? Acabar, enterrar en un cajón lo escrito, olvidarlo para siempre. Al fin y al cabo, ¿quién querría leerlo habiendo fútbol o telenovelas?

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La indiferencia del universo debe ser llenada con palabras, con el verbo, con la idea. Sin verbo no somos nada, sólo un accidente de la naturaleza.

Vivo mi vida sub specie litteraturae, desde el prisma de lo literario. Contemplo un brillo de sol en las cosas, unas hojas moviéndose a causa de una leve brisa, la vida, en fin, en sus más nimias y maravillosas manifestaciones, y lo hago siempre literariamente, con el deseo de comunicar a alguien la emoción provocada, de adornarla con palabras, y de emborronar, en suma, ese instante mágico con una tinta que apenas logra describir la maravilla que es vivir. Y sin embargo, ¡qué vida tan maravillosa transmite la verdadera literatura!, ¡qué falsedad tan verdadera!, ¡qué irrealidad tan profundamente auténtica! Y qué poco leemos. Arrumbamos joyas literarias en aras del culto a la imagen vacua e irrelevante.

He leído hace poco lo siguiente: “La imagen sin mensaje (sin didactismo) como única fuente de información supone un deterioro del pensamiento y de la conciencia en mentes poco cultivadas o formadas -pero también en algunas que lo están-, debido a que la imagen no requiere una reflexión añadida a la misma. Su frialdad, su carencia de contenido ideológico envuelve al individuo, ser pasivo, anulando su capacidad de reacción. Por el contrario, la lectura y la escritura suponen el mismo proceso consciente e individual, proceso en el que se produce una apropiación activa de un contenido intelectual. El de la imagen sin mensaje es únicamente un contenido especular”. Aquellas reflexiones, insertas en un artículo de periódico, me llamaron la atención. Estaba de acuerdo con el autor de aquel texto: la imagen por la imagen (o para la imagen) anula el proceso individual, activo, consciente e intelectual del verbo, de la palabra, del símbolo, infinitamente más ricos en complejidad. La imagen sin mensaje, hija del siglo veinte, termina con la era de Gutenberg, con el papel y la tinta, termina con la reflexión y con la sensibilidad. El espectador pasivo de imágenes se contamina de un mensaje que no tiene apenas trascendencia. Es éste un tiempo de

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hiperinformación audiovisual, la cual llena nuestras vidas con una tecnología superflua que consumimos sin darnos cuenta de lo que esconde en realidad: una desinformación atroz y salvaje. En esta era de Internet, de móviles de cuarta generación, de ordenadores supermegapotentes y de la leche en vinagre, sabemos lo que quieren que sepamos y nada más, mientras nos entretenemos con estos juguetitos de lujo. Pero es un mundo feliz al fin y al cabo. El ocio, hijo de esta cultura que genera toneladas de tedio, nos engancha con sus comodidades, sus colchones de plumas de oca y sus mandos a distancia, estrechando a cada paso nuestro ya limitado ángulo de visión. Se nos olvidan los problemas verdaderamente importantes, los existenciales, en ese afán por tener y no por ser, por ahorrar para consumir y trabajar para ahorrar para consumir, y así hasta el infinito. Vivimos en presente continuo y conjugando los verbos siempre en primera persona, sin vistas al pasado, olvidando que antes la vida era mucho más dura, más resignada, pero mucho más auténtica y humana. Sin radio, sin televisión, sin demás tonterías sin las que hoy seríamos incapaces de vivir, pero una vida más volcada hacia los demás, más natural, más sencilla. El autor de aquel artículo del periódico, un tal Anselmo Puchades, hablaba también en su escrito de la vida actual y de la esclavitud del hombre en la sociedad de consumo: “El nuevo esclavo (a la esclavitud de hogaño la llaman disponibilidad) trabaja en una multinacional catorce horas al día, come en la empresa, tiene dos coches y sobre él la amenaza constante y terrible de la productividad. Esclavo de su empresa, a la que debe dedicarse en cuerpo y alma, en su tiempo libre es hombre a un móvil pegado, trabajador en todo momento de su vida, y todo para recoger una mísera pensión en la que le dan cuatro duros (si no se muere antes de un infarto con cuarenta años). Cuando llega a su casa algún día a comer –si puede hacerlo- se deja alienar por las noticias del fútbol como único consuelo de sus desvelos. Siendo así estas circunstancias, ¿qué fue de la pobre filosofía?, ¿quién reflexiona en este tiempo de materialismo e individualismo canallescos y descarados?” Recuerdo que, mientras leía aquel interesante artículo, en la televisión (a la que no estaba prestando atención) dijo el presentador del telediario de la tarde (en realidad era el presentador de las noticias deportivas, digo..., perdón, futbolísticas). Las palabras mágicas: estas imágenes pueden herir su sensibilidad (¿o no las dijo?), y apareció desde un lejano lugar de Asia la cara destrozada por una bengala de un pobre espectador de un partido de

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fútbol.

Conversación soñada con Don Miguel de Unamuno:

-¿Quién es usted?-Soy Don Miguel de Unamuno, aquí convocado por su escritura, estimado colega. Y creo que tengo suficientes capacidades para hablarle a usted del tema que a ambos nos apasiona: la literatura.-¡Don Miguel!, pero..., ¿usted no estaba muerto?-En cuerpo, solo en cuerpo, hijo mío. Mi alma vaga por el Parnaso y acude en el acto mismo de la lectura de mis escritos.-Pero en este instante yo no estaba leyéndolo a usted.-Sí, me estaba leyendo mentalmente, intentando descifrar mis pensamientos dispersos en mis obras, que sé que ha leído. El hecho de ser usted escritor me ha obligado a acudir a su escritura para hacerle alguna precisión. No es cierto que yo escribiese Cómo se hace una novela por un prurito intelectual únicamente. De haber sido así, no me hubiesen leído más de tres o cuatro personas. Es cierto que algo hay de afán intelectual en la génesis de esa obra, pero del positivo, del razonable, un afán por el culto a la cultura y al progreso humano, y nada de la pedantería cultiparlista de la que a veces usted habla, la cual critica acertadamente.-Bueno, ya que está aquí me encantaría charlar con usted un rato.-Me permiten solo unos minutos de escapada allá arriba (es un Parnaso más estricto de lo imaginado). Con mucho gusto charlaré con usted, pero tendré que hacerlo a partir de lo que ya escribiese en vida.-¿Por qué?-Porque se supone que estoy muerto, querido amigo, y solo a través de mis escritos podría comunicarme con usted en estos momentos.-Pero..., ¿no ha dicho antes algo...?-Sí, he dicho que rechazo esa idea suya del prurito intelectual, pero es lo único que podía decirle. Solo se me permite expresar una idea.-No sé qué es peor: poder escribir una novela entera y no poder comunicarla a nadie, o tener solo la posibilidad de transmitir una única idea, por muy rica que ésta sea.-Hay otra posibilidad mucho peor.-La de no poder escribir ni transmitir nada a nadie, ¿verdad? Ésa es la muerte auténtica, no las ficciones en que usted y yo vivimos (aunque en

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su caso sea una vida solo de sus palabras) y con las que queremos borrar inútilmente esa nefasta situación ciertamente desagradable. Borrar la muerte, pero solo de la mente, no de la realidad, ¿verdad?.-Ya no puedo decirle más, porque he transmitido dos ideas y seré sancionado por ello (un mes sin salir, como en el colegio). ¡Con las ganas que yo tenía de vagar un poco por este valle de lágrimas, aun conociendo la imposibilidad de llenarlo ahora con un mar de palabras, de rellenar el horror vacui, el horror al vacío, con una maraña camaronera de ideas! Pero, ¡oh!..., ya he dicho bastante, más de dos ideas. Dos meses sin salir del Parnaso. Seguiré la conversación con usted a través de mis escritos. Hasta otra ocasión.

El fantasma de don Miguel había aparecido en el duermevela de mi siesta y al momento se marchaba, aumentando las sanciones por su irremediable verborrea y dejándome con la palabra en la boca. En los días siguientes a esa aparición de mi ilustre colega, he releído su obra Cómo se hace una novela. Creo haber percibido un hilo de luz en sus ideas que conecta con las mías. He ahí que he tenido con Unamuno, sumo sacerdote del templo de la inteligencia de Minerva, sapiente búho de Salamanca, el siguiente diálogo basado en los escritos que él nos dejó en dicha novela de una novela: El autor: ¿Puede hacerse realidad, don Miguel, una novela sin personaje y, por tanto, sin acción? Unamuno: “Todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que se satisfaga su curiosidad”. Aut. : ¿Soy yo, como autor, en realidad el personaje, el protagonista único? Una. : “Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es autobiográfico”. (...) ”Todas las criaturas son su creador”. Aut. : La novela es lineal, un tiempo discontinuo, pero la vida, de la que aquélla es inútil reflejo, es continua, repetición circular. ¿No le parece así? Una. : “todas las [novelas] que se hacen (...) en rigor no acaban. Lo acabado, lo perfecto es la muerte, y la vida no puede morirse. El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector; él está ya acabado antes de haberme leído”. (...) “Alguna vez me llego a Urruña, cuyo reló nos dice que todas las horas hieren y la última mata –vulnerant omnes, ultima necat-”. Aut. : Por tanto, el final es el principio y viceversa. Todo es círculo en la vida, pero la novela es una línea que no puede recoger esa simultánea

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presencia de vidas paralelas en continua creación y recreación, ¿no?. Una. : “Y ese nirvana a que los indios se encaminan –y no hay más que el camino- ¿es algo distinto de la oscura vida natal intrauterina, del sueño sin ensueños, pero con inconsciente sentir de vida, de antes del nacimiento, pero después de la concepción?”. Aut. : Es la misma idea que reflejé cuando hice que el protagonista de una vieja e inédita novela mía soñase que moría otra vez para encontrar que, al final de su muerte, llegaba de nuevo su nacimiento. Una misma idea repetida, en otra vuelta a la rueda, por un autor distinto. Y, como todo es círculo en la vida y en la literatura, vuelvo al principio de esta conversación para preguntarle: ¿no deja de ser novela una narración sin acción? Una. : “La acción es contemplativa, la contemplación es activa”. Aut. : Buen juego de palabras, pero creo que aún no ha respondido del todo a mi pregunta. Una. : “Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la vida misma, organismo y no mecanismo. (...) ...no es maquinaria lo que hay que mostrar, sino entrañas palpitantes de vida, calientes de sangre. Y eso se ve fuera”. Aut. : Así que la novela de un novelista tiene menos sentido que la novela convencional (si se puede hablar hoy de convención en este género). Una. : “Esto de levantar tapas de reló se queda para literatos que no son precisamente novelistas”. En este punto dejé la charla con don Miguel. Como en otras muchas cosas, tenía razón.

Como dijo también Unamuno en otro momento, los mejores novelistas no saben lo que han puesto en sus novelas. ¿Cómo, entonces, hacer una novela de algo desconocido? Del siguiente modo: el autor construye su mundo, sus esquemas mentales o gráficos, y escribe al fin, pero lo hace la mayoría de las veces febrilmente, sin percibir del todo el fondo de sus líneas, palabras, comas y borrones. Por ello el crítico, desde la objetividad relativa que aporta la distancia, conoce mejor la obra ajena que el mismo autor de ella.

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Si el ser humano es una unión de genes y símbolos y en ambos conjuntos se da la tradición y la transmutación, la literatura debe ser, como pálido espejo de lo humano, novedad y estatismo a la vez, acción y contemplación. Movamos los sedimentos del agua estancada, aunque solo sea para ver cómo lentamente vuelven los lodos a posarse en el fondo y disfrutemos así del cambio momentáneo que afianza las bases de lo antiguo. El futuro mueve así el pasado y la rueda humana sigue su curso, de nuevo, por siempre, amén.

La Verdad: ¡terrible asunto!

Muy a menudo no puedo evitar plantearme (esta es mi ruina, soy consciente de ello: plantearme cada dos por tres las cosas) el porqué de tanta acción en la novela. Y, sin embargo, diré que como lector me interesan las novelas en que predomina la acción. Una vez oí decir a un conocido escritor que él escribía los libros que realmente había querido leer. De ser esto así, yo seré una excepción a esa afirmación. Mi personalidad de lector disfruta con la intriga novelesca, la multiplicidad de acciones, el heroísmo, el movimiento épico de las batallas. Sin embargo, como autor me aburre escribir una trama lógicamente ordenada con su principio, desarrollo y desenlace, con las convenciones literarias de “y pensó de pronto nuestro héroe...”, del “querido lector” u otras similares. En realidad me gusta mucho Galdós, al que considero un maestro, pero como lector. Como autor prefiero leer, por ejemplo, a Unamuno, aunque reconozco lo árido de sus reflexiones.

Escribo... ¿para qué? Pues para comunicar mis sentimientos, mis deseos... no los de otra persona, no las palabras escritas por una mente extraña a la mía. Cuando necesito otras palabras, acudo a la lectura. Sin embargo, mi yo-lector y mi yo-autor se funden en el acto de la escritura, en el que

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convoco ideas propias y ajenas, explícitas o no, para darles una forma personal. La escritura es, en el fondo, una relectura del fondo de la mente, una reflexión honda acerca de ideas personales cuya base, ya sea original o extraña al autor, las conecta con el continuo universal de la cultura humana. Como autor prefiero la quietud, un quietismo reflexivo que me permite analizar mis pensamientos en el momento de escribirlos. ¿Para qué escribir sobre ajenas acciones ficticias si no lo hago antes primero sobre mis propias y auténticas realidades?

Hace unos años de tantos limpiasillones del poder, que lo mismo vale para un ministerio que para un monasterio o una jaula de monos, ha pasado a la historia de la infamia al aseverar que se encargará de suprimir la Literatura de los planes de estudio de Bachillerato de su zona de acción (¡pobres bachilleres!). Alega el sujeto en cuestión que la Literatura es complicada y que, por tanto, no debe ser impuesta a los sufridos alumnos. No pude evitar pensar, cuando leí la sorprendente noticia, que aquel mandamás pretendía una maniobra de lavado de cerebro que borrase de las nuevas generaciones todo asomo de pensamiento, curiosidad intelectual o espíritu crítico. Me asombré al pensar esto, yo que a veces he pensado que la literatura no sirve para nada útil. ¿No son útiles entonces el pensamiento, la imaginación o la creatividad, todas virtudes desarrolladas por la literatura? ¿Que es difícil o inútil la lectura? Pues se suprime, igual que se han suprimido tantos y tantos valores en aras del progreso o del negocio mercantilista y amoral, en busca de la sacrosanta rentabilidad inmediata. Las Matemáticas son igual de complicadas, pero ésas no se suprimen, pues permiten contar los beneficios económicos. Además, ¿no está ya la televisión? ¿Para qué se quiere tanto libro que nos obliga a estudiar ortografía y a pensar por nosotros mismos –con lo fatigoso que es eso-, aparte del dañino gasto de árboles para fabricar papel? Seamos ecologistas, veamos la televisión, que ya piensa por nosotros. ¡Pues aviados estaremos!

