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Arquitectura y Vanguardia en el periodo de entreguerras Historia del Arte 4º Curso_______Tema 2___ Nuevas visiones del objeto___________ Salva Plá 1 Tema 2. Nuevas visiones del objeto. Índice de contenidos. Tema 2. Nuevas visiones del objeto..................................................................................................... 1 1. GIORGIO DE CHIRICO Y LA PINTURA METAFÍSICA: .......................................................... 1 1.1-Giorgio de Chirico, “Meditaciones de un pintor”, 1912. pp. 425-429. ..................................... 1 1.2-Giorgio de Chirico, “Misterio y creación”, 1913. p. 430. ......................................................... 5 1.3-Joshua C. Taylor, “Scuola Metafísica”, pp. 474-475. ............................................................... 6 1.4-Giorgio de Chirico, “Zeus el explorador”, 1918. pp. 475-477. ................................................. 7 1.5-Giorgio de Chirico, “Sobre el arte metafísico”, 1919. pp. 477-482. ......................................... 8 2. DADÁ. EL CABARET VOLTAIRE............................................................................................. 12 2.1-Tristan Tzara, “Conferencia sobre Dada”, 1924. pp. 411-416. ............................................... 12 2.2-INTRODUCCIÓN AL DADAÍSMO: pp. 183-189................................................................. 15 2.3-BLOQUE VIII. DADAÍSMO: COMPLETO. ......................................................................... 19 T. Tzara, “Manifiesto del Señor Antipirina”. Pp. 190. .............................................................. 19 T. Tzara, “Manifiesto Dadá”, 1918. pp. 191-198. ..................................................................... 19 2.4-BLOQUE IX. DADAÍSMO ALEMÁN. Sólo los siguientes textos:....................................... 23 “Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1918. pp. 205-207.................................................................. 23 “Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1919. pp. 212-214.................................................................. 25 Huelsenbeck, introducción al “Almanaque Dadá”, 1920. pp. 217- 220. ................................... 26 2.5-BLOQUE X. DADAÍSMO EN PARÍS. Sólo los siguientes textos: ....................................... 27 André Breton, “Dos manifiestos dadá”, 1924. pp. 244-246. ..................................................... 27 Marcel Duchamp, “Oculismo de precisión”. Pp. 246-247......................................................... 28 3. LOS INICIOS DEL SURREALISMO. ARTE, LITERATURA Y PSICOANÁLISIS. ............... 29 3.1-BLOQUE XIV. SURREALISMO: .......................................................................................... 29 PRIMER MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1924) .......................................................... 29 SECRETOS DEL ARTE MÁGICO DEL SURREALISMO. ................................................... 35 LA ACTIVIDAD DE LA OFICINA DE INVESTIGACIONES SURREALISTAS (1925) .... 40 SEGUNDO MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1930) ...................................................... 41 4. NUEVOS SENTIDOS DE LA FIGURA Y DEL OBJETO: ......................................................... 58 4.1-Fernand Léger, “Un nuevo realismo: el objeto”, 1926, p. 302. ............................................. 58 1. GIORGIO DE CHIRICO Y LA PINTURA METAFÍSICA: -CHIPP: 1.1-Giorgio de Chirico, “Meditaciones de un pintor”, 1912. pp. 425-429. Giorgio de Chirico, "Meditaciones de un pintor", 1912 1 * ¿Cuál será el propósito de la futura pintura? El mismo que el de la poesía, de la música y de la filosofía: el de crear sensaciones previamente desconocidas ; despojar al arte de todo lo rutinario y aceptado, de todo tema, en favor de una síntesis estética; suprimir por completo al hombre como guía o como medio para expresar el símbolo, la sensación o el pensamiento; liberarle de una vez por todas del antropomorfismo que siempre encadena la escultura; ver todo, incluso el ser humano, en su calidad de cosa. Es el método nietzscheano. Aplicado a la pintura, puede producir resultados extraordinarios. Es lo que he querido hacer en mis cuadros . 1 * Manuscrito de la colección Jean Paulham. Texto tomado de Giorgio de Chirico, de James Thrall Soby, 1955; Museum ofModernArt (Nueva York), con su autorización. La traducción al inglés es de Louise Bourgeois y Robert Goldwater.

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Desarrollo temático del arte durante el periodo de entre-guerras. El objeto obra y su transformación de sentido.

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Arquitectura y Vanguardia en el periodo de entreguerras

Historia del Arte 4º Curso_______Tema 2___ Nuevas visiones del objeto___________ Salva Plá

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Tema 2. Nuevas visiones del objeto.

Índice de contenidos. Tema 2. Nuevas visiones del objeto.....................................................................................................1 1. GIORGIO DE CHIRICO Y LA PINTURA METAFÍSICA: ..........................................................1

1.1-Giorgio de Chirico, “Meditaciones de un pintor”, 1912. pp. 425-429. .....................................1 1.2-Giorgio de Chirico, “Misterio y creación”, 1913. p. 430. .........................................................5 1.3-Joshua C. Taylor, “Scuola Metafísica”, pp. 474-475. ...............................................................6 1.4-Giorgio de Chirico, “Zeus el explorador”, 1918. pp. 475-477. .................................................7 1.5-Giorgio de Chirico, “Sobre el arte metafísico”, 1919. pp. 477-482. .........................................8

2. DADÁ. EL CABARET VOLTAIRE.............................................................................................12 2.1-Tristan Tzara, “Conferencia sobre Dada”, 1924. pp. 411-416. ...............................................12 2.2-INTRODUCCIÓN AL DADAÍSMO: pp. 183-189.................................................................15 2.3-BLOQUE VIII. DADAÍSMO: COMPLETO. .........................................................................19

T. Tzara, “Manifiesto del Señor Antipirina”. Pp. 190. ..............................................................19 T. Tzara, “Manifiesto Dadá”, 1918. pp. 191-198. .....................................................................19

2.4-BLOQUE IX. DADAÍSMO ALEMÁN. Sólo los siguientes textos:.......................................23 “Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1918. pp. 205-207..................................................................23 “Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1919. pp. 212-214..................................................................25 Huelsenbeck, introducción al “Almanaque Dadá”, 1920. pp. 217- 220. ...................................26

2.5-BLOQUE X. DADAÍSMO EN PARÍS. Sólo los siguientes textos: .......................................27 André Breton, “Dos manifiestos dadá”, 1924. pp. 244-246. .....................................................27 Marcel Duchamp, “Oculismo de precisión”. Pp. 246-247.........................................................28

3. LOS INICIOS DEL SURREALISMO. ARTE, LITERATURA Y PSICOANÁLISIS. ...............29 3.1-BLOQUE XIV. SURREALISMO:..........................................................................................29

PRIMER MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1924)..........................................................29 SECRETOS DEL ARTE MÁGICO DEL SURREALISMO. ...................................................35 LA ACTIVIDAD DE LA OFICINA DE INVESTIGACIONES SURREALISTAS (1925) ....40 SEGUNDO MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1930)......................................................41

4. NUEVOS SENTIDOS DE LA FIGURA Y DEL OBJETO:.........................................................58 4.1-Fernand Léger, “Un nuevo realismo: el objeto”, 1926, p. 302. .............................................58

1. GIORGIO DE CHIRICO Y LA PINTURA METAFÍSICA: -CHIPP:

1.1-Giorgio de Chirico, “Meditaciones de un pintor”, 1912. pp. 425-429. Giorgio de Chirico, "Meditaciones de un pintor", 19121* ¿Cuál será el propósito de la futura pintura? El mismo que el de la poesía, de la música y de la filosofía: el de crear sensaciones previamente desconocidas; despojar al arte de todo lo rutinario y aceptado, de todo tema, en favor de una síntesis estética; suprimir por completo al hombre como guía o como medio para expresar el símbolo, la sensación o el pensamiento; liberarle de una vez por todas del antropomorfismo que siempre encadena la escultura; ver todo, incluso el ser humano, en su calidad de cosa. Es el método nietzscheano. Aplicado a la pintura, puede producir resultados extraordinarios. Es lo que he querido hacer en mis cuadros.

1 * Manuscrito de la colección Jean Paulham. Texto tomado de Giorgio de Chirico, de James Thrall Soby, 1955; Museum ofModernArt (Nueva York), con su autorización. La traducción al inglés es de Louise Bourgeois y Robert Goldwater.

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Cuando Nietzsche habla del placer que siente al leer a Stendhal o al escuchar la música de Carmen, si se es sensible se comprende lo que quiere decir; lo primero ya no es un libro; lo segundo ya no es una obra musical: son cosas con las que experimentamos una sensación. Sensación que ha de ser pesada, medida y comparada con otras más familiares, con objeto de elegir la más original. Una obra de arte en verdad inmortal sólo puede nacer de la revelación. Es quizá Schopenhauer quien mejor ha definido y también (por qué no) explicado ese instante cuando en su Parerga y Paralipomena dice: "Para tener ideas originales, extraordinarias y quizá incluso inmortales, hay que aislarse del mundo por unos momentos de modo tan total que las cosas más habituales aparezcan como nuevas y desconocidas, revelando de este modo su verdadera esencia". Si en vez del nacimiento de ideas originales, extraordinarias, inmortales, imaginamos el nacimiento de una obra de arte (pintura o escultura) en la mente del artista, tendremos el principio de la revelación en la pintura. En relación con estos problemas permítaseme contar cómo tuve la revelación de un cuadro que expondré este año en el Salón D'Automne, titulado Enigma de una tarde de otoño. En una límpida tarde otoñal me encontraba sentado en un banco de la Piazza Santa Croce de Florencia. No era la primera vez, desde luego, que veía esta plaza. Acababa de salir de una larga y penosa enfermedad intestinal, y me encontraba en un estado de sensibilidad casi morboso. Todo, hasta el mármol de los edificios y de las fuentes, me parecía convaleciente. En el centro de la plaza se alza la estatua de un Dante cubierto con un largo manto, sosteniendo sus obras contra su cuerpo; su cabeza, coronada de laurel, se inclina pensativa hacia el suelo. La estatua es de mármol blanco, pero el tiempo le ha dado una pátina gris, muy agradable a la vista. El sol de otoño, caliente y nada cariñoso, bañaba la estatua y la fachada de la iglesia. Tuve entonces la extraña sensación de que estaba viendo todo aquello por vez primera, y me vino a la mente la composición del cuadro. Ahora, siempre que lo miro, veo de nuevo aquel instante. Sin embargo, ese instante es para mí un enigma, pues es inexplicable. Y

también me gusta llamar "enigma" a la obra que de él nació. La música no puede expresar el non plus ultra de la sensación. Después de todo, no se sabe lo que es la música. Tras haber escuchado una composición musical, el oyente puede y debe preguntar qué significa. En un cuadro profundo, por el contrario, eso es imposible: hay que hundirse en el silencio una vez que se ha penetrado toda su profundidad. Entonces, la luz y la sombra, las líneas y los ángulos y todo el misterio del volumen comienzan a hablar. La revelación de una obra de arte (pintura o escultura) puede presentarse de improviso, cuando menos se espera, y puede también ser estimulada por la vista de algo. En el primer caso, pertenece a esa clase de raras y extrañas sensaciones que yo he observado en sólo un hombre moderno: Nietzsche. Entre los antiguos acaso (y digo acaso porque en ocasiones lo dudo) tuvieron esa experiencia Fidias, al concebir la forma plástica de Palas Atenea, y Rafael, al pintar el templo y el cielo de Los desposorios de la Virgen (en la Pinacoteca de Brera, Milán). Cuando

Nietzsche habla de cómo fue concebido su Zarathustra y dice "fui sorprendido por Zarathustra", en este participio —sorprendido— se encierra todo el enigma de la revelación repentina. Por otro lado, cuando una revelación brota ante la vista de un sistema de objetos organizados, la obra que surge en nuestro pensamiento se halla íntimamente unida a la circunstancia que ha provocado su nacimiento. Ambos tipos de revelación se parecen, pero de extraño modo, como la semejanza que hay entre dos hermanos, o mejor, entre la imagen de alguien que conocemos vista en sueños y esa misma persona en la realidad; es como si se hubiese producido una ligera

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transfiguración de sus rasgos. Yo creo que así como en cierto sentido el ver a alguien en sueños es una prueba de su realidad metafísica, de igual manera la revelación de una obra de arte es la prueba de la realidad metafísica de ciertos acontecimientos casuales que a veces experimentamos, de tal modo que algo aparece ante nosotros y nos hace ver la imagen de una obra de arte; una imagen que en nuestro espíritu provoca a menudo sorpresa —en ocasiones nos hace meditar—, y siempre el placer de la creación.

LA CANCIÓN DE LA ESTACIÓN DE FERROCARRIL

Pequeña estación, pequeña estación, cuánta felicidad te debo. Miras a tu alrededor, a la derecha y a la izquierda, también tras de ti. Las banderas restallan distraídamente, ¿por qué sufrir? Entremos, ¿no somos ya lo bastante numerosos? Con tiza blanca o con carbón negro escribamos felicidad y su enigma, el enigma y su afirmación. Bajo los porches hay ventanas, en cada ventana un ojo nos mira, y en sus profundidades, hay voces que nos llaman. La felicidad de la estación nos invade, y emerge de nosotros transfigurada. Pequeña estación, pequeña estación, eres un juguete divino. ¿Qué Zeus distraído te olvidó en esta plaza —geométrica y amarilla—, al lado de esta límpida, inquietante fuente? Todas tus banderitas restallan juntas bajo la embriaguez del luminoso cielo. Más allá de los muros la vida sigue como una catástrofe. ¿Qué te importa a ti todo eso? Pequeña estación, pequeña estación, cuánta felicidad te debo.

LA MUERTE MISTERIOSA

El reloj del campanario señala las doce y media. El sol está alto en los cielos, y quema. Ilumina casas, palacios, porches. En el suelo, sus sombras trazan rectángulos, cuadrados y trapezoides de un negro tan suave que los ojos abrasados gustan de refrescarse en ellas. Qué luz. Qué dulce sería vivir aquí abajo, cerca de un porche consolador o de una torre absurda cubierta de banderitas multicolores, entre amables e inteligentes hombres. ¿Ha llegado ese momento alguna vez? ¡Qué importa, pues lo vemos pasar! Qué ausencia de tormentas, de gritos de lechuzas, de mares tempestuosos. Homero no hubiera encontrado aquí nada que cantar. Un ataúd ha estado aguardando desde siempre. Es negro como la esperanza, y esta mañana alguien ha dicho que durante la noche sigue ahí. En algún lugar hay un cadáver que no vemos. El reloj señala las doce y treinta y dos; el sol comienza a declinar; es hora de irnos.

UNA FIESTA

No eran muchos, pero la alegría daba a sus rostros una extraña expresión. Toda la ciudad estaba llena de banderas. Las había en la gran torre que se alza al fondo de la plaza, cerca de la estatua del gran rey conquistador. Las banderas restallan en el faro, en los mástiles de los barcos anclados en el puerto, en los porches, en el museo de pinturas raras. Hacia el mediodía, ellos se han reunido en la Plaza Mayor, donde se ha preparado un banquete. En el centro de la plaza había una larga mesa. El sol tenía una terrible belleza. Precisas, geométricas sombras. Contra la profundidad del cielo, el viento desplegaba las banderas multicolores de la gran torre roja, de un rojo tan consolador. Pequeñas manchas negras se movían en lo alto. Eran tiradores, en espera de hacer la salva del mediodía. Por fin sonaron las doce. Solemnes, melancólicas. Cuando el sol alcanzó el centro del arco del cielo, un nuevo reloj fue inaugurado en la estación de la ciudad. Todos lloraron. Pasó un tren, silbando frenéticamente. Tronó el cañón. Ah, fue tan hermoso. Después, sentados a la mesa, comieron cordero asado, setas y plátanos, y bebieron agua clara y fresca.

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Durante toda la tarde, en pequeños grupos, pasearon bajo las arcadas, en espera del anochecer para irse a descansar. Eso fue todo. Sentimiento africano. La arcada está aquí para siempre. Sombra de derecha a izquierda, fresca brisa que provoca el olvido, cae como una enorme hoja. Pero es belleza lo que hay en su línea: enigma de fatalidad, símbolo del deseo intransigente. Tiempos antiguos, dudosas luces y sombras. Todos los dioses han muerto. La trompa del caballero. La llamada del atardecer en el confín de los bosques: una ciudad, una plaza, un puerto, arcadas, jardines, una reunión al anochecer; tristeza. Nada. Pueden contarse las líneas. El espíritu las sigue y crece con ellas. La estatua, la estatua sin sentido, ha de ser erigida. El muro rojo oculta todo lo mortal del infinito. Un caracol, barco delicado de suaves costados; pequeño, amoroso perro. Trenes que pasan. Enigma. La felicidad del banano: lujo de fruta madura, dorada y dulce. No hay batallas. Los gigantes se han escondido tras las rocas. Horribles espadas cuelgan en las paredes de habitaciones oscuras y silenciosas. Allí está la muerte, llena de promesas. Medusa con ojos que no ven. El viento tras el muro. Palmeras. Pájaros que nunca vienen.

EL HOMBRE CON ASPECTO ANGUSTIADO

Por la ruidosa calle avanza la catástrofe. Ha llegado con su aspecto angustiado. Come con lentitud un bollo tan tierno y dulce que parecía estar comiendo su propio corazón. Su mirada estaba muy lejos. ¿Qué escucho? El trueno retumba a lo lejos, y todo se estremece en el cielo de cristal; es una batalla. La lluvia ha barnizado el pavimento: alegría de verano. Una extraña ternura me invade: oh, hombre, hombre, quiero hacerte feliz. Y si alguien te ataca, te defenderé con el coraje de un león y la crueldad de un tigre. Dónde quieres ir: habla. Ya no truena. Mira qué puro está el cielo y qué radiantes los árboles. Las cuatros paredes de la habitación se le han deshecho y le han cegado. Su helado corazón se funde lentamente: moría de amor. Humilde esclavo, eres tan tierno como un cordero sacrificado. Tu sangre corre por tu suave barba. Hombre, te cubriré si tienes frío. Vamos. La felicidad rodará a tus pies como una bola de cristal. Y elogiaremos juntos todas las construcciones de tu mente. Ese día yo también te alabaré, sentado en el centro de la plaza llena de sol, cerca del guerrero de piedra y del estanque vacío. Y hacia el atardecer, cuando la sombra del faro se alarga sobre el malecón, cuando se oye el restallar de las banderas y las blancas velas son tan duras y redondas como pechos henchidos de amor y de deseo, caeremos uno en brazos del otro y lloraremos juntos.

EL DESEO DE LA ESTATUA

"Deseo a cualquier precio estar sola", dijo la estatua de eterno aspecto. Viento, viento que refresque mis mejillas ardientes. Y comenzó la terrible batalla. Cayeron cabezas rotas, y las calaveras brillaron como si fueran de marfil. Huye, huye hacia la plaza y la radiante ciudad. Tras de mí, me azotan demonios con toda su fuerza. Mis piernas sangran horriblemente. Oh, la tristeza de la estatua solitaria allá abajo. Beatitud. Y nunca sol alguno: nunca el sol. Nunca el consuelo amarillo de la tierra iluminada. Desea. Silencio. Ama su extraño espíritu. Ha conquistado. Y ahora el sol se ha detenido allá arriba, en medio del cielo. Y con una felicidad imperecedera, la estatua sumerge su espíritu en la contemplación de su propia sombra.

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Hay una habitación cuyas persianas están siempre cerradas. En un rincón hay un libro que nadie ha leído. Y en la pared, un cuadro que no puede mirarse sin llorar. Hay arcadas en la habitación en que duerme. Al atardecer, se reúne allí la multitud que habla entre dientes. Si el calor ha sido tórrido a mediodía, vienen aquí jadeantes, buscando el fresco. Pero él duerme, duerme. ¿Qué ha ocurrido? La playa aparecía vacía, y ahora veo que alguien está sentado allí, en una roca. Un dios está sentado allí, y mira en silencio el mar. Y eso es todo. Profunda es la noche. Me agito en mi ardiente lecho. Morfeo me odia. Oigo un carruaje que se acerca. Los cascos del caballo, un galope, y el ruido llega y se aleja en la noche. A lo lejos, una locomotora silba. Profunda es la noche. La estatua del conquistador en la plaza, su cabeza desnuda y calva. El sol lo domina todo. Las sombras lo consuelan todo. Amigo, con mirada de buitre y boca sonriente, la puerta de un jardín te hace sufrir. Leopardo aprisionado, vé de un lado a otro de tu jaula, y ahora, sobre tu pedestal, con gesto de rey conquistador, proclama tu victoria.

1.2-Giorgio de Chirico, “Misterio y creación”, 1913. p. 430. Giorgio de Chirico, "Misterio y creación", 1913* Para que llegue a ser verdaderamente inmortal, una obra de arte debe sobrepasar todos los límites humanos: la lógica y el sentido común sólo servirán de obstáculos. Pero una vez rotas las barreras, entrará en las regiones de la visión y el sueño de la infancia. Profundas declaraciones deben ser hechas por el artista desde lo más oculto de su ser; ningún arroyo murmurador, ningún canto de pájaro, ningún roce de hojas puede distraerle. Lo que escucho no tiene valor alguno; sólo lo que veo está vivo, y cuando cierro los ojos, mi visión es todavía más penetrante. Es importantísimo que liberemos el arte de todo lo que hasta ahora tenía de material reconocible; todo tema familiar, toda idea tradicional, todo símbolo conocido deben ser prohibidos de inmediato. Y más importante todavía, debemos tener una enorme fe en nosotros mismos. Es esencial que la revelación que se nos hace presente, la concepción de una imagen que tiene algo sin sentido en sí mismo, que no tiene tema, que no quiere decir absolutamente nada desde un punto de vista lógico, es esencial, repito, que esa revelación o esa concepción hable tan fuertemente dentro de nosotros, provoque tal tormento o placer, que nos sintamos compelidos a pintarla, compelidos por un impulso más fuerte todavía que el del hambre desesperada que lleva a una persona a devorar un pedazo de pan como una bestia salvaje. Recuerdo un resplandeciente día de invierno en Versalles. El silencio y la calma reinaban por completo. Todo me miraba con misteriosos, interrogantes ojos. Y de pronto comprendí que cada rincón del palacio, cada columna, cada ventana, poseía un espíritu, un alma impenetrable. Miré los héroes de mármol que me rodeaban, inmóviles en el luminoso aire, bajo los helados rayos del sol de invierno que llegaban hasta nosotros sin amor, como una canción perfecta. En una ventana, un pájaro gorjeaba en su jaula. En ese momento fui consciente del misterio que lleva a los hombres a crear ciertas formas extrañas. Y la creación me pareció más extraordinaria que los creadores. Acaso la sensación más maravillosa que hemos heredado del hombre prehistórico sea la del presentimiento. Existirá siempre. Podemos considerarla como eterna prueba de la irracionalidad del universo. El primer hombre debió haber vagado por un mundo lleno de misteriosas señales. Debió temblar a cada paso. * Publicado originalmente en André Bretón, Le surréalisme et lapeinture (París: Gallimard, 1928), pp. 38-39. La traducción al inglés, de London Bulletin, núm. ó (octubre de 1928), p. 14.

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1.3-Joshua C. Taylor, “Scuola Metafísica”, pp. 474-475. INTRODUCCIÓN: "Scuola Metafísica", de Joshua C. Taylor* En 1915, Giorgio de Chirico (1888-1978) volvió a Italia para hacer el servicio militar, siendo destinado a la guarnición de Ferrara. Nacido en Grecia de padres italianos, De Chirico estudió en Munich de 1906 a 1908, trasladándose después a París, donde comenzó a pintar sus extraños y evocadores cuadros, que no guardaban relación alguna con los nuevos movimientos pictóricos que le rodeaban. En enero de 1917, Cario Carra, que más de un año antes había vuelto la espalda al futurismo para encontrar un arte más estable y monumental basado en las primeras tradiciones italianas, fue destinado al hospital militar para convalecientes de Ferrara; bien pronto vio en los cuadros de De Chirico la manifestación de lo que él mismo quería hacer. Carra y De Chirico eran ambos apasionados teóricos, y junto con el hermano del segundo, que trabajaba con el nombre de Savinio, formularon los principios de una nueva "escuela" de pintura que llamaron Scuola Metafísica. Carra fue el primero que expuso cuadros de este tipo en Italia. Ello ocurrió en Milán en la primavera de 1917. De Chirico lo hizo por vez primera en Roma, en 1919, aunque su obra era ya conocida en París; en 1913 y 1914 Apollinaire la había visto con interés. * Todos los textos de esta sección han sido traducidos al inglés por Joshua C. Taylor.

En enero de 1919 apareció el primer número de Valori Plastici, una revista publicada por Mario Broglio en Roma y claramente dominada por la idea metafísica. El número doble (4-5) de abril y mayo de 1919 incluye la más completa declaración de los puntos de vista de la Scuola Metafísica, con artículos de Carra, Savinio y De Chirico. Como movimiento, la Scuola Metafísica, duró sólo unos años y no atrajo muchos militantes comprometidos; entre ellos figuraron Giorgio Morandi, y más brevemente, Filippo de Pisis. De Chirico y Carra se enfrentaron bien pronto a causa de la autoría del movimiento, y el primero regresó a trabajar a Francia. Sin embargo, la influencia general del movimiento fue considerable, de modo especial en el surrealismo parisino. También influyó en ciertos aspectos del Novecento Italiano. La Scuola Metafísica, tal como quedó formulada en Ferrara entre 1917 y 1919, tenía dos principios fundamentales: � Uno, evocar esos inquietantes estados de la mente que nos hacen dudar de la existencia aparte e

impersonal del mundo empírico, considerando en cambio cada objeto como sólo la parte externa de una experiencia en general imaginativa y enigmática en cuanto a su significado.

� Dos, hacer esto por medio de sólidas y claramente definidas construcciones, las cuales, paradójicamente, parecen por completo objetivas.

Los metafísicos hablan a menudo de composiciones "clásicas", de evitar la autoexpresión espontánea. No estaban interesados en los sueños, sino en los más complicados fenómenos asociativos que nacen de las observaciones de cada día. Más hay una diferencia entre De Chirico y Carra. Mientras el primero estaba fascinado por la embrujada y amenazadora fuerza generada por lo desconocido, las imágenes de Carra tendían más bien hacia una melancolía dulce, una especie de meditación pasiva. También en sus escritos puede notarse que si Carra insiste en la perfección impersonal de formas ordenadas, De Chirico habla siempre de sus enigmáticas obsesiones. Resulta claro que era De Chirico y no Carra el que estaba más relacionado directamente con el grupo de Bretón, bien versado en los nuevos estudios psicológicos.

