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[5] unca me ha convencido el punto de vista que sitúa a la serpiente como el villano en la historia de Adán y Eva. En cuanto se le piensa un poco, la serpiente no obliga ni engaña a Eva, ni mucho menos a Adán. Apenas si le sugiere a Eva probar el fruto prohibido. La serpiente seduce, pero no amenaza. Eva podría haber rechazado su incitación sin ries- gos. Adán también. La serpiente era apenas un detalle, como lo es también en el cuento de Ambrose Bierce que abre este libro: “El hombre y la serpiente”. Lo sustancial del cuento, en cambio, es el miedo. El terror. Y no podemos echarles la culpa a las serpientes por la tentación, por el terror, ni por sentirnos tentados por el terror. Mientras leía sobrecogido estos relatos, me preguntaba cuáles son esas cosas a las que todos los hombres tememos en algún momento de la vida. Aunque no hice una encuesta planetaria, me arriesgo a pro- poner que casi todos los nacidos de mujer tememos, por lo menos, a la muerte, al dolor, a la vejez y a la pérdida o el sufrimiento de los seres queridos. Aquel que no tema al mis- terio nunca aclarado del fin de la existencia humana, temerá al implacable proceso por el cual nuestra piel se arruga, nues- tros músculos se atrofian y nuestra memoria flaquea; y quien no tema ni a uno ni a otro seguramente temblará ante la pers- pectiva de ese chispazo infernal que es el dolor en el cuerpo [Prólogo] Por Marcelo Birmajer N Prólogo

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Prologo a Noches de Pesadilla. Cuento El Hombre y La Serpiente

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unca me ha convencido el punto de vista que sitúa a laserpiente como el villano en la historia de Adán y Eva.

En cuanto se le piensa un poco, la serpiente no obliga niengaña a Eva, ni mucho menos a Adán. Apenas si le sugierea Eva probar el fruto prohibido. La serpiente seduce, pero noamenaza. Eva podría haber rechazado su incitación sin ries-gos. Adán también. La serpiente era apenas un detalle, comolo es también en el cuento de Ambrose Bierce que abre estelibro: “El hombre y la serpiente”. Lo sustancial del cuento, encambio, es el miedo. El terror. Y no podemos echarles laculpa a las serpientes por la tentación, por el terror, ni porsentirnos tentados por el terror. Mientras leía sobrecogidoestos relatos, me preguntaba cuáles son esas cosas a las quetodos los hombres tememos en algún momento de la vida.Aunque no hice una encuesta planetaria, me arriesgo a pro-poner que casi todos los nacidos de mujer tememos, por lomenos, a la muerte, al dolor, a la vejez y a la pérdida o elsufrimiento de los seres queridos. Aquel que no tema al mis-terio nunca aclarado del fin de la existencia humana, temeráal implacable proceso por el cual nuestra piel se arruga, nues-tros músculos se atrofian y nuestra memoria flaquea; y quienno tema ni a uno ni a otro seguramente temblará ante la pers-pectiva de ese chispazo infernal que es el dolor en el cuerpo

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humano; y quien sea tan valiente como para no amedren-tarse frente a esas inevitables circunstancias, apuesto a quesí temerá que le ocurran a un ser querido, o a perderlo. Haypersonas temerarias que prefieren morir antes que sufrir,incluso antes que ser objeto de una humillación. Otras soncapaces de afrontar las más dolorosas enfermedades con talde seguir viviendo semanas. Existen seres humanos que sealegran por la tranquilidad que les trae la vejez, y otros queprefieren abandonar al ser amado antes que verlo envejecer.Así de variado, heroico y triste es el mosaico humano. Sinembargo, todos los integrantes de alguno de estos equiposhan sentido miedo alguna vez. El miedo es una sensación.Puede parecer una obviedad pero la muerte, la vejez, el dolor,la pérdida del ser amado son hechos concretos; el miedo sólose siente, y puede sentirse o no. Uno de los grandes atracti-vos de la literatura de terror es poder disfrutar de la sensa-ción del miedo sin tener que afrontar el hecho real que loproduce. El miedo a las arañas, a las ratas, a las cucarachas—que por lo general no nos hacen nada y con las cuales ape-nas si nos cruzamos un par de veces al año— son formas delmiedo a cualquiera de los hechos mencionados; y la suma detodos los miedos es el miedo a lo desconocido. La adultez nosayuda a recibir con menos temor un dolor de muelas, porquenuestra experiencia nos enseña que en algún momento losuperamos; pero ¿cuál sería nuestra reacción ante el mis-mo dolor si nos dijeran que es imposible aplacarlo? Lo des-conocido nos atemoriza aun cuando sepamos que, másallá de las brumas, nos aguarda algo bello o placentero.Pero en un cuento podemos espiar la experiencia de morirde miedo sin pagar el precio. No se trata sólo de ver qué lepasa a otro: cada lector puede compartir las sensaciones