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En el mismo periódico en que leí aquella noticia del literaticidio me encontré días después con un artículo de don Anselmo Puchades, que era presentado como profesor de Estética. De entre sus reflexiones subrayé estas interesantes apreciaciones:

“La sociedad de consumo no deja descansar al hombre: siempre hay que comprar lo último en ordenadores, en máquinas fotográficas, en cepillos de dientes, cafeteras, móviles..., y se nos hace creer que se hacen antiguos en poco tiempo y no nos sirven más (a veces se escachifollan poco tiempo después de la compra), que está caduco el chisme y quien se empeña en conservarlo. Siempre hay una última generación para todo aparato: la última generación en papel higiénico. Y, sin embargo, no nos damos cuenta de que, envueltos en esa montaña de chismes, no los disfrutamos. De que las fotos en blanco y negro son más bonitas que las de color, aunque sean más antiguas en la historia de la técnica. Nos empeñamos en recurrir al correo electrónico desechando la poesía misteriosa de la carta de toda la vida. Colmadas sus necesidades tecnológicas, el hombre de la sociedad mediática vive hoy envuelto en un bombardeo publicitario que afirma que vale más quien más aparatos de última generación tiene (a ser posible con colores chillones y musiquitas raras). (...) Y nos volvemos cada vez más imbéciles mientras los aparatos empiezan a pensar por nosotros: ¿quiere leer? ¿Para qué? La televisión colma las necesidades de imaginación, distracción e información. Además, nos evita tener que estudiar el engorroso alfabeto; pero si usted insiste en estudiar Hortografia, no se ocupe en hacerlo: nuestro estupendo programa de ordenador (para ser más pedante y anglófilo: software) le corrige directamente sus fallos, que dejan así de serlo. Mientras tanto, la mayor parte de la humanidad (que existe, aunque no tengan peso en los telediarios sus problemas) malvive rodeada de miseria, prostitución, guerras eternas olvidadas hace tiempo y corrupciones sin límite para mantener en perfecto estado nuestra preciosa sociedad materialista, en la que nuestro mayor problema es una televisión estropeada (probable causa de suicidio)”.

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Conversación con Puchades (el autor del artículo antedicho) tras un encuentro casual con él:

Hablé con él durante tres o cuatro cafés seguidos. Me pareció en principio un tipo interesante, a pesar de su adicción a la cafeína. Tenía más o menos mi edad y hasta un cierto parecido físico conmigo. Creía haber encontrado a una persona muy parecida a mí en ideas y carácter. Inició la conversación con un discurso demo-ledor: -Hoy se va a lo fácil, querido amigo. No se valora el esfuerzo ni la capacidad de sacrificio, y tampoco se enseña a aceptar la frustración. En realidad, no se valora nada bueno. Esas generaciones de jóvenes que invaden cada fin de semana las calles con sus motos y con sus alcoholes destilados... ¿qué es lo que buscan? Nada. Están viejos ya. Cuando llegan a los veinte años lo han probado todo, legal o ilegal, y ya solo buscan divertirse fastidiando. Mire, no hay nada más peligroso que un aburrido, ¡pero mucho más que un fanático! El fanático tiene un ideal concreto; sabe contra qué lucha y hay un lado que siempre va a respetar. En cambio, el aburrido no respeta nada porque lucha contra todo para divertirse a su manera. -Lo peor es que se favorezca el aburrimiento desde arriba. -Efectivamente, que se favorezca o al menos se consienta. ¿No ha visto usted esas multitudes fanáticas del fútbol, que parecen simios dando voces, que destrozan todo lo que pillan cuando pierde su equipo y a veces también cuando gana? ¿No hay acaso otro entretenimiento que el de ver una pelota maltratada a puntapiés, y a veces también la cabeza de un hincha rival sufriendo los pescozones de los aficionados? -Ha tocado usted un tema clave. -Y tanto. ¿No se ha dado cuenta del bombo que se le da a esos partidos? -Mire, a mí me gusta el fútbol, o, mejor dicho, me gustaba hasta que se convirtió en plato único de todos los días. Considero que el fútbol ha refinado el instinto bélico del ser humano, aunque más que desde una perspectiva antropológica habría que estudiarlo desde su faceta religiosa, como recreo revelado por Dios a los hombres para su redención y la liberación de sus aflicciones. Lo que ocurre es que todo lo bueno, si se abusa de ello, harta. -A mí no me gusta nada el fútbol. Prefiero el elegante y aristocrático juego del lawn-tennis. -¿Del qué? -Perdone la pedantería: del tenis. Bueno, volviendo al tema del fútbol:

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me parece insoportable, igual que a usted, el seguimiento que los medios de comunicación hacen del balompié. Primera noticia: Fulanovich (pronunciado de mil maneras diferentes) se ha partido un pie en un entrenamiento. ¡Dios!, ¡menuda noticia para el futuro del país! ¿Podremos ser felices a partir de ahora? ¿Y qué me dice del despliegue del abanico policial para contener a la masa enfervorizada? ¡Que se fastidien, hombre! Encima el Papá Estado, que no puede resolver todos los desajustes de la sociedad civil, tiene que gastarse dinero para controlar a los cuatro o cinco indocumentados que tiran botellas, monedas o cualquier cosa arrojadiza a lo que se mueva. Se paga a la policía para controlar a los que tiran objetos a la policía. ¡Menuda paradoja! -Y todo porque el seguimiento de las noticias del fútbol se ha convertido en la válvula de escape de las presiones de la sociedad. -Totalmente de acuerdo, y en un mecanismo perfectamente construido para evitar que se piense en otras cosas. -Panem et futbolem. -Amen. Urbi et orbi. ¿Y los papás de esas criaturas?, ¿en qué piensan?, o mejor: ¿en qué pensaban cuando las trajeron al mundo? Me refiero a los padres de esos jóvenes gamberros “botelloneros” (relacionados o no con el fútbol, pues muchos de los que se relacionan con éste sólo están abonados a la violencia). Esos niñatos que sólo piensan en cumplir el lema de sexo, drogas y rock and roll ¡menudos papás tendrán!, ¡menuda educación habrán recibido de ellos! Aquel tipo se iba cargando por momentos. Su cara empezó a tomar diversas tonalidades rosáceas hasta adquirir un rojo violento. Estaba totalmente exaltado. Me di cuenta de que era una de esas personas que empieza a conversar contigo y luego te roba la palabra a perpetuidad, para convertir el diálogo en monólogo, sin que te deje meter una sola cuña, todo para comunicar su única y verdadera verdad, a pesar de todo muy certera en algunos aspectos. Me molestan las personas así, por lo que, simulando un compromiso que había olvidado, me deslicé por la silla en busca de la salida al tiempo que me despedía apresuradamente de aquel personaje. Cuando salía de la cafetería lo miré de reojo y vi que su cara estaba más roja que nunca, quizá azorado al comprobar lo silencioso del local al haber cesado de alzar la voz.

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La agresión publicitaria llega a extremos insospechados: el otro día me despertó de la siesta una amable señorita que me gritó las ventajas de una conexión a Internet baratísssima. Le contesté que pensaba recopilar firmas para llevar al Parlamento un Proyecto de Ley que impidiera llamar a un domicilio particular, excepto casos debidamente justificados, entre las cuatro y las seis de la tarde (y nunca en el caso de este maldito Tele-urge).

La juventud –iba yo pienso a veces en mis paseos mientras me cruzo con varios impúberes que cargan con bolsas de licores varios en dirección hacia el ocaso- tiene que salir, divertirse, comunicarse, relacionarse. El problema es hablar de la juventud en general. Hay jóvenes y jóvenas (lo juro, lo he leído así en un texto que aún conservo). Sí, es verdad que los jóvenes de hoy son bastante apáticos, pasotas de todo, pero es que esta sociedad tampoco les da muchas alternativas: cásate (mínimo: 30 años), pon un piso (mínimo: 30 kilos), consigue un buen trabajo (que te esclavice), ten varios hijos (tiempo diario para educarlos: _¿?_), sé feliz (compra, compra, compra) y muérete a gusto al final (“no sin antes contratar nuestro magnífico plan de pensiones”). Con este plan, ¿quién quiere independizarse y adquirir responsabilidades? Es mejor continuar alienándose felizmente por la sociedad mediática, consumista y futbolera.

Hace unos días, en una conversación con un taxista de los de antes (los de hoy apenas conservan conversación) sobre los macro-botellones, me di cuenta de que, por desgracia, hoy está muy extendido el tipo del radical. Aquel taxista tenía una visión estrecha del mundo, un hartazgo soberano, un “estoy ya hasta lo que dijimos”. La conversación del taxista me hizo reflexionar acerca de las actitudes extremas a las que lleva este mundo al revés: “El sábado se suben dos muchachas a las cinco de la mañana. Veo que una de ellas hace amago de vomitar. Le digo de buenas maneras que baje del coche para hacerlo fuera, y la niñata va y me dice: hijoputa, me estás insultando. La bajé a rastras del coche y le di un bofetón, el que no supo, o

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no pudo o no quiso darle a tiempo su padre”. La sociedad se ha disgregado ya definitivamente, pensé mientras en el semáforo, al lado del taxi, paraba un coche fúnebre.

Escribir cuesta trabajo, pero quizás sea la actividad con la que más disfruto, ya que con ella proyecto mi ser al exterior. Por eso vuelvo una y otra vez a escribir, me engancho a las palabras como al pecho de una madre que me nutre, me reinventa y me dota de alma mágica. Lo maravilloso de la escritura es que puedo ser en ella yo en mi máxima expresión o inventarme de nuevo como personaje de otra vida. Claro que esto último supone mentir, pero ¿acaso no es toda esta república de viento una absurda mentira?

¡La palabra!, mágico sustituto de la realidad, a veces gloria, a veces miseria del escritor que pule una y otra vez, con esfuerzo, su obra. Escribir cuesta trabajo, sí, mucho trabajo. A veces salen las palabras a borbotones, anhelantes, precipitadas, risueñas, deseosas de comunicar, pero otras se esconden en los pliegues del cerebro recelosas, huidizas, indiferentes al esfuerzo de quien las busca.

No creo en la Verdad con mayúsculas. La realidad es “poliédrica”, multiforme, como un conjunto de espejos superpuestos sobre un mar de reflejos. Solo existe para mí “mi” verdad, la que yo entiendo y percibo, pero ni siquiera ésa es fija. Es mutable, sujeta al error, a lo voluble y lo limitado de mi condición, a la fugacidad de mi materia. Mi verdad no es fija y no es eterna, y por lo tanto afirmo que no existe de forma permanente.

Todo escritor debe cultivar el humor, buscar debajo de los guijarros argumentos graciosos y chistes que hagan más fluida la lectura de su obra. La risa es una salida decorosa del tedio.

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“La grandeza de un escritor -dice mi amigo José María Jurado- no consiste en publicar, sino en seguir escribiendo”. Coincido plenamente con él.

El tiempo a veces establece silencios prolongados en la literatura y en la vida. En muchas ocasiones, en la escritura, que es por naturaleza lineal, un solo punto y seguido esconde una pausa de meses, de sequía creativa que, a su término, obliga a releer lo anterior, quizá a rehacerlo, muchas veces a desecharlo. En una misma cuartilla tintas de distinto color señalan momentos diferentes en la vida del autor y, por tanto, en su literatura.

Vida y Literatura..., ¡temas tan próximos y a la vez tan extraños! ¿Cuál influye en cuál?, ¿dónde se halla el soplo original? Vivimos hoy tan deprisa, con tanta urgencia, que consumimos literatura igual que esa hamburguesa que mata nuestra hambre, una literatura light para el autobús o el metro, hecha de retales, sin sustancia, sin vida, porque en ella no priman los silencios sino el ruido, no lo callado del vivir y del pensar, sino los fogonazos y los fuegos artificiales, los cuales son producto de la prisa y del deseo de hacer un producto (horrenda palabra) de consumo inmediato. Hoy cualquiera es escritor, basta con ser mínimamente conocido por culpa de la televisión, ese destello de imágenes artificiales en el que vivimos. Componemos miles de millones de palabras al día, leemos las palabras de nuestra tribu en un número infinito de veces..., pero apenas aprehendemos la palabra mágica, el rito de la Literatura con mayúsculas, sublime expresión de lo más profundamente humano. Preferimos llenar nuestras vidas de palabras como globalización, perfil o dinamizar, todas muy in, muy light y muy politically correct, pero vacías de alma y horribles en su forma. Son también palabras para consumir rápidamente, como las vidas de esos personajes de farándula que pululan por la pantalla de nuestro televisor. ¡Ellos son los verdaderos héroes de hoy en día y no

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los trasnochados personajes de antiguos novelones que nadie, salvo tres o cuatro despistados, leemos con fervor en nuestro círculo secreto! ¿A qué tanto mio Cid o Belianís, a qué marqueses de Bradomín? ¡Si ahí tenemos a ese ejemplo, a ese moderno modelo de amadores, Fulano Pascual, conocido en el orbe mundial y alrededores! ¿Fulano Pascual?, ¿que no sabes quién es? ¡Pero si está todos los días en televisión! Mira que no saber quién es... ¡Tú eres un inculto, hombre! -Pero..., ¿qué ha hecho para ser famoso? -Ah, pues..., salir en televisión. ¿Te parece poco? Antes los famosos ya lo eran antes de salir en televisión, pero hoy la televisión decide quién es famoso y quién no vale un duro para que se hable de él/ella en todos lares. Modelo de virtudes también es Mengana Zotal, operada tres veces para ponerse más pecho ya a sus tiernos dieciséis añitos, cuyo novio o compañero sentimental (más bien compañero de catre) es un ex de Pascualín, el empleado de la finca urbana (antes portero) de Mariflor Peñafiel..., sí, hombre, sí, la que canta tan... (No sabe decirse si bien o mal, porque si sale en televisión se supone que debe cantar bien. Pues no).

Hace poco asistí a una conferencia sobre Medicina moderna. El orador afirmaba que múltiples estudios científicos certifican, de manera invariable, que la asociación estímulo-respuesta está en la base de la información sobre la salud. Esta idea del estímulo-respuesta antes la estudiaba el Conductismo (recuérdese al can de Pavlov), modelo de explicación del mundo hoy desterrado en varias ramas del saber como la Psicología o la Pedagogía –según el conferenciante-. Éste ponía el ejemplo de una pequeña comunidad del estado norteamericano de Wisconsin en la que a sus habitantes se les había enseñado a practicar una traqueotomía. Bien, pues cuando tuvieron que poner en práctica sus conocimientos sobre dicha técnica en una situación real de emergencia, nadie supo o nadie se atrevió a hacerlo, pero al llamar al servicio de emergencia supieron pronunciar correctamente la palabra dichosa. ¿Tiene esto que ver con la televisión? Me temo que el lector algo despistado estará algo despistado. Pues sí: la relación estímulo-respuesta está en la base de la evolución humana –pensé yo mientras escuchaba a

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aquel señor bajito, calvo y con gafas, como suelen serlo el noventa por ciento de los conferenciantes-. Así es. Estimule usted adecuadamente a un primate y será capaz de hacer que éste conozca el significado de un millar de palabras. En cambio, atonte a la plebe con millones de imágenes vanas y de discursos vacíos y obtendrá una hermosísima población de simios adocenados que serán fácilmente manipulables y alienables.

Extracto de la transcripción de un debate televisado acerca del derecho de cada uno a vestir como le dé la real gana y quiera (horario de máxima audiencia):

PRESENTADOR: Y tú, Yolanda Desiré, ¿por qué crees que la gente te mira por la calle?YOLANDA DESIRÉ: No sé (responde oculta tras un poncho mexicano de mil colores chillones)CRISTIAN: Pues a mí me da igual la gente, tía, ¿sabes? Yo visto como me sale de ahí, ¿sabes? Y además, que les den a los demás, ¿sabes?YOLANDA DESIRÉ: Pues mira, tío (alzando la voz): yo visto como me da la gana y no tengo que insultar a nadie. Además, ¡estás horroroso con ese piercing!CRISTIAN: ¡Oye, tía! ¡No me grites!, ¿sabes?YOLANDA DESIRÉ: ¡No grites tú, tío!

[Dos horas después]

CRISTIAN: ¡Vete a la mierda, tía!, ¿sabes?YOLANDA DESIRÉ: ¡Pues anda que tú...!

Sirva este interesante coloquio de ejemplo de la gran profundidad a la que llega la televisión cuando trata temas de tamaña importancia metafísica. Y con estos discursitos se pasa el tiempo y se forman generaciones enteras de espectadores/as lobotomizados/as, cuya máxima y errónea aspiración es convertirse en el imbécil con suerte que vende su vida, imagen y dignidad por algo tan burdo como el dinero.

