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Luces en la Caverna. José R. Ayllón 2001. Martínez Roca Editores. Barcelona ÉTICA Y CONDICIÓN HUMANA ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido con los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por [fe los mismos remedios, calentado y enfríado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéís cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? W. Shakespeare Si comprimimos la historia entera de la humanidad en las veinticuatro horas de un día, veremos a los hombres prehistóricos vagando en pequeños grupos desde la medianoche hasta la tarde. Ya han aprendido a fabricar armas para cazar y para luchar entre ellos. Hacia las seis descubren las semillas y la agricultura. Al caer la noche nacen al mismo tiempo Buda en la India, Sócrates en Grecia y Confucio en China. A las diez y media nace Jesucristo. A las once, Mahoma. Media hora más tarde se levantan las primeras grandes ciudades de Europa. Poco después, hombres que salen de esas grandes ciudades expolian América, África y la India. Dos minutos antes de la medianoche esos hombres se enzarzan en una gran guerra, a la que sigue otra mayor tan sólo cincuenta segundos más tarde. En el último minuto del día, los europeos son expulsados de la India, de África y de muchos otros países, pero no de Norteamérica. En ese último mi- nuto también inventan las armas nucleares, proclaman y violan los derechos humanos a los cuatro vientos, trasplantan corazones, desembarcan en la Luna, mueren de Sida y navegan por Internet. Por lo que se ve, la conducta humana se ha enfrentado siempre a la doble posibilidad de ser, precisamente, humana o inhumana. Y es que la libertad implica el riesgo de escoger tanto una conducta digna del hombre como otra indigna y patológica. Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de conseguirlo. La conducta ética es la mejor de las conductas posibles, a la medida de la condición humana. Toda la realidad se nos presenta diseñada y regulada por leyes que conviene respetar. De ahí la necesidad de la ecología, de las normas de tráfico, los hospitales, los estudios de ingeniería, las facultades de Derecho o las cárceles. Como parte que es de la realidad, la condición humana también presenta un diseño natural que pide ser respetado. Ese carácter natural es lo que nos permite distinguir entre comportamientos naturalmente buenos y naturalmente malos. Cualquiera aprecia espontáneamente que el respeto a los semejantes y el cumplimiento de una promesa son cosas buenas y deseables, mientras que el odio, la violencia gratuita, la discriminación racial o la traición representan conductas detestables. Vemos así que la condición humana es fuente de obligaciones o leyes naturales de carácter moral. Cuando los antiguos pensadores 1

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Resumen de Cuestiones de Etica. Autor Ayliòn.

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Page 1: Ayllòn. Cuestiones de Etica

Luces en la Caverna.José R. Ayllón 2001. Martínez Roca Editores. Barcelona

ÉTICA Y CONDICIÓN HUMANA

¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido con los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por [fe los mismos remedios, calentado y enfríado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéís cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?

W. Shakespeare

Si comprimimos la historia entera de la humanidad en las veinticuatro horas de un día, veremos a los hombres prehistóricos vagando en pequeños grupos desde la medianoche hasta la tarde. Ya han aprendido a fabricar armas para cazar y para luchar entre ellos. Hacia las seis descubren las semillas y la agricultura. Al caer la noche nacen al mismo tiempo Buda en la India, Sócrates en Grecia y Confucio en China. A las diez y media nace Jesucristo. A las once, Mahoma. Media hora más tarde se levantan las primeras grandes ciudades de Europa. Poco después, hombres que salen de esas grandes ciudades expolian América, África y la India. Dos minutos antes de la medianoche esos hombres se enzarzan en una gran guerra, a la que sigue otra mayor tan sólo cincuenta segundos más tarde. En el último minuto del día, los europeos son expulsados de la India, de África y de muchos otros países, pero no de Norteamérica. En ese último minuto también inventan las armas nucleares, proclaman y violan los derechos humanos a los cuatro vientos, trasplantan corazones, desembarcan en la Luna, mueren de Sida y navegan por Internet.

Por lo que se ve, la conducta humana se ha enfrentado siempre a la doble posibilidad de ser, precisamente, humana o inhumana. Y es que la libertad implica el riesgo de escoger tanto una conducta digna del hombre como otra indigna y patológica. Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de conseguirlo. La conducta ética es la mejor de las conductas posibles, a la medida de la condición humana. Toda la realidad se nos presenta diseñada y regulada por leyes que conviene respetar. De ahí la necesidad de la ecología, de las normas de tráfico, los hospitales, los estudios de ingeniería, las facultades de Derecho o las cárceles. Como parte que es de la realidad, la condición humana también presenta un diseño natural que pide ser respetado. Ese carácter natural es lo que nos permite distinguir entre comportamientos naturalmente buenos y naturalmente malos. Cualquiera aprecia espontáneamente que el respeto a los semejantes y el cumplimiento de una promesa son cosas buenas y deseables, mientras que el odio, la violencia gratuita, la discriminación racial o la traición representan conductas detestables.

Vemos así que la condición humana es fuente de obligaciones o leyes naturales de carácter moral. Cuando los antiguos pensadores griegos y romanos estudian la naturaleza humana, descubren en ella una ley no física ni biológica, sino moral. Y por tener todos los hombres una naturaleza común, sin importar la tierra que pisen o el cie lo que vean, la ley de esa naturaleza regirá a todos. Y su carácter universal y objetivo no quedará en entredicho ante hechos lamentables como la esclavitud o el genocidio, de la misma manera que los errores en una operación matemática no atentan contra el valor de las matemáticas.

¿Qué ocurriría si se negase la existencia de leyes naturales que obligan moralmente al hombre? Sucedería que antes de promulgar las leyes humanas no serían injustos el asesinato ni el robo, por ejemplo. En este sentido escribe Cicerón:

Aunque durante el reinado de Tarquino no había ninguna ley en Roma acerca del estupro, no diremos que el atentado de Sexto Tarquino contra Lucrecia, hija de Tricipitino, no fue una violación de la Ley Eterna. Pues existía una razón derivada de la naturaleza de las cosas, incitando al bien y apartando del mal, que para llegar a ser ley no necesitó ser redactada por escrito, sino que fue tal desde su origen. Y su origen es tan antiguo como el de la mente divina. Por eso, la ley verdadera y esencial, la que manda y prohíbe legítimamente, es la recta razón del sumo Júpiter.

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Además, si la ley humana fuera justa sólo por ser ley, los regímenes políticos que violasen legalmente los derechos humanos no serían injustos, nadie podría protestar contra ellos, nadie podría exclamar «i no hay derecho!». En otras palabras, no existirían regímenes tiránicos, opresores o totalitarios.

EL AFECTO Y LA AMISTAD

Donde tú vayas, iré yo. Donde tú habites, habitaré yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu é Dios será mi Dios. Donde tú mueras, morir yo también, y allí seré enterrada. Y que Dios me castigue si algo que no sea la muerte me separa de ti.

LIBRO DE RUT (Antiguo Testamento)

El afecto

El ser humano nunca ve a sus semejantes como cuerpos neutros, sino como personas con una riqueza interior que afecta a su estado de ánimo en forma de atracción o rechazo. En sentido amplio, los afectos son muchos y de diverso signo, pues somos afectados por los demás en muy diverso grado: desde la simpatía a la pasión amorosa, desde la ligera antipatía al odio. En sentido estricto, el afecto es el sentimiento positivo que se reduce a la mera satisfacción de estar juntos. Para sentirlo no es necesario dar o recibir algo valioso, sino simplemente mirar y ser mirado con aprobación. Por eso pueden ser tratados con afecto el minusválido y el deficiente mental, y también el feo, el estúpido y el de carácter difícil.

En la más célebre de sus novelas, Hemingway nos habla de un viejo pescador que salía cada mañana en su bote y llevaba tres meses sin coger un pez. Un muchacho le había acompañado los primeros cuarenta días, hasta que, sus padres le habían ordenado salir en otro bote que capturó tres buenos peces la primera semana. Pero el viejo había enseñado al muchacho a pescar desde niño, y el muchacho no lo olvidaba. Le entristecía ver al viejo re-gresar todas las tardes con las manos vacías, y siempre bajaba a ayudarle a descargar los aparejos. Un día marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo.

- ¿Qué tiene para comer? -preguntó el muchacho alllegar a la cabaña.-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?-No. Comeré en casa.

