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ALEJANDRO SAWA

ARTÍCULOS SELECCIONADOS

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Alejandro Sawa

Nació el 15 de marzo de 1862 en Sevilla, España. Fue un escritor y periodista que formó parte de la bohemia finisecular madrileña.

Fue redactor de  El Motín,  El Globo  y  La Correspondencia de España, y colaboró en ABC, Madrid Cómico, España o Alma Española, entre otras publicaciones. Algunos de sus libros destacados son El pontificado y Pio IX (1878), La mujer de todo el mundo (1885), Crimen legal (1886) y Declaración de un vencido (1887).

Falleció el 3 de marzo de 1909 en Madrid, España.

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Artículos seleccionadosAlejandro Sawa

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: John Martínez GonzalesSelección de textos: Alvaro Emidgio Alarco RiosCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Andrea Veruska Ayanz CuéllarDiseño y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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ARTÍCULOS SELECCIONADOS

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Correspondance latine

Una crónica de París que en esta época del año por la que atravesamos no exprese la somnolencia y el cansancio es una crónica mentirosa que no dice lo que siente o que no busca una vibración en los movimientos de la realidad. Inútil, completamente inútil para estos historiadores al día de los acontecimientos que forman la legión de la prensa en las cinco partes del mundo, consultar en los periódicos las impresiones de sus compañeros, ni batir el asfalto de las aceras en todas direcciones, ni interrogar a la vida general que desfila palpitante ante sus ojos, como un oráculo cerrado en demanda de la frase misteriosa —la musa del poeta— que tiene fuerza de evocación bastante para hacer que los acontecimientos hablen y hasta los muros de un edificio se expresen con la elocuencia y la claridad de un libro. Digo que es inútil; está el oráculo cerrado, está solitario el templo, y los transeúntes que desfilan por la calle —peregrinos misteriosos— no se detendrán en su camino, obedeciendo a su conjuro, para hablarles de lo que sepan, sabiendo por instinto y por la experiencia de la sangre derramada, que la vida es un largo combate prolongado y que muchas veces, y según

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las ocasiones, pararse es desertar, es un asentimiento tácito de la derrota y de la muerte, es una pérdida de tiempo cuando menos. Una pérdida de tiempo. Casi un pecado, y además una torpeza irredimible.

Todos los años, la voluptuosidad y la moda establecen, durante la época de los grandes calores, la misma perturbación en las costumbres. La gran vida parisiense, eso, París, lo que como una vegetación poderosa y extraña brota espontáneamente del asfalto de los bulevares, la vida de París y los vicios de París, y las grandezas de París, la imperceptible y fuerte parisina que destruye como un ácido corrosivo las entrañas de los débiles y vigoriza la de los fuertes, no hay que buscarla en estos días entre nosotros, porque huyó, hembra al fin, como la felicidad y la esperanza de nuestro lado, y está en el campo, en un chalet de verano cualquiera, iluminando el cerebro de ese hombre que labora en estos instantes, para el invierno próximo, un libro que va a provocar emociones nuevas en nuestro ánimo, o se gallardea por las playas de Trouville y Dieppe o por los salones internacionales de todas las estaciones balnearias del mundo, graciosa y terrible al mismo tiempo, hermana quizás, por su

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composición indefinible, de la electricidad, que fecunda o destroza cuanto toca.

Cerradas las cámaras, mudo y pasivo el Municipio de París, de suyo tan agitado por movimientos generosos, en reposo la librería y las casas editoriales, bostezante el comercio, la industria a cuarto de velocidad y el fluido misterioso que circunda a la gran ciudad, punto menos que intolerable, son estos los días malos, los días sin argumento, exangües en sentido de la historia, en los que un paseo por el Luxemburgo es un hecho digno de ser descrito, y una puesta de sol, un acontecimiento.

¡Y si a lo menos fuese agradablemente nuevo algo de lo que nos rodea, de los temas forzados de toda crónica parisiense en estos días! ¿Qué? Un malvado maestro de brutalidad y de odio, Bousquet de nombre, más ciego en sus cóleras que el mar y el viento cuando se pelean, que ha matado a su querida, y al dueño de la casa en que su querida servía, porque el día aquel sentía más pulsaciones en la muñeca que de ordinario, o porque una impresión animal cualquiera le había congestionado de roja la pupila; un malvado, Bousquet de nombre, que ha sido condenado a muerte, por haber asesinado a su querida. ¿Y

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qué? «Ya lo sabía yo positivamente desde esta mañana», fue su único comentario a la sentencia horrenda, porque en efecto aquella mañana, la mañana de la condenación, del fallo, se le había ocurrido a aquel bruto, como a un chiquillo podría ocurrírsele pegar a pares o nones con huesos de albaricoques, jugar a encontrar entre tres papeletas en las que respectivamente había escrito «absolución», «prisión perpetua» y «muerte», la clave final de su triste sino de condenado. Y quiso el hado, que como es sabido tenía una representación positiva en la tragedia griega, que por tres veces seguidas se toparan sus manos con la irrisoria papeleta que profetizaba la venganza o el castigo de los hombres.

