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1 01 PAN, PAN, PAN, PAN, PAN, Los Desayunos DOMINIQUE #1

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PAN, PAN,PAN, PAN,PAN,

Los Desayunos

DOMINIQUE #1

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Hace ya un tiempo que un tal Marcel Proust

nos dejó un tesoro literario en forma de desayuno con

bollería. Es aquella Magdalena bañada en una taza de

té con la que empieza “En busca del tiempo perdido”.

Cuando el narrador muerde tal preciado manjar matu-

tino, un sinfín de conexiones sinápticas en el cerebro

describen sabores, texturas y aromas que acaban en sus

recuerdos de infancia y los viajes con sus padres a casa

de la tía Leoncia.

Y es rememorando tal pasaje que hoy, delante

de mi desayuno, reflexionosobre el tiempo y su impa-

rable f luir. Pero hoy no estoy en París, no me hallo

rodeado de la mas exquisita aristocracia Francesa, y lo

más importante (y quizás más decepcionante) es que

no hay rastro de magdalenas ni de la tía Leoncia. Estoy

en China, rodeado de chinos y comiendo cosas chinas.

Posiblemente, querido lector, nunca hayas oído hablar

de Chengdu (成都). Pero esta ciudad de la profunda Si-

chuan (四川) alberga 9 millones de almas que, en su

Buenos días, desayunos mejoresXavier Agulló

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mayor parte, ingieren cada día alguna de los pintores-

cas opciones de desayuno que nos ofrece la gastrono-

mía China. Estoy a pie de calle, y alrededor de un mal-

trecho carrito ambulante se hayan dispuestas mesitas

de madera plegables y unos muy curiosos taburetes de

plástico azul con adhesivos de conejos y osos panda.

Los comensales se sientan y se levantan de sus mesas

en una continua rotación de personal, y los viandan-

tes cruzan a toda prisa y desde todas las direcciones el

pequeño picnic urbano dirección a sus puestos de tra-

bajo. Todo ello, aderezado con una sinfonía de sonido

de claxon que emerge de los centenares de coches que

atascan la calle.

También hay una cucaracha que se desplaza por

el suelo, puede ser realmente un insecto o un avanzadí-

simo micro-robot espía del partido comunista. Porque

aquí, nada es lo que parece. China es más que un país.

Casi podríamos decir que por población, extensión y

variedad dentro de sus fronteras nos hallamos en un

continente tan real como lo es Europa, Essos y Weste-

ros, Tamriel, Azeroth o Nunca Jamás. En consecuencia

las opciones y variedades de desayuno son múltiples

y variadas. En las tierras de sur, tenemos los famosos

“dim-sum” (饺子) y los desayunos suelen incluir el arroz

y las gachas de cereales(粥). Los norteños de ojos rasga-

dos se decantan por los fideos (面条) y otros derivados

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del trigo como los “pancakes” (饼) . Aunque mis favo-

ritos son los “Baozi” (包子) , pequeños bollos de pan

al vapor que contienen en su interior los más variados

ingredientes. Y es que tenemos bollitos con verduras,

champiñones, también con carne de pollo, vaca, cerdo

y oveja, ó incluso pasta de judías rojas, y hasta carne de

gato. Esto último era broma, sonría por favor.

Delante de mí, y compartiendo la pequeña me-

sita plegable de madera, se sienta un monje budista que

en sus sobrios pero majestuosos ropajes aposenta su tra-

sero en un muy curioso taburete de plástico azul con

adhesivos de conejos y osos panda. Entones, mi tempo-

ral vecino de mesa, se dispone a empezar su almuerzo.

Entre bollito y bollito saboreo el paso del tiem-

po. Estos “Baozi”, cuál magdalena parisina, me traen

a la mente nuevos pensamientos. Cada cultura tiene

sus formas de interpretar el tiempo. En el caso que nos

ocupa, y si hacemos caso a las premisas de la hipótesis

Sapir-Whorf y la influencia del lenguaje sobre el pen-

samiento, no podemos dejar de mencionar la relación

entre el tiempo y el lenguaje chino. Un idioma que

carece de tiempos verbales, y en consecuencia con un

universo conceptual radicalmente distinto a las lenguas

occidentales. Verbos desnudos de conjugaciones y que

nos dejan ver que nuestros amigos amarillos dan mu-

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cha más importancia al “qué” que al “cuando”. Y si

los occidentales pensamos que el futuro está delante

nuestro y lo atrasado en el pasado, los Chinos una vez

más desafían este concepto. Los hijos de Mao están

de cara al pasado y de espaldas al futuro, cosa que no

carece de cierta lógica pues vemos lo sucedido y desco-

nocemos aquello que nos acecha. Entonces el lenguaje

tiene ejemplos en expresiones como “houlai” (后来)

que literalmente significa “lo que viene por detrás” y

traducimos en español como “futuro”. Por otra parte

un “Hulai”, esta vez vocablo español, es alguien que

también viene por detrás pero el tema escapa al alcan-

ce del presente artículo.

En esto que mi temporal vecino de almuerzo y

solemne monje budista clava sus ojos en mi y se lleva

un baozi a la boca. Momento que se estira en el tiempo

como un chicle y en la incomodidad consecuente bajo

los ojos y me concentro en mi plato. La raza Han gusta

de desayunar muy temprano y los puestos de comida

ambulante abren a las cinco de la mañana y desapare-

cen de las calles antes de las ocho y media.

También, la comida a las doce del mediodía y

la cena a las seis de la tarde son otros indicadores que

dicen mucho de los hábitos del país y sus actitudes ante

el trabajo. Si digo que en España no es raro comer un

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domingo a las cuatro de la tarde, o cenar a las once de

la noche mi interlocutor no puede contener su asom-

bro y, ni que sea por un segundo, sus ojos rasgados se

vuelven redondos como platos.

Para los chinos, el desayuno es una comida

importante y que rara vez se saltan. Eso contrasta con

nuestra actitud tan española ante el desayuno que en el

mejor de los casos consiste en un café sólo, una tostada

que te comes mientras bajas las escaleras del rellano o

una miserable barrita de cereales que comes en el au-

tobús camino al trabajo. Segundos más tarde me doy

cuenta que sigo perdido en mis pensamientos y mis

ojos se pierden en un horizonte de coches impacientes

que cantan como un cacofónico coro de sirenas, boci-

nas y claxon. Giro mi cabeza y el monje budista sigue

mirándome, mientras su boca mastica un colorista bo-

llito de vegetales y champiñones.

Así que para romper tan incómoda situación

me dirijo a él y gracias a mi torpe conocimiento del

lenguaje mandarín consigo articular algo así como:

“Disculpe las molestias respetable maestro, me podría de-

cir que es el tiempo?” El monje esboza una sonrisa que

transmite una paz un infinita. Por su mente circulan

paradigmas filosóficos de culturas milenarias que se

entresijan en palabras pronto a salir de sus labios. Du-

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rante unos segundos hay un silencio absoluto y parece

que la ciudad entera, sus nueve millones de almas y la

cucaracha espía del partido comunista esperan la res-

puesta del sabio. A lo que él me contesta: “El tiempo,

estimado amigo, es aquello que impide que tengas que co-

merte todos los bollitos a la vez”.

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Echó café en la taza.

Echó leche en la taza de café.

Echó azúcar en el café con leche.

Con la cucharilla lo revolvió.

Bebió el café con leche.

Dejó la taza sin hablarme.

Encendió un cigarrillo.

Hizo anillos de humo.

Volcó la ceniza en el cenicero sin hablarme.

Sin mirarme se puso de pie.

Se puso el sombrero.

Se puso el impermeable porque llovía.

Se marchó bajo la lluvia.

Sin decir palabra.

Sin mirarme.

Y me cubrí la cara con las manos.

Y lloré.

