· ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla....

88

Upload: others

Post on 22-Apr-2020

3 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 2:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

2

Page 3:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

3

Page 4:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

4

Page 5:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 6:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 7:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

Katherine Mansfield

LA FIESTAEN EL JARDÍN

Page 8:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 9:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

Katherine Mansfield

LA FIESTAEN EL JARDÍN

LA SEÑORITA BRILL

Ilustraciones de

Carmen Bueno

Traducción de

Magdalena Palmer

Nørdicalibros 2019

Page 10:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

Título original: The Garden Party / Mrs. Brill

© De las ilustraciones: Carmen Bueno

© De la traducción: Magdalena Palmer

© De esta edición: Nórdica Libros, S. L.

Avda. de la Aviación, 24, bajo P

28054 Madrid

Tlf: (+34) 917 055 057

[email protected]

Primera edición: junio de 2019

ISBN: 978-84-17651-63-3

Depósito Legal: M-19058-2019

IBIC: FA

Impreso en España / Printed in Spain

Gracel Asociados

Alcobendas (Madrid)

Diseño de colección y

maquetación: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y

Ana Patrón

Cualquier forma de reproducción, distribución, comuni-cación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex-cepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si ne-cesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Page 11:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

LA FIESTA EN EL JARDÍN

Page 12:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 13:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

13

Y hacía un tiempo ideal. No habrían encon-trado un día mejor para celebrar una fiesta en el jardín ni si lo hubiesen encargado. Sin vien-to, cálido, ni una nube en el cielo. Solo velaba el azul una tenue bruma dorada, como ocurre a ve-ces a inicios del verano. El jardinero, que se ha-bía levantado al amanecer para cortar y rastrillar el césped, había dejado resplandecientes la hier-ba y los rosetones oscuros y chatos donde an-tes estaban las margaritas. En cuanto a las rosas, daba la sensación de que sabían muy bien que eran las únicas flores capaces de impresionar a los invitados; son las únicas flores que todos co-nocen. Cientos, sí, literalmente cientos se ha-bían abierto durante la noche; los verdes rosales se doblegaban bajo su peso como si los hubie-sen visitado unos arcángeles.

Page 14:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

14

No habían terminado de desayunar cuan-do llegaron los hombres que iban a levantar la carpa.

—¿Dónde quieres que la pongan, mamá?—Querida mía, no hace falta que me lo

preguntes. Este año he decidido dejarlo todo en vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como a una invitada de honor.

Pero Meg no podía atender a los trabajadores. Se había lavado el pelo antes de desayunar y toma-ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y la chaqueta de un quimono.

—Tendrás que ir tú, Laura, que eres la más artística.

Y allá fue Laura, con su pan con mantequi-lla en la mano. Era fantástico tener una excusa para comer fuera, y además le encantaba organi-zar las cosas; siempre le parecía que lo hacía me-jor que nadie.

Page 15:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

15

Cuatro hombres en mangas de camisa aguardaban en el sendero del jardín. Lleva-ban postes cubiertos con rollos de lona y unas grandes bolsas de herramientas les colgaban del hombro. Estaban impresionantes. Laura deseó no llevar en la mano aquella rebanada de pan con mantequilla, pero no sabía dónde dejarla y no le parecía bien tirarla sin más. Se ruborizó e intentó adoptar una expresión severa, e incluso algo miope, mientras se acercaba.

—Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonaba tan espantosamente afec-tada que se avergonzó, y balbució como una ni-ñita—: Hum…, haaan…, ¿han venido por el asunto de la carpa?

—Pues sí, señorita —dijo el hombre más alto, un tipo larguirucho y pecoso que se cambió la bolsa de hombro, se echó hacia atrás el sombre-ro de paja y le sonrió—. Por ese mismo asunto.

Su sonrisa era tan espontánea y amable que Laura se sintió mejor. Qué ojos tan bonitos te-nía, ¡pequeños, pero de un azul tan intenso…!

Page 16:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 17:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 18:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

18

Y luego vio que los demás también sonreían. «Anímate, que no mordemos», parecían de-cirle con su sonrisa. ¡Qué trabajadores más agradables! ¡Y qué mañana tan preciosa! Pero no debía mencionar la mañana; tenía que pare-cer profesional. La carpa.

—¿El prado de los lirios? ¿Servirá?Y señaló el prado con la mano que no soste-

nía la rebanada de pan. Ellos se volvieron y mira-ron en aquella dirección. Un hombrecillo gordo torció el labio inferior y el hombre alto frunció el ceño.

—No me gusta, apenas se ve —le dijo, y se volvió para hablarle con su naturalidad ca-racterística—. Verá, lo que interesa con las car-pas es ponerlas en un sitio que se vea mucho, como un buen bofetón en los ojos, no sé si me entiende.

La educación que Laura había recibido le hizo preguntarse si era respetuoso que un traba-jador le hablase de aquel modo; pero entendió muy bien lo que le decía.

Page 19:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

19

—En un rincón de la pista de tenis —sugi-rió—. Pero la orquesta ocupará el otro extremo.

—Caray, conque hasta tendrán orquesta, ¿eh? —dijo otro trabajador. Era pálido y escru-tó la pista de tenis con expresión exhausta. ¿Qué estaría pensando?

—Será una orquesta muy pequeña —dijo Laura con suavidad. Si la orquesta era pequeña, quizá a aquel hombre no le importase tanto.

Pero entonces intervino el hombre alto.—Mire, señorita. Ese es un buen sitio, de-

lante de aquellos árboles. Allí se verá bien. Delante de los karakas. Pero entonces no se

verían, y eran unos árboles tan hermosos, con sus amplias hojas lustrosas y sus racimos de fruta amarilla… La clase de árboles que imaginamos en una isla desierta, altivos y solitarios, con sus hojas y frutos alzados al sol en una suerte de silen-cioso esplendor. ¿Y tenía que ocultarlos una carpa?

Pues sí. Los trabajadores ya se habían car-gado los palos al hombro y se dirigían hacia allí. Solo se había rezagado el hombre alto. Se inclinó,

Page 20:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

20

pellizcó una ramita de lavanda, se llevó el índi-ce y el pulgar a la nariz y aspiró el aroma. Al ver el gesto, Laura se olvidó por completo de los ka-rakas, maravillada de que a aquel hombre le in-teresaran cosas así, que le gustara el aroma de la lavanda. ¿Cuántos, entre sus conocidos, habrían hecho algo semejante? Qué trabajadores tan ex-traordinarios, pensó. ¿Por qué no podía tener como amigos a trabajadores como aquellos, en lugar de los muchachos bobos con los que bai-laba y que venían a cenar los domingos? Ella se llevaría mucho mejor con hombres así.