¿Qué también? Una hecatombe obrera, ciento veinte hombres, ¡los mejores!, ciento veinte trabajadores convencidos, factores anónimos del progreso, sepultados en el fondo de la galería de una mina en Saint-Étienne, derribados al suelo y deshechos en plena vida por una de esas imponderables fuerzas de destrucción que a cada instante aparecen sobre el planeta confirmando los antiguos tristísimos augurios de los viejos rencores de la naturaleza hacia el hombre: la criminal —¿quién sabe?— avaricia de la compañía de explotación de la mina: la

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incuria de los delegados, los aspavientos del gobierno… —y como nota final— ¡Este irritante egoísmo humano!, la indiferencia de casi todos. ¡Está tan lejos de París Saint-Étienne! Pero de verdad, ¿es que eso pertenece a Francia, figura en la carta geográfica para algo? ¡Si a lo menos estuviera en las inmediaciones de la Ópera o del Gymnase!

He ahí por qué esta crónica de París tiene que resentirse de somnolencia y tristeza. Pero todo cambia, y la palabra metamorfosis no es un vocablo de hueco sentido. La ley del mundo es el movimiento y París es un gran obrero, formidable de pasión y de entusiasmo. Trabaja y trabaja sin reposo. Ni conoce el enervamiento ni vuelve la vista atrás para nada. Y aquí estamos nosotros, los curiosos y los apasionados, para comunicar más allá de las fronteras lo que París determina y trabaja.

París, 1 de agosto de 1890

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Feminismo

Hace algunos años, en Ginebra y a orillas del lago, en aquella encantadora residencia de Mon Plaisir donde Augusto Baud-Bovy, el pintor de las nubes y las montañas, obligaba a sus amigos, a fuerza de gracia en la hospitalidad que les dispensaba, a que encontraran, si no dulce, digna de recorrer cuando menos la existencia, una mujer que en las filas de los espíritus independientes de su país tuvo un nombre ilustre que supo luego hacer respetable en el mundo de la ciencia, madame Plehanoff, me preguntó como remate a una conversación:

—Pero en el país de usted, ¿qué hacen las mujeres solteras que carecen de bienes de fortuna, y en qué piensan cuando suena la hora de dar cara al porvenir?

—Pues no hacen nada y piensan en buscar un novio.

—¿Lo encuentran todas?

—¡Bah! También hay solteronas en los demás países de la tierra —le respondí un tanto malhumorado, como

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siempre que tengo que dar fe de alguna inicua fatalidad humana.

Y el tema viejo, pero cada vez más vigoroso, del feminismo y de la emancipación de la mujer, se irguió resueltamente ante nosotros, como una conminación improrrogable…

El feminismo no significa en nuestra patria gran cosa. Aquí, en nuestro miserable mundo ideológico, no nos ocupamos de nada que no sea la infecciosa política, en lo que tiene de más infecto, en su aspecto personal. Los grandes hombres reconocidos y aclamados por la opinión no son, en la mayoría de los casos, los inventores ni los artistas, sino los matones del Parlamento, los barateros de la vida pública, los picados de verborragia, y no ayudados de verdadera inspiración, tienen bastante resistencia en los pulmones y suficiente caquexia en los órganos reflexivos para hablar cuatro horas seguidas de lo divino y de lo humano, sin solución de continuidad alguna. Apenas si de vez en cuando un espíritu avisado y despierto emite sufragio acerca de los problemas pendientes de resolución más o menos breve en Europa.

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Recientemente, el docto Giner en una revista doctrinal, y más recientemente aún el admirable Juan Buscón en una de sus crónicas «Busca buscando» de La Vanguardia, de Barcelona, se han ocupado en sendos trabajos, que no tienen otro mérito que el de la brevedad forzada a que la colaboración en hojas periódicas obliga, de la alta cuestión del feminismo. El hecho merece consignación y aplauso.

No se trata, hoy por hoy, de la emancipación de la mujer: el hombre tiene que emanciparse antes de tender su brazo a su compañera.

En una sociedad como la española, en que las tres cuartas partes de sus componentes son analfabetos, el empleo de ciertos términos léxicos debería estar, por ley de buen sentido, rigurosamente prohibido.