El muchacho sabía que no había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, así que se despidió del viejo y regresó al poco tiempo con plátanos fritos, arroz y frijoles negros.

En su ensayo Los cuatro amores, C. S. Lewis explica que el afecto ignora barreras de edad, sexo, inteligencia y nivel social. Por eso puede darse entre un jefe de Estado y su chófer, entre un premio Nobel y su antigua niñera, entre Don Quijote y Sancho Panza, aunque sus cabezas vivan en mundos diferentes. Y ello porque la sustancia del afecto es sencilla: una mirada, un tono de voz, un chiste, unos recuerdos, una sonrisa, un paseo, una afición compartida. La mirada afectuosa nos enseña en primer lugar que las personas están ahí, y después que podemos pasar por alto lo que nos moleste de ellas, que es bueno sonreírles, y que podemos llegar a tratarlas con cordialidad y aprecio.

Lewis asegura que, en nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda felicidad sólida y duradera. Pero matiza su afirmación aclarando que esa felicidad sólo se logra si hay un interés recíproco por dar y recibir. Además de sentimiento, el afecto requiere cierta dosis de sentido común, imaginación, paciencia y abnegación. De lo contrario, «si tratamos de vivir sólo de afecto, el afecto nos hará daño».

LA AMISTAD

Nacemos para amar y ser amados, y el afecto es la primera forma de amar. La amistad es la segunda, un paso más, un salto de calidad. Entre los clásicos que mejor han escrito sobre la amistad destacan Homero, Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca y san Agustín. La primera literatura occidental, desde que Homero saca a pasear a Ulises por Troya y el Egeo, ya elogia esa relación que presta al encuentro entre los seres humanos un colorido especial. La Ilíada y la Odisea, esos prodigios escritos hace casi tres mil años, son un emocionante canto a la amistad. Ahí vemos cómo la muerte de Patroclo es profundamente sentida por Aquiles, que solloza y exclama:

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¡Oh Patroclo! Ya que yo he de bajar después que tú a la tumba, no quiero enterrarte sin haberte traído las armas y la cabeza de Héctor. Ante tu pira funeraria sacrificaré doce ilustres hijos de troyanos para vengar tu muerte. Hasta ese momento descansarás en mis naves. Y las mujeres troyanas que nuestra fuerza y nuestras armas han hecho esclavas, gemirán noche y día a tu alrededor, vertiendo lágrimas.

Con una cronología similar a la homérica, la Biblia nos relata varias historias reales de amistades entrañables, como las de David y Jonatán, Rut y Noemí. En esta última, ambas mujeres quedan viudas y Noemí, extranjera en el país de Moab, decide volver a su tierra y se despide de su nuera. Pero cuenta el Libro Sagrado que Rut se echó en brazos de Noemí y le dijo:

No insistas más en que te deje, alejándome de ti. Donde tú vayas, iré yo. Donde tú habites, habitaré yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, moriré yo también, y allí seré enterrada. Y que Dios me castigue si algo que no sea la muerte me separa de ti.

Entre los griegos, hay en la vida de Sócrates hechos y dichos vigorosos, pero él mismo nos dice que la amistad es el centro de su vida, y que, alimentada por la cultura común, proporciona experiencias inolvidables. Para Sócrates, el placer de contemplar a fondo los hombres y las cosas está cercano a la felicidad, y el arte de vivir consiste en descubrir a las personas -siempre pocas- que pueden compartir ese placer.

Un siglo más tarde, Aristóteles dirá que la amistad, además de algo hermoso, es lo más necesario en la vida. Todo lector de su Ética a Nicómaco se siente sorprendido y cautivado por la atención y la elegancia con que el autor describe ese sentimiento. Después de él, casi todo lo que se ha dicho sobre la amistad parece que llega tarde, pues ha sido analizado a fondo en esas páginas esenciales de la cultura griega.

En cualquier tratamiento de la amistad aparecen varios rasgos comunes: el ser una relación entrañable y libre, recíproca y exigente, desinteresada y benéfica, que nace de inclinación natural y se alimenta del convivir compartiendo. Así, en la pobreza y en las demás desgracias consideramos a los amigos como el único refugio. Y, en cualquier situación, tener amigos íntimos es una verdadera suerte. Recordando sus años universitarios, Lewis comenta que, en un grupo de íntimos, esa apreciación es a veces tan grande que cada uno se siente poca cosa ante los demás, y se pregunta qué pinta él allí, entre los mejores.

Dice Eurípides que cuando Dios da bienes, no hay necesidad de amigos. Pero nadie querría poseer todas las riquezas y estar solo, pues el hombre es animal social, y por naturaleza necesita convivir. Incluso la persona más intratable necesita algún amigo sobre el que vomitar el veneno de su aspereza, observa Séneca. Lewis precisa que la necesidad de la amistad no es biológica, pues no tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la supervivencia. Así explica Fernando Savater el efecto benéfico de la amistad:

No creo que hayamos nacido para las cosas, sino para los semejantes. La verdadera satisfacción, la alegría vital, tiene que ser algún tipo de relación con nuestros semejantes: una relación creativa, una relación amorosa, una relación solidaria. Todo eso da un sentido a la vida. La posesión de cosas, por muy bonitas, por muy caras, por muy interesantes que sean, nunca puede satisfacer absolutamente al ser humano. No puedo dar una definición concreta de la alegría, pero lo que sea hay que buscarlo en la proximidad, la relación, el intercambio, incluso en la polémica con los semejantes, no en la posesión de objetos.

La relación amistosa es fruto del convivir compartiendo. Sólo los que no tienen nada no pueden compartir nada. Sólo los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta. Aristóteles plasma esta idea en una inesperada descripción costumbrista:

Amistad es, en efecto, convivir, y desear para el amigo lo mismo que para sí. Y aquello en lo que ponemos el atractivo de la vida es lo que deseamos compartir. Por eso, unos beben juntos, otros disfrutan con el mismo juego, o practican el mismo deporte, o salen de caza, o charlan sobre Filosofía.

EL AMOR

Aún tengo en el oído tu voz, cuando me dijo:

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«No te vayas». Y ellas, tus tres palabras últimas, van hablando conmigo sin cesar, me contestan a lo que preguntó mi vida el primer día.

PEDRO SALINAS

Vivimos para amar y ser amados

Si la tipología de los afectos es amplia, hay uno que es experimentado como el más radical y esencial de todos: el amor. Entre todas sus acepciones, en el lenguaje ordinario designa principalmente un tipo especial de relación afectiva entre hombre y mujer, aunque también se usa propiamente para designar las relaciones personales entre padres e hijos, y entre el hombre y Dios.

El amor es la sustancia de la vida humana porque, además de existir, lo que necesitamos es amar y ser amados por otra persona. Así lo expresa Borges en dos versos magníficos:

Qué no daría yo por la memoria de que me hubieras dicho que me querías.

Sólo sabiéndose amado consigue el ser humano existir del todo, sentirse arropado en el mundo. En la novela El esbirro, un muchacho ruso cuenta su niñez en estos términos:

A los cuatro años tuve que irme a vivir con personas que no eran de mi familia, y a partir de los seis viví en los orfelinatos del Estado. Excepto en mis primeros años de vida no conocí las caricias ni los besos de una madre y de un padre. No tuve a nadie que por las mañanas me dijera tómate el desayuno, o pórtate bien en el colegio. Estoy seguro de que cualquiera comprende la importancia que estas palabras tan sencillas tienen para un niño, y también el vacío que durante toda mi vida he sentido en mi corazón, por haberme visto privado de ellas. A los diecisiete años, siendo estudiante en la Academia Naval de Leningrado, sentía ese vacío como el mayor pesar de mí vida.

Saberse amado es sentirse insustituible, y es la mejor forma de pisar terreno firme y vivir alegre. El amor aparece así como un principio intrínsecamente constitutivo de la personalidad humana, origen de la tendencia natural a una realización vital recíproca. Por esa reciprocidad se dice que no se puede vivir sin la otra persona, y que ella es más que la propia vida. El enamoramiento está certeramente caracterizado por Ortega y Gasset como una alteración «patológica» de la atención, pues el conocimiento y la voluntad del amante se concentran en el amado hasta llegar a ver el mundo por los ojos del otro. Borges pone en boca de un enamorado estas palabras:

Debo fingir que hay otros. Es mentira. Sólo tú eres. Tú, mi desventura Y mi ventura, inagotable y pura.