La culpa de todo, decidió mientras el hom-bre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre, algo que tenía que serpentear hacia arriba o caer colgando, la tenían esas absurdas distinciones de clase. Pues bien, en lo que a ella concernía, no le importaban. Ni un poco, ni un ápice. Y entonces oyó los golpes de los martillos en la madera. Un hombre silbaba, y otro preguntó:

—¿Todo bien por allí, compadre?

Page 21:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 22:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

22

¡Compadre! La cordialidad del término, la…, la… Solo para demostrar lo contenta que estaba, para demostrarle al hombre alto lo cómoda que se sentía y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura dio un gran boca-do al pan con mantequilla mientras observaba el dibujito. Se sentía como una trabajadora más.

—¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡Teléfono, Laura! —gritó una voz desde el interior de la casa.

—¡Ya voy! Y allá fue, deslizándose prado abajo, sende-

ro arriba, a través de la terraza y porche adentro. En el zaguán, su padre y Laurie cepillaban sus sombreros antes de dirigirse al despacho.

—Oye, Laura, ¿podrías echar un vistazo a mi chaqueta antes de la tarde? Por si hay que plancharla —dijo Laurie muy deprisa.

—Pues claro. —De pronto, sin poder con-tenerse, se acercó a Laurie y le dio un rápido abrazo—. Me encantan las fiestas, ¿a ti no?

—Mu-cho —respondió Laurie con su cálida voz de muchacho, y también abrazó a su hermana,

Page 23:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

23

y luego le dio un empujoncito—. Corra al teléfo-no, señorita.

¡El teléfono! —Sí, sí. Faltaría más. ¿Kitty? Buenos días,

querida. ¿Vienes a almorzar? ¿Sí? Ven. Yo encan-tada, por supuesto. Será una comida improvisa-da, solo restos de emparedado y de merengue, y otras sobras. Sí. ¿No hace una mañana perfecta? ¿El blanco? Sí, póntelo. Espera un momento, mi madre me está hablando. —Y Laura se apartó del aparato—. ¿Qué dices, mamá? No te oigo bien.

La voz de la señora Sheridan flotó escale-ra abajo.

—Dile que se ponga ese sombrero precioso que llevaba el domingo pasado.

—Dice mi madre que te pongas ese som-brero precioso que llevabas el domingo pasado. Bien. A la una. Adiós.

Laura colgó, levantó los brazos, respiró hon-do y los estiró antes de dejarlos caer. «Uf», sus-piró, y en cuanto acabó de suspirar se enderezó rápidamente. Aguzó el oído. Daba la impresión

Page 24:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

24

de que todas las puertas estaban abiertas y de que la casa estaba llena de voces apresuradas, de pasos suaves y rápidos. La puerta de paño verde que conducía a las regiones de la cocina se abrió y volvió a cerrarse con un ruido sordo. Y luego oyó un sonido absurdo, similar a una risita sofocada. Estaban desplazando el pesado piano sobre sus rígidas ruedecillas. Y ¡aquel aire! ¿Era el aire siempre así? Unas brisas tenues jugaban a perseguirse: entraban por lo alto de las ventanas y salían por las puertas. Había dos manchas de sol chiquitinas, una sobre el tintero y otra en el marco de plata de una fotografía. Unas man-chitas preciosas, sobre todo la de la tapa del tintero. Era muy cálida, una cálida estrellita de plata. Sintió el impulso de besarla.

Sonó el timbre y luego oyó en la escalera el frufrú de la falda estampada de Sadie. Una voz masculina murmuró algo, y Sadie respondió con despreocupación:

—Pues la verdad es que no lo sé. Espere, preguntaré a la señora Sheridan.

Page 25:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

25

—¿Qué ocurre, Sadie? —dijo Laura, en-trando en el vestíbulo.

—Es el florista, señorita Laura.En efecto, allí, en el zaguán, había una gran

bandeja con macetas de lirios rosados. Ningu-na otra flor. Únicamente lirios de grandes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi espantosamen-te vivas en sus tallos de un carmesí intenso.

—¡Ay, Sadie! —dijo Laura, y la exclama-ción fue como un pequeño gemido. Se agachó, como si quisiera calentarse al fuego de los li-rios; los notó en sus dedos, en sus labios, cre-ciendo en su pecho—. Será una equivocación, nunca hemos pedido tantos. Ve a buscar a mi madre, Sadie.

Pero justo entonces apareció la señora She-ridan.

—No pasa nada, los he pedido yo —dijo tranquilamente—. ¿A que son divinos? —Apre-tó el brazo de su hija—. Ayer pasé por la tienda y los vi en el escaparate. Y pensé que, por una vez en la vida, iba a tener todos los lirios que

Page 26:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

26

me viniese en gana. La fiesta del jardín será una buena excusa.

—Pero si habías dicho que no te entrome-terías —dijo Laura.

Sadie se había marchado. El empleado de la floristería esperaba en la furgoneta. Laura pasó un brazo por el cuello de su madre y muy, muy suavemente, le mordisqueó la oreja.

—Mi querida niña, no te gustaría tener una madre lógica, ¿verdad? No hagas eso, que viene el empleado.

El hombre de la floristería regresó con otro capazo lleno de lirios.

—Póngalos todos juntos a ambos lados del porche, por favor —indicó la señora Sheri-dan—. ¿Te parece bien, Laura?

—Sí, mamá.En la sala, Meg, Jose y el bueno de Hans ha-

bían conseguido mover el piano.—Podemos acercar el sofá a la pared y sacar

el resto de los muebles, menos las sillas. ¿Qué te parece?

Page 27:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 28:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

28

—Muy bien.—Hans, llévate estas mesas a la sala de fu-

madores, y trae un cepillo para sacar las mar-cas de la alfombra y…, un momento, Hans. —A Jose le encantaba dar órdenes a los criados y a ellos les encantaba obedecerla. Siempre les ha-cía sentir como si actuasen en un drama—. Dile a mi madre y a la señorita Laura que vengan en-seguida.