La primera condición de la emancipación es la fuerza. Sin fuerza en los riñones y en el ánimo, nadie se levanta. Y en los pueblos, fuerza significa capacidad de sentir y de pensar por cuenta propia. Pero ¡cuántas mejoras de las que goza en el resto del mundo la mujer son entre nosotros injustamente sojuzgadas!

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La pregunta rápida y punzante, como un floretazo de Olga Plehanoff, no tiene en nuestro país respuesta que satisfagan de consuno al pensar y al sentir modernos. ¿Qué hacen las mujeres solteras que carecen de medios de vida y en qué piensan cuando se trata de dar cara al porvenir?

La verdad es que, hablando sin perisologías ni vacilaciones, hay que responder que la miseria en la mujer no tiene, entre nosotros, sino muy pocas salidas: la domesticidad, el taller, la fábrica o la prostitución. Claro es que me refiero a la mujer de cierta condición social, a la mujer de la clase media, como se la llama, que, privada de todo recurso, por orfandad o viudez, no pueda concebir el porvenir sino en la forma de un puño cerrado, que amenaza…

No ocurre así en otros países mejor tratados que el nuestro por Dios y por los hombres. A mi alcance tengo un montón de estadísticas expresivas de las múltiples labores a que puede dedicarse la mujer cuando a su temperamento repugnan ciertos menesteres o rudos o humillantes. Un nutrido ejército podría formarse en Francia con las señoritas de mostrador, con las tenedoras

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de libros y cajeras, con las institutrices y profesoras, con las telegrafistas y postalistas, que en un trabajo delicado y propio de la feminidad hallan su alegría y su sustento. Lo mismo ocurre en Inglaterra y Alemania. Italia hace ya años que empezó a reaccionar en ese sentido.

En Suiza la regeneración de la mujer comienza a ostentar una forma de invasión y de conquista verdaderamente admirables. Buena prueba de ello dan sus centros docentes. El número de mujeres inscritas en las universidades suizas, sobre todo en la Facultad de Medicina, aumenta de año en año en tales proporciones que en muchos de esos establecimientos sobrepuja al de estudiantes varones; 511 señoritas hacen actualmente sus estudios de Medicina en las diferentes universidades suizas; 511 actividades intelectuales nuevas, arrancadas del sombrío ejército de la miseria y sumadas a la obra común del trabajo.

Pero aquí, entre nosotros, ¿cuándo amanecerá?

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Una carta

A los señores Tomás Camacho,

Francisco Solazar y

Ernesto Álvarez

Me has pedido unas líneas —líneas en prosa, como únicamente soy capaz de hacerlas— con destino a tu admirable libro. ¡Qué gran generosidad por parte de ustedes, mis buenos amigos! No soy yo, no es mi inteligencia la que forcejea desde estas páginas de lucha contra la preocupación y el crimen existentes. Son las de ustedes, única y exclusivamente las de ustedes, las que arremeten bizarras contra un formidable ejército de ocupación del pasado; y ustedes, única y exclusivamente ustedes, los que realizan el triunfo. Sin embargo, quieren darme participación en él, hacerme recorrer, en unión suya, como los vencedores, la vía del triunfo… Sea. No me resisto. Pero que surja de la publicación de este libro algo más que una protesta; que surja una legión; que acepten ustedes en ella al soldado voluntario que escribe estas

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líneas (el juramento de fidelidad a la bandera) y que en la campaña de guerrillas que los hombres revolucionarios estamos haciendo, esta legión sea la más intrépida de las vanguardias, la que marche a la cabeza de todas, siempre tiznada por el humo de la pólvora y siempre mirando hacia adelante. Y que en la batalla formidable y soberbia del porvenir, esa batalla que ha de decidirlo todo, que ha de resolverlo y solucionarlo todo, esta legión, la nuestra, nuestra legión, más que un grupo, que una cohorte de hombres, inexorables y convencidos, parezca, en las magníficas transfiguraciones de la lucha, un pelotón de condenados escalando el cielo y gritando insaciables como el derecho: «Más, más todavía…; no quedamos satisfechos…, más más todavía!», y arrojar a Dios —el crimen latente— de cabeza al vacío, donde no vuelva a incorporarse nunca, vencido para siempre.