Un estudio comparativo de las innumerables caras que presenta el fenómeno del amor, desde Platón hasta el psicoanálisis, pone de manifiesto el rasgo común de la preferencia: el amor es siempre un preferir, y ser amado es ser tratado como una excepción. La realidad aparece entonces como lo que gusta o no gusta al ser amado, como lo que le favorece o perjudica. Pero el enamoramiento no puede mantenerse mucho tiempo, porque la vida humana implica una pluralidad de actividades que impide el arrebato permanente, y porque la plenitud anunciada es un programa que debe ser realizado en el tiempo.

Contra lo que pudiera parecer a primera vista, en la realización de ese programa lleva la voz cantante la voluntad, no el sentimiento, Sólo así puede ser el amor objeto de regulación jurídica y de prescripciones morales. Cuando se quiere expresar jurídicamente la relación conyugal, se considera que aquello que constituye esa unión es un acto de voluntad expresamente manifiesto (el consentimiento). Ello es así porque un sentimiento es algo que no obliga a nada. En el enamoramiento somos sujetos pacientes de un sentimiento, pero en su desarrollo somos sujetos agentes de un proyecto voluntario, capaces de compromiso libre, esfuerzo y sacrificio.

La fórmula del amor no es «yo te quiero porque eres así, mientras seas así», pues todo el mundo estará de acuerdo en que si un amor termina en el momento en que desaparecen ciertas cualidades (belleza, juventud, éxitos), quiere decir que no existió nunca. El amor

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suele nacer al ver la manera de ser de la persona amada (belleza, encanto, inteligencia), pero luego se afianza en el centro de la persona que posee esas cualidades, en algo que permanece cuando ya hace tiempo que aquellas amables cualidades desaparecieron. El itinerario del amor dice primero «me gustas», después «te quiero», y, por fin, «te amo».

Ninguna relación amorosa es un permanente deslumbramiento. En cambio, presenta un carácter arduo que deriva de los múltiples factores que han de ser unificados. En primer lugar, la sexualidad y la afectividad, que aparecen en la intimidad subjetiva como fuerzas diferentes e inicialmente disociadas, y que han de ser integradas respecto de la propia intimidad y respecto de la otra. A partir de ahí, los que se aman deberán asimilar una amplia gama de cualidades psicosomáticas (temperamento, actitudes, intereses), y un conjunto no menor de factores socioculturales (usos y costumbres, situaciones económicas, aspiraciones profesionales, principios morales, creencias religiosas, etc.). Y además se trata de llegar a la unidad sin anular las diferencias, pues de otro modo no habría una relación amorosa sino de dominio. Todo esto lo explica admirablemente el profesor Jacinto Choza en su Manual de antropología filosófica.

MATERIA Y ESPÍRITU EN EL AMOR

¿Es el amor physical desire and nothíng else? El materialismo no explica el misterio del amor. Ni los átomos, ni las moléculas, ni las células resuelven el problema. Para ello habría que explicar, entre otras cosas, cómo es que sienten las neuronas. Y después, a través de sensaciones que nacen en los ojos, el tacto o la palabra, también habría que explicar cómo ascendemos hasta esa sublimación feliz. Nadie ha visto el puente entre un proceso físico y su repercusión anímica, aunque lo atravesamos a diario innumerables veces. Marguerite Yourcenar pone en boca de su Adríano que ninguna caricia explica su turbadora resonancia espiritual, así como la cuerda acariciada por el dedo no explica el milagro de la música. En todo caso, la obsesión de la carne sólo prueba que la carne está siendo juguete del espíritu.

Para George Steiner, identificar el riquísimo contenido del amor con la pulsión sexual, como pretende Freud, es una reducción casi despreciable. La misteriosa experiencia del amor, que está más allá de la sexualidad y de la misma razón, de ningún modo puede expresarse en términos de biogenética.

Platón también negó rotundamente esa reducción a lo físico. Sin embargo, afirmó que la conmoción amorosa tiene lugar en el encuentro con la belleza sensible, pues ella conmueve al hombre más que ningún otro valor, y lo arrebata de su tranquila comodidad. En todo cuerpo amado inventamos un infinito. Transfigurado por el amor, ese grosero saco de músculos y huesos exhibe un atractivo extraordinario donde los besos y las caricias se equivocan siempre: no acaban donde dicen. Con demasiada frecuencia comprobamos que la inflamación provocada por la belleza corporal deja un sabor agridulce, como una promesa que no puede ser cumplida. ¿Por qué? Porque en realidad la belleza es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la vulgaridad. El amor nos hace sentir que el ser sagrado tiembla en el ser querido. Y por eso el encuentro con la belleza es el hallazgo de una secreta llave que abre el último reducto del corazón humano para que llegue hasta él una luz extranjera e inefable. Una llave que no tendría sentido si no tuviera nada que abrir, como tampoco lo tendría una vida cerrada a la belleza.

Platón explica que el auténtico arrebato amoroso transporta por encima del espacio y del tiempo, de tal modo que el conmovido por la belleza desearía que el instante fuera eterno, y querría abandonar la vulgaridad del mundo y volar hacia la compañía de los dioses. Por eso los dioses llaman a Eros «el que proporciona alas». Por otra parte, Platón sabía que con la efigie del amor es muy fácil acuñar moneda falsa, y nos avisa que el verdadero amor sólo nace cuando no se confunde y falsea con el mero deseo de placer. Pues en rigor -comenta Josef Pieper-, no es amado quien es deseado, sino aquel para quien se desea algo.

LA CONCIENCIA MORAL

He desobedecido la ley, no por querer faltar a la autoridad británica, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia.

M. Gandhi

«Conciencia» tiene dos acepciones: una psicológica y otra moral. Conciencia psicológica es el conocimiento reflejo, el conocimiento de uno mismo, la autoconciencia. Conciencia moral es la capacidad de juzgar la conducta humana desde el criterio ético o moral. Es, por tanto, una capacidad de la inteligencia humana. De una inteligencia que tiene diversas

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capacidades, que es polifacética. Hay -entre otras- una inteligencia estética, una inteligencia matemática, una inteligencia moral. Por eso Kant pudo hablar de razón pura (científica) y razón práctica (moral).

Así pues, la razón actúa como conciencia cuando juzga sobre el bien o el mal. No el bien o el mal técnico o deportivo -el que nos dice si somos un buen dibujante o un mal tenista-, sino el bien o mal moral: el que afecta a la persona en profundidad. Hay acciones que afectan a la persona superficialmente y acciones que la afectan en profundidad. Lavarse la cara afecta a la exterioridad de la cara; en cambio, mentir afecta a la interioridad de la persona. Un periodista preguntaba a la modelo Valeria Mazza:

-¿Hay trabajos que ha rechazado alguna vez?-Sí. Nunca hice un desnudo o pasé ropa transparente. Eso hubiera

afectado seriamente a mí personalidad.

Esas acciones que afectan al núcleo de la persona son las que sopesa la conciencia moral. La conciencia es una curiosa exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es una imposición externa que provenga de la fuerza de la ley, ni del peso de la opinión pública, ni del consejo de los más cercanos. Sócrates dice a Critón que las razones que. le impiden huir «resuenan dentro de mi alma haciéndome insensible a otras». Y muchos de los que, a lo largo de la historia, han actuado en conciencia contra la autoridad establecida, no lo han hecho por afán de rebeldía, sino por el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer o permitir. Gandhi, acusado de sedición, se defiende en el más grave de sus procesos con estas palabras: «He desobedecido la ley, no por querer fal tar a la autoridad británica, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia».

La conciencia juzga con criterios absolutos porque puede juzgar desde el más allá de la muerte. Un «más allá» que es precisamente lo que está en juego. Por la presencia de ese criterio absoluto intuye el hombre su responsabilidad absoluta y su dignidad absoluta. Por eso entendemos a Tomás Moro cuando escribe a su hija Margaret, antes de ser decapitado: «Ésta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun así no ser dañado».