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rante unos segundos hay un silencio absoluto

y parece que la ciudad entera, sus nueve millones de

almas y la cucaracha espía del partido comunista espe-

ran la respuesta del sabio. A lo que él me contesta: “El

tiempo, estimado amigo, es aquello que impide que tengas

que comerte todos los bollitos a la vez”.

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Echó café en la taza.

Echó leche en la taza de café.

Echó azúcar en el café con leche.

Con la cucharilla lo revolvió.

Bebió el café con leche.

Dejó la taza sin hablarme.

Encendió un cigarrillo.

Hizo anillos de humo.

Volcó la ceniza en el cenicero sin hablarme.

Sin mirarme se puso de pie.

Se puso el sombrero.

Se puso el impermeable porque llovía.

Se marchó bajo la lluvia.

Sin decir palabra.

Sin mirarme.

Y me cubrí la cara con las manos.

Y lloré.

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CortadoKris de Deker

Esta mañana en la barra del bar, tras desayu-

nar un trozo de tortilla de patatas y una caña de cerve-

za, pido un cortado. La dueña toma un vaso pequeño,

lo pone en la cafetera y, cuando queda casi lleno de

café, lo aparta, lo sitúa en uno de los platitos que tiene

en la barra y va añadiendo leche, hasta llegar al borde.

Sólo que pusiese una gota más, rebosaría. Entonces

coloca en el plato un sobrecito de azúcar y una cucha-

rilla, me lo acerca todo con una sonrisa.

Quito del plato la cucharilla y el azúcar y los

dejo sobre la barra. A continuación cojo el vaso y vier-

to parte del cortado en el plato, hasta que queda lleno.

Entonces dejo el vaso sobre la barra, verifico que al

cortado le falta ahora cosa de centímetro o centíme-

tro y medio para llegar al borde, rompo el sobrecito,

vierto el azúcar dentro del vaso y lo remuevo con la

cucharilla. Tras servir un trozo de tortilla de patatas a

otro cliente, la mujer repara en el plato lleno de corta-

do y me pregunta:

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— ¿Qué pasa? ¿Se le ha derramado...?

— No — le digo—.

Como el vaso estaba lleno hasta el borde, era

imposible echar el azúcar y removerlo sin que se de-

rramase y quedase todo hecho un asco, empezando

por las paredes del mismo vaso. Por eso he vertido un

poco dentro del plato antes de empezar a remover,

para poder hacerlo.

Con cara de no acabar de entenderlo, la mujer

asiente ligeramente con la cabeza. Es un gesto similar

al que veo en muchas caras desde que, hace un par

de semanas, decidí hacer eso mismo cada vez que me

traen un café, un cortado, un café con leche —lo que

sea— tan lleno que no hay manera de remover el azú-

car sin que el líquido se vierta. ¿Nunca han ido ellos

a otros bares y se han encontrado en esa misma situa-

ción, con vasos tan llenos que no hay manera de re-

mover el azúcar? Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Creen

que de esa forma el cliente dirá: “Qué generosos son, no

escatiman la leche del cortado...”? ¿En algún momento

de sus vidas profesionales se ponen en la situación del

cliente? Es evidente que no, y que es por ese mismo

motivo que, cuando a veces pides pan con tomate y

anchoas, te traen las anchoas –de l’Escala, excelentes–

abiertas, limpias y a punto de comer... pero con la cola

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intacta. ¿Qué pretenden? ¿Que te comas las colas de las

anchoas? Si al menos te trajesen un tenedor y un cu-

chillo, pues uno mismo se pondría a la tarea de quitar-

las, pero es que no te traen ni tenedor ni cuchillo. ¿No

prevén que, si quiere comérselas, el cliente tendrá que

arremangarse y arrancarlas con los dedos?

Pasa lo mismo con los bocadillos de lomo em-

buchado, de mortadela, de butifarra o de chorizo. Tie-

nes que separar las dos mitades de pan y empezar a

quitar la piel de todas y cada una de las rodajas de lo

que sea que hayas pedido —para luego volver a mon-

tarlo, ya sin pieles—, de modo que se pasa uno más

tiempo quitando pieles que desayunando. Eso sí: tanto

a la llegada como a la salida, infinidad de sonrisas de

supuesta cortesía.

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Churchill hubiese disfrutado en Can VilaróAndi Schmied

El martes pasado, cuando aún no había salido

el sol, un ciudadano de Figueres tomó en la estación el

tren de las 5.57 con destino a Barcelona. Es un trayecto

que hace cada día. Pero, esa mañana, él y el resto de los

viajeros escucharon una conversación que podríamos

definir como interesante. La detalla el imprescindible

Diari de Girona: "Los viajeros oyeron cómo una mujer

que acompañaba al interventor o al conductor del tren

se lamentaba de no haberse podido tomar un café en la

estación de Figueres, porque la cafetería no abre hasta las

6 de la mañana. La conversación acabó con la decisión

del interventor, el conductor y el guarda de seguridad de

resolver el problema consiguiendo esa bebida en Flaçà".

De forma que, cuando llegaron a Flaçà y el

tren se detuvo, los viajeros pudieron observar a través

de las ventanas cómo el guarda de seguridad bajaba y

empezaba a andar hacia el bar. Explica el Diari... que,

"teniendo en cuenta que el ferrocarril circulaba en di-

rección a Barcelona, se trata de una operación especial-

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mente larga, porque la estación está en el otro andén y,

para llegar, hay que bajar las escaleras hasta un paso

subterráneo, atravesar el túnel que permite cruzar las

vías con seguridad, volver a subir y llegar al edificio de la

estación, en el que se encuentra el bar". El caso es que el

guarda de seguridad estuvo en el bar un rato y al cabo

salió con una bandeja con cafés: para la acompañante

del interventor o del conductor la que no había podi-

do tomárselo en Figueres antes de que saliese el tren

y para ellos también, ya puestos. Los viajeros observa-

ban la escena atónitos.

El tren llegó a Barcelona con retraso. El ciuda-

dano de Figueres ha presentado queja a Renfe: ante

el gerente del Sector Noreste y ante el jefe de merca-

do del Área Norte. Les pide que tomen las medidas

lógicas y necesarias y que depuren responsabilidades.

Renfe se hace el sueco: arguye que si llegaron a Barce-

lona con retraso fue por culpa de las obras del tren de

alta velocidad, y no dice absolutamente nada sobre el

hecho de que, por una cuestión personal, conductor,

interventor y guarda de seguridad alargasen el tiempo

que el tren se detuvo en la estación, con lo que eso sig-

nifica de falta de profesionalidad y de desprecio hacia

los pasajeros. Recuerdo aquel gran eslogan de Renfe,

de hace muchos años, que decía "Cada vez que subes

al tren se pone en marcha una historia". Que se prepa-

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re el ciudadano de Figueres que cada mañana toma

en la estación el tren de las 5.57. Que se prepare para

el día que la mujer que acompaña al interventor o al

conductor se levante de la cama con ganas de un desa-

yuno de cuchillo y tenedor y se lamente de no haber

podido tomar en la estación de Figueres el estofado de

ternera con patatas que esa mañana le apetecía.

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El tenedorMaria Mestre

Esto sucede un domingo radiante del mes de

abril, en un restaurante de un pueblo situado en la

falda de una montaña en cuya cima aún hay nieve.

A la hora de la comida, con la mayoría de las mesas

todavía vacías, llegan dos parejas, más cerca de los

sesenta que de los cincuenta. Uno de los hombres

lee con gran interés un diario deportivo. Es eviden-

te que frecuentan el restaurante, porque saludan a

la propietaria, se besan en las mejillas y hablan del

tiempo que hace que no se han visto. “¡Desde an-

tes de Semana Santa!”, f inge sorprenderse una de

las mujeres. Luego hablan de los hijos. Según pare-

ce, están todos bien. Concluida la conversación, la

propietaria (siempre sonriente) les indica qué mesa

les ha reservado. Es una rectangular, a un lado

del comedor.