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1.4-Giorgio de Chirico, “Zeus el explorador”, 1918. pp. 475-477. Giorgio de Chirico, "Zeus el explorador", 1918* Una vez que han sido rotas las puertas de la estúpida empalizada que encerraba a los diferentes "grupos" que emiten balidos o mugidos, los nuevos Zeus se lanzan a descubrir las curiosidades que anidan como topos por todo el globo terrestre. "El mundo está lleno de demonios", dijo Heráclito de Efeso∗22, caminando bajo la sombra de los pórticos a la hora misteriosa del mediodía, mientras ante el seco abrazo del golfo asiático, la salada agua se esponjaba bajo el cálido viento del sur. Es preciso encontrar el demonio que hay en cada cosa. Los antiguos cretenses pintaban un enorme ojo en medio de las estrechas listas que decoraban sus vasijas, en sus utensilios domésticos, en las paredes de sus casas. Incluso un feto humano, de pez, de pollo, de serpiente, es exactamente como un ojo en su primer estadio. Es preciso encontrar el ojo que hay en cada cosa. Así pensaba yo en París, en los años anteriores al estallido de la guerra. En torno a mí, la banda internacional de pintores modernos contendía estúpidamente con fórmulas por completo desgastadas y sistemas estériles. Solo, en mi miserable estudio de la calle Campagne-Premiére, comencé a vislumbrar las primeras sombras de un arte más completo, más profundo, más complicado, o, en una palabra —a riesgo de provocar un ataque de hígado en un crítico francés— más metafísico. Apareció en el horizonte una tierra nueva. El gran guante color de cinc con terroríficas uñas barnizadas, moviéndose en la puerta de la tienda bajo las tristes brisas de la tarde urbana, me mostraba, con su dedo índice apuntando a las losas de la acera, las herméticas señales de una melancolía nueva. La cabeza de cartón del escaparate del barbero, cortada con el estridente heroísmo de oscuros tiempos prehistóricos, ardía en mi corazón y en mi cerebro como una canción recordada. Los demonios de la ciudad me abrieron el camino. Cuando volví a casa, otros fantasmas heráldicos salieron a recibirme. Descubrí nuevos signos zodiacales en el techo, y observé su vuelo desesperado, sólo para verles morir en las profundidades de la habitación, en el rectángulo de la ventana, abierta al misterio de la calle. La puerta del corredor, medio entornada hacia la noche, tenía la solemnidad sepulcral de la losa removida de la tumba vacía de los resucitados. Y los nuevos, anunciadores cuadros, tomaron forma. Como el fruto otoñal, estamos ya maduros para la nueva metafísica. Los poderosos vientos vienen de allá, de los turbulentos mares. Nuestro grito llega a las populosas ciudades de lejanos continentes. No podemos reblandecernos, sin embargo, en el placer de nuestras nuevas creaciones. Somos exploradores dispuestos para nuevos viajes. Bajo los cobertizos que resuenan con ecos metálicos, todo está preparado, en espera de la señal para partir. Suenan las campanas. Es la hora... "¡Caballeros, todos a bordo!" * Publicado originalmente con el título de "Zeus Pesploratore", Valori Plastici (Roma), I, 1 (enero de 1919), p. 10.

∗ 22 Heráclito de Efeso (c. 540-480 a. de C), filósofo griego que se apartó de la sociedad; buscaba un espíritu que lo llenase todo, manifiesto en el continuo conflicto natural de los opuestos.

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1.5-Giorgio de Chirico, “Sobre el arte metafísico”, 1919. pp. 477-482. Giorgio de Chirico, "Sobre el arte metafísisco", 1919∗ Es necesario un permanente control de nuestros pensamientos y de todas las imágenes que nos vienen a la mente incluso cuando estamos despiertos, las cuales, sin embargo, guardan una relación íntima con las que vemos en sueños. Es curioso que ninguna imagen onírica, por extraño que ello pueda parecer, nos asalte con fuerza metafísica. Por lo tanto, no debemos buscar la fuente de nuestras creaciones en los sueños; las teorías de Thomas de Quincey no nos tientan∗23. Si bien el sueño es un fenómeno extraño y un misterio inexplicable, mucho más inexplicable es el misterio y el aspecto que nuestra mente confiere a ciertos objetos y elementos de la vida. Hablando desde un punto de vista psicológico, hallar algo misterioso en las cosas es un síntoma de anormalidad cerebral relacionado con ciertos tipos de locura. Creo, sin embargo, que esos momentos de anormalidad pueden darse en todas las personas, y que es de lo más afortunado cuando ocurren en hombres con talento creador o clarividentes. El arte es la red fatal que atrapa esos extraños momentos que aletean como misteriosas mariposas, y que escapan aprovechando la ingenuidad y la distracción de la gente común. Momentos metafísicos felices pero inconsncientes pueden apreciarse en pintores y escritores. Por lo que a éstos se refiere, quiero recordar a un viejo y provinciano francés a quien llamaré, para ser comprendido, el explorador en zapatillas. Para ser exacto, quiero hablar de Julio Verne, que escribió novelas de viajes y de aventuras y que es considerado como un autor ad usum puerum.∗24 Pero ¿quién mejor que él supo encontrar la metafísica de una ciudad como Londres en sus casas, calles, clubs, parques y plazas? ¿La espiritualidad de una tarde de domingo londinense, la melancolía de un hombre —un auténtico fantasma andante— como Philéas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días? La obra de Julio Verne se halla repleta de esos felices y consoladores momentos. Todavía recuerdo la descripción que hace de la salida del vapor de Liverpool en Una ciudad flotante.

ARTE NUEVO El difícil y complicado estado del arte nuevo no se debe a un capricho del destino, ni constituye un deseo de novedad y notoriedad por parte de unos pocos artistas, como algunos ingenuos piensan. Es, por el contrario, algo señalado por el destino humano, el cual, regulado por reglas matemáticamente fijadas, tiene su flujo y su reflujo, sus avances, retrocesos y renacimientos, como cualquier otro elemento de nuestro planeta. Un pueblo, desde sus mismos orígenes, ama el mito y la leyenda, lo sorprendente y lo monstruoso, lo inexplicable, y se refugia en ello. Con el paso del tiempo y la maduración de una cultura, refina y reduce las imágenes primitivas, las moldea para adaptarlas a las exigencias de su espíritu purificado, y escribe su historia a partir de los mitos originales. Una época europea como la nuestra, que lleva en su seno la pesada carga de tantas civilizaciones y la madurez de tantos periodos espirituales, está destinada a producir un arte que, desde cierto punto de vista, parece ser de inquietud mítica. Este arte brota de las obras de esos pocos dotados con una especial claridad de visión y de sensibilidad. Desde luego, todo ello porta las señales de sucesivas épocas precedentes, de las cuales nace un arte enormemente complicado y poliforme por lo que se refiere a los diferentes aspectos de sus valores espirituales. Por lo tanto, el arte nuevo no es un error de nuestro tiempo.

∗ * Publicado originalmente con el título "Sull'arte metafísica", Valori Plastici (Roma), I, 4-5 (abril-mayo de 1919), pp. 15-18. La traducción al inglés es de Joshua C. Taylor. ∗ 23 Thomas de Quincey (1758-1859) publicó sus Confesiones de un inglés comedor de opio en 1822. Incluye extensas descripciones de sus sueños bajo la influencia de drogas. J. C. T. ∗ 24Julio Verne (1828-1905) publicó en 1872 La vuelta al mundo en ochenta dias. Sus muchos libros de viajes imaginarios estaban inspirados en los progresos de la ciencia moderna, pero combinando un alto grado de fantasía con lo que parece son plausibles datos científicos. JCT.

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Es inútil pensar, sin embargo, como hacen algunas gentes tan engañadas como utópicas, que el arte nuevo pueda redimir y regenerar a la humanidad, que pueda dar a la humanidad un nuevo sentido de la vida, una nueva religión. La humanidad es y seguirá siendo lo mismo que ha sido en el pasado. Acepta y aceptará aún más este arte. ¡Llegará el día en que las gentes irán a los museos para verlo y estudiarlo! Un día hablaran de él de un modo tan fácil y natural como hablan ahora de los campeones de un arte más o menos remoto, de artistas que ahora están clasificados y catalogados y tienen sus nichos y sus pedestales en museos y bibliotecas de todo el mundo. Hoy nos preocupa mucho el problema de la composición; mañana no nos inquietará. Ser o no ser comprendido es un problema de hoy. Un día, también nuestra obra perderá su aire de locura, la locura que el público ve en ella, pues la gran locura, precisamente la que no es aparente para todos, existirá siempre y continuará gesticulando y mostrándose tras la inexorable pantalla de la materia.

DESTINO GEOGRÁFICO

Desde el punto de vista geográfico, estaba predestinado que una primera manifestación consciente de la gran pintura metafísica había de nacer en Italia. Ello no hubiera podido tener lugar en Francia. El virtuosismo fácil y el bien cultivado gusto artístico, mezclado con una dosis de esprit (no sólo, en el sentido exagerado y bromista) que tiene el noventa y nueve por ciento de los habitantes de París, bastarían para sofocar e impedir la aparición de un espíritu profetice Nuestra tierra, por otra parte, es más propicia para el nacimiento y desarrollo de animales tales. Nuestra inveterada gaucherie y el esfuerzo que en todo momento hemos de hacer para acostumbrarnos a la ligereza espiritual, han determinado la densidad de nuestra tristeza crónica. Sin embargo, parece cierto que sólo entre tales rebaños surgen los grandes pastores, como los más grandes profetas que cambian la historia hacia nuevas rutas surgen entre las tribus y las gentes con destinos menos felices. Por desgracia, en el arte y en la naturaleza la estética no puede dar a luz un profeta, y el más profundo filósofo griego que conozco, Heráclito, meditó en otras orillas, menos afortunadas a causa de su proximidad a los desiertos infiernos.

LOCURA Y ARTE

Es una verdad axiomática que la locura es un fenómeno inherente a todas las manifestaciones artísticas profundas. Schopenhauer define al loco como una persona que ha perdido la memoria*. Se trata de una apropiada definición, porque de hecho lo que constituye la lógica de nuestras acciones normales es un rosario continuo de recuerdos de las relaciones entre las cosas y viceversa. Podemos mencionar un ejemplo. Entro en una habitación, veo un hombre sentado en un sillón, una jaula con un canario que cuelga del techo; también cuadros en las paredes y una estantería con libros. Nada de esto sorprende ni inquieta, porque una serie de recuerdos conectados entre sí me explican la lógica de lo que veo. Más supongamos por un momento que, por razones inexplicables y ajenas a mi voluntad, el encadenamiento de la serie se rompe. ¡Quién sabe cómo podría ver al hombre sentado, la jaula, los cuadros, la estantería! Quién sabe con qué sorpresa, con qué terror y también, acaso, con qué placer y gusto podría ver la escena. Una escena que, sin embargo, no habría cambiado; sería yo el quien estuviese viéndola desde otro ángulo. Aquí es donde nos encontramos con el aspecto metafísico de las cosas. Por deducción, podríamos concluir que todo tiene dos aspectos: uno normal, que es el que vemos casi siempre y que es visto por los demás en general; otro el espectral o metafísico, que sólo pueden ver contadas personas en momentos de clarividencia o de abstracción metafísica, del mismo modo que ciertos cuerpos que existen en la materia no pueden ser penetrados por los rayos solares y se hacen visibles sólo bajo la luz artificial, los rayos X, por ejemplo. Sin embargo, por algún tiempo me incliné a creer que las cosas podían tener más aspectos que los dos mencionados (un tercero, un cuarto, un quinto aspecto), todos diferentes del primero pero íntimamente relacionados con el segundo o metafísico.

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LOS SIGNOS ETERNOS

Recuerdo la curiosa y profunda impresión que me produjo de niño una ilustración de un viejo libro titulado La Tierra antes de las inundaciones. El grabado representaba un paisaje de la Era Terciaria. El hombre no existía todavía. He pensado a menudo en este extraño fenómeno de la ausencia humana en su aspecto metafísico. Toda obra de arte profunda incluye dos soledades: la que puede llamarse "soledad plástica", que es ese placer contemplativo derivado de la feliz construcción y combinación de formas (elementos o materiales muertos-vivos o vivos-muertos; la segunda vida de las nature morte [las naturalezas muertas], considerada no en el sentido de un tema pictórico, sino como ese aspecto espectral que puede aplicarse también a una figura supuestamente viva). La segunda soledad es la de los signos26, una soledad eminentemente metafísica de la cual queda de modo automático excluida toda posibilidad lógica de educación visual o psicológica. * Arthur Schopenhauer (1788-1860), filósofo alemán, publicó su influyente obra, El mundo como voluntad y representación, en 1819- De Chineo estaba muy interesado en las ideas de Schopenhauer, en especial en la primacía que daba al conocimiento interior, intuitivo, sobre la percepción de las cosas del mundo exterior. J. C. T.

Hay cuadros de Bócklin27, Claude Lorain, Poussin, que si bien habitados por figuras humanas se hallan íntimamente asociados con los paisajes de la Era Terciaria: el hombre como ser humano está ausente. Ciertos retratos de Ingres alcanzan ese límite. Merece la pena observar, sin embargo, que en las citadas obras (acaso con la excepción de alguna de Bócklin) sólo existe la primera soledad, la soledad plástica. Únicamente en la nueva pintura metafísica italiana es donde aparece la segunda soledad, la soledad de los signos o metafísica. La obra de arte metafísica es de aspecto sereno, mas produce la impresión de que algo nuevo debe ocurrir en esa misma serenidad, y que otros signos, además de los ya manifiestos, tienen que aparecer en la tela. Se trata del revelador síntoma de la profundidad habitada. La lisa superficie del océano perfectamente en calma, por ejemplo, nos inquieta no tanto por pensar en la distancia que hay entre nosotros y su final como por lo desconocido que se oculta en sus profundidades. Si no fuera ésta nuestra idea del espacio, sólo experimentaríamos una sensación de vértigo, como cuando nos encontramos a una gran altura. 26 "Signo" se utiliza aquí en el sentido general de "símbolo". J. C. T. 27 Arnold Bócklin (1827-1901), pintor suizo que trabajó en Alemania y en Italia. Cuando estaba estudiando en Munich, De Chirico se sintió muy impresionado ante sus evocadores cuadros y grabados de tema mitológico. J. C. T.

ESTÉTICA METAFÍSICA

En la construcción de ciudades, en la forma arquitectónica de casas, plazas, jardines y paseos, puertos, estaciones de ferrocarril, etc., existen los fundamentos de una gran estética metafísica. Los griegos tuvieron un particular cuidado con tales construcciones, guiados por su sentido estético-filosófico: pórticos, calles en sombra, terrazas como auditorios ante los grandes espectáculos de la naturaleza (Homero, Esquilo); la tragedia de la serenidad. En Italia tenemos maravillosos ejemplos modernos de estructuras tales. Por lo que a Italia se refiere, su origen psicológico sigue siendo oscuro para mí. He meditado mucho sobre este problema de la arquitectura metafísica italiana, y toda mi obra de los años 1910, 1911, 1912, 1913 y 1914 muestra esa preocupación. Acaso llegue el día en que esa estética, dejada hasta ahora al capricho del azar, se transforme en ley y necesidad para las clases altas y para quienes dirigen los asuntos públicos. Quizá entonces podremos evitar la repugnancia de ser dados de lado para favorecer en cambio monstruosas apoteosis de mal gusto y de agresiva imbecilidad, como ese blanco monumento de Roma dedicado al Gran Rey, conocido

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también como Altar de la Patria 28, y que guarda con la sensibilidad arquitectónica la misma relación que las odas y oraciones de Tirteo Calvo 29 con la poética. Schopenhauer, que conocía bien esta clase de cuestiones, aconsejó a sus contemporáneos no instalar las estatuas de sus hombres ilustres sobre columnas y pedestales demasiado altos, sino sobre basamentos bajos, "como se hace en Italia, donde algunos hombres de mármol parecen estar al mismo nivel que el transeúnte y caminar junto a él". El imbécil, esto es, quien no tiene sensibilidad metafísica, se siente atraído de modo instintivo hacia los efectos producidos por la masa y el peso, hacia una especie de wagnerismo arquitectónico. Es un problema de ingenuidad. Son gentes que no conocen el terror de las líneas y de los ángulos si no se lanzan hacia el infinito. Encuentran de este modo un apoyo para sus limitadas psiques, encerradas en el mismo círculo que lo femenino y lo infantil. Mas nosotros, que comprendemos los signos del alfabeto metafísico, sabemos qué alegrías y qué tristezas se esconden en un pórtico, en la esquina de una calle, o incluso en una habitación, en la superficie de una mesa, en el interior de una caja. Los límites de esos signos, constituyen para nosotros una suerte de código de representación moral y estético; además, gracias a la clarividencia construimos una nueva psicología metafísica de las cosas. 28 La construcción del gigantesco monumento erigido en honor de Víctor Manuel II en el centro de Roma fue iniciada en 1885; la inauguración tuvo lugar en 1911. El arquitecto fue Giuseppe Sacconi. En el segundo nivel se halla el Altar de la Patria, con esculturas de Ángel Zanelli J. C.T. 29 De Chirico se refiere probablemente a Tirteo, poeta griego famoso por sus versos guerreros. J. C. T.

La absoluta consciencia del espacio que un objeto debe ocupar en un cuadro, así como del espacio que separa un objeto de otro, establece una nueva astronomía de elementos unidos al planeta por la inexorable ley de la gravedad. La utilización minuciosamente atenta y cuidadosa de la superficie y de los volúmenes constituye el canon de la estética metafísica. Es conveniente tener en cuenta aquí algunas de las profundas reflexiones de Otto Weininger sobre la metafísica geométrica30: ... Un arco de círculo puede ser un hermoso ornamento: ello no significa perfección total, lo cual ya no sirve para apoyar lo que algún crítico pensaba, como sí servía la serpiente de Midgard que rodeaba al mundo. Un arco tiene algo todavía incompleto que necesita y puede ser terminado: equivale a un presentimiento. Por esta razón, hasta un anillo es siempre el símbolo de algo amoral o inmoral. (Esta idea me aclaró la impresión eminentemente metafísica que pórticos y arcos en general habían producido siempre en mí). A menudo, se han visto símbolos de una realidad superior en las figuras geométricas. Por ejemplo, el triángulo ha funcionado ab antico, y funciona todavía en la doctrina teosófica, como símbolo místico y mágico, y sin duda despierta muchas veces en la persona que lo mira, conozca o no la tradición, una sensación de inquietud y casi de miedo. (Las escuadras triangulares me han obsesionado y me siguen obsesionando de la manera dicha; siempre las he visto brillando como misteriosas estrellas tras cada una de mis figuraciones pictóricas). Partiendo de tales principios, podemos mirar el mundo que nos rodea sin caer en los mismos errores en que habían incurrido nuestros predecesores. Podemos seguir todavía cualquier estética, incluyendo la de la figura humana, pues en tanto que trabajemos y meditemos en torno a tales problemas ya no son posibles las ilusiones fáciles y falsas. Amigos de un nuevo conocimiento, nuevos filósofos, podemos por fin sonreír con placer ante las características de nuestro arte. 30 Otto Weininger (1880-1903), filósofo austriaco, publicó en 1903 su polémico libro Geschlecht und Charakter, traducido al italiano en 1912. J. C. T.

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2. DADÁ. EL CABARET VOLTAIRE. -CHIPP:

2.1-Tristan Tzara, “Conferencia sobre Dada”, 1924. pp. 411-416. No necesito decirles que para el público en general, y también para ustedes, público refinado, un dadaísta es como un leproso. Pero es sólo una forma de hablar. Cuando esa misma gente se nos acerca, nos trata con ese resto de elegancia que les queda de su vieja costumbre de creer en el progreso. A diez metros de distancia reaparece de nuevo el odio. Si me preguntan por qué, no sería capaz de decirlo. Otra característica de Dada es la continua ruptura con nuestros amigos. Siempre rompen con nosotros y dimiten. El primero en dimitir del movimiento Dada fui yo mismo. Todo el mundo sabe que Dada no es nada. Rompí con Dada y conmigo mismo tan pronto como comprendí las implicaciones de nada. Si continúo haciendo algo es porque me divierte, o más bien porque necesito la actividad, que utilizo y satisfago siempre que puedo. Básicamente, los verdaderos dadaístas han estado siempre alejados de Dada. Quienes se comportaron como si Dada fuera lo bastante importante como para dimitir con gran escándalo, lo hicieron motivados por un deseo de publicidad personal, demostrando que los falsarios siempre se han retorcido, como sucios gusanos, en el seno de las más puras y radiantes religiones. * Publicado originalmente en Merz (Hannover), II, 7 (enero de 1924). Traducción al inglés tomada de The Dada Painters and Poets, pp. 246-251.

Ya sé que han venido aquí a escuchar explicaciones. Bien, no esperen explicación alguna sobre Dada. Explíquenme por qué existen ustedes mismos. No tienen la más remota idea. Dirán: existo para hacer felices a mis hijos. Pero en el fondo de sus corazones saben que no es así. Dirán: existo para defender a mi país de las invasiones de los bárbaros. He aquí una buena razón. Dirán: existo porque Dios lo ha querido. Se trata de un cuento de hadas para niños. Nunca podrán decirme por qué existen, pero siempre estarán dispuestos a sostener una actitud seria ante la vida. Nunca comprenderán que la vida es un retruécano, pues nunca estarán lo bastante solos para rechazar el odio, los juicios, todas esas cosas que

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exigen tan gran esfuerzo, en favor del estado mental sereno y equilibrado que hace que todo sea igual y sin importancia. Dada no es en modo alguno moderno. Es más bien algo como un regreso a una religión casi budista de la indiferencia. Dada recubre las cosas de una delicadeza artificial, una lluvia de mariposas blancas salidas de la cabeza de un prestidigitador. Dada es inmovilidad, y no incluye las pasiones. Se dirá que esto es una paradoja, ya que Dada se manifiesta sólo por medio de actos violentos. Sí, la reacciones de los individuos contaminados por la destrucción son violentas, pero cuando esas reacciones se agotan aniquiladas por la satánica insistencia de un continuo y progresivo "¿para qué?", lo que queda, lo que domina, es la indiferencia. Pero con la misma convicción podría mantener lo contrario. Ya hemos tenido bastante de esos movimientos intelectuales que nos hacían creer, más allá de toda medida, en los beneficios de la ciencia. Lo que queremos ahora es espontaneidad. No porque sea mejor o más hermosa que otra cosa. Sino porque todo lo que brota libremente de nosotros, sin participación de ideas especulativas, nos representa a nosotros mismos. Debemos intensificar esa cantidad de vida que se malgasta fácilmente en cualquier parte. El arte no es la manifestación más preciosa de la vida. El arte no posee el valor divino y universal que la gente gusta de atribuirle. La vida es algo mucho más interesante. Dada conoce la medida correcta que debe aplicarse al arte: con métodos sutiles y pérfidos, Dada lo introduce en la vida diaria. Y viceversa. En arte, Dada reduce todo a una simplicidad inicial, que se hace siempre cada vez más relativa. Mezcla sus caprichos con el viento caótico de la creación y las bárbaras danzas de las tribus salvajes. Quiere la lógica reducida a un mínimo personal, al tiempo que desde su punto de vista la literatura debe entenderse primordialmente para el individuo que la hace. Las palabras tienen su propio peso, y tienden a la construcción abstracta. El absurdo no me aterroriza, pues desde una posición más elevada todo lo que tiene la vida me parece absurdo. Sólo la elasticidad de nuestras convenciones crea un nexo entre actos disímiles. En el arte, lo Bello y lo Verdadero no existen; lo que me interesa es la intensidad de una personalidad trasladada directamente, claramente, a la obra; el hombre y su vitalidad; el ángulo desde el cual mira los elementos y en qué manera sabe reunir sensación, emoción, en un encaje de palabras y sentimientos.

Dada intenta descubrir lo que las palabras significan antes de ser

utilizadas, desde el punto de vista no de la gramática, sino de la representación. Objetos y colores pasan por el mismo filtro. No es la técnica lo que nos interesa, sino el espíritu. ¿Por qué quieren que nos preocupemos por una renovación pictórica, moral, poética, literaria, política o social? Sabemos muy bien que esas renovaciones no son otra cosa que los sucesivos mantos con que se cubren las diferentes épocas históricas, asuntos nada interesantes de modas y apariencias. Sabemos perfectamente que las gentes vestidas con los trajes del Renacimiento eran más bien iguales a las de hoy, y que Chouang-Dsi era tan Dada como nosotros. Se equivocan si piensan que Dada es una escuela moderna o incluso una

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reacción contra las escuelas de hoy. Algunas de mis declaraciones les habrán sorprendido como antiguas y naturales; qué mejor prueba de que ustedes eran dadaístas sin saberlo, acaso incluso antes del nacimiento de Dada. Oirán a menudo que Dada es un estado mental. Se puede ser alegre, triste, afligido, divertido, melancólico o Dada. Sin ser escritor se puede ser romántico; se puede ser soñador, aburrido, excéntrico, hombre de negocios, delgado, transfigurado, vano, amistoso o Dada. Ello ocurrirá en el curso de la historia, cuando Dada haya llegado a ser una palabra precisa y habitual, cuando la repetición popular le haya dado el carácter de una palabra orgánica con su necesario contenido. Hoy nadie piensa en la literatura de la escuela romántica al representar un lago, un paisaje, un personaje. Lenta pero seguramente, se está formando un carácter Dada. Dada está aquí, allá, un poco por todas partes, tal como es, con sus errores, con sus particularidades y distinciones personales, que acepta y considera con indiferencia. Se nos ha dicho que somos incoherentes, mas para mí es difícil considerar esto como lo que pretenden, es decir, como un insulto. Todo es incoherente. Un caballero decide tomar un baño, pero en vez de ello se va al cine. Otro quiere callarse, pero dice cosas que ni siquiera le habían pasado por la cabeza. Otro tiene una idea exacta sobre algún tema, pero no consigue sino expresar lo contrario con palabras que para él no son sino una pobre traducción. No hay lógica. Sólo necesidades relativas descubiertas a posteriori, válidas no con un sentido preciso, sino sólo como explicaciones. Los hechos de la vida no tienen comienzo ni fin. Todo sucede de una manera absolutamente estúpida. Por ello todo es igual. La sencillez se llama Dada. Todo intento de conciliar un estado momentáneo inexplicable con la lógica me parece como un juego aburrido. La convención de la lengua hablada es amplia y adecuada para nosotros, mas para nuestra soledad, para nuestras diversiones íntimas y para nuestra literatura, ya no la necesitamos. Los comienzos de Dada no fueron los comienzos de un arte, sino de una repugnancia. Repugnancia por la magnificencia de los filósofos que durante tres mil años nos han estado explicando todo (¿para qué?); repugnancia hacia las pretensiones de esos artistas representantes de Dios en la Tierra; repugnancia hacia la pasión y la maldad realmente patológicas por las que no merece la pena preocuparse; repugnancia hacia una equivocada forma de dominación y de restricción en masse, que acentúa antes que atenúa el instinto humano por el poder; repugnancia hacia todas las categorías catalogadas; repugnancia hacia los falsos profetas que no son nada sino ante los intereses económicos, ante el orgullo y lo morboso; repugnancia hacia los lugartenientes de un arte mercantil hecho de encargo según unas pocas e infantiles leyes; repugnancia hacia el divorcio del bien y del mal, lo hermoso y lo feo (¿por pequeño?); repugnancia, finalmente, hacia la dialéctica jesuítica que puede explicarlo todo y llenar la cabeza de la gente con ideas sesgadas y obtusas sin ninguna base fisiológica ni raíces étnicas, todo ello

utilizando artificios que ciegan e innobles promesas de charlatán. Mientras, Dada avanza y destruye constantemente, no en extensión, sino en sí mismo. De todas esas repugnancias, puedo añadir, no saca conclusión alguna, ni orgullo, ni beneficio. Incluso ha cesado de combatir contra todo, comprendiendo que ello no sirve de nada, que no es eso lo que le importa. Lo que le interesa a un dadaísta es su propia forma de vivir. Pero con eso nos estamos acercando al gran secreto. Dada es un estado mental. Por eso se transforma a sí mismo según las razas y los acontecimientos. Dada se dedica a todo y sin embargo no es nada, es el punto de encuentro del sí y del no y de todos los contrarios, no solemnemente en los

palacios de las filosofías humanas, sino, de modo muy sencillo, en las esquinas, como los perros y los saltamontes.