Y entendemos, al leer la novela Matar un ruiseñor, que el abogado Átticus Finch, en un país racista, se enfrente a la opinión pública de toda su ciudad por defender a un muchacho negro: «Antes que vivir con los demás tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia». Y entendemos también a Platón, cuando nos dice que la verdadera salvaguarda de la justicia está en el más allá: en un juicio de los muertos seguido de premios y castigos. Por eso, la República, ese inmortal ensayo de filosofía política, concluye con el mito de Er, una narración escatológica para poner de manifiesto que la última garantía de la justicia está después de la muerte.

La conciencia es una brújula para el bien y un freno para el mal: el hombre no lucha como los animales, sólo con uflas y dientes, sino también con garrotes, arcos, espadas, aviones, submarinos, gases, bombas. Para bien y para mal, la inteligencia desborda los cauces del instinto animal y complica extraordinariamente los caminos de la criatura humana. Pero la misma inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz autocontrol sobre sus propios actos, un control de calidad. Confucio define la conciencia con palabras sencillas y exactas: luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal. Y las grandes tradiciones culturales de la humanidad, desde Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención del mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas.

Un repaso a la historia revela que ese sexto sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, se encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades, entre otras razones porque todo individuo, desde niño, es capaz de protestar y decir « ¡no hay derecho! ». La conciencia es un juicio de la razón, no una decisión de la voluntad. Por eso, la conciencia puede funcionar bien y, sin embargo, el hombre puede obrar mal. Con otras palabras: la con-ciencia es condición necesaria, pero no suficiente, del recto obrar. Los personajes de Shakespeare saben esto perfectamente. Dice Macbeth, antes de asesinar a su rey:

¡Baja, horrenda noche, y cúbrete bajo el palio de la más espesa humareda del infierno! ¡Que mi afilado puñal oculte la herida que va a abrir, y que el cielo, espiándome a través de la abertura de las tinieblas, no pueda gritarme: basta, basta!

Ese es precisamente el problema de Hamlet: una fina conciencia aliada con una mala voluntad.

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Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que más valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso y vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra?

El juicio moral es en Hamlet correcto, pero su voluntad no consigue rectificar su deseo de venganza. De ahí el sentimiento de mala conciencia, tan común y tan abrumador a veces, que ha llevado a algunos filósofos a pensar como remedio el cortar por lo sano y eliminar la conciencia. Nietzsche piensa que sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa viviríamos felices.

Sin embargo, la conciencia es una pieza insustituible de la personalidad humana. No es correcto concebirla como un código de conducta impuesto por padres y educadores, algo así como un lavado de cerebro que pretende asegurar la obediencia y salvaguardar la conviven-cia pacífica. En cierta medida, la conciencia es fruto de la educación familiar y escolar, pero sus raíces son más profundas: está grabada en el corazón humano. La conciencia es una pieza necesaria de la estructura psicológica del hombre. También hemos sido educados para tener amigos y trabajar, pero la amistad y el trabajo no son inventos educativos sino necesidades naturales: debemos obrar en conciencia, trabajar y tener amigos porque, de lo contrario, no obramos como hombres.

Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia, ¿podríamos impedir sus juicios éticos? Desde este planteamiento se entiende que la conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el desarrollo lógico de la inteligencia, pertenece a la esencia humana, no es un pegote, forma parte de la estructura psicológica de la persona. No debemos olvidar que el juicio moral no es un juicio sobre un mundo de fantasía, sino sobre el mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y también puedes negarte a comer, o conducir una moto con los ojos cerrados. Lo que no puedes es pretender que los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin grave repercusión sobre tu propia vida. Precisamente por ser la conciencia una pieza insustituible se puede hablar así:

«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Dotados como están de dignidad y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.» (Declaración Universal de Derechos Humanos, artículos 1 y 18.)

Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que cargarlo sobre la conciencia Géróme Lejeune).

Ante la necesidad de decidir moralmente, resulta necesario educar la conciencia. Tal educación debe ser temprana y no interrumpirse, pues ha de aplicar los principios morales a la multiplicidad de situaciones de la vida. Una educación protagonizada por la familia, la escuela y las leyes justas. Una educación que lleva consigo el equilibrio personal y que supone respetar tres reglas de oro: hacer el bien y evitar el mal, no hacer el mal para obtener un bien, y no hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan a nosotros.

DEBER Y AUTONOMÍA MORAL

A todas horas debes pensar, como romano y como hombre, en hacer lo que tienes entre manos, con seriedad meticulosa y sincera, con amor, libertad y justicia, y en no perder el tiempo con fantasías inútiles.

MARCO AURELIOSoliloquios, 11, 5.

El ser humano nace libre y al mismo tiempo condicionado por una realidad que impone sus propias reglas. Como los animales de Pavlov, el hombre tiene memoria empírica que conserva lo apetecible. Pero la inteligencia, al conocer y evaluar la realidad, puede oponerse a la apetencia y desaconsejar otra copa: porque ya es la cuarta, porque ya es muy tarde, porque estás agotado y tienes que conducir. El mundo de la cabeza y el mundo de la sensibilidad están conectados, pero ven las cosas de manera muy distinta. Lo propio del hombre, lo humano, es actuar de acuerdo con lo que sabe, no con lo que siente. Y lo que sabe se impone con la elegancia de una obligación libre que beneficia a todos.

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Explica José Antonio Marina que el deber es el compromiso que todos adquirimos de salir de la selva para establecemos en los dominios de la dignidad. Aunque parezca un tópico, la dignidad no es un concepto vacío. Significa sustituir la fuerza bruta por el respeto mutuo. Ese compromiso recíproco nos convierte a todos en deudores y acreedores: debo y me deben respetar. Aquí el deber se presenta como la deuda contraída con los demás por ayudarme a mantener mis derechos, como la cuota que hemos de pagar para ingresar en ese club social que llamamos sociedad. Pero el deber moral es, sobre todo, una exigencia racional, un descubrimiento de la razón que advierte lo que absolutamente conviene y beneficia al sujeto agente y al sujeto paciente. Como decíamos antes, conviene universalmente respetar la verdad y la vida. Y ello, de forma absoluta, no por mera evaluación de consecuencias. Si se pueden exigir responsabilidades es precisamente porque el deber es una exigencia racional, Pues, si el ser humano no estuviera in temamente obligado, nadie podría exigirle nada.

La historia de la ética enseña que épocas y culturas fuertemente autoritarias, con deberes impuestos por la fuerza, suelen ir seguidas de la búsqueda igualmente excesiva de la autonomía. Pero la absolutización de la autonomía moral equivale al formalismo ético, y hemos comprobado que si la ética no es material, no es ética. Porque el formalismo es un bolsillo vacío confeccionado quizá con las buenas intenciones del imperativo categórico. Un imperativo conocido y aceptado universalmente bajo la formulación de la regla áurea de Confucio, Sócrates, Séneca, Marco Aurelio y tantos otros: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». Pero ese marco o bolsillo requiere el contenido material de las acciones éticas.

Un contenido que ha sido resumido a lo largo de la historia en elencos que coinciden en gran medida: las pocas virtudes fundamentales propuestas por Grecia, Roma y el cristianismo; los Derechos Humanos proclamados por la ONU en 1948, tras las guerras mundiales; los Diez Mandamientos de la ley mosaica; las obligaciones que los egipcios recogen en el Libro de los Muertos; las leyes fundamentales de los antiguos códigos legislativos, desde Hamurabi; las Constituciones modernas; los códigos deontológicos; las exigencias morales propuestas por personajes con proyección universal, desde Confucio hasta Gandhi; y la sorprendente unanimidad de los sabios consejos maternos.

La coincidencia de estas formulaciones tiene su explicación. Hay rasgos de la vida humana que son necesarios y casi inevitables en cualquier sociedad, y su presencia impone ciertos criterios valorativos a los que no se puede escapar. Se trata de formas básicas de verdad y de justicia imprescindibles en todo grupo humano. Al mismo tiempo, no parece posible prescindir de cualidades como la amistad, la valentía o la veracidad, por la simple razón de que el horizonte vital de los que ignorasen tales cualidades se restringiría hasta lo insoportable. Transcribo un párrafo de la Historia de la Ética, de Maclntyre:

Hay reglas sin las cuales no podría existir una vida humana reconocible como tal, y hay otras reglas sin las cuales no podría desenvolverse siquiera en una forma mí-nimamente civilizada. Éstas son las reglas vinculadas con la expresión de la verdad, con el mantenimiento de las promesas y con la equidad elemental. Sin ellas no habría un terreno donde poder pisar como hombres.