Una de las mujeres elige uno de los asientos

junto a la pared y la otra el que está enfrente. Los ma-

ridos, pues, quedarán también frente a frente pero

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junto al pasillo. Y entonces, mientras aún están de pie

y se quitan las chaquetas, sin querer una de las muje-

res golpea con una manga su tenedor y éste cae al sue-

lo, sin que se oiga apenas ruido, porque, a pesar de que

hay poca gente en el comedor, el hilo musical lo cubre

todo, y además se oyen voces que llegan de la cocina.

La caída del tenedor ha pasado desapercibida para los

otros tres. El otro matrimonio está ahora vuelto hacia

la pared, contemplando un cuadro, y el marido de la

mujer que ha tirado el tenedor al suelo está concentra-

do en la lectura del diario deportivo.

De modo que, con un gesto rápido, la mujer

se agacha y recoge el tenedor. Pero, en vez de situarlo

en un lado de la mesa para que el camarero se lo cam-

bie por otro limpio, toma el tenedor de su marido, lo

coloca en el lugar donde estaba el tenedor de ella y el

que ha recogido del suelo lo coloca a la izquierda del

plato de él, ocupando el lugar donde estaba el que ella

se ha apropiado. Entonces se sienta. A continuación se

sienta su marido mientras da por concluida la lectura

del diario y lo dobla.

Los observo fascinado. ¿Por qué no ha pedido

al camarero que le cambie el tenedor? Si no le impor-

ta que haya caído al suelo, si no considera inapropia-

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do utilizarlo aun habiéndose ensuciado, ¿por qué no

lo ha situado allí donde estaba, junto a su plato? Hay

gente a la que no le importa mucho que un cubierto

o un trozo de comida caiga al suelo. Entre la juventud

norteamericana circula una famosa Ley de los Cinco

Segundos, según la cual, si algo te cae al suelo —un

bocadillo, un cubierto...— no pasa absolutamente nada

si lo recoges antes de cinco segundos, ya que —dicen—

es necesario más tiempo para que la porquería, los

microbios, lo que sea, afecte al objeto que ha caído.

Pero no debe de creer en esa ley, porque tras recogerlo

ha considerado que no estaba suficientemente limpio

para ella. Pero sí para él. ¿Es él menos escrupuloso?

¿Son los años de convivencia, que pudren hasta las

piedras? ¿Es una muestra de muchas otras pequeñas

venganzas que practica? ¿Escupe también en la taza de

café con leche de su marido cada mañana?

Repaso con la vista las pocas mesas ocupadas

que hay en el comedor. Ningún comensal ha repara-

do en la acción. Tampoco la propietaria, ni el camare-

ro, un muchacho jovencísimo y eficiente, que en este

momento trae la panera repleta, unas aceitunas y las

cartas. El otro matrimonio deja finalmente de mirar

el cuadro y se sienta. Cogen las cartas, las abren y em-

piezan a leer.

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El caso del pan con tomatePaula Pladevall

En Catalunya, una de las argucias que los res-

taurantes utilizan para facturar unos cuantos euros

más es la del plato de pan con tomate. Llegas al restau-

rante ( "Buenos días, ¿tendrían una mesa?", "Pues... sí;

por aquí, por favor"), te sientas, te dan la carta y empie-

zas a leerla. Y entonces, antes o después de haber toma-

do la comanda, aparece un ayudante de camarero que,

con discreción, deposita en la mesa un pan con tomate

que nadie ha pedido.

El pan con tomate puede venir ya preparado,

en rebanada o en coca, o bien por hacer: para que el

cliente se lo prepare a su gusto (y de paso ahorrarse

ellos el trabajo). Cuando se da esta segunda opción, ge-

neralmente el plato lo ocupan un par de rebanadas

de pan tostado — bien o mal, ésa es otra cuestión—,

dos tomates no suficientemente maduros y, en algu-

nos casos, unos ajos, por si el comensal es amante de

ese condimento que tan poco complace a Victoria

Beckham. Hay algunos clientes que están encantados

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con eso e inmediatamente se lanzan sobre el pan con

tomate mientras esperan el primer plato. Pero, en mu-

chas ocasiones, la gente no lo quiere, y la mayoría ca-

lla. Los novatos, los que no saben de qué va la cosa en

realidad, piensan: si nadie ha pedido pan con tomate y

el restaurante lo trae, es que se trata de una gentileza,

de un regalo de la casa.

Y otros, aun sabiendo de qué va y sin que les

apetezca, por reparo callan y lo aceptan como una cuo-

ta ineludible. Saben que el pan tostado y los tomates

quedarán tal cual hasta el final de la comida, pero no

se atreven a pedir que se lo lleven. En cualquiera de

estos dos casos, el resultado es siempre el mismo: unos

cuantos euros más en la factura por un plato que ni

siquiera han ofrecido.

Hace unos días contemplé una de estas prác-

ticas en un restaurante de la calle Lleida. Llegó una

mujer sola, extranjera, diría que alemana. Se sentó a

una mesa, le dieron la carta, pidió una ensalada y carne

poco hecha. Al cabo de poco, con desgana el camarero

colocó en su mesa las vinagreras y un plato con dos

rebanadas de pan tostado, dos tomates y dos ajos. La

mujer lo contempló un buen rato, sin saber qué hacer.

¿Pan tostado, dos tomates y dos ajos? Miró a un lado

y a otro, a ver si en otras mesas alguien tenía un plato

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similar y así ella podía ver qué se suele hacer con ese

plato. Pero, aunque en casi todas las mesas había pla-

tos similares, nadie les prestaba la más mínima aten-

ción. Estaban ahí, simplemente esperando que llegase

el final de la comida y los retirasen tal como habían

llegado. La gente comía el primer plato o el segundo,

pasando de ese impuesto revolucionario.

De modo que, sin referentes a los que agarrar-

se, la mujer decidió aventurarse. Con el cuchillo y el

tenedor cortó los tomates en cuartos, con sumo cui-

dado, y las rebanadas de pan en cuadraditos. Después

seccionó los ajos, intentó pelarlos, lo mezcló todo lo

mejor que pudo, lo regó con aceite y vinagre y le aña-

dió un poco de sal.

Y así se lo fue comiendo, como si se tratase

de una ensalada, con una cara que no denotaba pre-

cisamente satisfacción, recogiendo cada tanto con el

tenedor las pieles de ajo que le molestaban en la boca,

y depositándolas a un lado. Era un espectáculo excep-

cional, grotesco y penoso, consecuencia de las estra-

tagemas miserables de muchos restaurantes y de su

menosprecio hacia los clientes.

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El hombre orquestraPol Perez

¿Es necesario que el camarero meta tanto

ruido? Coge el casquillo y, antes de cargarlo con café

nuevo, para vaciarlo lo golpea una y otra vez contra el

cajón del poso. Lo hace como si le fuese la vida en ello,

y puede que haya que hacerlo así, pero quizá en vez de

golpear el acero del cajón podría golpear la goma, que

para eso está. Sólo que lo golpease contra la goma, el

escándalo se amortiguaría.

Pero, bueno, ese es el menor de su catálogo de

ruidos, porque con lo que de verdad él disfruta es con

los platos del café. Tiene el cesto del lavavajillas sobre

la nevera de carga superior que hay tras la barra, y

cada vez que pone algo –un plato, una taza...– lo hace

con estrépito.

Quizá para los clientes que están en la otra

punta del bar sea un sonido lejano, soportable, pero

para los que estamos ahí mismo, desayunando en el

trozo de barra que está justo frente a la nevera donde

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él tiene el cesto, es un estruendo insufrible: despropor-

cionadamente agudo, una agresión chillona a todos y

cada uno de nuestros tímpanos.