—Muy bien, señorita Jose.Jose se volvió hacia Meg.—Quiero oír cómo suena el piano, por si

me piden que cante esta tarde. Probemos con «Qué triste es la vida».

¡Pum! ¡Da-da-da, di-da! El piano sonó con tal pasión que a Jose le cambió la cara. Juntó las manos. Miró con expresión triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraban.

Qué triste es la vi-i-da,una lágrima, un suspiro.Un amor que cambia,

Page 29:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

29

qué triste en la vi-i-da,una lágrima, un suspiro. Un amor que cambia,y luego, sin más… ¡Adiós!

Sin embargo, aunque el piano sonaba más desesperado que nunca, al pronunciar la pala-bra «Adiós» el rostro de Jose se iluminó con una sonrisa de lo más inapropiada.

—¿Entono bien, mamaíta? —preguntó, sonriendo.

Qué triste es la vi-i-da,la esperanza viene a morir.Un sueño… Un des-pertar.

Pero ahora fue Sadie quien las interrumpió.—¿Qué ocurre, Sadie?—Disculpe, señora, me pregunta la cocine-

ra si tiene las tarjetas de los emparedados.—¿Las tarjetas de los emparedados, Sadie?

—repitió la señora Sheridan con aire ausente. Y

Page 30:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 31:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

31

sus hijas supieron, por la expresión de su cara, que no las tenía—. Veamos… Dile a la cocine-ra que las tendrá dentro de diez minutos —afir-mó con absoluta seguridad.

Sadie se marchó.—Laura, acompáñame a la sala de fuma-

dores —dijo rápidamente su madre—. Anoté los nombres en alguna parte, en el dorso de un so-bre. Tendrás que escribirlos por mí. Meg, sube ahora mismo y quítate esa cosa mojada de la ca-beza. Jose, corre a acabar de vestirte, enseguida. ¿Me oís, niñas? ¿O tendré que decírselo a vuestro padre cuando vuelva esta noche a casa? Y…, y… Jose, pasa por la cocina para tranquilizar a la coci-nera, ¿quieres? Esta mañana me da pavor.

Por fin encontraron el sobre detrás del reloj del comedor, aunque la señora Sheridan no en-tendía cómo había llegado hasta allí.

—Una de vosotras me lo habrá sacado del bolso, porque recuerdo muy bien… Crema de limón y queso. ¿Ya lo has anotado?

—Sí.

Page 32:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

32

—Huevo y… —La señora Sheridan apar-tó el sobre—. Parece que pone «ratones». No pueden ser ratones, ¿verdad?

—Olivas, mamá —dijo Laura, leyendo por encima del hombro.

—Sí, claro. Olivas. La combinación suena fatal. Huevo y olivas.

Acabaron por fin y Laura se las llevó a la co-cina. Allí encontró a Jose tranquilizando a la coci-nera, que no tenía nada de pavorosa.

—Jamás había visto unos emparedados tan exquisitos —exclamaba Jose con entusias-mo—. ¿De cuántas clases ha dicho que hay, co-cinera? ¿Quince?

—Quince, señorita Jose. —Pues la felicito.La cocinera apartó las cortezas de pan con

el cuchillo largo de los emparedados y sonrió de oreja a oreja.

—Ha llegado el empleado de Godber —anun-ció Sadie, saliendo de la despensa. Lo había vis-to por la ventana.

Page 33:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

33

Eso significaba que habían llegado los pas-telitos de nata. Los de Godber eran famosos. A nadie se le ocurría hacerlos en casa.

—Tráelos y me los dejas encima de la mesa, muchacha —ordenó la cocinera.

Sadie los dejó en la mesa y luego volvió a la puerta. Laura y Jose eran demasiado mayo-res para interesarse por esas cosas, por supuesto, pero ambas coincidieron en que los pastelitos tenían muy buen aspecto. Mucho. La cocinera empezó a colocarlos mientras retiraba el azúcar en polvo sobrante.

—¿No te recuerdan de nuevo todas las fies-tas pasadas? —preguntó Laura.

—Supongo —dijo la práctica Jose, que no era muy dada a los recuerdos—. La verdad es que parecen muy ligeros y esponjosos.

—Coged uno, niñas —dijo la cocinera con su tranquilidad habitual—. Vuestra madre no se enterará.

Imposible. ¿Comerse unos sofisticados pas-telillos de nata tan temprano, justo después de

Page 34:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 35:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

35

desayunar? Daba escalofríos solo de pensarlo. Sin embargo, un par de minutos después Jose y Lau-ra se lamían los dedos con esa expresión recon-centrada que solo se alcanza con la nata montada.

—Salgamos al jardín por la puerta de atrás, quiero ver cómo montan la carpa los trabajado-res —sugirió Laura—. Son unos hombres sim-patiquísimos.

Pero en la puerta trasera estaban la cocinera, Sadie, el empleado de Godber y Hans cerrando el paso.

Había pasado algo.—Clu, clu, clu —cloqueaba la cocinera

como una gallina espantada. Sadie se apretaba la mejilla con la mano como si tuviese dolor de muelas y Hans contraía la cara, esforzándo-se en entender. Solo el empleado de Godber parecía satisfecho, pues era él quien contaba la historia.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?—Un accidente espantoso —dijo la coci-

nera—. Ha muerto un hombre.

Page 36:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

36

—¡Ha muerto un hombre! ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?

Pero el empleado de Godber no iba a per-mitir que le arrebataran la historia delante de sus mismísimas narices.

—¿Conoce esas casitas que hay ahí abajo, señorita? —¿Que si las conocía? Por supuesto, las conocía muy bien—. Pues bien, allí vive un hombre joven, de nombre Scott, un carretero. Esta mañana un tractor le ha asustado el caba-llo en la esquina de la calle Hawke y él ha sali-do despedido, se ha golpeado en la nuca y ha muerto.

—¡Muerto! —Laura clavó los ojos en el empleado de Godber.

—Muerto cuando lo recogieron —dijo el empleado con entusiasmo—. Cuando yo venía hacia aquí se llevaban el cadáver a su casa. Deja mujer y cinco hijos pequeños.