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Pero, ¿qué diremos de los futbolistas, esos nuevos gladiadores, esos modernos infanzones que, desde cunas humildes escalaron la cumbre de la fama a lomos del dorado metal? Sus hazañas son hoy ejemplos de costumbres para las nuevas hornadas de jóvenes. Los bardos que ensalzan sus gestas, esos locutores que tanto éxito tienen (aunque no entre los académicos de la Lengua, desde luego) escriben, sobre la base del viejo verso heroico, la historia inmortal de la batalla del balón. Veamos este fragmento del Cantar del Mundial:

Allí habló Pepín, bien oiréis lo que dijo:-Si tú me tiras del pelo, yo te tiro del p..., pero ¿qué se puede hablar de fútbol que no sea dentro de los noventa minutos de cada partido? A tenor de lo que vemos cada día, se puede hablar mucho y en serio. Existe incluso una Filosofía del Fútbol, con sus catedráticos y todo, los cuales acuñan máximas universales como: el fútbol es así, en el campo son once contra once, el que perdona pierde, a veces entra la pelotita y otras no, y otras perlas del mismo estilo. Las crónicas futbolísticas se hinchan de epítetos épicos, de verbos de lucha y combate, de guerreros o cronistas -juglares- a pie de césped o a pie de campo (aún no he escuchado a pie de árbitro, pero todo se andará). Ésa es la verdadera literatura de hoy, la de los campos de fútbol donde, cada domingo, una vocinglera multitud intenta acallar a voz en grito el vacío existencial del ser. Sí, existe una filosofía del fútbol: es el deporte en su máxima expresión, un juego de contrarios que disponen el ataque, organizan la defensa y luchan denodadamente por solo una metáfora, una imagen, un leve rastro de aire dibujado por una pelota que es eterno rostro de la vanidad de los afanes mundanos. Al final, como cada domingo, el olor a habanos y a pipas rancias apenas disimula el hondo caos, el vacío sin fondo y sin límite de la portería desolada.

A veces imagino algún programa televisivo de ésos convertido en tertulia

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sobre el asunto del vacío existencial: “-Señor Pérez, ¿usted ha sentido alguna vez el vacío existencial permanente?

-Sí, no pasa un lunes sin que no lo sufra; creo en esos momentos que soy apenas nada, una mota de polvo en medio de un huracán.-Pues yo a menudo sueño que voy andando por la calle en medio de una tormenta, pensando en mis cosas debajo del paraguas. A medida que me acerco a un árbol joven y vigoroso, crece la intensidad del temporal de viento. Cuando llego a la altura del árbol, un rayo lo alcanza y una de sus ramas se parte y me cae encima, matándome en el acto. Hay entonces dos posibilidades:

A)Que los pensamientos que traía queden bruscamente interrumpidos, con lo que no habrán tenido éstos ni principio ni objeto.

B)Que mi vida entera hasta ese momento no haya tenido ni principio ni objeto, por lo que pregunto: ¿he existido hasta entonces? Si al fin y al cabo me encontraré con la muerte en mi camino: ¿mi existencia de ahora tiene principio o finalidad?

-Habría una tercera posibilidad.-¿Cuál?-Que exista Dios.-Entonces me tomaré gustosamente un café con Él esa misma tarde comentándole mis pensamientos. Claro que, hasta entonces, me habré amargado con tanto V.E.P.”

Sí, la pregunta sobre el V.E.P. (Vacío Existencial Permanente) deberíamos hacérnosla todos los días: “-Oye, Pepe: ¿te has terminado el café?, ¿todavía tienes el V.E.P.?; -No, ¡qué va!, ahora tengo el V.E.T. (Vacío Existencial Transitorio), con su carga de aleteo artístico”.

La gente sigue teniendo el V.E., pero hoy se debe a motivos cada vez más vulgares (por no tener suficientes dineros, por no poder juntar para comprarse un segundo coche...), y todo esto inutiliza el acto supremo de la ceremonia literaria: ya la literatura no sirve (si es que ha servido alguna vez) porque hasta ayer ésta era algo atroz que nos obligaba a pensar e imaginar por nosotros mismos, ¡qué horror! Nuestro mio Cid es el nuevo crack de tal equipo del que se nos cuenta su vida e miraclos. Los niños no saben quién fue Julio Verne pero sí reconocen sus personajes en los

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dibujos animados, a la vez que Romeo y Julieta se casan en las teleseries inutilizando aquel maravilloso acto creativo del genial William Shakespeare, alias Chespir, el final trágico de la tragedia por antonomasia. La literatura, ese sueño del sueño que es la vida (como esos sueños en los que soñamos que soñamos) tiene los días señaladitos con chips de silicio y megaherzios de espanto, con sonido Dolbi-KETKGAS y la leche en vinagre. El bonito que se sienta hoy dos horas seguidas a leer un legajo o está loco o le falta poco para el cruce de cables.

La destrucción de la cultura libresca confirma mi teoría, que sustenta gran parte de lo que escribo, la cual tiene gran culpa de que lo haga: estamos en la vía de salida hacia una nueva Edad Media, debido no solo al auge de la cultura audiovisual, que no tiene la fuerza ni el empuje ideológico de las palabras, por mucho que citen la estúpida frase de la imagen que vale más que mil palabras, sino también a que las nuevas generaciones han perdido aquello que debería ser consustancial a la naturaleza humana, un sentimiento que nos ha acompañado desde nuestros primeros pasos bípedos: el miedo. Si hacemos una Historia del miedo (apasionante tema) veremos que son múltiples los temores que han acompañado a la humanidad desde que dejó de colgarse de los árboles:

28.000 a.C.; Neander Tal (actual Alemania): Hnug teme el frío, la llegada de la noche, el ataque del tigre de largos colmillos, la Ley y la muerte.1.100 d. C.; Amsterdam (Holanda): Hans teme el frío, la llegada de la noche, la peste, las malas cosechas, la Ley y la muerte.1.790 d.C.; Cáceres (España): Don Sebastián de Zúñiga Mengod teme la llegada del frío, la llegada de la noche y que se termine el tabaco de su pipa. Por supuesto, teme la muerte y la Ley.2.013 d.C. (en cualquier lugar): Jonathan no teme nada ni a nadie. Su padre, en cambio, teme que niñatos como el suyo se lo lleven por delante con sus motos que invaden las aceras o que le peguen una puñalada por cuatro euros (u otro tipo de moneda) y lo dejen en el sitio. En la generación que va de don José a Pepito, del usted al tú, se perdió el miedo. Es el regreso a la barbarie medieval: la salida lógica de la democracia mal entendida es, de nuevo, el clasismo (antes feudalismo). La religión nos mantuvo durante mucho tiempo como ángeles puros bajo

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la infernal idea del pecado. Antes de que Nietzsche certificase la defunción de Dios, habíamos dejado de tener miedo a las leyes divinas y empezado a perderlo por las humanas. Pero sin miedo estamos perdidos. Los nuevos bárbaros avanzarán implacables con sus huestes para terminar de destruir los cimientos de nuestros foros. Lo peor de todo es que los bárbaros (significa extranjeros en griego) somos nosotros mismos. En la Edad Media había menos información, la cual era privilegio de unos pocos; hoy la información (la cultura) es de todos, pero pocos son capaces de valorarla y apreciarla. Sin formación, la información es paja inútil.

En un canal emiten un partido de fútbol de tercera división intrascendente. Pienso, mientras observo las imágenes del combate (uno no puede dejar la mente quieta ni siquiera viendo la televisión) que la batalla del lenguaje está definitivamente perdida. En un momento determinado, un tal Chiqui II (nombre de can) cabecea a gol el impresionante centro (así lo describe el cronista, igual que si fuera una obra de arte) de Pepín el del Sadar, quien había previamente realizado un impresionante regate al lateral derecho del equipo enemigo. ¡Éstas son las gestas que ahora se cantan! Quizás habría que revisar los géneros literarios en la actualidad:

1. Poesía:

1.1. Épica: retransmisión de un partido de fútbol.

1.2. Lírica: programa televisivo de realiti chou y pañuelo incluido por la pena que dan estos casos verídicos.

2. Teatro:

2.1. Drama: el morbo de los sucesos del telediario (antes parte).

2.2. Comedia: anuncios “graciosos” que sacralizan el consumismo.

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2.3. Tragicomedia: desfile de famosillos por televisión.

3. Narrativa. Crónicas de sucesos luctuosos o banales que llenan el vacío de las noticias importantes que no existen. El subgénero narrativo más habitual es el costumbrismo zafio.

¿Y la Literatura como tema? Pero, ¿qué tipo de literatura? No hablemos de esa literatura adocenada y barata que entra en la mercadotecnia y el mercantilismo más mercantilista. No existe una cosa más triste que un libro con un código de barras en la contraportada, etiquetado igual que otro producto más del híper, en la misma cesta de las alitas de pollo o del papel higiénico. Abomino de una literatura únicamente atenta, desde su propia naturaleza, a las leyes del mercado, al marketing y a la venta al por mayor, rechazo el premio-patraña y la imagen literaria del escritor bohemio, falsa careta que esconde una cuenta corriente inflada de millones. Adoro, en cambio, la que Enrique Vila-Matas en Bartleby y compañía (Anagrama, Narrativas hispánicas) denomina “literatura del No”, la de la renuncia a las falsas apariencias literarias o vividas, el no del creador que considera que el silencio de la escritura es una opción mucho más coherente y menos desgarradora que la condena de la escritura. ¿Cómo responder a una sociedad que me anula? Pues sencillamente anulando mi respuesta a esa sociedad, con lo que ésta queda por debajo. Sin embargo, en mí hay un escritor que ahoga a veces al lector, o viceversa, y cada uno tiene sus gustos diferentes: como lector me gusta conocer la literatura o los autores del No (alternando su lectura con la de autores del Sí: No-Sí-No..., esto parece el deshojar de la margarita); en cambio, como escritor debo decir Sí a la escritura, aunque sea un Sí agónico, febril, amargado en ocasiones.

Adoro la literatura mágica y hermética, la literatura antiheroica que se

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inicia con los románticos. La buena literatura de la modernidad o posmodernidad es, por definición, antiheroica, descreída, escéptica, igual que el mundo en que surge. Por eso han ganado terreno también los medios audiovisuales: con sus héroes de milésima de segundo, sus efectos especiales y sus sonidos estridentes cubren la necesidad de historias ajenas, añejas o no, que tenemos todos los seres humanos (ahora se dice personas humanas). La buena literatura hace tiempo que dejó de creer en los héroes, pues los tiempos dejaron de ser épicos. La palabra, que es sabia por su antigüedad, se ha vuelto escéptica ante las barbaries que ha descrito y la imagen, prácticamente recién inventada, conserva aún una pura inocencia que logra emocionar. Aparte de que llega más al espectador por el escaso esfuerzo que suele requerir su contemplación. La idea, muy antigua por otra parte, de que todo está ya descubierto o inventado, de que lo nuevo solo lo es en la apariencia, en la forma, tiene también gran parte de culpa de este desengaño de la palabra. La vida y su reflejo, la literatura, son repetición constante, de ahí la sensación de reiterar una y otra vez algo vivido o escrito antes, sin poder escapar de un círculo viciado. Los franceses llaman déjà vu (lo ya visto) a esa sensación de vivir algo que se cree haber vivido antes, aunque se sepa con seguridad que no ha sido así. El déjà vu es una grieta en la arquitectura del sueño de la vida. Nos demuestra que hay resquicios ocultos de la vida por los cuales nos damos cuenta de la irrealidad de lo presuntamente real, de la mentira de los sentidos. Es la falsa sensación de haber vivido todas las vidas. La literatura queda entonces como algo ya visto, ya vivido, ya leído, por lo que pasa a acumular polvo en estantes olvidados.

En estos tiempos también se pierde la importancia de la forma o de las formas, y cuando la forma deja de tener importancia, cuando es lo mismo escribir hombre con o sin hache, con o sin be, entonces perdemos el significado que ocultan las letras. Pero hemos de seguir escribiendo, aunque nos invadan los bárbaros con sus lenguas rudimentarias y sus cerebros atrofiados por imágenes vanas y sin sentido. No podemos renunciar a la palabra escrita, aunque cada vez sea menor su influencia, aunque avance sin descanso por las llanuras de la desidia la lengua oral de los hombres sin civilizar. Un pueblo que abandona el uso y el gusto de la escritura retrocede miles de años atrás en

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la evolución humana. Igual que en la Edad Media algunos monasterios preservaron la llama del saber, debemos los escritores y todos aquellos profesionales relacionados con la comunicación en general cultivar estas flores de cultura que son los libros (no solamente regándolos, sino también plantando esquejes y haciendo injertos por doquier), a pesar de que algún milenio de los que han de venir quede arrasado nuestro jardín por la negligencia, el desinterés o la inquina.

Hace unos días estaba un servidor escuchando una tertulia radiofónica en la que se discutía si las grandes superficies comerciales (los grandes templos del hombre de hoy, como bien nos cuenta Saramago) pueden abrir veinticuatro horas al día durante todo el año. Pues bien: un oyente llamó al programa defendiendo esta apertura sin límites, alegando que “hay que racionalizar las estructuras económicas, puesto que las pequeñas empresas resultan inflacionistas”. Es decir, en cristiano, que como hay que abaratar costes, pues que se demuelan las tiendas de toda la vida con sus dueños dentro si es posible. Eso que se lo digan si pueden a Mariano, el dependiente de toda la vida de la ferretería de mi calle, con más de cuarenta años trabajando allí. Verán lo que les contesta: ******** (irreproducible). Me pregunto qué literatura frecuentará aquel tipo de la radio: más bien ninguna, porque ésta será para él una inútil pérdida de tiempo, al tener una agenda tan ocupada y racionalizada. Aunque quizás me equivoque y sí se ocupe de leer lo último del mercado, aquel libro de allí, señorita, sí, el primero de esa lista, sin tener ni pajolera idea de lo que está comprando. O peor, quizás sea uno de esos tipos que compra los libros por metro cuadrado y/o por el color del lomo, para que queden muy bonitos al lado del jarrón cerámico horroroso de la tía Perica, claro que es un compromiso, oye, que luego ella viene mucho a casa y si resulta que no está el jarrón... y claro, los libros lo disimulan un poco.

¿Y en Arte? Lo mismo de lo mismo. A cualquier mosca estampada contra un gran lienzo blanco la llaman hoy obra de arte. Hoy aparecen en las

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enciclopedias los vulgares cuadros de Van Gogh al lado del diseño futurista, minimalista y a la vez cándidamente exhibicionista de una silla de diseño de Mattita Rivelles. El artista total (humanista, artesano, filósofo...) ha sido reemplazado por el diseñador de moscas o por los autores de graffiti (el arte urbano de hoy en día). En realidad, obra de arte es también ese traje del diseñador Tal, las gafas de diseño de Fulano Pascual o la falda de piel de leopardo imitación de Mengana Zotal, que luce nueva talla de pecho, ¿no te has enterado?, tú eres un inculto, hijo. Pasa lo mismo con la palabra cultura, oye: hoy se hiperutiliza para todo (todo es hoy hiper...- o super...- lo que sea). Se habla de “la cultura del fútbol”, de “la cultura de la tapa” o ”la cultura de la aceituna sin hueso”. Todo es hoy cultura, hasta la mosca aplastada en el lienzo. Por cierto, ¿cuándo morirá el último humanista? Cada vez que fallece algún ilustre prócer de los de antes lo quieren definir con esa etiqueta. ¿Es que el Humanismo aún no ha muerto del todo? Eso demostraría que aún hay esperanzas, que no todo está perdido.