Y, cuando le piden un café, tras el ritual de

golpear el casquillo contra el cajón, ¿no podría dejar

el plato sobre el mármol? Dejarlo: simplemente dejar-

lo, no lanzarlo de forma que el plato empiece a bailar

sobre su base —¡CLECCLCL!, CLCCLEC!, CLECCL..., —

hasta que por fin se estabiliza. Lanza el plato con una

técnica que recuerda la del juego de las herraduras. Y

tampoco la taza la deja simplemente sobre el plato,

sino que la incrusta contra él, con energía, para que

aprenda cuál es su lugar. Con la cucharilla, en cambio,

volvemos a los juegos de lanzamiento: no la deja sobre

el plato sino que la tira desde cierta distancia, para que

lo golpee con un tintineo penetrante.

Cuando el lavavajillas ha hecho ya su ciclo,

saca el cesto entre una nube de vapor. Lo deja sobre la

nevera antes mencionada y también en ese momento

platos y tazas tienen un cometido estridente. Procede

a ir colocándolos sobre la máquina de café, que tie-

ne encima una generosa superficie rectangular para

muchas tazas y muchos platos que, una vez dispues-

tos, se quedan ahí, a punto para cuando alguien pida

un café, un cortado, un café con leche, o incluso un

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poleo-menta. Evidentemente, como platos y tazas van

unos sobre otros, cada taza y cada plato que coloca es

un nuevo estallido contra el cerebro de los que desa-

yunamos en la barra. Me fijo en el camarero. Es más

bien bajito, calvo. Lleva barba de tres días, tal como

ahora se estila, y gafas de pasta estrechas y alargadas,

que arrinconará cualquier día de estos, en cuanto des-

cubra que ya no están de moda. Se mueve con soltura

y un cierto ritmo de caderas.

Tantas horas de trabajo, cada día, deben resul-

tarle enojosas y rutinarias. Yo diría que, a él, todo ese

fragor le sirve para mantenerse despierto hasta que lle-

gue la noche y pueda, por fin, ir a la discoteca, que es

donde, a base de años y decibelios, debe de haber perdi-

do casi por completo su capacidad auditiva porque, ni

él mismo toleraría el estruendo constante e innecesario

que monta con las tazas y los platos, y que debe percibir

apenas como un rumor, musiquilla celestial.

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La comida como método de sometimientoAndrea Ederra

Dos amigos entran en un bar del Paral·lel. Es

la hora del desayuno. Echan un vistazo al expositor de

vidrio tras el que se acumulan los platos. Hay butifa-

rras diversas, quesos, longaniza, chorizo... Y también

bacalao frito, morcillas, salchichas con pimientos ver-

des, tortillas de patatas y de alcachofas, empanadillas,

albóndigas, ensalada alemana, ensaladilla rusa, alitas

de pollo, esqueixada... Se acodan en la barra.

—¿Qué vamos a tomar? —dice el más alto.

—Yo tomaré albóndigas —dice el bajo.

Hace una señal al camarero y le indica:

—Unas albóndigas, por favor.

—¿Y para beber? —pregunta el camarero.

—Una caña —contesta.

—¿y no comerías un poco de tortilla de patatas?

—dice el más alto—. Va, pedimos una ración

de tortilla de patatas.

—Si quisiese tortilla de patatas la habría pedido.

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Pide tú tortilla de patatas.

—Vale. Pido, pero tú también comes.

—No. Yo no quiero tortilla.

—¿Y bacalao? ¿Comerías un poco de bacalao?

—Si quisiese bacalao habría pedido bacalao.

—No seas tonto. Pido bacalao y tú comes también.

—Yo no.

Se acerca el camarero, coloca la caña y las albóndigas

frente al cliente más bajo y al otro le pregunta:

—Y usted, ¿qué va a tomar?

—No sé —dice—, es que este no se decide.

—Yo he pedido albóndigas porque quiero comer al-

bóndigas. Tú pide lo que te apetezca.

—Bueno —dice el más alto—, pues bacalao.

—¿Y para beber? —pregunta al camarero.

—Pues una cañita, como él.

Los dos amigos charlan de esto y de aquello y

que si patatín que si patatán, y al cabo de unos minutos

el camarero sitúa frente al más alto la caña y el baca-

lao humeante. El hombre contempla ambas cosas con

satisfacción y acto seguido parte en dos el trozo —gene-

roso— de bacalao. Entonces, mientras levanta el plato y

con el tenedor hace gesto de poner la mitad en el de su

amigo, le dice:

— Va, toma.

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—No. No quiero bacalao.

—Pero si lo he pedido por ti!

—No. Lo has pedido para ti. Tú querías bacalao.

—¡Para mí solo no lo hubiese pedido!

—Pues no haberlo pedido.

—¡Joder, macho, qué soso eres! —dice, deja el plato

sobre la mesa, chasquea la lengua, toma un sorbo de

cerveza y empieza a comer poco a poco, como si ya no

le apeteciese.

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Todo empieza con un bocadilloMarta Velasco

Hace dos semanas, el 25 de enero, en la sec-

ción Cartas de los lectores, Hugo Echazarreta, de Bar-

celona, publicó una en la que explicaba que habitual-

mente desayuna un café con leche y medio bocadillo

de fuet en algún bar y que cada vez las lonchas son más

delgadas: “Transparentes, casi imperceptibles”. Pocos días

después, el domingo 29, una carta del lector Faust Pa-

drós le sugería la posibilidad de prepararse él mismo el

bocadillo en casa, para así cortar el fuet al grosor que

cree correcto. La carta acaba con una confesión de Pa-

drós: “Yo me como el fuet con piel. ¿Y usted?”.

Tras seis días sin novedad, el domingo pasado

otro lector —Josep Pagès, de Barcelona— publicó una

carta en la que explica a Padrós que su abuelo paterno,

“gran cocinero y hombre experimentado en atender a los

clientes del restaurante que su padre, de origen francés,

regentaba en la Rambla, explicaba que en los aperitivos

el fuet hay que servirlo cortado muy fino y con piel”. El

motivo: al tenerse que entretener en quitar las pieles,

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toman menos aperitivo, no pierden el apetito y luego

pueden comer. Pagès explica que, a pesar de ello, él

prefiere el fuet más grueso, y sin piel, tanto como ape-

ritivo como en bocadillo.

Hace tiempo que Cartas de los lectores no ve

un debate del nivel de aquellos míticos de los calceti-

nes de rombos, del ave que sobrevuela Barcelona o de

si, en el portarrollos, el papel debe colgar por fuera o

por dentro. La llegada de internet ha afectado a las

secciones de cartas de la prensa de papel porque mu-

chos lectores prefieren ir a la web y escribir comenta-

rios bajo los artículos.

Es ahí donde ahora se gasta la mayor parte de

la pólvora, en disputas que casi siempre acaban en el

terreno de la política, trate de lo que trate el artículo.

Por eso no abundan debates como los de antaño. Y, en

cambio, lo del fuet podría dar de sí. Las lonchas ¿delga-

das o gruesas? ¿Con piel o sin?

Habría quien se quejaría del sabor insípido de

la piel industrial y añoraría el de la tripa. Habría quien

aseguraría que sin duda la mejor piel es la de la Ga-

rrotxa y quien le diría que no, que la mejor es la del

Segrià. Otros constatarían que, en este mundo light,

hoy cuesta encontrar fuet con la pimienta debida. Otro

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diría que mucho hablar de fuet pero que la palabra au-

téntica es espetec.

A esa carta respondería otra diciendo que ni

fuet ni espetec, sino tastet o, como mucho, secallona,

justo el día antes de que, contra la opinión de Echa-

zarreta, otro lector escribiese que, las lonchas, cuanto

más finas mejor, opinión que coincide con la de esos

que, a base de defender que las de jamón sean finísi-

mas, han acabado por matar la costumbre de comerlo

en tacos, que es como sabe mejor. Dos días después

tendríamos una carta quejándose de que haya gente

que pierda el tiempo con esas tonterías estando todo

tan mal. A la que respondería otra diciendo que preci-

samente de eso se trata.

