barta, armando - el hombre de hierro

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EL HOMBRE DE HIERRO

fEL HOMBRE DE HIERRO

LIMITES SOCIALES Y NATURALES DEL CAPITAL

Armando Bartra

NDICE

Tiempo de carnaval

Del luddismo utpico al luddismo cientfico

El monstruo imaginario

Nacimiento del monstruo

Contribucin a la crtica del monstruo

El monstruo agreste

El monstruo apocalptico

El monstruo en los confines

El monstruo interior

El monstruo electrodomstico

El monstruo habitado

El monstruo insostenible

El monstruo binario

El reino de la uniformidad

Mdicos brujos

De la Lunar Society a Microsoft

La irracionalidad final

Homo faber

Crtica de la crtica crtica

Homogeneizar

Perversiones rsticas

En la diferencia est el gusto

Un divorcio traumtico

Fractura del metabolismo social

Las razones del capitn Swing

Agricultura incmoda

La renta diferencial

Revolucin verde

De la renta de la tierra a la renta de la vida

La industria de la muerte

Cercando ideas

Mapa o territorio

Un pronstico (utpico? apocalptico?): el final nanotecnolgico de la agricultura

La amenaza que lleg del fro

El capitalismo como economa moral

La periferia en el centro

Negociando la medida de la explotacin del obrero

Negociando la medida de la explotacin del campesino

Negociando la medida de la explotacin de la naturaleza

Pobreza diferida

Una economa intervenida

La escasez

Dentro y fuera

Ni contigo ni sin ti

La otra mitad del mundo

Otra vuelta de tuerca al fetichismo de las mercancas

Labores transparentes

Tiempo medio de trabajo y tiempo individual de trabajo

Hacia un capitalismo residual?

De la marginalidad perifrica a la marginalidad metropolitana

Una modesta utopa

Economa solidaria

El subdesarrollo del desarrollo

Revoluciones comadronas o revoluciones lentas

Imaginacin poltica y experiencia utpica

El aura

Imaginacin y posibilismo

Lo que hace la mano hace la tras?: del privilegio del atraso al ethos barroco

La conspiracin de los diferentes

Tiempo de identidades

Ontologa del solitario

Del encuentro histrico al desdoblamiento estructural

De campesinos, indios y campesindios

La coartada racista

Entre el Movimiento al Socialismo y los Ayllus Rojos

Sumar minoras o construir mayoras

Diversidad y seudodiversidad

Los alcances del neokeynesianismo ecolgico

Ludditas y constitucionalistas

Posdata

Bibliografa

Aqu, en el autmata y en la mquina movida por l, el trabajo del pasado se muestra en apariencia como activo en s mismo, independientemente del trabajo vivo, subordinndolo y no subordinndose a l: el hombre de hierro contra el hombre de carne y hueso.Carlos Marx. Manuscrito 1861-1863

Tiempo de carnaval *

La desintegracin del sistema social y econmico haba sido lenta, gradual y profunda. Pero haba calado tan hondo que...nada pareca estable, fijo; el universo era un flujo incesante. Nadie saba lo que iba a ocurrir. Nadie poda contar con nada... Los hombres ya no pensaron que podan controlar el entorno; todo lo que quedaba era una secuencia de posibilidades en un universo regido por el azar.

Philip K. Dick, Lotera solar

Cuando las Torres Gemelas caen una y otra vez en obsceno replay televisivo mientras los muertos de Manhattan siguen muriendo en Palestina, en Afganistn, en Irak, en Lbano... Cuando el capital virtual coloniza el mundo por la red mientras los colonizados colonizan a pie las metrpolis primermundistas. Cuando el nico porvenir disponible se compra y se vende en los contratos de futuros de la bolsa de valores. Cuando la gran ilusin del siglo XX deviene ancin regime y los integrismos envilecen causas que alguna vez fueron justas y generosas. Cuando los nios palestinos que perdieron familia, casa, tierra y patria pierden la vida, la guerra y el alma desmembrando nios judos. Cuando por no cambiar todo cambia en una suerte de gatopardismo csmico. Cuando lo que era slido se desvanece en una mueca irnica como el gato de Cheshire. Entonces, es hora de darle vuelta al colchn y a la cabeza. Es tiempo de enterrar a los muertos para abrir cancha a los vivos. Es tiempo de carnaval.

Porque a veces somos de izquierda por inercia, por rutina, por flojera de repensar los paradigmas. Y los hay que siguen zurdos slo para preservar el look contestatario que tantos desvelos les cost. Pero hoy, cuando el gran proyecto civilizatorio de la izquierda naufraga y el socialismo tpico, que revel sus ntimas miserias, es ingresado en la morgue de la historia con otros cadveres ilustres como su primo el Estado de bienestar. Hoy, que se proclama el fin de la historia, no anunciando el advenimiento del reino de Marx sino la llegada del mercado absoluto. Hoy, que se derrumban muros y mitos, estatuas y dogmas. Hoy, la izquierda apoltronada corre el riesgo de volverse reaccionaria, conservadora, reculante; repetidora de cavernosas consignas; defensora empecinada del doloroso fiasco social en que se convirti la utopa realizada.

Si izquierda significa riesgo y aventura, si es vivir y pensar en vilo, en el arranque del milenio hay que dejar de ser de izquierda para seguir siendo zurdo. Hay que desembarazarse de rancios usos y costumbres, de frmulas entraables pero despostilladas. Hay que reordenar la cabeza, subvertir la biblioteca, vaciar el closet y el disco duro, airear la casa. Hay que disolver matrimonios caducos y enamorarse de nuevo.

La izquierda necesita deshacerse de tiliches desvencijados; abandonar sus ropajes envejecidos, su lenguaje de clich, su modito de andar como arrastrando los dogmas. La izquierda necesita encuerarse para avanzar a riz en el nuevo milenio. La izquierda necesita una purga de caballo.

Y si despus de cuestionarlo todo, de subvertirlo todo, aun encontramos razones para ser zurdos; entonces -y slo entonces- comenzar a nacer una nueva izquierda. Una izquierda burlona y con humor, por que para sobrellevar nuestros desfiguros y el papelazo que hicimos durante el siglo XX hace falta coraje pero tambin sentido del ridculo y cierto desparpajo.

Lo mejor de nosotros, los siniestros, ha emprendido un Magical Mistery Tour, un viaje catrtico y purificador con msica de aquellos setenta. Llevamos poco equipaje, pero en el camino estamos descubriendo prcticas y pensamientos heterodoxos antes soslayados. Aunque tambin revaloramos nuestra heredad, podamos el rbol genealgico y sin pasar por el divn nos vamos reconciliando con algunos episodios penosos del pasado.

* IQue la fantasa expulse a la memoria (Melville: 197) escribi Herman Melville en Moby Dick. Buena consigna para una izquierda que aun alienta porque ha sido capaz de resistir al fatalismo, de exorcizar los fantasmas del ayer. Pues si algo debemos rescatar del cajn de los trebejos jubilados es que la historia no es destino -ni inercia econmica- sino hazaa de la libertad es decir de la imaginacin.

Cuando los catequistas del mercantilismo difunden machacones los versculos de la teologa de la neoliberalizacin. Cuando impera un nuevo fundamentalismo economicista que ve en el mercado el territorio neutral donde se resuelve el destino de la humanidad por obra y gracia de las fuerzas ciegas, sordas y estpidas de la libre concurrencia. Cuando se sataniza a la economa poltica y se rinde culto a la econometra como presunta ciencia exacta. Cuando se proclama que la economa es dura y la sociedad blanda de modo que las aspiraciones humanas deben ajustarse a los dictados de la mquina de producir. Cuando se nos quiere hacer creer que la buena vida es resultado automtico del crecimiento y la felicidad out put de una matriz economtrica. Entonces, hay que revelarse contra el fatalismo, contra la inercia, contra un destino prefigurado en las cartas del Tarot de las prospecciones financieras. Entonces, hay que reivindicar la socialidad y el proyecto.

Si en la centuria anterior prim la desalmada economa en la nueva habr de imperar la sociedad solidaria. Ms nos vale. La humanidad no aguanta dos siglos seguidos como el recin pasado. Pero para aplacar al autmata mercantil, para domesticar a la mquina econmica, es necesario reivindicar el porvenir como proyecto; es de vida o muerte recuperar a la historia como afn, como invencin, como aventura, como utopa en movimiento.

Y el combate no ser slo contra los intelectuales neoconservadores y los Chicago Boys, tambin habr que desembarazarse de los restos del fatalismo libertario, del determinismo econmico de izquierda. Porque en las ltimas dos centurias del milenio que se aleja, uno de los saldos de las pasmosas revoluciones industriales fue la exaltacin de la tcnica y sus saberes, un culto que se extendi al mbito de lo social a travs de la economa cientfica. Cuando el maquinismo fabril devino corazn de una sociedad-mquina regida por los dictados del costo/beneficio surgieron apologistas del sistema deslumbrados por el todos ganan de las ventajas comparativas, y tambin profetas de la tasa decreciente de ganancia y la crisis ineluctable. Pero unos y otros descifraban el porvenir en las entraas del sistema econmico.

El capital de Carlos Marx fue la Biblia del nuevo socialismo. Un socialismo que se pretenda cientfico por trascender la pura condena moral de la sociedad burguesa desplegando una crtica rigurosa del sistema econmico del gran dinero. Y ms all de las intenciones de su autor, el libro cannico tuvo lecturas fatalistas segn las cuales el desarrollo productivo del capital sera la antesala de un comunismo tan emancipador como ineluctable que avanzaba montado en las galopantes fuerzas de produccin. As, pese a que el filsofo revolucionario conceba a la libertad como conciencia crtica y como prctica transformadora, su profesin de fe materialista se asimil al determinismo metafsico de Hegel.

Paradjicamente, las revoluciones del muy revolucionario siglo XX -consumadas varias de ellas en nombre del visionario alemn- fueron un ments a sus ms caras predicciones. El asalto al cielo no se dio en los pases industrializados de Europa donde las embarnecidas fuerzas productivas deban reventar las costuras de las relaciones de produccin, sino en las orillas del sistema. Aunque pronosticada por el anlisis econmico, la revolucin metropolitana no estall, en cambio la excntrica y voluntarista revolucin rusa fue el puente con insurrecciones igualmente precoces en pases semicoloniales de oriente. Y si el proletariado industrial era la clase econmicamente predestinada a encabezar las luchas por la liberacin definitiva, fue el campesinado -desahuciado por la economa- quien protagoniz las grandes rebeliones del siglo pasado. Y el marxismo se adapt de grado o por fuerza a las insurgencias realmente existentes.