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Como todo lo demás de la vida, Dada no sirve para nada. Dada carece de pretensiones, como la vida debería ser. Quizá, me comprendan mejor si les digo que Dada es un microbio virgen que se infiltra con la insistencia del aire en todos los lugares que la razón ha sido incapaz de llenar con palabras o convenciones. -CALVO SERRALLER…:

2.2-INTRODUCCIÓN AL DADAÍSMO: pp. 183-189.

VIII. DADAÍSMO

Hasta hace relativamente poco —quizás aproximadamente hasta esa violenta sacudida revolucionaria del mayo del 68— el dadaísmo era uno de los movimientos vanguardistas peor conocidos. Ciertamente, a la repugnancia que de suyo pudiera suscitar un programa tan intransigente nihilista, se unía una serie de dificultades objetivas para valorarlo correctamente, de manera que resulta todavía válida la ironía del crítico inglés John Richardson: «Cómo se puede pretender definir y afortiori circunscribir un movimiento que no se puede reducir ni a un personaje determinado, ni a un lugar, ni a una doctrina, ni a un tema concreto; que se refiere a todas las artes; cuyo centro de interés se desplaza incesantemente; y que, por añadidura, se proclama negador, efímero, ilógico y sin objeto». Podríamos seguir manteniendo esta misma interrogación perpleja en la actualidad, a pesar de que durante estos últimos años hemos asistido a una revalorización del dadaísmo: revalorización ésta que, desde luego, a la postre, sólo sirve para legitimar la introducción de un nuevo tipo de objetos en los museos y rellenar un capítulo más de las historias del arte. Pero si decimos que, a pesar de los pesares, puede subsistir aún cierta interrogación perpleja en la recuperación académica del dadaísmo es por el «hueco» que supuso respecto a la práctica artística: un movimiento cuya principal pretensión consistía en hacer irrisorio cualquier objeto, acción o comportamiento artísticos, un movimiento cuyo fin principal era destruir el arte; en una palabra: un anti arte. En este sentido, dada sigue siendo la opción más radical de la vanguardia, la negación más rotunda, el auténtico punto de no retorno: no pretendía ser una alternativa más del desarrollo del nuevo arte, ni, al menos en sus orígenes, una nueva moral de compromiso; lejos de cualquier código —ético o estético—, dada parece existir al margen del arte tradicional o nuevo, al margen de cualquier afirmación. ¿Cómo se pudo llegar a unas posiciones tan exasperadamente nihilistas? Responder a estas preguntas es complicado porque resulta, a su vez, extraordinariamente difícil aislar en unas causas concretas un fenómeno cultural tan complejo, ya que el dadaísmo se nos revela más que como un simple movimiento artístico, como un estado de espíritu, un método de negación, una actitud violenta y desencantada [...]. Como quiera que sus orígenes se remontan a la actividad de una serie de exilados de la gran guerra, en Zúrich, durante 1916, muchos manuales de arte contemporáneo explican su aparición por la frustración y el desengaño que producía una cultura que en su máximo momento de esplendor no acertaba sino a producir la más cruenta de las guerras conocidas y todo ello embadurnándolo de ideales altisonantes y falsamente gloriosos. Es indudable que la Primera Guerra Mundial debió ser la chispa que prendió la mecha de una situación explosiva; sin embargo, creemos que no la creó y, por consiguiente, el dadaísmo hubiera existido también sin ella. Más aún, parece legítimo considerar a la propia guerra de 1914 como la consecuencia de una grave crisis que padecía, desde sus orígenes, la historia contemporánea de Europa. No olvidemos, al respecto, que—en lo que al mundo de la cultura y el arte se refiere— comenzaron a detectarse síntomas de malestar y enrarecimiento a lo largo del siglo XIX, síntomas que preanuncian claramente muchas de las actitudes que adoptarían posteriormente el dadaísmo. Así, por ejemplo, cabe resaltar el profundo divorcio entre arte y sociedad desde el momento en que se instala en el poder la burguesía revolucionaria y pierde sentido la profecía de liberación del arte: el artista ciertamente había conseguido romper las ataduras de su dependencia ideológica y práctica durante el Antiguo Régimen, pero el vehículo de liberación estaba mediatizado por las nuevas exigencias del mercado, único ámbito en el que se podría concebir en adelante la creación. De esta manera, al convertirse el artista en un productor especializado más que atiende a las demandas de un consumo anónimo, perdió significación

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moral su papel social. Resentido por esta falta de contenido en su identidad social, ya desde el romanticismo comienza a producir actitudes tipificadas de rebeldía, desde el simple compromiso político revolucionario —hacer un arte al servicio de la sociedad— hasta la exasperación más radical del enfrentamiento artista-sociedad —hacer una sociedad a medida del arte—. El caso es que, desde una u otra postura, Baudelarie, Courbet, Rimbaud, Novalis o Lautreamont, expresan en su personalidad o en su obra, más o menos directamente, el desgarramiento y la denuncia más violentos. Y, dentro de este clima de insatisfacción e incertidumbre, quizá sea la famosa doctrina del «arte por el arte» la que llevó más al extremo el rechazo violento de la posibilidad de un entendimiento social del arte. Generalmente se suele equivocar el potencial revolucionario de esta filosofía; con el uso bastardo y filisteo de quienes pretendían aislar acomodaticiamente al arte de sus compromisos sociales, sin darse cuenta que una teoría semejante, una teoría del arte por el arte, suponía la hipostización de la libertad artística como libertad frente a las exigencias sociales, «el reconocimiento, en definitiva, de la esencial inutilidad social del arte, y el reconocimiento —y la asunción— también de la inexistencia de una función social del artista: el arte se tiene a sí mismo como contenido; no hay, pues, un lugar social para el artista o, si se quiere, redundantemente, sólo hay un lugar artístico para el artista» (F. Calvo y A. González, El artista en la sociedad, Madrid, 1976, pág. 71). Porque si «el arte por el arte» era «la mentira de su real dependencia como mercancía», es decir, por un momento, la mistificación de una burguesía que desplazaba la significación del estilo de sus implicaciones reales hacia un eclecticismo que asumía las variaciones del gusto como dinámica propia de las artes —todo resulta válido en tanto que es recuperable como mercancía—, ponía de manifiesto también, como tal mentira —como esa negatividad exasperada e impotente— la irrecuperabilidad social de su mensaje. Efectivamente, tras la manipulación aparecía institucionalizada la irrecuperabilidad. «Cuando el burgués se apega a sus principios comerciales —nos advierte Hermann Broch— con una intransigencia fundada y racionalmente inatacable, mostrándose ciego respecto a todo cuando puede derogar esos principios, y cuando el artista, con la misma intransigencia se aferra a sus principios artísticos, ambos actúan de una manera lógica y sociológicamente parecida, y en ambos casos ese espíritu perentorio intensifica la indiferencia hasta la crueldad auténtica [...]. Aunque también juega un papel en esta crueldad, el deseo de épater le bourgeois se encuentra en el mismo plano que el bourgeois epaté, pero, aún más, porque el burgués acepta todo lo que le asombra a condición de que le parezca sin peligro, es decir, en tanto que no salga del marco de lo racional [...]. Pero las Fleures du Mal son inaceptables para él. Porque la crueldad que sus poemas hacen aflorar a la conciencia —con toda la inconsciencia por parte de la poesía— revela una cosa horripilante entre todas: lo irracional en sí.» Este largo párrafo que hemos dedicado a exponer la situación del artista en el siglo XIX, rematado por el inteligente diagnóstico de Broch sobre la actitud de extrañamiento social del arte en el desarrollo de la sociedad contemporánea, nos ha parecido imprescindible precisamente para comprender la razón esencial de la irrupción del dadaísmo. Por otra parte, en un momento de este análisis del conflicto de identidad entre arte y sociedad, destacábamos —por su radicalidad— una postura como la que defendía la teoría del arte por el arte, y quizá merezca la pena volver a replantearla ahora que tenemos que afrontar, con el dadaísmo, la que puede ser considerada como la otra cara de la misma moneda. En efecto, lo que para quienes defendían un arte autónomo, que existía precisamente por producirse al margen o incluso enfrente de las exigencias sociales, suponía la asunción de la irrecuperabilidad, se convertía en una mera estrategia de provocación. Dibujar bigotes a la Gioconda o exponer un urinario ponía al descubierto las trampas de la religión de la belleza, ya que estos gestos arbitrarios u objetos irrisorios, entre otros, siempre que estuvieran avalados por una firma, reclamarían su cotización en el mercado y evidentemente ocuparían y ocupan con perfecta seriedad un lugar preeminente en los museos. Ahora bien, si el potencial de humor de esta treta se hubiese quedado en eso, seguramente los urinarios se acabarían acreditando como testimonio de la importancia del arte popular o simplemente como la revalorización existencial de los objetos de uso cotidiano; lo importante del dadaísmo, por el contrario, es que supo colocar orinales donde eran esperados cuadros cubistas, el silencio cuando se exigía la palabra y la risa cuando más se necesitaba la seriedad, es decir: su objeto era perpetuamente móvil o —mejor— no tenía objeto. Comencemos por el nombre: ¿Qué significa dada? «Por los diarios —nos dice Tzara— se entera uno que la cola de una vaca santa los negros Krou la llaman dada. El cubo y la madre en cierto lugar de Italia: dada. Un caballo de madera, la nodriza, doble afirmación en ruso y en rumano: dada.» A pesar de

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este expresivo párrafo de Tzara, todavía hay algún necio que sigue especulando sobre la identidad y significado del invento, sin darse cuenta que, al margen de que la anécdota histórica sea irrelevante, si «el cubismo fue una escuela de pintura y el futurismo un movimiento político: dada es un estado de ánimo y oponerlos entre sí revela ignorancia o mala fe» (Bretón). «DADA NO SIGNIFICA NADA », lo afirma el propio Tzara valiéndose de punto y aparte y mayúsculas, pero si resta alguna duda sígase la lectura del Manifiesto dada 1918, en el que, tras incoherencias, insultos, sarcasmos, boutades, apologías de la irracionalidad y el delito —en el nombre del arte y contra el arte—, las otras únicas palabras escritas con mayúsculas, aparte naturalmente de dada, son libertad y vida. He aquí un nuevo tipo de artista sin obra —sin objetos— o cuyo modo de obrar —su principal objetivo— consiste en desparramarse vertiginosamente y delirantemente por todos y cada uno de los objetos que nos rodean: «Este mundo no está especificado ni definido en la obra, sino que pertenece en sus innumerables variaciones al espectador. Para el autor, ese mundo carece de causa y teoría. Orden = desorden; yo = no - yo; afirmación = negación: resplandores supremos de un arte absoluto». ¿El arte? Las hilarantes retahílas de Picabia o Eluard con promesas de garantía y cinismo en cierta dosis y si alguien no parece convencido: «silbad, gritad, rompedme la cara y ¿después? Os diré, además, que sois tontos. En tres meses venderemos yo y mis amigos nuestros cuadros por algunos francos [...].» Con semejante programa ciertamente no se llega a nada, tal y como le ocurrió al dadaísmo, cuya imagen artística parece únicamente hurtándose —a modo de sustracción—: hueco, abismo. De hecho, como la tensión resultante de este ejercicio de negación continua es insoportable, los que no se perdieron irreversiblemente en el proceso acabaron profesando en un convento, afiliándose a un partido o fundando el surrealismo. Tan sólo permaneció la enigmática figura de Marcel Duchamp en silencio hasta el momento de su muerte. Se nos ocurre entonces que quizá convenga recordar aquí lo que escribiera Bataille a propósito de la perdurabilidad del surrealismo y que nosotros interpretamos como pensado a partir del aspecto dada que conservó el movimiento surrealista: «Cuando el grupo surrealista deje de existir, creo que el fracaso afectará primero al surrealismo de las obras. No porque las obras dejen de existir con el grupo: la cantidad de obras surrealistas son en la actualidad más numerosas que nunca, pero dejarán de estar asociadas a la afirmación de una esperanza que acabe con la servidumbre. Los libros hoy están ordenados en los estantes y los cuadros adornan las paredes. Por ello precisamente puedo afirmar que el gran surrealismo comienza».

¿No hay, pues, obras de arte dada? Sí, naturalmente. Ya hemos hablado de una Gioconda con bigotes, de un urinario firmado, mucho fotomontaje y buena cantidad de collages, incluso una amplísima serie de objetos perfectamente convencionales —leáse pinturas de caballete y esculturas—, de hermosa factura o estudiada desmaña. ¿Sus autores? Richter, Arp, Janeo, Taeuber, Segal, Man Ray, Hausmann, Schwitters, Ernst, Eggeling, etc. Y cuando no hay obra terminada, simplemente se cosifica la imagen misma del artista, caso del citado Duchamp, Picabia, Vaché o Cravan [...]. Sin embargo, no cabe duda que, desde el punto de vista dadaísta, esta perdurabilidad sigue siendo irrelevante, irrisoria, al igual que, en cierta manera, su memoria continúa comprometiendo el destino global de todo el arte contemporáneo, incluso el que ha sido realizado ignorando u oponiéndose a todos y cada uno de sus presupuestos. Antes, a propósito del significado mismo del término dada, advertíamos de su voluntario equívoco, y por ello de la irrelevancia de fijar la atención en el aspecto de anécdota histórica que pudiera derivarse del asunto. También dijimos que en el nombre estaba contenida parabólicamente la historia general de movimiento que

difícilmente podía ser definido cuando carecía de objeto. Pues con ello muy presente en la memoria, se

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puede ahora trazar un panorama esquemático de la historia del dadaísmo. Mencionar, por ejemplo, que sus primeras manifestaciones se producen en el famoso Cabaret Voltaire de Zúrich a partir de 1916 y en torno a las figuras de Hugo Ball, Richard Huelsenbeck, Marcel Janco, Tzara y Hans Arp; que las primeras manifestaciones del grupo están impregnadas de una cierta tradición poética romántica que se remonta a Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont; que participa del mismo espíritu agresivo de los futuristas, aunque sin caer en ninguna de las pueriles afirmaciones en las que acabaron estos últimos —deificación de las bielas o patrioterismo de polainas—; que aprovecharon ciertos rasgos de la estética expresionista, etc.; pero que, en última instancia, con tales acciones u obras no elaboraron ningún código estético y, sobre todo, ningún punto de apoyo moral [...] Claro que a los tres años aproximadamente del dadá-Zúrich no quedaba ni rastro, como era lógico. El segundo centro importante en el que surge el dadaísmo, casi simultáneamente, es en Nueva York: también aquí la presencia de exiliados de la guerra es fundamental, como Picabia y Duchamp sobre todo, pero aprovechando, eso sí, un clima previo, totalmente propicio, en torno a las actividades del fotógrafo Alfred Stieglitz y la famosa Exposición Internacional de Arte Moderno (Armory Show) de 1913. Allí, entre 1915 y 1923, se juntaría una curiosa amalgama euroamericana con personalidades como Marius de Zayas, Paul Haviland, Ernst-Mayer, Gleizes, Crotti, Cravan, Man Ray, Schamberg, Walter Pach, Arthur Dove, etc., alcanzando su punto culminante con la exposición escandalosa de la Central Gallery en 1917, en la que el jurado Duchamp presentaría, firmado con Mut, el famoso urinario, no admitido, por supuesto, por los estetas de la modernidad. Dada tuvo también una amplia representación en Alemania, ya que no en balde eran alemanes la mayoría de sus fundadores, y a través de sus tres centros —Berlín, Colonia y Hannover— nos ofrece la variante politizada del movimiento, ciertamente en un momento histórico en el que el compromiso revolucionario era una urgente cuestión de principio en aquel país. Algunos de sus protagonistas principales fueron los mismos que ya se han citado como fundadores del dadá-Zúrich —Huelsenbeck y Arp—, a los que hay que añadir los de Richter, Hausmann, Baader, Schwitters. Ernst, Grosz y Baargeld. En Alemania, como en el dadá-París, las fechas de implantación y desarrollo del dadaísmo fueron las de 1918-1923. De todas formas, donde dada, si no tuvo manifestaciones más importantes, alcanzó su muerte y transfiguración más «gloriosa» fue, ciertamente, en París. En la Francia de la guerra hubo pocas oportunidades para la creación artística fuera de la épica heroica y la elegía patriótica, y las glorias pasadas de la modernidad parecía resumirse en el placer nostálgico con que cuatro papanatas se extasiaban viendo pasear al ídolo Apollinaire con el uniforme azul de artillería y la cabeza malparada por el impacto de un obús. El encuentro de Picabia, asentado en la capital francesa en 1919, y Tzara, en 1920, con cuatro jóvenes escritores locales —Bretón, Aragón, Soupault y Fraenkel— puso en movimiento una máquina dadaísta que tuvo excelentes momentos de brillantez, pero que acabaría enfrentado gravemente, como en el célebre proceso Barres, el nihilismo disolvente de Tzara con el positivismo intransigente y autoritario de Bretón. En el resto de Europa no puede hablarse ya de centros dadaístas, sino, en todo caso, de información y difusión cómplice del dadaísmo, que era aceptado, equívocamente, como en España, bajo el mágico ensalmo de los prestigios de la modernidad. Digamos, finalmente, que el criterio para la reproducción de manifiestos no debe guardar reservas de ninguna especie: un movimiento que repugna objetivarse en obras, que concede a la crítica y a la acción un papel principal, obtiene su mejor arma precisamente a través de los textos teóricos, con lo que, en este caso, el problema de selección se plantea por la superabundancia y la autosuficiencia de cada uno de esos textos conservados. En cualquier caso, hemos procurado que hubiera textos representativos de cada una de las facciones dada más importantes, que coinciden naturalmente con los cuatro centros citados antes: dadá-Zúrich, dadá-Nueva York, dadá-Alemania y dadá-París.

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2.3-BLOQUE VIII. DADAÍSMO: COMPLETO.

T. Tzara, “Manifiesto del Señor Antipirina”. Pp. 19 0. MANIFIESTO DEL SEÑOR ANTIPIRINA T. TZARA Dada es nuestra intensidad: que erige las bayonetas sin consecuencia la cabeza sumatral del bebé alemán; dada es la vida sin pantuflas ni paralelos; que está en contra y a favor de la unidad y decididamente contra el futuro; sabemos sensatamente que nuestros cerebros se convertirán en cojines blanduzcos, que nuestro antidogmatismo es tan exclusivista como el funcionario y que no somos libres y gritamos libertad; necesidad severa sin disciplina ni moral y escupamos sobre la humanidad. Dada permanece dentro del marco de las debilidades europeas, es una cochinada como todas, pero de ahora en adelante queremos zurrarnos en diversos colores para ornar el jardín zoológico del arte de todas las banderas de los consulados. Nosotros somos directores de circo y chiflamos por entre los vientos de las ferias, por entre los conventos, prostituciones, teatros, realidades, sentimientos, restaurantes, uy, jejo, bang, bang. Nosotros declaramos que el coche es un sentimiento que nos ha mimado más de lo suficiente en las lentitudes de sus abstracciones, como los trasatlánticos, los ruidos y las ideas. Sin embargo, nosotros exteriorizamos la facilidad, buscamos la esencia central y nos sentimos contentos si podemos ocultarla; no queremos contar las ventanas de la élite maravillosa, pues dada no existe para nadie y queremos que todo el mundo entienda eso. Es ahí, os lo aseguro, donde está el balcón de dada. Desde donde uno puede oír marchas militares y descender cortando el aire como un serafín en un baño popular, para mear y comprender la parábola. Dada no es locura, ni sabiduría, ni ironía, mírame, gentil burgués. El arte era un juego color de avellana, los niños armaban las palabras que tiene repique al final, luego lloraban y gritaban la estrofa, y le ponían las botitas de las muñecas, y la estrofa se volvió reina para morir un poco y la reina se convirtió en ballena y los niños corrían y se quedaron sin cena. Y luego vinieron los grandes embajadores del sentimiento, quienes exclamaron histéricamente a coro:

Psicología psicología jiji. Ciencia ciencia ciencia.

Viva Francia. No somos naif.

Somos sucesivos. Somos exclusivos. No somos simples.

Y sabemos bien discutir de la inteligencia. Pero nosotros, dada, no compartimos su opinión, pues el arte no es cosa seria, os lo aseguro, y si mostramos el crimen para doctamente decir ventilador, es para halagarles, queridos oyentes, os amo tanto, os lo aseguro y os adoro. (T. Tzara, Siete Manifiestos, pp. 7-9.)

T. Tzara, “Manifiesto Dadá”, 1918. pp. 191-198. MANIFIESTO DADA (1918) T. TZARA La magia de una palabra —dada— que ha puesto a los periodistas ante la puerta de un mundo imprevisto, no tiene para nosotros ninguna importancia. Para lanzar un manifiesto es preciso querer A.B.C., fulminar contra 1, 2, 3, impacientarse y aguzar las alas para conquistar y esparcir a grandes y pequeños a, b, c, firmar, gritar, jurar, arreglar la prosa a manera de evidencia absoluta, irrefutable, probar su non plus ultra y mantener que la novedad se asemeja a la vida así como la última aparición de una cocotte prueba lo esencial de Dios. Su existencia ya ha quedado probada por el acordeón, el paisaje y la palabra dulce. Imponer su A.B.C. es algo natural —y por consiguiente lamentable—. Todo el mundo lo hace a guisa de cristalbluffmadona, sistema

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monetario, producto, farmacéutico, pierna desnuda que convida a la primavera ardiente y estéril. El amor por la novedad es la cruz simpática, es prueba de un mimpotacarajismo ingenuo, signo sin causa, pasajero, positivo. Pero esta necesidad es tan vieja como otras. Al dar al arte el impulso de la suprema simplicidad: la novedad, uno es humano y verdadero respecto de la diversión, impulsivo, vibrante para crucificar al tedio. En la encrucijada de las luces, alerta, atento, al acecho de los años, en el bosque. Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, digo sin embargo ciertas cosas y estoy por principio contra los manifiestos, como también estoy contra los principios (decilitros para el valor moral de toda frase —demasiada comodidad—; la aproximación fue inventada por los impresionistas). Yo escribo este manifiesto para mostrar que pueden ejecutarse juntas las acciones opuestas, en una sola y fresca respiración; yo estoy en contra de la acción; a favor de la continua contradicción, y también de la afirmación, no estoy ni en favor ni en contra y no lo explico porque odio el sentido común. Dadá, ésta es una palabra que lleva a la caza las ideas; cada burgués es un dramaturgo en pequeño, inventa temas diferentes, en vez de colocar a los personajes convenientes al nivel de su inteligencia, crisálidas en las sillas, busca las causas o los fines (siguiendo el método psicoanalítico que él practica) para cementar su intriga, historia que habla y se define. Cada espectador es un intrigante si trata de explicar una palabra (¡conocer!). Desde el refugio enguatado de las complicaciones serpentinas, hace manipular sus instintos. De ahí los infortunios de la vida conyugal. Explicar: Diversión de los vientres-rojos a los molinos de los cráneos vacíos. Dada no significa nada Si a uno le parece fútil y si uno no pierde el tiempo con una palabra que no significa nada [...]. El primer pensamiento que revolotea en esas cabezas es de índole bacteriológica: hallar su origen etimológico, histórico o psicológico, por lo menos. Por los diarios se entera uno que a la cola de una vaca santa los negros Krou la llaman dada. El cubo y la madre en cierto lugar de Italia: dada. Un caballo de madera, la nodriza, doble afirmación en ruso y en rumano: dada. Hay sabios periodistas que ven en esto un arte para los críos, y otros santos Jesús llamando a los niñitos del día, el retorno a un primitivismo seco y ruidoso, ruidoso y monótono. La sensibilidad no se construye sobre una palabra; toda construcción converge en la perfección que aburre, idea estancada de una dorada ciénaga, relativo producto humano. La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma, o está muerta; ni alegre ni triste, ni clara, ni oscura, regocijar o maltratar a las individualidades sirviéndoles pasteles de las aureolas santas o los sudores de una carrera arqueada a través de la atmósfera. Una obra de arte jamás es bella, por decreto, objetivamente, para todos. La crítica, es por tanto, inútil, no existe más que subjetivamente, para cada uno, y sin el menor carácter de generalidad. ¿O acaso se ha hallado la base psíquica común a toda la humanidad? Quedan, bajo las alas anchas y benévolas del intento apocalíptico: el excremento, los animales, las jornadas. ¿Cómo es que se quiere ordenar el caos que constituye esa infinita informe variación: el hombre? El «ama a tu prójimo» es una hipocresía. «Conócete» es una utopía, pero más aceptable, pues hay un contenido de maldad en ella. Ninguna piedad. Luego de la matanza nos queda la esperanza de una humanidad pacificada. Y hablo todo el tiempo de mí, puesto que no quiero convencer, no tengo derecho a arrastrar a otros en mi corriente, no obligo a nadie a seguirme y todo el mundo hace su arte a su manera, si es que conoce la alegría que sube en flechas hacia las capas astrales, o aquélla que desciende a las minas de flores de cadáveres y de espasmos fértiles. Estalactitas: buscarlas por doquier, en los pesebres agrandados por el dolor, en los ojos blancos como liebres de los ángeles. Así nació dada1, de una necesidad de independencia, de desconfianza para la comunidad. Aquellos que nos pertenecen conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Estamos hartos de las academias cubistas, y futuristas: laboratorios de ideas formales. ¿Es que se hace arte para ganar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas suenan a la asonancia de las monedas y la inflexión resbala a lo largo de la línea del vientre de perfil. Todas las agrupaciones de artistas han desembocado en este banco cabalgando sobre diversos cometas. La puerta abierta a las posibilidades de arrellanarse en los cojines y en la comida. Aquí echamos el ancla en la tierra feraz. Aquí tenemos derecho a proclamar, pues hemos conocido los escalofríos y el despertar. Resucitados ebrios de energía, clavamos el tridente en la carne despreocupada. Nosotros somos arroyados de maldiciones en abundancia trópica de vegetaciones vertiginosas, goma y lluvia son nuestro sudor, nosotros sangramos y consumimos la sed, nuestra sangre es vigor.