—Ven aquí, Jose. —Laura tiró a su herma-na de la manga y la arrastró por la cocina hasta el otro lado de la puerta de paño verde. Luego

Page 37:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

37

se detuvo y se apoyó en la puerta—. ¡ Jose! —ex-clamó, horrorizada—. ¿Cómo haremos para sus-penderlo todo?

—¡Suspenderlo todo, Laura! —exclamó Jose, asombrada—. ¿A qué te refieres?

—A suspender la fiesta, claro. —¿Por qué fingía Jose?

Pero Jose estaba más perpleja si cabe.—¿Suspender la fiesta? Mi querida Laura,

no digas disparates. No podemos hacer algo así. Nadie espera que lo hagamos. No seas extrava-gante.

—¡Pero no podemos celebrar una fiesta en el jardín si hay un muerto aquí al lado!

Aquello sí que era extravagante, pues las barracas en cuestión estaban en un callejón an-gosto al pie de la misma ladera que conducía hasta su casa. Las separaba un camino ancho, pero en cualquier caso se hallaban muy cerca. Dolía a la vista solo mirarlas y no tenían ningún derecho a estar allí. Eran unas casuchas míseras pintadas de color chocolate. En sus jardines

Page 38:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

38

solo había tronchos de repollo, gallinas enfer-mas y latas de tomate. Hasta el humo que sa-lía de sus chimeneas era miserable: harapos y jirones de humo, nada que ver con las grandes espirales plateadas que ascendían de las chime-neas de los Sheridan. En aquel callejón vivían lavanderas, barrenderos, un zapatero y un hom-bre cuya fachada estaba tachonada de dimi-nutas jaulas de pájaros. Había niños por todas partes. Cuando eran pequeños, los Sheridan te-nían prohibido pisarlo por el lenguaje ofensivo que podían oír y las enfermedades que les podían contagiar. Sin embargo, ya de mayores, a veces Laura y Laurie pasaban por allí durante sus pa-seos. Era una callejuela sórdida y asquerosa de la que siempre salían estremecidos. Pero hay que ir a todas partes y ver de todo. Por eso iban.

—Piensa cómo se sentirá esa pobre mujer al oír la orquesta —dijo Laura.

—¡Laura! —Jose empezaba a impacien-tarse—. Si piensas prohibir las orquestas siem-pre que alguien tenga un accidente, te espera

Page 39:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

39

una vida agotadora. A mí también me da pena. —Se le endureció la mirada. Miró a su herma-na como solía hacer cuando eran pequeñas y se peleaban—. Pero poniéndote sentimental no le devolverás la vida a un obrero borracho —dijo en voz baja.

—¡Borracho! ¿Quién ha dicho que es-taba borracho? —repuso Laura, furiosa. Y, como acostumbraba a hacer en tales ocasiones, dijo—: Voy a contárselo ahora mismo a mamá.

—Ve, querida —se burló Jose.—Mamá, ¿puedo entrar en tu habitación?

—Laura giró el gran pomo de cristal.—Por supuesto, hija mía. ¿Por qué? ¿Qué

pasa? ¿Por qué estás tan acalorada? Y la señora Sheridan, que estaba sentada

ante el tocador, volvió la cabeza. Se probaba un sombrero nuevo.

—Madre, ha muerto un hombre —empe-zó Laura.

—¿En nuestro jardín? —interrumpió su madre.

Page 40:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

40

—¡No, no!—¡Ah! ¡Qué susto me has dado! La señora Sheridan dio un suspiro de alivio,

se quitó el sombrero y se lo colocó en las rodillas.—Pero escúchame, mamá —dijo Laura.

Le contó la espantosa noticia, sin aliento, casi ahogándose—. Y no podemos celebrar la fiesta, ¿verdad? —le suplicó—. Imagínate la orquesta y a todos los invitados. Nos oirán, madre. ¡Son nuestros vecinos!

Para asombro de Laura, su madre reaccio-nó igual que Jose, pero le resultó aún más difícil soportarlo porque parecía que a su madre le ha-cía gracia. Se negaba a tomarse a su hija en serio.

—Ten un poco de cabeza, hija mía. Nos he-mos enterado de casualidad. Si alguien se hubie-se muerto allí de forma natural…, y no entiendo cómo pueden vivir en esos agujeros…, seguiría-mos celebrando nuestra fiesta, ¿verdad?

Laura tuvo que decir que sí, pero aquello no le parecía bien. Se sentó en el sofá de su ma-dre y empezó a pellizcar los flecos del cojín.

Page 41:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

41

—¿No es espantosamente cruel por nues-tra parte, mamá?

—¡Querida mía! —La señora Sheridan se levantó y se acercó a su hija, sombrero en mano. Antes de que Laura pudiese detenerla, ya se lo había puesto en la cabeza—. ¡Mi niña! El som-brero es tuyo. Está hecho para ti, es demasiado juvenil para mí. Nunca te había visto tan impre-sionante, ¡mírate!

Y levantó el espejo de mano.—Pero, mamá… —empezó Laura, una vez

más. No podía ni mirarse; volvió la cara.Esta vez la señora Sheridan perdió la pa-

ciencia, como antes le había pasado a Jose.—Estás siendo muy absurda, Laura —le dijo

con frialdad—. La gente así no espera sacrificios de nuestra parte. Y no es muy compasivo que quieras aguar la fiesta a los demás, como estás haciendo ahora.

—No lo entiendo —murmuró Laura. Sa-lió rápidamente de la habitación y entró en su dormitorio. Allí, de casualidad, lo primero que

Page 42:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

42

vio fue a la chica encantadora del espejo, tocada con un sombrero negro adornado con margari-tas doradas y una larga cinta de terciopelo ne-gro. Nunca se habría imaginado que podía estar tan guapa. «¿Tendrá razón mi madre?», pen-só. Y empezó a desear que la tuviese. «¿Estoy siendo extravagante?». Quizá fuese extravagan-te. Vio una imagen fugaz de la pobre mujer y sus hijitos, y del cadáver que trasladaban al interior de la casa. Pero era una imagen borrosa, irreal, como una fotografía del periódico. «Volveré a pensarlo cuando haya terminado la fiesta», re-solvió. Y, a saber cómo, aquella le pareció la me-jor decisión.

Terminaron de almorzar a la una y media. A las dos y media ya estaban todos listos para el combate. Los músicos, uniformados con cha-quetas verdes, habían llegado y ocupaban un extremo de la pista de tenis.