DIOS COMO ÚLTIMO FUNDAMENTO

A la edad de dieciséis años notifiqué formalmente al capellán de mi colegio que Dios no existía. Aquellos que hayan leído mis novelas quizá entenderán el carácter del mundo en el que exuberantemente me zambullí. Diez años de ese mundo bas-taron para mostrarme que la vida allí, o en cualquier otro lu-gar, era incomprensible e insoportable sin Dios.

Evelyn Waugh

En la Biblioteca Nacional de París, espejo fiel de la cultura occidental, el segundo nombre en número de fichas es Jesucristo. El primero es Dios. Sin embargo, una de las grandes paradojas que el siglo XXI hereda del xx es la ignorancia sobre Dios. Muchas

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personas desconocen casi todo sobre Él, y padecen un curioso desequilibrio: tienen un ojo enorme para ver el mundo, y otro ojo minúsculo y miope para interpretarlo a la luz de la fe. La tentación más normal es cerrar uno de los dos ojos: el pequeño. Frente a esa situación de hecho, la gran tradición ética y filosófica de Occidente viene a decir justamente lo contrario: que los hombres que no conocen a Dios viven en un mundo irreal.

¿Por qué irreal? Veamos dos respuestas separadas por diecisiete siglos. A 2.000 metros de altura, en una cresta caliza del parque nacional que él fundó, se encuentra la tumba de don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa de Asturias. Grabado sobre la roca, este epitafio:

Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo.

Una respuesta y una emoción similares nos ofrece san Agustín:

Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol -dueño fulgurante del día- y a la luna -señora esplendente y temperante de la noche-. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: «Míranos; somos hermosos». Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el que es la hermosura perfecta?

El tema de Dios quizá no esté de moda, y quizá no sea políticamente correcto. Pero es que Dios tampoco es un tema, y está muy por encima de las trivialidades de la espuma política. La ética llega a Dios cuando pregunta por el origen radical de lo bueno y de lo malo. La filosofía llega a Dios en la medida en que pregunta por el fundamento último de lo real. Desde esa doble radicalidad podemos afirmar, como Kant, que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una página escrita al escritor.

Hacia ese fundamento último apunta precisamente la primera pregunta filosófica: «¿Por qué el ser, y no la nada? ». Porque si en algún momento del pasado no hubo nada, ahora tampoco habría nada, y tampoco lo habría en el futuro, pues de la nada no se obtiene nada. Por tanto, parece evidente que siempre ha existido algo. Por otra parte, entre los seres que existen no conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí mismo: todos, tanto los vivos como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena ha de tener inicio, pues pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí sólo con tal de tener un mango muy largo.

Si el cosmos no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más. Las tuberías contienen agua a condición de haberla recibido. Detrás del más complejo sistema de tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua por derecho propio. Pues bien, detrás de todo el complejo universo de seres que no se han dado la existencia a sí mismos, debe haber un ser que exista por derecho propio y comunique a los demás la existencia. El problema no se resuelve, como vimos, con un número infinito de seres, de igual forma que unas tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que corre en su interior. Y si dijéramos que los seres simplemente existen y no hay nada más que hablar sobre ello, entonces estaríamos diciendo -como señaló Hegel que no se debe pensar.

Es importante saber si la primera causa es algo o alguien. Si es capaz de conocer y querer, entonces nuestro universo puede considerarse como algo concebido, querido y puesto en la existencia. Por el contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el cosmos ha sido producido a trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos es tan increíblemente compleja y ordenada, que sólo parece haber sido capaz de causarla una mente inmensamente superior a la humana. La cooperación inconsciente de los seres materiales en la producción de un sistema cósmico estable no parece posible sin un ser inteligente que coordine el conjunto. En vista de ello, Cicerón nos dice que

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(« ..) nadie debe ser tan arrogante como para admitir la presencia en sí mismo de la razón y de la inteligencia, y negarla en el cielo y en el mundo; o como para sostener que un universo cuya complejidad casi supera el alcance de la más aguda razón no responde en su movimiento a ningún impulso racional.

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

Sí alguna conclusión se puede extraer de los conocimientos del mapa genético es, paradójicamente, que el hombre está muy poco determinado por sus genes, puesto que la gran diversidad de conductas humanas se contrapone a la extraordinaria similitud genética de cada una de sus células.

Editorial del diario EL MUNDO12. Feb.2001

Ser hombre es ser libre

Gracias a la libertad inteligente, el hombre posee la admirable posibilidad de auto determinarse y elegir. Y la posee en exclusiva. La oveja siempre temerá al lobo, y la ardilla siempre vivirá en las copas de los árboles. Sólo saben desempeñar, como cualquier otro animal, un papel necesariamente específico, invariablemente repetido por los millones de individuos que componen la especie, quizá durante millones de años. El hombre, por el contrario, elige su propio papel, lo escribe a su medida con los matices más propios y personales, y lo lleva a cabo con la misma libertad con que lo concibió: por eso progresa y tiene historia. Visto un león, decía Gracián, están vistos todos, pero visto un hombre, sólo está visto uno, y además mal conocido.

Lo que define la libertad es el poder de dirigir y dominar los propios actos, la capacidad de proponerse una meta y dirigirse hacia ella, el autodominio con el que los hombres gobernamos nuestras acciones. En el acto libre entran en juego las dos facultades superiores del alma: la inteligencia y la voluntad. La voluntad elige lo que previamente ha sido conocido por la inteligencia. Para ello, antes de elegir, delibera: hace circular por la mente las diversas posibilidades, con sus diferentes ventajas e inconvenientes. La decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me decido cuando elijo una de las posibilidades debatidas; pero no es ella misma la que me obliga a tomarla: soy yo quien la hago salir del campo de lo posible.

Hay una libertad física que equivale a la libertad de movimientos: poder ir y venir, entrar o salir, subir o bajar, hacer esto o aquello. Pero la raíz de la libertad está en la voluntad, y la acción voluntaria es, ante todo, una decisión interior. Esto es sumamente importante pues significa que el hombre privado de libertad física sigue siendo libre: conserva la libertad psicológica. Lo expresa muy bien Viktor Frankl, un psiquiatra judío que estuvo internado en un campo de exterminio nazi. En El hombre en busca de sentido, su célebre relato autobiográfico, afirma que al hombre se le puede arrebatar todo salvo la última libertad: la elección de su propio camino. Luego se pregunta qué es en realidad el hombre, y añade estas palabras:

Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.

Límites convenientes

La libertad no es absoluta porque el hombre tampoco lo es. Su limitación es triple: física, psicológica y moral. Está físicamente limitado porque, entre otras cosas, necesita nutrirse y respirar para conservar la vida. Su limitación psicológica es múltiple y evidente: no puede co-nocer todo, no puede quererlo todo, los sentimientos le zarandean y condicionan constantemente. La limitación moral aparece desde el momento en que descubre que hay acciones que puede, pero no debe realizar: puedes insultar porque tienes voz, pero no debes hacer tal cosa. Esta triple limitación no debe considerarse como algo negativo. Parece lógico que a un ser limitado le corresponda una libertad limitada: que el límite de su querer sea el límite de su ser. Si la libertad humana fuera absoluta, habría que comenzar a temerla como prerrogativa de los demás.

La libertad no es un valor absoluto porque tiene carácter instrumental: está al servicio del perfeccionamiento humano. Los colores y el pincel están en función del cuadro; la libertad está en función del proyecto vital que cada hombre desea, es el medio para alcanzarlo. Por

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eso la libertad no es el valor supremo, de hecho nos interesa en la medida en que apunta a algo más allá de la libertad, algo que la supera y marca su sentido: el bien.

Ser libre no es, por tanto, ser independiente. Al menos, si por independencia entendemos no respetar los límites señalados anteriormente. Cortar esos vínculos sería cortar las raíces o lanzarse a navegar sin rumbo, y por eso, en palabras de Tocqueville, la Providencia no ha creado al género humano ni enteramente independiente ni completamente esclavo. Ha trazado, es cierto, un círculo mortal a su alrededor, del que no puede salir; pero dentro de sus amplios límites el hombre es poderoso y libre, lo mismo que los pueblos.