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1 En 1916 en el Cabaret Voltaire de Zúrich.

El cubismo nació de la simple manera de mirar el objeto: Cézanne pintaba una taza 20 centímetros más abajo que sus ojos, los cubistas la miran desde arriba, otros complican la apariencia al hacer una sección perpendicular y colocándola sensatamente de lado. (No olvido a los creadores, ni las grandes razones de la materia que ellos volvieron definitivas.) El futurista ve la misma taza en movimiento, una sucesión de objetos uno al lado del otro que maliciosamente hace atractiva con algunas líneas de fuerza. Ello sin perjuicio de que el lienzo sea una buena o mala pintura destinada a la inversión de capitales intelectuales. El pintor nuevo crea un mundo, cuyos elementos son también los medios, una obra sobria y definida, sin argumento. El artista nuevo protesta: ya no pinta (reproducción simbólica e ilusionista), sino que crea directamente en piedra, madera, fierro, estaño, organismos locomotores a los que pueda voltear a cualquier lado el viento límpido de la sensación momentánea. Toda obra pictórica o plástica es inútil; que sea un monstruo que asuste a los espíritus serviles, y no dulzona para exornar los refectorios de animales con hábitos humanos, ilustraciones de esta triste fábula de la humanidad. Un cuadro es el arte de hacer que se encuentren dos líneas geométricamente comprobadas paralelas, en un lienzo, ante nuestros ojos, en la realidad de un mundo transpuesto según nuevas condiciones y posibilidades. Este mundo no está especificado ni definido en la obra, sino que pertenece en sus innumerables variaciones al espectador. Para el autor, ese mundo carece de causa y teoría. Orden = desorden; yo = no-yo; afirmación = negación; resplandores supremos de un arte absoluto. Absoluto en pureza de caos cósmico y ordenado, eterno en el glóbulo segundo sin duración, sin respiración, sin luz, sin control. Me gusta la obra antigua por su novedad. Tan sólo el contraste nos enlaza con el pasado. Aquellos escritores que enseñan moral y discuten o mejoran la base psicológica tienen, además de un deseo oculto de ganar, un conocimiento ridículo de la vida, a la que han clasificado, dividido, canalizado; se empeñan en hacer bailar a las categorías al ritmo que ellos tocan. Sus lectores se ríen y prosiguen: ¿y de qué sirve? Hay una literatura que no le llega a la masa voraz. Obra de creadores, procedente de una verdadera necesidad del autor, y para él. Conocimiento de un supremo egoísmo, donde se ajan las leyes. Cada página debe reventar, ya sea merced a la seriedad profunda y grave, el torbellino, el vértigo, lo nuevo, lo eterno, merced a la burla aplastante, merced al entusiasmo de los principios o la manera en que queda impresa. Y queda un mundo bamboleante y los medicastros literarios con ganas de mejoramiento. Yo se lo digo: no hay comienzo y nosotros no temblamos, no somos sentimentales. Nosotros desgarramos, viento furioso, la ropa de las nubes y de las plegarias, y preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición. Preparemos la supresión del duelo y reemplacemos las lágrimas con sirenas tendidas de un continente a otro. Pabellones de júbilo intenso y viudos de la tristeza de la ponzoña. Dada es la insignia de la abstracción; la publicidad y los negocios también son elementos poéticos. Destruyo las gavetas del cerebro y las de la organización social: desmoralizar por todas partes y echar la mano del cielo al infierno, los ojos del infierno al cielo, restablecer la rueda fecunda de un circo universal en las potencias reales y en la fantasía de cada individuo. La filosofía es la cuestión: de qué lado empezar a mirar la vida, dios, la idea, o cualquier otra cosa. Todo lo que uno mira es falso. El resultado relativo no me parece más importante que escoger entre pastel y cerezas para el postre. La manera de mirar rápidamente el otro lado de una cosa, a fin de imponer su opinión indirectamente, se llama dialéctica, es decir, regatear el espíritu de las patatas fritas bailando la danza método en derredor. Si yo grito:

Ideal, ideal, ideal, Conocimiento, conocimiento, conocimiento,

Bumbum, bumbum, bumbum, he registrado con bastante exactitud el progreso, la ley, la moral y todas las otras bellas calidades que diferentes personas muy inteligentes han discutido en tantos libros, para llegar, a final de cuentas, a decir que a pesar de todo cada quien ha bailado según su bumbum personal, y que tiene razón en lo que toca a su bumbum, satisfacción de la curiosidad enfermiza; timbre privado para necesidades inexplicables; baño; dificultades pecuniarias; estómago con repercusión en la vida; autoridad de la vara mística formulada en ramillete de orquesta-fantasma con arcos mudos, engrasados con filtros a base de amoníaco animal. Con los quevedos azules de un ángel han excavado el interior por veinte centavos de

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unánime reconocimiento. Si todos tienen razón y todas las píldoras no son sino Pink, por una vez intentemos no tener razón. Uno cree poder explicar racionalmente, mediante el pensamiento, lo que uno escribe. Pero es muy relativo. El pensamiento es algo muy bonito para la filosofía, pero es relativo. El psicoanálisis es una enfermedad peligrosa, adormece las propensiones antirreales del hombre y sistematiza la burguesía. No hay una verdad última. La dialéctica es una máquina divertida que nos conduce —de una manera banal— a las opiniones que hubiéramos tenido de todas maneras. ¿O es que se cree que, mediante el refinamiento minucioso de la lógica, se ha demostrado la verdad y establecido la exactitud de nuestras opiniones? Lógica ceñida por los sentidos de una enfermedad orgánica. A los filósofos les gusta agregar el siguiente elemento: el poder de observación. Pero precisamente esta magnífica cualidad de la mente es la prueba de su impotencia. Uno observa, uno mira de uno o de muchos puntos de vista, uno los escoge entre los millones que existen. También la experiencia es un resultado del azar y de las facultades individuales. La ciencia me repugna en cuanto se vuelve especulativa-sistema, pierde su carácter utilitario —tan inútil—, pero por lo menos individual. Odio la objetividad grasa y la armonía, esa ciencia que encuentra que todo está en orden. Sigan, hijos míos, humanidad, gentiles burgueses y periodistas vírgenes [...] Estoy contra los sistemas, el más aceptable de los sistemas es no tener, por principio, ninguno. Completarse, perfeccionarse en su propia pequeñez hasta llenar el vaso de su yo, coraje para combatir por y contra el pensamiento, misterio del pan, desencadenamiento súbito de una hélice infernal en lirios ahorradores. La espontaneidad dadaísta. Llamo mimportacarajismo al estado de una vida en que cada uno conserva sus propias condiciones, sabiendo, sin embargo, respetar las otras individualidades, o si no defenderse, el paso doble volviéndose himno nacional, tienda de baratillo, T.S.H. teléfono sin hilos transmitiendo fugas de Bach, anuncios luminosos y afiches de burdeles, el órgano difundiendo claveles para Dios, todo eso junto, y realmente, reemplazando a la fotografía y al catecismo unilateral. La simplicidad activa. La impotencia para discernir entre los grados de claridad: lamer las penumbras y flotar en la gran boca llena de miel y de excremento. Medida en la escala Eternidad, toda acción es vana (si dejamos que el pensamiento tenga una aventura cuyo resultado fuese infinitamente grotesco, dato importante para el conocimiento de la impotencia humana). Pero si la vida es una farsa barata, sin objetivo ni parto inicial, y porque nosotros creemos deber salir adelante limpiamente, como crisantemos lavados, del asunto, hemos proclamado única base de entendimiento: al arte. El arte no tiene la importancia que nosotros, centuriones de la mente, le prodigamos desde hace siglos. El arte no aflige a nadie y aquellos que sepan interesarse por él recibirán caricias y buena ocasión para poblar el país de su conversación. El arte es algo privado, el artista lo hace para sí mismo; la obra comprensible es producto de periodista, y pues que se me antoja en este momento mezclar a ese monstruo con colores de aceite: tubo de papel que imita metal que uno aprieta y automáticamente vierte odio, cobardía, villanía, El artista, el poeta, se regocija del veneno de la masa condensada en un jefe de sección de esta industria, es feliz cuando se le injuria: prueba de su inmutabilidad. El autor, el artista alabado por los periódicos, comprueba la comprensión de su obra: miserable forro de un abrigo con utilidad pública; andrajos que cubren la brutalidad, meados colaborando al calor de un animal que cobija bajos instintos. Fofa e insípida carne que se multiplica con la ayuda de los microbios tipográficos. Hemos arrollado la tendencia llorona en nosotros. Toda filtración de esa naturaleza es diarrea confitada. Alentar este arte significa digerirla. Nos hacen falta obras fuertes, rectas, precisas e incomprendidas para siempre. La lógica es una complicación. La lógica siempre es falsa. Ella tira de los hilos de las nociones, palabras, en su exterior formal, hacia objetivos y centros ilusorios. Sus cadenas matan, miriápodo enorme que asfixia a la independencia. Casado con la lógica, el arte viviría en el incesto, engullendo, tragándose su propia cola siempre su cuerpo, fornicándose en sí mismo, y el genio se volvería una pesadilla asfaltada de protestantismo, un monumento, una pila de intestinos grisáceos y pesados. Pero la soltura, el entusiasmo e inclusive el júbilo de la injusticia, esa pequeña verdad que nosotros practicamos con inocencia y que nos hace bellos; somos finos y nuestros dedos son maleables y resbalan como las ramas de esa planta insinuante y casi líquida; ella precisa nuestra alma, dicen los cínicos. También ése es un punto de vista; pero no todas las flores son santas, por fortuna, y lo que de divino hay en nosotros es el despertar de la acción antihumana. Se trata de una flor de papel para el ojal de los

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señores que frecuentan el baile de la vida enmascarada, cocina de la gracia, blancas primas ágiles o gordas. Ellos trafican con lo que nosotros hemos seleccionado. Contradicción y unidad de los polares en un solo chorro puede ser verdad. Eso si uno insiste en pronunciar esa banalidad, apéndice de una moralidad libidinosa, maloliente. La moral atrofia como todo azote producto de la inteligencia. El control de la moral y de la lógica nos han inflicto la impasibilidad ante los agentes de la violencia —causa de la esclavitud—, ratas pútridas de las que han infectado los únicos corredores de vidrio claros y limpios que quedaban abiertos a los artistas. Que grite cada hombre: hay un gran trabajo destructivo negativo, por cumplir. Barrer, asear. La limpieza del individuo se afirma después del estado de locura, de locura agresiva, completa, de un mundo dejado en manos de bandidos que desgarran y destruyen los siglos. Sin fin ni designio, sin organización: la locura indomable, la descomposición. Los fuertes por la palabra o por la fuerza sobrevivirán, pues son vivos en la defensa, la agilidad de los miembros y de los sentimientos chamusca sus flancos labrados. La moral ha determinado la caridad y la piedad, dos bolas de sebo que han crecido como elefantes y a las que llamamos buenas. La moralidad es la infusión de chocolate en las venas de todos los hombres. Esta tarea no fue ordenada por una fuerza sobrenatural, sino por el cartel de los mercaderes de ideas y los acaparadores universitarios. Sentimentalidad: viendo a un grupo de hombres que se pelean y se aburren, inventaron el calendario y el medicamento sabiduría. Pegando etiquetas, se desencadenó la batalla de los filósofos (mercantilismo, balanza, medidas meticulosas y mezquinas) y se entendió una vez más que la piedad es un sentimiento, como la diarrea, en relación con el asco que arruina la salud, la inmunda tarea de las carroñas de comprometer al sol. Yo proclamo la oposición de todas las facultades cósmicas a esta blenorragia de un sol pútrido salido de las fábricas del pensamiento filosófico, la lucha encarnizada, con todos los medios del

ASCO DADAÍSTA Todo producto del asco susceptible de convertirse en una negación de la familia, es dada; protesta con todas las fuerzas del ser en acción destructiva: dada; conocimiento de todos los medios hasta ahora rechazados por el sexo púdico del compromiso cómodo y la cortesía: dada; abolición de la lógica, danza de los impotentes de la creación: dada; de toda jerarquía y ecuación social instalada para los valores por nuestros lacayos: dada; cada objeto, todos los objetos, los sentimientos y las oscuridades, las apariciones y el choque preciso de las líneas paralelas, son medios para el combate: dada; abolición de la memoria: dada; abolición de la arqueología: dada; abolición de los profetas: dada; abolición del futuro: dada; creencia absoluta indiscutible en cada dios producto inmediato de la espontaneidad: dada; salto elegante y sin perjuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una palabra lanzada como un disco sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura del momento; seria, temerosa, tímida, ardiente, vigorosa, decidida, entusiasta; pelar su iglesia de todo accesorio inútil y pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento chocante o amoroso, o mimarlo —con la viva satisfacción de que da igual— con la misma intensidad en el zarzal, puro de insectos para la sangre bien nacida, y dorada de cuerpos de arcángeles, de su alma. Libertad: dada, dada, dada, aullido de los dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de los grotescos, de las inconsecuencias: la vida. (T. Tzara, Dada-Manifest, en Huelsenbeck, R. [ed.], Dada-Almanach, pp. 117-131.)

2.4-BLOQUE IX. DADAÍSMO ALEMÁN. Sólo los siguientes textos:

“Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1918. pp. 205-207. MANIFIESTO DADAÍSTA DE BERLÍN (1918) El arte en su realización y dirección depende del tiempo en el que vive, y los artistas son criaturas de su época. El mejor arte será aquel que en sus contenidos de conciencia presente los mil problemas de su tiempo; en el que uno observe que se desahoga de las explosiones de la última semana, que escoja constantemente sus miembros bajo el impacto del último día. Los artistas mejores y más fabulosos son aquellos que reúnen a cada hora los pedazos de su cuerpo desmembrado por el laberinto de las cataratas de la vida, concentrados en la comprensión de la época, sangrando en las manos y en el corazón.

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¿Ha satisfecho el expresionismo nuestras esperanzas en un arte que sea un balotaje de nuestros asuntos más vitales? ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¿Han satisfecho los expresionistas nuestras esperanzas en un arte que nos queme en la carne la esencia de la vida? ¡NO! ¡NO! ¡NO! Los expresionistas en la literatura y en la pintura se han agrupado, bajo el pretexto de la interiorización, en una generación que en la actualidad espera ya ansiosamente su apreciación literaria e histórico-artística y es candidata a un honroso reconocimiento de los ciudadanos. Bajo el pretexto de propagar el alma se han acostumbrado, en su lucha contra el naturalismo, a los gestos patético-abstractos, que tienen como presupuesto una vida carente de contenido, cómoda e inamovible. Los escenarios se llenan de reyes, poetas y naturalezas fantásticas de todo tipo; la teoría de una concepción bonificada del mundo, cuya manera infantil, más naive♣ psicológicamente, debe seguir siendo significante para un apéndice crítico del expresionismo, sublimiza las mentes inactivas. El odio contra la prensa, el odio contra los anuncios, el odio contra la sensación habla en favor de hombres, para los que su sillón es más importante que el ruido de la calle y sacan partida de ser engañados por cualquier chanchullero de vía estrecha. Aquella resistencia sentimental contra una época, que no es mejor ni peor, más reaccionaria o más revolucionaria que todas las demás épocas, aquella oposición mitigada, que mira de reojo las plegarias y el incienso, cuando no prefiere hacer sus dardos de cartón a base de versos yámbicos áticos —éstas son propiedades de una juventud que nunca ha comprendido lo que significa ser joven—. El expresionismo, descubierto en el extranjero, se ha convertido de una manera arbitraria en Alemania en un idilio de buen negocio y esperanza de una buena posición. Ya no tiene nada que ver con las aspiraciones de hombres activos. Los firmantes de este manifiesto, bajo la llamada de combate ¡¡dada!!, se han agrupado para hacer propaganda de un arte, del que esperan la realización de nuevos ideales. Ahora bien, ¿qué es el dadaísmo? La palabra dada simboliza la relación más primitiva con la realidad circundante; con el dadaísmo se abre paso con pleno derecho una nueva realidad. La vida se manifiesta como un barullo simultáneo de ruidos, colores y ritmos espirituales, que es aceptado de un modo imperturbable en el arte dadaísta con todos los gritos y fiebres sensacionales de su psique cotidiana osada y en toda su realidad brutal. En esto estriba la encrucijada agudamente pronunciada, que separa al dadaísmo de todas las corrientes artísticas anteriores y sobre todo del futurismo, al que hace poco algunos imbéciles han considerado como una nueva edición de la realización impresionista. El dadaísmo, por primera vez, ya no se enfrenta de un modo estético a la vida, ya que hace trizas en sus partes integrantes todos los tópicos de la ética, de la cultura y de la interioridad, que no son más que abrigos para músculos débiles. La poesía «bruitística» describe un tranvía tal como es, la esencia del tranvía con los bostezos del jubilado Schulze y los chirridos de los frenos. La poesía «simultaneista» muestra el sentido de la caza entremezclada de todas las cosas, mientras el señor Schulze lee, el tren balcánico atraviesa el puente en Nisch, un cerdo gime en la bodega del carnicero Nuttke. La poesía «estática» ahorra palabras a los individuos, de las letras de la palabra bosque emerge el bosque con sus copas, libreas forestales y jabalinas, tal vez aparece también una pensión, puede ser Belle-vue o Bella Vista. El dadaísmo conduce a nuevas posibilidades y a formas expresivas inéditas en todas las artes. Ha hecho bailar al cubismo en el escenario, ha propagado en todos los países de Europa la música «buitrística» de los futuristas (cuya pura propiedad italiana no desea universalizar). La palabra dada señala al mismo tiempo la internacionalidad del movimiento que no está vinculado a ninguna frontera, religión u oficios. «Dada» es la expresión internacional de esta época, el gran partido de oposición de los movimientos artísticos, el reflejo artístico de todas estas ofensivas, congresos de la paz, peleas en el mercado de verduras, banquetes en la explanada, etc. «Dada» quiere el aprovechamiento del nuevo material en la pintura. «Dada» es un club, que se ha fundado en Berlín, al que puede entrarse sin aceptar compromisos. Aquí todo el mundo es presidente y todo el mundo puede hacer uso de la palabra, cuando se trate de

♣ ingenuo

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cuestiones artísticas. «Dada» no es un pretexto para la ambición de algunos literatos (como nuestros amigos desean hacer creer); «Dada» es una especie de espíritu, que puede revelarse en cualquier conversación, de tal modo que uno puede decir: éste es un dadaísta, aquél no; en consecuencia, el Club Dada tiene miembros en todas las partes de la tierra, tanto en Honolulú como en Nueva Orleans y Meseritz. Ser dadaísta puede significar bajo ciertas circunstancias ser más comerciante, más hombre de un partido que artista —ser artista solamente por casualidad—. Ser dadaísta significa dejarse abatir por las cosas, estar contra toda formación de sedimentos, sentado un momento en una silla; significa haber tenido la vida en peligro. (Doctor Wengs ya sacó el revólver de los bolsillos del pantalón.) Un tejido se rasga entre las manos, uno dice sí a la vida, que quiere ser más elevada por medio de la negación. Afirmar-negar: el escamoteo enérgico de la existencia encrispa los nervios del auténtico dadaísta. Así yace, así caza, así anda en bicicleta, mitad Pantagruel, mitad Francisco, y ríe y ríe. ¡Contra la actitud estético-ética! ¡Contra la abstracción anémica del expresionismo! ¡Contra las teorías que mejoran el mundo de las cabezas hueras literarias! ¡Por el dadaísmo en la palabra y en la imagen, por el acontecimiento dadaísta en el mundo! ¡Estar en contra de este manifiesto significa ser dadaísta! Tristán Tzara, Franz Jung, George Grosz, Marcel Janco, Richard Huelsenbeck, Gerhard Preiss, Raoul Hausmann. O. Lüthy, Fréderic Glauser, Hugo Ball, Pierre Albert Birot, María d'Arezzo, Gino Cantarelli, Prampollini, R. van Rees, Madame van Ress, Hans Arp, G. Táuber, Andrée Morosini, Francois Mombello-Pasquati, 1918. (En Dada-Almanach, Berlín, Reiss, 1920, pp. 36-41. Redactado por Huelsenbeck en abril de 1918 y firmado por el resto de los miembros; leído en abril de 1918 en Berlín.)

“Manifiesto dadaísta de Berlín”, 1919. pp. 212-214. MANIFIESTO DADAÍSTA DE BERLÍN (1919) ¿Qué quiere el dadaísmo y qué quiere en Alemania? El dadaísmo exige: 1. La unión revolucionaria internacional de todos los creadores e intelectuales del mundo entero teniendo como base el comunismo radical. 2. La introducción de la ociosidad progresiva a través de una mecanización completa de todas las actividades. Sólo a través de la ociosidad la persona singular tiene la posibilidad de cerciorarse sobre la verdad de la vida y finalmente acostumbrarse a la vivencia. 3. La expropiación inmediata de la propiedad (socialización) y la alimentación comunista de todos, así como la instalación de las ciudades jardín y luminosas, que pertenecen a la generalidad e impulsan a los hombres hacia la libertad. El consejo central está a favor de: a) La comida pública diaria de todos los creadores e intelectuales en la plaza de Potsdam de Berlín. b) El juramento de los clérigos y profesores de los artículos dada de fe. c) La lucha más brutal contra todas las tendencias de los llamados «trabajadores intelectuales» (Hiller, Adler), contra su aburguesamiento escondido y contra el expresionismo y la formación postclásica, tal como está representada por Der Sturm. d) La instalación inmediata de una casa estatal del arte y la supresión de los conceptos de propiedad en el nuevo arte (expresionismo); el concepto de propiedad será excluido totalmente del movimiento supraindividual del dadaísmo, que libera a todos los hombres. e) Introducción de la poesía «simultaneísta» como oración comunista nacional. f) Requisamiento de las iglesias para la representación de las poesías «bruitísticas», simultaneístas y dadaístas. g) Instauración de un consejo dada en toda ciudad de más de 50.000 habitantes, para una nueva configuración de la vida. h) Realización inmediata de una gran propaganda dadaísta con 150 circos para el esclarecimiento del proletario. i) Control de todas las leyes y decretos por el consejo central dada de la revolución mundial. j) Regulación inmediata de todas las relaciones sexuales en el sentido internacional dada mediante la instalación de una central de los sexos.

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El Consejo Central Dadaísta Revolucionario. Grupo de Alemania: Hausmann, Huelsenbeck, Golyscheff. (Der Dada 1 [1919], Berlín, primer número de la revista dada de Berlín, con grabados de R. Hausmann.)

Huelsenbeck, introducción al “Almanaque Dadá”, 1920 . pp. 217- 220. INTRODUCCIÓN AL ALMANAQUE «DADA» (1920) R. HUELSENBECK

I Se debe ser suficientemente dadaísta para poder tomar posición dadaísta respecto a su propio dadaísmo. Existen montañas y mares, casas, canalizaciones y ferrocarriles. En las pampas los cowboys tiran al aire sus grandes lazos y en el golfo de Nápoles el romántico, que mece a la pareja alemana de recién casados en sus pesados sueños, se columpia en el fondo pintado un millón de veces, copiado estereoscópicamente. «Dada» ha comprendido todo esto. «Dada» ha aprovechado á outrance las posibilidades del movimiento físico. Ahí traen un estatuto de concepciones del mundo y de la asociación, ahí están los estilistas de una cultura tarda con el esplendor de un espasmo facial ergotista: «Dada». Mahometanos, kantianos, ¡ja, ja, ja! «Dada» ha dejado escurrir entre las puntas de sus dedos todas las concepciones del mundo. «Dada» es el espíritu danzante por encima de los moralistas de la tierra. «Dada» es la gran manifestación paralela a las filosofías relativistas de esta época. «Dada» no es un axioma. «Dada» es un estado de espíritu, independiente de las escuelas y de las teorías, que toca a la misma personalidad sin violentarla. «Dada» no puede ser reducido a un principio fundamental. La pregunta ¿qué es dada? no es dadaísta, y en el mismo sentido, tan escolar como sería esta misma pregunta ante una obra de arte o ante un fenómeno de la vida. No puede comprenderse a «Dada»; se debe vivenciar a «Dada». «Dada» es inmediato y natural. Se es dadaísta cuando se vive. «Dada» es el punto de indiferencia entre el contenido y la forma, entre el varón y la hembra, entre la materia y el espíritu, en cuanto es el vértice del triángulo mágico, que se eleva por encima de la polaridad lineal de las cosas y de los conceptos humanos. «Dada» es el lado americano del budismo, echa venablos porque puede callar, actúa porque está en calma. «Dada», por consiguiente, no es la política, ni una tendencia artística; no vota por la humanidad, ni por la barbarie —«mantiene la guerra y la paz en su toga, pero se decide por Aflip cherry brandy»—. Y, no obstante, «Dada» posee un carácter empírico, porque es un fenómeno entre los demás fenómenos. «Dada» se revela contra todo lo que le parece obsoleto, momificado, petrificado, debido a que es la expresión más directa y viviente de su época. Pretende una radicalidad, aporrea las teclas, se lamenta, se mofa y dice trivialidades, se cristaliza en un punto y se extiende sobre una superficie ilimitada, es como una cachipolla y tiene sus hermanos bajo los colosos eternos del valle del Nilo. Quien vive para este día, vive siempre. Esto significa: puesto que quien ha vivido lo mejor de su tiempo, ha vivido para todos los tiempos. Toma y abandónale. Vive y muere.

