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Reseña sobre la obra Autogol, de Roicardo Silva RomeroTRANSCRIPT
Autogol, Ricardo Silva Romero (2013, Alfaguara)
“La selección colombiana que participó en los mundiales de 1990 y 1994 jugó como si tuviera
permiso para perder”, Juan Villoro, Dios es Redondo
Nunca había pensado detenidamente en esta ingeniosa frase cuyo significado
yo aceptaba sin cuestionarlo, quizá por provenir de tan ilustre escritor, tal vez
porque cuando aquella selección derramaba su arte por los céspedes deslumbrando
a aficionados de todo el mundo, yo contaba apenas con 14 o 15 años, pero lo cierto
es que ahora, veinte años más tarde, ha llegado a mis manos, mejor dicho, a la
pantalla de mi tablet, un libro reciente (Autogol, 2013) que me ha hecho
replantearme las cosas. Casi al mismo tiempo y por la necesidad de atar ciertos
cabos que el libro me provocó (ya que me esperaba una reconstrucción documental
de unos hechos reales, aunque estuviera “deformada” por un filtro de ficción, y lo
que me encontré en realidad fue una historia de ficción en un marco histórico real),
me puse a investigar por mi cuenta acerca de aquella época turbulenta que vio el
ascenso y caída de la gran selección colombiana de finales de la decada de 1980 y
principios de la de 1990. Encontré, como producto de esta búsqueda, un gran
documental de 2010, Los dos Escobar, de Jeff y Michael Zimbalist, que tiene como
hilo argumental precisamente el autogol y el posterior asesinato de Andrés Escobar.
Armado con estos dos textos, uno puramente literario (perdón, lo puro creo
que no existe cuando se habla de literatura), y otro audiovisual, me sumergí durante
varios días en una búsqueda insensata que, además, acompañé del visionado de
algunos partidos del mundial de 1990 y de los partidos preparatorios y
clasificatorios de aquella selección colombiana que alcanzó el climax de su epopeya
particular con el 0 a 5 que le infringió a Argentina en Buenos Aires. Tengo que decir
que, de esta manera, me regalaba el lujo de recordar a los mitos de mi adolescencia,
cuando yo jugaba en el equipo de futbol de mi pueblo, por aquel entonces en la
categoría de cadetes, y admiraba la técnica sublime de Carlos, “El Pibe” Valderrama,
y vibraba con la potencia estilizada de Asprilla y Rincón, de la misma manera que
había vibrado con la elegancia del último gran héroe del fútbol mundial, Diego
Armando Maradona, y con la velocidad de vértigo de Caniggia.
El calor de Rio de Janeiro, que se filtraba en mi “quitinete” sin ventanas ni
aire acondicionado me ayudó a meterme en el cuerpo de aquellos jugadores que
enfrentaron las altas temperaturas de aquel verano en Los Ángeles, cuando jugaban
contra Estados Unidos el aciago partido que, al final, le costaría la vida a Andrés
Escobar.
La selección colombiana que salió al campo en el mundial de 1994 no tenía,
ni mucho menos, “permiso para perder”, como dice Juan Villoro. A continuación
explicaré por qué, aunque adoro la obra de Villoro, creo que podría haber
profundizado un poco más en la descripción y análisis de la situación en que se
encontraban los 22 jugadores convocados por Maturana en aquel mundial de
pesadilla que, para colmo, se celebraba en EEUU.
Medellín, 2 de diciembre de 1993. Pablo Escobar resiste a duras penas
acosado por la policía colombiana, por sicarios del PEPE y por cuerpos antidroga de
Estados Unidos. La causa final de su muerte resulta dudosa. Hay quien dice que, en
el último momento, se suicidó. Lo cierto es que George Bush padre había anunciado
tiempo antes que las normas habían cambiado desde que Colombia había pedido
ayuda a su gobierno; a partir de ahora, la pena para los narcotraficantes sería la
muerte. A su velatorio de cuerpo presente acudieron multitudes de pobres que
dejaron los barrios para darle un último adiós emocionado a Pablo Escobar. Con su
muerte, Medellín no demoró en sumirse en el caos, diferentes grupos se movían a
sus anchas aprovechando el vacío de poder que el hombre más poderoso de
Colombia había dejado con su muerte, no había nadie para punirlos y la violencia se
desató.
