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Miradas al SUR Basuralandia Año 7. Edición número 316. Domingo 8 de Junio de 2014 Por Daniel Ares [email protected] E En 1997 un navegante norteamericano descubría en el norte del Pacífico un nuevo continente. No era de tierra, era de plástico, y crecía. Hoy se lo estima más grande que la India, mientras otros similares aparecieron en el Atlántico. Habrá que admitir qué poco nos importa el planeta que habitamos si el hallazgo –hace ya casi dos décadas– de un nuevo continente todavía inconmensurable no apareció jamás en la tapa de ningún periódico. Pero así fue. Entre el 12 y el 15 de agosto de 1997, el navegante norteamericano Charles Moore, en travesía por el norte del Pacífico, de regreso de Hawai a California, a bordo de su velero Alguita, desviado de su ruta prevista, inesperadamente avistó tierra. Entre los 135° a 155° oeste, y 35° a 42° norte, encontró una masa inmensa, inabarcable para la vista. Enorme como un nuevo continente. Tentado estuvo de gritar “tierra” él también, pero al acercarse descubrió que no era tierra la tierra, porque no era un continente natural: lo había creado el hombre. Todo era basura. Plástico y espanto. ¿Cómo nadie nunca lo había visto?... Por su propia sustancia –plástico en un 90%–, no sólo resulta imperceptible para los radares, sino que flota semisumergido, casi invisible para los satélites. Aún hoy nadie sabe cuánto mide exactamente. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de los Estados Unidos (NOAA, por sus siglas en inglés) dice que es imposible

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Miradas al SUR

Basuralandia Año 7. Edición número 316. Domingo 8 de Junio de 2014 Por Daniel Ares [email protected]

E En 1997 un navegante norteamericano descubría en el norte del Pacífico un nuevo continente. No era de tierra, era de plástico, y crecía. Hoy se lo estima más grande que la India, mientras otros similares aparecieron en el Atlántico. Habrá que admitir qué poco nos importa el planeta que habitamos si el hallazgo –hace ya casi dos décadas– de un nuevo continente todavía inconmensurable no apareció jamás en la tapa de ningún periódico. Pero así fue. Entre el 12 y el 15 de agosto de 1997, el navegante norteamericano Charles Moore, en travesía por el norte del Pacífico, de regreso de Hawai a California, a bordo de su velero Alguita, desviado de su ruta prevista, inesperadamente avistó tierra. Entre los 135° a 155° oeste, y 35° a 42° norte, encontró una masa inmensa, inabarcable para la vista. Enorme como un nuevo continente. Tentado estuvo de gritar “tierra” él también, pero al acercarse descubrió que no era tierra la tierra, porque no era un continente natural: lo había creado el hombre. Todo era basura. Plástico y espanto. ¿Cómo nadie nunca lo había visto?... Por su propia sustancia –plástico en un 90%–, no sólo resulta imperceptible para los radares, sino que flota semisumergido, casi invisible para los satélites. Aún hoy nadie sabe cuánto mide exactamente. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de los Estados Unidos (NOAA, por sus siglas en inglés) dice que es imposible