II «Dada» es también una actividad; es incluso, la actividad más expuesta y fatigosa que existe. «Dada» ha elegido para su actividad un ámbito cultural, a pesar de que hubiera podido presentarse como un comerciante de ultramar, como un agente de bolsa o como un director de una empresa de cine. No ha elegido el ámbito cultural por el sentimentalismo que atribuye a los «valores espirituales» un rango elevado dentro del futuro climax de los valores. La mayoría de los dadaístas conocen «la cultura» por sus profesiones de escritor, de periodista, de artista. El dadaísta ha recogido una experiencia profunda sobre cómo se hace «espíritu»; conoce la situación oprimida de los productores espirituales; se ha sentado durante años a una mesa con los parlanchines más publicados y Manulescus entre los escritorcitos; se ha examinado de los secretos más profundos y de los dolores de parto de las culturas y de las morales. <Dadá> hace una especie de propaganda anticultura, por honradez, por aversión, por el dégout (asco) más profundo ante los aspavientos de sublimidad de la burguesía diplomada intelectualmente. Pues dada es el movimiento que dedica la vivencia y la ingenuidad, tiene el valor de poseer bon sens —de tener una mesa por una mesa y una ciruela por una ciruela—, pues dada es la falta de relación frente a todas las cosas y tiene, por tanto, la capacidad de relacionarse con todas las cosas; se vuelve contra todo tipo de ideología, es decir, contra todo tipo de estado de lucha, contra toda

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inhibición, contra toda barbarie. «Dada» es la elasticidad en sí misma y no puede entender cómo alguien se aferra a algo, ya sea dinero o ya sea una idea: se da el ejemplo de una libertad perfecta no patética del carácter. El dadaísta es el hombre más libre de la tierra [...].

III «Dada» hace ya tiempo que ha reconocido la necesidad de paz y de orden como una propiedad de los hombres que pretenden haber probado una experiencia por su moral. «Dada» no se deja justificar por un sistema que se dirija a los hombres con un «tú debes». «Dada» descansa en sí y actúa por sí mismo, del mismo modo que el sol actúa cuando se eleva en el cielo o como cuando crece un árbol. El árbol crece sin querer crecer. «Dada» no suscribe a sus acciones motivaciones que persiguen un «fin». «Dada» no produce de sí abstracciones en palabras, fórmulas y sistemas, que desea saber aplicados a la sociedad humana. No necesita demostración alguna y ninguna justificación, ni mediante fórmulas, ni mediante sistemas. «Dada» es la acción creadora en sí misma...

IV Este libro es una colección de documentos sobre la experiencia dadaísta; no representa teoría alguna. Habla del hombre dadaísta, pero no plantea ningún tipo, no relata, no investiga. La concepción de los dadaístas sobre el dadaísmo es muy diversa: esto se verá en este libro. En Suiza, por ejemplo, se estaba a favor del arte abstracto, en Berlín se está en contra. El editor, que desde un punto de vista más elevado confía proceder apartidariamente, no teme en casos concretos el ataque, pues la resistencia es por todas las partes una necesidad y una alegría de su existencia dadaísta. Se alegra de antemano ante el crítico que afirmara que «todo esto ya ha existido alguna vez» o que cree haber encontrado allí el expresionismo, el futurismo y el cubismo. El dadaísta tiene libertad para tomar prestada cualquier máscara, puede representar cualquier «tendencia artística», debido a que no pertenece a tendencia alguna [...]. (En Dada-Almanach; editor, Huelsenbeck, a petición del Zentralamts der deutschen Dada-Bewegung, Berlín, Reiss, pp. 3-9.)

2.5-BLOQUE X. DADAÍSMO EN PARÍS. Sólo los siguientes textos:

André Breton, “Dos manifiestos dadá”, 1924. pp. 244 -246. DOS MANIFIESTOS DADA (1924) André Bretón

I La anécdota histórica es de importancia secundaria. Resulta imposible saber dónde y cuándo nació DADA. A uno de nosotros le agradó ponerle ese nombre por su carácter perfectamente equívoco. El cubismo fue una escuela de pintura, el futurismo un movimiento político: DADA es un estado de ánimo. Oponerlos entre sí revela ignorancia o mala fe. El librepensamiento, en materia religiosa, no recuerda a una iglesia. DADA es el libre pensamiento artístico. Mientras se haga recitar oraciones en las escuelas en forma de explicaciones de texto y de paseos en los museos, gritaremos contra el despotismo e intentaremos perturbar la ceremonia. DADA no se identifica con nada, ni con el amor, ni con el trabajo. Es inadmisible que un hombre deje una huella de sus pasos por la tierra. DADA, no reconociendo sino el instinto, condena a priori la explicación. Según él, no debemos guardar ningún control sobre nosotros mismos. No pueden afectarle más ninguno de estos dogmas: la moral y el gusto.

II Leemos los periódicos como los demás mortales. Sin desear entristecer a nadie, hay que confesar que la palabra DADA se presta fácilmente a los retruécanos. La hemos adoptado un poco precisamente por ello. No conocemos ningún medio para tratar seriamente un tema, y mucho menos el tema de nosotros mismos. Por consiguiente todo lo que se escribe acerca de DADA nos agrada. No hay acontecimiento

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por el que no prescindiéramos de toda la crítica del arte. En fin, la prensa de guerra no nos ha impedido considerar al mariscal Foch como un fumista y al presidente Wilson como un idiota. No pedimos nada mejor que ser juzgados por nuestras apariencias. Se dice por ahí que llevo gafas. Si os dijera el porqué, no me llegaríais a creer. Es en recuerdo de un ejemplo de gramática: «Las narices están hechas para llevar gafas; por esto tengo gafas». ¿Qué decís? ¡Ah, sí!, eso no nos rejuvenece. Pedro es un hombre. Pero no hay verdad DADA. Sólo hay que pronunciar una frase para que la frase contraria resulte DADA. He visto a Tristan Tzara sin voz al pedir una cajetilla de cigarrillos en un estanco. No sé lo que le pasaba. Aún oigo a Philippe Soupault reclamar con insistencia pájaros vivos a los drogueros. Yo mismo, en este instante, puede que sueñe. Una hostia roja, después de todo, vale lo que una hostia blanca. DADA no promete llevaros al cielo. A priori, sería ridículo esperar una obra de arte DADA en los campos de la literatura o de la pintura. Naturalmente tampoco creemos en la posibilidad de una mejora social, aunque sí nos declaramos partidarios de cualquier evolución, sea la que sea. «La paz a cualquier precio», era la consigna de DADA en tiempos de guerra, como en tiempos de paz es «la guerra a cualquier precio». La contradicción no es aún sino una apariencia e indudablemente la más lisonjera. Hablo y no tengo nada que decir. No me conozco la menor ambición, sin embargo, os parece que me animo: ¿cómo la idea de que mi flanco derecho es la sombra de mi flanco izquierdo, y a la inversa, no me hace incapaz de moverme? En el sentido más general de la palabra, pasamos por ser poetas porque ante todo combatimos el lenguaje que es la peor convención. Se puede conocer muy bien la palabra Buenos Días y decir Adiós a la mujer que se vuelve a ver tras un año de ausencia. Sólo quiero considerar, finalmente, las objeciones de orden pragmático. DADA os combate con vuestro propio razonamiento. Si os limitamos a pretender que es más ventajoso creer que no creer en eso que enseñan todas las religiones de la belleza, el amor, la verdad y la justicia, es en tanto que no teméis poneros al servicio de DADA, al aceptar un encuentro con nosotros en el terreno que hemos elegido, que es el de la duda. (En Les pas perdus, París, 1924.)

Marcel Duchamp, “Oculismo de precisión”. Pp. 246-24 7. OCULISMO DE PRECISIÓN Marcel Duchamp

RROSE SÉLAVY New York - París pelos y puntapiés de todas clases

Rrose Sélavy encuentra que un insecticida debe acostarse con su madre antes de matarlo; los chinches son de rigor. Rrose Sélavy y yo esquivamos las esquinas de los esquimales con palabras exquisitas Cuestión de higiene íntima: ¿Hay que introducir el cogollo de la espada en el pelo de la amada? Abominables pelambreras abdominales Entre nuestros artículos de quincallería perezosa, recomendamos un grifo que deja de gotear cuando no se le escucha La moda práctica, creación de Rrose Sélavy: El vestido oblongo, diseñado exclusivamente para damas que padecen de hipo Servimos a domicilio: Mosquitos domésticos (semi-stock) Medias de seda... la cosa también Carga de revancha; verga de recambio Letanía de santos: Creo que siente la punta de los senos Cállate, tú sientes la punta de los senos

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¿Por qué sientes la punta de los senos? Quiero sentir la punta de los senos El mejor de los jabones es el jabón de las disculpas La pelea de Austerlitz My niece is cold because my knees are cold Dayli lady busca líos con Daily Mail Un cinco caballos que rueda sobre piñón Una ninfa amiga de la infancia Ovario toda la noche Dedicarse al hígado de ternera a costa de alguno El sistema métrico a veces blenorrágico Del dorso de la cuchara al culo de la viuda pensionada Pared pintada de pereza de parroquia Tomar 1 centímetro cúbico de humo de tabaco y pintarle la superficie exterior e interior de color hidrófugo Aguzar el oído (forma de torturar) Cuando se tiene un cuerpo extraño entre las piernas, no hay que colocar el codo cerca de los Hay que tomar medidas contra la pereza de las vías férreas ante el paso de los trenes Si te doy una perra gorda ¿me darás unas tijeras? Una caja de fósforos llena es más ligera que otra empezada porque no hace ruido Baños de té para los lunares Estrangular al extranjero Orquídea fija Abceso opulento Anémico cine Camas y borrones. (Selección de escritos publicada en 1939 por G. L. M. en la colección Biens Nou-veaux. Escritos entre Duchamp y Desnos.)

3. LOS INICIOS DEL SURREALISMO. ARTE, LITERATURA Y PSICOANÁLISIS. -CALVO SERRALLER…:

3.1-BLOQUE XIV. SURREALISMO: -INTRODUCCIÓN. -André Breton, Primer Manifiesto del Surrealismo, 1924. pp. 392- 410.

PRIMER MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1924) André Bretón Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que al fin esta fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y que ha obtenido a través de su indiferencia o de su interés, casi siempre a través de su interés, ya que ha consentido someterse al trabajo, o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto el hombre vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede prescindir de ella sin grandes dificultades. Si le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas, los niños

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inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos. Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno, ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas. Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará su propósito. Y ello es así por cuanto el hombre se ha entregado, en cuerpo y alma, al imperio de unas necesidades prácticas que no toleran el olvido. Todos los actos del hombre carecerán de altura; todas sus ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del acontecimiento que lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos, acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos que se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos acontecimientos últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás. Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación. Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas. Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta, también, para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien? Queda la locura, «la locura que solemos recluir», como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra [...]. Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos jurídicamente reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (la parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta les induce a quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de que los locos dan muestras con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de L'Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las confidencias de los locos. Son gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se puede comparar a la mía. Para poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos [...]. [...] Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía sigue en boga solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance. Huelga decir que la propia experiencia se ha visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también se basa en la utilidad

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inmediata, y queda protegida por el sentido común. So pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a desterrar del reino del espíritu cuanto pueda calificarse, con razón o sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se conformen con los usos imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido. A este respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud han sido de decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos, comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el explotador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a las realidades más someras. Quizás haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés captar estas fuerzas, captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al dominio de nuestra razón, si es que resulta procedente. Con ello, incluso los propios analistas no obtendrán sino ventajas. Pero es conveniente observar que no se ha ideado a priori ningún método para llevar a cabo la anterior empresa, la cual, mientras no se demuestre lo contrario, puede ser competencia de los poetas al igual que de los sabios, y que el éxito no depende de los caminos más o menos caprichosos que se sigan. Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible que esta importante parte de la actividad psíquica haya merecido, por el momento, tan escasa atención. Y ello es así por cuanto el pensamiento humano, por lo menos desde el instante del nacimiento del hombre hasta el de su muerte, no ofrece solución de continuidad alguna, y la suma total de los momentos de sueño, desde un punto de vista temporal, y considerando solamente el sueño puro, el sueño de los periodos en que el hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o, mejor dicho, de los momentos de vigilia. La extremada diferencia, en cuanto a importancia y gravedad, que para el observador ordinario existe entre los acontecimientos en estado de vigilia y aquellos correspondientes al estado de sueño, siempre ha sido sorprendente. Así es debido a que el hombre se convierte, principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria que, en el estado normal, se complace en evocar muy débilmente las circunstancias del sueño, a privar a éste de toda trascendencia actual, y a situar el único punto de referencia del sueño en el instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas cuantas horas antes, en el instante de aquella esperanza o de aquella preocupación anterior. El hombre, al despertar, tiene la falsa idea de reemprender algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al interior de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño, al igual que la noche, se considera irrelevante. Este singular estado de cosas me induce a algunas reflexiones, a mi juicio oportunas: 1. Dentro de los límites en que se produce (o se cree que se produce), el sueño es, según todas las apariencias, continuo y con trazas de tener una organización o estructura. Únicamente la memoria se irroga el derecho de imponerle lagunas, de no tener en cuenta las transiciones, y de ofrecernos antes una serie de sueños que el sueño propiamente dicho. Del mismo modo, únicamente tenemos una representación fragmentaria de las realidades, representación cuya coordinación depende de la voluntad1. Aquí, es importante señalar que nada puede justificar el proceder a una mayor dislocación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento tener que expresarme mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen el sueño. ¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes? Quisiera dormir para entregarme a los durmientes, del mismo modo que me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos, para dejar de hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi pensamiento. Acaso mi sueño de la última noche sea continuación del sueño de la precedente, y prosiga, la noche siguiente, con un rigor harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta de que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho la «realidad» que me ocupa subsista en el estado de sueño, que esté oscuramente presente en una zona ajena a la memoria, ¿por qué razón no he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad, este valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda sujeto a mi escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño más de lo que espero de mi grado de conciencia, de día en día más elevado? ¿No cabe acaso emplear también el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas tanto en un estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el carácter de tales cuestiones?

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¿Conlleva el sueño menos sanciones que cuanto no sea sueño? Envejezco, y quizá sea sueño, antes que esta realidad a la que creo ser fiel, y quizá sea la indiferencia con que contemplo el sueño lo que me hace envejecer. 1 Es preciso tener en cuenta el espesor del sueño. En general, tan sólo recuerdo lo que hasta mí llega desde las más superficiales capas del sueño. Lo que más me gusta considerar de los sueños es aquello que queda vagamente presente al despertar, aquello que no es el resultado del empleo que haya dado a la jornada precedente, es decir, los sombríos follajes, las ramificaciones sin sentido. Igualmente, en la «realidad» prefiero abandonarme

2. Vuelvo, una vez más, al estado de vigilia. Estoy obligado a considerarlo como un fenómeno de interferencia. Y no sólo ocurre que el espíritu da muestras, en estas condiciones, de una extraña tendencia a la desorientación (me refiero a los lapsus y malas interpretaciones de todo género, cuyas causas secretas comienzan a sernos conocidas) sino que, lo que es todavía más, parece que el espíritu, en su funcionamiento normal, se limita a obedecer sugerencias procedentes de aquella noche profunda de la que yo acabo de extraerle. Por muy bien condicionado que esté, el equilibrio del espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se atreve a expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que tal idea, tal mujer, le hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase de efecto se trata, lo cual únicamente sirve para darnos la medida de su subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu, le inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante un segundo del disolvente en que se encuentra sumergido, de depositarle en el cielo, de convertirle en el bello precipitado que puede llegar a ser, en el bello precipitado que es. Carente de esperanzas de hallar las causas de lo anterior, el espíritu recurre al azar, divinidad más oscura que cualquier otra, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Y quién podrá demostrarme que la luz bajo la que se presenta esa idea que impresiona al espíritu, bajo la que advierte aquello que más ama en los ojos de aquella mujer, no sea precisamente el vínculo que le une al sueño, que le encadena a unos presupuestos básicos que, por su propia culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de qué sería el espíritu capaz? Quisiera entregarle la llave que le permitiera penetrar en estos pasadizos. 3. El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse. Mata, vuela más deprisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no tienes la certeza de despertar entre los muertos? Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es de una facilidad preciosa. Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado, ahora, en el momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal habló. La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la ruptura del encanto, se debe a que se le ha inducido a formarse una débil idea de lo que es la expiación. 4. En el instante en que el sueño sea objeto de un examen metódico o en que, por medios aún desconocidos, lleguemos a tener conciencia del sueño en toda su integridad (y esto implica una disciplina de la memoria que tan sólo se puede lograr en el curso de varias generaciones, en la que se comenzaría por registrar ante todo los hechos más destacados) o en que su curva se desarrolle con una regularidad y amplitud hasta el momento desconocidas, cabrá esperar que los misterios que dejen de serlo nos ofrezcan la visión de un gran Misterio. Creo en la futura armonización de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si así se le puede llamar. Esta es la conquista que pretendo, en la certeza de jamás conseguirla, pero demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para privarme de anticipar un poco los goces de tal posesión. Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, Saint-Pol-Roux hacía colocar en la puerta de su mansión de Camaret un cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA. Habría mucho más que añadir sobre este tema, pero tan sólo me he propuesto tocarlo ligeramente y de pasada, ya que se trata de algo que requiere una exposición muy larga y mucho más rigurosa; más adelante volveré a ocuparme de él. En la presente ocasión, he escrito con el propósito de hacer justicia a

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lo maravilloso, de situar en su justo contexto este odio hacia lo maravilloso que ciertos hombres padecen, este ridículo que algunos pretenden atribuir a lo maravilloso. Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello [...]. [...] En homenaje a Guillermo Apollinaire, quien había muerto hacía poco, y quien en muchos casos nos parecía haber obedecido a impulsos del género antes dicho, sin abandonar por ello ciertos mediocres recursos literarios, Soupault y yo dimos el nombre de SURREALISMO al nuevo modo de expresión que teníamos a nuestro alcance y que deseábamos comunicar lo antes posible, para su propio beneficio, a todos nuestros amigos. Creo que en nuestros días no es preciso someter a nuevo examen esta denominación, y que la acepción en que la empleamos ha prevalecido, por lo general, sobre la acepción de Apollinaire. Con mayor justicia todavía, hubiéramos podido apropiarnos del término SUPER-NATURALISMO, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Muchachas de fuego. Efectivamente, parece que Nerval conoció a maravilla el espíritu de nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la letra, todavía imperfecta, del surrealismo, y fue incapaz de dar de él una explicación teórica duradera. He aquí unas frases de Nerval que me parecen muy significativas a este respecto: Voy a explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno del que usted ha hablado con mayor altura. Como muy bien sabe, hay ciertos narradores que no pueden inventar sin identificarse con los personajes por ellos creados. Sabe muy bien con cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier contaba cómo había padecido la desdicha de ser guillotinado durante la Revolución; uno quedaba tan convencido que incluso se preguntaba cómo se las había arreglado Nodier para volver a pegarse la cabeza al cuerpo. Y como sea que tuvo usted la imprudencia de citar uno de esos sonetos compuestos en aquel estado de ensueño SUPERNATURALISTA, cual dirían los alemanes, es preciso que los conozca todos. Los encontrará al final del volumen. No son mucho más oscuros que la metafísica de Hegel o los «Memorables» de Swedenborg, y perderían su encanto si fuesen explicados, caso de que ello fuera posible, por lo que le ruego me conceda al menos el mérito de la expresión [...] Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear la palabra SURREALISMO, en el sentido particular que nosotros le damos, ya que nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna, antes de que nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para siempre: SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral. ENCICLOPEDIA, Filosofía: el surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida. Han hecho profesión de fe de SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes señores: Aragón, Barón, Boiffard, Bretón, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noli, Péret, Picón, Soupault, Vitrac. Por el momento parece que los antes nombrados forman la lista completa de los surrealistas, y pocas dudas caben al respecto, salvo en el caso de Isidore Ducasse, de quien carezco de datos. Cierto es que si únicamente nos fijamos en los resultados, buen número de poetas podrían pasar por surrealistas, comenzando por el Dante, y, también, en sus mejores momentos, por el propio Shakespeare. En el curso de las diferentes tentativas de definición, por mí efectuadas, de aquello que se denomina, con abuso de confianza, el genio, nada he encontrado que pueda atribuirse a un proceso que no sea el anteriormente definido. Las Noches de Young son surrealistas de cabo a rabo; desgraciadamente no se trata más que de un sacerdote que habla, de un mal sacerdote, sin duda, pero sacerdote al fin. Swift es surrealista en la maldad. Sade es surrealista en el sadismo. Chateaubriand es surrealista en el exotismo. Constant es surrealista en política. Hugo es surrealista cuando no es tonto. Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.

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Bertrand es surrealista en el pasado. Rabbe es surrealista en la muerte. Poe es surrealista en la aventura. Baudelaire es surrealista en la moral. Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo. Mallarmé es surrealista en la confidencia. Jarry es surrealista en la absenta. Nouveau es surrealista en el beso. Saint-Pol-Roux es surrealista en los símbolos. Fargue es surrealista en la atmósfera. Vaché es surrealista en mí. Reverdy es surrealista en sí. Saint-John Perse es surrealista a distancia. Roussel es surrealista en la anécdota. Etcétera. Insisto en que no todos son siempre surrealistas, por cuanto advierto en cada uno de ellos cierto número de ideas preconcebidas a las que, muy ingenuamente, permanecen fieles. Mantenían esta fidelidad debido a que no habían escuchado la voz surrealista, esa voz que sigue predicando en vísperas de la muerte, por encima de las tormentas, y no la escucharon porque no querían servir únicamente para orquestar la maravillosa partitura. Fueron instrumentos demasiado orgullosos, y por eso jamás produjeron ni un sonido armonioso2. Pero nosotros, que no nos hemos entregado jamás a la tarea de mediatización, nosotros que en nuestras obras nos hemos convertido en los sordos receptáculos de tantos ecos, en los modestos aparatos registradores que no quedan hipnotizados por aquello que registran, nosotros quizá estemos al servicio de una causa todavía más noble. Nosotros devolvemos con honradez el «talento» que nos ha sido prestado. Si os atrevéis, habladme del talento de aquel metro de platino, de aquel espejo, de aquella puerta, o del cielo. Nosotros no tenemos talento. Preguntádselo a Philippe Soupault: Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las más altas ciudades. A Roger Vitrac: Apenas hube invocado al mármol-almirante, éste dio media vuelta sobre sí mismo como un caballo que se encabrita ante la Estrella Polar, y me indicó en el plano de su bicornio una región en la que debía pasar el resto de mis días. A Paul Eluard: Es una historia muy conocida esa que cuento, es un poema muy célebre ese que releo: estoy apoyado en un muro, verdeantes las orejas, y calcinados los labios. 2 Lo mismo podría decir de algunos filósofos y de algunos pintores; de estos últimos tan sólo citaré a Uccello, entre los de la época antigua, y, entre los de la época moderna, a Seurat, Gustave Moreau, Matisse (en «La música», por ejemplo), Derain, Picasso (el más puro, con mucho), Braque, Duchamp, Picabia, Chirico (admirable durante tanto tiempo), Klee, Man Ray, Max Ernst y, tan próximo a nosotros, André Masson.

A Max Morise: El oso de las cavernas y su compañero el alcaraván, la veleta y su valet el viento, el gran Canciller con sus cancelas, el espantapájaros y su cerco de pájaros, la balanza y su hija el fiel, ese carnicero y su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el Mississippí y su perrito, el corral y su cántara de leche, el milagro y su buen Dios, ya no tienen más remedio que desaparecer de la faz del mar. A Joseph Delteil: ¡Sí! Creo en la virtud de los pájaros. Y basta una pluma para hacerme morir de risa. A Louis Aragón: Durante una interrupción del partido, mientras los jugadores se reunían alrededor de una jarra de llameante ponche, pregunté al árbol si aún conservaba su cinta roja. Y yo mismo, que no he podido evitar el escribir las líneas locas y serpeantes de este prefacio.

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Preguntad a Robert Desnos, quien quizá sea el que, en nuestro grupo, está más cerca de la verdad surrealista, quien, en sus obras todavía inéditas, y en el curso de las múltiples experiencias a que se ha sometido, ha justificado plenamente las esperanzas que puse en el surrealismo, y me ha inducido a esperar aún más de él. En la actualidad, Desnos habla en surrealista cuando le da la gana. La prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensamiento nos admira tanto más cuanto nos complacen sus espléndidos discursos, discursos que se pierden porque Desnos, en vez de fijarlos, prefiere hacer otras cosas más importantes. Desnos lee en sí mismo como en un libro abierto, y no se preocupa de retener las hojas que el viento de su vida se lleva.