Llamado a suceder al capitalismo monopolista en los pases ms desarrollados, el socialismo result en la prctica un curso indito a la modernidad neocapitalista, una va de industrializacin y urbanizacin recorrida casi siempre por pueblos mayoritariamente campesinos en pases econmicamente demorados. Anunciado como el principio del fin del Estado dictatorial de clase, el socialismo devino hiperestatismo autoritario. La revolucin result una aventura fracasada en sus pretensiones liberadoras radicales y el nuevo orden acab siendo inhspita estacin de trnsito.

Pero, en otra lectura, el socialismo fue igualmente un proyecto social de largo aliento, una heroica aventura civilizatoria protagonizada por los trabajadores industriales, aunque tambin y sobre todo por los campesinos y otros orilleros. Una excursin histrica emprendida a contrapelo de la bola de cristal de las predicciones econmicas. Leer su fracaso como evidencia de que la revolucin ocurri donde no deba de modo que los insurrectos pagaron con la derrota de sus ilusiones libertarias la osada de haber emprendido el asalto el cielo en las orillas y no en el centro; decir, a estas alturas, que la revolucin fracas por que no sucedi en Europa, es desechar un siglo de historia.

El socialismo realmente existente -de cual otro podramos hablar con verdadero provecho los presuntos materialistas- no fue la obra infame de un puado de malvados ni tampoco un error histrico producto de insurrecciones prematuras o desubicadas. Rescatar de los escombros de la revoluciones fcticas un socialismo irreal, una utopa marxiana que se cumplir indefectiblemente cuando por fin maduren sus premisas y -entonces s- tenga lugar la verdadera revolucin, es catalogar de extravo y valorar en muy poco el esfuerzo de millones de seres humanos que dejaron sangre, sudor y lgrimas en la prodigiosa empresa de edificar un orden econmico y social ms habitable. Si los predestinados alemanes no supieron hacer la revolucin -que s hicieron los rusos y luego otros orilleros- pues ellos se lo perdieron.

Hic Rodhus, hic salta! Buenas, malas o feas, esas fueron las revoluciones del siglo XX, probemos ah la fuerza explicativa de nuestras teoras.

*

En La balsa de piedra, una alegora novelada donde la pennsula ibrica se hace a la mar y recupera su vocacin de sur, el portugus Jos Saramago escribe: ...porque as dividimos el planisferio, en alto y bajo, en superior e inferior, en blanco y negro, hablando en sentido figurado, aunque deba causar asombro el que no usen los pases de abajo del ecuador mapas al contrario, que justicieramente diesen al mundo la imagen complementaria que falta (Saramago: 467).

Y efectivamente, nuestras teoras tendrn que revisar el papel que las orillas o mrgenes sociales desempean en la historia. Debern cuestionar el fetichismo cartogrfico del Norte y el Sur as como la metfora centro-periferia, inadecuada representacin de un mundo cada vez ms descentrado o multicntrico donde la modernidad ya no desciende del septentrin, ya no irradia de las metrpolis extendindose por la periferia como las ondas concntricas que causa una piedra al caer en el agua. En el presente, los paradigmas brotan por todas partes y se expanden y entrecruzan como las intrincadas ondas de un estanque bajo la lluvia. Hoy el mundo es red. Aunque -como las redes- est lleno de agujeros: enclaves sordos, ciegos, mudos, desconectados...

Parte de esta caduca visin centro-periferia es el mito de la exterioridad brbara, del salvaje muros afuera siempre rejego a la civilizacin. Esta imagen sobrevivi a la mundializacin comercial que arranca en el siglo XVI y a la financiera que comienza en el XIX. No sobrevivir a la del XXI. En la casa de cristal del orden globalizado no tienen sentido el adentro y el afuera, no caben aqu reservaciones premodernas ni periferias dizque subcapitalistas. En el mundo esfera no valen las coartadas dualistas para dar razn de las abismales desigualdades del mercantilismo realmente existente y ms que choque de civilizaciones los grandes conflictos globales de nuestro tiempo son desgarramientos intimos con ropajes de alteridad. Un ejemplo: el otro del cambio de milenio, el mundo rabe contemporaneo, se reconfigur drsticamente durante el siglo XX a partir del petrleo, combustible por excelencia del moderno capitalismo occidental. Adems, si en tiempos de Compaas Coloniales y economas de enclave el centro fincaba sucursales en la periferia, ahora la periferia se col en el centro. Ya no hay murallas que valgan, los brbaros han invadido las metrpolis.

Hoy, cuando todos somos centrales y todos somos contemporneos, la izquierda no puede seguir hablando de sociedades redimibles y sociedades desahuciadas, clases elegidas y clases condenadas, vanguardistas y zagueros. En tiempo de csmicos cataclismos financieros de transmisin instantnea por la red; en poca de multitudinarias desbandadas poblacionales que marchan del sur al norte y del oeste al este en una suerte de anticruzada civilizatoria; cuando las perversiones climticas planetarias nos pasan la cuenta por la industrializacin desmecatada y las pandemias universales de transmisin venera nos recuerdan que todos cojemos con todos; en un tiempo y un espacio de simultaneidad y contigidad absolutas, o te salvas tu o no me salvo yo, o todos nos salvamos o no se salva ni Dios.

El ms fro de los monstruos fros (Nietzche), ya no es el Estado nacin, sino la bestia global. Nuestro ogro desalmado es el capitalismo planetario y rapaz del nuevo siglo: un sistema predador, torpe y fiero; un orden antropfago; un imperio desmesurado que, como nunca, espanta; un asesino serial con arsenales nucleares.

Aquejados por el sndrome de fuerte apache, saldo de un septiembre 11 que eriz la paranoia estadounidense, los autoproclamados adalides de la civilizacin la describen como reducto asediado por indios brbaros que amenazan con saltar la empalizada y pasarnos a cuchillo. Pero se trata de una regresin maquinada por los personeros econmicos y militares del imperio; la leccin profunda de las Torres Gemelas es que no hay exterioridad, que los otros estn entre nosotros -que somos los otros de los otros- que en el mundo global los vientos y las tempestades agitan las cortinas de todos los hogares sin excepcin, incluidos los de la Gran Manzana. Y por si quedaba alguna duda, la tragedia de Nord Ost puso en claro que ya no hay seguridad domstica para ningn imperio, pues la clera chechena tambin tiene reservaciones en el gran teatro Dubrovka de Mosc.

En el libro de memorias A charge to keep, George Walker Bush transcribe una revelacin tenida cuando oraba en el mar de Galilea:

Ahora el tiempo se acerca

Nombrado por los profetas hace tanto

Cuando todos conviviremos juntos

Un pastor y un rebao

Y a raz de los atentados de Manhattan el iluminado declar al Time Magazine: Por la gracia de Dios yo estoy gobernando en estos momentos.

As en el arranque del tercer milenio un elegido encabezaba el nuevo imperio: orden unipolar y absolutista que, de petrificarse, dejar el tiempo de las mdicas pero generalizadas soberanas nacionales en calidad de efmero interludio entre el viejo y el nuevo colonialismo. Y es que el capitalismo es por naturaleza globalifgico y el estadounidense result un invasor compulsivo que en las ltimas dos centurias ha protagonizado alrededor de 180 intervenciones blicas extraterritoriales.

*

Pero que el mundo sea uno y esfrico no significa que sea uniforme. Y si ya no podemos barrer la diversidad al presunto exterior del sistema: un mbito desubicado y anacrnico donde supuestamente perviven las reminiscencias tecnolgicas, socioeconmicas y culturales del pasado, habr que admitir que la vocacin emparejadora de la revolucin industrial y del orden burgus result en gran medida ilusoria. Habr que reconocer que si en el siglo XIX el planeta pareca encaminarse a la homogeneidad, en el XXI es patente que -revolcada pero terca- la diversidad est aqu para quedarse. Por fortuna.

A mediados del siglo XIX la obsesin estandarizante del capital pareca a casi todos netamente progresiva: a unos porque crean que en verdad el mercado universal nos volvera justos y la competencia nos hara libres, a otros porque pensaban que universalizando el sistema productivo la mundializacin del gran dinero nos pondra en la antesala del socialismo. Sin embargo la experiencia del XIX y el XX demostr que, por si misma, la omnipresencia del overol proletario no redime y que tan aberrante es la creciente desigualdad econmica de las clases, los gneros, las regiones y los pases como el progresivo emparejamiento de los seres humanos y de la naturaleza.

En nombre de la expansin productiva el capitalismo carcome la biodiversidad y en pos de la serialidad laboral y la civilizacin unnime barre con los pluralismos tnicos y culturales no domesticables. As, quienes siempre reivindicamos la igualdad debemos propugnar por el reconocimiento de las diferencias. No los particularismos exasperados que babelizan las sociedades, no las identidades presuntamente originarias, inmutables, esencialistas y excluyentes. La diversidad virtuosa y posglobal es la pluralidad entre pares, la que se construye a partir de la universalidad como sustrato comn. Porque slo podemos ser diferentes con provecho si nos reconocemos como iguales. No ms razas elegidas, no ms hombres verdaderos; asummonos ciudadanos de un mundo compartido que como tales reivindicamos el derecho a la diferencia.

*

Despus de las ltimas acometidas del mercado ya no hay para donde hacerse. El capital ha penetrado hasta los ltimos rincones y lo impregna todo. Amo y seor, el gran dinero devora el planeta asimilando cuanto le sirve y evacuando el resto. Y lo que excreta incluye a gran parte de la humanidad que en la lgica del lucro sale sobrando. El neoliberalismo conlleva una nueva y multitudinaria marginalidad: la porcin redundante del gnero humano, aquellos a quienes los empresarios no necesitan ni siquiera como ejrcito de reserva, los arrinconados cuya demanda no es solvente ni efectiva, cuyas habilidades y energas carecen de valor, cuya existencia es un estorbo.

El capital siempre se embols el producto del trabajo ajeno, hoy expropia a cientos de millones de la posibilidad de ejercer con provecho su capacidad laboral. El mercantilismo salvaje profundiza la explotacin y tambin la expulsin; desvaloriza el salario y la pequea produccin por cuenta propia al tiempo que devala como seres humanos a la parte prescindible de la humanidad. El saldo es explotacin intensificada y exterminio. Al alba del tercer milenio el reto es contener tanto la inequidad distributiva como el genocidio. Porque dejar morir de hambre, enfermedad y desesperanza a las personas sobrantes es genocidio, quiz lento y silencioso pero genocidio al fin.

*

Volvamos a Melville: En todos los casos el hombre debe acabar por rebajar, o al menos aplazar, su concepto de felicidad inalcanzable -pontifica el novelista-, sin ponerlo en parte ninguna del intelecto ni de la fantasa, sino en la esposa, el corazn, la cama, la mesa, la silla de montar, el rincn, el fuego, el campo (Melville: 130).