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medirlo, porque los límites de su masa no aparecen definidos. En un principio se decía que abarcaba la misma superficie que el estado de Texas, unos 600 mil kilómetros cuadrados. Pero el Centro Nacional de Estudios Espaciales Francés (CNES), asegura que tiene ya unos 22.000 kilómetros de circunferencia, y que la superficie total llegaría a los tres millones y medio de kilómetros cuadrados. La India. Otros creen que ya superó el tamaño de Europa, con más de diez millones de kilómetros cuadrados. Es literalmente inconmensurable. También es cierto que se hace imposible medirlo con precisión, porque se trata de una carrera contra el tiempo: su masa crece a diario. Minuto a minuto. En eso sí coinciden todos. Y en que se alimenta de nosotros. De nuestros deshechos infinitos que llueven sin parar. Desde hace mucho, y cada día más. Atraídos por el giro oceánico del vórtice norte del Pacífico, y atrapados en su propio remolino, incontables millones de toneladas de basura se reúnen, su unen, giran, se licuan y se funden. Hoy la concentración de polímeros de plástico en esa s aguas es siete veces superior a la del plancton. Algunos le llaman la Gran Isla de la Basura, el Gran Parche de Basura, y otros le dicen la Sopa de Plástico o la Sopa Tóxica. Pero muchos ya lo consideran, sin eufemismos, el Séptimo Continente. No es posible, por ahora, pisar encima, construir sobre su suelo. No es sólido. Los que vieron el fenómeno de cerca prefieren compararlo con una galaxia, con sus cuerpos más grandes, medianos y pequeños, y su inmensa nebulosa que la envuelve. Y que crece y se compacta. Sin prisa y sin pausa, su destino es ser tierra firme. Un día el mar, ahí, así, no estará más. La vida tampoco.

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La epopeya del descubrimiento. Tapas de gaseosas, encendedores, lapiceras, cables, computadoras, heladeras, televisores, “casi todo lo que puede verse en un centro comercial, es posible encontrarlo allí”, dijo su descubridor, el capitán Charles Moore, en una entrevista en 2009, a punto de embarcarse por tercera vez, como un triste Colón, de regreso a su espantoso continente. Ya por 1974 algunos científicos avisaban allí la formación de una creciente masa plástica, consecuencia de las corrientes oceánicas y los vientos del Pacífico Norte. Nadie los oyó gritar. Pero en 1989, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica publicaba un mapa detallado del neuston de plástico, exponía el tamaño alcanzado y pronosticaba casi con exactitud la actualidad de lo que llamaba el Gran Parche de Basura en el Giro Central del Pacífico Norte… Algunos lo creyeron, pero a nadie le importó. El nuevo continente seguía sin aparecer en los radares ni en los satélites. Hasta ese agosto de 1997, cuando el capitán Charles Moore, al mando de Alguita y su breve tripulación, ya vencido y sin chance en la regata Transpacific Yacht Race, se desvía de su ruta de regreso a California y allí lo ve. Un continente desconocido. Ignorado. Inmenso. Inmundo. Primero fueron millas y millas de botellas y tapones y bolsas de plástico. La masa se hacía cada vez más densa. Por tramos, la navegación se volvió imposible. “Más o menos entre los 38º norte y los 145º oeste –recuerda Moore–, avistamos una franja de más de un metro de ancho, una línea sólida de desechos plásticos: desde conos de tráfico de Japón, hasta cables, cuerdas… La línea se perdía en el horizonte y nunca encontramos el fin”. Una semana precisó Charles Moore para atravesar su nuevo continente. Maravillado por el espanto, de vuelta en su casa, se lo contó al mundo. Primero compartió su hallazgo con el oceanógrafo Curtis Eddesmayer –suerte de Américo Vespucio de Moore–, y entre los dos lo anunciaron por la cadena NBC y en un artículo en la revista Natural History. El mundo siguió andando. Espantado por la indiferencia, el capitán Moore fundó entonces la Algalita Marine Research, una organización dedicada a la difusión y la concientización de aquel hecho inmenso, inmundo, ignorado. “A mí no me sorprendería que haya alcanzado ya los trece millones de kilómetros cuadrados de superficie –dijo Moore en 2009–. Y no soy optimista por el futuro. El problema aumenta rápido. En la superficie, el plástico puede tardar hasta 500 años en deshacerse. Pero si se hunde, en el fondo marino puede volverse inalterable para siempre. La posibilidad de deshacerse de este plástico es menor a medida que pasa el tiempo”. No es casual que tremenda masa de mugre se haya organizado equidistante entre las costas de Japón, China y Estados Unidos, tres de los países más industrializados del mundo. Pero los responsables no son los dueños, y ahí lo fatal: el nuevo continente surgió en aguas internacionales. “A nadie le importa”, escupe Moore. Hoy, un proceso de limpieza de esos millones de toneladas de basura supone costos elevadísimos, implica tecnología de punta, embarcaciones y tripulaciones especializadas: inversiones a las que ninguno de los tres gobiernos está dispuesto. Mucho menos por algo que, dicen, esgrimen, no les pertenece. Quizás cuando la gran isla deje de ser una isla y se haya vuelto un puente entre los tres países puede ser. Mientras tanto, la producción mundial de basura sólida no cesa, por el contrario, crece. A diario. Y cada vez más rápido. Igual que el nuevo mundo inmundo del capitán Charles Moore.