—¡Querida mía! —trinó Kitty Mait-land—. ¿No se parecen muchísimo a unas ra-nas? Tendríais que haberlos colocado alrededor

Page 43:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 44:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

44

del estanque, con el director en el centro, sobre una hoja de nenúfar.

Laurie llegó y fue saludando a todos mien-tras iba a cambiarse. Al verlo, Laura volvió a recordar el accidente. Quería contárselo a su hermano. Si Laurie coincidía con su hermana y con su madre, es que aquello estaba bien. Y lo si-guió al vestíbulo.

—¡Laurie!Laurie había empezado a subir la escalera,

pero al darse la vuelta y ver a Laura, resopló y la miró con ojos como platos.

—¡Caray, Laura! ¡Estás despampanante! ¡Menudo sombrero, es elegantísimo!

—¿Te parece? —respondió ella débilmen-te, sonrió a Laurie y al final no le dijo nada.

Poco después fueron llegando más y más invitados. La orquesta empezó a tocar; los ca-mareros contratados corrían de la casa a la carpa. Allá donde se mirase había parejas pa-seando, inclinándose sobre las flores, saludan-do, andando por el prado. Eran como aves de

Page 45:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

45

colores que se hubiesen posado en el jardín de los Sheridan para pasar la tarde, de camino a… ¿dónde? ¡Qué felicidad, estar con personas fe-lices y estrechar manos, rozar mejillas, sonreír-les a los ojos!

—¡Queridísima Laura, estás hecha una preciosidad!

—¡Qué sombrero tan favorecedor, jovencita!—Pareces española, Laura. Nunca te había

visto tan deslumbrante.Y Laura, radiante, respondía en voz baja:

«¿Ha tomado té? ¿No quiere un helado? Los de granadilla son deliciosos».

Corrió hacia su padre y le suplicó:—Papá, ¿podemos ofrecerles algo de beber

a los músicos?Y aquella tarde perfecta maduró lentamen-

te, se apagó lentamente y lentamente cerró sus pétalos.

«La fiesta más encantadora…». «Un éxito rotundo…». «La mejor…».

Page 46:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

46

Laura ayudó a su madre con las despedidas. Se plantaron juntas en el porche hasta que todo hubo terminado.

—Ya está, ya está, gracias al cielo —dijo la señora Sheridan—. Reúne a los demás, Laura, y tomaremos café recién hecho. Estoy agotada. Sí, ha sido todo un éxito, pero ¡ay, estas fiestas, estas fiestas! ¿Por qué os empeñáis en celebrar tantas fiestas, hijas mías?

Y todos se sentaron en la carpa desierta.—Toma un emparedado, papá. Yo he escri-

to las tarjetas.—Gracias. —El señor Sheridan le dio un

mordisco y el emparedado desapareció. Cogió otro—. Supongo que no os habréis enterado del espantoso accidente de hoy.

—Pues sí, querido —dijo la señora She-ridan, levantando la mano—. Y casi nos agua la fiesta. Laura insistía en que debíamos can-celarla.

—¡Mamá! —Laura no quería que se burla-sen de lo ocurrido.

Page 47:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 48:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

48

—Es horroroso, en cualquier caso —dijo el señor Sheridan—. Ese pobre hombre también estaba casado. Vivía justo en la calle de abajo y, según dicen, deja mujer y media docena de hi-jos.

Siguió un silencio incómodo. La señora Sheridan jugueteó con su taza. Era una falta de tacto por parte de su marido…

De pronto levantó la vista. Allí en la mesa había muchísimos emparedados, tartas y paste-litos que nadie había comido y que iban a des-perdiciarse. Se le ocurrió una de sus brillantes ideas.

—Ya sé. Prepararemos una cesta, enviare-mos a esa pobre mujer parte de esta comida de-liciosa. A los niños les parecerá un manjar. ¿A que sí? Y seguro que irán vecinos a darle el pésa-me, será un detalle que ya lo tenga todo prepara-do. ¡Laura! —Se levantó de un salto—. Tráeme la cesta grande que está en el armario de la es-calera.

—Pero, mamá, ¿te parece una buena idea?

Page 49:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

49

Otra vez, qué curioso, no pensaba lo mismo que los demás. Llevarles las sobras de su fiesta. ¿A esa pobre mujer le gustaría que hiciesen algo así?

—¡Pues claro! Pero ¿qué te pasa hoy? Si hace un par de horas insistías en que fuésemos considerados y ahora…

—¡Bien, de acuerdo! —Laura corrió a bus-car la cesta. Y su madre la llenó a rebosar.

—Llévasela tú misma, hija. Baja así mismo, tal como vas —dijo su madre—. No, espera. Llévales también unos lirios de agua. A las per-sonas de su condición les impresionan los lirios de agua.

—Los tallos le destrozarán el vestido de en-caje —dijo Jose, siempre práctica.

Era cierto. Por poco.—Solo la cesta, entonces. Y… ¡Laura! —Su

madre la siguió fuera de la carpa—. De ninguna manera…

—¿Qué, mamá?¡No, mejor no meterle a su hija esas ideas

en la cabeza!

Page 50:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 51:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 52:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

52

—¡Nada! Corre, ve.Empezaba a oscurecer cuando Laura cerró

las cancillas de su jardín. Un perro grande pasó corriendo como una sombra. El camino era de un blanco resplandeciente, pero abajo, en la hondonada donde estaban las barracas, reinaba la oscuridad. ¡Qué tranquilo parecía todo, des-pués de aquella tarde! Bajaba la colina hacia un lugar donde había un muerto y no acababa de hacerse a la idea. ¿Por qué no? Se detuvo un mo-mento. Era como si llevase dentro los besos, las voces, el tintineo de las cucharas, la risa, el olor de la hierba aplastada, y no le quedase sitio para nada más. ¡Qué extraño! Alzó la vista al cielo pá-lido y lo único que pensó fue: «Sí, la fiesta ha sido todo un éxito».

Cruzó el ancho camino y enfiló el callejón, enrarecido y oscuro. Mujeres abrigadas con cha-les y gorras de hombre andaban apresuradamen-te de aquí para allá. Había hombres apoyados en las cercas y los niños jugaban en los portales. Un murmullo grave salía de las miserables barracas.