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de un personaje, extraer de él la intensidad y preservarse almismo tiempo. Todos los lectores somos vampiros con lospersonajes. Acompañamos a Napoleón mientras es guiadopor un espectro, porque siempre quisimos vivir el vértigo dehablar con un habitante del Más Allá, pero sin dejarle nues-tro teléfono ni nuestra dirección. Transpiramos en la casaembrujada de la calle Aungier, pero al cerrar el libro nos bur-lamos del pobre infeliz que quedó atrapado entre sus páginas.Llegamos hasta el umbral de la ferocidad del conde Drácula yle aplicamos el único conjuro realmente inapelable: conside-rarlo un personaje de ficción. Pero ¿de veras salimos tanindemnes de las historias de terror que leemos por placer?¿Nos despedimos con tanta facilidad de aquellos personajescon los que vivimos a lo largo de un cuento, como polizoneso súcubos? Los miedos que ellos viven ya acompañaban alhombre de las cavernas y siguen acompañando al de los ras-cacielos: el misterio de la muerte y del sufrimiento, de la iden-tidad (¿quién soy?) y del desamor, no ha avanzado hacia surespuesta, ni con la tecnología ni con las múltiples escuelasfilosóficas. Nacemos conmiedo y tememos hasta el último día,cada uno, como individuo, igual que el primer hombre sobre laTierra. Absorbemos las historias de estos personajes como ellobo intenta succionar la sangre del joven en el cementerio.

No faltan cementerios en esta antología, pero… ¿por quénos dan miedo los cementerios? Se supone que esos sitios sonmás tranquilos y pacíficos que el resto de los lugares de laTierra. Son los vivos, no los muertos, quienes pueden poner-nos en peligro. Pero nuestra imaginación se resiste a aceptarque la vida termine y, por algún motivo —mi inteligencia nollega tan lejos como para deducirlo—, la mayoría de los auto-res sugiere que nada bueno puede provenir de los redivivos.

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Mis dos cuentos preferidos en esta antología son, en primerlugar, el que trata este tema: “La pata de mono“, de W. W.Jacobs. Está narrado con una austeridad y una sencillez quelo vuelve doblemente siniestro. No me extraña que hayasido escrito por un humorista; en mi opinión, es un cuentoperfecto. El segundo pertenece a un maestro y precursor, H.G. Wells, y trata otro de los temas a los que nos referíamos:la vejez.

Como desde siempre la literatura ha procurado inquietaral lector —ya sea para prevenirlo, castigarlo o simplementedivertirlo—, estos cuentos no tienen fecha de vencimiento.Podrían haber sido escritos hoy mismo, y sin duda seguiránsiendo material de adaptaciones para el cine y la televisión.Hoy ustedes tienen el privilegio de poder leerlos tal y comosus autores los concretaron.

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s informe verídico —y confirmado por tantos tes-tigos, que ningún hombre juicioso y erudito osa

hoy en día contradecirlo— que los ojos de la serpien-te tienen propiedades magnéticas, de modo que si al-guien cayese bajo su influjo es atraído hacia ellacontra su voluntad, y muere en forma lamentable porla mordedura de ese ser.

Recostado en el sillón con toda comodidad, en batay zapatillas, Harker Brayton se sonrió mientras leíaaquella frase en la vieja obra de Morryster, Las mara-villas de la ciencia: “Lo único que tiene de maravillo-so”, se dijo, “es que los hombres juiciosos y eruditos delos tiempos de Morryster hayan creído en tales tonte-rías, rechazadas por la mayoría, hasta por las personasmás ignorantes de nuestra época”.

Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre deideas, y sin darse cuenta bajó el libro sin desviar la vis-ta. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su línea

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de visión, algo extraño en un oscuro rincón del cuar-to captó su interés. Lo que vio en la sombra, debajode la cama, fueron dos puntos de luz diminutos, se-parados entre sí por unos dos centímetros. Quizá fue-ran destellos del mechero de gas ubicado sobre él,reflejados en cabezas de clavos de metal. No les hizocaso y continuó leyendo. Un instante después, algo—un impulso que no se le ocurrió analizar— lo incitó abajar el libro de nuevo y buscar lo que había percibidoantes. Los puntos de luz aún estaban allí. Parecían másbrillantes en ese momento y refulgían con un lustreverdoso que no había notado la primera vez. Pensó, tam-bién, que se habían movido un poco, quizá… que seencontraban más cerca. Sin embargo, todavía estabandemasiado velados por las sombras como para mostrar sunaturaleza y origen a una atención indolente, y reanudóla lectura. De pronto, una frase del texto le hizo pensaralgo que lo sobresaltó e impulsó a dejar caer el libro alcostado del sofá por tercera vez, donde se le soltó de lamano y cayó al suelo boca abajo. Brayton se levantó amedias y miró encandilado el espacio oscuro bajo lacama. Allí le pareció que los puntos de luz brillaban conun fuego más intenso aún. En ese momento, se desper-tó su interés por completo y su mirada se tornó apre-miante y ansiosa. Casi debajo de la barandilla del pie dela cama, aparecieron los anillos de una enorme serpien-te: ¡los puntos de luz eran sus ojos! La horrible cabeza,que sobresalía del anillo interior y descansaba sobre elexterior, apuntaba en forma directa hacia él: el diseñode la mandíbula ancha y brutal, y la frente parecida ala de un idiota servían para sostener la dirección de suAm

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mirada malévola. Los ojos ya no eran simples puntosluminosos; miraron a los suyos con sentido, un senti-do que encerraba un significado maligno.