Incansable perseguidor de ballenas metafsicas, el autor de Moby Dick saba bien que no se vive de nostalgias del porvenir y as como el capitn Ahab ha de ocuparse del coloso blanco pero tambin del hambre y la sed de sus marineros, las causas polticas deben atender el aqu y el ahora para conservar a sus seguidores.

De la borrachera revolucionaria del siglo pasado unos amanecieron con crudas desesperanzadas y conformistas y otros con resacas de fundamentalismo anticapitalista. A estos ltimos la experiencia de revoluciones que presuntamente transaron o se quedaron a medio camino los lleva una suerte de fetichizacin metafsica de la revolucin, concebida como voltereta total, siempre posdatada, cuya ausencia se compensa con discursos apocalpticos o neoludditas prcticas contestatarias. Integrismo sustentado en una percepcin paranoica del sistema capitalista, que es visto como un orden vicioso, omnipresente y sin resquicios cuyo veneno todo lo impregna y todo lo pervierte. Algo hay de eso. En tiempos de globalizacin salvaje y cruzadas planetarias contra el mal, se entiende que haya lecturas erizadas. El problema es que en sta perspectiva apocalptica la necesaria conversin de un orden inaceptable se queda sin palanca y sin punto de apoyo.

La bsqueda de fuerzas sanas que puedan subvertir la corrupcin integral que priva en el sistema ha rejuvenecido la vieja idea de que frente a la malvola civilizacin occidental existen culturas en resistencia, pueblos en exterioridad que preservan su pureza originaria. Este dualismo es simtrico al que proclama un ms all brbaro, que aqu aparece como anglico e incontaminado. Y como aquel, es insostenible. La raya del no pasarn que el jefe yaqui traz en el suelo ante los conquistadores espaoles fue cruzada una y mil veces. La espada, la cruz y la codicia del gran dinero pasaron, vaya que pasaron, y el sistema capitalista sent sus reales en la sierra de Bacatete y en todo el planeta. En verdad ya no existen las regiones de refugio, desde hace rato no hay para donde correr.

La paradoja es que estando dentro tambin estamos afuera. Porque el capital no mata, noms taranta. La subordinacin del mundo a la lgica acumulativa del gran dinero se consum de antiguo y de una forma u otra todos estamos uncidos a la tal acumulacin. La subsuncin en el capital es universal y con ella la alienacin a la mquina econmica, al autmata mercantil que envilece las relaciones entre nosotros y de nosotros con la naturaleza.

En qu quedamos, entonces? Estamos o no en las tripas del monstruo? Pues estamos y no. Porque los modos de producir -todos hasta ahora- son socialidades contradictorias que a la vez que subyugan, incuban las fuerzas que habrn de trascenderlos: energas ms o menos poderosas pero siempre presentes que los niegan quedo pero diario, que los subvierten de a poquito todo el tiempo.

El mundo del capital es al mismo tiempo el mundo subordinado pero terco y resistente del trabajo. Porque el valor de cambio se sustenta en el valor de uso y desprecindolo no puede vivir sin l. Porque tras la lgica perversa del mercado y de la acumulacin subyace una racionalidad amable a contrapelo. Porque ms all de la carrera de ratas de la competencia estn las manos fraternas de la solidaridad. Porque la racionalidad maligna del capital lo es porque se monta sobre una racionalidad virtuosa subyacente. Sin duda la impronta codiciosa del gran dinero pervierte saberes y haceres tornndolos expoliadores y destructivos, pero el orgullo del trabajo y el gozo de la socialidad fraterna son rinconeros y perviven en los intersticios. Concebir al capitalismo como realidad monoltica y sin costuras puede ser conceptualmente inmovilizante. En el mundo de la alienacin absoluta no tienen sentido las reformas pues todo cambio es reabsorbido por el sistema. Y en ltima instancia no tiene sentido la poltica pues nos remite al Estado, que es opresor por naturaleza. Pero, adems, tampoco hay sujeto contestatario pues los actores existentes son conformados por el sistema. Una escapatoria es apelar a la exterioridad, a lo no subsumido por el capital, a los que estaban y siguen estando fuera. El problema es que tales presuntas exterioridades vienen de atrs, son precapitalistas, de modo que la revolucin aparece como restauradora de un paraso perdido o frustrado.

Pero en rigor no hay alteridad -en el sentido de antes o afuera- lo que hay es desdoblamiento, exteriorizacin permanente. Formas contradictorias de reproduccin econmica, social y poltica que generan el veneno y el antdoto; que restauran la separacin del hombre y las cosas pero tambin su unidad, la subordinacin al capital junto con la resistencia, la alienacin y su antagnico el pensamiento crtico. Y que, por sobre todas las cosas, reinciden en la subversiva reproduccin de lo diverso por obra del sistema uniformador por antonomasia: diversidad tecnolgica, diversidad de formas de producir, diversidad sociocultural. Los campesinos, los artesanos, los que se desempean en la pequea economa informal, los desempleados, las mujeres que de grado o por fuerza asumen los trabajos domsticos, no viven en un ms all sub, semi o pre capitalista, son tan hijos del sistema como los obreros, pero su articulacin al capital no es la del trabajo asalariado. Formas de sobrevivir en las que la separacin trabajo-medios de produccin, sujeto-objeto, hacer-tener, siendo frrea no es absoluta ni previa, como s lo es en el caso del expropiado radical que vende su fuerza de trabajo. Aunque tambin en el seno del autmata-autcrata fabril encontr el proletariado industrial mrgenes de poder obrero, resquicios de resistencia y reapropiacin.

Y lo mismo sucede con el poder: sin duda en el reino del mercantilismo desmecatado la poltica se condensa en el Estado y este es funcional a la lgica del gran dinero. Pero as como fue incompleta la universalizacin del autmata fabril tambin lo fue la del autcrata clasista, de modo que la permanente interiorizacin-exteriorizacin propia del quehacer econmico genera en el terreno de lo poltico mbitos de rebelda y autogestin en barrios, en comunidades, en gobiernos locales... Espacios de abajo donde se puede y se debe hacer poltica -ciertamente una poltica otra-, y desde donde es legtimo tratar de influir en las leyes y las instituciones de arriba. Y si es pertinente incidir en los modos del Estado -y no slo negarlo- entonces no tiene sentido satanizar los mecanismos de la democracia representativa como son los partidos polticos, las elecciones, la participacin en cargos pblicos; remedio institucional a ciertos males sociales que tomado con prudencia y moderacin puede ser de provecho.

Resumiendo: desde hace rato el gran dinero se lo trag todo, pero su sueo de uniformidad es irrealizable y la tendencia emparejadora se impone a travs de mediaciones donde la fractura y la inversin (sujeto-objeto, trabajo-capital, sociedad- economa...) es el modo general pero no la nica forma particular. Y esta heterogeneidad tcnica, socioeconmica y cultural es el lmite del capitalismo en dos sentidos: como contradiccin estructural terminal y no resoluble, y como germen de una socialidad y una economa otras: prcticas, valores y normas intersticiales que se reproducen dentro del sistema pero a contracorriente, que son funcionales y resistentes a la vez.

Ahora bien, si el uniformador orden del gran dinero reproduce a su pesar la diferencia, ah -en la alteridad- est la palanca objetiva de su cuestionamiento. Como est, tambin, la posibilidad de prefigurar el altermundismo. Y si este mundo otro no ha de ser Arcadia posdatada sino utopa entreverada y en curso, entonces es legtimo impulsar reformas al orden imperante que atenen su iniquidad y emboten sus filos mas caladores. Como lo es la aventura de tejer a contrapelo socialidades alternas, la construccin subrepticia o estentrea de utopas hechas a mano.

Ah, en las rendijas del sistema, en las costuras de que habla Naomi Klein, aparecen las nuevas normatividades intersticiales (Santos, 2001: 54) que quiere Boaventura de Sousa Santos, se construye a diario una realidad alterna, se actualiza el otro mundo posible del Foro Social Mundial.

Cierto, es un telar de Penlope y lo que tejemos nosotros a la luz del da lo desteje en las sombras el capital. Pero los pueblos somos ssifos tercos. Entonces, sin cancelar del todo el optimismo posdatado de la tal revolucin, propongo recuperar el mdico optimismo posibilista del aqu y el ahora. En vez de nostalgias reaccionarias o revolucionarias por presuntos parasos extraviados en el pasado o en el futuro, reivindico los edenes rinconeros que construimos a deshoras, en los mrgenes, a contrapelo.

*

La uniformidad tecnolgica, socioeconmica y cultural, que pretenda instaurar el sistema del gran dinero, result baladronada; fue un error pensar que el capital, que todo lo engulle, puede tambin remodelarlo todo a su imagen y semejanza; a la postre no sucedi que la subsuncin general del trabajo en el capital adoptara siempre la forma particular de produccin fabril y trabajo asalariado. En cambio, result que Rosa Luxemburgo tena razn al intuir un horizonte de relaciones econmicas y sociales excntricas como condicin reproductiva del capital. Y si nos equivocamos al irnos con la finta de la homogeneidad tcnica, socioeconmica y cultural que pronosticaba el sistema, tambin fue un error suponer que el proletariado industrial -contraparte simtrica del capital- sera su enterrador o cuando menos su antagonista ms decidido.

La hiptesis de la uniformidad tendencial del mundo y el enfoque centralista de la sociedad -que por un tiempo la izquierda comparti con los fans del gran dinero-, hicieron que se asignara una pesada responsabilidad libertaria a los obreros metropolitanos. Y los pobres hacen lo que pueden, pero cmo estar a la altura de la misin histrica cuando la crisis del orden existente no se ubica tanto en la capacidad autorreproductiva del corazn urbano e industrial del capital como en las tensiones del desarrollo desigual y heterogneo. Cuando los tronidos provienen de la esquizofrenia de un orden que quisiera el mundo a su imagen y semejanza pero para reproducirse debe transigir con la diversidad tcnica, sociocultural y biolgica; de los corajes de un sistema que se pretende uniforme y necesita de lo plural; de los pujidos de un mecanismo globalifgico y totalitario que por fuerza recrea la exterioridad. Porque, si el absolutismo mercantil hace agua en lo que tiene de dispar y contrahecho, si sus tensiones se agudizan en la periferia, entonces los contestatarios por excelencia sern los orilleros; los hombres a los que el sistema devora y excreta alternadamente; los expoliados y excluidos: las mujeres, los indios y los campesinos, los trabajadores por cuenta propia, los desempleados urbanos y rurales, los alegales a quienes canta Lupillo Rivera, los migrantes de a pie, los presuntos antisociales, los pobres de solemnidad, los locos de atar.

El nuevo xodo es la expresin ms dramtica del desarrollo dispar y de la exclusin. Los personeros de la civilizacin occidental colonizaron el planeta movindose de norte a sur. Como buscando el calor, partieron de pases fros y densamente poblados hacia territorios tropicales de tenue demografa y vertiginosas riquezas naturales. Hoy los vientos han cambiado. El capital, las ordenes perentorias y las bombas estpidas siguen llegando del septentrin, pero las muchedumbres del xodo marchan hacia el fro, fluyen a contrapelo en una incontenible mundializacin de a pie.