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Para los “Gatos”, que así es como se les llama a

los que son de Madrid de toda la vida y la de sus ances-

tros, el tiempo se ha detenido en lo que a los churros

concierne. Ellos hacen y comen churros desde el siglo

XIX y si nada lo impide en esas continuarán por los

siglos de los siglose.

Hoy es martes y como tantos otros dias me des-

pierto con los gritos de Chaaaatarreeeee-rooooo emiti-

dos por  la cazallosa voz del chatarrero que así pregona

su oficio, gritando como un poseso. Ya irremediable-

mente despierto decido que lo mejor que puedo hacer

es vestirme e irme a tomar un chocolatito que más dá

la hora que sea, estamos en Chamberí, el sitio ideal

para desayunarme con ese castizo.

Por la calle, mientras busco algún lugar cas-

posillo donde sentirme a gusto, me cruzo con caba-

lleros con camisas de cuello blanco  y gemelos en los

Frutos de sarténBet Puigbó

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puños y señoras luciendo sus abrigos de visón. Dejo

atrás los cines de Fuencarral que siguen sorprendién-

dome  con sus  anuncios de las pelis en cartelera pin-

tados a mano. No acabo de acostumbrarme a ver a Di

Caprio y al Cloney interpretados de esa forma tan im-

presionista. La Bodega de la Ardosa me sale al paso y

compruebo como de buena mañana ya existe un per-

sonal que le dá y de qué manera.. Nada mas pasar, te

dá en las narices el tufillo de la fritanga que no sabes

discernir si pertenece a la anterior jornada o de lo que

hoy se frie.

Obediente a las señales del semáforo espero a

que la luz verde me permita cruzar y al hacerlo ob-

servo al otro lado de la calle las baldosas amarillas y

azules de un anuncio del año de la Maria Castaña que

en su texto  incluso posee un “desde” y un vagabundo

que enarbolando un vaso de plástico te abre obsequió-

samente la puerta. Ahora no, pero quizás al salir le

deje algo.

Cuando la puerta se abre deja paso al olorcillo

y al bullicio. El lugar es casposo como pocos, pero si

algo tiene es que, de un plumazo, te  traslada al siglo

XIX y justo ese és su nombre, que le viene que ni pin-

tado. De un vistazo a la barra observo que ya la ocu-

pan unos cuantos señores de pié plantados y lo mismo

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ocurre con las cuatro mesas de mármol flanqueadas

por aquellas sillas de las que resulta difícil no resba-

larte cuando alguna queda libre para sentarte en ella.

Dos señoras están sentadas en mesas separadas pero

eso no és óbice para que se encuentren enzarzadas  en

una más que animada conversación. Mudas, lo que se

dice mudas , desde luego, no lo són. La mesa de más al

fondo la ocupa un jóven que sin pinta de tener prisa

alguna despliega parsimoniósamente su diario.

Desde la misma barra puedo observar como

fluye una masa acanalada y el aire que se dá el churre-

ro que a  tijeretazos acompasados la corta con la maes-

tría que dan los años y la enrrolla en espiral chisporro-

teando sobre el aceite hirviendo.El Churrero, con una

visera que la tapa la cara, también hace porras o mejor

sería decir que hace  una enorme porra que una vez

lista la la lanza sobre la barra de mármol y allí mismo

son los camareros quienes la trocean al ritmo que la

demanda de porras requiera.A eso le llaman “rueda”.

Cada porra es un trozo de 35cm de largo y 4cm de an-

cho y una de estas “ruedas”, acompañada de un litro

de chocolate se vende al módico precio de 20 euros. La

ración habitual es de dos porras mientras que los chu-

rros, más finos y cortos, se sirven en raciones de cinco.

Los domingos y festivos a partir de las dos de la tarde

se hace un “para llevar” lo que hace suponer que pa-

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san a ser integrantes del postre de muchos hogares. Es

ahi cuando empieza a notarse la verdadera dimensión

del fenómeno churrero con sus bolsas de papel blan-

co que empiezan a transparentarse con las manchas

aceitosas de su contenido que languidece poco a poco

perdiéndo su prestáncia, como un buen actor con un

mal papel.

Los churros se suelen tomar frios en el sur y

calientes en el norte., lo que no deja de tener su lógi-

ca climatológica. Aunque eso sí siempre acostumbran

a servirse con chocolate y acompañados de un vaso

de agua. El vaso de agua no suele publicitarse en la

oferta pero acostumbra a tener un aspecto  sobrio y

acanalado y con larga vida por detrás. En ellos ponen

cubitos parta así disimular que el agua es de grifo y si

pides más de un vaso enseguida te plantan una jarra,

coetánea con los vasos,  de agua en la mesa.

La barra siempre está repleta de vasos llenos

.Són imprescindibles para apagar la sed que indefec-

tiblemente aparece al tomar la última cucharada de

chocolate.La sed la provoca la gran cantidad sde sal

que se utiliza en la elaboración de los churros . Las

raciones de churros o porras siempre se acompañan con

sobrecitos de azucar donde aparece escrito “gracias por

su visita , chocolateros desde...”

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Tres son las maneras que el chocolate puede

consumirse y ha de hacerse de forma consecutiva.

Primero se moja el churro de esta forma puedes,  se-

gún tu capacizad estomacal, dar  con media taza de

chocolate. La segunda fase consiste en remover bien

el chocolate restante y consumirlo a pequeños sorbos

hasta que,aún quedando chocolate, este no fluye con

normalidad y es ahí cuando empieza la tercera y úl-

tima etapa en la que la cucharilla es la herramienta

con la que iniciar una febril actividad de rescate de

las postreras trazas del oscuro brevaje . De tal suerte

que las tazas quedan siempre tapizadas interiormente

con una textura gráfica única. Hete aquí el momento

en que ahíto y rebosante sucumbes a la pasión de la

sed...¡¡¡¡¡¡ agua para qué os quiero!!!!!

Todo este ritual chocolatero requiere su tiem-

po es por eso que quien anda con prisas se pida un

café con leche y churros, más sencillo sí pero con su

propio ritual. Primero te sirven el café, solo,  y segui-

damente aparecen con dos jarras de acero inoxidable

una de ellas la portan con su asa envuelta en un trapi-

to de limpieza dudosa  lo que te hace suponer se trata

de leche caliente El camarero vierte con equidad subli-

me los dos chorritos de leche que se hermanan antes

de caer sobre el café y es entonces cuando el cliente

debe de hacer saber comunicar con maestria gestual

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cual de las dos jarritas debe inclinarse más. Todo un

arte.....El estado placentero al que todas estas activida-

des te ha llevado no te exime de consabido “la cuenta

cuando pueda” sin olvidarte de la propina. El servicio

un primor y ahora, si aún puedes...!!!! a trabajar.¡¡¡¡¡

Si te has quedado con ganas puedes repetir a

media tarde incluso hasta las nueve. Cuando se va a

cenar tarde, tarde ... el chocolate puede ser un buen

recurso para aguantar. Los churros tambien son una

buena excusa para acabar la  fiesta. En estas ocasiones

la chocolatería San Ginés, es la más indicda. Aunque si

hemos de ser sinceros poco importa el lugar ni la cali-

dad del producto lo que atrae más de tomar  chocolate

es que ha pasado a ser un acto social de la llamada “mo-

vida madrileña” y punto pelota.

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Todo es culpa de la publicidadJulien Bader

“La alienación del espectador en beneficio del

objeto contemplado (que es el resultado de su propia acti-

vidad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla

menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imá-

genes dominantes de la necesidad menos comprende su

propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del

espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en

que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo

representa. Por eso el espectador no encuentra su lugar

en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas.”