Lo primero que se necesita para la lucha es la organización, y nosotros, amigos míos, no estamos organizados. Somos soldados sueltos, irregulares, especie de mamelucos al servicio de la libertad, que peleamos por nuestra cuenta, sin obedecer a la iniciativa de nadie, y yo, por mi parte, desconfiando de la iniciativa de todos. ¿Quién es aquí el jefe? ¡Ea, ya estamos en disposición de

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batalla! ¿Quién es aquí el jefe? ¿El más ambicioso, el más sabio, el más arrojado? Para unos, Pi, que es, sin disputa, el cerebro, toda la masa encefálica de la democracia militante. Para otros, Ruiz Zorrilla, que es la obstinación revolucionaria. Para otros, Castelar, que parece un símbolo de las armonías habladas de nuestra raza. Y para otros…, ¡ah!, para otros, nadie, ellos mismos, el azar, lo desconocido, las improvisaciones de la pelea, ese héroe, ese formidable que asalta como un titán la muralla, casi desangrado y poderoso, irradiándole resplandores la frente, especie de animal eléctrico que alumbra cuanto toca, y que se llama cualquier cosa, Espartaco, Bruto, Cristo, Massaniello, O’Donnell, Proudhon, un hombre cualquiera de esos que brillan como un puñado de pedrería…, lo suficiente para que la civilización ande y la humanidad se emancipe de su eterno oriente.

Pero no es eso todo. Es que en España no hay ningún partido político, absolutamente ninguno que esté en condiciones, que pueda estar en condiciones de ser verdaderamente popular. Es que aquí todos nos preocupamos mucho de reformas políticas, y no concedemos importancia de ninguna especie a las reformas sociales. Es que aquí todos nos preocupamos

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mucho de redactar constituciones, de formar asambleas, de publicar programas, que parecen por su ciencia vergonzantes calcos de las innovaciones políticas, jurídicas y religiosas del 89, del 12, del 48, del 70 y del 73, y el pobre pueblo, el eterno esclavo, continúa comiendo como siempre lo suficiente para no morirse literalmente de hambre, y trabajando de sol a sol, y encorvando el espinazo para entrar en su tabanco, y dando al vicio carne donde morder, en sus hijas, en sus miserables y desventuradas hijas. Es que aquí, cualquier hombre político, cualquier estadista, como ellos se llaman, creen haber cumplido con su deber dando al país una ley de impresión, una ley de reuniones, explotada solo para las clases superiores, pero no por el pueblo, que es el verdadero y legítimo amo, el mandatario, y cuando se les habla a esos pretendidos hombres de gobierno de lo que es más urgente, de lo que es más necesario que todas esas reformas, del interés de la totalidad, del interés de la clase productora, responden casi invariablemente: «¡Bah, el pueblo! ¿No tiene ya una Constitución?». Como si una Constitución, por admirable, por perfecta, por justa y necesaria que se la considere, valga siquiera lo que una libra de habichuelas para el estómago que desfallece de hambre. Es que aquí, en este país nuestro, que, a hacer

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caso a los cursis que dirigen la opinión, es la patria de la generosidad y de la nobleza; es que aquí, en este país nuestro, cualquiera, el que parezca más decidido amigo de las clases desheredadas, no es otra cosa, aparte de su perfecta apariencia humana, que una panza, una barriga, un aparato gástrico completo y un Jó repugnante, grabado a cincel en la frente, como si anunciara el fin próximo de nuestra raza, declarada maldita por su egoísmo, por su falta de caridad, de amor al prójimo… Es que aquí, preciso es decirlo, la política es un negocio, la religión una estafa, la interpretación de las leyes una industria. Es que aquí, y como aquí en todas partes, en Francia, en Alemania, en Italia, en Inglaterra, ser ministro, ser personaje oficial, voluntad directiva, es habitar en palacio, tener muchas queridas, tragarse una vaca para almorzar y toda la pesca del Cantábrico para comer, en colaboración con otros personajes oficiales; es pasear en coche, hurtar por merodeos o por asaltos, hurtar, como quiera que sea, fueros a la conciencia, derechos a la dignidad humana, si dignidad y conciencia se resisten a las rapiñas, a los espolios de las clases directoras. Es que aquí, esos hombres políticos, todos esos hombres políticos, los de la derecha y los de la izquierda y los del centro, en su grosera farsa de sistema representativo, han

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conferido al pueblo el papel de histrión, y se divierten tirándole a la cara palabras nuevas, neologismos que gotean lodo, y tratando de hacerle creer que esas palabras, esos neologismos son reformas verdaderas y enérgicas reformas…

¡Eh, basta ya! ¡Estamos hartos del juego y se lo prevenimos! Se agotó nuestra paciencia. Pero vamos a cuentas, y hagamos el proceso. Aquí todos, todos los que se titulan, ¡farsantes!, amigos del pueblo. ¿Qué han hecho por él? Veámoslo en su obra, la Constitución de 1869.