Los imperios avanzan de las metrpolis a las colonias y en su curso depredador saquean, arrasan, someten, humillan. Pero los expoliados y escarnecidos, quienes eran el centro de sus mundos y amanecieron en las inhspitas orillas de un mundo ajeno, se enconchan y resisten. Hasta que un buen da se echan los sueos al hombro y emprenden la marcha rumbo al centro, rumbo al erizado corazn de las tinieblas.

Porque en el reino del gran dinero la riqueza total engendra pobreza total; omnipotentes y desvalidos navegando en la red; lujo y carencia extremos frente una misma pantalla de plasma; hambre terminal y hartazgo desmedido compartiendo el retrete en la casa transparente de la globalidad. Y el centro envejece mientras que los mrgenes del planeta rebosan adolescentes a la intemperie. Entonces el nuevo xodo es arponazo de sangre joven a las metrpolis decrpitas: imperiosa necesidad e indeseable dependencia.

En el cruce de milenios los surianos errantes asedian las fortalezas primermundistas y toman por asalto las ciudades. La barbarie orillera irrumpe en los malls de la civilizacin. Y esta implosin no es slo andrajoso gento en movimiento, es tambin invasin cultural y cerco poltico; exportacin de ritmos, atuendos, peinados, sabores, utopas; sacudimiento de imaginarios colectivos. Lo que Vctor Toledo llama una revolucin centrpeta y que se prefigura en los tres millones de airados y festivos inmigrantes, principalmente latinos, que a principios de 2006 se movilizaron por sus derechos civiles en las principales ciudades de los Estados Unidos.

La tensin centro-periferia, ciudad-campo, metrpoli-colonia, norte-sur, barbarie- civilizacin; la contradiccin entre integrados y excluidos, entre los de adentro y los de afuera, es tambin un conflicto generacional, un pleito de edades.

Porque la civilizada y urbana poblacin de las metrpolis hace rato que se estanc e incluso decrece (en Estados Unidos el promedio de hijos por familia es de 2.1 y en Europa de 1.4 ), mientras que los desaprensivos y cojelones orilleros todava se reproducen a tasas muy altas y la periferia rebosa de jvenes. Y son estos jvenes desempleados o malpagados, pero sin futuro en su tierra, los que migran del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria y los servicios, del sur y el oriente desesperanzados al norte y el occidente prometedores.

Entonces, la lucha contra la exclusin cobra la forma de portazo pues los imperios refuerzan sus murallas mientras que los chavos del xodo se empean en entrar al gran show del Sueo Americano. O europeo, que para el caso es lo mismo.

*Esta mundializacin sudorosa y polvorienta gestora de comunidades discretas y transfronterizas pero con frecuencia fraternas a distancia, es una de las muchas formas como los de abajo tienden redes por todo el planeta apropindose de los medios y las artes de la globalidad.

As las cosas, result muy desafortunado llamar globalifbica a la creciente insurgencia contestataria. Como el viejo internacionalismo proletario, la globalizacin plebeya de la resistencia y de la propuesta no est peleada con la globalidad en general sino con la chipotuda y dispareja mundializacin realmente existente, no es en rigor globalifbica sino globalicrtica.

Los verdaderos globalifbicos son los movimientos ultraderechistas europeos y estadounidenses, enderezados contra una mundializacin que para ellos tiene rostro de migrante y promotores de un nuevo nacionalismo crudamente reaccionario y de fronteras cerradas que se entrevera con el suprematismo blanco. Son ellos los reales, los autnticos globalifbicos.

Y lo son particularmente los neofascistas franceses, alemanes, italianos, holandeses y dems, que oponen el racismo y la limpieza tnica a la incontenible migracin proveniente sobre todo de frica, de Europa del Este y del Oriente. Los mismos que reaccionan a la flamante Unin Europea con un nacionalismo anacrnico y conservador. El Frente Nacional de Le Pen, el Vlaams Blok de Philip Dewinter, la Alianza Nacional de Gianfranco Fini, el Partido de la Ofensiva Estatal de Ronald Schill, el Partido del Progreso de Karl Hagen; estos son los siniestros, los peligrosos enemigos jurados de la globalidad.

Tampoco est bien llamar globaliflicos a los gobiernos imperiales y sus satlites, a los funcionarios de organismos multilaterales, a los personeros de las trasnacionales. Ellos no son globalifcos sino globalifgicos, glotones irredentos que quieren comerse las riquezas del mundo, lo suyo no es amor por la globalidad sino hambre insaciable de acumulacin planetaria.

Entre la globalifgia del imperio y la globalifbia de la ultraderecha, la izquierda a optado por la crtica de la globalidad y por la propuesta de mundializaciones otras. La nueva izquierda es altermundista.

*

Pero cmo se lucha cuando se est fuera? Como se resiste desde la marginacin?

En tiempos de exclusin econmica y social los orillados rompen el orden como recurso extremo para hacerse visibles. Siguiendo a Walter Benjamn concluyen que si ...la tradicin de los oprimidos nos ensea que la regla es el estado de excepcin en que vivimos... Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepcin; con lo cual mejorar nuestra posicin en la lucha (Benjamn, 1994: 182). As, la subversin de las reglas es explicable, legtima y hasta progresiva. Pero puede dejar de serlo.

Los excluidos por la economa y la sociedad carecen tambin de derechos primordiales, sea por leyes injustas o por lenidad al aplicarlas, de modo que quienes viven en perpetuo y lesivo estado de excepcin infringirn inevitablemente preceptos y prcticas discriminatorias creando por su cuenta un estado de excepcin donde tengan mejores condiciones para negociar. Desobediencia que genera inestabilidad y conduce a situaciones de transicin marcadas por fluidas relaciones de fuerzas que pueden desembocar en un estado de cosas ms incluyente o derivar en una cruenta restauracin.

Efmera por naturaleza, la infraccin premeditada de la legalidad no puede durar sin corromperse. Porque, al prolongarse la ruptura, el sistema asimila la ilegalidad recurrente, primero circunscribindola a ciertas reas perifricas y luego normalizndola mediante premios y castigos a los infractores. Y si el poder logra cercar a los subversivos en mbitos limitados y marginales, podr tambin institucionalizar la ilegalidad combinando represin y recompensa en una suerte de vicioso estado de excepcin permanente donde liderazgo que no es aniquilado se integra y prostituye. Se instaura, as, la ley de la selva entendida como suplantacin del equilibrio de derechos por la confrontacin de fuerzas y el sistema excluyente pero ordenado deviene poder discrecional: una administracin populista o fascista de la inequidad cuya contraparte es la industria de la reivindicacin.

Y con frecuencia los contestatarios racionalizan la ruptura como nico mtodo. Sustentada en la idea de que el nuevo orden consiste en una suerte de discrecionalidad justiciera de los jodidos -postura sin duda legitimada por la histrica conculcacin de sus derechos primordiales- la infraccin sistemtica se convierte en cultura poltica popular o populachera. Teora y prctica ilegtimas y contraproducentes pero abonadas por un liderazgo que medra con el estado de excepcin, y tambin por las tendencias clientelares y corporativas que nunca faltan en el sistema. *Frente a las predicas milenaristas de los mercadcratas la apuesta de la izquierda no puede quedarse en un modelo econmico alternativo, debe ser tambin y sobre todo un nuevo orden social que acote las inercias de la mquina mercantil encauzndolas en funcin de necesidades humanas. Terminado el siglo de la economa absoluta hay que restablecer la primaca de la socialidad reivindicando la vieja economa moral: no la economa del objeto sino la economa del sujeto.

Lo que la humanidad necesita no es un libre mercado sino una sociedad libre. Libre y justa. De modo que habr que contravenir al mercado cuanto haga falta con tal de garantizar la justicia y la libertad. Esto se llama economa moral por contraposicin a la desalmada dictadura del toma y daca.

Lo que distingue a los mercados es precisamente que son amorales, dice el especulador financiero George Soros que algo sabe de esto. En verdad no son amorales, son inmorales. Y lo son porque al asumir que la codicia es socialmente virtuosa legitiman a quienes lucran con ventaja y violentando a su favor las propias reglas. Entonces el culto a la libre concurrencia no es ms que una cortina de humo para intervenir el mercado cuando conviene a los intereses del gran dinero. De hecho siempre ha sido as, pero en los tiempos de la globalizacin financiera, con economas de casino servidas por estados crupi, los grandes apostadores son tahres que juegan con dados cargados.

Hoy, la creacin de riqueza a nivel corporativo viene de las compaas que comandan las ideas, no de las que fabrican cosas, escribi John H. Bryan, Director Ejecutivo de Sara Lee. As, el capital ha debido privatizar todas las ideas y mientras la produccin de bienes est fsicamente segmentada y distribuida por el planeta los conocimientos se encuentran centralizados en las megaempresas globales en forma de now how, de patentes, de franquicias. Pero, adems, las ideas cotizan en la bolsa, pues ah es donde est el verdadero negocio: por cada dlar que se mueve en el comercio hay cien en la especulacin financiera. Y en el mundo virtual de la economa ficcin, donde los bits suplantan a las cosas, el juego en el que se apuesta es el de la informacin.

El valor de cambio de la especulacin burstil son los datos privilegiados, exclusivos, reservados. Y si la forma de ganar dinero es saber aquello que los dems ignoran -o cuando menos saberlo antes- por qu no pasar de ocultar informacin a falsearla, de la secreca a la mentira. El de la globalizacin es un capitalismo tramposo ha dicho Soros. Una vez ms tiene razn. Y frente a un capitalismo contrahecho y vicioso es necesario restituir la preeminencia de los acuerdos sociales sobre la mquina productiva, es forzoso restablecer una economa moral.

Pero la nueva Arcadia no puede ser como el viejo socialismo. No puede concebirse como un modelo universal a construir en todas partes a fuerza de ingeniera societaria. Podr haber principios, criterios o valores ms o menos universales, pero no planos arquitectnicos y clculos estructurales que todas las colectividades deban compartir a la hora de edificar la nueva morada. As como alabamos el pluralismo, valoramos la alternancia y nos fascinan el jazz, la msica aleatoria y los juegos electrnicos de opcin, as deberemos abandonar utopas unnimes y admitir mltiples proyectos de futuro. No un orden absoluto y definitivo sino mundos colindantes, entreverados, sobrepuestos, paralelos, sucesivos, alternantes...