Page 53:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

53

En algunas se atisbaba un destello de luz y una sombra, como un cangrejo, se movía tras la ven-tana. Laura bajó la cabeza y apretó el paso. De-seó haberse puesto la capa. ¡Como destacaba su vestido! Y el gran sombrero con la cinta de ter-ciopelo… ¡Ojalá llevase cualquier otro! ¿La mi-raba la gente? Seguro que sí. Presentarse allí era un error; ella lo había sabido desde el principio. ¿Debía dar media vuelta?

No, demasiado tarde. Aquella era la casa, tenía que serlo. Un nudo enlutado de perso-nas se había congregado ante la puerta. Junto a la cancela, una mujer viejísima con una muleta la observaba desde su silla. Tenía los pies sobre un periódico. Las voces callaron a medida que Lau-ra se acercaba y el grupo se abrió para cederle el paso, como si la esperasen, como si todos supie-ran adónde iba.

Laura estaba hecha un manojo de nervios. Se echó la cinta de terciopelo al hombro y pre-guntó a una mujer:

—¿Es esta la casa de la señora Scott?

Page 54:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 55:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

55

Sonriendo de un modo extraño, la mujer respondió:

—Esta es, muchachita.¡Cuánto deseaba alejarse de allí! Llegó a

musitar «Ayúdame, Señor» mientras subía por el minúsculo sendero y llamaba a la puerta. Ale-jarse de aquellos ojos que la seguían o al menos poder cubrirse, aunque fuese con uno de esos chales que llevaban las mujeres. «Dejaré la cesta y me iré. Ni siquiera esperaré a que la vacíen», decidió.

Y entonces se abrió la puerta. Una mujer pequeña, vestida de negro, apareció en la pe-numbra.

—¿Es usted la señora Scott? —preguntó Laura.

Ante su espanto, la mujer respondió:—Señorita, entre, por favor.Y Laura se encontró encerrada en el pasillo.—No —le dijo—. No quiero entrar. Solo

he venido a dejar esta cesta. Mi madre me ha en-viado…

Page 56:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

56

Pero era como si la mujercita del lúgubre pasillo no la oyera.

—Venga por aquí, señorita —dijo con voz empalagosa, y Laura la siguió.

Se encontró en una cocina miserable, de techo bajo, iluminada por un candil humeante. Había una mujer sentada ante el fuego.

—Em —dijo la mujercilla que la había he-cho pasar—. ¡Em! Ha venido una damita. —Se volvió hacia Laura—. Soy su hermana, señorita. La disculpará, ¿verdad?

—¡Pues claro! —dijo Laura—. Por favor, por favor, no la moleste. Yo solo quería dejar…

Pero entonces la mujer que estaba junto al fuego se volvió. Tenía la cara abotagada y enro-jecida, con los ojos y los labios hinchados; un aspecto horroroso. Daba la impresión de no en-tender qué hacía Laura allí. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué hacía esa desconocida en la coci-na, con una cesta? ¿Qué pasaba? Y el pobre ros-tro se contrajo en una mueca.

Page 57:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

57

—No te apures, mujer, que ya le doy yo las gracias. —Y luego volvió a repetir—: Seguro que la disculpa, ¿eh, señorita?

Y su rostro, también abotagado, intentó es-bozar una sonrisa dulzona.

Laura solo quería salir, marcharse. Volvió al pasillo. La puerta se abrió. Y entró en el dormi-torio donde yacía el muerto.

—¿Quiere verlo? —preguntó la hermana de Em, pasando muy cerca de Laura para acercarse a la cama—. No se asuste, muchachita. —Y aho-ra su voz sonó cálida y taimada, mientras aparta-ba la sábana con mimo—. Si parece un retrato, no se le nota nada. Venga, acérquese.

Laura se acercó.Había un hombre joven, profundamen-

te dormido. Dormía con tal calma, con tal in-tensidad, que se hallaba lejos, muy lejos de allí. ¡Tan distante, tan apacible! Soñaba. Nun-ca volvería a despertar. Tenía la cabeza hundi-da en la almohada y los ojos cerrados, ciegos bajo los párpados. Se había entregado al sueño. ¿Qué

Page 58:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

58

le importaban ya las fiestas, las cestas o los ves-tidos de encaje? Se encontraba muy alejado de todas esas cosas. Era magnífico, hermoso. Mien-tras ellos reían, mientras sonaba la orquesta, este prodigio había llegado al callejón. Feliz…, fe-liz… Todo está bien, decía aquel rostro dormi-do. Todo es como debería ser. Estoy contento.

Pero en cualquier caso ella tenía que llorar, y no podía salir de la habitación sin decirle unas palabras. Laura dejó escapar un sollozo infantil.

—Perdone por el sombrero —dijo.Y esta vez no esperó a la hermana de Em.

Encontró el camino hasta la puerta y pasó entre todas aquellas personas oscuras. En la esquina del callejón se encontró con Laurie.

Él salió de las sombras.—¿Eres tú, Laura?—Sí.—Mamá se estaba preocupando. ¿Ha ido

todo bien?—Sí, mucho. ¡Ah, Laurie! Lo tomó del brazo y se apretó contra él.

Page 59:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 60:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

60

—No estarás llorando, ¿verdad? —le pre-guntó su hermano.

Laura negó con la cabeza. Pero lloraba.Laurie le pasó un brazo por los hombros.—No llores —le dijo con su voz cálida y ca-

riñosa—. ¿Ha sido horrible?—No —sollozó Laura—, ha sido mara-

villoso. Pero, Laurie… —Se detuvo, miró a su hermano y balbució—: ¿No es la vida…? ¿No es la vida…?

Pero lo que era la vida no lo podía explicar. No importaba. Él la entendió muy bien.

—Claro que sí, querida —dijo Laurie.