Le han dado en primer término, cuando eran mandarines y podían hacer esas cosas, una hermosa colección de leyes de imprenta. ¡Ah!, el pueblo no es escritor, no es periodista, no es publicista. ¡A otras bestias con ese engaño! Esa reforma es un obsequio suyo a la clase media, la sustituyente de las antiguas aristocracias en nuestras sociedades bizantinas. ¡Allá con ella! Nosotros no podemos estimar la concesión de ese derecho, porque aparte de que es nuestro, y nuestros hechos y nuestras leyes no significan otra cosa que una restitución, una simple y pura restitución, las leyes de

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imprenta no significan para nosotros ni siquiera lo que la disminución de cinco minutos de trabajo.

Le han dado después la libertad religiosa. ¡Qué sarcasmo!

¡Ese artículo II de la Constitución del 69 es una mueca al pueblo; parece un guiño y es una burla sangrienta y cobarde!

¿Qué necesidad tiene de que le concedan, polizontes de la conciencia, el derecho de orar para poder hacerlo ante quien quiera y como quiera? Eso aparte de que el pueblo es en su inmensa mayoría indiferente en materias religiosas. Lo mismo se le da a él del protestantismo que del catolicismo. Tiene una religión más grande. Mira hacia adelante y adora a la justicia.

Le han dado luego el derecho de reunión…, ¡ah!, pero ya cae con cortapisas, con todas las odiosas hipocresías de una ley que miente. Pero aun aceptando que fuera amplia, libérrima la concesión de ese derecho…, ¿para qué lo necesita? ¿Para sus asuntos gremiales? El mismo Calomarde se lo permitía. ¿Para fines literarios…, artísticos…? ¡Bah!

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Y ustedes sabían que el trabajador del campo ara, y siega, y poda, y escarda, y siembra, y recolecta en condición peor que las bestias, de sol a sol, encorvado, sudoroso, cerca de la eternidad, casi natural de ella a los cuarenta años, tostado en los meses estivales, casi yerto en los de invierno, desnudo siempre, manejando una herramienta que no es suya, sobre un terreno que no es suyo, con el capataz a dos pasos blandiendo el acebuche, alimentándose en todas las estaciones de pan y cebollas, como los brutos, y todo eso, ¡todo eso, esa horrible monotonía del suplicio, hoy como ayer y mañana como hoy, siempre lo mismo, ¡para ganar cuarenta cuartos en las épocas de recolección y siembra!

Y ese hombre tiene mujer, tiene hijos, quizás una madre anciana —¡la vieja esclava, exprimida por la usura del amo!—, a los que maltrata como compensación a su infamia. El padre a la gleba, la madre al tormento, la hija al lupanar, el hijo al servicio.

¡Y siempre lo mismo!

Ustedes saben en qué condiciones desgasta su vida el miserable obrero de la ciudad; embrutecido, viciado por el mal ejemplo, hambriento, desnudo; ¡triste

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carne de cañón al principio y de explotación después! —careciendo de todo, y verdadero Tántalo, a dos pasos de todo; y, sin embargo, políticos de la derecha, de la izquierda y del centro, ¿qué han hecho por él?—. Lo han abandonado. ¿Qué vienen a pedirle ahora? ¿Nuevos sacrificios humanos? ¿Más sangre ante sus aras? ¿Una nueva revolución política? ¿Y para qué? ¿Para que sean ministros, y gobernadores, y banqueros, y volver a emprender el trabajo de colocar nombres nuevos a las cosas y proseguir su inicua comedia de gobernación?

¡Ah!, la hermosa frase de Thiers —el tigre de los trabajadores— hurtada por el cerebro hambrón de Posada Herrera: «¿Qué pedazo de jamón añades al puchero del pobre cuando le concedes un nuevo derecho?».

Hace falta, pues, queridos amigos míos, para que la revolución sea popular, que sea social. De otro modo, ¡ay de todos!, pero ¡ay especialmente de los que a ello se opongan! ¡Ay de los que se resisten! ¡Ay también de los que empujan! Sobrevendrá la catástrofe.

El libro A los hijos del pueblo está inspirado en estas ideas, que es preciso que contribuyamos para generalizarlas más, más todavía, a que se disuelvan

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en la atmósfera de tal modo, que así como no hay un pulmón que deje de aspirar oxígeno para la combustión del organismo, no haya tampoco un cerebro que deje de aspirar socialismo para la formación de la voluntad.

Así ganaremos la batalla con menos bajas en nuestro ejército.

Acepten ustedes, con la enhorabuena del correligionario, el abrazo entusiasta del amigo.