Años antes, en las décadas de 1970 y 1980, Pablo Escobar se había creado
una gran reputación entre los pobres de los barrios marginales gracias a su actitud
quizá paternalista, pero no exenta de cierto filantropismo, tal vez de caridad
cristiana, convirtiéndose en una especie de Robin Hood moderno, en un Ben Laden
colombiano, querido e idolatrado por unos, odiado por otros, y temido por todos.
Iluminó terrenos baldíos que servían de campos de fútbol, repartió comida, erigió
barrios enteros donde antes las familias se amontonaban como animales alrededor
de basureros inmensos que crecían al ritmo en que la ciudad se desarrollaba y el
capitalismo se expandía.
La crisis financiera del fútbol colombiano en la década de 1970 provocó la
entrada de capitales “calientes”, como se suele decir en Colombia, dinero
proveniente del narcotráfico, los grandes capos de la droga se hicieron cargo de los
equipos más importantes de la liga colombiana: Millonarios contaba con el
mecenazgo de Gonzalo Rodríguez Gacha, “el mexicano”; el América de Cali, con los
hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela; y el Atlético Nacional de Medellín,
con Pablo Escobar. Para estos capos, además de servir como “lavandería” de dinero,
el fútbol era un juguete que manejaban a su antojo, “invitando” a los mejores
futbolistas a jugar partidos en sus canchas privadas, contratando jugadores
internacionales, sobornando e, incluso, asesinando árbitros. En Autogol, leemos:
Las cabezas del Deportivo Independiente Medellín le pidieron a
una serie de accionistas venidos de la delincuencia que enfriaran el
apuro económico en el que estaba el equipo a punta de dineros
calientes. Los cesantes dirigentes del Independiente Santa Fe
invitaron a gente como el esmeraldero Fernando Carrillo Vallejo o el
traficante bugueño Phanor Arizabaleta Arzayus a apoderarse de una
vez de todas las acciones de la institución. Los señores de Deportes
Tolima le rogaron lo mismo al perseguido José Manuel “El Cabezón”
Cruz Aguirre. Y mientras eso, mientras caían uno por uno como
infectados por un virus que se habían buscado solos, mientras el
dudoso Octavio Piedrahíta Tabares se quedaba con el Deportivo
Pereira, al tiempo que algunos personajes de la familia Dávila,
presuntos artífices de la bonanza de la mariguana, compraban de un
solo golpe el Unión Magdalena, todos los conocidos de uno tenían
algo que ver con la mafia.
De esta manera, el fútbol colombiano subió como la espuma. El Atlético
Nacional de Medellín ganó la Copa Libertadores en 1989, el América de Calí llegó a
la final en tres ocasiones, y la selección colombiana, en medio de la euforia, tuvo la
mejor generación de jugadores de su historia. La mayor parte de ellos provenía de
los barrios marginales, y, como en el caso de René Higuita (encarcelado un poco
antes del mundial de 1994 por visitar públicamente a Pablo Escobar en la Catedral,
la cárcel que el capo dirigía a su antojo), algunos de esos jugadores habían crecido
bajo el ala tutelar del gran capo, y lo defendían por haber ayudado a los más pobres
iluminando los barrios y ofreciendo su ayuda “desinteresada”. Ellos argumentan que
mientras los chicos participaban en aquellos torneos de fútbol que se organizaban
en los barrios, se mantenían alejados de los problemas y del vicio.
La imagen de Pablo Escobar sonriente, con su bigote al vuelo en motocicleta
y seguido de cerca por sus secuaces, tenía la marca del éxito, del poder omnímodo
que consiguió anular la ley de extradición a EEUU y hasta decidió quitarle la vida al
ministro de justicia Lara Bonilla en 1984. A una palabra suya morían acribillados
diez policías, se asaltaba cualquier comisaría o, incluso, el Palacio de Justicia saltaba
por los aires. Sin embargo, también se dice que, tras su muerte, durante un tiempo,
el índice de criminalidad subió alarmantemente, pues su sola sombra mantenía el
orden en los dominios del hampa colombiano. Su reinado había sido total.