SECRETOS DEL ARTE MÁGICO DEL SURREALISMO. Composición surrealista escrita, o primer y último chorro. Ordenad que os traigan recado de escribir, después de haberos situado en un lugar que sea lo más propicio posible a la concentración de vuestro espíritu, al repliegue de vuestro espíritu sobre sí mismo. Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindid de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y el talento de los demás. Decíos hasta empaparos de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se os ocurrirá por sí misma, ya que en cada segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento consciente, que desea exteriorizarse. Resulta muy difícil pronunciar con respecto a la frase inmediata siguiente; esta frase participa, sin duda, de nuestra actividad consciente y de la otra, al mismo tiempo, si es que reconocemos que el hecho de haber escrito la primera produce un mínimo de percepción. Pero eso, poco ha de importaros; ahí es donde radica, en su mayor parte, el interés del juego surrealista. No cabe la menor duda de que la puntuación siempre se opone a la continuidad absoluta del fluir de que estamos hablando, pese a que parece tan necesaria como la distribución de los nudos en una cuerda vibrante. Seguid escribiendo cuanto queráis. Confiad en la naturaleza inagotable del murmullo. Si el silencio amenaza, debido a que habéis cometido una falta, falta que podemos llamar «falta de inatención», interrumpid sin la menor vacilación la frase demasiado clara. A continuación de la palabra que os parezca de origen sospechoso poned una letra cualquiera, la letra l, por ejemplo, siempre la l, y al imponer esta inicial a la palabra siguiente conseguiréis que de nuevo vuelva a imperar la arbitrariedad. Para no aburrirse en sociedad Eso es muy difícil. Haced decir siempre que no estáis en casa para nadie, y alguna que otra vez, cuando nadie haya hecho caso omiso de la comunicación antedicha, y os interrumpa en plena actividad surrealista, cruzad los brazos, y decid: «Igual da, sin duda es mucho mejor hacer o no hacer. El interés por la vida carece de base. Simplicidad, lo que ocurre en mi interior sigue siéndome inoportuno». O cualquier otra trivialidad igualmente indignante. Para hacer discursos Inscribirse, en vísperas de elecciones, en el primer país en el que se juzgue saludable celebrar consultas de este tipo. Todos tenemos madera de orador: colgaduras multicolores y bisutería de palabras. Mediante el surrealismo, el orador pondrá al desnudo la pobreza de la desesperanza. Un atardecer, sobre una tarima, el orador, sólito, descuartizará el cielo eterno, esa Piel de Oso. Y tanto prometerá que cumplir una mínima parte de lo prometido consternará. Dará a las reivindicaciones de un pueblo entero un matiz parcial y lamentable. Obligará a los más irreductibles enemigos a comulgar en un deseo secreto que hará saltar en pedazos a las patrias. Y lo conseguirá con sólo dejarse elevar por la palabra inmensa que se funde en la piedad y rueda en el odio. Incapaz de desfallecer, jugará sobre el terciopelo de todos los desfallecimientos. Será verdaderamente elegido, y las más tiernas mujeres le amarán con violencia. Para escribir falsas novelas

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Seáis quien seáis, si el corazón así os lo aconseja, quemad unas cuantas hojas de laurel y, sin empeñaros en mantener vivo este débil fuego, comenzad una novela. El surrealismo os lo permitirá; os bastará con clavar la aguja de la «Belleza fija» sobre la «Acción»; en eso consiste el truco. Habrá personajes de perfiles lo bastante distintos; en vuestra escritura, sus nombres son solamente una cuestión de mayúscula, y se comportarán con la misma seguridad con respecto a los verbos activos con que se comporta el pronombre «il», en francés, con respecto a las palabras «pleut», «y a», «faut», etc. Los personajes mandarán a los verbos, valga la expresión; y en aquellos casos en que la observación, la reflexión y las facultades de generalización no os sirvan para nada, podéis tener la seguridad de que los personajes actuarán como si vosotros no hubierais tenido mil intenciones que, en realidad, no habéis tenido. De esta manera, provistos de un reducido número de características físicas y morales, estos seres que, en realidad, tan poco os deben, no se apartarán de cierta línea de conducta de la que vosotros ya no os tendréis que ocupar. De ahí surgirá una anécdota más o menos sabia, en apariencia, que justificará punto por punto ese desenlace emocionante o confortante que a vosotros os ha dejado ya de importar. Vuestra falsa novela será una maravillosa simulación de una novela verdadera; os haréis ricos, y todos se mostrarán de acuerdo en que «lleváis algo dentro», ya que es exactamente dentro del cuerpo humano donde esa cosa suele encontrarse. Como es natural, siguiendo un procedimiento análogo, y a condición de ignorar todo aquello de lo que debierais daros cuenta, podéis dedicaros con gran éxito a la falsa crítica. Para tener éxito con una mujer que pasa por la calle. ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- ----- El surrealismo os introducirá en la muerte, que es una sociedad secreta. Os enguantará la mano, sepultando allí la profunda M con que comienza la palabra Memoria. No olvidéis tomar felices disposiciones testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me lleven al cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan hasta el último ejemplar de la edición de Discurso sobre la Escasez de Realidad. El idioma ha sido dado al hombre para que lo use de manera surrealista. En la medida en que al hombre le es indispensable hacerse comprender, consigue expresarse, mejor o peor, y con ello asegurar el ejercicio de ciertas funciones consideradas como las más primarias. Hablar o escribir una carta no presenta verdaderas dificultades siempre que el hombre no se proponga una finalidad superior a las que se encuentran en un término medio, es decir, siempre que se limite a conversar (por el placer de conversar) con cualquier otra persona. En estos casos, el hombre no sufre ansiedad alguna en lo que respecta a las palabras que ha de pronunciar, ni a la frase que seguirá a la que acaba de pronunciar. A una pregunta muy sencilla, será capaz de contestar sin la menor vacilación. Si no está afecto de tics, adquiridos en el trato con los demás, el hombre puede pronunciarse espontáneamente sobre cierto reducido número de temas; y para hacer esto no tiene ninguna necesidad de devanarse los sesos, ni de plantearse problemas previos de ningún género. ¿Y quién habrá podido hacerle creer que esta facultad de primera intención tan sólo le perjudicará cuando se propone entablar relaciones verbales de naturaleza más compleja? No hay ningún tema cuyo tratamiento le impida hablar y escribir generosamente. Los actos de escucharse y leerse a uno mismo sólo tienen el efecto de obstaculizar lo oculto, el admirable recurso. No, no, no tengo ninguna necesidad urgente de comprenderme (¡Basta! ¡Siempre me comprenderé!). Si tal o cual frase mía me produce de momento una ligera decepción, confío en que la frase siguiente enmendará los yerros, y me cuido muy mucho de no volverla a escribir, ni corregirla. Únicamente la menor falta de aliento puede serme fatal. Las palabras, los grupos de palabras que se suceden practican entre sí la más intensa solidaridad. No es función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La solución debe correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta compensación siempre se produce. Este lenguaje sin reserva al que siempre procuro dar validez, este lenguaje que me parece adaptarse a todas las circunstancias de la vida, este lenguaje no sólo no me priva ni siquiera de uno de mis medios, sino que me da una extraordinaria lucidez, y lo hace en el terreno en que menos podía esperarlo. Llegaré

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incluso a afirmar que este lenguaje me instruye, ya que, en efecto, me ha ocurrido emplear surrealistamente palabras cuyo sentido había olvidado. E inmediatamente después he podido verificar que el uso dado a estas palabras respondía exactamente a su definición. Esto nos induce a creer que no se «aprende», sino que uno no hace más que «re-aprender». De esta manera he llegado a familiarizarme con giros muy hermosos. Y no hablo únicamente de la conciencia poética de las cosas, que tan sólo he conseguido adquirir mediante el contacto espiritual con ellas, mil veces repetido. Las formas del lenguaje surrealista se adaptan todavía mejor al diálogo. En el diálogo, hay dos pensamientos frente a frente; mientras uno se manifiesta, el otro se ocupa del que se manifiesta, pero ¿de qué modo se ocupa de él? Suponer que se lo incorpora sería admitir que, en determinado momento, le sería factible vivir enteramente merced a aquel otro pensamiento, lo cual resulta bastante improbable. En realidad, la atención que presta el pensamiento segundo es de carácter totalmente externo, ya que únicamente se concede el lujo de aprobar o desaprobar, generalmente desaprobar, con todos los respetos de que el hombre es capaz. Este modo de hablar no permite abordar el fondo de la cuestión. Mi atención, fija en una invitación que no puede rechazar sin incurrir en grosería, trata el pensamiento ajeno como si fuese un enemigo: en las conversaciones corrientes, el pensamiento fija y «conquista» casi siempre las palabras y las oraciones ajenas, de las que luego se servirá; el pensamiento me pone en situación de sacar partido de estas palabras y oraciones en la réplica, gracias a desvirtuarlas. Esto es especialmente cierto en ciertos estados mentales patológicos en los que las alteraciones sensoriales absorben toda la atención del enfermo, quien, al responder a las preguntas que se le formulan, se limita a apoderarse de la última palabra que ha oído, o de la última porción de una frase surrealista que ha dejado cierto rastro en su espíritu: « ¿Qué edad tiene usted?» — «Usted» (Ecoísmo). « ¿Cómo se llama usted?» — «Cuarenta y cinco casas» (Síntoma de Ganser o de las respuestas marginales). No hay ninguna conversación en la que no se dé cierto desorden. El esfuerzo en pro de la sociabilidad que las preside y la costumbre que de sostenerlas tenemos son los únicos factores que consiguen ocultarnos temporalmente aquel hecho. Asimismo, la mayor debilidad de todo libro estriba en entrar constantemente en conflicto con el espíritu de sus mejores lectores, y al decir mejores quiero significar los más exigentes. En el brevísimo diálogo que anteriormente he improvisado entre el médico y el enajenado, es, desde luego, este último quien lleva la mejor parte, ya que mediante sus respuestas domina la atención del médico —y, además, no es él quien formula las preguntas—. ¿Cabe afirmar que su pensamiento es el más fuerte de los dos, en aquel instante? Quizás. Al fin y al cabo, el paciente goza de la libertad de no tener en cuenta su nombre ni su edad. El surrealismo poético, al que consagro el presente estudio, se ha ocupado, hasta el actual momento, de restablecer en su verdad absoluta el diálogo, al liberar a los dos interlocutores de las obligaciones impuestas por la buena crianza. Cada uno de ellos se dedica sencillamente a proseguir su soliloquio, sin intentar derivar de ello un placer dialéctico determinado, ni imponerse en modo alguno a su prójimo. Las frases intercambiadas no tienen la finalidad, contrariamente a lo usual, del desarrollo de una tesis, por muy insustancial que sea, y carecen de todo compromiso, en la medida de lo posible. En cuanto a la respuesta que solicitan debemos decir que, en principio, es totalmente indiferente en cuanto respecta al amor propio del que habla. Las palabras y las imágenes se ofrecen únicamente a modo de trampolín al servicio del espíritu del que escucha. Este es el modo en que se ofrecen las palabras y las imágenes en Los campos magnéticos, primera obra puramente surrealista, y especialmente en las páginas bajo el común título de «Barreras», en donde Soupault y yo nos comportamos como interlocutores imparciales. El surrealismo no permite a aquellos que se entregan a él abandonarlo cuando mejor les plazca. Todo induce a creer que el surrealismo actúa sobre los espíritus tal como actúan los estupefacientes; al igual que éstos crea un cierto estado de necesidad y puede inducir al hombre a tremendas rebeliones. También podemos decir que el surrealismo es un paraíso harto artificial, y la afición a este paraíso deriva del estudio de Baudelaire, al igual que la afición a los restantes paraísos artificiales. El análisis de los misteriosos efectos y de los especiales goces que el surrealismo puede engendrar no puede faltar en el presente estudio, y es de advertir que, en muchos aspectos, el surrealismo parece un vicio nuevo que no es privilegio exclusivo de unos cuantos individuos, sino que, como el hachís, puede satisfacer a todos los que tienen gustos refinados.

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1º." Hay imágenes surrealistas que son como aquellas imágenes producidas por el opio, que el hombre no evoca, sino que «se le ofrecen espontáneamente, despóticamente, sin que las pueda apartar de sí, por cuanto la voluntad ha perdido su fuerza, y ha dejado de gobernar las facultades»3. Naturalmente, faltaría saber si las imágenes, en general, han sido alguna vez «evocadas». Si nos atenemos, tal como yo hago, a la definición de Reverdy, no parece que sea posible aproximar voluntariamente aquello que él denomina «dos realidades distantes». La aproximación ocurre o no ocurre, y esto es todo. Niego con toda solemnidad que, en el caso de Reverdy, imágenes como: Por el cauce del arroyo fluye una canción o El día se desplegó como un blanco mantel o El mundo regresa al interior de un saco comporten el menor grado de premeditación. A mi juicio, es erróneo pretender que «el espíritu ha aprehendido las relaciones» entre dos realidades en él presentes. Para empezar, digamos que el espíritu no ha percibido nada conscientemente. Contrariamente, de la aproximación fortuita de dos términos ha surgido una luz especial, la luz de la imagen, ante la que nos mostramos infinitamente sensibles. El valor de la imagen está en función de la belleza de la chispa que produce; y, en consecuencia, está en función de la diferencia de potencia entre los dos elementos conductores. Cuando esta diferencia apenas existe, como en el caso de las comparaciones, la chispa no nace. A mi juicio no está en la mano del hombre el poder de conseguir la aproximación de dos realidades tan distantes como aquellas a que antes nos hemos referido, por cuanto a ello se opone el principio de la asociación de ideas, tal como lo entendemos. De lo contrario, sólo nos quedaría el recurso de volver a adoptar un arte de carácter elíptico, que Reverdy condena, tal como yo lo condeno. Fuerza es reconocer que los dos términos de la imagen no son el resultado de una labor de deducción recíproca, llevada a cabo por el espíritu con el fin de producir la chispa, sino que son productos simultáneos de la actividad que yo denomino surrealista, en la que la razón se limita a constatar y a apreciar el fenómeno luminoso. Y del mismo modo que la duración de la chispa se prolonga cuando se produce en un ambiente de Tarificación, la atmósfera surrealista creada mediante la escritura mecánica, que me he esforzado en poner a la disposición de todos, se presta de manera muy especial a la producción de las más bellas imágenes. Incluso cabe decir que, en el curso vertiginoso de esta escritura, las imágenes que aparecen constituyen la única guía del espíritu. Poco a poco, el espíritu queda convencido del valor de realidad suprema de estas imágenes. Limitándose al principio a sentirlas, el espíritu pronto se da cuenta de que estas imágenes son acordes con la razón, y aumentan sus conocimientos. El espíritu adquiere plena conciencia de las ilimitadas extensiones en que se manifiestan sus deseos, en las que el pro y el contra se armonizan sin cesar, y en las que su ceguera deja de ser peligrosa. El espíritu avanza, atraído por estas imágenes que le arrebatan, que apenas le dejan el tiempo preciso para soplarse el fuego que arde en sus dedos. Vive en la más bella de todas las noches, en la noche cruzada por la luz del relampagueo, la noche de los relámpagos. Tras esta noche, el día es la noche. Los innumerables tipos de imágenes surrealistas exigen una clasificación que, por el momento, no voy a pretender efectuar. Agrupar estas imágenes según sus afinidades particulares me llevaría demasiado lejos; esencialmente quiero tan sólo tener en consideración sus excelencias comunes. No voy a ocultar que para mí la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad, aquella que más tiempo tardamos en traducir a lenguaje práctico, sea debido a que lleva en sí una enorme dosis de contradicción, sea a causa de que uno de sus términos esté curiosamente oculto, sea porque tras haber presentado la apariencia de ser sensacional se desarrolla, después, débilmente (que la imagen cierre bruscamente el ángulo de su compás), sea porque de ella se derive, una justificación formal irrisoria, sea porque pertenezca a la clase de las imágenes alucinantes, sea porque preste de un modo muy natural la máscara de lo abstracto a lo que es concreto, sea por todo lo contrario, sea porque implique la negación de alguna propiedad física elemental, sea porque dé risa. He aquí unos cuantos ejemplos de imágenes correctas: Los rubís del champaña. Lautréamont.

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Bello como la ley de paralización del desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no guarda la debida relación con la cantidad de moléculas que su organismo produce. Lautréamont. Una iglesia se alzaba sonora como una campana. Philippe Soupault. En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano salido de un pozo, que come pan por la noche. Robert Desnos. Sobre el puente se balanceaba el rocío con cabeza de gata. André Bretón. Un poco a la izquierda, en mi divino firmamento, percibo —aunque sin duda es tan sólo un vapor de sangre y asesinatos— el brillante despintado de las perturbaciones de la libertad. Louis Aragón. En el interior del bosque incendiado Frescos los leones se han quedado. Roger Vitrac. El color de las medias de una mujer no es obligatoriamente la imagen de sus ojos, lo cual ha inducido a decir a un filósofo, cuyo nombre es inútil hacer constar: «los cefalópodos tienen más razones que los cuadrúpedos para odiar el progreso». Max Morise. 1. Tanto si se quiere como si no, ahí hay materia para satisfacer muchas necesidades del espíritu. Todas estas imágenes parecen atestiguar que el espíritu ha alcanzado la madurez suficiente para gozar de más satisfacciones que aquellas que por lo general se le conceden. Este es el único medio de que dispone para sacar partido de la cantidad ideal de acontecimientos de que está preñado4. Estas imágenes le dan la medida de su normal disipación y de los inconvenientes que ésta le comporta. No es malo que estas imágenes acaben por desconcertar al espíritu, ya que desconcertarle equivale a situarle ante un camino errado. Las frases que he citado contribuyen grandemente a ello. Pero el espíritu que sabe saborearlas obtiene de ellas la certidumbre de hallarse en el buen camino, el espíritu, por sí mismo, jamás se declarará culpable de emplear sutilezas idiomáticas; nada tiene que temer por cuanto, además se fortifica con la búsqueda total. 2. El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive exaltadamente la mejor parte de su infancia. Al espíritu le ocurre un poco lo mismo que a aquel que, próximo a morir ahogado, repasa, en menos de un minuto, su vida entera, en todos sus agobiantes detalles. Habrá quien diga que esto no es demasiado incitante. Pero no me interesa en absoluto incitar a quienes tal digan. De los recuerdos de la infancia y de algunos otros se desprende cierto sentimiento de no estar uno absorbido, y, en consecuencia, de despiste, que considero el más fecundo entre cuantos existen. Quizá sea vuestra infancia lo que más cerca se encuentra de la «verdadera vida»; esa infancia, tras la cual, el hombre tan sólo dispone, además de su pasaporte, de ciertas entradas de favor; esa infancia en la que todo favorece la eficaz, y sin azares, posesión de uno mismo. Gracias al surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación, o de su perdición. Se revive, en las sombras, un terror precioso. Gracias a Dios, tan sólo se trata del Purgatorio. Se atraviesan, sintiendo un estremecimiento, aquellas zonas que los ocultistas denominan paisajes peligrosos. Mis pasos suscitan la aparición de monstruos que me acechan, monstruos que todavía no me tienen demasiada malquerencia, debido a que les temo, por lo que todavía no estoy perdido. Ahí están «los elefantes con cabeza de mujer y los leones voladores» cuyo encuentro nos hacía temblar de miedo, a Soupault y a mí; ahí está el «pez soluble» que todavía me da un poco de miedo. ¡PEZ SOLUBLE, no, no soy yo el pez soluble, yo nací bajo el signo de Acuario, y el hombre es soluble en su pensamiento! La fauna y la flora del surrealismo son inconfesables. 4 No olvidemos que, según la fórmula de Novalis «hay ciertas series de acontecimientos que se producen paralelamente con los acontecimientos reales. Por lo general, los hombres y las circunstancias modifican el curso ideal de los acontecimientos de tal manera que éste toma apariencias de imperfección y sus consecuencias son también imperfectas. Así ocurrió con la Reforma: en vez del Protestantismo produjo el Luteranismo».

3. No creo en la posibilidad de la próxima aparición de un pontífice surrealista. Las características comunes a todos los textos del género, entre ellos los que acabo de citar, así como muchos otros que por sí solos nos podrían proporcionar un riguroso desglose analítico lógico y gramatical, no impiden una

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cierta evolución de la prosa surrealista, al paso del tiempo. Prueba irrefragable♣ de ello lo son las historietas que vienen a continuación, en este mismo volumen, historietas escritas después de gran cantidad de ensayos a cuya elaboración me entregué con la finalidad antes dicha, durante cinco años, y que tengo la debilidad de juzgar, en su mayoría, extremadamente desordenadas. No estimo que esas historietas sean, en virtud de lo que de ellas he expresado, ni más ni menos capaces de poner de relieve ante el lector los beneficios que la aportación surrealista puede proporcionar a su conciencia. Por otra parte, es preciso dar mayor envergadura a los medios surrealistas. Todo medio es bueno para dar la deseable espontaneidad a ciertas asociaciones. Los papeles pegados de Picasso y de Braque tienen el mismo valor que la inserción de un lugar común en el desarrollo literario del estilo más laboriosamente depurado. Incluso está permitido dar el título de POEMA a aquello que se obtiene mediante la reunión, lo más gratuita posible (si no les molesta, fíjense en la sintaxis) de títulos y fragmentos de títulos recortados de los periódicos diarios:

POEMA Una carcajada

de zafiro en la isla de Ceilán Las más hermosas escamas

TIENEN MATIZ AGOSTADO BAJO LOS CERROJOS

(André Bretón, Manifiestos del Surrealismo, Madrid, 1969.) -A. Artaud, “La actividad de la Oficina de Investigaciones Surrealistas”, 1925. pp. 412-414.

LA ACTIVIDAD DE LA OFICINA DE INVESTIGACIONES SURREALISTAS (1925) Antonin Artaud El hecho de una revolución surrealista en las cosas es aplicable a todos los estados de espíritu, a todos los géneros de actividad humana, a todos los estados del mundo de carácter espiritual, a todas las posiciones morales, a todos los órdenes del espíritu. Esta revolución pretende una desvalorización general de los valores, la depreciación del espíritu, la desmineralización de la evidencia, una confusión absoluta y renovada de las lenguas, el desequilibrio del pensamiento. Pretende la ruptura y la descalificación de la lógica que será perseguida hasta la extirpación de sus últimos refugios. Pretende la remoldeación espontánea de las cosas según un orden más profundo, más sutil e imposible de elucidar mediante los medios de la razón ordinaria, pero un orden al fin y al cabo, perceptible por un sentido desconocido..., pero perceptible no obstante, un orden no implicado completamente con la muerte. Entre el mundo y nosotros la ruptura es definitiva. No hablamos para hacernos entender, sino únicamente para nuestro fuero interno, con sacudidas de angustia, con el desgarro de una obstinación encarnizada, volvemos, desequilibramos el pensamiento. La oficina central de investigaciones surrealistas se aplica con todas sus fuerzas a esta remoldeación de la vida. Es preciso crear toda una filosofía del surrealismo o algo parecido. No se trata, hablando con precisión, de establecer cánones, preceptos, sino de encontrar: 1.° Medios de investigación surrealista en el seno del pensamiento surrealista. 2.° Consolidar los descubrimientos, los medios de conocimiento, las conductas, los islotes.

♣ Que no se puede contrarrestar.

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Se puede, se debe admitir hasta cierto punto una mística surrealista, un cierto orden de creencias que escapen a la razón ordinaria, pero no obstante bien determinadas y en referencia a puntos muy precisos del espíritu. El surrealismo, más que creencias, funda un cierto orden de repulsiones. El surrealismo es, ante todo, un estado de espíritu, no preconiza recetas. El primer punto consiste en saberse situar adecuadamente en el espíritu. Ningún surrealista es de este mundo, no se piensa en el presente, no cree en la eficacia del espíritu-estímulo, del espíritu-doctor, y confía decididamente en el aspecto espiritual. El surrealismo ha juzgado el espíritu. No hay sentimientos que formen parte de él mismo, ni se reconoce en ningún pensamiento. Su pensamiento no le fabrica un mundo en el que acomodarse razonablemente. Desespera por alcanzar el espíritu. Pero habita, al fin y al cabo, en el espíritu, en el interior es donde se juzga y ante su pensamiento el mundo no resulta pesado. Más en el intervalo de alguna pérdida, de alguna insuficiencia en sí mismo, de alguna reabsorción instantánea del espíritu, verá aparecer la bestia blanca, la bestia vidriosa y pensativa. Precisamente por eso hay una Cabeza, la única Cabeza que emerge en el presente. En nombre de su libertad interior, de las exigencias de su paz, de su perfección, de su pureza, escupe sobre ti, mundo abandonado a la esterilizante razón, al mimetismo encenagado de los siglos, que has edificado tus edificios de palabras y establecido tus repertorios de preceptos en los que es imposible que el espíritu surreal no explote, el único que procura desarraigarnos. Estas notas, que los imbéciles juzgarán desde el punto de vista de la seriedad y los malévolos desde el del lenguaje, constituyen uno de los primeros modelos, uno de los primeros aspectos, de eso que considero como la Confusión de mi lenguaje. Están dirigidos a los confusos de espíritu, a los afásicos por pérdida del lenguaje. Hay aquí, sin embargo, bastantes notas que están orientadas al centro de su objeto. Allí donde el pensamiento se ausenta, el espíritu muestra sus miembros. Hay notas imbéciles, notas primarias, como dice ese fulano, «en las articulaciones de su pensamiento». Pero notas sutiles verdaderamente. ¿Qué espíritu avisado no descubriría en ellas un continuo enderezamiento del lenguaje y, tras la insuficiencia, la tensión, el conocimiento del subterfugio, la aceptación del mal formulado? Estas notas, que desprecian el lenguaje, que escupen sobre el pensamiento [...] Y sin embargo, entre las fisuras de un pensamiento humanamente mal construido, cristalizado desigualmente, brilla una voluntad de sentido. La voluntad de actualizar una cosa incompleta, una voluntad de creencia. Aquí se instala una cierta Fe, pero que me entiendan los coprolálicos, los afásicos y, en general, todos los desacreditados por las palabras y por el verbo, los parias del Pensamiento. Sólo hablo para ellos. (Révolution Surréaliste, num. 3, 15 de abril de 1925.) -André Breton, Segundo Manifiesto del Surrealismo, 1930. pp. 414-436.