Vivimos en un mundo que impone condiciones. Nacemos entre leyes, cosas, personas. «Yo y mi circunstancia», decía Ortega. Por eso, nuestra libertad no es absoluta, está siempre condicionada por lo que existe en torno a ella. Ya hemos señalado que nuestra naturaleza humana nos impone vivir como lo que somos: no podemos volar como los pájaros, necesitamos comer y descansar, no podemos esquivar la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. Este último hecho -la muerte- no es un pequeño detalle, es un dato esencial a la hora de plantearnos cómo hemos de vivir, qué sentido tiene nuestra vida.

Estamos condicionados por las circunstancias de nuestro nacimiento: no es lo mismo nacer en un continente que en otro, en una familia pobre o acomodada, culta o inculta. No es lo mismo que la lengua materna sea el inglés o el tagalo, estudiar en la universidad o trabajar en la mina. Especialmente estamos condicionados por las personas que nos rodean. Quien tiene un padre gravemente enfermo no puede diseñar su vida al margen de ese con-dicionamiento tan claro. Quien debe sostener a su familia no puede tomar ninguna decisión importante sin tener en cuenta esa obligación.

No hay que mirar con malos ojos estos condicionamientos evidentes e inevitables. A todo el mundo le afectan. Son parte de la condición humana, y definen nues tra personalidad. Sin ellos, seríamos personas amorfas, sin contornos ni contrastes. Y no compensa gastar energías imaginando lo que haríamos si las cosas fueran de otro modo. Sirve de poco, y se corre el riesgo de soltar la fantasía y acostumbrarse a vivir de quimeras, fuera de la realidad. No es real una libertad sin condiciones: nadie la posee. Los condicionantes son, en cierto modo, como las reglas del juego, lo que hace que la vida humana sea tal. Al fin y al cabo, es una gran suerte, a pesar de los deberes que originan, tener patria y ciudad, padres y hermanos, amigos, compañeros y vecinos.

La limitación humana supone que cada elección libre lleva consigo una renuncia: estar leyendo esta página significa no poder, al mismo tiempo, jugar al tenis o nadar. A su vez, nadar supone no poder, a la vez, andar en bici o pasear. El problema que se plantea debe resolverlo la inteligencia sopesando el valor de lo que escoge y de lo que rechaza. ¿Quién se atreverá a decir que escoge la vagancia o la hipocresía porque valen tanto como sus con-trarios? Puestos a renunciar, sólo vale la pena preferir lo superior a lo inferior.

A simple vista podría pensarse que las leyes humanas son el principal enemigo de la libertad, y así lo piensan los ácratas. Sin embargo, tal oposición sólo es aparente, porque la alternativa a la ley humana es la ley de la selva. Tampoco es correcto identificar lo libre con lo espontáneo. La libertad, desde cierto ángulo, es justamente la negación de la espontaneidad: es el dominio de la razón y de la voluntad. Espontáneamente mentiríamos, insultaríamos, rechazaríamos el esfuerzo y el sacrificio, pero sólo somos libres cuando entre el estímulo y nuestra respuesta interponemos un juicio de valor y decidimos en consecuencia.

La elección del mal

¿Se puede elegir el mal? Pertenece a la perfección de la libertad el poder elegir caminos diversos para llegar a un buen fin. Pero inclinarse por algo que aparte del fin bueno -en eso consiste el mal- es una imperfección de la libertad. Sabemos por experiencia que el carácter instrumental de la libertad hace que su uso pueda ser doblé y contradictorio, como un arma de dos filos que puede volverse contra uno mismo o contra los demás: esclavitud, asesinato, alcoholismo, drogadicción, y también simple pereza, irresponsabilidad, mal carácter, cinismo, envidia, insolidaridad...

¿Por qué elegimos mal? Nadie tropieza porque ha visto el obstáculo sino por todo lo contrario. Del mismo modo, cuando libremente se opta por algo perjudicial, esa mala elección es una prueba de que ha habido alguna deficiencia: no haber advertido el mal o no haber querido con suficiente fuerza el bien. En ambos casos la libertad se ha ejercido defectuosamente, y el acto resultante es malo.

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Es patente que la voluntad rechaza en ocasiones lo que la inteligencia presenta como bueno. Incluso el que aconseja bien puede no ser capaz de poner en práctica su buen consejo. En esos casos, para evitar la vergüenza de la propia incoherencia, el hombre suele buscar una justificación con apariencia razonable -las razonadas sinrazones de Don Quijote-, y se tuerce la realidad hasta hacerla coincidir con los propios deseos. El mismo lenguaje se pone al servicio de esa actitud con expresiones como «a mí me parece», «esto es normal», «todo el mundo lo hace», «no perjudico a nadie», etc.

Por último, conviene recordar algo fundamental: aunque la libertad hace posible la inmoralidad, la trasgresión moral produce siempre un daño. Cualquier psiquiatra sabe que en la raíz de muchos desequilibrios se esconden acciones a veces inconfesables. Ser libre no significa estar por encima de la ética, y la inmoralidad nunca debe defenderse en nombre de la libertad, pues entonces tampoco podríamos condenar inmoralidades como el asesinato, la mentira o el robo.

Responsabilidad

Todo acto libre es imputable, es decir, atribuible a alguien. Por tanto, el sujeto que lo realiza debe responder de él. Los actos pertenecen al sujeto porque sin su querer no se hubieran producido. Es el agente quien escoge la finalidad de sus actos y, por consiguiente, quien mejor puede dar explicaciones sobre los mismos. Así, del mismo modo que la libertad es el poder de elegir, la responsabilidad es la aptitud para dar cuenta de esas elecciones. Libre y responsable son dos conceptos paralelos e inseparables, y por eso se ha dicho que a la Estatua de la Libertad le falta, para formar pareja ideal, la Estatua de la Responsabilidad.

La responsabilidad, capacidad para responder de los propios actos, es propia del que escoge y realiza libremente sus actos. Somos responsables de nuestros actos libres, y principalmente de los actos sobre los que experimentamos esa obligación interna llamada comúnmente deber moral. Ello es así porque el deber moral suele recaer sobre actos con importantes consecuencias. Pasear o estar sentado suelen ser acciones intrascendentes, y por eso no recae sobre ellas el deber moral; en cambio, la diferencia entre matar o no matar no tiene nada de intrascendente, y el deber moral es categórico en ese punto. Se puede y se debe exigir responsabilidad porque el deber moral es una autoexigencia humana racional. Si no estuviéramos obligados internamente, nadie desde fuera podría exigirnos, como nadie exige nada a un recién nacido o a una silla.

¿Ante quién debemos responder? Cada persona es responsable ante los demás y ante la sociedad. Ante los demás, en la medida en que su conducta les afecte: no es lo mismo poner una calificación injusta que condenar a muerte a un inocente, como tampoco es igual la responsabilidad del ciclista y del camionero en el caso de que ambos no respeten un semáforo, ni es igual robar dos dólares que dos millones. Las responsabilidades sociales también dependen mucho de las circunstancias: no es lo mismo ser primer ministro que leñador, ni tampoco el que siembra tomates tiene la misma responsabilidad que el que siembra marihuana.

En la Ética a Nicómaco se describe el perfil de la responsabilidad personal en estos términos: no depende de nosotros sentir calor o frío, pero sí dependen nuestros actos libres; cada hombre es responsable de sus acciones voluntarias, y es evidente que la virtud y el vicio están entre las cosas voluntarias, pues no hay ninguna necesidad de cometer acciones malas; por eso, el vicio es censurable, y la virtud elogiable; cualquier persona sabe que la maldad es voluntaria, y los legisladores así lo aceptan cuando penalizan a los que van contra la ley

Ser responsable significa tener que responder de algo ante alguien. Desde Homero, ese alguien es, en última instancia, Dios: fundamento último de toda responsabilidad. Si Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas, Sócrates y Platón puntualizaron que el hombre está, a su vez, medido por Dios. Sólo sentirse responsable ante el gran testigo invisible es lo que pone al hombre en la ineludible tesitura de colmar un sentido concreto y personal para su vida, y de ver que su existencia tiene un valor absoluto e incondicionado.