La historia de su caída, lamentablemente, supuso la caída de la selección (que
no estuvo presente en ningún mundial desde 1994, hasta que consiguió clasificarse
al de 2014) y del fútbol colombiano en general. Detrás de él fueron cayendo los
capos que sustentaban a los otros equipos. Pero no fue su ascenso y caída lo único
que condicionó la derrota de Colombia en el mundial del 94. Autogol, el libro de
Ricardo Silva Romero, relata de manera magistral el clima enrarecido y
profundamente claustrofóbico de aquella selección que, en el bochorno de Los
Ángeles, perdió la sonrisa. Esa selección que, como si de un filme se tratase, recibió
amenazas de muerte, y cuyo seleccionador fue obligado a retirar del equipo titular a
un jugador fundamental. La laureada trayectoria de la selección colombiana, que en
la fase preparatoria había perdido un solo partido de 26, se truncó violentamente en
los dos primeros partidos del mundial. Primero chocó contra la genialidad de dos
jugadores rumanos: Gica Hagi y Florin Raducioiu. Como el libro relata, había muchos
intereses en juego, principalmente debido al millonario mercado de las apuestas
ilegales, dominadas por el cartel de Cali. Después sucedió la derrota contra Estados
Unidos, un equipo claramente inferior.
El propio narrador de la novela, un conocido comentarista deportivo
(ficcional), había invertido todos sus ahorros apostando que Colombia llegaría a la
fase final del mundial. He aquí una licencia literaria, más o menos cuestionable
porque condiciona la trama argumental del libro, sobre todo cuando tenemos ante
nosotros una obra que gira alrededor de un hecho real, la muerte de Andrés
Escobar. El autor conduce durante gran parte de la novela al lector hacia la hipótesis
de que este comentarista será el asesino de Andrés Escobar, hipótesis que sólo se
trunca al final volviendo a los cauces de la decripción documental basada en hechos
reales. Lo cierto es que la elección de este narrador es el nexo que le permite al
autor recrearse en diversos matices futbolísticos, ciñiéndose, pese a todo, a la
atmósfera del fútbol. En este sentido, como buen comentarista deportivo, el
personaje es un “poeta”, como lo califica su compañero de fatigas. Usa el lenguaje
con una creatividad asombrosa, ha “bautizado” a inumerables jugadores con
ingeniosos apodos y utiliza metáforas con una precision de fusilero:
La gente empezó a seguirme por mi talento para apodar a los
deportistas, por mi voz grave, por mi ingenio a la hora de hacer
comparaciones sorprendentes. Fue hermoso cuando los
radioescuchas comenzaron a enviar cartas a la emisora porque me
habían oído decir “picó por la punta izquierda como un mujeriego al
que le quieren pescar” o “la defensa se quedó quieta como un
matrimonio sin hijos”. Míos son los apodos del escalador
cundinamarqués Freddy “La Guanábana” Bermúdez, de la pesista
vallecaucana Araceli “La Garra” Forero, del arquero santandereano
William “Cobijita” Toro, del boxeador guajiro Raúl “La Rodilla” Pitre,
o del operador antioqueño que me acompañó siempre a comer
chicharrones a la salida de los partidos: Horacio “El Salado”
Melguizo.
En un momento dado, apreciamos que tras décadas de comentarista
deportivo, vida y deporte se han amalgamado en el nivel del lenguaje en la mente de
Pepe Tovar. Lo apreciamos en frases como las que siguen: “La vida tiene los mismos
giros inesperados que un partido de fútbol. Tiros de esquina absurdos. Contragolpes
milagrosos. Autogoles”; “Que fueran personas de paso, suplentes eternos de un
partido que no iban a jugar nunca, no significaba que Dios no estuviera en la
obligación de darles una oportunidad”; “Bajé a toda velocidad, a tumba abierta como
dicen los ciclistas”.