GUY DEBORD, La Sociedad del Espectáculo

Cómo bien lo comenta el filósofo situacionista

Guy Debord, el poder de las imágenes es enorme, tan-

to como para convertir en un simple títere a su espec-

tador. ¿Acaso los americanos habrían ganado la Pri-

mera Guerra Mundial si no fuese por el cartel del Tío

Sam invitando al alistamiento, creado por el ilustra-

dor James Montgomery Flagg? ¿O habría tenido algún

verdadero apoyo la ocupación de Afganistán por los

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estadounidenses sin el ametrallamiento de imágenes

del atentado contra el World Trade Center de Nueva

York por las televisiones de todo el país? Quedándo-

nos pues en los USA, pasemos a analizar el poder le

la televisión sobre esta nación, igual que lo repetiría

el grupo Daft Punk con su tema Television Rules The

Nation, y centrémonos en particular sobre cómo esta

caja de imágenes influencia sobre los hábitos alimen-

tarios de sus habitantes.

¿Acaso resulta extraño que el tercer país más

obeso del mundo también sea uno de los países que

más invierte en anuncios televisivos de comida? En un

país en el que lobbies cómo Monsanto, McDonald’s o

Coca-Cola tienen tanto poder político, la televisión re-

sulta un método de control extraordinario.

Desde los años 80, el porcentaje de niños y ado-

lescentes obesos en Estados Unidos ha triplicado, para

llegar a casi un 20%. Siendo esta franja de edad la que

consume más televisión por tener más tiempo de ocio,

su manutención se ve directamente nutrida por lo que

se ha convertido en su principal pasatiempo. Cómo

lo documenta Morgan Spurlock en su película Super

Size Me, los niños americanos tienen más facilidad en

reconocer a personajes cómo Ronald McDonald que

Jesucristo, y todo eso se le debe a la televisión. La te-

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levisión manipula tanto a los niños que esos inducen

a sus padres a llevarles a restaurantes de comida rápi-

da, y un 84% de esos padres confiesan llevarles a uno

de estos restaurantes al menos una vez a la semana.

Hasta los mismos padres se ven manipulados por esos

anuncios: el simple hecho de anunciar unos nuggets

de pollo al lado unos trozos de manzana o un vaso de

leche deja pensar que los nuggets son saludables y por

lo tanto bueno para sus hijos. Todo está en la manos

de la publicidad.

La televisión siendo la principal fuente infor-

mación nutricional y de salud, estudios demuestran

que aproximadamente 20% de los anuncios televisi-

vos se ven protagonizados por alimentos, mientras

que menos de 1% habla de nutrición saludable. No es

de extrañar, ya que en 2004 se había gastado más de

$11 trillones en anuncios relacionados con la comida,

mientras que ese mismo año, el Departamento de Agri-

cultura de Estados Unidos apenas había gastado 2% de

este dinero sobre educación nutritiva. Como dato nu-

tricional, si consumiésemos siguiendo lo que nos en-

seña la televisión, consumiríamos 20 veces la cantidad

recomendada de azúcar y grasa, mientras que sólo nos

proporcionaría 35% de la cantidad recomendada de vi-

taminas, 55% de calcio.

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Pero la verdad es que el estado americano está

regido por el dinero y no por la ética. Estudios han

revelado que el simple hecho de quitar esta estampida

de anuncios reduciría de un 16% el número de jóvenes

obesos. Pero al mayor estado capitalista del mundo, en

vez de quitar estos anuncios, siempre le resultará más

beneficioso anunciar productos de adelgazamiento.

Pero al volverse la televisión en una fuente de

entretenimiento seductora, ¿por qué razón separarse

de ella y satisfacer las necesidades vitales, como comer,

en otro sitio? Pues sin duda lo más estremecedor viene

a ser es la unión de estos dos conceptos, o más concre-

tamente, el hecho de llevar la comida rápida enfrente

de la pantalla misma. Ya no me refiero sólo a comidas

rápidas de llevar a casa, cómo la ya tradicional cena

de pizzas del Pizza Hut o de hamburguesas del Burger

King enfrente de la televisión, sino a los menús pensa-

dos directamente para comer delante de este aparato:

los TV dinners.

Poco después de la aparición de las comidas

preparadas en los vuelos aéreos, los años 50 vieron flo-

recer los TV dinners. Estos menús eran relativamente

sanos en un principio: el primer TV dinner de la marca

Swanson, un menú especial de Thanksgiving, se com-

ponía de pavo, aliño de cornbread guisantes congela-

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dos y boniato. Pero poco a poco, fueron invadiendo

todo el mercado de la comida diaria.

En 1960, Swanson añadió postres a sus menús

congelados, que consistían en cobbler de manzana o

brownie. Luego, en 1969, se comercializaron los prime-

ros TV breakfasts, con desayunos de pancakes y salchi-

cha como favoritos. En 1073, el primer Swanson Hun-

gry-Man TV dinner fue introducido, con porciones de

comida mayores a las normales. Y más tarde, en 1986,

se adaptaron estas comidas congeladas al microondas.

Así que a través de esta evolución, la totalidad

del mercado de la comida quedó cubierta por el nove-

doso invento, volviendo el acto de comer mucho más

sencillo: simplemente bastaba con tener almacenados

unos cuantos TV dinners en la nevera y calentarlos un

par de minutos al microondas para aprovechar de una

cena delante del televisor.

Pero además de hacer que la gente pierda inte-

rés en lo que come, ya que no cocina, los TV dinners

son malos para la salud. Por ejemplo, ya que el proceso

de congelación de la comida tiende a degradar el sabor

de los alimentos, los menús se compensan con cantida-

des extras de sal y grasa. Además, los aceites vegetales

parcialmente hidrogenados —que se encuentran típica-

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mente en los postres congelados para que se conserven —

tienen un nivel alto de ácido graso trans, cuyo consu-

mo puede afectar a la salud cardiovascular.

Si seguimos así, dejando que los placeres primi-

tivos y de pereza nos coman, como lo hace la televi-

sión, será nuestra salud la cual acabará sufriendo, no

sólo por la malnutrición, sino también por la falta de

actividad física, y así, el futuro que plasma la película

de Pixar WALL-E no será tan lejano.

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Futuros inevitablesFidel Durango

El futuro no está siendo el que se había soña-

do. Buena parte del futuro se ha convertido en pasa-

do sin haber ocurrido jamás; en efecto, es lo que se

conoce como “futuro obsoleto”. Sin embargo, no todo

ese futuro ha corrido esa suerte. En muchos casos, ese

futuro puede permanecer como esperanza. Sencilla-

mente, como cuando se imaginó, no existía ni siquiera

la tecnología que lo haría posible y así sigue siendo.

A diferencia de futuro obsoleto que, aunque sí

que existiría actualmente la tecnología que lo tendría

que hacer posible, ya con esa tecnología, descubrimos

que esa tecnología es incapaz de traerlo. Por lo tanto,

paradójicamente esas esperanzas viven de nuestras li-

mitaciones, a que podemos seguir achacando a la téc-

nica -a la falta de técnica- no haber alcanzado la meta.

¿Pero durante cuánto tiempo? Que buena parte del

futuro se haya convertido en futuro obsoleto es un

descrédito al que nunca antes se tenía que haber en-

frentado el futuro. El espacio de las pequeñas cosas, el

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de la cotidianidad se ha convertido precisamente en un

tremendo demoledor del futuro. El futuro puede haber

sido el gran derrotado de -pero también “en”- la cotidia-

nidad o vida diaria. Ahora bien, en ese espacio es en

el que parece que el futuro se deshace como un azuca-

rillo, ¿qué destaca más que las costumbres alimenta-

rias? ¿No es una tremenda derrota que el calificativo

de tradicional se haya impuesto como un sinónimo de

calidad? Aunque, a la vez, ciertamente, goce de una

absoluta actualidad la cocina vanguardista. Pero no

tenemos que olvidar que la crisis de las vanguardias es

absoluta en el resto de campos artísticos.