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Un destino

Para mi amigo Salamero-Montaigne:

Acaba de morir en Leipzig un hombre, un compatriota nuestro, que con todo de apenas llamarse Pedro —Rufino Álvarez, para servir a ustedes—, ha dejado en mi memoria la cicatriz que deja un ácido sobre la carne, huella honda que el tiempo, en sus tareas disolventes, no podrá extinguir jamás.

Y vamos a cuentas. Yo lo conocí en Madrid, recién llegado de su pueblo, una aldehuela blanca, montada sobre campos quemados color de ocre, allá en la provincia de Toledo. Un cura, algo pariente suyo, como siempre ocurre en estas historias y en esas comarcas, se encargó de su educación, y el sol que alumbró el alcázar de Carlos V tuvo a su cargo el desarrollo excesivo de esas protuberancias frontales en que Gall y Lavater localizaban la imaginitavidad, mientras que con sus caricias como castigos le mordía los sesos hasta deformarlos; de la influencia, nociva como una maldición victoriosa, de ese sol se resintió toda la vida hasta la hora de su muerte

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en Leipzig el pobre Rufino; mucha imaginación y poco juicio; capaz, nada más que por eso, de ser un símbolo de la idiosincrasia amarilla y encarnada que nos agota.

Vino a Madrid ganoso de honores y de fama; ¿había en Madrid ministros?, él sería uno de ellos; ¿grandes escritores casados en vínculos legítimos con la celebridad?, no habría de morirse él con la virginidad de esa soltería. Y enarboló en la ventana del altísimo piso donde fue a dar con sus huesos un pendón con este rótulo: «Rufino Álvarez, Dante».

Como el perro del gitano, sabía latín; luego supimos que creía saberlo porque su tío el cura le había enseñado a ayudar a misa; y griego, en un diccionario con el que toparon sus manos aprendió de corrido todo el alfabeto helénico, para rellenar de alfas y deltas, lambdas y sigmas las soluciones de continuidad de sus oraciones gramaticales; y asirio, porque se imaginaba él que semejante lengua nadie la sabía; y chino también, porque una vez recogió en la calle el moquero de un diplomático del Celeste Imperio. Con esos y otros conocimientos se irguió en la Ágora, lanzó su reto y aguardó.

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¡Cómo sería de injusta en España la generación intelectual de hace algunos lustros que Álvarez se vio dar en todas partes con las puertas en las narices! Estuvo en El Imparcial, en El Liberal, en La Época, en la redacción de las principales revistas literarias; pero no pasó nunca de las antesalas. Eso no importa. Con su hermosa facundia meridional él creía, y como lo creía lo aseguraba, haber asentado sus posaderas, bien anchas por cierto, en el sillón directoral. ¡Y era de ver la arrogancia con que nos saludaba cada vez que el azar lo ponía ante nosotros, cuando sudoroso aún y pálido de emoción, venía de conferenciar con el ujier o el portero de alguna excelencia social consagrada por el vulgo!

Pero, en fin, no se vive solo de ilusiones propias y de oxígeno de la calle, sino que se ha de menester también de algunos otros elementos, si más groseros en la forma, más sustanciosos en la esencia, y nuestro hombre —Álvarez, para servir a ustedes— vino a darse cuenta de ello un luctuosísimo día de invierno en que el sol en los cielos estaba eclipsado por las nubes y la piedad humana por el vaho de las digestiones satisfechas; un día de invierno, duro de recorrer, como una estepa, formado de minutos de odio, malo; y como hubiera

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hecho en Madrid, por imposiciones de la provincia de Toledo, estudios de farmacia, solicitó y obtuvo la plaza de mancebo en una botica, muy lejos, en el extrarradio, allende el Abroñigal; a distancia verdaderamente sideral del país de sus ilusiones.

Aires demasiado densos los que se respiran en aquellas latitudes madrileñas —amoníaco, ácido úrico, pus gaseoso de todas las fermentaciones inducibles—, tuvieron cesárea influencia, más que en los pulmones, en su imaginatividad, sugiriéndole la idea, fuerte como su instinto, de huir de Madrid, de salir de España, de ser profeta en otras tierras, donde iluminada por otros soles, su personalidad adquiriera el relieve de estatua que tenía derecho. Y un día, en París, hace muchos años —yo tenía entonces dieciocho—, me anunciaron la visita de un desconocido y me entregaron una tarjeta que traducida al español decía todo esto:

RUFINO ÁLVAREZ

Doctor en Derecho, en Medicina, en Ciencias Exactas y en Teología, excapitán del Ejército español, exsecretario suplente de la sociedad «El Iris», expensionado de varias academias, flor natural y de plata sobredorada en varios

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certámenes poéticos, corresponsal de importantes publicaciones españolas, traductor de las más afamadas casas editoriales europeas, profesor de español, de bable, de valenciano, de catalán, de inglés, de alemán, de italiano, de ruso, de latín, de griego, de árabe, de hebreo, de caldeo, de siriaco y de sánscrito.