SEGUNDO MANIFIESTO DEL SURREALISMO (1930) A. Bretón Pese a las particulares actitudes de cada uno de aquellos que se han proclamado, o se proclaman, surrealistas, será, preciso convenir que el surrealismo pretendía ante todo provocar, en lo intelectual y lo moral, una crisis de conciencia del tipo más general y más grave posible, y que el logro o el no logro de tal resultado es lo único que puede determinar su éxito o su fracaso histórico. Desde el punto de vista intelectual se trataba, y se trata todavía, de atacar por todos los medios, y procurar se reconozca a todo precio, el engañoso carácter de las viejas antinomias hipócritamente destinadas a impedir cualquier insólita inquietud humana, dándole al hombre una pobre idea de los medios de que dispone, y haciéndole desesperar de la posibilidad de escapar, en una medida aceptable, a la coacción universal. El espantapájaros de la muerte, los cafés concierto del más allá, el naufragio de la más sólida razón en el sueño, el aplastante telón del porvenir, las torres de Babel, los espejos de inconsistencia, el infranqueable muro de dinero con sesos contra él aplastados, estas imágenes harto

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impresionantes de la catástrofe humana quizá tan sólo sean imágenes. Todo induce a creer que en el espíritu humano existe un cierto punto desde el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradicciones. De nada servirá intentar hallar en la actividad surrealista un móvil que no sea el de la esperanza de hallar este punto. Visto lo anterior, se advierte cuan absurdo es dar al surrealismo un sentido únicamente destructor o constructor; el punto al que nos hemos referido es, afortiori, aquel en que deja de ser posible enfrentar entre sí a la destrucción y la construcción. También resulta evidente que el surrealismo no está interesado en aquello que ocurre a sus alrededores, so pretexto de arte o antiarte, filosofía o antifilosofía, en una palabra de aquello que no tenga la finalidad de aniquilar al ser, convirtiéndolo en un brillante, ciego e interior, que no sea el alma del hielo ni tampoco la del fuego. ¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo? En este lugar mental en el que tan sólo por los propios medios cabe emprender la tarea de intentar un peligroso pero, no lo olvidemos, supremo auto-rreconocimiento, sería ocioso conceder la menor importancia al sonido de los pasos de quienes entran o de quienes salen, ya que tales pasos se dan, por definición, en una zona en la que el surrealismo es sordo. El surrealismo no puede quedar a merced del humor de los hombres de tal o cual clase; si el surrealismo declara que por sus propios medios puede liberar al pensamiento de una servidumbre más dura, devolverlo al camino de la comprensión total, darle su pureza original, ello basta para que se le juzgue solamente por lo que ha hecho, y por lo que le queda por hacer, a fin de cumplir sus promesas. Antes de proceder a la verificación de estas cuentas, es preciso saber qué clase de virtudes morales cultiva el surrealismo, puesto que hunde sus raíces en la vida y, no por mero azar, en la vida de los presentes tiempos, vida a la que dotó de elementos como el cielo, el sonido de un reloj, el frío, un malestar, es decir, vida de la que hablo de un modo vulgar. Nadie, salvo aquellos que hayan franqueado la última etapa del ascetismo, tiene derecho a no pensar en estas cosas, o no aceptar un nivel cualquiera de esta escala degradada. Precisamente de la efervescencia desesperanzadora de aquellas representaciones vacías de significado nace y se nutre el deseo de superar la insuficiente, la absurda, distinción entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como sea que del grado de resistencia que esta idea superior encuentre depende el avance más o menos seguro del espíritu hacia un mundo que, al fin, resulte habitable, es comprensible que el surrealismo no tema adoptar el dogma de la rebelión absoluta, de la insumisión total, del sabotaje en toda regla, y que tenga sus esperanzas puestas únicamente en la violencia. El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el vientre a tiro de revólver5. 5 Me consta que estas dos últimas frases colmarán de satisfacción a unos cuantos chupatintas que hace ya tiempo intentan pillarme en contradicción. ¿Así es que digo que «el acto surrealista más puro»...? ¿Entonces...? Y mientras unos, con excesivo interés aprovechan la ocasión para preguntarme «a qué espero», otros aullando me acusan de anarquía y pretenden hacer creer que me han sorprendido en flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada más fácil que rebatir las débiles conclusiones de esa gente. Sí, es cierto, quiero saber si un ser está dotado de violencia antes de preguntarme si, en este ser, la violencia tiene sentido o no lo tiene. Creo en el valor absoluto de todo aquello que se hace, espontáneamente o no, encaminado hacia el fin de la inaceptación, y no serán las razones de eficacia general, razones que inspiraron la larga paciencia prerrevolucionaria, y ante las que me inclino, las que me impedirán oír el grito que puede arrancarnos en cualquier instante la horrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que se ha perdido, entre lo que se ha gozado y lo que se ha sufrido. Evidentemente, no tengo la menor intención de recomendar preferentemente la ejecución de este acto, que he calificado como el más puro, por el hecho de que sea el más puro, y atacarme por estas palabras equivale a lo mismo que preguntar, como hacen los burgueses, a todo inconformista por qué no se suicida y a todo revolucionario por qué no se va a vivir a la Unión Soviética. ¡Que lo hagan otros! La prisa que algunos tienen de verme desaparecer y la natural afición que tengo a la agitación bastan para disuadirme de dejar libre, tan gratuitamente, el «escenario».

La legitimidad de un acto tal no es incompatible, a mi juicio, con la fe en este resplandor que el surrealismo busca en el fondo de nuestro ser. Y mi única finalidad al decir lo anterior ha sido la de incorporar la desesperación humana, sin la cual nada puede abonar aquella fe. Es imposible adoptar dicha fe, sin sentir tal desesperación, es imposible afirmar la primera y negar la segunda. Quien finja tal

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fe sin verdaderamente experimentar esta desesperación, no tardará en adquirir, a la vista de los avisados, el perfil del enemigo. Parece que de día en día es menos necesario buscar antecedentes a esta disposición de espíritu que nosotros denominamos surrealista, y a la que contemplan ustedes en el acto de explicarse a sí misma; en cuanto a mí concierne, no voy a oponerme a que los cronistas, judiciales o de cualquier otra especie, consideren que dicha actitud es específicamente moderna. En los presentes momentos, tengo más confianza en mi pensamiento que en todas aquellas significaciones que se pretenda atribuir a una obra acabada, a una vida extinguida. En definitiva, nada hay más estéril que aquel perpetuo interrogatorio de los muertos. ¿Se convirtió Rimbaud en el momento de su muerte, cabe hallar en el testamento de Lenin los elementos básicos para condenar la actual política de la III Internacional, fue aquella anormalidad física inaceptada y personalísima la gran causa del pesimismo de Alphonse Rabbe, se comportó Sade como un contrarrevolucionario en plena Convención? Basta con plantear estas interrogantes para percibir la fragilidad del testimonio de los que ya no existen. Abundan en exceso los desaprensivos interesados en que tenga éxito esta empresa de sofaldamiento espiritual, para que yo les siga en el empeño. En materia de rebelión, ninguno de nosotros necesita antepasados. Quiero dejar bien sentado que, desde mi punto de vista, es necesario desconfiar del culto a los hombres, por grandes que sean. Con la sola excepción de Lautréamont, creo que todos han dejado tras sí rastros equívocos. De nada sirve volver a discutir el caso de Rimbaud; Rimbaud se equivocó, y quiso que también nosotros nos engañáramos con respecto a él. Ante nosotros, Rimbaud es culpable de haber permitido, de no haber impedido tajantemente, ciertas interpretaciones que deshonran su pensamiento al estilo de las de Claudel. Lo mismo cabe decir de Baudelaire («Oh Satán...») y de aquella «norma eterna» de su vida: «Rogar todas las mañanas a Dios, fuente de toda fuerza y de toda justicia, a mi padre, a Mariette y a Poe, intercesores míos». Sí, ya sé, hay que respetar el derecho a contradecirse [...]. Pero ¿a Dios y a Poe? ¿Poe a quien las actuales publicaciones de carácter policíaco consideran, con toda razón, como el padre de la investigación policíaca científica (de la investigación desde la del estilo de Sherlock Holmes hasta la de Paul Valéry)? ¿No es acaso vergonzoso presentar en un escorzo intelectualmente atractivo el tipo del policía, siempre el tipo del policía, y regalar al mundo un método policíaco? Sin detenernos, escupamos a Edgar A Poe. Si en méritos del surrealismo rechazamos sin vacilar la idea de que sólo cabe apoyarse en las cosas que «son», y si declaramos que a lo largo de un camino que «es», camino que podemos indicar, y en cuyo seguimiento podemos prestar ayuda, se llega a aquello que se pretendía «no era», si nosotros no encontramos palabras bastantes para denigrar la bajeza del pensamiento occidental, si nosotros no tememos entrar en conflicto con la lógica, si nosotros somos incapaces de jurar que un acto realizado en sueños tiene menos sentido que un acto efectuado en estado de vigilia, si nosotros consideramos incluso posible dar fin al tiempo, esa farsa siniestra, ese tren que se sale constantemente de sus raíles, esa loca pulsación, este inextricable nudo de bestias reventantes y reventadas, ¿cómo puede pretenderse que demos muestras de amor, e incluso que seamos tolerantes, con respecto a un sistema de conservación social, sea el que sea? Esto es el único extravío delirante que no podemos aceptar. Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión. En este aspecto la postura surrealista es harto conocida, pero también es preciso se sepa como que no admite compromisos transaccionales. Cuantos se han impuesto la misión de defender el surrealismo no han dejado ni un instante de propugnar esta negación, de prescindir de todo otro criterio de valoración. Saben gozar plenamente de la desolación, tan bien orquestada, con que el público burgués, siempre innoblemente dispuesto a perdonarles ciertos errores «juveniles», acoge el deseo permanente de burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual, de tan largo alcance. Combatimos contra la indiferencia poética, la limitación del arte, la investigación erudita y la especulación pura, bajo todas sus formas, y no queremos tener nada en común con los que pretenden debilitar el espíritu, sean de poca o de mucha importancia. Todas las cobardías, las abdicaciones, las traiciones que quepa imaginar no bastarán para impedirnos que terminemos con semejantes bagatelas. Sin embargo, es notable advertir que los individuos que un día nos impusieron la obligación de tener que prescindir de ellos, una vez solos se quedaron indefensos y tuvieron que recurrir inmediatamente a los más miserables expedientes para congraciarse con los defensores del orden, todos ellos grandes partidarios de conseguir que todos los hombres tengan la misma altura, mediante el procedimiento de cortar la cabeza de los más altos. La fidelidad inquebrantable a las obligaciones que el surrealismo impone exige un desinterés, un desprecio del riesgo y una voluntad de negarse a la

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componenda que, a la larga, muy pocos son los hombres capaces de ello. El surrealismo vivirá incluso cuando no quede ni uno solo de aquellos que fueron los primeros en percatarse de las oportunidades de expresión y de hallazgo de verdad que les ofrecía. Es demasiado tarde ya para que la semilla no germine infinitamente en el campo humano, pese al miedo y a las restantes variedades de hierbas de insensatez que aspiran a dominarlo todo. Por esta misma razón, resolví, tal como es de ver en el prefacio a la reedición del Manifiesto del Surrealismo (1929), abandonar silenciosamente a su triste suerte a ciertos individuos que, a mi juicio, se habían ya hecho justicia, por sí mismos, de modo suficiente. Este es el caso de los señores Artaud, Carrive, Delteil, Gérard, Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, nombrados en el Manifiesto (1924), y, posteriormente, de algunos más. El primero de los mencionados señores cometió la imprudencia de quejarse y, ahora, me parece oportuno volverme a ocupar de su caso [...]. Demasiado sería pedirme que me abstuviera, durante más tiempo, de efectuar este comentario. En la medida de los medios con que cuento, considero que no estoy autorizado a dejar en paz a los granujas, los impostores, los arribistas, los falsos testigos y los delatores. El tiempo perdido, en espera de poderles confundir, puede todavía recuperarse, y puede recuperarse de modo que redunde en su perjuicio. Yo creo que realizar una tajante discriminación es la única actitud perfectamente digna del fin que perseguimos, y creo que supondría cierta ceguera mística el infraestimar el disolvente alcance de la permanencia de estos traidores entre nosotros, del mismo modo que sería indicio de la más lamentable confusión de carácter positivista el suponer que estos traidores, que tan sólo lo son a sus primeras intentonas, puedan permanecer indiferentes ante dicha sanción6. 6 Estas palabras fueron proféticas. Desde que las anteriores líneas vieron por vez primera la luz pública en «Revolution Surréaliste», he podido gozar de tal concierto de imprecaciones contra mí desencadenadas que si de algo tengo que excusarme ello es de haber tardado demasiado en dar lugar a este pandemónium. Si alguna acusación hay que debo reconocer merezco desde hace ya mucho tiempo, ésta es la de mi excesiva indulgencia. Además de mis verdaderos amigos, ha habido mentalidades clarividentes que no han dudado en formular dicha acusación. Cierto es que, a menudo, he sido propicio a actuar con gran tolerancia ante los pretextos personales alegados en excusa de determinadas actividades particulares y, más todavía, ante los pretextos personales en justificación de una inactividad general. Siempre y cuando unas cuantas ideas consideradas comunes a todos nosotros no hayan sido puestas en tela de juicio, he pasado por alto —y éste es el verbo más ajustado: pasar— a uno sus extravagancias, al otro sus manías, al de más allá su casi total carencia de recursos. Sí, procurad corregirme este defecto. No me ha molestado en absoluto haber dado, yo sólito, a los doce firmantes del Cadáver (éste es el título que, con excesivas pretensiones, han dado al panfleto a mí dedicado) la ocasión de ejercer una verborrea que algunos de ellos habían dejado de tener, en tanto que otros nunca la tuvieron, verdaderamente ensordecedora. He podido constatar que el tema que en esta ocasión han elegido ha tenido la virtud, por lo menos, de provocarles una exaltación que, hasta el presente momento, estaba lejos de haber logrado hacer nacer y, al parecer, los más moribundos de ellos han necesitado, a fin de reanimarse un poco, imaginar que estaba yo en trance de expirar. Sin embargo, debo manifestar que, pese a sus buenas intenciones, gozo de excelente salud; con placer he podido advertir que el profundo conocimiento que de mí tienen algunos de ellos, por haberme tratado asiduamente durante años, de nada les ha servido para aclarar sus dudas con respecto a qué tipo de insulto «mortal» podían dirigirme, y tan sólo les ha sugerido injurias estériles, del tono de las que reproduzco, a título de curiosidad, al término de este manifiesto. A juzgar por lo que dicen estos señores, haber comprado unos cuantos cuadros y no haber quedado esclavizado por ellos —lo cual consideran un crimen— es lo único de lo que, con toda certeza, soy culpable [...] Y también de haber escrito este manifiesto, claro. El hecho de que, por propia iniciativa, los periódicos, más o menos desfavorables a mí, hayan reconocido que en este caso poco hay que reprocharme desde el punto de vista moral, me dispensa de entrar en detalles todavía más ociosos, y me da la medida del mal que se me puede hacer, con tal precisión que me impide pretender, una vez más, convencer a mis enemigos del bien que me pueden hacer al empeñarse en hacerme mal. M. A. R. me escribió, diciéndome: «Acabo de leer El cadáver, difícilmente hubieran podido sus amigos rendirle un homenaje más hermoso. »Su generosidad y su solidaridad son conmovedoras: doce contra uno. »Aunque usted no me conoce, debo decirle que no contemplo con indiferencia su obra. Por ello le ruego me permita darle testimonio de mi estimación y enviarle un saludo »Cuando quiera, si es que quiere, provocar un multitudinario testimonio de adhesión, advertirá que éste toma proporciones inmensas y podrá conocer la existencia de muchos seres que le siguen, entre los cuales abundan los que son distintos a usted, pero que, cual usted, son generosos y sinceros, y se encuentran en la misma soledad.

Que el diablo ampare, una vez más, la ideología surrealista, así como toda otra ideología que tienda a asumir una forma concreta, a someter todo lo bueno que quepa imaginar a un orden de hecho, de la misma manera que la idea del amor tiende a crear un ser, que la idea de la revolución tiende a hacer

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llegar el día de esta revolución, sin lo cual estas ideas perderían todo su sentido —recordemos que la ideología del surrealismo tiende simplemente a la total recuperación de nuestra fuerza psíquica por un medio que consiste en el vertiginoso descenso al interior de nosotros mismos, en la sistemática iluminación de zonas ocultas, y en el oscurecimiento progresivo de otras zonas, en el perpetuo pasear en plena zona prohibida, y que su actividad no corre grave riesgo de detenerse mientras el hombre sepa distinguir a un animal de una llama o de una piedra—, el diablo ampare, decía, a la ideología surrealista a fin de que nunca falten escollos en su camino. Es absolutamente necesario que nos comportemos como si verdaderamente estuviéramos en «el mundo», para arriesgarnos inmediatamente a formular ciertas reservas. Que no se enojen, pues, aquellos que se desesperan al vernos abandonar de repente las alturas en las que nos sitúan, si aquí emprendo la tarea de hablar de la actitud política, «artística», polémica, que, a fines de 1929, quizá sea la nuestra, y de poner de relieve, en el ámbito exterior a ella, ciertos comportamientos individuales, elegidos entre los más típicos y más particulares de nuestros días. En cuanto a mí hace referencia, debo decirle que su actuación y su pensamiento me han interesado grandemente en el curso de estos últimos años.» En realidad, espero no mi día, sino nuestro día, el día de todos nosotros, de todos aquellos que tarde o temprano nos reconoceremos los unos a los otros en virtud del signo de no ir por ahí con los brazos colgando, tal como hacen los demás. ¿Habéis observado que incluso los más impacientes van así? Mi pensamiento no está en venta. Cuento treinta y cuatro años, y creo que mi pensamiento puede, más que en cualquier otro momento, azotar, como una carcajada, a aquellos que carecen de pensamiento, así como a los que habiéndolo tenido se lo han vendido. Estoy orgulloso de que se me considere un fanático. Quienes deploren la adopción, en el terreno intelectual, de costumbres tan bárbaras como las que existe tendencia a imponer, y pretendan invocar la infecta cortesía, estarán obligados a reconocer que soy el último hombre capaz de contentarme con abandonar la lucha tras haber recibido unas cuantas decorativas heridas en el rostro. La gran nostalgia de los profesores de historia de la literatura de nada servirá a los efectos de hacerme deponer mi actitud. Se han podido escuchar muy graves exhortaciones en los últimos cien años. Estamos lejos de la dulce y encantadora «batalla» de Hernani.

Ignoro si es oportuno contestar aquí a las pueriles objeciones de aquellos que, fija su atención en las posibles conquistas del surrealismo en aquel ámbito poético en el que se proyectó en sus comienzos, se inquietan al ver que toma partido en la lucha social, y afirman que eso le llevará a la ruina. Esto no es más que una indiscutible muestra de su pereza, o indirecta expresión de su deseo de limitarnos. Creemos nosotros que Hegel dejó sentado de una vez para siempre que en la esfera de la moralidad, en tanto en cuanto se distingue de la esfera social, no hay más que una convicción formal, y si mencionamos la verdadera convicción lo hacemos para que conste la distinción y para evitar la confusión en que se podría incurrir al considerar la convicción a que nos referimos, es decir, la convicción formal, como si fuese la convicción verdadera, ya que ésta sólo se produce en la vida social (Filosofía del Derecho). El proceso sobre la suficiencia de esta convicción formal ya se ha celebrado, por lo que pretender a todo precio que nos sometamos a ella muy poco honor hace a la inteligencia y a la buena fe de nuestros contemporáneos. A partir de Hegel, no hay sistema ideológico que pueda evitar su total derrumbamiento, después de haber fracasado en el intento de llenar el vacío que dejaría tras sí, vacío en la misma inteligencia, el principio de una voluntad que únicamente actuara por propia cuenta, y que estuviera entregada por entero a proyectarse sobre sí misma. Tras recordar que la lealtad, en el sentido hegeliano de la palabra, únicamente puede ser función de la penetrabilidad de la vida subjetiva por la vida «sustancia», y que, sean cuales fueren sus divergencias, esta idea no ha sido objeto de contradicciones fundamentales por parte de mentalidades tan distintas cuales la de Feuerbach, quien acabó negando la conciencia en cuanto facultad particular, de Marx, totalmente entregado a la necesidad de modificar totalmente las condiciones externas de la vida social, de Hartmann, quien de una teoría ultrapesimista del subsconsciente derivaba una afirmación nueva y optimista de nuestra voluntad de vivir, de Freud, que insistía más y más sobre la solicitación propia del super yo, creo que nadie se sorprenderá al ver que el surrealismo, sin dejar de avanzar, se dedica a algo más que a la resolución de un problema psicológico, por interesante que éste sea. En nombre del imperioso reconocimiento de esta necesidad, considero que no podemos evitar plantearnos con toda crudeza la cuestión del régimen social bajo el que vivimos, quiero decir con esto la cuestión de la aceptación o la no aceptación de este régimen. En nombre de este mismo reconocimiento, creo que estoy más que titulado para acusar, aunque sea incidentalmente, a los desertores del surrealismo para quienes lo antes dicho es demasiado

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arduo o demasiado elevado. Hagan lo que hagan, por agudo que sea el giro de falsa alegría con que celebraron su huida, fuere cual fuere la lamentable decepción que nos produjeron —y con ellos todos los que dicen que tanto da un régimen como otro, ya que a fin de cuentas el hombre siempre será derrotado—, no conseguirán que olvide que no serán ellos, sino yo, al menos eso confío, quien algún día gozará de esta suprema «ironía» que se proyecta sobre todo, y también sobre los regímenes, y que no podrán alcanzar, no sólo porque no está a su alcance, sino también porque exige, como condición previa, la totalidad del acto voluntario consistente en recorrer el ciclo de la hipocresía, del probabilismo, de la voluntad que quiere el bien, y de la convicción (Hegel, Fenomenología del espíritu). En el caso de que el surrealismo se dedicara especialmente a instruir proceso a las nociones de realidad e irrealidad, de razón y de sinrazón, de reflexión e impulso, de sapiencia y de ignorancia «fatal», de utilidad e inutilidad, etc., presentaría con el materialismo histórico por lo menos una analogía en cuanto a la tendencia que nace del «colosal abortamiento» del sistema hegeliano. Me parece imposible la asignación de límites, por ejemplo, los impuestos por el sistema económico, al ejercicio de un modo de pensar definitivamente sometido a la negación. ¿Cómo cabe negar que el método dialéctico se pueda aplicar eficazmente a la resolución de problemas sociales? Toda la ambición del surrealismo estriba en proporcionar al método dialéctico posibilidades de aplicación que en modo alguno se dan en el campo de lo consciente más inmediato. Verdaderamente no comprendo por qué razón, aunque ello, desagrade a ciertos revolucionarios de limitados horizontes, debemos abstenernos de propugnar la revolución, de aplicarnos a los problemas del amor, del sueño, de la locura, del arte y de la religión, siempre y cuando los enfoquemos desde el mismo punto de vista que aquellos —y también nosotros— los enfocan. Tampoco tengo ningún inconveniente en afirmar que, antes del surrealismo, nada se hizo, con carácter sistemático, en el sentido antes dicho, y que, tal como nos ha sido dado, el método dialéctico, en su forma hegeliana, también para nosotros resulta inaplicable. También para nosotros era preciso acabar con el idealismo propiamente dicho, la creación de la palabra «surrealismo» lo demuestra con suficiente claridad, y, sirviéndonos del ejemplo de Engels, también teníamos que liberarnos de la necesidad de ceñirnos al infantil razonamiento «La rosa es una rosa; la rosa no es una rosa; y, sin embargo, la rosa es una rosa», sino que, y perdóneseme este paréntesis, teníamos que situar a la «la rosa» en una dinámica fecunda de contradicciones de más alcance, en la que la rosa fuese sucesivamente aquella rosa que proviene del jardín, la que cumple una función singular en un sueño, la que no se puede separar de «un ramo óptico», la que puede cambiar totalmente sus propiedades al pasar a la escritura automática, aquella que tan sólo conserva de la rosa cuanto el pintor ha querido que conservara en un cuadro surrealista, y, por fin, aquella rosa, totalmente distinta a sí misma, que regresa al jardín. Está eso muy lejos del punto de vista idealista, cualquiera que sea, y nosotros ni siquiera lo pondríamos de relieve si algún día dejáramos de ser el objetivo de los ataques de un materialismo primario, ataques que parten, a un mismo tiempo, de aquellos que, por bajo conservadurismo, no sienten el menor deseo de poner en claro las relaciones entre el pensamiento y la materia, y de aquellos que, por un sectarismo revolucionario mal entendido, confunden, con desprecio de la realidad, este materialismo con aquel otro del que Engels lo distingue esencialmente, y que definió, de manera principalísima, como una intuición del mundo, destinada a ser experimentada y convertirse en realidad; en el curso del desarrollo de la filosofía, el idealismo llegó a ser insostenible y fue negado por el materialismo moderno, y este último, que es la negación de la negación, no consiste en la simple restauración del antiguo materialismo, ya que a los fundamentos perennes de éste añade la totalidad del pensamiento de la filosofía y de las ciencias naturales, según su evolución a lo largo de dos mil años, y añade también los productos de esta misma larga historia. También nosotros pretendemos situarnos en un punto de partida tal que permita superar la filosofía. A mi juicio, éste es el destino de todos aquellos para quienes la realidad no solamente tiene una importancia teórica, sino que el hecho de proyectarse apasionadamente sobre esta realidad es también una cuestión de vida o muerte tal como dijo Feuerbach; nuestra actitud consiste en dar totalmente, sin reservas, tal como la damos, nuestra adhesión al principio del materialismo histórico, la de los otros consiste en arrojar al rostro del embobado mundo intelectual la idea de que «el hombre no es más que lo que come», y que una futura revolución tendrá más posibilidades de triunfar si el pueblo está mejor alimentado, y come guisantes en vez de comer patatas. Nuestra adhesión al principio del materialismo histórico [...] Verdaderamente no se puede jugar con estas palabras. Si dependiera únicamente de nosotros —con eso quiero decir si el comunismo no nos tratara tan sólo como bichos destinados a cumplir en sus filas la función de badulaques y provocadores—, nos mostraríamos

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plenamente capaces de cumplir, desde el punto de vista revolucionario, con nuestro deber. Desgraciadamente, en este aspecto imperan unas opiniones muy especiales con respecto a nosotros; por ejemplo, en cuanto a mí concierne puedo decir que, hace dos años, no pude, tal como hubiera querido, cruzar libre y anónimamente el umbral de la sede del partido comunista francés, en la que tantos individuos poco recomendables, policías y demás, parecen tener permiso para moverse como don Pedro por su casa. En el curso de tres entrevistas que duraron varias horas me vi obligado a defender al surrealismo de la pueril acusación de ser esencialmente un movimiento político de orientación claramente anticomunista y contrarrevolucionaria. Huelga decir que no tenía derecho a esperar que quienes me juzgaban hicieran un análisis fundamental de mis ideas. Aproximadamente en esta época, Michel Marty vociferaba, refiriéndose a uno de los nuestros: «Si es marxista, no tiene ninguna necesidad de ser surrealista». Ciertamente, en estos casos, no fuimos nosotros quienes alegamos nuestro surrealismo; este calificativo nos había precedido, a nuestro pesar, tal como a los seguidores de Einstein les hubiera precedido el de relativistas, o a los de Freud el de psicoanalistas. ¿Cómo no inquietarse ante el nivel ideológico de un partido que había nacido, tan bien armado, de dos de las más sólidas mentes del siglo XIX? Desgraciadamente, los motivos de inquietud son más que abundantes; lo poco que he podido deducir de mi experiencia personal coincide plenamente con las experiencias ajenas. Me pidieron que presentara a la célula «del gas» un informe sobre la situación dominante en Italia, y especificaron que únicamente podía basarme en realidades estadísticas (producción de acero, etc.), y que debía evitar ante todo las cuestiones ideológicas. No pude hacerlo. Sin embargo, reconozco que si en el partido comunista me tomaron por un intelectual del tipo más indeseable que quepa imaginar, ello se debía únicamente a un error de interpretación. Mis simpatías están con la masa formada por aquellos que realizarán la revolución social, y lo están de un modo tan exclusivo que no puedo sentir rencor a causa de los pasajeros efectos de aquella desdichada interpretación. Lo que no acepto es que, en virtud de determinadas posibilidades de maniobrar, ciertos intelectuales a los que conozco, cuyas motivaciones morales son más que dudosas, tras haber intentado sin éxito el cultivo de la poesía y de la filosofía, se pongan la casaca de la agitación revolucionaria, que gracias a la confusión imperante en los ámbitos revolucionarios consigan suscitar esperanzas, y, para mayor comodidad, se apresuren a renegar truculentamente de aquello que, cual el surrealismo, les ha permitido alumbrar sus pensamientos más lúcidos, pero que, al mismo tiempo, les obliga a rendir cuentas y a justificar humanamente su postura. El espíritu no es como una veleta, o, por lo menos, no es tan sólo como una veleta. No basta con decidir de repente entregarse a una determinada actividad, ya que esta entrega nada significa si uno no es capaz de expresar objetivamente cómo llegó a tal decisión, y en qué punto exacto era necesario que estuviera para llegar a ella. No quiero ni siquiera oír hablar de esas conversiones revolucionarias de tipo religioso, de esas conversiones de algunos individuos que se limitan a comunicárnoslas, y añaden, con satisfacción, que no se explican las causas. En estos casos no puede haber ruptura, ni solución de continuidad en el pensamiento. Claro que siempre cabe recordar los viejos caminos sinuosos de la gracia [...] Bueno, es broma. Pero resulta natural que sienta una gran desconfianza, en estos casos. La verdad es que conozco a un hombre determinado, y con eso quiero decir que sé de dónde procede e incluso, un poco, a dónde va, y de pronto se pretende que este sistema de referencias quede invalidado, y que este hombre haya llegado a un lugar totalmente distinto de aquel hacia el que avanzaba. Y si esto pudiera llegar a ocurrir, ¿acaso no hubiera sido necesario que este hombre al que considerábamos en el amable estado de crisálida, a fin de volar con sus propias alas hubiera tenido que salir del capullo de su pensamiento? Repito que no creo en estas conversiones. Considero absolutamente necesario, no sólo desde el punto de vista moral sino también desde el punto de vista práctico, que cada uno de esos que se apartan del surrealismo ponga en tela de juicio, ideológicamente hablando, al surrealismo, y nos señale, desde su punto de vista, los aspectos más dudosos. Pero no, jamás ha ocurrido tal. La verdad es que, al parecer, la causa de estos bruscos cambios de actitud se halla casi siempre en sentimientos de muy poca altura, y creo que debemos buscar el secreto de estas causas, como el de la gran inconstancia de la mayoría de los hombres, antes bien en una progresiva pérdida de conciencia que en el súbito florecer del razonamiento, que es tan diferente de lo anterior como el escepticismo lo es de la fe. Con gran satisfacción de aquellos a quienes desagrada regular las propias ideas, tal como se regulan en el surrealismo, resulta que dicha regulación no se efectúa en los medios políticos, por lo que quedan en libertad, desde que ingresen en ellos, de convertir en realidad su ambición esta ambición que existía ya antes —y esto es lo grave— de que descubrieran