Page 61:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

LA SEÑORITA BRILL

Page 62:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 63:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

63

Aunque hacía un día espléndido —un cielo azul con motas doradas y grandes manchas de luz, como vino blanco derramado por los Jardins Publiques—, la señorita Brill se alegraba de haberse puesto la estola de piel. No hacía viento, pero al abrir la boca notaba algo de fresco, el mismo fresco que desprende un vaso de agua fría antes de to-mar un sorbo, y de vez en cuando caía una hoja flotando… de ninguna parte, del cie-lo. La señorita Brill levantó la mano y acari-ció la estola. ¡Qué cosita tan encantadora! Era agradable volver a notar su suavidad. La había sacado de la caja esa misma tarde, le había sa-cudido el polvo de naftalina y, después de un buen cepillado, había frotado esos ojillos apa-gados hasta devolverles la vida. «¿Qué me ha

Page 64:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

64

Page 65:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

65

pasado?», decían los ojitos tristes. ¡Qué bo-nito, ver cómo la miraban de nuevo desde el edredón rojo! Pero el hociquito, elaborado con algún compuesto negro, parecía a punto de desprenderse. Se habría dado un golpe, a saber cómo. No importaba, un toque de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Menudo granujilla! Sí, así lo veía ella, como un granu-jilla que se mordía la cola, justo al lado de su oreja izquierda. Hasta le entraban ganas de quitárselo, ponerlo en su regazo y acariciar-lo. Sentía un hormigueo en las manos y en los brazos, pero supuso que sería de andar. Y, cuando respiraba, algo liviano y triste…, no, no exactamente triste…, algo delicado pare-cía agitarse en su pecho.

Aquella tarde había bastante gente, mucha más que el domingo anterior. Y la banda sona-ba con más ímpetu y alegría. Sería porque había empezado la temporada. Pues aunque la ban-da tocaba todos los domingos del año, fuera de

Page 66:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

66

temporada no era lo mismo. Pasa algo pareci-do cuando se toca en familia; ¿qué más da cómo lo haces, si no hay desconocidos entre el públi-co? ¿Y no llevaba el director un nuevo frac? Es-taba convencida de que sí. El director frotó los pies en el suelo y agitó los brazos como un gallo a punto de cacarear, y los miembros de la ban-da, sentados en la rotonda verde, deshincharon los carrillos sin despegar los ojos de la partitura. Ahora venía un fragmento de flauta, ¡precioso! Una cadenita de gotas resplandecientes. Seguro que lo repetirían. Y así fue; la señorita Brill levan-tó la cabeza y sonrió.

Solo otras dos personas compartían su asien-to «especial»: un anciano elegante con abrigo de terciopelo y las manos cerradas sobre un gran bastón tallado, y una anciana corpulenta, muy tiesa, con una madeja en su delantal bordado. No hablaban. Una lástima, porque la señorita Brill siempre disfrutaba de un poco de conversación. Se había convertido en toda una experta, pensó, en escuchar como si no escuchara, en penetrar

Page 67:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 68:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

68

fugazmente en las vidas de las personas que ha-blaban a su alrededor.

Miró de soslayo a la pareja de ancianos. Tal vez se marcharan pronto. Tampoco el domingo pasado había sido tan interesante como de cos-tumbre. Un inglés y su esposa, él llevaba un pana-má espantoso y ella botas de botones. La mujer se había pasado todo el rato insistiendo en que ne-cesitaba gafas, que sabía que le hacían falta, pero para qué intentarlo, si seguro que las rompería, o le resbalarían por la nariz. Él había sido muy pa-ciente. Le había hecho toda clase de sugerencias: que si montura dorada de las que se curvan por detrás de las orejas, que si almohadillas diminutas en el interior del puente. Pero no, nada la conten-taba. «¡Me resbalarán por la nariz!». A la señori-ta Brill le habría gustado zarandearla.

Los ancianos seguían sentados, quietos como estatuas. No importaba, allí siempre había gente a quien observar. De aquí para allá, frente a los arriates de flores y la rotonda donde toca-ba la banda, las parejas y los grupos desfilaban

Page 69:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

69

y se detenían para charlar, para saludarse o para comprarle un ramillete al viejo mendigo que ha-bía atado su cesto de flores a la verja. Los niños corrían entre la gente, empujando y riendo; ni-ñitos con grandes lazos de seda blanca atados a la barbilla, niñitas como muñecas francesas, vestidas de encaje y terciopelo. Y en ocasiones un chiquitín tambaleante aparecía entre los ár-boles y salía a campo abierto, se detenía, mira-ba y de pronto se sentaba, flop, hasta que llegaba su madre con paso apurado, y cual gallina joven se lanzaba al rescate. Había otras personas aco-modadas en bancos y sillas verdes, pero eran casi siempre los mismos, un domingo tras otro, y la señorita Brill había reparado en que todos ellos tenían algo en común. Extraños, silencio-sos, ancianos en su mayoría, por el modo en que lo miraban todo, parecían recién salidos de un cuartito oscuro o incluso, incluso… ¡de un ar-mario!

Detrás de la rotonda había unos árboles esbeltos de mustias hojas amarillas que dejaban

Page 70:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

70

entrever una línea de mar, y más allá el cielo azul, surcado por vetas de nubes doradas.

¡Tum-tum-tum, ti-ta-tum!, ¡ta-tum!, ¡tum, ti-ta-tum!, tocaba la banda.

Pasaron dos jóvenes muchachas vestidas de rojo y fueron al encuentro de dos jóvenes solda-dos vestidos de azul, rieron y se marcharon en parejas, cogidos del brazo. Dos campesinas to-cadas con estrafalarios sombreros de paja pasa-ron muy serias, tirando de unos burros de un color humo precioso. Una monja fría y pálida cruzó apresuradamente. A una mujer muy gua-pa se le cayó el ramito de violetas y un chiquillo corrió tras ella para devolvérselas, pero la mu-jer las cogió y las arrojó lejos, como si estuvie-ran envenenadas. ¡Madre mía! ¡La señorita Brill no supo si admirar o no el gesto! Y ahora una toca de armiño y un caballero de gris se encon-traron justo allí delante. Él era alto, envarado y digno, y ella llevaba la toca de armiño que ha-bía comprado cuando era rubia. Ahora todo, su cabello, su cara, incluso sus ojos, tenía el mismo

Page 71:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 72:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