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Por suerte una serpiente en el dormitorio de una delas mejores casas de una ciudad moderna, no es unfenómeno tan común como para pasar inadvertido.Harper Brayton, un soltero de treinta y cinco años, culto,indolente, pero también atlético, rico, popular y debuena salud, acababa de regresar a San Francisco des-pués de llevar a cabo un largo viaje por países remotosy desconocidos. Sus gustos, siempre un tanto lujosos, sehabían vuelto exagerados tras largas privaciones; ypuesto que los servicios del Hotel Castle ya no satisfa-cían sus deseos a la perfección, aceptó gustoso la hospi-talidad de su amigo, el distinguido doctor Druring. La casadel científico grande y antigua, ubicada en lo que eraentonces un barrio poco ostentoso de la ciudad, se mos-traba a todas luces apartada y distante del resto. Eraobvio que no guardaba relación alguna con las edifica-ciones contiguas de su entorno, bastante modificado, yhabía desarrollado las excentricidades propias del aisla-miento. Una de ellas era un ala visiblemente inadecuadadesde el punto de vista arquitectónico y no menos dis-cordante en cuanto a su propósito, pues era una combi-nación de laboratorio, zoológico y museo. Allí era dondeel doctor satisfacía la faceta científica de su naturalezacon el estudio de aquellas formas de la vida animal queatraían su interés y se adecuaban a sus gustos, los cuales,hay que confesarlo, se inclinaban por el tipo inferior. Paraque alguno de los tipos superiores agradara a sus senti-dos, aunque fuera de modo superficial, debía conservarAm

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por lo menos determinadas características rudimentariaspropias de los “dragones primigenios”, tales como saposy culebras. Sus simpatías científicas se inclinaban porlos reptiles: admiraba a los seres ordinarios de la naturale-za y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología.Como su esposa e hijas no tenían la suerte de compartir sulúcida curiosidad respecto de los hábitos de vida de lasmalhadadas criaturas —nuestros parientes lejanos—, fueronexcluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba elSerpentario y condenadas a la compañía de sus semejan-tes; no obstante, para suavizar los rigores del destino, leshabía permitido, gracias a su enorme generosidad, aventa-jar a los reptiles en la magnificencia de su ambiente y bri-llar con mayor esplendor.

En cuanto a su arquitectura y a su “decoración”, elSerpentario era sencillo y austero, como convenía a lashumildes circunstancias de sus habitantes, a muchos delos cuales, por cierto, no se les podía conceder sin peli-gros la libertad necesaria para disfrutar con plenitud dellujo, pues tenían la inquietante particularidad de estarvivos. En sus compartimientos, sin embargo, gozaban demuy pocas restricciones, limitadas a las indispensablespara su necesaria protección frente a la costumbrenefasta de comerse unos a otros; y, como bien le infor-maron a Brayton, era ya tradicional encontrar a algunosde ellos, en diversos momentos, en determinados luga-res del local donde les hubiera resultado muy embara-zoso explicar su presencia. A pesar del Serpentario y desus siniestras asociaciones —a las que, en efecto, presta-ba muy poca atención—, la vida en la mansión Druringle resultaba a Brayton muy agradable. El

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III

Más allá de la sorpresa inicial y un ligero estremeci-miento de repugnancia, la situación no alteró demasia-do al señor Brayton. Su primer impulso fue el de tocarla campanilla para llamar al criado, pero no lo hizo,aunque el cordón de la campanilla se encontrara al al-cance de la mano. Se le ocurrió que tal acto lo haríaparecer temeroso lo cual, desde luego, no era cierto. Loafectaban menos los peligros de la situación que su in-congruencia, de la cual era muy consciente: era repul-siva, pero a la vez absurda.

El reptil pertenecía a una especie desconocida paraBrayton. Tan sólo podía calcular su longitud; pero en suparte más visible, el cuerpo del animal parecía tan grue-so como su antebrazo. ¿De qué modo resultaba peli-groso, si en verdad lo era? ¿Se trataba de una serpien-te venenosa? ¿Una boa constrictora? Su conocimientode las señales de peligro de la naturaleza no le permitíasaberlo, pues nunca había tenido necesidad de descifraraquel código.

Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofen-sivo. Por lo demás “desentonaba”, estaba fuera de lugar,lo que lo convertía en una impertinencia. La joya no eradigna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros denuestra época y nuestro país, que llenaron las paredesde las habitaciones con cuadros, el piso con muebles ylos muebles con baratijas, han proporcionado un sitioadecuado para ese ejemplar de vida selvática. Además—¡la sola idea le resultaba insoportable!—, las exhala-Am

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