Tampoco sirven las dichas postergadas y los parasos prometidos. Necesitamos proyectos que fertilicen el presente, lazos tendidos al futuro que le den sentido al aqu y al ahora. No nebulosos puntos de llegada sino imaginarios en permanente construccin. Porque en el nuevo mundo policntrico y topolgico no es verdad que todos los caminos conducen a Roma. Para empezar por que hay muchas romas y quiz porque en verdad Roma son los caminos. * Este breve ensayo sobre casi todo, que aqu sirve de introduccin, fue publicado con algunas diferencias en el nmero 175 de la revista Memoria, aparecido en junio de 2003.

Del luddismo utpico al luddismo cientfico

Oh mis valientes cortadores!

Los que con fuerte golpe

Las mquinas de cortar rompis

Oh mis valientes cortadores!

Cancin de los cortadores, 1812

El monstruo imaginario

Vi al plido estudiante... arrodillado junto al objeto cuyas partes haba unido. Vi al horrible fantasma de un hombre estirarse movido por alguna poderosa maquinaria, escribe Mary Shelley en el prlogo a la edicin de 1831 de su novela Frankenstein o un moderno Prometeo.

Al alba del siglo XIX, la ciencia aplicada se ha vuelto tan portentosa que se suea capaz de animar la materia inerte, pero las consecuencias de ese desmesurado poder son siniestras y conducen a la destruccin del homnculo y de su creador. As, el Frankenstein de Mary Shelley -cuya primera versin fue escrita en 1816 en la casa ginebrina de Lord Byron y a sugerencia del poeta- plantea los dilemas morales de la tecnologa.

Por los mismos aos, en el sur de Escocia, los rompemquinas seguidores del legendario general Ludd solventan con mtodos ms expeditos un dilema semejante. Y cuando el Parlamento ingls aprueba la horca para los que destruyen a golpes de marro cardadoras, telares y cortadoras mecnicas es el propio Byron quien en la Cmara de los Lores defiende a los ludditas:

En las sencillez de sus corazones imaginaron que el mantenimiento y el bienestar del pobre industrioso era algo ms importante que el enriquecimiento de unos cuantos individuos mediante cualquier mejora introducida en los implementos industriales que lanz a los obreros de sus empleos... Vosotros llamis a estos hombres una turba desesperada, peligrosa e ignorante... (pero)... sta es la misma que trabaja en nuestros campos, que sirve en nuestras casas, que tripula nuestra armada y recluta nuestro ejrcito, y que os permiti desafiar al mundo, pero tambin puede desafiaros a vosotros, cuando la negligencia y la calamidad la llevan a la desesperacin (citado en Huberman: 239).

La relacin entre la autora de Frankenstein y la rebelda social de principios del XIX va ms all de Lord Byron: su padre, William Godwin, haba publicado una Investigacin acerca de la justicia poltica y era acrrimo crtico de las instituciones pblicas y las formas de propiedad, mientras que su amante, Percy Bysshe Shelley, escriba fogosos poemas proletarios. No es arbitrario, entonces, relacionar su novela con la resistencia de los trabajadores al nuevo rgimen fabril. Como las factoras inglesas, el laboratorio del doctor Frankenstein es una obscena cmara de torturas tecnolgicas de la que salen hombres rotos, tasajeados, envilecidos. Tal como salen obreros quebrantados y embrutecidos de las fbricas textiles de Lancashire. Para Mary Shelley, como para los ludditas, las mquinas engendran monstruos.

sta era la patente de las nuevas invenciones/ para matar los cuerpos y salvar las almas,/ y todo propagado con la mejor intencin, escribe Byron. Pero no es slo el poeta. El cuestionamiento moral de una tecnologa que desde fines del XVIII muestra su rostro maligno ha estado presente en el imaginario colectivo durante los ltimos doscientos aos y de manera especialmente memorable en el cine. Metrpolis (Fritz Lang, 1926) es ambigua en su modo de cuestionar al autmata industrial, pero aborda de frente el tema cuando suplantada por un robot la gentil Mara (Brigitte Helm) deviene gesticulante capitn Ludd con faldas y encabeza a los obreros en un frustrado asalto a las mquinas. Por su parte en Tiempos modernos (1935) Charles Chaplin confronta con su acida mmica las ominosas cadenas de montaje del taylorismo. Los golems tecnolgicos se generalizan a partir de 1930, ao en que James Walhe realiza con Boris Karloff una primera adaptacin flmica de Frankenstein, a la que siguen innumerables refritos en los que por lo general los platos fuertes son el homnculo y los pavorosos artilugios de su laboratorio natal.

Nacimiento del monstruo

El trabajo asalariado en grandes manufacturas era ya habitual en Inglaterra a fines del siglo XVIII pero el crecimiento demogrfico y la colonizacin comercial expandieron dramticamente la demanda de mercancas volviendo urgente el incremento de la produccin. Impulsada por empresarios, la ciencia aplicada asumi el reto con una revolucin tecnolgica en la que destaca la mquina de vapor, basada en los principios formulados por el inventor James Wath pero hecha operativa por el gran manufacturero de Birmingham, Mathew Boulton, que comenz a emplearse en las minas de carbn en 1776 y se extendi despus a la metalurgia pesada de Cornwall y ms tarde a la industria de hilados y tejidos (Bernal, 1967: 447-448). Por la gran demanda de sus productos, el sector ms expansivo era el textil, que en 1760 fue dinamizado por la lanzadera volante de Kay, ms tarde por las mquinas de hilar Jenny y a fines del siglo por el telar introducido por Cartwight. Los nuevos ingenios mecnicos permiten expandir la produccin y disminuir los costos, en parte por su mayor productividad tcnica y en parte porque simplifican las labores pudiendo realizarlas mujeres y nios que son ms dciles y compiten con los varones adultos por el menguante empleo, propiciando con ello la drstica reduccin de los salarios. As, entre los treinta y los cuarenta del XIX ms de la mitad de quienes trabajan en telares algodoneros ingleses son mujeres y jovencitas, un veinticinco por ciento muchachos y slo un veinticinco por ciento varones adultos (Hobsbawm: 58), y debido a la mecanizacin y descalificacin del trabajo, el jornal semanal de los tejedores de Bolton pasa de 33 chelines en 1795, a 14 en 1815 y a 5 chelines 6 peniques en 1830 (ibid: 49). Y al mismo tiempo que las fbricas devienen infiernos, son arruinados cientos de miles de hbiles y orgullosos textileros que antes laboraban en pequeos talleres.

Una mecanizacin que desplaza trabajadores calificados y una legalidad de laissez faire que sustituye el proteccionismo de los gremios artesanales por el libre mercado caro a la empresa capitalista, gestan dos movimientos reivindicativos divergentes pero complementarios: el de los trabajadores que se organizan en uniones para negociar sus derechos e impulsan en el Parlamento leyes sobre la duracin de la jornada laboral, el salario mnimo, el trabajo de mujeres y nios y otras demandas; y el de quienes forman asociaciones clandestinas y emprenden acciones directas contra las mquinas: los ominosos artificios mecnicos que simblica y realmente representan el fin de la economa moral, un orden social idealizado por la nostalgia pero sin duda menos carcelario que el emergente industrialismo.

Entre 1811 y 1817, en West Riding, Lancashire y Nottingham, los cardadores, cortadores y otros textileros calificados, progresivamente sustituidos por novedosos ingenios, crean una asociacin conspirativa encabezada por un mtico general Edward Ludd. No es nuestro deseo haceros el menor dao -escriben- pero estamos dispuestos a destruir las mquinas... sean quienes sean los propietarios. (Carta annima enviada el 19 de abril de 1812 a dueos de factoras textiles, citada en Thompson, 1977: 170). El culpable puede temer, pero la venganza no va contra la vida del hombre honrado ni del Estado. Su clera slo va contra el telar ancho. Y contra los que envilecen los precios... Estas mquinas de maldad fueron condenadas a muerte por el voto unnime del oficio. Y Ludd... fue nombrado el gran ejecutor. (El triunfo del General Ludd, cancin, citada en Thompson, 1977: 124).

Al amparo de la noche y armados con grandes marros, los ludditas rompieron mquinas y quemaron factoras hasta que a base de persecucin, crcel y horca la fuerza pblica los diezm. Pero lo ms grave es que en una lnea de pensamiento que empez entonces y contina hasta nuestros das, los valientes cortadores y cardadores de Ned Ludd entraron a la historiografa como reaccionarios. Presuntos conservadores que no slo aoraban el viejo rgimen de gremios corporativos sino que tambin se oponan al desarrollo de las fuerzas productivas.

Pero los ludditas no cuestionaban el abaratamiento de las telas en cuanto tal; luchaban contra el abaratamiento de los trabajadores. No se oponan al avance de la ciencia en general; se rebelaban contra la imposicin de una tecnologa que haca de las fbricas siniestras prisiones donde hombres y mujeres laboraban turnos de ms de 16 horas y donde los nios trabajadores -algunos de cuatro aos- permanecan da y noche. En un taller prximo a Manchester, donde se trajinaba 14 horas diarias a una temperatura de 80 grados Fahrenheit y sin derecho a beber agua, castigaban al hilandero que abriera la ventana, que encendiera la luz de gas antes de tiempo, que fuera sorprendido lavndose, que se le oyera silbar... (Huberman: 228). Este era el progreso que rechazaban los airados rompemquinas. Nunca depondremos las armas (sino hasta) que la Cmara de los Comunes apruebe una ley que prohba toda mquina que dae a la comunidad y derogue la ley que hace ahorcar a los que la destruyen. Ned Ludd (citado en Thompson, 1977: 118).

Si las nuevas cardadoras, telares y cortadoras arrinconaban a los trabajadores textiles calificados, los jornaleros agrcolas que regresaban del campo de batalla al trmino de las guerras napolenicas se encontraban con que las trilladoras mecnicas los estaban desplazando, creca la desocupacin rural y disminuan los salarios. Y si los textileros maquinfobos se hacan encabezar por el legendario general Ludd, los jornaleros agrcolas del sur de Escocia que de 1830 a 1832 rompan y quemaban trilladoras mecnicas pusieron por delante a un no menos legendario capitn Swing cuyo nombre remite al sonido entraable que emite el vaivn de las trilladoras manuales. Joseph Carter, jornalero de Hampshire que se alz contra la mecanizacin agrcola y fue por ello encarcelado, recordaba aos despus: ... nos tenamos que juntar todos. Y haba que ir y sacar a los hombres de los graneros y romper las mquinas que los granjeros haban comprado para hacer la trilla (ibid: 64).

Los asalariados del campo se alzan contra la maquinaria que los desvaloriza abatiendo an ms su raquticos jornales, pero no han olvidado que antes de ser expropiados y proletarizados por quienes ahora los desemplean alguna vez fueron campesinos, y en el fondo esa era la Edad de oro a la que quisieran regresar. Estaramos contentos si pudiramos recuperar un cuarto de acre..., deca en 1834 un jornalero rebelde de Buckinghamshire cuya voz a recuperado Thompson. Y el historiador concluye: El caldo de cultivo de todo agravio rural planteaba una y otra vez el ansia de tierra... (ibid: 67).