“La desmitificación del arte en el siglo XX (se empezó por escribir la palabra en minúsculas) ha producido efectos dañinos en la cultura moderna. La ruptura producida por las Vanguardias supuso una liberación positiva de las formas artísticas tradicionales, cerradas durante siglos a la innovación. Sin embargo, esa liberación ha sido mal entendida en algunos casos o aviesamente utilizada en otros, con lo que el resultado ha sido que todo valga lo mismo en arte. Pensamos, por el contrario, que en el Arte no todo debe tener la misma valía, pues éste debe ser el reducto de los mitos, las imaginaciones, los sueños, las fantasías y los temores del hombre. Aun concediendo que por definición el arte puede no tener trascendencia (que ya es conceder), sí es cierto que debe ser excelso, sublime. No debe tener como aspiración ser vendido en ristras de fotocopias, comprado con un carrito de supermercado o ser degradado por un presunto afán rupturista e innovador que esconde la cara más dura que pueda imaginarse. Vale, de acuerdo, usted piense que la Venus de Milo obedece a un concepto caduco del arte y de relación entre artista y sociedad, pero intente, si puede, imitarla y a partir de ahí hablaremos. ¿Por qué Picasso es un genio? Pues porque con dieciocho años pintaba igual que Velázquez en una época totalmente distinta y porque hizo evolucionar su obra acorde con su

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tiempo. A partir de él abundaron los malos imitadores del malagueño y escasos artistas ilustres. Cierto es que nosotros no somos especialistas para establecer ningún canon de excelencia (los que lo intentan hoy en literatura o en cualquier otro campo son atacados por todos lados), pero es verdad que tiene que haber una diferencia entre la obra de Picasso y los experimentos neo-experimentalistas que aúnan materia y espíritu, densidad y color, en una suerte de Neo-Renacimiento de la traza y la forma, del lujo y de la letra, del sabor y de la esticomitia (así describía un crítico de arte una reciente instalación –así llaman ahora a algunas obras- consistente en un carrito de la compra con una bombona de butano dentro). Lo mejor es muchas veces la crónica que lo que ésta describe. El artista moderno suele afirmar en sus declaraciones que busca llamar la atención del espectador, en un afán rupturista y rompedor. Pues no, mire usted, al espectador le llama la atención su obra, pero para no volver a verla más. Si tiene algo que decir, dígalo de verdad con su arte sin necesitar de un título revelador o de un crítico amigo, pero, por favor, no nos haga ver lo que no está puesto y, sobre todo, no nos tome el pelo pretendiendo hacer pasar por arte el diseño vanguardista de una mierda de artista. Por otro lado, no todos podemos ser artistas ni creernos que podemos apreciar el arte. La sociedad de consumo aplicada al Arte supone la decadencia de la civilización occidental”. Estas palabras que incluyo aquí las leí hace poco en un Manifiesto por un Arte sublime que algunos intelectuales dejaron caer entre las páginas del periódico que suelo comprar y a veces leer. Dicho manifiesto criticaba las consecuencias del acceso generalizado de las masas a la cultura (se habla de la cultura de masas) y la conversión de ésta en producto comercial, algo que ya había yo comprobado en mi visita a varios museos famosos. En ellos los turistas japoneses, alemanes, españoles o filipinos contemplaban los cuadros de Van Gogh, Goya, Rembrandt o Picasso con el mismo interés con que luego admiraban el espectáculo de cabaré nocturno o los verdes chillones de los sofás de escay de una hamburguesería. Recuerdo que una tarde de verano de hace algunos años, en un atestado museo parisino, un grupo numeroso de desorientados turistas (que no viajeros) se fijaba en los detalles microscópicos de las pinceladas de una impresionante colección de cuadros impresionistas a un centímetro de los lienzos. Pero, ¿es que nadie les había explicado que había que contemplarlos a distancia? El Manifiesto continuaba así: “El acceso masivo al estado de bienestar

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(¿bienestar para quién?) ha frivolizado el arte. Ya habló Ortega de la rebelión de las masas, sin que nadie en su época pareciera entender su idea, acusándolo de reaccionario (hoy también se lo acusa –también a los que se atreven a citarlo- de ése y de peores pecados). Quizás también nos acusen a nosotros de lo mismo, por lo que, adelantándonos a cualquier malentendido, decimos que creemos en la aristocracia del gusto y del esfuerzo; rechazamos la selección natural por el origen tanto como la abominable universalización de la espuria idea del aquí todo el mundo vale”. Me gustaba aquel escrito por varias razones: 1ª. La palabra manifiesto no la había leído o escuchado en mucho tiempo referida a cuestiones culturales, casi reducida en la actualidad al ámbito del famoseo. 2ª. Se hablaba en él de la revalorización del arte, masacrado por una falsa o interesada lectura del impulso renovador de las vanguardias de principios de siglo y por una comercialización atroz (pasa igual que en el mercado literario: la rapidez que impone el implacable contrato acaba con la excelencia). y 3ª. Por esta oración: “Arte y Literatura no tienen valor práctico, pero sí trascendente, no evaluable desde presupuestos exclusivamente comerciales”. Esta idea me hizo volver a pensar en que no todo el mundo puede valorar o apreciar estas dos disciplinas, tan denostadas últimamente, a pesar del acceso masivo a las mismas. Por otra parte, pensé, ¿qué valor tiene entonces el Arte en una sociedad materialista como la nuestra, en la que Van Gogh es más conocido, a pesar de su grandísimo arte, como el autor del cuadro más caro de la historia? [Paradoja: murió sin un céntimo en el bolsillo]. Me pareció interesante que un grupo de artistas y escritores reclamasen aún, en esta época individualista, el valor del Arte. Un rayo débil de optimismo traspasó mi corazón, escéptico y pesimista por naturaleza, aunque la herida fue tremenda cuando descubrí, tras las firmas de sus autores, el logotipo de una conocida empresa de refrescos que promocionaba el documento. Mi débil gozo en un oscuro y profundo pozo. Se criticaba la mercantilización del arte y la literatura desde el propio mercado. ¡Menudo chasco (o asco)!

En realidad, del único tema del que un escritor puede hablar es de la vida

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en general y sus accidentes en particular. La vida..., todo aquello que no es literatura. Son procesos parecidos en mi mente Vida y Literatura: cuando vivo escribo mentalmente mis vivencias, y cuando escribo degusto intensamente la vida en su esencialidad, en el néctar falseado y denso de mis sensaciones, el cual es producido por las palabras con las que me embriago. O sea, si solo puedo hablar de la vida (nada más y nada menos), que es algo ajeno a mi literatura, únicamente me quedan dos opciones (manía disyuntiva la mía): A). Escribir sobre la inefabilidad de las experiencias mundanas vividas por mí (si definimos lo inefable como experiencia que no se puede transmitir, en el sentido de hacer sentir). B). El No del escritor. Otra tercera opción es la que hasta ahora sigo: seguir escribiendo aunque sepa, como mi protagonista, que no tiene ningún sentido hacerlo. Lo demás, como dice Shakespeare, es silencio, es la nada o el No a todo (a veces van unidos el No a escribir y el No a vivir). Pero, ¿por qué los seres humanos nos empeñamos en rellenar anaqueles de librerías, casas y bibliotecas con libros y más libros en una cadena interminable desde hace siglos?, ¿por qué o para qué esta biblioteca de Babel que recorre los siglos? ¿Por qué tantas palabras? Quizá la respuesta correcta sea la misma que la de aquel escalador al que le preguntaron por qué subía tantas montañas: “porque están ahí”.

En esta época audiovisual, escéptica y pesimista acerca de la bondad del hombre hemos olvidado el poder del lenguaje. Es cierta esa vieja idea (como todas) de que es imposible reflejar realmente pensamientos y sentimientos totalmente personales en un instrumento de todos, darle nombre exacto a las cosas; sin embargo, aún nos queda una revolución pendiente: la de la palabra. No podemos renunciar a esa revolución, pues de lo contrario renunciaríamos a ser humanos. A veces desecho yo también el contacto cercano de la palabra amiga o me cruzo con alguien en el ascensor que apenas masculla un en o un ag, lengua de bárbaros que intenta imitar el antiguo hola (no hablemos del arcaísmo buenos días) sin ni siquiera mirarme a los ojos. Antes me enfurecía, me quemaba por dentro, pero ya no más. Dejé hace tiempo de

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confiar en la naturaleza bondadosa y amable (“susceptible de ser amado”) del hombre contemporáneo. El imperio de la prisa y el salvajismo del mundo del trabajo nos anulan y nos desquician, acabando con siglos de civilización en los que nuestra especie se definía por el contacto (no siempre bondadoso, por supuesto, pero contacto al fin y al cabo) con el otro. Puedo llegar a entender que lo único que el ciudadano medio desee después de un largo día de faenas sea atontarse con las desventuras de cuatro o cinco indocumentados que no saben hacer otra cosa que salir en televisión, y que no quiera saber nada de libros, películas, obras teatrales o programas realmente interesantes que le hagan pensar en el mundo que lo rodea.

El amor hacia los demás y la amabilidad viven hoy sus horas más bajas.

Quizás deba dedicarme al subgénero novelístico en boga hoy en día: la novela histórica. Pero me pregunto cómo podría conciliar la novela con la historia, lo inventado con lo real. Aristóteles dice que “la Poesía [entiéndase Literatura] trata las cosas más en lo universal, y la Historia las trata en particular” (Poética, IX, fol. 23). Si el historiador va atado a la sola verdad y el poeta puede ir de acá y por acullá universal y libremente (en palabras del aristotélico Alonso López Pinciano), ¿cómo se compenetran lo particular histórico con lo universal novelesco, o sea, la verdad con la invención? Los preceptistas clásicos y neoclásicos admitían un cierto grado de verosimilitud (de credibilidad) en las obras literarias. Dicho grado de verdad inventada estaba en función del lema horaciano docere delectando (enseñar con el placer). Hoy en día no quedan apenas preceptistas literarios ni de otra índole (¿quién se atreve a dictar normas cuando se han perdido todas?) ni tampoco existe la obligación de enseñar nada con una novela, el género de la libertad más absoluta (tanta que se cuestionan una y otra vez su esencia y sus rasgos). Por ello, creo que la novela histórica abusa del famoso se non é vero é ben trovato, convirtiéndose en una forma más de ausencia de

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compromiso de los escritores. ¿Qué mejor forma de eludir escribir acerca de la sociedad actual que hacerlo de una pasada sociedad totalmente fantaseada? Porque ésa es otra: si los estudios históricos no pueden nunca ser objetivos, al tener que aplicar visiones contemporáneas sobre hechos del pasado, ¿no han de serlo menos las visiones noveladas de nuestra historia? Las novelas que más hablan hoy del hombre contemporáneo son las policíacas, subgénero más que manido y tratado ya desde todos los ángulos posibles. Pero en esas novelas la ciudad moderna es solo el marco, el ambiente que sirve de adorno del cuadro de la escena del crimen.

Muchos escritores/intelectuales evitan hoy la mención de los problemas actuales, del hombre actual y la sociedad actual. Prefieren mantener caducos esquemas decimonónicos que apenas casan con visiones más verosímiles de la modernidad (o posmodernidad). Quizás también el propio mercado, al imponer la velocidad en la producción cultural (antes llamada “creación artística”) hace imposible la reflexión serena, el trabajo concienzudo y metódico de análisis y crítica. Es muy fácil sacar hoy novelas como churros cada año, y decir con eso que uno es una reencarnación de Balzac o de Lope de Vega, famosos por su proverbial prodigalidad artística, repitiendo hasta la saciedad moldes ya caducos. Yo preferiré siempre sacrificar la publicación en aras de la innovación y la independencia y no al revés. No quiero con esto decir que deban sucumbir los escritores por encargo, ¡ni mucho menos!, ¡válgame Dios de afirmar tal cosa! Que escriban mucho, porque tienen su hueco y, lo que es más importante, un público numeroso al que seguramente atraparán mejor novelas fáciles que libros como éste. Pero, por favor, que no me digan que escriben como Galdós, o Clarín o Cervantes. No soy yo quién para elaborar un canon literario contemporáneo (idea por otro lado discutible en una época en que ya todo y todos valemos exactamente lo mismo), pero diremos que a lo largo de los siglos, por mucho que haya el devenir histórico dado vueltas y más vueltas, nunca se han confundido tanto, no hasta el punto en que hoy se confunden, calidad con cantidad. ¡Ah!, y quien tenga ambas que tampoco se compare con otros, por Dios; mire usted, ése es trabajo del crítico, que se gana el pan con su oficio y también ocupa su lugar en el teatro del mundo y de las letras, ¿no?

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Lo demás es cuento.

La poesía es el arte de la palabra. La televisión, la chapuza de la imagen.

La poesía es, a un tiempo, el amor a la belleza y la belleza del amor.

La lluvia tiene como fin primordial servir de inspiración al poeta, siempre que, por supuesto, éste no lleve paraguas.

El día que me dedique a la composición de una obra homogénea centrada en un tema general, dejaré de escribir estos abortos literarios. Y es que la capacidad de síntesis es buena virtud, pero en mi caso ésta es radical, tanto que no pueden hallarse dos párrafos por mi mano escritos que hablen del mismo asunto.

Lo que separa a los hombres de las mujeres es la pared del servicio público.

En muchas ocasiones, la modestia es la tapadera de la presunción.

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Con el matrimonio los hombres dejamos de lado a todas las demás mujeres para hacer infeliz a la esposa. ¿Quién fue el loco inventor de tan desdichado engendro?

La televisión es un artefacto estúpido: siempre ha de estar llamando a los expertos para entrevistarlos y enterarse así de lo que ocurre. No aprenderá nunca.

La vida no tiene prospecto de instrucciones, pero sí poderosos efectos secundarios.

El elemento químico La pasión es el éxtasis del alma.

La vida es tan corta que no hay tiempo para plantearse si merece la pena ser vivida.

El sexo es el superconductor de comunicación por excelencia.

La vida es un jeroglífico que sólo Dios puede descifrar. El problema es que Dios es un jeroglífico aún mayor.

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Ciclo de la fluctuación de la ilusión humana (aplicable a todo tiempo y lugar): ideales, disensiones, violencia, guerra, escepticismo, ideales... y vuelta a empezar.

Las personas que no dejan hablar a los demás lo hacen porque lo saben ya todo.

Quien transige en dejar pasar faltas livianas también será fácilmente cómplice de los que cometan delitos graves.

El héroe no debe ser puro: ha de mancharse de culpa.

Es curioso cómo en una sala de profesores de cualquier instituto rigen unas leyes particulares acerca de la posesión, siempre mutable, de los bolígrafos del personal.

La amistad es un arte escultórico permanente hasta la caída de la hoja final de nuestro calendario.

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El hombre se pregunta en vida qué es lo que hay tras la muerte, pero debe también hacerse otra pregunta: después de morir, ¿cómo le gustaría ser recordado? La respuesta a la primera pregunta la obtendrá (o no) al morir. La respuesta a la segunda es su propia vida.

Siempre hay más de una forma de contemplar el mismo fenómeno. Hay quien, cuando llueve, sonríe al recordar a Gene Kelly cantando I'm singing in the rain mientras recibía una ducha natural convocada por su mágico baile. Otros, en cambio, de la estirpe de Noé, ignorantes del poder fertilizante de la lluvia, la temen, la odian o la ignoran como algo impropio del reino de cemento.

En el país del Paripé el archivero mayor del reino es el rey.

La mayor y mejor relación entre el hombre y el medio natural que se produce en los pueblos permite a sus habitantes verse formar parte de un plan universal que los considera del mismo modo que al resto de los elementos del paisaje rural.

Un consejo para profesores noveles y en general para trabajadores de profesiones de riesgo: cuando vaya bien vuestro trabajo y los alumnos (o clientes) realmente veais que se interesan por lo que decís, no os paréis a preguntaros cómo se ha producido ese pequeño milagro. Seguid adelante sin pensarlo. Si lo pensáis, se deshará la magia del momento.

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¿Acaso hay mejor acto poético que pasear solo por un camino entre pinos apenas iluminado por una tímida luna, contemplando la luz ida de un atardecer que parece alba y el maravilloso fulgor de las estrellas en un lugar irreal que anticipa el mundo de ultramar?