72

color que el ajado armiño, y la mano enguanta-da que se llevó a los labios era una garrita ama-rillenta. Ay, ella se alegraba tanto de verlo… ¡estaba encantada! Ya se había imaginado que se encontrarían aquella tarde. Describió dónde había estado, en todas partes, aquí, allá, junto al mar. Hacía un día tan bonito…, ¿no se lo pare-cía a él? ¿Y no le gustaría, tal vez…? Pero él negó con la cabeza, prendió un cigarrillo, le soltó una lenta bocanada de humo en la cara y, mientras ella continuaba hablando y riendo, arrojó la cerilla y siguió andando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió con más alegría que nun-ca. Pero hasta la banda pareció intuir cómo se sentía y tocó más quedamente, con más ternu-ra, y el tambor retumbó: «¡El muy bruto! ¡El muy bruto!». ¿Qué haría ella? ¿Qué ocurriría? Mientras la señorita Brill se hacía estas pregun-tas, la toca de armiño se dio la vuelta, levantó la mano como si hubiese visto a alguien, mucho más agradable, ahí mismo, y se alejó corretean-do. Entonces la banda volvió a cambiar el ritmo

Page 73:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 74:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

74

y tocó más deprisa, con más alegría que nunca, y la anciana pareja que estaba sentada junto a la señorita Brill se levantó para irse. Un viejo extra-vagante de largas patillas pasó cojeando al ritmo de la música, y casi lo derribaron cuatro mucha-chas que andaban cogidas del brazo.

¡Qué fascinante era aquello! ¡Cuánto dis-frutaba! Le encantaba estar allí, viéndolo todo. Era como una obra de teatro. Exactamente igual. ¿Quién podía creer que el cielo del fondo no fue-se un decorado? Mas no fue hasta que un perri-to castaño se acercó trotando con solemnidad y luego se alejó despacio, como un perrito «tea-tral», un perrito adiestrado, cuando la señorita Brill descubrió por qué era aquello tan emocio-nante. Todos estaban en el escenario. No eran solo el público, no solo miraban. También actua-ban. Hasta ella tenía un papel, que representaba todos los domingos. Sin duda, de haberse ausen-tado, alguien lo habría notado, porque ella for-maba parte de la representación. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Eso explicaba que todas

Page 75:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

75

las semanas le pareciera tan importante salir de casa a la misma hora —para no llegar tarde a su función— y también explicaba esa extraña timi-dez que le impedía contar a sus alumnos de in-glés qué hacía los domingos por la tarde. ¡Pues claro! La señorita Brill casi soltó una carcajada. ¡Estaba en el escenario! Recordó al caballero in-válido a quien leía el periódico cuatro tardes a la semana mientras él dormitaba en el jardín. Se había acostumbrado a aquella frágil cabeza que reposaba en la almohada de algodón, a los ojos hundidos, a la boca abierta y a la nariz afilada. Si él hubiese muerto, habría tardado semanas en notarlo y tampoco le habría importado. Pero de pronto el caballero sabía que quien le leía el pe-riódico era una actriz. ¡Una actriz, nada menos! La anciana cabeza se volvió y dos puntitos de luz temblaron en sus viejos ojos. «¿Es usted… actriz?». Y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el texto con las frases de su perso-naje, y respondió con amabilidad: «Sí, soy ac-triz desde hace mucho tiempo».

Page 76:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 77:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

77

Después de un descanso, los músicos em-pezaron de nuevo. Y tocaron una música cáli-da y soleada, pero que despedía una especie de frialdad…, un no sé qué, ¿qué era? No era triste-za —no, no tristeza—, sino algo que te impulsa-ba a cantar. La melodía se elevaba más y más, la luz brillaba y a la señorita Brill le pareció que de un momento a otro todos ellos, la compañía al completo, romperían a cantar. Empezarían esos jóvenes que avanzaban juntos riendo, y luego se unirían las voces de los hombres, decididas y va-lientes. Y después también ella, también ella, y los otros ocupantes de los bancos se sumarían como una suerte de acompañamiento; con algo grave que apenas destacaba, pero tan hermoso, tan conmovedor… Los ojos de la señorita Brill se llenaron de lágrimas y miró sonriendo a los otros miembros de la compañía. Sí, nosotros lo entendemos, lo entendemos, pensó, aunque no supiese qué era lo que entendían.

En aquel preciso instante una joven pareja se sentó en el lugar que antes habían ocupado

Page 78:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

78

los ancianos. Iban muy bien vestidos; estaban enamorados. El héroe y la heroína, cómo no, re-cién llegados del yate paterno del muchacho. Y todavía cantando en silencio, todavía con esa sonrisa temblorosa, la señorita Brill se dispuso a escuchar.

—No, ahora no —dijo la muchacha—. Aquí no puedo.

—Pero ¿por qué? ¿Por esa vieja estúpida del otro extremo? —preguntó el joven—. ¿Y además, por qué viene aquí, si nadie la quiere? ¿Por qué no se quedará en su casa con esa cara bobalicona que tiene?

—Y esa piel que lleva es tan ridícula… —Rio la joven—. Parece una pescadilla frita.

—¡A ver si se larga! —exclamó él con un susurro enojado. Y luego—: Dime, ma petite chère…

—No, aquí no. Aún no —dijo la joven.De camino a casa, la señorita Brill so-

lía comprarse un trozo de pastel de miel en la panadería. Lo consideraba su capricho de los

Page 79:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 80:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

80

domingos. Algunas veces encontraba una al-mendra en su porción, y otras, no. Era un de-talle importante. Si había una almendra, era como llevarse un regalito, una sorpresa, algo que muy bien podría no haber estado allí. Los domingos con almendra, se apresuraba a su casa y prendía la cerilla para hervir el agua con un gesto audaz.

Pero aquel día pasó de largo ante la pana-dería, subió la escalera, entró en su cuartucho oscuro —como un armario— y se sentó en el edredón rojo. Permaneció mucho tiempo sen-tada. La caja de la que había sacado la estola de piel estaba sobre la cama. Se desabrochó rápida-mente la estola y, deprisa, sin mirarla, la guardó en la caja. Sin embargo, cuando la tapaba le pa-reció oír un llanto.

Page 81:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 82:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 83:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

Esta edición de La fiesta en el jardín, compuesta en tipos Arno Pro 13/19 sobre papel offset Pergraphica Natural Rough de 120 g, se acabó de imprimir en Madrid el día 28 de marzo de 2019, aniversario de la muerte de Virginia Woolf

Page 84:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y
Page 85:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

85

Page 86:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

86

Page 87:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

87

Page 88:  · ba el café tocada con un turbante verde y un rizo oscuro y mojado estampado en cada mejilla. Jose, la mariposa, siempre bajaba a desayunar vestida con unas enaguas de seda y

88