Edward Thompson, autor de La formacin histrica de la clase obrera. Inglaterra. 1780-1832 -texto que en mucho sustenta este apartado- sostiene que los rompemquinas fueron los que comprendieron con ms realismo cuales iban a ser los efectos de la industrializacin. Pero antes que l otros haban destacado el carcter precursor de los ludditas.

Contribucin a la crtica del monstruo

Entre 1861 y 1863, a medio siglo de las hazaas de Ed Ludd, Carlos Marx escribe su Contribucin a la crtica de la economa poltica, un manuscrito de casi 1500 cuartillas preparatorio de El capital, su obra magna e inconclusa. Pero en la Contribucin... tambin reflexiona sobre el significado de unas rebeliones contra las mquinas que no le resultaban tan remotas pues Inglaterra -cuna de los ludditas- haba sido adelantada de la industrializacin, que lleg mucho ms tarde a Alemania, de modo que en 1828, cuando Marx tena diez aos y viva en su natal Trveris, Renania fue conmocionada por acciones destructoras muy semejantes a las que quince aos antes haban sacudido West Riding, Lancashire y Nottingham. Ms que en la rural Trveris, el movimiento se desarroll en la industrializada Barmen -donde, por cierto, haba nacido el por entonces an ms joven Federico Engels-, pero es muy posible que en alguna sobremesa el inquieto e informado Hirschel Marx haya hablado con sus hijos de los rompemquinas renanos (Cornu: 22, 23).

En todo caso, el hecho es que en sus apuntes de los sesenta Marx no ve al luddismo como un movimiento reaccionario opuesto al inevitable y progresivo desarrollo de las fuerzas productivas, sino como una lucha instintiva contra las garras del monstruo, un combate precursor contra la fuerza productiva especfica del capitalismo. La destruccin de la maquinaria y, en general, la oposicin por parte del trabajador a la introduccin de maquinaria -escribe- es la primera declaracin de guerra contra el medio de produccin y el modo de produccin desarrollados por la produccin capitalista (Marx, 2005: 50).

Y no es simple empata con los rebeldes, sino que Marx est construyendo una teora crtica del gran dinero que ubica el huevo de la serpiente en la propia tecnologa desarrollada por el capital, pues el modo de produccin capitalista no slo modifica formalmente el proceso de trabajo sino que revoluciona todas sus condiciones sociales y tecnolgicas (ibid: 56). De modo que la mquina se presenta propiamente como la revolucin en el modo de produccin que resulta de la forma capitalista de produccin. (ibidem). As, pues, al rebelarse contra las mquinas de maldad, sean quienes sean sus propietarios, los seguidores de Ludd no yerran un tiro que presuntamente debiera dirigirse contra los propietarios, es decir, contra la burguesa, al contrario apuntan al corazn: a la base material de la produccin capitalista como produccin masificada, pues en ese momento la fbrica es el escenario privilegiado del gran drama social, el lugar donde se enfrenta ...el hombre de hierro contra el hombre de carne y hueso, el sitio donde ...la subsuncin de su trabajo al capital se le presenta al obrero ...como factum tecnolgico (ibid: 57).

Ms tarde, en El capital, Marx dir que fue un avance que el movimiento obrero aprendiera a diferenciar las mquinas en cuanto tales del sistema econmico que las utiliza: Hubo de pasar tiempo y acumularse experiencia antes de que el obrero supiese distinguir la maquinaria de su empleo capitalista, acostumbrndose a desviar sus ataques de los medios materiales de produccin para dirigirlos contra su forma social de explotacin (Marx, 1964: 355). Admitiendo que la confrontacin inmediata con su tecnologa es una forma primitiva e ingenua del anticapitalismo, de modo que es un avance el trnsito al cuestionamiento de sus relaciones sociales, creo que no se trata tanto de desviar los ataques pasando de dirigirlos contra las maquinas a dirigirlos contra el sistema socioeconmico que las emplea, como de articular una cuestionamiento integral -o real- del mercantilismo absoluto, que incluya tanto su contenido material como su forma econmica. En esta perspectiva el ecologismo radical y otras modalidades recientes del pensamiento crtico, representan una especie de negacin de la negacin que recupera, trascendindolo, el ncleo racional del luddismo. Una suerte de luddismo cientfico, que sin desconocerlo va ms all del viejo luddismo utpico

En otros captulos ahondar en las implicaciones del factum tecnolgico, del que habla Marx en la Contribucin...; este ominoso hombre de hierro que en la segunda mitad del siglo XX aparecer travestido como La Bomba, las megaurbes, el consumismo, el masaje massmeditico, la Revolucin Verde, la energa nuclear, la erosin ecolgica y cultural, el cambio climtico causado por los gases con efecto de invernadero, la privatizacin del software y otras ideas, los transgnicos y el ms pequeo y reciente de los frankensteins tecnolgicos: la nanotecnologa. Porque las veleidades ludditas de Marx en la Contribucin... son muy sugerentes, pero tambin es verdad que en otros lugares parece bajar la guardia frente a la tecnologa capitalista en cuanto tal (Napoleoni: 117). En sus anotaciones de 1857 y 1858 para la crtica a la economa poltica, escribe: La maquinaria no perdera su valor de uso cuando dejara de ser capital... (la capitalista no es necesariamente la)... mejor relacin social de produccin para el empleo de maquinaria (Marx, 1971: 222). Y en El capital se lee: ...los antagonismos y las contradicciones inseparables del empleo capitalista de la maquinaria, no brotan de la maquinaria de por s, sino de su empleo capitalista... (pues esta) representa un triunfo del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, pero al ser empleada por el capitalista hace que el hombre sea sojuzgado por las fuerzas naturales... (Marx, 1964: 366,367).

El monstruo agreste

El auge del industrialismo y la feroz colonizacin comercial y financiera del planeta desplegada durante el siglo XIX anunciaban para el XX un mundo calcado de la Europa fabril. Para unos era la modernidad global como hazaa del progreso, para otros la antesala de la revolucin mundial. Pero unos y otros vean en el emparejamiento tecnolgico, econmico y sociocultural una etapa insoslayable y plausible de la historia humana. Slo que la uniformidad planetaria nunca lleg. El siglo XX no fue el del capitalismo sin fronteras y de la revolucin proletaria mundial. Al contrario, durante la pasada centuria el industrialismo se empantan en la agricultura, result falaz la promesa libertaria que la modernidad burguesa haba hecho a los pueblos de la periferia y se multiplicaron las revoluciones campesinas en busca de atajos a la emancipacin.

El proceso de la democratizacin empieza con revoluciones campesinas que fracasan. Culmina durante el siglo XX con revoluciones campesinas que triunfan, escribe Barrington Moore en un texto de historia comparada donde pone juntos los procesos de modernizacin de Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Rusia, China, Japn e India. Ya no se puede tomar en serio la idea de que el campesinado es un objeto de la Historia, una forma de vida social por la que pasan los cambios histricos pero que no contribuye en nada al mpetu de los mismos -contina-. Para quienes saborean las ironas de la Historia, resulta ciertamente curioso que el campesinado, en la era moderna, haya sido tan agente de la revolucin como la mquina (Moore: 367).

Jubilado por la tcnica, desahuciado por la economa, visto como reducto de incivilidad y barbarie, condenado por la historia a ser una clase del viejo rgimen y calificado de conservador por los revolucionarios de ortodoxia marxista, el campesinado fue sentenciado a muerte en todos los tribunales de la modernidad. Las revoluciones burguesas debieron enterrarlo junto con el feudalismo, el desarrollo capitalista estaba llamado a descomponerlo en burgueses y proletarios, el socialismo hubo de limitarlo y combatirlo como presunto semillero de indeseable burguesa rural. Pero en el tercer milenio los mudables campesinos siguen ah, en el capitalismo metropolitano y en el perifrico, pero tambin en el socialismo de mercado.

A la postre la centuria pasada no fue el siglo del centro sino el de las orillas, no el del proletariado sino el de los campesinos, no el de la expropiacin de las fbricas sino el de la recuperacin de las tierras. La revolucin mexicana fue una rebelin impulsada durante la segunda dcada de la centuria por los ejrcitos campesinos de Emiliano Zapata y Francisco Villa, y prolongada en los veinte y primeros treinta por los agraristas rojos de la Liga Nacional Campesina. La revolucin rusa fue ante todo la guerra del mujik, pues, contra lo que esperaban los bolcheviques, el movimiento rural se aglutin en torno al mir y aun los jornaleros agrcolas se sumaron a la lucha por la tierra; pero adems, con el triunfo de los soviets no termin la insurgencia campesina, pues en el sur de Ucrania los seguidores de Nestor Majno se mantuvieron en armas hasta 1921 cuando fueron aniquilados por el gobierno comunista. Desarrollada en un inmenso pas rural marcado por el despotismo tributario, la revolucin China fue el ms extenso, intenso y prolongado movimiento campesino de la pasada centuria. Los avatares de la gran rebelin oriental, a la vez socialmente emancipadora y anticolonialista, son puntual alegora del curso de las revoluciones en el siglo XX: fallida la insurreccin obrera de Shangai los combates se trasladan al campo para ms tarde regresar a las ciudades en una estrategia de guerra popular prolongada de carcter campesino que sustituye con ventaja las huelgas insurreccionales proletarias. Tambin en la India, el otro gigante demogrfico del planeta, durante la primera mitad del siglo pasado los campesinos se movilizaron contra las rentas, los impuestos y el trabajo forzado y participaron destacadamente en la lucha por expulsar a los britnicos. Por un tiempo el protagonismo campesino del movimiento que culmin en los cuarenta con la independencia, fue escamoteado por la corriente nacionalista y sus tericos, pero hoy es de nuevo evidente a la luz de los estudios de quienes en la India han emprendido la crtica poscolonial (Prakash: 302). El conductor de la lucha fue Mahatma Gandhi quien al igual que los agraristas mexicanos, los populistas rusos y los comunistas chinos vea en la comunidad aldeana una reserva civilizacional (Landsberger, Wolf, 1976). A fines de los cuarenta de la pasada centuria las poblaciones de la India y China sumaban mil millones de personas y si agregamos a Rusia y Mxico, tendremos que durante la primera mitad del siglo XX cuando menos media humanidad se vio envuelta en multitudinarias y prolongadas guerras campesinas.