Tele-tienda (verídico):

“Los fabricantes de colchones recomiendan cambiarlos cada cinco años. Si Vd. cambia ahora el nuestro, le damos diez años de garantía”.

¿No hay alguna paradoja oculta que se me escapa?

Definición de guía telefónica: Catálogo de la diversidad humana y repertorio de opciones de la rueda de la Fortuna.

España (si es que existe ese país) es una nación impuntual. Este desprecio del tiempo de los relojes no influye tanto en la inexistencia de filósofos del tiempo entre nosotros como en la falta de dinamismo de esta sociedad, compuesta de una mayoría de impuntuales impenitentes que, al despreciar los horarios, desprecian igualmente lo reglamentado por estos.

¿Por qué admitimos entre nosotros a reconocidos miserables? Porque se comportan igual que nosotros: visten de forma parecida, hacen las mismas compras en los mismos sitios, también dicen “buenos días”..., y todo eso

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hace que queramos creer que son iguales que nosotros, pero no es así. Son miserables, y sobre todo siguen siéndolo porque saben que la bondad del resto le impide decirles que lo son o comportarse con ellos como realmente merecen: con el más absoluto desprecio, el que ellos muestran a los demás en momentos concretos. Su miseria es ejemplo de hasta qué extremos puede llegar alguien en su caída. Por eso, sus cotidianos “buenos días” no son como los de los demás y por ello deseamos en realidad (aunque, frente a ellos, lo hagamos sólo en nuestro fuero interno) que no los tengan buenos. Ese deseo no nos convierte en miserables como ellos, sino en individuos cívicos que velamos por el bien colectivo y, por tanto, aborrecemos a quienes sólo piensan de forma egoísta en su ombligo.

Lo curioso de esta vida -piensan muchos- es que lo más importante de ella es reclutar a mucha gente para que vaya, cuando muera uno, a su entierro. Suceden además, según esa creencia, hechos paradójicos:

1) Lo más importante de la vida sucede al final de ella.2) Uno no se entera nunca de que lo más importante de su vida sucede

cuando uno ya está muerto y cuando le importa un pito quiénes y cuántos lo acompañan en su último viaje.

-¿Te acuerdas de Pedro, el vecino de arriba de mi pobre papá, que en paz descanse? -¿Vecino de arriba de piso o del nicho?

El origen de más de una enemistad viene de no recordar las últimas palabras de la última conversación mantenida.

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¿Por qué a veces el crítico literario dedica un tiempo enorme a investigar o explicar el motivo de una frase que el autor solventó en un instante sin darle mayor importancia?

Uno de los mejores vestigios que dejará nuestra estresada civilización será la huella de nuestros nocturnos e insanos pensamientos sobre nuestras pobres muelas apretadas. ¡Vivan las placas de descarga dentales!

¿En qué han derivado las utopías de liberación de la mujer? En miles de hipotecas que sólo pueden ser pagadas con dobles nóminas y en los agobios de millones de mujeres multiuso (trabajadoras, amantes, madres y amas de casa) agobiadísimas hasta límites insanos.

En España se produce un fenómeno curioso: le das una gorra y un silbato a cualquier pelagatos y lo conviertes automáticamente en la máxima autoridad del Estado.

1936 no es, para muchos españoles, la fecha de inicio de la Guerra Civil, sino el título de un videojuego bélico basado en ésta: “puedes elegir el bando republicano o nacional y luchar con uniformes y armas históricos en escenarios de la contienda como Barcelona, Teruel o Toledo. Disponible en Internet” (Sin comentarios aparte del subrayado)

La Verdad, luz única e indivisible, no es tal hasta que los hombres no la perciben y dividen en múltiples trozos de cristal que apenas reflejan el

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fogonazo primigenio.

Es triste pensar que las utopías de redención del hombre nunca se realizarán, pero lo es aún más saber que no se hablará más de ellas.

-¿Y usted para qué viaja? -Para renovar mis sueños.

Le gustaba tanto la libertad que odiaba echar la llave a las puertas de los armarios.

Casi toda la historia del hombre se puede reducir, en cualquiera de sus actividades, a la búsqueda de la teta primigenia.

Es muy difícil saber a veces si es más peligroso el utópico o el buscador de soluciones prácticas.

¿Saben por qué los nacionalistas no miran los mapas del tiempo? Porque así evitan conocer el gran mundo al que odian pertenecer. Por eso siempre se mojan.

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Hay quien se asombra de la maldad del hombre o de la Naturaleza “en pleno siglo veintiuno”, demostrando ignorar que el mal forma parte intrínseca de nuestras vidas. Si esto es así, y no hay diferencias importantes entre el hombre medieval y el actual, ¿por qué nos empeñamos en seguir comiendo con cubiertos?

Lo que no se ve y lo que no se recuerda no existen.

La muerte es el punto final de la novela de la vida de un hombre.

Dime de qué te quejas y te diré de qué careces.

Uno es lo que uno desea.

En las cosas más sencillas está la mayor parte de las veces el secreto de la felicidad.

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El ideal de perfección es un ideal imperfecto.

El único dogma que sigo es el de evitar cualquier tipo de dogma.

La Pedagogía moderna ha conseguido cambiar el propósito de la evaluación: de aprobar al alumno se ha pasado a suspender al profesor.

La Estadística es la ciencia objetiva más subjetiva que existe: encontraremos tantas formas de interpretar sus datos como interpretadores hay en el mundo.

Quien vive con miedo no vive, pero a veces quien lo desconoce no deja vivir a los demás.

En ocasiones nuestra capacidad de juicio nos impide valorar las repercusiones de uno solo de nuestros actos. ¡Y se pretende de nosotros que seamos capaces de “perpetrar” miles de ellos al día!

Quien deja pasar faltas de poca trascendencia será probablemente también negligente con las graves.

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Los sueños son mundos que dejamos de vivir.

En ocasiones mi cerebro sólo procesa pura Literatura.

El ser humano es un animal, con un alto concepto de sí mismo, que tiende a olvidar que muchas de sus actitudes psicológicas y sociales tienen mucho de biológicas.

Si odias a alguien con todas tus fuerzas y sin causa aparente para ello, quizás se deba a que no quieres admitir que te supera en grandeza o generosidad.

Es difícil saber en qué momento se cambian los papeles la juventud (entusiasmo sin expoeriencia) y la vejez (experiencia sin entusiasmo). Lo cierto es que la edad intermedia suele ser la más creativa de todas, pues está a medio camino entre lo bueno y lo malo de las otras dos.

-¿Y usted cree en Dios, marqués? -Mire, yo tengo por costumbre no hablar nunca de política.

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La literatura debe ser centrífuga (explorar el mundo exterior desde el interior del que escribe) y a la vez centrípeta (explorar el interior del escritor a la luz de su conocimiento de la realidad exterior).

Los censores no eran otra cosa que pornógrafos ocultos por un barniz de falsa moral.

Sucesos extraordinarios requieren soluciones extraordinarias.

No hay nada que merezca una preocupación que anule las ganas de vivir.

¿Por qué los diseñadores de moda no aplican la belleza de sus creaciones artísticas a su propia vestimenta?

La resistencia al sufrimiento es en muchas ocasiones garantía de salud moral del individuo o de la sociedad.

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La democracia no puede ser un concepto reñido con las necesarias jerarquías profesionales o morales del sistema.

¿Qué fue de todas las personas que me hicieron? ¿Cuáles fueron sus nombres? ¿Cuáles sus temores, sus deseos, sus sueños? ¿En qué se habrían parecido a los míos? ¿Y qué fue de todos los escritores ya muertos? ¿Cuáles fueron los libros que nunca llegaron a escribir? No sé qué parte de vida ocultan los fantasmas sin rostro de mis antepasados o las palabras nunca plasmadas de los escritores del pasado. Quizás la respuesta sea mi propia vida.

No se puede experimentar mejor el principio de la impenetrabilidad de los cuerpos humanos que en una bulla de Semana Santa en Sevilla. Señores, por favor, a ver si no empujamos, que tenemos que caber todos para luego poder contarlo.

Muchos que sufrieron o combatieron los sistemas políticos dictatoriales no sabían que iban a alimentar en sus propias casas, con mimos o con abandono, a los dictadores del mañana. ¿Para eso tanta lucha entonces, tantos muertos en las trincheras?

El nacimiento de una vocación profesional es un momento de deslumbramiento y emoción que con el paso del tiempo pierde parte de su fuerza. Sin embargo, a veces el profesor es capaz de soportar la dura fatiga de la rutina diaria al recordar a aquel otro profesor suyo que lo dirigió hacia el mundo de las letras o las ciencias con sus sabias palabras hace tanto tiempo ya. Pero ¡qué dura otras veces la disciplina del trabajo! Se dirá el torero que

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quién lo mandó aquel lejano día acudir a aquella capea en la que toreó por vez primera y donde se le inoculó el virus de la afición por la fiesta. Si hubiera sabido lo que le esperaba luego... Sin embargo, ¿cómo controlar o prever un sentimiento tan puro y natural como el de la vocación, el de saber para qué ha sido uno llamado?

Los sociólogos que agrupan a los hombres en generaciones para definir los rasgos peculiares de cada una olvidan que en una misma generación los hay que ansían vivir como sus abuelos y otros como sus nietos.

La sencillez es el camino para encontrar la profundidad.

La vida es un fragmento hecho de tiempo en medio de un mar inmenso y caótico. La suma imposible de todos esos fragmentos minúsculos es la enciclopedia del ser.

La ilusión ha de saber arrojarse siempre con paracaídas.

El principio de debilidad, también llamado principio de Gómez, sostiene que las piezas de un sistema debilitado o en proceso de debilitamiento terminan siendo también débiles con el tiempo. Este principio puede aplicarse a cualquier concreción de la noción de sistema.

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¡Qué relación más extraña la que hay entre la espontaneidad y las reglas convencionales! Por ejemplo, ¿qué torero no habrá querido volver del revés la estructura de la corrida o modificar alguna de sus normas fundamentales? En esa lucha entre la invención (que es individual) y la convención (que es colectiva) surge el impulso artístico y creativo. El genio obedece a causas muy profundas, a veces ininteligibles. Pero, ¿qué hubiera sido de los jugadores de rugby, geniales o no, sin la locura espontánea de un tipo admirable que inventó este deporte modificando a su antojo las reglas del fútbol? Sin su espontaneidad e invención no existiría la convención a la que llamamos con el nombre de la ciudad inglesa que la vio nacer.

En el pueblo cohabitan dos sentimientos opuestos: el ansia de libertad y la necesidad de orden. Son sentimientos contradictorios, pero muy próximos: este hecho se explica cuando recordamos cuántas revoluciones han acabado en dictaduras sin solución de continuidad.

Todos los canallas de este mundo pierden la gran oportunidad de conocer de verdad al ser humano, de conocer el corazón generoso y noble que late en su pecho tras los malos gestos o la iniquidad más execrable, ese corazón que late, incluso, en el interior de ellos mismos.

Los cobardes han hecho también las guerras, aunque no nos las hayan contado. Sin embargo, también tienen derecho a formar familia, ¿no?

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Una persona sin dignidad se parece terriblemente a un globo sin aire.

En el trato con cualquier persona, incluso con un genio, se puede pasar de la admiración al odio a través de la confianza.

En realidad, el único adversario temible con el que toda persona se ha de enfrentar es la señora de la guadaña, pero como solamente aparece al final de la película seamos los protagonistas hasta entonces.

Vivir para contarlo: ¿acaso hay dos actividades más próximas y coaligadas que éstas? ¿Se puede vivir algo sublime sin contarlo? ¿Y contar algo sin haberlo vivido plenamente y sin que resulte artificial?

Es preferible hacer bien una tarea a hacer mal diez tareas parecidas a la primera.

Creemos una asociación de ciudadanos lectores de periódicos en contra de quienes, en lugares públicos, leen con descaro las noticias de nuestros diarios sin pagar derecho o tasa algunos.

Ya puestos, fundemos también una liga de ciudadanos cabreados con los

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dichosos cambios horarios de primavera y de otoño. ¿Es que acaso benefician a alguna persona aparte de a las empresas?

El mejor suicidio es el que nos ofrece la vida en su oxidación y decrepitud progresivas.

De vez en cuando, hay que cambiar los contenidos educativos, debido a que ya no satisfacen a las sociedades en un momento determinado. ¿Dichas sociedades no llegan a estar constituidas de una forma determinada porque tiempo atrás otros cambiaron los contenidos educativos? La pregunta definitiva es: ¿se hizo para mejorar o para empeorar?

El polvo de la historia acaba incluso con el oro de los más excelsos imperios.

Un historiador es alguien que pasa el plumero a las edades ya polvorientas y olvidadas, quien nos pone delante de los ojos quiénes hemos sido antes de ser.

Nunca confiéis en aquellos hombres que se ríen de sus propias palabras, porque las vuestras les resultarán mucho menos interesantes que las suyas propias, ya por ellos minusvaloradas.

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Los grandes imperios suelen morir de grandeza.

A veces el empeño de muchos hombres es el de estudiar qué estudiaron muchos hombres del pasado de sus predecesores.

Aquel hombre era tan gordo que rebosaba humanidad por los cuatro costados.

Los quejosos son infelices no por no ver cumplidos sus deseos (siempre insatisfechos), sino por ser quejosos.

Algunos creen ejercer la libertad de conciencia dentro de la disciplina de un partido político. Sin embargo, dentro de cualquier ámbito de decisión la política extiende sus redes de influencias para ahogar cualquier pensamiento libre más allá de las directrices de partidos o programas. Por eso, hoy es señal de distinción e inteligencia abstenerse de hablar de política. En último término, los que mandan en el mundo no son los políticos, sino los dirigentes de las multinacionales.

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Hasta el máximo dirigente de la multinacional, justo antes de dormir, no piensa en la empresa.

¿Por qué los días de mudanza son todos grises, tristes y lluviosos?

Lo más antiguo se convierte en muchas ocasiones, una vez transcurrido el tiempo necesario para olvidarlo, en lo más vanguardista y rompedor.

Había una vez un literato tan huraño y misántropo que sólo saludaba en la ciudad a la estatua de Miguel de Cervantes: “Buenos días, don Miguel”, murmuraba al pasar a su lado.

Todo niño ha querido siempre vencer el tedio escolar pintándoles bigotes a los ilustres próceres que han ilustrado desde siempre hasta hoy las páginas de los libros de texto. Quizás lo hagan en venganza por tener que aguantar tantas horas el aburrido relato de sus hazañas, pronto olvidadas.

El poder bien aplicado puede tener efectos perversos. Por ejemplo, si alguien decide instalar música ambiental en los autobuses interurbanos puede tener también la tentación de decidir el estilo de la misma. ¡Qué

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peligro!

A las ocho de la mañana de los viernes ocupan la calle dos generaciones distintas: la de los que vienen de emborracharse y la de los que van a trabajar para pagarle a los otros el tratamiento de sus futuras cirrosis. A las once de la mañana del mismo día, los futuros cirróticos están acostados durmiendo la mona, los pobres currantes en el descanso del café y los de la tercera edad, supervivientes de todas las guerras, cirrosis y trabajos, pasean su melancolía y abandono por los parques.

Toda FILOSOFÍA es un conjunto de preguntas e intentos de respuesta que esconden la pregunta y la respuesta fundamentales.

Para definir LITERATURA sustitúyanse las “preguntas e intentos de respuesta” del aforismo anterior por “acciones”.

Yuri Gagarin meó en una rueda antes de subir a la nave Vostok 1. Desde entonces, todos los astronautas rusos repiten su acción. Muchas veces comportamientos imitativos como ése, que nos hermanan con los monos, son paradójicamente un intento de hallar la secreta escala hacia lo ideal, hacia el vínculo con la divinidad, con las estrellas de las que procedemos.