En su Carta VII, Platón recomienda

( ... ) dar crédito a ésas antiguas y santas tradiciones que nos revelan la inmortalidad del alma y la existencia de juicios y terribles castigos cuando ella se vea libre del cuerpo. Por esta razón preferimos ser víctimas de grandes crímenes e injusticias, antes que cometerlos. El hombre que ambiciona las riquezas y tiene el alma pobre, no escucha este lenguaje. Si lo escucha, cree que debe reírse de

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él, y sin ningún pudor se arroja como un animal salvaje sobre lo que puede comer o beber, y sobre lo que puede proporcionarle hasta la saciedad el indigno y grosero placer que llama equivocadamente amor. Es un ciego que no ve cuáles de sus actos llevan en sí la impiedad.

EL RESPETO A LA REALIDAD

El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada.

E. Fromn

Realidad y relativismo

La ética busca el bien. Por bien entendemos lo que perfecciona a un ser, lo que naturalmente le conviene. A un bebé le conviene respirar y alimentarse, lo mismo que a sus padres. En este sentido el bien es objetivo. Pero también es relativo, pues un recién nacido no debe comer lo mismo que un adulto. Ambos deben comer, pero no la misma cantidad ni los mismos alimentos.

Para no perderse en el bosque enmarañado de los conceptos conviene aclarar que relativo significa relación, dependencia objetiva. Todo es relativo porque todo está relacionado en el espacio, en el tiempo y en el encadenamiento universal de causas y efectos. Asimismo, lo relativo es objetivo porque las relaciones son objetivas, se dan en la realidad: esta señora es objetivamente una mujer, pero también es objetivamente madre respecto a sus hijos, esposa respecto a su marido, hija respecto a sus padres, enfermera para sus pacientes, votante para los partidos políticos. Y cada uno debe tratarla como lo que objetiva y relativamente es: el enfermo no puede tratarla como si fuera su mujer, y el marido no puede tratarla como enfermera, ni como hija.

Por tanto, lo relativo es objetivo. En cambio, aunque relativo y relativismo son palabras parecidas, su significado es opuesto. El relativismo es la concepción subjetivista de la realidad. El hombre libre tiene derecho a escoger entre diferentes conductas que respeten la realidad. Pero si escoge el relativismo hace violencia a la realidad y abre la puerta al «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo irracional. El relativismo, al sustituir las relaciones reales por las subjetivas, al concebir de forma subjetiva la verdad y el bien, es una forma equivocada de orientar la conducta. Con una lógica relativista, el drogadicto al que se pregunta «¿por qué te drogas?» puede tranquilamente responder «¿y por qué no?». En pura lógica relativista vale todo, y ello hace imposible la ética.

Si el bien fuera subjetivo, el violador, el traficante de droga y el asesino podrían estar actuando bien. Si el bien fuera subjetivo, todas las acciones podrían ser buenas acciones. Y también podrían ser buenas y malas a la vez. Si el bien y el mal fueran subjetivos, la injusticia que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales no sería denunciable ni condenable, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios éticos sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes podrían estar equivocadas.

En el conocimiento de la realidad es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad reconociéndola como es, de forma parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las cosas sino que se inventa a partir de ellas. La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con frecuencia, el tirón de diversas atracciones puede tener más peso que la propia verdad.

El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las cuestiones graves: el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que sólo interrumpe el embarazo-, el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres somos esencialmente desiguales.

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Según Campoamor, «En este mundo traidor, / nada es verdad ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira». Estos versos retratan ese relativismo rudi-mentario del que sólo quiere barrer para casa. Si «nada es verdad ni mentira», entonces nada es bueno ni malo, nada es censurable ni elogiable. Pero resulta que hay líneas claras de demarcación entre conductas humanas e inhumanas, entre comportamientos lógicos y patológicos.

El relativismo ético afirma que no hay nada objetivamente bueno o malo. Tal postura responde a una concepción subjetivista de la ética: el bien y el mal es lo que a cada uno le parece. El gran argumento en favor del relativismo esgrime la existencia de culturas que tienen o han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavitud, la poligamia, etc. Esta objeción suele ignorar que la discusión sobre la validez general del bien comenzó, precisamente, con el descubrimiento de estos hechos. Los griegos del siglo v antes de Cristo ya empezaron a juzgar admirables o absurdas las costumbres de los pueblos vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la llamaron fisis, que significa «naturaleza». Siguiendo el criterio de lo natural, encontraron, por ejemplo, que la costumbre de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria.

Relativismo y democracia

La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad política. Y el pluralismo es necesario para la existencia real de las discusiones democráticas. La realidad es compleja y no sólo autoriza sino que exige diversidad de perspectivas para abordar su entendimiento. Si se partiera de que la verdad es convencional o inaccesible, las opiniones encontradas sólo serían expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque nada valdrían. Y entonces imperan el poder puro y duro, origen de esa violencia clamorosa o encubierta, tan manifiesta en la actualidad internacional.

Por el contrario, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral. Porque el relativismo hace trivial al pluralismo y tiende a eliminarlo. El hecho de que tenga relevancia discutir acerca de la justicia o injusticia de una ley, responde a que los interlocutores saben que existe lo justo, por más que unas veces sea reconocido por el poder establecido y otras no. Por ello, quien de verdad aceptara el positivismo jurídico se cerraría a sí mismo la posibilidad de participar en este tipo de debates posteriores a la entrada en vigor de una ley

Aunque el concepto moderno de democracia parezca indisolublemente unido con el relativismo, se plantea otra objeción importante: ¿no es preciso que exista un núcleo no relativista también en la democracia? ¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar unos derechos humanos concebidos como inviolables? Eso significa que un núcleo de verdad, en este caso de verdad ética, parece irrenunciable por la democracia. El problema está en saber cómo llegar hasta ese núcleo, cómo conocerlo. Según Hans KeIsen (1881-1973), la decisión corresponde al voto popular, y propone al gobernador Poncio Pilato como ejemplo de prudencia democrática. Pilato no sabe qué es lo justo y confía el problema a la mayoría. Es ahí donde obra como perfecto demócrata, que no se apoya en valores absolutos ni en la verdad subjetiva, sino en los procedimientos. Que el resultado del juicio fuera la condena de un inocente no parece inquietar a KeIsen. Si no hay más verdad que la mayoría, carece de sentido preguntar por otra distinta.

En la actualidad, el representante más conocido de esta concepción relativista de la democracia es Richard Rorty La convicción más difundida entre los ciudadanos es para él el único criterio que se ha de seguir para legislar. La democracia no posee otra filosofía ni otra fuente del derecho. Rorty es consciente de la insuficiencia del principio mayoritario como fuente y criterio de verdad, pero opina que los errores de la mayoría se corrigen por sí mismos, pues la mayoría incluye siempre ciertas intuiciones básicas como, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. Por desgracia, en esto se engaña. Durante siglos, quizá durante milenios, el sentir mayoritario no ha incluido esa intuición antiesclavista, y nadie sabe cuánto tiempo la seguirá conservando.

Así como el pluralismo democrático es manifestación positiva del derecho a la libertad, el relativismo representa el abuso de ese mismo derecho. Al no admitir el peso específico de lo real, el relativismo deja a la inteligencia abandonada a su propia decisión subjetiva, sin reconocer que las cosas son como son y tienen consistencia propia.

El mundo es una compleja red de relaciones entre hechos y objetos que se relacionan en el espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es relativo: relativo a un antes, a un después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos, dentro, fuera. Todo es

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relativo porque todo está relacionado, vinculado con algo. Y hemos visto que, cuando esa relación está pedida por la realidad, lo relativo no es meramente subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una cultura, a una función, a una talla, a un sexo: kimono, chilaba, túnica, toga, chándal, taparrabos, vaqueros, guerrera, frac. Pero en todos esos vestidos hay algo no relativo: el respeto a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos piernas y dos brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser diferentes, pero ninguno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar, Quizá con este ejemplo sea fácil entender que el pluralismo no se funda en el relativismo sino en la libertad, y en el hecho de que un problema -en este caso, la necesidad de vestirse- puede tener varias soluciones válidas.

La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. El relativismo hace imposible la ética, pues si queremos medir las conductas necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 o 920, entonces el kilómetro no es nada. Si la ética ha de ser criterio unificador, entonces ha de ser una en lo fundamental, no múltiple.