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Basura humana. Se estima que el total de la humanidad produce unos cuatro millones de toneladas de basura. Por día. Y cada día más. Un reciente informe del Banco Mundial calcula que, antes de 2025, esa cantidad será duplicada. El informe es optimista, sin embargo. Prevé que el pico de residuos soportables se alcanzará recién a inicios del siglo XXII. En cambio, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), no es lo tanto. Según sus investigadores, el límite tolerable llegará entre 2050 y 2075. La proyección es sencilla. Con el debido progreso de la revolución industrial, tan sólo en el siglo XX la producción de desechos sólidos se decuplicó. El informe contiene un mapa de la basura donde puede observarse que los mayores productores mundiales de residuos urbanos son Europa Occidental y América del Norte, con Estados Unidos y Canadá disputando la supremacía. Entre los primeros puestos, aparecen también Kuwait, Antigua y Barbuda, Barbados, Guyana, Sri Lanka, Nueva Zelanda y la India. Y los expertos auguran que el problema será todavía más agudo en los países del África submarina, donde los actuales procesos de urbanización y desarrollo marcarán el ritmo de los desperdicios. El antes mencionado estudio de la OCDE registra además, tanto en los países pobres como desarrollados, “una notable disminución de desechos biodegradables, mientras aumentan los residuos plásticos, eléctricos y electrónicos”. Según sus datos: “Por cada tonelada de residuos generados en los procesos de uso y consumo, previamente se han producido cinco toneladas de desperdicios en su fabricación y veinte toneladas de desechos en la extracción de las materias primas”. En otras palabras, esa botella de lavandina, aún antes de abrirla, ya generó mucha más mugre de la que podría limpiar. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud alerta: en los últimos cinco años la generación de basura por individuo creció en todo el mundo un 40%. Algunas de las mayores ciudades emergentes ya muestran los efectos colaterales de su emersión. Los vertederos de Laogang en Shanghai; Sudokwon, en Seúl; Jardim Gramacho, en Río de Janeiro, y Bordo Poniente, en Ciudad de México, absorben, por día, más de 10.000 toneladas de residuos. De esa basura sólida no se recicla ni la mitad, y en países como la India o Brasil el reciclado no llega al 15% de los desechos producidos. Pareciera ser un raro intríngulis para la especie: ¿o deja de progresar o la tapa la basura?

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Alemania y Suiza alcanzaron el Modelo Residuo Cero con la recolección selectiva de materia orgánica para su posterior aprovechamiento y el rígido control sobre los fabricantes en la gestión de los residuos que generan, ya desde el proceso de producción, hasta después de su consumo. Mientras tanto, arrastrada por el viento que todo se lo lleva, buena parte de la basura diaria alcanza los ríos, y con los ríos el mar. La humanidad consume, por ejemplo, alrededor de 500 mil millones de bolsas de plástico por año. Menos del 1% será reciclado. Cada minuto se tiran al mar doce toneladas de basura. Unos doscientos kilos por segundo. Sólo el 20% de los desechos que ahora forman el Séptimo Continente fue arrojado desde los barcos. El resto llegó de la tierra. Sale de cada uno de nosotros. Y algo peor: a nosotros vuelve. A cada uno.