Además es consciente de su capacidad para influir a las personas, “haciendo
el trabajo que lo convirtió en un ser humano: el de crearles héroes a las personas”.
Lo apreciamos en las siguientes sentencias: “Se parecía a ser la voz de la conciencia
de todos los que iban por ahí”; “Fui perdiendo la voz, fui gastándola en canchas, en
carreteras, en donde fuera necesario, para que la gente no se enloqueciera de tanto
matarse en sus empleos de mierda”.
El comentarista, Pepe Calderón Tovar, cuyo nombre de pila podría ser una
referencia al PEPE, grupo narcoterrorista que contribuyó para la captura y muerte
de Pablo Escobar, es un fanático del fútbol y, como ya he dicho, ha invertido todo su
dinero en una apuesta. Cuando es testigo del autogol de Andrés Escobar, se queda
sin voz y, por ello, pierde su trabajo. A partir de ese momento su mente estará
dominada por la idea obsesiva de matar a Andrés Escobar: “El País no podía seguir
como si no hubiera pasado nada. Alguien tenía que morir para que jamás
olvidáramos nuestro fracaso en el Mundial. No bastaba con decir nos faltó casta.
Tenía que morir la persona más visible de todas, el tipo que hizo el autogol”.
Pepe Calderón Tovar conoce todos los entresijos del fútbol colombiano, se
sabe de memoria datos que nadie recuerda, ha recorrido, durante décadas, todos los
niveles del futbol en Colombia, desde las categorías inferiores y las ligas locales
hasta los mundiales de fútbol. Sabe perfectamente que no sólo los equipos de fútbol
reciben dinero del narco, sino también los medios de comunicación. Desde dentro,
describe las presiones que los jugadores y el entrenador sufren en la concentación,
los ve irse apagando oprimidos bajo una negra sombra que no les deja respirar, y,
finalmente, días después de finalizada la participación de selección colombiana en el
Mundial, decide llevar a cabo su plan, lo que no imagina es que alguien se le va a
adelantar.
En varias ocasiones, la identificación entre la selección nacional colombiana y
el país resulta clara, como ocurre en la siguiente frase: “El director técnico, sereno
como ante la muerte de un ser querido, reconoció que la selección fue reflejo del
país”, que nos faltó entereza, que era necesario reedificarlo todo”.
Los jugadores son desmitificados en ciertos momentos, y se describen como
las víctimas de un sistema triturador que los usa mientras son necesarios y después
los deshecha como material defectuoso. Frente al éxito excesivo que encumbra
algunos, el país está lleno de jugadores de segunda línea que se han esforzado tanto
o más que los otros, pero que son condenados al ostracismo y la pobreza:
Golauto era un galpón lleno de puertas que ningún empleado
abría. Lo que más me quedó en la memoria, aparte de esa imagen, fue
la sensación de que todos, desde el dueño hasta los vendedores,
hablaban con las mismas frases que usaban cuando eran futbolistas.
Por la oficina de “El Patetarro” pasaban el goleador que casi no
supera un cancer, el arquero suplente al que le apuñalaron un nervio
del tobillo, el líbero al que tuvieron que amputarle la pierna, como un
desfile de personajes de circo: la marcha de los jugadores
contrahechos. Y decían alguna cosa de las de siempre en medio de
sus conversaciones sobre carros: “el negocio es así”, “no hay cliente
pequeño”, “no se nos dieron las cosas”.
A fin de cuentas, Pepe Tovar reconoce la fragilidad de los jugadores de fútbol,
simbolizada en: “la cumbre de esa carrera corta como la vida de un insecto que es la
carrera de un futbolista”.
No, la selección colombiana del mundial de 1994 no jugó como si tuviera
permiso para perder. Las entretelas del gran espectaculo, del gran negocio, se
ciñeron a sus cuellos hasta casi asfixiarlos, apagando la artística genialidad que
brotaba de sus botas. La imaginación fue sustituida por una voluntad temerosa y
condicionada, la magia extrangulada.