Igual que el pluralismo, la ética es relativa en las formas, pero no debe serlo respecto al fondo. De la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente mal. De igual manera, cuando en la valoración moral del mismo hecho hay discrepancia, la divergencia es subjetiva, pero el hecho es único y objetivo. Lo que para Sancho es bacía de barbero, para Don Quijote es yelmo de Mambrino, pero los dos no pueden tener razón puesto que la realidad no es doble.

Hay una experiencia cotidiana a favor de la objetividad moral. Es la siguiente: la inmoralidad que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales, no sería denunciable ni condenable si tuviera carácter subjetivo, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios morales sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes que condenan lo inmoral podrían estar equivo -cadas. Y, en consecuencia, si la moralidad no se apoya en verdades, las leyes se convierten en mandatos arbitrarios del más fuerte: del que tiene poder para promulgarlas y hacerlas cumplir por las buenas o por las malas.

Otra experiencia cotidiana nos dice que hay acciones voluntarias que amenazan la línea de flotación de la conducta humana, y que pueden hundir o llevar a la deriva a sus protagonistas: los hospitales, los tribunales de justicia y las cárceles son testigos de innumerables conductas lamentables, es decir, impropias del hombre. Al enfrentarse a esta evidencia, el relativismo moral hace agua y queda descalificado por los hechos. Defenderlo a pesar de sus consecuencias es una postura irresponsable.

Es preciso reconocer que en la raíz de la democracia hay absolutos morales, que no son dogmas ni imposiciones. Son criterios inteligentes, necesarios como el respirar. Los encontramos en ese fondo común de todas las legislaciones y códigos penales: no robar, no matar, no mentir, no abusar del trabajador, no abusar de la mujer... Además de estar recogidos en las leyes, estos principios absolutos deben informar la educación de las jóvenes generaciones.

De acuerdo con Hillary Putnam, pensamos que:

La razón fundamental por la que defendemos que hay juicios morales correctos y equivocados, y perspectivas morales mejores y peores, no es sólo de carácter metafísico. La razón es, sencillamente, que así es como todos no-sotros hablamos y pensamos, y también como todos nosotros vamos a seguir hablando y pensando.

Relativismo cultural

Todas las culturas no son iguales, pero una exigencia fundamental del pensamiento relativista es afirmar que sí lo son, en el sentido de que todas valen lo mismo: la danza masa¡ y el ballet ruso, el tambor ancestral y el violín de Vivaldi, los dibujos primitivos y los de Durero. Este planteamiento, que arraiga irresistible en las democracias donde conviven fuertes minorías étnicas, es hermoso sobre el papel, y muy problemático en la realidad.

En su ensayo Gigantes y enanos, Allan Bloom explica que los ciudadanos norteamericanos oyen constantemente que todas las culturas son iguales. Y cuando van a

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Japón se encuentran con una sociedad floreciente y admirable, de raíces profundas. Una sociedad fuertemente homogénea, que excluye la diversidad: eso que constituye el gran orgullo de los Estados Unidos.

Para decirlo brutalmente, parece que los japoneses son racistas. Se consideran superiores; se resisten a la inmigración y excluyen hasta a los coreanos, que vivieron durante generaciones con ellos. Y tienen dificultades para impedir que sus diplomáticos expliquen que la decadencia económica de los Estados Unidos se debe a los negros.

¿Debemos abrirnos a esta nueva cultura? ¿Simpatizar con sus gustos? ¿Inclinarnos por la restricción en lugar de la diversidad? ¿Debemos ensayar el experimento de un racismo más efectivo? ( ... ) Retrocedemos horrorizados al concebir siquiera semejantes pensamientos. Pero ¿cómo podemos legitimar nuestro horror? Si no hay valores transculturales, nuestra reacción es etnocéntrica. Y lo único que sabemos con absoluta certeza es que el etnocentrismo es malo. De manera que estamos en un callejón sin salida.

Bloom ilustra este problema con el famoso caso Rushdie, el autor de Los versos satánicos. El libro fue tomado como un insulto al credo musulmán y provocó la orden del ayatollah Jorneini de dar muerte a Salman Ruslidie en Inglaterra o en cualquier lugar donde se encontrara. Se levantó un gran revuelo en todo el mundo occidental y los escritores se precipitaron ante las cámaras de televisión para denunciar este flagrante ataque al inviolable principio de la libertad de expresión. Todo muy bien. Pero lo curioso es que la mayor parte de esos mismos escritores habían estado enseñando durante muchos años que debemos respetar la integridad de otras culturas y que es arrogante etnocentrismo juzgarlas conforme a nuestras normas, meros productos de nuestra cultura. Sin embargo, en este caso, todos esos razonamientos se olvidaron, y se trató la libertad de expresión como si fueran verdaderas sus pretensiones siempre y en todas partes, como si fuera un valor transcultural. Pocos días antes, semejantes pretensiones se consideraban instrumentos del imperialismo norteamericano, pero milagrosamente se transformaron en derechos absolutos.

Además de estos problemas candentes, desarrollar con coherencia el igualítarismo cultural llevaría a situaciones peregrinas. A modo de ejemplo, para garantizar la formación académica completa de un estudiante occidental sería preciso enseñarle un cincuenta por ciento de matemática no occidental, un cincuenta por ciento de biología no occidental, un cincuenta por ciento de física no occidental, y lo mismo en el caso de la medicina y de la ingeniería. Los relativistas se detienen aquí porque temen quedar aplastados bajo el peso de su propia insensatez. Si se recuperan, responderán que la ciencia es transcultural, porque está formada por verdades universales (algo que cada vez es menos claro). En cambio, lo que cada cultura opina sobre el sentido de la vida es precisamente una opinión particular, sin derecho a erigirse en la única o la mejor.

Quizá tengan razón, pero las oleadas de emigrantes del Tercer Mundo rompen con extraña unanimidad en las playas de los países occidentales. Y cuando los estudiantes chinos deciden arriesgar su vida y oponerse a la cultura marxista de Deng Xiaoping, levantan una Estatua de la Libertad en la plaza de Tiananmen. Y cuando cae el Muro de Berlín y se deshace la Unión Soviética, es todo el mundo comunista el que pide a gritos una democracia liberal que reconozca la libertad, la igualdad natural de los hombres y los correspondientes derechos que derivan de la libertad y la igualdad.

Bajo el cómodo amparo de esos derechos fundamentales, la cultura occidental es la única que puede permitirse el lujo de jugar al relativismo. Si fuéramos honrados, deberíamos prevenir a los estudiantes chinos contra el eurocentrismo, animarles a estudiar culturas no occidentales, y hacer comprender a los balseros cubanos y marroquíes que la democracia no tiene nada que ofrecerles.

A favor del relativismo cultural, la historia nos habla de la vanidad del pasado y de sus monarquías, imperios, oligarquías, aristocracias y teocracias. Pero Herodoto ya fue consciente de esa heterogeneidad, y razonó en sentido contrario: pensó que la diversidad de culturas era una invitación a considerar qué había de bueno y de malo en cada una, y qué se podía aprender de ellas. El historicismo y el relativismo cultural creen que toda cultura se halla esencialmente relacionada con su propio tiempo, sin poder trascenderlo. Allan Bloom piensa lo contrario:

El hecho de que en tiempos y lugares diferentes han existido diferentes opiniones sobre el bien y el mal, en manera alguna demuestra que ninguna de ellas sea cierta ni superior a las otras. Decir lo contrario es tan absurdo como afirmar que la diversidad de puntos de vista en una discusión informal demuestra que la verdad no existe.

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Ante la diversidad de opiniones, lo lógico sería examinarlas y sopesarlas. Porque las opiniones se apoyan sobre razones, no se sostienen en el vacío. Es evidente que toda cultura es relativa. Por eso, si un hombre quiere ser plenamente humano, no puede conformarse con su cultura. Esto es lo que Platón nos quiere decir en la alegoría de la caverna, donde nos representa como prisioneros. Toda cultura es una caverna. Pero uno no deja de ser cavernícola al amparo de otras culturas: simplemente cambia de caverna. La auténtica salida está en la lectura esencial de la realidad. Los historiadores griegos consideraban que la historia era útil porque conocía los descubrimientos que pueblos pasados habían realizado sobre la naturaleza humana. La libertad intelectual permitía a los griegos buscar lo esencial por medio de la razón. Hoy, en amplios sectores culturales de Occidente, esa libertad significa aceptarlo todo y negar el poder de la razón.

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