DA LECCIONES DE GUITARRA A DOMICILIO

¡Pobre Rufino Álvarez! Con la cabeza ya cana por la acción del tiempo y de los desengaños, temblón, senil, casi atáxico, ha visto por fin erguirse ante él, palpitante de realidad y concreto, un buen pedazo de sus ilusiones de la mocedad y de la edad madura; ha visto al cabo su nombre, ¡su propio nombre!, impreso en la cubierta de un libro, resplandeciente para él como un castillo de fuegos artificiales; pero ¡qué libro, Santo Dios!, «Tratado de la cría del cerdo, seguido de un manual completo del perfecto salchichero…».

Y al ir el malogrado virtuosi a Leipzig para cobrar el importe de su versión castellana, una teja que cayó del cielo —porque del infierno no había de ser, estando el infierno abajo, según las más autorizadas opiniones—

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señaló el fin —¡ahora que comenzaba nuestro hombre a escribir libros!— de esta singular víctima del destino.

¡Eironeïa!

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Zola

Los hombres de mi generación, que éramos todavía niños cuando se apagó Víctor Hugo, tenemos motivos sobrados para platicar del luto y del dolor. Bajo nuestras túnicas de gala llevamos sendos crespones invisibles por Zorrilla, por Campoamor, por Renan, por Verlaine y por Daudet. ¡Cuánto luminar borrado en estos tristes minutos que vivimos! Algunas veces diríase que el sol se extingue, que la noche y el frío están ahí, todo fauces, ante nosotros, y que vivimos en horas que no tienen día siguiente. La muerte de Zola es una cerrazón nueva en los horizontes de la humanidad.

Del telégrafo diríase que parece principalmente inventado para la más rápida transmisión del dolor sobre la tierra. Yo supe que Zola había muerto al sentirme de pronto y con nocturnidad herido. Esa noticia penetró en mi carne, alma adentro, como una bala, desangrando y rompiendo. Y un texto sagrado, de Téo el divino, se me impuso. Dice Gautier que supo la muerte de Balzac inopinadamente, en Venecia, mientras saboreaba un sorbete en el café Florián, en la plaza de San Marcos.

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Contenía la noticia, como un ataúd su muerto, el Journal des Débats. Y dice Téo, con ese lenguaje en plural que era una forma exquisita, flor completamente abierta de su extraña modestia: «Poco nos faltó para caer de la silla, sobre las losas de la plaza, al saber tan fulminante noticia; y bien pronto se mezcló con nuestro dolor un arranque de indignación y de rebeldía poco cristiano, porque todas las almas tienen ante Dios igual valor».

Precisamente acabábamos de visitar el hospital de locos en la isla de San Servolo, y habíamos visto allí idiotas decrépitos, sucios octogenarios, larvas humanas ni siquiera dirigidas por el instinto animal, nos preguntábamos por qué aquel cerebro luminoso se había extinguido como una antorcha a la que se sopla, cuando la vida persistía tenazmente dentro de esas cabezas oscuras, atravesadas con vaguedad por engañosos resplandores.

Ha muerto Zola, dejando su obra, salvo algún chapitel, algún torreón complementario, absolutamente concluida. No se podrá decir de ella lo que el mismo Téo dijo de la de Balzac. Pero tal como se encuentra, espanta por su enormidad. Y las generaciones venideras se preguntarán sorprendidas quién fue el gigante que

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levantó por sí solo esos formidables sillares y hecho subir a tanta altura aquella Babel donde zumba una sociedad entera.

Cuando murió Hugo el apocalíptico, quedaba Renán, quedaba nuestro gran muerto de hoy, de pie, y nimbados de resplandores. Muerto Zola, ¡Dios mío!, ¿qué alta figura vertical nos queda sobre la tierra?

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Canalejas y la Academia

Ni aun la pasión política puede negar que Canalejas posee muchos de los rasgos fisiognómicos de un noble predestinado de la historia. Leyéndolo u oyéndolo en nuestras breves entrevistas, cortadas siempre por el pataleo impaciente de los aventureros de la cosa pública que van a hablarle de Fulano o de Zutano, y, ¡claro está!, de las codiciadas e inminentísimas prebendas, he creído muchas veces hallarme a presencia de un gran hombre… Su máscara es fatal. Pienso, viéndolo, en Juan Bravo, el heroico comunero de Castilla, y mejor aún en una descendencia lineal del Cid, en que sangre y ánimo se transmitieran en forma de talento.