Un ejemplo cercano de esa cocina vanguardista

es aquella con la que el prestigioso Ferran Adrià lleva

décadas sorprendiendo al mundo ¿Pero qué tiene que

ver la cocina de Ferran Adriá con esas cápsulas dimi-

nutas que nos iban a proporcionar todos los nutrientes

que necesitábamos? Y no sólo eso, ¿alguien se imagina

la cocina del Bulli en el día a día de los hogares? In-

cluso podríamos preguntarnos con mayor radicalidad

todavía si la gastronomía será diferente al resto de las

artes y no acabará teniendo su crisis de las vanguardias.

Pero aunque no fuese así, no hay que olvidar que las

vanguardias ya son algo ajeno a ese futuro tecnocrático

que se suponía inevitable.

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Parece ser que en ese día a día demoledor al que

nos referimos realmente sólo hay dos posibilidades: la

alimentación industrial o la tradicional. A primera vis-

ta parecería difícil que eso que llamamos cocina tradi-

cional fuese capaz de competir con la industrial pero

también es cierto que la cocina industrial también es

incapaz de acabar con la tradicional; en efecto, que aca-

base sería el triunfo de esa comida encapsulada a la que

nos referíamos un poco más arriba. Y no es el caso.

Esa disyunción entre tradicional e industrial

es cada vez menos exclusiva. Cierto es que nos encanta

un buen pollo guisado tal como lo podrían haber pre-

parado nuestras abuelas. ¿Pero cuántos disfrutarían

comiendo un auténtico pollo de corral? Su carne es

muy fibrosa, pura musculatura, y su sabor intenso. Es

sorprendentemente diferente de un pollo industrial y

el gusto de los más jóvenes no sólo lo rechazan sino

que no lo reconocen como pollo. Parece como si la

sociedad hubiese decidido que la forma de lo que co-

memos fuese heredera de la cocina tradicional pero la

materia, de la industrial.

Quizá donde con más detalle podamos ver esa

pugna entre la cocina industrial y la tradicional es en

la primera comida del día y la más importante desde

el punto de vista de la biología humana. El desayuno

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fue durante décadas la comida más abandonada tanto

desde el punto de vista del disfrute como de la nutri-

ción. Durante los años ochenta fue reducida a su mí-

nima expresión para horror de los dietistas que desde

entonces empezaron una lucha por la recuperación de

esa comida. En los niños, quedó reducido en el me-

jor de los casos a un bocadillo en el recreo, aunque

la bollería industrial se asentaba sólidamente, y en los

adultos, en muchos casos, a poco más que una bebida

excitante como es el café y a una mezcolanza de de

substancias muy próximas a la cápsula química, como,

por ejemplo, las mantequillas hidrogenadas.

Pero cuando el desayuno ya parecía sólo cues-

tión de tiempo que se convirtiese en la primera comida

plenamente industrial, y todas las alarmas saltaron, la

situación comenzó a revertir. Por muy bajo que pense-

mos que pudo caer, nunca se industrializó plenamen-

te. ¿Por qué no se sustituyó el café por una pastilla de

cafeína? ¿O por qué no se redujo el desayuno a consu-

mir una de esas barritas con las que se alimentan los

astronautas en las misiones espaciales? ¿Qué más fácil

y económico? ¿No era acaso lo que cabía esperar?

Ahora bien, ¿por qué saltaron todas las alar-

mas? ¿Fue sólo por cuestiones médicas? Sin duda las

advertencias que se lanzaban desde la medicina fue-

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ron muy importantes pero sería un error pretender

ver sólo en ese hecho la razón del cambio de rumbo

que tomó el desayuno. Sería un error, entre otras co-

sas, porque la comida tradicional encuentra parte de

su fuerza en cierta desconfianza hacia la medicina.

El ciudadano medio que está llevando a cabo

ese cambio es el mismo que recuerda horrorizado con

que el pescado azul después de haber sido expulsado

sin misericordia de la alimentación sana y considerado

poco menos que un veneno haya sido unos años des-

pués considerado un alimento imprescindible de toda

dieta sana.

¿Pero qué explica que de repente en nuestros

desayunos sea posible que se congreguen aceite de

oliva, hortalizas de huertas ecológicas o diferentes ti-

pos de panes tradicionales y que sea considerado un

lujo poder tomarse el tiempo que requiere aderezarlos

convenientemente? Quizá sea posible entenderlo si nos

damos cuenta de que al menos en Europa uno de los

pilares ideológicos del pasado siglo que se ha hundido

no menos que el muro de Berlín es el de la técnica por

la técnica.

La técnica ha dejado de justificarse por sí mis-

ma. Cada avance técnico ya no hace apetecible sin más

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el siguiente. La técnica genera apatía. Una apatía que

no encuentra solución en ella misma pero que sorpren-

dentemente encuentra solución en la tradición, su rival.

¿Pero cómo es posible que encuentre solución

en la tradición? Bueno... Quizá esa no sea una bue-

na pregunta para enfrentarse al problema. Quizá la

pregunta que deberíamos hacernos sería: ¿por qué la

cocina tradicional no podía seguir siéndolo cuando se

gestó ese futuro tecnocrático de alimentos encapsula-

dos pero ahora sí?

Seguramente, si no fuese por nuestra inclina-

ción no sólo a recordar el pasado mejor de lo que fue

sino a imaginárnoslo también mejor, no habríamos

olvidados que la cocina se ha venido desarrollando his-

tóricamente en el horizonte de la supervive ncia desde

los orígenes.

Y de ese horizonte es el que nos ha liberado

la técnica de la que actualmente disfrutamos —y que

también sufrimos— cambiándolo todo. Guisar ya no es

una forma de estar sometido a la terrible e implacable

servidumbre de la supervivencia. Pero precisamente ese

terrible horizonte de la supervivencia era el que per-

mitía que la abundancia de unas cápsulas capaces de

alimentarnos fuesen un sueño esperanzador.

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En efecto, que ya no sea ese el horizonte reac-

tiva la tradición culinaria, tradición que nunca se per-

dió, para seguir siendo lo que siempre ha sido. Pero, a

la vez, también legitima a la comida industrial pues la

industria la que rompe la servidumbre.

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Domingo frustradoKris de Deker

En mi barrio casi todos duermen, es domingo

y se supone que esto no es tan raro. Sin embargo, en

mi barrio hasta los domingos son miércoles. Salto de

la cama convencida. Ducha y desayuno es la rutina,

una de las pocas, que las rutinas son para romperse.

Abro la ventana sin levantar las persianas porque to-

davía no quiero que la luz me invada.

A veces es preferible estar a la sombra. Agudi-

zo el olfato porque los domingos son día de cruasán,

no de dios, sino del gallego del bar de abajo. Solía ser

una tortura en los primeros meses de mi estacia en

este sitio. Era imposible desayunar otra cosa.

Los vapores perfumados me convencían en

pleno sueño de la peregrina idea: nada calmaría mi

estómago si no era un trozo de esa pasta. Indefectible-

mente, los domingos, desayunava cruasán. Pero luego,

como todo y con el tiempo, lo superé; logré abando-

nar lo que ya se había convertido en un rito domini-

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cal. Me elevé tanto por encima de esos efluvios que

hasta dejé de desayunar el último día de la semana.

O el primero. Que la cinta semanal se muerde la cola.

Que los días dejan de tener nombre cuando uno es

libre. Quizás también cuando uno es un prisionero sin

ventanas. Pero ese, por suerte, nunca fue mi caso. He

sido afortunado en algunas cosas, como todos.