¿Qué hubiera sido de mí sin el tedio de mil y una clases entre cuatro

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paredes? La diferencia entre los chicos de generaciones anteriores y los de hoy es que estos exteriorizan en clase su hastío y su tedio, mientras que los antiguos hacíamos del tedio un factor creativo.

En pocos años las generaciones han saltado varios siglos en la evolución (por supuesto, hacia atrás). Por suerte, sólo algunos (siempre habrá elegidos, elites) pueden saltar hacia delante. Es una cuestión de selección natural.

Es lamentable ser tiranizado por un enemigo externo, pero aún más lo es serlo por las propias ideas de libertad.

Quien no es capaz de distinguir entre autoridad y autoritarismo confundirá siempre la democracia no con el “gobierno del pueblo”, sino con el “gobierno de los iletrados”.

Conclusión precipitada de esta última serie de aforismos: La selección natural, sea por el camino de la civilización o el de la barbarie, termina siempre imponiéndose.

La unidireccionalidad de la televisión puede tener una grave consecuencia: después de treinta años viéndola, uno puede descubrir que la

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sociedad que habita ha cambiado radicalmente como fruto de dicha unidireccionalidad.

Como uno no puede opinar a la hora de modificar los contenidos televisivos, lo más probable es que la televisión actúe no sólo reflejando los cambios sociales sino, sobre todo, potenciándolos.

Hay una importante diferencia, en cuanto a la organización social, entre los países anglosajones (protestantes) y nuestra querida y católica España (perdón, quise decir “Estado español”): ésta no es otra que la asfixiante burocracia propia de nuestro sistema, la cual tiene su razón de ser en la historia, como casi todas las cuestiones. La nuestra es una historia de recelo y desconfianza. La visión idílica de la breve tolerancia entre las tres culturas debe ser matizada con el recuento de las persecuciones, los enfrentamientos o las batallas entre razas, religiones, cantones, provincias y partidos que se han desarrollado durante siglos en el solar de la piel de toro. Estos enfrentamientos permanentes, fruto de una secular tendencia disgregadora que es nuestro más antiguo “demonio familiar”, han generado la necesidad de certificar sin ninguna duda la validez de lo afirmado por cada individuo, lo cual por sí solo no basta. Han hecho falta ejecutorias de nobleza, certificados médicos, de limpieza de sangre, de buena conducta, de penales, cartas de recomendación e informes periciales por doquier en los que una tercera persona experta (supuestamente ajena a las otras dos partes) dictamine una resolución objetiva que ataña a ambas. En ocasiones, ni siquiera una declaración jurada del demandante ha bastado para que pueda confiarse en su palabra, a pesar del peso del juramento. En definitiva, el nuestro es un país de burócratas (no ha cambiado mucho desde el famoso “Vuelva usted mañana” de Larra) porque seguimos sin fiarnos de nuestra propia sombra, a pesar de que, en muchas ocasiones, esa falta de fe en el individuo genera no sólo desconfianza en una parte, sino también incomodidad y, a la larga, falta de motivación en la otra.

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Por contra, en los países anglosajones se da más libertad al individuo para que, en conciencia, acredite por sí mismo la validez de lo afirmado. No se persigue a todo el mundo creyéndolo mentiroso, pero cuando se conoce de alguien que lo es, se lo defenestra públicamente, porque mentir es lo peor que alguien puede hacer según su mentalidad (recuérdese el escándalo Lewinsky). Así pues, en la sociedad española se persigue al mentiroso obligando a una burocracia sin cuento a los que no los son, pero una vez que se sabe positivamente que alguien ha mentido no sucede nada. Pero lo importante es el paripé, lo limpio de los papeles, la fachada exterior del rico monumento barroco de nuestra mentalidad de procedencia inquisitorial. Los tejemanejes, las intrigas, los untos y dineros negros que se esconden detrás de tal artificio son, curiosamente, de todos conocidos, pero nadie hace nada por evitarlos; eso sí, las papelas han de estar siempre impolutas.

Los hombres no se definen por sus trabajos, sino por las actividades en que emplean su tiempo de ocio. Lo malo es que en la sociedad actual el ocio no existe salvo como objeto de lujo y, por otra parte, convertido en tiempo de compras y no de reflexiones.

Hay que cambiar los diccionarios:

El desarrollo tecnológico ha hecho que actividades tradicionales (y con ellas las palabras que les eran propias) hayan desaparecido. Por otro lado, el vocabulario de las nuevas generaciones -según varios expertos- es cada vez más escaso, impreciso y simple. Es de suponer que los diccionarios del futuro (si es que llegamos a él) estarán llenos de vocablos del ámbito científico y tecnológico y que se habrán perdido miles de voces procedentes del ámbito de las humanidades: endecha, soneto, gárgola, metopa, claroscuro, librepensador, humanismo, reflexión, crítica, juicio... y otros términos parecidos cuyos significados no serán ya de utilidad práctica al hombre del futuro, más “libre” sin ellos.

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Quien presta un libro siembra parte de sí mismo en la entrega. En este caso, el riesgo de la inversión (que es la pérdida) se compensa con creces por la semilla plantada.

Se educa mejor con ejemplos que con palabras, incluso a aquellos que dejaron de confiar en éstas hace mucho tiempo.

¿Por qué nos mienten sobre verdades ocultas? Porque, en el fondo, los de arriba nos temen, como Luis XVI temía al populacho de París. En aquella época, ni siquiera los gruesos muros de La Bastilla pudieron parar su acometida. Lo que ocurre ahora es que somos muy diferentes los grupos que queremos cambiar las cosas para seguir mejorando. Sin embargo, serán pocos -como siempre- los que se aprovechen del esfuerzo revolucionario para dejar las cosas como tienen que estar (ya lo dijo Lampedusa en El Gatopardo): es decir, como han estado siempre (unos arriba imponiendo -mintiendo con saña o, como ocurre ahora, no diciendo la verdad- y el resto, la gran mayoría, abajo, callados, siempre en la sombra, engañados, sin voz ni apenas voto, levantando el futuro con nuestro empeño).

El capitalismo salvaje que estamos sufriendo en nuestros días, fruto según algunos de la ética protestante centroeuropea, se alía peligrosamente en España con el pecado nacional: el orgullo (sabiamente descrito por Cadalso), hijo del afán de hidalguía que cada español tiene codificado en su mapa genético. Conclusión: nuestras cuitas son herederas de las guerras de religión de los Siglos de Oro. Nada nuevo bajo el sol.

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La felicidad es un estado del alma incompatible con el verbo ser, que es enemigo de los inevitables cambios. Debemos decir que uno está o no está feliz, pero no que es o no es feliz.

De existir, la fórmula de la felicidad en mi opinión sería el resultado de la siguiente suma: relajación + deporte + inteligencia emocional + empatía + salud + psicomotricidad + amor pleno. Dejemos fuera el dinero.

Los usuarios de autobuses, al cabo de los años, deberían poseer parte de la propiedad de los mismos en concepto de usucapión.

Un hombre que tiene libros es bueno; si los lee, es mejor; si los presta, hay sitio seguro para él en el cielo.

Se empieza no pidiendo permiso y se acaba invadiendo otro país.

Es curioso: cuanto más tiempo pasa desde el final de la última guerra en España más cerca me imagino el principio de la próxima.

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De todo se sale en la vida. Tanto que se sale hasta de la propia vida.

¿Ha estado de moda el arte abstracto por encima del realismo debido a que “supone una mayor evolución en el concepto artístico que explica la relación hombre-hombre y hombre-mundo”? ¿O es que -simplemente- se tarda menos en pintar un cuadro abstracto que uno figurativo y, por tanto, se monta en menos tiempo una exposición con más cuadros y más fáciles de vender?

La leyenda no es historia, pero a veces crea historia.

La literatura es la máxima creación de la mente simbólica. El hombre de letras supera al científico (que lo supera en sentido práctico) en la creación de símbolos.

Si no fuera por los tontos que cruzamos de acera para arrojar a una papelera un trozo de papel (incluso con situación de riesgo vital), ¿de cuántos papeles estarían adornadas las calles en total?

¿Por qué esa manía actual de editar todo lo que nos dejaron escritores ya fallecidos sin saber si ellos hubiesen querido publicar algunos o gran parte de sus textos?

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Un poema es una lágrima de tinta vertida sobre el papel en blanco de las horas.

Algunos historiadores han acometido la ingente tarea de contar el enorme número de asesinatos, violaciones, atentados, suicidios, depresiones y demás horrores provocados por el comunismo y el fascismo a lo largo del siglo XX. Cuando sea finalmente completada la lista, ¿alguien hará lo propio con las víctimas del capitalismo, habitantes de los extrarradios miserables de este mundo “globalizadito” o esclavos opulentos rodeados del vacío del tener y no ser?

He perdido un cuaderno con algunos aforismos que no puedo recordar, igual que otras veces he perdido la oportunidad de desarrollar ideas fugaces que, igual que han llenado de luz mi cabeza en la madrugada, la han dejado luego a oscuras. Sólo espero que si alguien lo encuentra pueda reconocer algunas ideas suyas en mis palabras. Es mi único consuelo. De todas maneras, no hay que mirar atrás hacia lo que no ha de volver. La vida y la escritura corren por caminos paralelos hacia delante siempre. Con la escritura de este texto suplo la pérdida de esos otros.

Pienso que la escritura, aunque adorne sus formas con tiempos pasados o futuros, es eminentemente una actividad volcada en el presente. El escritor puede recrear el Egipto faraónico en una novela histórica, pero los pensamientos de sus personajes, sus emociones... estarán filtrados por su propia emoción a la hora de escribir. Por otra parte, ¿acaso las emociones del hombre de hoy son distintas de las del hombre de otras épocas? Para todo escritor su literatura es puro presente: no vale de nada lo escrito anteriormente y hay que seguir escribiendo para conocer más de uno y del mundo.

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El estilo lo es casi todo. El resto que falta es lo que termina de hacer grande a una obra literaria.

Nada más levantarse, recorría el piso sintonizando en la radio de cada habitación los diferentes informativos de la mañana. De ese modo, mientras se afeitaba o tomaba café conseguía una visión plural de la realidad mundana.

Por favor, entre los leyentes ¿alguien podría calcular el número de probabilidades de acertar al azar con el número de móvil del señor Vargas Llosa? Sí, es para saber cuánto me va a costar que me cuelgue antes de darle las gracias por sus obras. ¡Viva el Perú!

La única ventaja que encuentro para desechar hoy la idea de formar parte de una tertulia literaria es que de esa forma uno se evita tener que soportar a letraheridos inaguantables y pedantes con cante a güisqui de garrafón.

Es curioso cómo valoramos más a alguien famoso si es de nuestro pueblo o barrio antes que de otros. ¡Cuánta fuerza tiene en nosotros la tierra! Veamos la siguiente tesitura: recibe un prestigioso escritor dos noticias tan importantes como son la concesión del Premio Nobel de Literatura y el

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encargo de dar el pregón de las fiestas de la Virgen de su pueblo, con la peculiaridad de que ambos actos tendrán lugar el mismo día. ¿A cuál de ellos renunciará? En definitiva, ¿es más importante ser aplaudido por muchos desconocidos antes que por sus queridos paisanos?

Hay dos posibles finales para esta situación:

1) Si elige dar el pregón, perderá en universalidad.2) Si, por contra, viaja a Estocolmo, perderá el favor de sus

conciudadanos y el de su Virgen. ¡Terrible confusión! Solución propuesta por un amigo mío: la de pregonar las fiestas de la Virgen de su pueblo en el discurso de recepción de tan prestigioso premio, alegando que se confundió con los papeles. De todas maneras, lo realmente importante será danzar con su mujer en el baile de esa misma noche mientras le jura amor eterno.

En España todo el mundo conoce las leyes, pero éstas son exclusivamente de aplicación para los demás, nunca para uno mismo.

A veces me pregunto por el destino de mis escritos y los imagino enterrados en un cajón oscuro, lleno de polvo igual que mis pobres huesos. Me aterra la idea de que un descendiente joven los saque a la luz por casualidad y, sin pararse a leerlos, los arroje a la basura sin concederles una mísera oportunidad. Me pregunto entonces por el sentido de una escritura sin público: si ése puede ser el destino reservado para ella, ¿a qué escribir más? Entonces surge siempre la pregunta clave: ¿la literatura existe si no hay lectores? Mi respuesta, ya que sigo escribiendo, es lógica: sí existe. A pesar de las dificultades de publicar, de dar a conocer a los demás su obra, la literatura también la escribe uno para sí mismo, para conocerse mejor, para soltar en un papel sus miserias, alegrías, frustraciones... y, en definitiva, para ser un poco más feliz viajando con las palabras.

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Cuando contemplo a escolares que juegan en campos de tierra, encharcados en invierno y llenos de polvo en verano, pienso que éste es el país de las chapuzas y la indolencia. ¡Señores políticos! ¡Hagan pistas de verdad para que corran hacia el triunfo nuestros jóvenes! Invertir en canastas y porterías es hacerlo en quitar a los chavales de los porros y las malas calles. ¿Acaso puede haber una mejor inversión?

¿Dejará Plinio el Joven alguna vez de ser un impúber?

El país de las chapuzas:

Se puede conocer cuáles son los problemas de un país analizando cuáles son las máximas aspiraciones de sus habitantes. En España, éstas se concretan, en general, en tener un trabajo de funcionario bien pagado en el que dar pocos golpes. Esa desidia individual se traduce en una apatía colectiva que imposibilita el progreso, entendido éste como la mejora de las condiciones de vida y trabajo de una sociedad. Sociedades más jóvenes que la nuestra nos ganan en espíritu emprendedor (es el caso de los Estados Unidos). La vieja España, orgullosa de su historia y sus privilegios caballerescos, asentados en la forma de ser del español, puede que sea más sabia y escéptica que el imperio norteamericano, pero éste nos gana, además de en inocencia (para bien o para mal), en una movilidad y una tensión positiva en las relaciones sociales que envidia el resto del mundo y que deberíamos tomar como ejemplo.

Ejemplo: Abra Vd. una tienda...

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...en España:

-Tasa correspondiente. -Impuesto de tal cosa. -Vaya a la ventanilla doce a pagar. No, aquí no es. Es la de al lado. -No, falta un papel. Vuelva mañana. -¿El enganche de Telefónica? Unos días, ¿eh? -Muévase por varias oficinas y pierda la mañana para conseguir un papel que no le garantiza la apertura inmediata. -Conclusión: más que en pérdida de dinero, se traduce en una pérdida de tiempo que le hace a uno pensarse cualquier iniciativa empresarial. -Abra por fin la tienda.

...en Estados Unidos:

¡YA! He aquí una brecha en el terreno socio-económico que agota la paciencia y las ganas de ser emprendedor. Ésta es la diferencia entre una sociedad emprendedora y otra burocrática. La rémora del papeleo es nuestra cruz, pero también lo son las formas de hacer las cosas mal siempre del mismo modo, sin tomar ejemplo inmediato de sociedades que funcionan mejor que la nuestra en muchos aspectos.

La escritura es un arma de doble filo: digo la escritura en general, la de cualquier notita para la compra por ejemplo y no sólo la de altas cumbres literarias. Los dos filos son los siguientes: por un lado, anotamos lo que está pendiente con ánimo de resolverlo en pronta fecha y parece que con sólo escribirlo queda resuelto. “Llamar al notario”... ¡ea!, ya queda escrito y con eso parece que uno delega en la hoja de papel la tarea de tener que recordar la cita. Pero está el otro filo del arma, el que más corta: ¿qué ocurre cuando se escribe algo que hemos de hacer y queda escrito per secula seculorum?

