bodas en la antigua grecia y roma
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Bodas en la antigua Roma
El matrimonio en la sociedad romana solía efectuarse a edad temprana: de 18 a 20 años para ellos
y de 14 a 16 para ellas eran las edades tenidas por idóneas, aunque podían casarse a partir de los
14 y los 12 años respectivamente.
Entre la clase alta, que es entre quienes estas reglas se cumplían con cierta precisión, eran los
padres los que convenían la futura boda de sus hijos, por motivos económicos o conveniencias
familiares, sin que estos se conociesen siquiera. Establecido ya el compromiso pasaba un tiempo,
según la edad de los futuros esposos, hasta que se fijaba el día de la boda. El novio regalaba a su
esposa una alianza de hierro —que se colocaba en el dedo anular de la mano izquierda, por
creerse que este dedo estaba conectado con el corazón—, y generalmente un tiempo después una
sortija de oro. Estos regalos, que no tenían que ser correspondidos por ella, eran meras muestras
de fidelidad al compromiso, porque lo cierto es que la pareja tenía pocas ocasiones de verse, y
menos aún de tratarse, antes del matrimonio.
Contra esta costumbre de concertar los esponsales sin el consentimiento de los novios, se
levantaron, ya en época imperial, varias voces. Séneca se quejaba de ello. Y el jurista Salvio
Juliano llegó a proponer que la aceptación de los novios fuese indispensable para celebrar un
matrimonio. Pero, en general, la inveterada costumbre familiar no se perdió.
Había varias clases de matrimonio: la más antigua y solemne era la confarreatio, que era la que
practicaban los patricios. La ceremonia se celebraba en presencia de diez testigos. La coemptio
sólo requería cinco, ante los que el novio pagaba al padre de la novia una moneda de plata y una
de bronce como simulación de la compra de la novia. El derecho romano también admitía el usus,
cuando la novia había estado un año con el novio.
El día de la boda, elegido en fecha considerada favorable —preferentemente la segunda quincena
de junio—, llegaba a ser una gran fiesta para las familias. La víspera, las novias dedicaban a los
Lares los juguetes de su infancia. Las peinaban con seis trenzas y le cubrían la cabeza con un velo
naranja, el flammeum. Y a la ceremonia se asistía con gran aparato de vestido y luciendo cuanto
esplendor se podía. Llegados al templo, los esposos se situaban ante el altar, donde ya estaba
dispuesto un animal que el sacerdote sacrificaba como súplica a los dioses por la felicidad de los
contrayentes. Tras el sacrificio el arúspice leía las entrañas del animal, prediciendo un futuro de
bienestar y dicha a la pareja. La prónuba, una matrona, juntaba las manos de los novios.
Después venía la comida nupcial, que solía ser espléndida, y en la que los invitados recibían
frecuentemente regalos como recuerdo. En ella los esposos se recostaban por primera vez juntos
en el mismo triclinio, mientras la comida y el vino fluían abundantes. El derroche de las bodas llegó
a ser tal que el emperador Augusto, en sus decretos sobre el lujo, prohibió que el coste de una
boda sobrepasase los mil sestercios.
Luego venía el deductio, una simulación del secuestro de la novia, que debía refugiarse en brazos
de su madre mientras él fingía arrebatársela teatralmente. Ya de noche, y entre una procesión de
antorchas, era llegado el momento de la uxorem ducere: la esposa era conducida al umbral de la
casa del esposo. Llevaba a dos niños de la mano que cargaban una rueca y un huso, símbolos de
la vida doméstica, mientras un tercero portaba por delante una antorcha, había músicos, y las
personas que la acompañaban recitaban versos picantes y arrojaban nueces a los niños. La puerta
de la casa estaba adornada por ramos verdes, y allí el marido recibía a su mujer, entrando ambos
en su nueva casa.
En los matrimonios más tradicionales el marido no sólo recibía una dote por su mujer, sino que,
tras el esponsal, pasaba a ser dueño de todo lo que pudiese pertenecer a su esposa. Pero en otros
matrimonios, aunque el marido seguía recibiendo una dote, existía separación de bienes y la mujer
seguía siendo dueña de sus pertenencias.
Bodas en la antigua Grecia
El matrimonio griego se caracterizaba fundamentalmente por su
aspecto religioso. La diosa del matrimonio y protectora de las
mujeres casadas era Hera. Sin embargo, no intervenían
sacerdotes en la celebración de la boda.
La principal finalidad era tener hijos varones que dieran
continuidad al linaje, celebrasen el funeral del padre y
continuaran los ritos familiares tras su muerte. Esto se percibía
como necesario para la felicidad de los muertos en el otro mundo.
El vínculo matrimonial era, además, una forma de establecer
alianzas. No tiene en cuenta el amor; los contrayentes no se
eligen mutuamente, sino que son los padres de ambos los
encargados de decidir quién es la persona más adecuada para sus
hijos.