Movindose de la periferia al centro, del campo a la ciudad y de las colonias a las metrpolis, los campesinos enterraron al viejo rgimen, un sistema coactivo cuyos grilletes remachaba el mismo capital que haba prometido romper las cadenas. Hartos de un mercantilismo radical que no los expropiaba del todo pero los explotaba al sesgo, y a falta de revoluciones proletarias que los llevaran de la mano, los labradores tuvieron que liberarse por s mismos. En el trance, surgieron nuevas realidades rurales y los campesinos cambiaron profundamente: polifnicos, trashumantes, ubicuos los rsticos no son hoy lo que fueron ayer ni lo que sern maana, que en los actores sociales la mudanza es signo de vitalidad (Bartra, 1999 c).

El monstruo apocalptico

La revolucin industrial que arranca en las ramas minera, metalrgica y textil, y cuyos ferrocarriles y barcos de vapor dinamizan el comercio, salta de Inglaterra a la Europa continental y de ah al mundo. Es el despegue, el take off del que habla el economista Rostow y retoma el historiador Braudel (Braudel, 1994: 326). La globalizacin del capital es multiforme pero su modelo es el hombre de hierro forjado a fines del XVIII y principios del XIX a partir de la transformacin capitalista de la tecnologa. El gran dinero rehace el mundo a su imagen y semejanza: la ciudad y el campo, la produccin y el consumo, la economa y la sociedad, la poltica y el Estado, la cultura y la ciencia, la alimentacin y la sexualidad. El capital se extiende de la esfera laboral a la del tiempo libre, de lo pblico a lo privado, de la realidad externa al imaginario colectivo. Inspirado en la factora primigenia el mercantilismo absoluto densifica el uso del espacio y acelera el empleo del tiempo a la vez que los vaca de su contenido concreto.

En una drstica voltereta civilizacional por la que el uso sirve al cambio, el trabajo vivo al trabajo muerto y el hombre a las cosas, el nuevo orden capitalista transforma el antiguo mercadeo en un absolutismo mercantil donde la economa manda y la sociedad obedece. Y si la originaria expropiacin de artesanos y campesinos gener resistencias, en su trnsito del colonialismo al imperialismo y de los monopolios a las trasnacionales el capital despierta rebeldas perifricas: guerras coloniales del XIX, revoluciones y luchas de liberacin nacional en la pasada centuria, altermundismo globalicrtico en el tercer milenio

Generoso en sus orgenes, el socialismo -la gran ilusin del siglo XX- termina siendo el otro yo del capitalismo, su imagen en el espejo: un orden donde el trabajador se unce a la economa y el ciudadano al Estado, un hombre de hierro disfrazado de camarada cuyo cuestionamiento radical, asociado con la critica del nacionalsocialismo, emprende desde fines de los aos treinta la escuela de Frankfort. La forma ms consecuente del Estado autoritario -escribe Max Horkheimer-, la que se ha liberado de toda dependencia del capital privado es el estatismo integral o socialismo de estado... Los pases fascistas constituyen una forma mixta (Horkheimer: 45).

En esta abigarrada historia destaca La Bomba como alegora de un orden que adems de ser injusto y opresivo amenaza con aniquilarnos como especie. Las visiones apocalpticas son viejas pero a mediados del siglo XX una humanidad globalizada como nunca antes se percata sbitamente de que est al borde de la extincin. Tiene razn Ulrich Beck: no es casual que... la experiencia de la sociedad de destino global irrumpa fundamentalmente como experiencia de la amenaza (Beck. 131). Con un saldo de 38 millones de muertes, cada una individual e intransferible, la segunda guerra mundial es traumtica y ms an su escalofriante final: el estallido de dos bombas atmicas que asesinan de un solo golpe a cerca de 200 mil personas y son el arranque de la carrera armamentista, de la guerra fra y del miedo y la incertidumbre que envenenaron los espritus durante la segunda mitad del siglo. Ya en 1946, a unos meses del arrasamiento nuclear de Hiroshima y Nagasaki, el fsico y socilogo de la ciencia John D. Bernal afirma en una conferencia que el verdadero peligro radica en el hecho mismo de que existan bombas atmicas... Contra una bomba atmica no existe defensa; slo existe represalia (Bernal, 1958: 474, 475).

Nuestro siglo XX es el siglo del miedo proclam en 1948 el escritor Albert Camus, refirindose a la ciencia, cuyos perfeccionamientos tcnicos amenazan con destruir a la Tierra entera. En la misma tesitura, se manifiesta aos despus el historiador Thompson: Mi generacin haba contemplado la anunciacin de la tecnologa exterminista en Hiroshima (y) su perfeccionamiento en la bomba de hidrgeno. Habamos situado en un profundo lugar de nuestra conciencia la expectativa de que la misma continuidad de la civilizacin era problemtica. Una perspectiva apocalptica que nunca me ha abandonado (Thompson, 1983: 112, 113). Pero el ingles es un socialista cercano a las ideas de Marx y el desaforado armamentismo lo sacude en sus convicciones. En cuanto a La Bomba, se trata de una cosa, y una cosa no puede ser un agente histrico. La preocupacin por los horrores de una guerra nuclear... desva nuestra atencin... de la lucha de clases (ibid: 75), plantea Thompson, ironizando los argumentos de los socialistas ortodoxos contra el movimiento pacifista donde milita. Y l mismo se rectifica: Las armas nucleares -todas las armas- son objetos y a pesar de todo stas, y sus consiguientes sistemas de apoyo, aparecen desarrollndose espontneamente, como si estuvieran posedos de una voluntad independiente (ibid: 78).

Observacin filosa, esta ltima, pues remite a la inversin originaria por la que las cosas no slo devienen mercancas sino tambin valores de uso transformados para mejor servir a la valorizacin del capital. Y es que las mercancas no ofenden tanto por ser mercancas como porque han sido materialmente diseadas para lucrar ms que para servir. El verdadero mal no est en la etiqueta con el precio sino en lo que oculta el envoltorio: en la perversin que ha sufrido el propio valor de uso. Y si la corrupcin capitalista de los bienes que consumimos nos envilece, con ms razn la de los medios de produccin que nos consumen a nosotros. El absolutismo mercantil es un sistema en el que el objeto se vuelve contra el sujeto y las cosas contra los hombres, un orden en el que los medios de vida son medios de muerte y los de produccin de destruccin. Y en un mundo as, las armas -artefactos expresamente orientados contra nosotros mismos- son el testimonio ms filoso de la maligna voltereta. Lo son particularmente las armas de destruccin masiva y por sobre todas La Bomba, el instrumento de la aniquilacin final, el summum de la irracionalidad, el nuevo hombre de hierro.

La Bomba es... algo ms que una cosa inerte. Es ante todo, por su potencial destructivo, una cosa que amenaza. En segundo lugar, es un componente de un sistema de armamentos; y lo que produce, dirige y mantiene ese sistema es un sistema social, una organizacin diferenciada del trabajo, investigacin e intervencin (ibid: 78), resume el historiador. Y en otra parte, cita una afirmacin -lapidaria si las hay- contenida en NATO, The Bomb and Socialism, escrito por Peter Sedgwick en 1959: Si el hombre resulta borrado de la faz de la tierra ser... a causa de sus propios armamentos, no ser fcil responder a la pregunta de si se cay o fue empujado (ibid: 74).

La lucha de clases contina -concluye Thompson-. Pero el exterminismo no es una cuestin de clase, es una cuestin de especie. Y tiene razn, pues la inminente catstrofe que nos amenazaba durante la guerra fra (y que hoy nos sigue amenazando pues segn la Agencia Internacional de Energa Atmica, a poco ms de medio siglo del comienzo de la carrera armamentista se conservan vivas 27 mil ojivas nucleares en manos de los gobiernos de 80 pases) se origina en las injustas y clasistas relaciones de propiedad y de produccin impuestas por el capital, pero tambin en las apocalpticas e inhumanas fuerzas productivas-destructivas desarrolladas por el gran dinero.

En esta perspectiva, el amplio movimiento pacifista de la posguerra, que se intensifica en los primeros sesenta, aos de grandes movilizaciones con la consigna: Ban the Bomb!, puede verse como una prolongacin del luddismo. Porque las mquinas que aniquilaban a los artesanos del general Ludd y a los jornaleros agrcolas del capitn Swing eran la simiente del mal, el esbozo del monstruo que se mostrara un siglo y medio despus en Hiroshima y Nagasaki y en la demencial carrera armamentista. Y si el Doctor Frankenstein, de Mary Shelly, devino el Doctor Strangelove, de Stanley Kubrick (Dr. Strangelove, o de cmo aprend a dejar de preocuparme y amar la bomba, 1963), es de justicia potica que el historiador de la clase obrera que rescat a los rompemquinas ingleses del cajn de los reaccionarios sociales y tecnolgicos se afilie al pacifismo radical, al neoluddismo de la guerra fra.

El monstruo en los confinesA mediados de la pasada centuria estallan las bombas nucleares y estalla tambin el orden colonial. Desde hace veinte aos los pueblos coloniales dislocan la dominacin extranjera y hacen pie en la escena internacional. El siglo XX no habr sido solamente la era de los descubrimientos atmicos... (sino tambin el de)...la conquista por los pueblos de las tierras que les pertenecen (Fanon: 62), escribe Frantz Fanon en los aos cincuenta.

Ya en su Carta a los franceses el siquiatra y militante de la revolucin argelina hablaba de los rabes desapercibidos. rabes ignorados... silenciados... disimulados... negados cotidianamente... (ibid: 54), llamando la atencin a los europeos sobre la invisibilidad de los hombres de la periferia que transcurren sin identidad ni historia propias como si los arrabales de la civilizacin fueran menos reales que las metrpolis. Pero esto cambia cuando la descolonizacin como concesin imperial se transforma en lucha emancipadora: La verdadera liberacin no es esta pseudoindependencia..., escribe el argelino,Son los pueblos coloniales los que deben liberarse de la dominacin colonialista (ibid: 123).

Cuando el holocausto racista contra el pueblo judo es todava una herida reciente y sangrante, un africano alza la voz contra el otro holocausto y el otro racismo, contra un sistema colonial genocida cuyas vctimas fueron y siguen siendo los hombres de color, los fellah de todas las latitudes: Los pueblos africanos -dice- han enfrentado... una forma de nazismo, una forma de liquidacin fsica y espiritual lucidamente manejada (ibid: 195).

Las guerras de liberacin nacional que durante el siglo XX se despliegan en Asia, frica y Amrica Latina destruyen, entre otras cosas, la idea de que la modernidad es un movimiento progresivo que irradia del centro a la periferia, el mito decimonnico que presenta la colonizacin como hazaa civilizatoria con ciertos efectos colaterales indeseables pero necesarios para que los suburbios precapitalistas puedan salir de la barbarie. En lugar de integrar el colonialismo, concebido como momento de un mundo nuevo... hemos hecho de l un accidente desdichado, execrable, cuya nica significacin fue haber retardado... la evolucin coherente de la sociedad y la nacin argelinas, concluye Fanon (ibid: 62).