Pues a este hombre, que ha sido profesor de Literatura Española en la Universidad Central, apenas salido de los limbos de la adolescencia, que es autor de admirables monografías literarias que por ahí andan esparcidas en periódicos y revistas, que es uno de los contados oradores modernos cuyos discursos pasarán a las antologías del porvenir, la Academia ha preferido el otro candidato, que en esta ocasión resulta ser un Sr. Hinojosa, epiceno,

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neutro, gris y ambiguo, del que nadie conoce la firma literaria y cuyo solo título de honor, a lo que me dicen, consiste en ser gran amigo de los aprovechados hermanos Pidal…

No toda la culpa es de los señores académicos. Buena parte de ella corresponde a los que, sintiendo en el fondo de las entrañas un inmenso desdén por la vetusta necrópolis de las letras, afectan tomarla en serio, dándose a la tarea de comentar sus gestos y sus dichos. Burda caricatura de la Academia Francesa, su progenitura, la nuestra, quiero decir la de ellos, la de los que creen en tamaño anacronismo, es, mejor que una asamblea de literatos, un salón de gente bien vestida que no toma el aperitivo en el café y que se emboza en la capa hasta los ojos antes de penetrar en el cuartito donde los aguardan, bostezantes, sus queridas…

Ni un solo irregular de verdadero talento ha formado jamás parte de su seno. ¿Espronceda, y Larra, y Bécquer, no están ahí para probarlo?

Peor aún por ser más fuerte, por ser más vasta, es lo que viene ocurriendo en la Academia Francesa desde Richelieu hasta nuestros días. El caso de Zola,

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preterido sistemáticamente a todos los ganapanes de frac o de doradas libreas que se presentaron a hacerle concurrencia, no es en aquella casa de la orilla izquierda del Sena ni nuevo ni extraordinario.

El teatro, en sus manifestaciones más grandiosas, ha estado excluido de la Academia-madre con las personas de Moliere, Racine y Corneille; la filosofía, con Descartes, Pascal, Rousseau y Diderot; la oratoria, con Vergniaud, Mirabeau, Manuel y Gambetta; la novela, con Balzac; el estilo, con Flaubert; la gracia hecha hombre, con Gautier; la fantasía, con Villiers de l’Isle Adam; el verso, como suprema explosión aristocrática del dolor, con Baudelaire, Verlaine y tantos otros…

¿Y sabes por qué? Porque Moliere, Racine y Corneille eran o convivían con los comediantes del rey; porque Descartes no era amable; porque Pascal fue misántropo; porque Rousseau era pobre y desequilibrado; porque Diderot era bueno y nuevo; porque Mirabeau tenía un temperamento; porque Manuel tenía un carácter; porque Gambetta procedía de la bohemia del Barrio Latino y nunca prescindió completamente de ella; porque Balzac tenía deudas; porque Flaubert vivió en pugna ardiente

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con el vulgo; porque Gautier usaba camisas sin planchar; porque Villiers tenía genio; porque Baudelaire salía del brazo por las calles con una mujer negra, en cuya cabellera creía el poeta percibir todos los perfumes del oriente asiático; porque Verlaine era borracho, y triste y vagabundo… —porque la frase de Hugo parece inspirada en estos lamentables caracteres que refiero…—: un genio es un acusado.

¡Donosa institución literaria, a cuyo frente se halla en España un general de Artillería que ni siquiera como guerrero es ya aprovechable, dada su edad provecta, la natural cacotimia de sus facultades…!

Todos los espíritus reaccionarios, todas las almas ñoñas tienen en aquella mansión su casa natural. Nadie que haya en prosa o en verso blasfemado del progreso, sido arcaico, ha dejado de encontrar abiertas de par en par las puertas de la Academia. La divinidad pagana con la cara vuelta al revés, mirando hacia atrás perdurablemente, es el símbolo tutelar del antipático Instituto. Y si, como algunos pretenden, con sobra de fundamento, las casas, y hasta los muebles y los paisajes, tienen un alma que les es propia, ¡menguada alma la de

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la Academia Española que, estando alojada en un riente edificio que recuerda a Grecia, vive en perpetuo estado de amancebamiento con la brutal Beocia, y mejor que un vivero de nuevas y fecundantes bellezas, parece un cementerio donde en vastos osarios guardaran todas las excrecencias del gusto que no debieron producirse jamás sobre la haz de la tierra!

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