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Que nos atormentará obsesivamente cada vez que contemplemos la nota en la agenda: “Ordenar el trastero”, “ordenar el trastero”..., y parecerá que lo escribimos cien veces como castigo cuya única penitencia será terminar ordenándolo. El primer caso tiene un solo problema: que la hoja sobre la que hayamos escrito sea volandera y el notario se quede esperándonos porque olvidamos la cita. Si la hoja no es volandera (verbigracia, una agenda), en ese caso hay que apuntar también “consultar la agenda”, porque si no es así no sirve de nada tanta tinta. El segundo caso es más sangrante: no sabe uno qué es peor, si ordenar el trastero directamente o si apuntar que hay que hacerlo en un papelucho, en una nota que rondará nuestra vigilia y nuestro sueño durante décadas o, en el peor de los casos, siglos.

Otra sobre los diccionarios del futuro: estará llenos de hardware y software, de pendrives y de webs, pero ¡cuántas palabras sin cursiva dejarán atrás y con ellas los conceptos que éstas representan! Adiós a todos los términos relacionados con la cultura rural tradicional, a los chotos y a los chopos, al aventar del trigo, a los estorninos y sus cantos, sin olvidar a los zorzales. Guarden los diccionarios de hoy porque dentro de poco serán el catálogo de las ruinas de un mundo que dentro de poco parecerá que nunca existió.

El comedor de marisco se asilvestra o embrutece de forma directamente proporcional al número de patas, bocas o demás articulaciones del bicho que haya de desmadejar.

Es curioso cómo algunos detalles definen a una civilización: la luz de lectura en los autobuses de líneas regulares interurbanas es un detalle que queda en manos de la voluntad del chófer (algunos de ellos apagan incluso

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las luces del pasillo, con lo que el autobús se convierte en una sombra que recorre la noche tenebrosa). La conclusión es que, si no hay luz, el chófer impide a veinte, treinta o cuarenta personas el derecho a leer y escribir; o sea, los convierte transitoriamente en viajeros analfabetos y noctívagos.

¿Son tan importantes los textos? Desde el punto de vista histórico, sí: ¿qué restos nos quedan de la ideología del hombre medieval o de la de los ciudadanos del imperio romano aparte de los textos de aquellas épocas? El problema es que hoy no se leen los textos, ni los del pasado ni los de ahora (si acaso más estos que aquellos, pues triunfan las mesas de novedades sobre los fondos de las librerías). ¿Por qué no se lee tanto ahora? Una respuesta podría ser que se vive hoy en un presente absoluto que anula toda visión crítica del devenir del ser humano. Se olvida así que el hombre sin textos es menos hombre.

¿Qué es un hombre? A veces una estrella, una de las más fulgurantes del universo; otras veces, el más miserable grano de arena de una playa desierta y triste. Otras es ambas cosas y ninguna a la vez. Depende de cómo tenga el día.

En este siglo XXI nadie confía en nadie: es la herencia que nos dejó la historia cruel del siglo XX (campos de exterminio nazis, gulags estalinistas y, recientemente, la anomia del mundo capitalista y globalizador). Por ello, la salida lógica a esa desconfianza es el individualismo salvaje de estirpe romántica que se ha instalado en nuestros esquemas de pensamiento.

En España, cualquier cargo (aunque sea de silbato y sin gorra) es el rey.

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En muchas ocasiones los grupos humanos funcionan mal no por ser dirigidos por los más inexpertos o incapaces, sino por no serlo por los verdaderamente expertos y capaces (véase lo escrito sobre el principio de Gómez en la página 82).

La utopía es un sueño irrealizable, pero se me figura más cercana con cada pequeña conquista cotidiana de nuestras minúsculas existencias.

¿A dónde irán las ideas fugaces que rondan momentáneamente las cabezas de los literatos de ocasión como moscas perezosas y terminan dejando un vacío enorme si no se cazan con papel y tinta?

¿Debe el filósofo conocer el bien? ¿Y debe ser, como tal filósofo, un hombre bueno? Si es así, ¿cómo se comporta un filósofo cuando lo despiertan de la siesta a las cuatro y media de la tarde para preguntarle si no conoce un nuevo seguro de vida?

En relación con lo anterior, la dictadura de las empresas de hoy roba al hombre común los tradicionales tiempos y espacios para el descanso. ¡Se acabó la sacrosanta siesta! ¡A conocer todas las ofertas del mundo después de comer! Menudas digestiones nos esperan.

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¿No estará relacionado el tamaño pigmeo de los pisos de hoy con el deseo del sistema de eliminar talleres, despachos, trasteros, garajes y demás espacios tradicionales del trabajo apacible y del esparcimiento para aglutinar así a la apretada familia en torno al televisor, única diversión (educación) permitida?

Es curioso cómo en la sala de profesores de cualquier instituto rigen unas leyes particulares acerca de la posesión siempre mutable de los bolígrafos del personal.

El ordenador es ese infame aparato que se supone nos hace la vida más cómoda pero que, justo cuando tiene que hacerlo, nos la complica infinitamente. Se supone que dichas máquinas alivian el trabajo en cualquier oficina, banco, tienda o comercio. Sin embargo, a veces parece que lo ralentizan. “Estamos a la espera de un nuevo programa informático para empezar a revisar todo este montón de expedientes”, me dijo el otro día un funcionario señalando una montaña de papeles. Y pensé yo: ¿por qué no empiezan a revisarlos a mano como se ha hecho siempre? El funcionario me leyó el pensamiento, porque rápidamente dijo “es que hoy ya todo funciona con ordenadores”. Pero ¿alguien cree de verdad que funcionamos hoy mejor con tanta computadora? A los que creen eso les diría que piensen en todos los momentos en que no funcionan por averías o cortes de luz y en cómo en esos momentos lamentamos no haber establecido un plan B de carácter manual que resuelva la incidencia con casi mejor efectividad. Por otra parte, ¡qué infeliz ha sido la Humanidad sin ordenadores durante milenios!

Es un asunto curioso el de los libros más vendidos de hoy en día. Uno

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pasea su mirada curiosa por las mesas de novedades de cualquier librería y se asombra al contemplar cómo los asuntos de la mayoría de esos libros nuevos son en realidad de hace siglos. Me explico: abundan en esos mostradores novelas de asuntos vaticanos, heréticos, proféticos, herméticos, masónicos..., espirituales en suma. ¿No habíamos quedado en que Dios había muerto? Entonces, ¿por qué lo buscamos aún entre tanto chip y tanta tecnología espacial? Quizás sea porque la vida es una pregunta sin respuesta a la que le falta todo lo que debería estar entre los dos signos de interrogación: ¿...?

El mayor problema del culturista es tener que buscar ocasiones para una pelea con la que justificar tantas horas de trabajo en el gimnasio.

¡Pobre iluso el barbudo que pretenda impresionar con su peludo rostro! Debajo de la tupida barba siempre estará el niño tímido que lleva dentro. Afeitarse la barba será entonces para él volver a la imberbe inocencia de la infancia.

El hombre es el único animal que puede morir de novedad.

Quien pide calma y tranquilidad a los demás es a veces quien más carece de ellas; en ese caso las pide a los demás porque antes que nada lo hace para sí mismo. Que todos las consigan o no es otro tema.

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En la lectura cansina de algunos libros descubre uno que muchas veces los ejercicios de estilo enmascaran la ausencia de contenido.

A veces se publican obras de autores desconocidos -inéditos en vida- a las que el paso del tiempo les ha terminado concediendo el mérito de la edición. ¡Qué pobre es la suerte del autor incomprendido, al que sólo la muerte podrá conceder la gracia de que perdure por más tiempo su nombre! Vaya gracia...

¿Por qué a veces, cuando se cruza uno con otra persona en un sendero solitario, no hay ningún saludo ni mirada entre ambos? ¿Tanto miedo nos da el otro que no somos capaces ni siquiera de mirarlo?

Debe usted saber si está preparado para contestar correctamente a la siguiente pregunta: ¿podría aceptar -no sin disgusto- que la vida se le puede ir mañana mismo? Si su respuesta es SÍ, enhorabuena: ha alcanzado la paz necesaria para afrontar las adversidades connaturales a la existencia. Sin embargo, de ser NO su respuesta, siga buscando el SÍ hasta que termine hallándolo en su mente. ¡Ánimo!, el camino es largo y en él estamos la mayoría.

Vivimos en las ciudades, entre otras razones, porque queremos huir del silencio aterrador de la Naturaleza en el campo.

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El que pretende imponer el sentido común va en contra a veces del mismo sentido común.

Tiene uno la impresión de que al españolito de a pie lo que más le gusta es prohibir, aun a sabiendas de que realmente, como es sabido, donde mucho se prohíbe todo está permitido.

Desinformaciones de trenes:

¿Por qué ese empeño de los responsables de las estaciones de trenes en que los viajeros nos enteremos de lo que dicen por megafonía antediluviana? El día en que comprendamos la información, gracias a la mejora de los altavoces, los trenes podrán llevarnos por fin al ansiado progreso. Sin embargo, ese día se habrá perdido el romántico riesgo de tomar el tren que no era.

Necesidad de conclusiones:

Echo en falta, ya que no en los prólogos (debido a la escasez de dicho recurso), sí en las últimas páginas de muchas novelas contemporáneas si no moralejas finales al estilo de las que rematan las fábulas de Esopo, al menos conclusiones que muestren a las claras qué diantres han querido plasmar sus autores con toda su palabrería narrativa. Sí, señores escribidores: no viene mal de vez en cuando dejar de lado el fingimiento y enseñar las cartas que siempre se reservan y no muestran ni siquiera en el final del juego novelístico. Echa uno en falta, por ejemplo,

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frases del tipo "quería con esta novela reflejar el final de la era de las utopías" o "deseaba denunciar la crisis del sistema educativo actual". Sé que son frases solemnes con olor a rancio academicismo, pero estoy seguro de que en más de un caso guiarían al lector en la relectura mental de las páginas ya exploradas.

Folios en blanco:

¿Qué decir en el silencio en blanco de la página, tortura del escritor? ¿Por qué estropearlo con torpes borrones de tinta? La vida es un cuaderno que hay que ir escribiendo, rellenando, ocupando cada jornada. Pero debe haber también días de silencio, de páginas en blanco, en los que es mejor apenas decir nada. La palabra estropea muchas veces momentos mágicos. En ocasiones es mejor callar o no escribir. Nos aburre el silencio, el blanco de algunas páginas de nuestro caminar, pero ¿por qué hemos de rellenar esos huecos siempre con palabras? Entre los amantes, a veces un silencio cómplice es mejor que el más fuerte de los abrazos. En esos instantes, se unen el silencio de Dios y el de los hombres. Hay quien huye del silencio como de la peste, quizás porque teme en el fondo bajar los escalones de la sima de su alma, porque le da pánico no saber qué puede descubrir en aquel hondón. Allí abajo, en la oscuridad, está nuestro yo más íntimo, en unión con la naturaleza de las cosas. La escafandra necesaria para bajar allí es la ausencia de ruido. Todo lo demás son palabras de buzos de secano.

Nulla dies sine linea:

(Traducción: "Ningún día sin una línea". Es un aforismo atribuido a Plinio el Viejo.)

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Nadie que no sea escritor sabe el trabajo que nos da a los juntaletras cumplir escrupulosamente todos los días la regla expresada por el dichoso latinajo de las narices.

Lecturas de verano:

Siempre me ha encantado la sensación de libertad que provoca la lectura de las narraciones marineras, a pesar del ligero inconveniente de las salpicaduras de agua.

Poesía contra los males de la existencia:

No recuerdo qué crítico literario consideraba que el ser humano, tras los horrores de los campos de concentración, solo podía recobrar la mirada inocente del mundo en la lectura de dos obras: El idiota de Dostoyevski y El Quijote de Cervantes. Como idea queda muy bien en el papel, pero me imagino que no sólo estas dos grandes obras pueden ser un consuelo ante las desdichas. Mi tío Antonio Fernández me contaba hace poco que en su estancia en Alemania como emigrante conoció, en el año 1.961, a José Luis López Vázquez. No se engañen: no era el actor, aunque se llamaban igual. Este emigrante gallego, muy buena persona (según mi tío), era un comunista que había huido de dos condenas a muerte en la España de la posguerra. El caso es que aquel hombre había memorizado una poesía, que es la siguiente (he hecho algunos cambios, necesarios desde el punto de vista filológico):

A LOS PADRES

Vuestros hijos no son vuestros hijos.

Son los hijos y las hijas

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del deseo de la vida

para ella misma.

Vienen a través de ti

mas no son tuyos,

y aunque están contigo

no te pertenecen.

Debes cobijar sus cuerpos

mas no sus almas,

puesto que sus almas

moran en la casa del mañana,

la cual tú no puedes visitar

ni siquiera en pensamientos.

Dales tu amor,

mas no tus pensamientos,

puesto que ellos tienen

sus propios pensamientos.

Debes asemejarte a ellos

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y nunca busques

que ellos se asemejen a ti,

pues la vida

no camina hacia atrás,

ni se para en el ayer.

He buscado información sobre este poema y he descubierto que pertenece a El Profeta, obra del escritor libanés Jalil Gibran, que estuvo muy de moda en los años sesenta del pasado siglo. Posiblemente aquel comunista perseguido no sabía quién era el autor del texto o cuál era la mejor traducción del mismo al español, pero seguro que en aquella poesía encontraba una verdad demoledora sobre la existencia. Esta historia me recuerda el final de Fahrenheit 451, la preciosa historia de los hombres-libro que memorizan una y otra vez libros enteros para que no los quemen las brigadas de bomberos totalitarios. En realidad, casi todos tenemos en la cabeza (unos más que otros) un caudal de textos que representan, al mismo tiempo, un consuelo de la existencia, una enunciación de las grandes verdades de la misma y, sobre todo, la belleza del arte de las palabras. Aunque, en el fondo, lo que vale es ser buena persona.

La creciente rebeldía de los jóvenes:

Cada día leemos en la prensa noticias de asesinatos, violaciones y demás actos salvajes cometidos por adolescentes a los que años atrás la sociedad hubiese considerado prácticamente niños. ¿Qué es lo que está pasando en esta cultura posmoderna de masas con nuestros jóvenes? Es un tópico lo de considerar que el joven por naturaleza está destinado a destruir la cultura de siglos de tradición e imponer su barbarie y su falta de criterio. Hay tablillas sumerias en las que ya aparecen estas ideas. Sin embargo, hoy más que nunca parece que el grado

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de incivilidad de las nuevas generaciones alcanza cotas nunca vistas antes. La respuesta debe estar en la situación de los padres de estos reyes de la casa. Hartos de trabajar todo el día fuera de casa, muchos padres apenas ven a sus hijos cuando llegan del trabajo, y si los ven y están un rato con ellos apenas los escuchan, o bien los escuchan demasiado... En fin, creo que éste es un problema fundamental de este mundo en el que vivimos y que sufrimos más tarde o más temprano todos. Los profesores, que estamos en la primera línea de la batalla, estamos más expuestos que otros colectivos a lidiar con estas nuevas generaciones de ni-nis (Ni quieren estudiar NI quieren trabajar), pero al final el problema termina afectando al conjunto de los individuos del sistema social en mayor o menor grado. Estamos viendo día a día como niñas, que un año antes jugaban con muñecas, llegan a los institutos convertidas en muñecas seductoras tras arduas sesiones matutinas de maquillaje y peluquería; cómo chavales que un año antes jugaban con indios y vaqueros pasan a jugar con bebidas de alta graduación alcohólica. Se adelanta cada vez más la iniciación sexual de los jóvenes, aunque su mentalidad sea, por fuerza de la biología, necesariamente infantil. Hace poco me contaba una compañera que un primo suyo le había regalado a sus hijos dos juguetes de una conocida película infantil. Le habían costado cien euros. ¡Cien euros!... El diez por ciento de muchas nóminas mileuristas. Ese hombre, que dedica gran parte de su sueldo a satisfacer todo capricho de sus hijos, dentro de muy poco tiempo estará destinado, si no lo remedia a tiempo, a seguir satisfaciendo sus deseos en una escala cada vez mayor (hasta costearles el dinero de las copas y las drogas). No sabrá cómo ponerles límites a sus hijos, porque él mismo no se los ha sabido imponer al tratar con ellos. Piensen en el caso de los asesinos de Marta del Castillo, que se han burlado y se siguen burlando de la policía, de los jueces... y de todo aquel que se les ponga por delante. Hemos perdido la idea de autoridad y una sociedad que hace eso está enferma necesariamente de hipocresía y de cinismo.