Comida chatarra. En la gran tiniebla de las cifras, algunos expertos dicen que la Sopa de Plástico del Pacífico Norte ya contiene unos 10 millones de toneladas de basura. Según su descubridor, el capitán Charles Moore, allí flota el 2,5% de todo el plástico fabricado en el mundo desde 1950. El 10% de esa boñiga son puras bolsas plásticas. Su degradación, advierten los científicos, es lenta pero efectiva, hasta convertirse por fin en minúsculos petropolímeros, altamente tóxicos pero minúsculos. O sea que muchos pájaros, peces, tortugas, delfines y ballenas suelen confundirlos con alimento. Y los ingieren. Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) estima que dicha contaminación mata por año más de un millón de aves y peces y unos cien mil mamíferos marinos. Según un estudio de la revista Marine Ecology Progress, los peces del Pacífico ingieren, cada año, 24 mil toneladas de plástico. Una investigación hecha en las aguas del nordeste Atlántico descubrió plancton con muestras de plástico añejadas en su interior desde la década de 1960. Y por supuesto, un significativo aumento en las cantidades con el paso del tiempo. Durante cinco años fueron observados los fulmares –aves marinas del Mar del Norte– para confirmar que el 95% de los ejemplares cargaban residuos plásticos en sus estómagos. “Dentro de los albatros encontramos linternas como las que usan los pescadores, pero también globos, cintas, encendedores, tapitas de botellas”, cuenta Britta Hardesty, ecologista de la agencia nacional científica de Australia, Csiro, y apunta: “Los pájaros se mueren de hambre con el estómago lleno”.

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Que se mueran los animales, dirán los inconmovibles de siempre. Pero la mala noticia es que así el plástico se incorpora a la cadena alimenticia, y así es como vuelve a nosotros. Para matarnos también. La bioacumulación de estas sustancias en el organismo de los seres vivos, recuerdan los científicos, traería consecuencias muy serias para la salud humana. Algunos no dudan en calificarlas, incluso, de “catastróficas”. Por fin el problema se volvió tan grande que empezó a molestar, y en 2012 los “Océanos en peligro” ocupó el segundo lugar en el anuario del Proyecto Censurado de la Universidad de Sonoma de California, que todos los años registra las 25 noticias más censuradas en Estados Unidos. Aún así, la noticia, como la mugre, siguió creciendo. Porque ya no se trata, apenas, del Pacífico Norte. Aquí y allá, por todos los mares, todos los días, surgen nuevas islas, nuevos continentes. Más basura.

El corazón de las tinieblas. El problema quizá no sea la humanidad y sus desechos, sino los cinco vórtices oceánicos del mundo que no paran de girar. Por el momento, es imposible detenerlos. Giran y giran, y en su calesita sin fin concentran y retuercen la suma de nuestros desperdicios. Y tal vez son más de cinco. Los patrones de circulación oceánica son tan complejos que aún es mucho lo que se ignora sobre ellos. Apenas hay consenso en que existen cinco giros oceánicos principales y otros más pequeños –también por el momento– en el mar de Bering y hacia las costas del continente antártico. Por lo pronto, a los cinco grandes giros, le corresponden ya cinco grandes islas de basura. En el célebre por temible mar de los Sargazos, entre las Bermudas y los Estados Unidos –sobre el no menos temible Triángulo–, gira uno de esos vórtices, aunque cada día más despacio. Investigadores de Woods Hole Oceanographic Institution y de la Universidad de Hawai de Honolulú, publicaron en la revista Science los resultados de la recolección de muestras tomadas entre 1986 y 2008, por más de siete mil estudiantes universitarios en 6.136 localizaciones del mar del Caribe y el Atlántico Norte. Y fue en el mar de los Sargazos