Lo cierto es que tratando de concentrarme

en lo que hoy haré, salgo a la fuerza de la cama para

meterme sin resistencias bajo el chorro de agua ca-

liente. Ya despierto, ya vestido, voy a la cocina por el

desayuno. La ventana más hermosa de mi casa no tie-

ne cortinas. No puedo tapar lo que nació para estar

destapado. Entonces abro la puerta de mi habitación

preferida y descubro que todo sigue negro, que no ha

amanecido, que no es la hora que yo pensaba. Esto lo

explica todo. Lo del silencio, lo del cruasán ausente, lo

del barrio cambiado.

Puse mal el despertador. A todos nos pasa cada

tanto, a menos que no pongamos despertador. El error

en mi caso actual se debe a que hace ya algunos años

que no necesito poner una alarma por la mañana. Una

bendición que de tan cercana la había olvidado. El

asunto es que ya estoy listo para salir al domingo, pero

el domingo todavía no se levantó. Hago café con leche,

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por hacer algo. Hago tostadas, por hacer algo. Porque lo

cierto es que no tengo hambre. Todavía no.

Enciendo el ordenador. Si por mí fuera nunca

la apagaría. Pero ayer ofreció muestras de cansancio

-está viejita la pobre- y la estoy contemplando. No se

debe contemplar a todo lo que es viejo. Los años no

necesariamente reclaman respeto. Pero tengo respeto

y amor por este trasto sin alma que sin embargo ha

guardado tantas cosas mías lejos de mis propios ojos,

con celo y reserva. Plop. La pantalla está oscura, negra,

muerta. Su corazón hace ruido, diría que late, pero la

mitad de su cuerpo permanece en penumbras. Así no

se puede escribir, así no se puede leer. Nadie ha desper-

tado aún. Me imagino todos los aparatos del mundo

apagados. Me imagino todos los leds de todos los apa-

ratos de todo el mundo muertos de cansancio. Me ima-

gino todos los corderos del mundo tirados en el pasto,

a oscuras, con los ojos cerrados.

No quiero mirar la hora. Quiero apagar tam-

bién el ordenador pero me doy cuenta que si la panta-

lla no me muestra lo que tiene para mostrar no puedo

apagarla. Termino arrancándole la batería. Vuelvo a

la cama. Vuelvo a salir de la cama. Siento algo de des-

asosiego y hasta pienso en prender la televisión. Si será

raro este despertar que deposito algo de esperanza en

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la caja boba. Pero respiro profundo y no me prendo

a nada. Camino por la casa y a mi encuentro vienen

centenares de pensamientos desordenados, a una ve-

locidad despampanante y a contramano. Los esquivo

a todos pero sin mover ningún músculo, los veo pasar

como quien está en el corredor de un aeropuerto pero

sin planes de partida, ni esperando a nadie. Nada me

toca, sólo observo y siento que sólo observo. No hago

anotaciones, ni siquiera mentales. Miento. Está bien.

Ni siquiera lo bueno debe durar, en unas horas dejaré

de escribir. La velocidad del entusiasmo es así. No está

en la misma frecuencia que la velocidad del mundo

exterior. Y está muy bien que así sea. No existe univer-

so único. No existe desayuno perfecto.

Pero luego, como todo y con el tiempo, lo su-

peré; logré abandonar lo que ya se había convertido

en un rito dominical. Me elevé tanto por encima de

esos efluvios que hasta dejé de desayunar el último

día de la semana. O el primero. Que la cinta semanal

se muerde la cola. Que los días dejan de tener nombre

cuando uno es libre.

Quizás también cuando uno es un prisionero

sin ventanas. Pero ese, por suerte, nunca fue mi caso.

He sido afortunado en algunas cosas, como todos. Lo

cierto es que tratando de concentrarme en lo que hoy

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haré, salgo a la fuerza de la cama para meterme sin re-

sistencias bajo el chorro de agua caliente. Ya despierto,

ya vestido, voy a la cocina por el desayuno. La ventana

más hermosa de mi casa no tiene cortinas. No puedo

tapar lo que nació para estar destapado. Entonces abro

la puerta de mi habitación preferida y descubro que si-

gue negro, que no ha amanecido, que no es la hora que

yo pensaba. Esto lo explica todo. Lo del silencio, lo del

cruasán ausente, del barrio cambiado.

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Producción vs. SatisfacciónRomualdo Faura

Parece que nos estamos dando cuenta de que

no existen garantías para una vida libre de pesares, en

ningún lado. Todo modo de habitar lleva en su deve-

nir una lista de pros y contras difíciles de esquivar por

mucho ingenio que se aplique.

Dicen que la vida en el campo, en su versión

‘economía de subsistencia’, contiene menos contras.

Se acerca al ideal de vida, si entendemos como ideal

una existencia sin grandes complicaciones donde todo

transcurre de forma fluida, y que aunque no exenta de

las cuestiones propias de la vida como los accidentes o

el paso del tiempo —y sus consecuencias— se percibe

como óptima.

Una de las características que posibilitan esta

presunción es la ausencia de hitos que a base de pro-

greso hemos ido adoptando en contextos urbanos. La

prisa, el deseo material o la búsqueda de éxito, son al-

gunos de esos hitos que aparecen entre el cemento, el

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humo y las vallas. Bajo las piedras solo hay tiempo.

Desde el momento en el que al hombre le dio

por hacer algo con lo que le sobraba tras colmar sus

necesidades, lo justo, lo necesario, dejo de ser lo ideal.

A partir de entonces nos movemos hacia lo posible.

Claudicamos ante el vicio de anhelar lo que es posible y

no lo que es necesario. Si es posible producir más para

tener más —o simplemente porque podemos— por qué

no habríamos de hacerlo, o al menos intentarlo.

Y tanto hemos caminado por lo posible que nos

encontramos en el punto de no retorno, donde los an-

helos se multiplican y se enganchan como sanguijuelas,

mermando las fuerzas y haciendo imposible volver so-

bre los pasos dados. No queremos renunciar a esos cier-

tos y certeros privilegios que nos ha dado el progreso.

Olvidar la sofisticación del placer se antoja un suicidio,

que no encuentra locos para hacerse efectivo.

El carburante que alimenta a esta imparable

máquina es la producción. Si producimos obtenemos la

recompensa de lo posible hecha carne o acaso imagen

de la carne. Producir provee la ilusoria satisfacción. El

intercambio de los tangibles deja paso a los intangibles,

de tal forma que nos perdemos en la velocidad y su

inherente frustración para conseguir lo que soñamos.

No sería necesario correr sino esperáramos .

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Producir requiere rapidez, no vale con fabri-

car al ritmo pausado y acompasado por los latidos del

corazón. Como se ha apuntado antes, quien marca el

ritmo no es la necesidad sino la posibilidad, y lo posi-

ble se esfuma, cambia, no es perenne como lo básico

e imprescindible. El hambre siempre está ahí, inmuta-

ble, insobornable, sabemos como tratar con ella. Sin

embargo, el éxito se mueve, cambia. El dinero sube,

baja, va y viene. El placer improductivo queda al albur

de indescifrables apetencias.

Aquí, en la ciudad, nos encontramos rehenes

en el mapa de lo posible, con dos opciones: producir

para levantar cabeza o escondernos en espacios lentos,

herederos de la subsistencia hegemónica, hijos de lo

rural, debajo de cuyo suelo, como en el campo, solo

hay tiempo.

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Buenos días, desayunos mejoresXavier Agulló . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Cortado Kris de Deker . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12

Churchill hubiese disfrutado en Can Vilaró Andi Schmied . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

El tenedor Maria Mestre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18

El caso del pan con tomatePaula Pladevall . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

El hombre orquestra Pol Pérez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24

La comida como método de sometimientoAndrea Ederra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

Todo empieza con un bocadilloMarta Velasco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30

Frutos de sartén Bet Puigbó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

Todo es culpa de la publicidadJulien Bader . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

Futuros inevitable Fidel Durango . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

Domingo frustrado Laia Comellas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52

Producción vs. Satisfacción Romualdo Faura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57