El novio ofrece al padre de la joven importantes regalos, que
reciben el nombre de hedna. Es lo que se conoce como
matrimonio por compra. La mujer en realidad no se casa, sino
que es tomada por esposa. Los hedna permitían al esposo pasar a
la mujer del oikós paterno al suyo propio, y con eso se sellaba la
alianza entre ambas familias.
Otra forma de establecer alianzas es a través de los meilia o
dones de reparación, en virtud de los cuales la familia del
ofensor ofrece una hija como regalo al ofendido.
El ritual de la boda se celebraba generalmente en invierno. La
fecha se elegía cuidadosamente. Era recomendable celebrarla en
el mes de enero y durante la luna llena. Las celebraciones
duraban tres días, llamados praílía, gámoi y epaílía.
El primero se dedicaba a la preparación de la novia, y tenía lugar
en la casa de su padre. Se empezaba con un sacrificio. La novia
ofrecía en el altar sus juguetes de infancia, junto con
algunos mechones de su cabello o su cinturón, o ambas
cosas. Ofrecer el cabello simbolizaba el abandono de la infancia y
la sumisión al esposo, y el cinturón la entrega de la virginidad.
También el novio se cortaba el cabello y hacía sacrificios a los
dioses del matrimonio.
Antes o después de esto tenía lugar el baño ritual de la novia en
una fuente o río sagrado. Podía bañarse en su casa, pero entonces
tenían que transportar el agua desde los lugares adecuados. El
baño simbolizaba la purificación de la novia y el deseo de hacerla
fértil.
El segundo día comenzaba un banquete que solía celebrarse
en casa del padre de la novia. El novio se reunía con todos sus
amigos, mientras que ella se sentaba con las suyas en una mesa
aparte. Era típico comer pasteles de sésamo. Después un niño,
coronado de hojas de acanto y bellotas, y cuyos padres tenían que
estar vivos, repartía pan o roscos que portaba en una canastilla
mientras repetía que “los novios han escapado de un mal para
encontrar un bien”. Tras la comida se quitaba el velo a la novia en
una ceremonia que se llamaba anakalipteria, y durante la cual se
procedía a la entrega de los regalos del novio.
Al caer la noche la novia abandonaba sus aposentos y atravesaba
la ciudad en un carro tirado por mulas o caballos hasta la
casa del que pasaba a ser su esposo. Iba sentada entre éste y
su parochos, es decir, el amigo o pariente más próximo de él,
aunque cuando un hombre contraía segundas nupcias no
acompañaba personalmente a la novia.
Se coronaba a los novios y se los adornaba con cintas de
colores, ambos se vestían de gala, ella con su velo, y en épocas
muy remotas se intercambiaban los trajes, para simbolizar la
íntima compenetración del uno con el otro. La madre de la
novia, los esclavos y otras mujeres seguían a la comitiva
portando antorchas, símbolo que legitima la boda. Todos iban
cantando al son de las liras, flautas y cítaras, los jóvenes
bailando en corros; se arrojaban confites y dulces, y toda la
ciudad era fiesta y regocijo. La gente se detenía a mirar desde los
vestíbulos de sus casas.
Al llegar a la casa del novio, adornada con guirnaldas, hojas de
olivo y laurel, se quemaba el eje del carro para que la esposa
nunca sintiera la tentación de abandonar el hogar del
marido. Luego la familia del novio le daba la bienvenida. Era la
madre la encargada de recibirla con una antorcha, llamada del
himeneo. Se arrojaba sobre la cabeza de los novios dátiles, higos
y nueces, como símbolo de pertenencia al nuevo hogar. La novia
era conducida al aposento nupcial, delante de cuya puerta se
cantaba el epitalamio. Esa noche los recién casados se reunen
en el thálamos, que el novio ha adornado también con
guirnaldas, y comen el membrillo que simboliza la
consumación.
Y el tercer día, pasada la noche de bodas, consistía en la ofrenda
de regalos y la entrega de la dote acordada. A los novios se los
despertaba con una serenata, el diegertikon, y los parientes
les hacían múltiples presentes, muchos de ellos con
connotaciones eróticas. Ese día se celebraba una comida en casa
del padre del novio o del propio novio, algo de lo que se excluía a
las mujeres. Ni siquiera la recién casada podía asistir, aunque era
ella quien tenía la misión de preparar los platos que se servirían
durante esa jornada.
Los invitados aportaban lo que podían: ovejas, vino, pan…
Apenas el aedo comenzaba a tocar la cítara se inauguraba de
nuevo el baile.
En la antigua Grecia las mujeres comenzaban a contar su
edad a partir del momento en que se casaban. Mientras aún
no tenía un heredero, a la mujer se la llamaba nymfe, que
equivalía a recién casada. Después de tener un hijo era gyné,
palabra que significaba plenamente esposa.
Bibliografía:
perso.wanadoo.es/cespejo/mujer.htm
Eros en la antigua Grecia – Claude Calame
Nueva crestomatia griega – Antonio Bergnes de las Casas, Juan
Oliveres
Encyclopedia of the Ancient Greek World - David Sacks,Oswyn
Murray,Lisa R. Brody