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donde encontraron la mayor concentración de basura: 580.000 piezas por kilómetro cuadrado, milimétricas en su mayoría. El artículo apareció en 2009, cuando la isla superaba ya la superficie de Cuba. Hoy quizás la duplique. Juan Manuel Díaz, director científico de la fundación Marviva –sustentada por los gobiernos de Costa Rica, Colombia y Panamá–, explica que “los residuos son difíciles de detectar si no es con expediciones, pues al estar ubicados a pocos metros por debajo de la superficie y desintegrados al punto de parecer plancton no son visibles para los satélites”. Por eso, el último 5 de mayo zarpó de Martinica una expedición organizada por la agencia espacial francesa (CNSE), la agencia espacial europea (ESA), el centro de investigación francés CNRS y la institución científica Mercator Ocean rumbo al corazón de plástico del mar de los Sargazos. “Vamos a intentar alcanzar el centro del giro oceánico y el año que viene será la isla de basura del Atlántico Sur”, prometió Patrick Deixonne, entusiasta explorador de esta ruinosa conquista. Según Silvia García, de Oceana –la mayor organización internacional dedicada a la conservación de los océanos–, son cuatro las islas de basura entre el Pacífico y el Atlántico. Una por vórtice. La quinta está en el Índico, y acaso sea, ya, la mayor de todas. La misteriosa –por infructuosa– búsqueda del avión MH370 de Malasya Airlines arrojó un descubrimiento incontestable: el océano Índico entero está cubierto por un espeso manto de basura plástica. “Frente a la costa oeste de Australia –dice Britta Hardesty, de la CSIRO–, donde se cree que se estrelló el avión, flotan entre cinco mil y trescientos mil minúsculos restos de basura por cada kilómetro cúbico de agua”. De regreso de las búsquedas del MH370, uno de los pilotos dijo: “Vimos islas de basura del tamaño de Brasil a la deriva”. Debido a las fuertes corrientes del Índico, esas islas se mueven entre Australia y África, y van y vienen juntando la basura de todas partes. Crecen, y se espesan. Cuando todas esas islas por fin se unan, el mar, ahí, tampoco estará más.

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En el fondo es peor. Sin embargo, todos estos continentes a la vista y sus incontables archipiélagos de porquerías, serían apenas el 15% del total de la basura que se traga el mar. Otro 15% baña las costas del mundo. Y la mayor parte, el 70 restante, se acumula despacio y eterno en el fondo marino. Y sólo de basura sólida. Porque además están los dos mil millones de toneladas de aguas residuales que se descargan cada año en los ríos, estuarios y costas del mundo. Un cóctel fatal de pesticidas, fertilizantes, metales pesados y otros venenos. Se cree que hoy existen 200 zonas muertas entre todos los océanos, allí donde la cantidad de oxígeno ya cayó por debajo del nivel de la vida. A comienzos del siglo XX, eran sólo cuatro. A mediados de los ’60, ya eran 49; 87 en los ’70, 162 en los ’80. La progresión sigue sin prisa, sin pausa: fatal. Las esperanzas de revertir la hecatombe en marcha no existen. En el fantástico caso de que aún en este preciso instante cesara la producción de basura en todo el mundo, y nadie nunca más arrojara una sola colilla al piso, aún así el plástico que forma esos continentes, según las estimaciones científicas más optimistas, seguiría allí por otros 400 años, o más. En cuanto a sacar toda esa bosta del mar, la posibilidad ya suena a chiste. ¿Dónde llevarla?, se preguntan los expertos, y reflexionan: “Tan sólo con la del Pacífico Norte se ocuparía un país entero, y faltarían aún las otras cuatro”. Hace pocas semanas, el Instituto Scripps de Oceanografía de Estados Unidos confirmó que la Sopa de Plástico del Pacífico Norte había crecido cien veces en los últimos diez años. Vale repetirlo: son más de doscientos kilos de basura que le tiramos al mar. Cada segundo. Ahí van doscientas más, y otras doscientas. Habrá que admitir qué poco nos importa.