P.S.: Fui hace poco a un sitio de cumpleaños de estos que están ahora tan de moda. Me dicen que para celebrar allí el cumple de mi hija debo soltarles, como mínimo, 132 euros del ala. ¿Es que estamos locos? Así nos va: los jóvenes aprenden pronto a nadar y guardar la ropa, a tener todos los derechos y ninguna responsabilidad. No sé... Pienso que se vive hoy

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demasiado deprisa sin poder reflexionar con los hijos acerca de las cuestiones fundamentales. Creo que estamos perdiendo los papeles, pero el problema es que nos metemos todos en la misma corriente y nadar contra ella es harto difícil.

Las últimas palabras:

Leo en un recorte de prensa antiguo que se ha publicado (es decir, se publicó hace tiempo) en Seix Barral una antología de últimas palabras cuyo autor es (o fue) Werner Fuld (Heidelberg, 1947- ¿vivo aún?). No sé si en ese Diccionario de últimas palabras aparecerán las del general Narváez. El sacerdote que lo asistía en sus últimos momentos le dijo que para ir al cielo tenía antes que perdonar a sus enemigos y el político y militar, en gesto torero y castizo dijo (con dos c...): No es necesario. He hecho matar a todos. Sin ponernos tan trascendentales, podríamos pensar en tono humorístico cuáles serían las frases finales que uno nunca querría pronunciar. Verbigracia: -¡Está verde, verdeeeee! (un sevillista fallecido en accidente de tráfico al referirse al color del semáforo). Para el caso de los béticos es igual, pero con ¡rojo, rojoooooo! -Marta, me muero (el infartado que fallece en pleno acto con su legítima pero que recuerda el nombre de su amante de toda la vida). -Me c... en todo lo que se menea (el cartujo que llevaba veinte años en silencio). Y es que parece que, de los millones de palabras que pronunciamos a lo largo de una vida, las que quedan son las últimas. Y lo malo es que por mucho que lo preparemos, no nos sale bien al final. Las últimas de Carlitos Marx fueron (por lo visto) ¡Desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían! Como vemos, también existen espectadores que jalean al moribundo a ver qué calidad artística logran sus frases casi póstumas.

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Buscando el sol entre la niebla:

¿Los conocen? Yo tampoco (hoy nadie conoce a nadie). No conozco sus nombres ni sus vidas. Pero sí sé algo de ellos: son ciegos, futbolistas ciegos que cada fin de semana, bajo mi balcón, buscan el gol (o a Dios, como Unamuno) entre la niebla de su ceguera. No pueden ver el balón, así que deben llevarlo pegado al pie. Sólo pueden fiarse de su oído, que les indica por dónde suenan los cascabeles que lleva dentro la pelota. No son futbolistas conocidos (ni falta que les hace). No ganan millones de euros (¿no es ese suficiente premio para los que sí lo hacen?). Tampoco se dedican al fútbol por dinero. No los persiguen las cámaras ni los focos de esta sociedad perdida que no sabe cómo encontrar noticias donde no las hay. No reciben premios diarios (Balones del Loro) como homenaje por haber recibido premios el día anterior. No son como otros deportistas o entrenadores que sí son profesionales y están todo el día en el candelabro de la caja tonta para soltar sandeces a cada instante. Para mí son un misterio, una fugaz aparición que cada semana, debajo de mi ventana, me señala la importancia de la ceguera simbólica, de la ocultación consciente, de la falta de (como ahora se dice) visibilidad o mostración. Aconseja Cleóbulo de Nidio lo siguiente: la abundancia de palabras y la ignorancia predominan en la mayor parte de los hombres; si quieres sobresalir de la mayoría inútil, cultiva tu conocimiento y envuélvete en nubes de silencio. Elogio el silencio y las sendas poco transitadas, elogio a los que cultivan el conocimiento y no te lo escupen a la cara, elogio la vida sencilla, la palabra exacta, el goce de vivir cada instante, el sacrificio no reconocido... y por todo eso os elogio a vosotros, amigos ciegos que cada sábado, bajo mi balcón, me dais el ejemplo de vuestra búsqueda constante y esforzada del gol entre la niebla.

Los tíos del turrón:

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Según el autor de una bitácora que suelo leer habitualmente, los sevillanos vivimos de celebración en celebración en un afán festivo típicamente andaluz. En definitiva, que somos como el tío del turrón, que vamos de feria en feria. No quiero entrar en polémica, pero sí aclarar algunos matices: es cierto que aquí en el sur la fiesta es consustancial al andaluz, forma parte intrínseca de su código genético, igual que la cerveza al sol o el gusto por la conversación distendida. La calle nos llama. Decía Santa Teresa que aquí el diablo tienta con más manos. No obstante lo dicho, (y aquí viene el matiz) la fiesta es para muchos de nosotros compatible con el trabajo. Ocio y negocio (ne ocio) son a veces dos caras de la misma moneda. El ejemplo más evidente es la feria de abril de Sevilla: ¿cuántos negocios se firman entre catavinos con manzanilla sanluqueña? ¿Cuántos sevillanos tienen cuerpo -y cartera- para aguantar una semana de trabajo y de feria con los amigos y la familia? No tengo la respuesta, pero es evidente que hay muchos ejemplos de ambas circunstancias, aunque de la segunda menos con la que está cayendo (sobre todo por el tema de la cartera de los billetes). No olvidemos además que, en circunstancias normales, en la feria de Sevilla, salvo que San Fernando (30 de mayo) caiga en fin de semana y se pase ese día de fiesta local a uno de la feria o salvo que por esas fechas disfrutemos de la fiesta sindical del 1 de mayo, no hay ningún día festivo. Es cierto que en estas tierras del sur la molicie es planta muy habitual y que la expresión cervecita de trabajo es un auténtico oxímoron, pero no deben encasillarnos a todos los andaluces como vagos, festeros, indolentes y subvencionados. Muchos otros no somos así, aunque ahora que está entrando un rayito de sol por mi ventana, me están entrando unas ganas de salir a la calle y darle una patada al maldito invento este del ordenador y de la madre que lo parió. Olé. Arsa, mi mare. Ojú... ¡Uy!, perdón, que me sale la vena andaluza. Es que no lo podemos remediar. Así nos va. Ahí queó.

Debate televisivo (¡vaya oxímoron!):

La palabra debate tiene actualmente su significado adulterado debido a su

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empleo en gallineros de televisión en los que famosillos de turno que no han leído un libro en su vida chillan desaforadamente y nadie escucha a nadie. Desde estas páginas reclamo la necesidad de incluir más contenidos culturales en la caja tonta. Quiero recordar la magnífica labor divulgativa de Félix Rodríguez de la Fuente. Su forma de presentar el programa El hombre y la tierra fue un ejemplo de divulgación seria y entretenida al mismo tiempo. A la sociedad en crisis en la que vivimos hay que transmitirle todos los valores positivos de la tradición cultural desde una perspectiva seria y al mismo tiempo atendiendo a la necesidad de entretenimiento de espectadores acostumbrados ya irreversiblemente a una estructura de cientos de cadenas de televisión, prescindibles muchas de ellas. Hay que acercar la cultura, el Arte, al gran público. Ser culto no significa ser pedante. La adquisición de la cultura no es fácil, pero hay que facilitarla, divulgarla. En ese tema Félix Rodríguez de la Fuente era un maestro. Te daba igual el tema del que te hablase (del lirón careto, de la economía china o de los limones salvajes del Caribe). Daba igual: él era un auténtico divulgador de cultura. La pregunta para el debate es: ¿por qué no vemos hoy en televisión a personas como él? Por último, en los escasos programas culturales de la televisión actual veo que falta un equilibrio necesario: un término medio entre los programas de burda estética de videoclip y las sesudas tertulias que apenas aportan nada consistente al común de los mortales. En el término medio habrán de estar la virtud y la verdad.

Diálogos indecentes para besugos docentes:

Me cuenta un amigo, profesor de Secundaria en un instituto cortijero de un pueblo andaluz, quien tuvo que faltar hace unos días a su trabajo por la muerte de un familiar, que el Director del centro le puso pegas cuando mi amigo quiso presentarle, como justificación de la falta, un fax de la funeraria que decía que había sido enterrada en la fecha tal en tal sitio, etc., etc... la persona en cuestión, pariente del antedicho profesor. "Tráeme el

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original, el fax no vale", le espetó el compañero jefe. Hay que decir que mi amigo es una persona cumplidora en su trabajo como la que más, y sus compañeros pueden dar fe de ello. Le encanta su trabajo, a pesar de todas las circunstancias que lo entorpecen o imposibilitan (aunque ellas serían más bien asunto para otra brevería). Pues bien: el caso es que a mi amigo le dio en ese momento una crisis de ansiedad de la que aún está recuperándose. Imagínense: se les muere su padre con toda la crisis emocional que ello supone, el trajín burocrático, las visitas pesadas... y para remate la desconfianza de un sistema de control de faltas estalinista que trata a los profesores como números (desconfiando de su benevolencia) cuando deben ser considerados -como mínimo- santos con todo la que están soportando. Es cierto (se me puede objetar) que hay profesores que faltan a su trabajo con excusas de poca consistencia, pero les puedo asegurar, porque conozco a mi amigo, que no es el caso. Incluso diría que él, cuando falta, lo pasa mal, porque lo da todo por sus alumnos (también hay profesores así, y de esos casi no se habla). El caso es que esta anécdota me ha dado pie a escribir el siguiente diálogo para besugos (como aquellos del T.B.O.) que es una reducción al absurdo; sin embargo, tal como está el patio, creo que dentro de poco no será sólo un ejemplo de texto dialogado literario, sino el pan nuestro de cada día:

-El Director: Buenos días.-El profesor: Buenas tardes.-Ese papel en el que justificas tu ausencia por la muerte de tu abuelo no me vale.-Es un fax de la funeraria.-Ya lo sé, pero necesito el original.-Vale.-Y el libro de familia tuyo.-Vale.-Y el de tus padres.-Vale.-Y una fotocopia de la esquela.-Vale.-Y fotos o vídeos en los que aparezcas en el cortejo fúnebre.-Vale.-Y el certificado de defunción con la hora de salida.

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-Vale.-Y también necesito, por si hay una inspección, que estés de luto un mes.-Vale.-Y tu D.N.I. original compulsado.-Vale, bwana.

La trastienda del artista:

Niño llorando al fondo. Cables cruzados. Libros, cuadros, libros de cuadros, cuadros con libros... La cabeza dando vueltas entre los muros de la trastienda del artista, que sueña, que vuela, que imagina, que piensa, que siente..., que busca la libertad en cada hueco de su alma. Son los restos de anteriores batallas artísticas los que usa para inspirarse, para juntar con ellos un ejército de palabras, de imágenes, de formas con las que atacar al fiero animal del tiempo. La guerra no la ganaremos nunca, pero nos quedará al menos el orgullo de los guerreros antiguos: el de haber ganado las pequeñas batallas de los instantes eternos.

Servidor de usted:

Un sábado de hace unas semanas fui con mi mujer al centro (de Sevilla) a hacer algunas compras. Fuimos al mercado de la Plaza de la Encarnación y a otras tiendas antiguas de la calle Regina.

En todos esos sitios fuimos atendidos maravillosamente por dependientes que aman su oficio, heredado de generaciones familiares anteriores, y que saben (porque quieren) atenderte bien.

En otro comercio, una antigua ferretería próxima a la zona de los comercios anteriormente citados, me sorprendió la respuesta del dependiente al entregarme la vuelta de la compra que allí hice: Servidor de usted.

Sí, eso dijo. Tres escasas palabras pero, ¡con cuánta verdad en el fondo

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de ellas! Aquel señor reunía para mi gusto las virtudes del perfecto dependiente (compárense con las de muchos empleados de tiendas fundadas en los últimos tiempos), a saber:

1ª. Estaba allí.

2ª. Atendía amablemente a los clientes, dedicando el tiempo necesario a cada tarea.

3ª. Se consideraba un servidor del cliente, sin falsos privilegios de hidalgo venido a menos ni milongas por el estilo.

En estos tiempos de prisas sin rumbo, encontrarte con una frase así, que es de otra época, te tumba. Al menos, a mí me tumbó y me hizo reflexionar. De dicha reflexión surgieron estas palabras. Valgan como homenaje a dicho dependiente y a todos los que como él gustan de hacer bien su trabajo, sea el que sea.

Me acordé mientras reflexionaba sobre aquella frase, de las maravillosas fotografías de los comercios de Sevilla que el francés Loty hizo en los años treinta del pasado siglo.

Un servidor es un tanto nostálgico de otras épocas (anécdotas de las cuales, si no vividas, han sido leídas o escuchadas por uno) en las que los aprendices entraban en los oficios, que eran para toda la vida, con humildad y con ganas de entregarse con esfuerzo al arte del servicio a los demás. Pienso que ese arte aún no está del todo perdido y que frases como la que sirven de título a esta entrada hacen concebir ciertas esperanzas (¿seré iluso en pensar esto?).

En esta sociedad que sacraliza los viernes, hay que reivindicar los lunes (San Lunes). Menos mal que uno puede vivirlos, madrugar los lunes, trabajar los lunes con afán, llegar cansado los lunes a su casa a las diez de la noche... (bueno, tampoco hay que pasarse).

Pero sí, señores, ¿por qué no decirlo en voz alta? ¡Viva San Lunes! Recémosle una novena. ¡Viva el trabajo! ¡A la m... la crisis! Este país necesita un esfuerzo de todos nosotros. No esperemos fórmulas mágicas de los políticos. Si España tiene alguna solución, estará en quienes madrugamos cada día para ir con el corazón henchido a ayudar a los demás, a expectorar alegría, bondad, decencia, humanidad, orgullo, valor y dignidad. ¡Ahí es nada!

Un humilde servidor de ustedes les anima a ello.

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El día del padre.

El 19 de marzo es el día de San José, el padre de Cristo y, por extensión, el de todos los padres. Creo que en días como ése debemos reivindicar la figura paterna, tan denostada por muchos en estos tiempos en los que la autoridad se pone en cuestión permanentemente. Esa autoridad (“auctoritas” en latín), que ha de ser ejercida especialmente por el padre, es muy necesaria para poner límites a los niños y adolescentes, criaturitas que -sin ella- crecerían en un mundo de regalos y comodidades sin medida que, a la larga, les terminaría perjudicando enormemente. Me vienen a la cabeza los versos de una antigua canción popular titulada “El arado”:

“Padres que tenéis hijos,ya habéis oído ‘El arado’:dadles buena educacióny procurad enseñarlos.”

“Procurad enseñarlos...” No se debe olvidar que toda enseñanza, hasta la más sencilla, requiere de un esfuerzo y de unos guías. Recuerdo muchas veces cómo mi padre me enseñaba tarde tras tarde los recónditos secretos de las ecuaciones de segundo grado o cómo despertó en mí la pasión por el tenis y su complejo sistema de puntuación. En cada uno de sus gestos (y en muchos más) él estaba presente guiándome a mí y a mis hermanos. Un buen padre siempre está ahí, contigo.

Señor inspector Torquemada, no sé cómo decírselo. La verdad es que me

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lo he pensado mucho y al final no he podido evitarlo a pesar de sus sabios consejos. No sé..., me dan miedo sus reacciones. En fin, allá voy: he tenido que suspender a un alumno. ¿Me espera la cárcel o algo peor? ¡No!, no me mate... ¡Aggg!

La última brevería, de mi hija:

Papá, las palabrotas existen para que castiguen a los niños.

Esto es el

FIN

(¿o no?)

Sevilla, 15 de diciembre de 2013.