Con el fin de la guerra fra amainan los movimientos de liberacin nacional y despus de la revolucin nicaragense en 1979 y de la independencia de Zimbabwe en 1980 no hay avances importantes en ese frente. Pero junto con las luchas descolonizadoras convencionales, en la segunda mitad del siglo cobra fuerza dentro de las naciones el activismo de minoras oprimidas o negadas que reclaman reconocimiento y con frecuencia derechos autonmicos. Y junto a ellas emerge un variopinto y abigarrado movimiento identitario del que se ha ocupado Hctor Daz-Polanco: el llamado proceso de globalizacin no provoca la homogenizacin sociocultural; por el contrario, estimula la cohesin tnica, la lucha por las identidades y las demandas de respeto a las particularidades. La universalizacin hoy, no es equivalente de homogeneidad identitaria sino de pluralidad (Daz-Polanco, 2004: 201).

En el mismo lapso se intensifica la migracin de los pobres de la periferia hacia las metrpolis. Desde la segunda guerra mundial se daban importantes transferencias laborales del subdesarrollo a las economas primermundistas en expansin, pero al finalizar el siglo la migracin deviene xodo. Segn el informe de 2006 del Fondo de Poblacin de las Naciones Unidas, hoy cerca de 200 millones de personas, casi el 3% de la poblacin mundial, viven en un lugar distinto del que nacieron. El torrente poblacional fluye de Asa, frica y Amrica Latina a los pases de mayor desarrollo; regiones que en el primer quinquenio del nuevo siglo ganaron alrededor de 2.6 millones de inmigrantes por ao, de modo que hoy en el primer mundo uno de cada diez habitantes es transterrado. Y pese a que es cruento pues los poderosos construyen erizados muros defensivos (de los 10 pases que reciben la mayor cantidad de inmigrantes, ninguno ha ratificado la Convencin Internacional sobre la Proteccin de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y sus Familiares, aprobada en 1990 en las Naciones Unidas), el peregrinar se incrementa dia tras da.

Originado en frica, Asia y Amrica Latina y dirigido principalmente a Europa, Estados Unidos y Australia, el creciente flujo poblacional que marcha del calor al fro, del Sur al Norte simblicos, del campo a las ciudades, de la desilusin a la esperanza es la mundializacin de a pie, la globalizacin plebeya. Una deventurada aventura que puede ser vista, as sea vicariamente, a travs de los ojos de Sebastio Salgado, en su esplndido libro fotogrfico xodos. Es tambin una nueva colonizacin, a la que Vctor Toledo ha llamado una revolucin centrpeta, que traslada el problema colonial a las barriadas perifricas de las capitales del mundo.

Entre otras a la banliene parisina, una suerte de apartheid a la francesa donde a fines de 2005 se alzaron en inesperada jacquerie los hijos de los migrantes llegados del frica sudsahariana. Rebelin callejera que en marzo de 2006 replicaron tres millones de franceses -de los incluidos- quienes protestaban airados contra una reforma laboral que al precarizar el empleo de los menores de 26 aos creaba una suerte de apartheid juvenil con derechos laborales restringidos. Y al tiempo en que esto ocurra en el viejo continente, en el down-town del Imperio se alzaban las vctimas latinoamericanas del apartheid anglosajn: durante el mismo mes de marzo, con motivo de la inminente aprobacin de una ley que pretende endurecer an ms las medidas contra los migrantes, criminalizando tanto al extranjero sin papeles como a quien lo socorra, cerca de tres millones de personas, en su enorme mayora latinoamericanos y casi todos indocumentados, salieron a las calles en California, Illinois, Georgia, Colorado, Texas, Wisconsin, Arizona, Tennessee, Oregon, Ohio, Nueva Jersey, Washington y otros estados, en lo que parece el arranque de un nuevo movimiento por los derechos civiles, sostenido como siempre por los hombres y las mujeres del xodo, por los transterrados, los invisibles, los otros.

Si en La Bomba encarna simblicamente la irracionalidad destructiva del capitalismo, el apartheid es emblemtico de un orden que se quiere global pero necesita y reproduce la exterioridad brbara: una periferia eternamente premoderna en la que privan el saqueo y el trabajo forzado, un ms all salvaje donde todo se vale. Exterioridad que de algn modo comparten los campesinos, las mujeres, los indocumentados, los informales y todos aquellos que, a diferencia del proletariado industrial, padecen el sistema en el modo de la exclusin, del apartheid. Porque -lo veremos ms adelante- el sistema del mercado absoluto enfrenta en cada momento de su existencia ciertos limites tecnolgicos y econmicos, causantes de que siendo globalifgico e insaciable se le indigesten algunos mbitos. No mucho, slo aquello que tiene que ver con la reproduccin del hombre y de la naturaleza, esferas resistentes al modo de operacin fabril que, entre otras cosas, abarcan buena parte de la agricultura y de la reproduccin domstica. As, el gran dinero devora y excreta compulsivamente. Y el de afuera es un modo particularmente ignominioso de la opresin; oprobio orillero que durante el siglo XX engendr revoluciones coloniales, guerras campesinas, rebeldas feministas, insurgencias tnicas y jacqueries urbanas.

El monstruo interior

Pese a los pavores de la carrera armamentista, el capitalismo metropolitano de la posguerra multiplica la oferta de bienes y servicios encuadrada en el Estado de bienestar de inspiracin keynesiana. Reconociendo que hay exterioridades decisivas y que la reproduccin automtica del capital es catastrfica, economistas como John Maynard Keynes se apartan de la ortodoxia neoclsica, ponen en entredicho el laissez faire y proclaman las incumbencias de un Estado que ahora debe ser gestor (Chatelet: 125). En este marco los pases desarrollados -y a su modo, algo ms autoritario o populista, algunos perifricos- aplican medidas econmicas anticclicas y polticas de empleo y redistribucin del ingreso que promueven el consumo, tanto productivo como final.

Por un tiempo, estas polticas tienen xito y en los pases centrales comienza a hablarse de la sociedad opulenta. Pero pronto se descubre que este derroche mercantil -este consumismo, como se le llama- no es menos opresivo que la escasez material crnica, pues por su mediacin interiorizamos al aparato. La opresin que nos aqueja no es slo la ms obvia ejercida por los rganos represivos del Estado; nos oprimen tambin las instituciones y los discursos de la salud y de la educacin, nos oprime la familia, la iglesia, la sexualidad. Escribe Foucault: no es posible escapar del poder, que siempre est ah y que constituye precisamente aquello que intenta oponrsele..., y emprende, ms que una teora una analtica del poder (Foucault, 1977: 100), que nos muestra la mecnica polimorfa de la disciplina (Foucault, 2000: 45).

As como la corriente de pensamiento de raigambre luddita encuentra en la conformacin capitalista de los procesos inmediatos de produccin y de consumo una alineacin profunda, insidiosa y persistente que se autonomiza de las formas generales de propiedad y produccin, as Foucault devela la operacin fina y cotidiana un poder disciplinario que se despliega con relativa independencia de las formas generales del Estado, una violencia menuda pero terrible que no desciende de la soberana presuntamente legtima del Leviatn sino que se origina en las astucias un monstruo fro no por entraable y cotidiano menos lacerante. Y de la misma manera que la alienacin material en el trabajo no remite por que cambien las relaciones de propiedad, tampoco desaparece la relacin disciplinaria aqu abajo porque all arriba cambien las hechuras del Estado. No es casual, entonces, que en estas dos aproximaciones a las modalidades cotidianas de la joda existencial el nfasis se ponga no tanto en las formas generales de la poltica y la economa sino en su materialidad, en su mecnica, en los aparatos que las soportan, en su incidencia sobre los cuerpos. En lecciones impartidas en 1976 Foucault expone el sentido de su proyecto: Captar la instancia material del sometimiento en cuanto constitucin de los sbditos (lo que) sera, por decirlo as, exactamente lo contrario de lo que Hobbes quiso hacer con el Leviatn (ibid: 37). Porque en la segunda mitad del siglo XX la alienacin, que antes se perciba como externa, deviene igualmente subjetiva, y la desigual batalla contra el hombre de hierro, de Marx, y contra el Leviatn -ese hombre artificial a la vez autmata fabricado y unitario (ibid:42) del que abomina Foucault-, se escenifica tambin dentro de nosotros.

As... penetra el aparato en lo interno de la persona misma, en sus impulsos y en su inteligencia, de modo distinto a como esto ocurri en etapas anteriores... -escribe Herbert Marcuse en Psicoanlisis y poltica- o sea ya no primariamente, como violencia brutal externa, personal o natural, ni siquiera ya como efecto... de la competencia de la economa, sino como razn tcnica objetivada... (Marcuse, 1969: 69). El poder puede ser practicado por los hombres, por la naturaleza, por las cosas -incluso puede ser interior, ejercido por el individuo sobre s mismo- apareciendo bajo la forma de autonoma... (ibid: 43), contina. La libertad es una forma de poder (ibid: 67), concluye.

En 1967, en la Universidad Libre de Berln (occidental), Marcuse charla con los estudiantes: Pues en realidad est en juego la vida de todos -dice- (es necesario)... despertar la conciencia a la horrorosa poltica de un sistema cuyo poder y cuya presin aumentan con la amenaza de destruccin total... Un sistema... cuya creciente produccin es creciente destruccin y creciente despilfarro. Y termina: En estas condiciones la oposicin se concentra cada vez ms en los marginales... y entre los privilegiados... que quiebran la direccin social o consiguen sustraerse a ella... (pues)...son conscientes del precio que la sociedad opulenta hace pagar a sus vctimas (Marcuse,1972: 699). Meses despus, esos y otros muchos estudiantes protagonizaran un movimiento de alcance global cuyo motor fueron sectores universitarios privilegiados.

En Francia, el movimiento desatado por los estudiantes de Nanterre se extiende al proletariado y desemboca en una huelga general con ocupacin de fbricas que enrola a ms de diez millones de obreros. Un movimiento que se desata a contrapelo de las burocracias de la izquierda (Confederacin General de Trabajadores, Partido Comunista Francs) y no sobreviene en un pas de estructuras viejas donde predomina un laissez faire arcaico, sino en el pas del neocapitalismo (Mandel, 1969: 132). En un ensayo escrito al calor de los combates Ernest Mandel esboza las razones del movimiento: independientemente de la elevacin del nivel de vida en el curso de los ltimos 15 aos, la causa del estallido se encuentra en el descontento profundo e irreprimible... provocado por la realidad cotidiana de la existencia proletaria... por la ausencia de libertad e igualdad social en los lugares de trabajo, la alienacin acentuada en el seno mismo del proceso productivo (ibid: 131,132).

El problema no es la retribucin de la fuerza de trabajo sino quin mandar a las mquinas?, concluye Mandel. Y efectivamente, por es