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su pretendida vocación revolucionaria. Hay que oírles en el acto de predicar a los viejos militantes; hay que verles quemar, con más facilidad que si de sus propios papeles se tratara, las etapas del pensamiento crítico, que es más riguroso en estos terrenos que en cualquier otro; hay que ver cómo éste toma por testigo a uno de esos pequeños bustos de Lenin que se venden a tres francos ochenta, y el de más allá golpea con el dorso de la mano el vientre de Trotsky [...] Lo que no tolero es que esas gentes con quienes estuvimos en relación, y cuya mala fe, arribismo y finalidades contrarrevolucionarias, por haberlas nosotros experimentado en propio perjuicio, hemos denunciado en toda ocasión desde hace tres años, que los individuos como Morhange, Politzer y Lefévre, encuentren el medio de ganarse la confianza de los dirigentes del partido comunista, hasta el punto de poder publicar, por lo menos con su aparente aprobación, dos números de una cierta «Revue de Psychologie Concrete», y siete números de la «Revue Marxiste», tras lo cual tuvieron a bien ilustrarnos de una vez para siempre acerca de su bajeza, cuando el segundo de los nombrados decidió, al cabo de un año de colaboración y complicidad con el primero, y teniendo en cuenta que la psicología concreta no gozaba de popularidad, denunciar a aquél ante el Partido, acusándole de haber disipado en Montecarlo, en el curso de un día, la suma de doscientos mil francos que le había sido confiada a fin de que la empleara en propaganda revolucionaria, y el denunciado, únicamente ofendido por el proceder de su amigo, vino inesperadamente a hacerme partícipe de su indignación, reconociendo sin empacho que los hechos de que se le acusaba eran ciertos. En Francia, actualmente, está permitido, con la connivencia de M. Rappoport, abusar del nombre de Marx, sin que nadie formule objeciones. Ante esto, me pregunto a dónde ha ido a parar la moral revolucionaria [...]. [...] Para que, en el ámbito al que acabo de referirme, quepa la posibilidad de que ocurran esos abusos de confianza, esas defecciones y traiciones de todo orden, parece necesario que este ámbito sea un recinto habitado por seres despreciables, en el que no quepa contar con la actividad desinteresada y simultánea de un puñado de hombres. Si la tarea revolucionaria, en sí misma, con la disciplina que su realización presupone, no es de tal naturaleza que separe, desde un principio, a los buenos de los malos, a los falsos de los sinceros, si, por su mal, no tiene más remedio que esperar a que una serie de acontecimientos exteriores cumplan la función de desenmascarar a unos y de proyectar un reflejo de inmortalidad en los rostros desnudos de los otros, ¿cómo puede pretenderse que las cosas no se desarrollen más miserablemente todavía con respecto a aquellas tareas que no son la anteriormente dicha, en sentido estricto, y, concretamente en la tarea surrealista, en la medida en que ésta no se confunda únicamente con la primeramente mencionada? Es plenamente normal que el surrealismo se manifieste en medio, y quizá al precio, de una ininterrumpida serie de fracasos, de zigzags y de defecciones que exigen, en todo momento, poner en duda sus bases primarias, es decir, volver a los principios iniciales de su actividad, e interrogar al mañana aleatorio que es causa de que los corazones «se enamoren» ahora de él, y se aparten después de él. Debo reconocer que no todo se ha intentado a los efectos de llevar a buen término nuestro empeño, aunque sólo fuese por el medio de sacar provecho de los recursos que hemos definido como propios de nuestra postura, y por el medio de utilizar intensamente los modos de investigación que fueron preconizados en los orígenes del movimiento de que tratamos. Quiero volver a recordar y a insistir en que el problema de la acción social es únicamente una de las formas de un problema más general que el surrealismo se ha impuesto el deber de poner de relieve, y que no es otro que el de la expresión humana en todas sus formas. Quien dice expresión dice, en primer lugar, idioma. No hay pues que sorprenderse de que el surrealismo se sitúe ante todo, y casi únicamente, en el terreno del idioma, y tampoco hay que sorprenderse de que el surrealismo, después de efectuar tal o cual incursión en otros campos, regrese al del idioma cual si buscara gozar del placer de comportarse en él igual que si se hallara en un país ya conquistado. Y, efectivamente, nada puede ya obstar a que una gran parte de este país sea tierra conquistada por el surrealismo. Las hordas de palabras literalmente desencadenadas a las que el dadaísmo y el surrealismo han dado libertad, abriéndoles todas las puertas, no son de aquellas que se retiran fácilmente. Sin prisas, con seguridad, estas hordas penetrarán en los pueblecitos de la idiocia literaria que todavía se enseña en la actualidad, y, confundiendo sin dificultades las altas con las bajas esferas, derribarán sin perder la compostura gran cantidad de torreones defensivos. Con la falsa idea de que nuestros esfuerzos tan sólo han servido para hacer tambalear, seriamente, a la poesía, la población no está lo suficientemente alarmada, y se limita a construir, aquí y allá, diques de contención carentes de importancia. Fingen no darse cuenta de que el mecanismo lógico de la frase se muestra, en sí mismo, de día en día más impotente para producir en el hombre aquella sacudida emotiva que es la que

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verdaderamente da valor a su vida. Contrariamente, los productos de esta actividad espontánea, o más espontánea, directa, o más directa, cual los que le ofrece con creciente abundancia el surrealismo bajo la forma de libros, cuadros y películas cinematográficas que el hombre contempló inicialmente con estupor, son ahora buscados por este mismo hombre, quien se rodea de ellos, y se entrega, más o menos tímidamente a ellos, con el deseo de alterar totalmente su modo de sentir. Ya lo sé: este hombre todavía no es hombre del todo, y es necesario dejarle tiempo para que llegue a serlo. Pero fijaos en cuánta admirable y perversa capacidad de insinuación han demostrado tener ciertas obras, pocas, muy modernas, obras de las que lo menos que cabe decir es que están dominadas por un espíritu especialmente insalubre: Baudelaire y Rimbaud (pese a las reservas que he hecho a su respecto), Huysmans y Lautréamont. Y al mencionar a éstos, me he limitado al campo de la poesía. No tememos someternos a la ley de esta insalubridad. Nadie podrá decir que no hemos hecho cuanto hemos podido a fin de aniquilar esta estúpida ilusión de felicidad y de común acuerdo, cuya denuncia será la gloria del siglo XIX. Bien cierto es que ni por un instante hemos dejado de amar estos rayos de sol poblados de miasmas. Pero, en el momento en que los poderes públicos de Francia se disponen a celebrar grotescamente con diversas conmemoraciones el centenario del romanticismo, nosotros declaramos que, históricamente, de este romanticismo en nuestros días tan sólo queda la cola, pero se trata de una cola extremadamente prensil, y la esencia de lo que queda de este romanticismo, en 1930, consiste en la negación de aquellos poderes y de aquellas conmemoraciones; asimismo declaramos que, para el romanticismo, tener cien años de existencia equivale a la juventud, que los días del romanticismo erróneamente calificados de heroicos, tan sólo merecen, honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros, y que si se reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el sentido «clásico», el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la menor duda, el mal en su totalidad. Sea cual fuere la evolución del surrealismo en el terreno político, por urgente que sea el imperativo de confiar únicamente, en orden a la liberación del hombre, condición primordial del espíritu, en la revolución del proletariado, puedo afirmar que no hemos tenido razón alguna, digna de consideración, para poner en tela de juicio los medios de expresión que nos son propios y cuyo uso, según hemos podido comprobar, sirve satisfactoriamente a nuestros propósitos. Y si alguien ha tenido a bien condenar tal o cual imagen específicamente surrealista que yo haya podido emplear al azar en un prefacio, no por ello queda zanjado el problema de las imágenes. «Esta familia en una carnada de perros» (Rimbaud). Si, basándose en una frase cual ésta, aislada de su contexto, hay gente que se dedica a escribir largas parrafadas apasionadas, lo único que lograrán será formar un nutrido grupo de ignorantes. Jamás se conseguirá implantar procedimientos neonaturalistas a expensas de los nuestros, es decir, jamás se conseguirá aniquilar todo aquello que, a partir del naturalismo, constituye las más importantes conquistas del espíritu. Recordaré ahora las respuestas que di, en septiembre de 1928, a las dos siguientes preguntas que me formularon: 1.a ¿Cree que la producción artística y literaria es un fenómeno puramente individual? ¿No cree que dicha producción pudiera, o debiera, ser reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad? 2.a ¿Cree usted en la existencia de una literatura y de un arte que expresen las aspiraciones de la clase obrera? ¿Quiénes son, a su juicio, sus principales representantes? 1. Sin duda alguna, la producción artística y literaria, como todo fenómeno intelectual, no merecerá tal nombre como no sea que se proponga únicamente el problema de la soberanía del pensamiento. Es decir, resulta imposible contestar negativa o afirmativamente a su primera pregunta, y la única actitud filosófica que cabe observar en este caso consiste en imponer la contradicción (existente) entre el carácter del pensamiento humano que consideramos absoluto, por una parte, y la realidad de este pensamiento humano en una multitud de seres humanos individuales, con pensamiento limitado, por otra; esta contradicción no puede resolverse sino en el progreso infinito, en la serie, por lo menos prácticamente infinita, de las sucesivas generaciones humanas. En este sentido, el pensamiento humano posee la soberanía y no la posee; y su capacidad de conocer es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado por naturaleza y vocación, en potencia, y en cuanto a su última finalidad en la Historia, pero carente de soberanía y limitado en cada una de sus realizaciones y en cualquiera de sus estados (Engels, La moral y el derecho. Verdades eternas). Este pensamiento, en el terreno en que usted me pide lo

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considere, en cuanto expresión particular determinada, no puede sino oscilar entre la conciencia de su perfecta autonomía y la conciencia de su estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la producción artística y literaria me parece totalmente sacrificada a las exigencias del desenlace de este drama, consecuencia de un siglo de filosofía y de poesía verdaderamente desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin, Troski). En estas circunstancias, decir que aquella producción puede, o debe, ser el reflejo de las grandes corrientes que determinan la evolución económica y social de la humanidad sería emitir un juicio muy vulgar, implicando el reconocimiento puramente circunstancial del pensamiento y prescindiendo de su naturaleza esencial, naturaleza que es, a un mismo tiempo, incondicionada y condicionada, utópica y realista, con su fin contenido en ella misma y con la sola ambición de estar al servicio de algo, etcétera. 2. No creo en la posibilidad de la existencia actual de una literatura o de un arte que exprese las aspiraciones de la clase obrera. Si no creo en ello la causa radica en que en el periodo prerrevolucionario el escritor o el artista, de formación necesariamente burguesa, es por definición incapaz de expresarlas. No negaré que pueda formarse cierta idea de estas aspiraciones, y que, en circunstancias morales que muy rara vez se darán, pueda concebir la relatividad de toda causa, en función de la causa proletaria. Creo que se trata de una cuestión de sensibilidad y de honradez. Sin embargo, y pese a lo anterior, no podrá zafarse de muy graves dudas, inherentes a los medios de expresión que le son propios, que le obligan a considerar, por sí y ante sí, desde un ángulo muy especial la obra que se propone realizar. Para que esta obra sea viable es preciso que esté situada en cierto lugar con respecto a ciertas otras obras ya existentes, y, al mismo tiempo, debe abrir un nuevo camino. Guardando las debidas distancias, diremos que sería igualmente vano alzar la voz contra, por ejemplo, la afirmación de un determinismo poético cuyas leyes no son impromulgables ni mucho menos, que alzarla contra la afirmación del materialismo dialéctico. En cuanto a mí hace referencia, sigo convencido de que los dos órdenes de evolución son rigurosamente parecidos, y que también tienen la nota común de no perdonar jamás. Las vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por analogía y por antítesis con la cultura burguesa, son el resultado de comparaciones entre el proletariado y la burguesía, en las que el espíritu crítico ninguna intervención tiene [...]. Cierto es que llegará el momento, en el desarrollo de la nueva sociedad, en que la economía, la cultura y el arte gozarán de suma libertad de movimientos, es decir, de progreso. Pero a este respecto, tan sólo podemos entregarnos a la formulación de fantásticas conjeturas. En una sociedad que esté liberada de la esclavizante preocupación por conseguir el pan de cada día, en que las lavanderías comunales lavarán eficazmente las prendas de buena tela de todos los ciudadanos, en que los niños —todos los niños— estarán bien alimentados, gozarán de buenos cuidados médicos, estarán alegres y absorberán los elementos de las ciencias y de las artes como si del aire y la luz del sol se tratara, en la que dejará de haber «bocas inútiles», en la que el egoísmo liberado del hombre —formidable potencia— se encaminará únicamente al conocimiento, transformación y mejora del universo, en esta sociedad el dinamismo de la cultura será incomparablemente superior a cuanto se haya conocido en el pasado. Pero solamente llegaremos a esto a través de una larga y penosa transición que apenas hemos iniciado (Trotsky, Revolución y cultura, «Ciarte», primero de noviembre de 1923). Estas admirables frases creo dan la justa respuesta, de una vez para siempre, a las pretensiones de unos cuantos impostores y señoritos adinerados que se las dan hoy, en Francia, bajo la dictadura de Poincaré, de artistas y escritores proletarios, amparándose en el pretexto de que en su producción no hay más que fealdad y miseria, a las pretensiones de aquellos que no conciben nada que se encuentre en una esfera un poco más elevada que el inmundo reportaje, que el monumento funerario y los someros relatos de presidiarios, que no saben más que agitar ante nuestros ojos el espectro de Zola, de Zola cuya obra intentan saquear y no logran llevarse absolutamente nada, que abusando sin la menor vergüenza de cuanto vive, sufre, gime y espera, se oponen a toda investigación seria, intentan evitar todo género de descubrimientos, y que, so pretexto de dar lo que bien saben nadie puede recibir, es decir, la comprensión general e inmediata de cuanto es creación, denigran del peor modo al espíritu, y se comportan como los más certeros contrarrevolucionarios. Un poco más arriba comencé a decir que es muy lamentable que no se hayan efectuado esfuerzos más constantes y sistemáticos, como no ha dejado de hacer constantemente el surrealismo, mediante la escritura automática, por ejemplo, y los relatos de sueños. Pese a la insistencia con que hemos insertado textos de esta naturaleza en las publicaciones surrealistas y pese al preponderante lugar que

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ocupan en ciertas obras, debemos confesar que no siempre son recibidos con el interés que merecen, o que causan la impresión de ser «manifestaciones de osadía». La aparición de una indiscutible artesanía rutinaria en dichos textos también ha sido evidentemente perjudicial para la transformación que teníamos esperanzas de provocar mediante ellos. La culpa radica en la grandísima negligencia de la mayoría de los autores de dichos textos, quienes quedaron satisfechos con sólo dejar correr la pluma sobre el papel, sin prestar la menor atención a lo que ocurría en aquellos instantes en su interior —pese a que este desdoblamiento era mucho más fácil e interesante que el que se da en la escritura de reflexión—, o que se contentaron con reunir, de modo más o menos arbitrario, unos elementos oníricos destinados, antes bien a producir efectos pintorescos, que a proporcionar una útil percepción de su funcionamiento. Esta confusión tiende a privarnos de todos los beneficios que podríamos derivar de las operaciones del tipo antes dicho. Para el surrealismo tienen el gran valor de ser susceptibles de darnos entrada a un ancho campo de la lógica, de una lógica particular, campo que es precisamente aquel en que, hasta el presente momento, la facultad lógica, ejercitada siempre por y en el consciente, no ha actuado. Más aún. Este campo lógico no sólo sigue inexplorado, sino que seguimos sin resignarnos a descubrir el origen de esta voz que tan sólo cada uno de nosotros puede oír, y que nos habla muy especialmente de algo siempre distinto a aquello en que creemos estar pensando, y que, a veces, adquiere gran gravedad en el momento en que más frívolos nos sentimos, y, otras veces, nos cuenta chistes en instantes de desdicha. Por otra parte, esta voz no obedece simplemente al deseo de contradicción [...]. Ahora, mientras estoy sentado ante mi mesa de trabajo, esta voz me habla de un hombre que sale de un pozo, sin decirme, naturalmente, quién es ese hombre; si yo insisto, la voz me cuenta con mucha precisión cómo es este hombre, y no, definitivamente, debo decir que no le conozco. El tiempo de darme cuenta de lo anterior ha bastado para que el hombre en cuestión desapareciera. Escucho, estoy muy lejos del Segundo Manifiesto del Surrealismo [...]. No es necesario que dé más ejemplos, es la voz, la voz quien me habla [...]. Porque los ejemplos beben [...]. Perdón, tampoco yo lo comprendo. Lo importante sería llegar a saber hasta qué punto esta voz está autorizada a repetirme, por ejemplo: no es necesario que dé más ejemplos. (Y, después de los Cantos de Maldoror sabemos cuan maravillosamente independientes pueden ser las intervenciones críticas de esta voz.) Cuando la voz me contesta que los ejemplos beben (?), ¿significa esto que la potencia que la hace hablar se oculta? Y, caso de que se oculte, ¿por qué razón se oculta? ¿Iba la voz a explicarse en el preciso instante en que me he apresurado a sorprenderla, sin llegar a cogerla? Estos problemas no sólo interesan al surrealismo. Al expresarnos, no hacemos más que servirnos de una posibilidad de conciliación muy oscura entre lo que sabíamos que teníamos que decir y lo que no sabíamos que teníamos que decir, sobre el mismo tema, pero que, sin embargo, decimos. El pensamiento más riguroso no puede prescindir de esta ayuda que, sin embargo, es indeseable desde el punto de vista del rigor. En el seno de toda frase que expresa una idea, esta idea queda siempre torpedeada por la misma frase que la expresa, incluso cuando no haya sido objeto de juguetonas familiaridades deformadoras de su sentido. El dadaísmo quiso ante todo llamar la atención sobre dicho torpedeo. Como se sabe, el surrealismo se ha ocupado, por medio de la escritura automática, de proteger de tal torpedeo todos los buques, sean los que sean, incluso si se trata de un buque fantasma. (Esta imagen, de la que algunos han creído oportuno servirse para atacarme, me parece adecuada, pese a haberla utilizado muchas veces, y por eso vuelvo a emplearla.) Decía que a nosotros corresponde intentar percibir más y más claramente cuanto se trama, en relación al hombre, en las profundidades de su espíritu, aun cuando esto mismo que buscamos se oponga a nuestros esfuerzos, en méritos de su propia naturaleza. En esta materia, estamos muy lejos de pretender aislar los distintos elementos del conjunto y nada puede atraernos menos que el dedicarnos al estudio científico de los «complejos». También es cierto que el surrealismo, que en el aspecto social ha adoptado deliberadamente, tal como hemos visto, las fórmulas marxistas, no tiene la menor inclinación a prescindir de la crítica freudiana de las ideas, sino que, al contrario, la considera como la primera y única fundada en la verdad. Y si el surrealismo no puede asistir indiferente al debate que enfrenta a los más calificados representantes de las diversas tendencias psicoanalíticas —del mismo modo que se ha visto en el caso de seguir apasionadamente, día a día, la lucha que se desarrolla en los altos círculos de la Internacional—, también es cierto que no puede intervenir en una controversia que, en su opinión, hace ya tiempo que tan sólo puede desarrollarse útilmente entre profesionales. No es éste el terreno en que el surrealismo considera oportuno utilizar los resultados de sus experiencias personales. Pero, como sea que aquellos englobados en el surrealismo, en virtud de su propia manera de ser, han de prestar muy

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especial atención a los presupuestos freudianos, en los que tiene su base la mayor parte de las inquietudes que les agitan en cuanto hombres —deseo de crear, de destruir artísticamente—, y al decir esto me refiero a la definición del fenómeno de la «sublimación»7, el surrealismo exige a quienes lo integran que aporten al cumplimiento de su misión una conciencia nueva, que se comporten de tal modo que suplan, mediante una auto-observación que en su caso tiene un valor excepcional, cuantas deficiencias presente la operación de penetrar los estados de ánimo denominados «artísticos», efectuada por individuos que no son artistas, sino, casi siempre, médicos. Además, el surrealismo exige que, a lo largo de un camino de dirección inversa a la de éste al que acabamos de referirnos, aquellos que poseen, en el sentido freudiano, la «preciosa facultad» de que hemos hablado, se dediquen a estudiar el mecanismo, complejo como el que más, de la inspiración, y que, a partir del día en que dejemos de considerar a ésta como si de algo sagrado se tratara, procuren únicamente, basándose en la confianza que han puesto en su extraordinaria virtud, someter la inspiración a su voluntad, lo cual no ha habido todavía quien haya osado siquiera concebirlo. De nada serviría estudiar este tema añadiéndole sutiles consideraciones, ya que todos sabemos lo que es la inspiración. No hay modo de incurrir en error; la inspiración ha sido lo que ha estado siempre al servicio de las supremas necesidades de expresión, en todo tiempo y en todo lugar. Comúnmente se dice que hay o que no hay inspiración; cuando no hay inspiración, las sugerencias carentes de interés de la habilidad humana, la inteligencia discursiva y el talento desarrollado mediante el trabajo no bastan para suplir a aquélla. Reconocemos fácilmente la presencia de la inspiración en esta posesión total del espíritu que, de tarde en tarde, impide que ante todos los problemas que se nos plantean nos convirtamos en juguete de una solución racional antes que de otra solución racional, la reconocemos en esta especie de cortocircuito que la inspiración provoca entre una idea dada y su correspondiente (escrita, por ejemplo). Al igual que en la realidad física, el cortocircuito se produce cuando dos «polos» de la máquina están unidos por un conductor de nula resistencia o de resistencia demasiado escasa. En poesía y en pintura, el surrealismo ha hecho lo imposible en orden a multiplicar estos cortocircuitos. El surrealismo se ocupa y se ocupará constantemente, ante todo, de reproducir artificialmente este momento ideal en que el hombre, presa de una emoción particular, queda súbitamente a la merced de algo «más fuerte que él» que le lanza, pese a las protestas de su realidad física, hacia los ámbitos de lo inmortal. Lúcido y alerta, sale, después, aterrorizado, de este mal paso. 7 Freud dice: «Cuanto más se profundiza en la patogenia de las enfermedades nerviosas, más claramente se perciben las relaciones que las unen a otros fenómenos de la vida psíquica de los hombres, incluso a aquéllos a los que mayor valor atribuimos. Y entonces advertimos que la realidad, pese a nuestras pretensiones, muy poco nos satisface; entonces, bajo la fuerza de nuestras represiones interiores, iniciamos, en nuestro interior, una vida fantástica que, al complacer nuestros deseos, compensa las deficiencias de la existencia verdadera. El hombre enérgico que triunfa («que triunfa», dejo a Freud la entera responsabilidad de esta expresión) es aquel que consigue transformar en realidades las fantasías del deseo. Cuando esta transmutación no se logra por culpa de las circunstancias externas o de la debilidad del individuo, éste se aparta de la realidad, retirándose al más dichoso universo de los sueños; en los casos de enfermedad, transforma el contenido de sus sueños en síntomas. Cuando concurren ciertas favorables condiciones, el sujeto puede descubrir otro medio de pasar de sus fantasías a la realidad, en vez de apartarse definitivamente de ésta, en virtud de una regresión al mundo de la infancia; y ello es así por cuanto creo que si el sujeto posee el don del arte, tan misterioso desde el punto de vista psicológico, puede transformar sus sueños en creaciones artísticas, en vez de transformarlos en síntomas. De esta manera escapa el destino de la neurosis y, mediante dicho rodeo, entre en relación con la realidad».

Lo más importante radica en que no pueda zafarse de aquella emoción, en que no deje de expresarse en tanto dure el misterioso campanilleo, ya que, efectivamente, al dejar de pertenecerse a sí mismo el hombre comienza a pertenecernos. Estos productos de la actividad psíquica, lo más apartados que sea posible de la voluntad de expresar un significado, lo más ajenos posible a las ideas de responsabilidad siempre propicias a actuar como un freno, tan independientes como quepa de cuanto no sea la vida pasiva de la inteligencia, estos productos que son la escritura automática y los relatos de sueños8

ofrecen, a un mismo tiempo, la ventaja de ser los únicos que proporcionan elementos de apreciación de alto valor a una crítica que, en el campo de lo artístico, se encuentra extrañamente desarbolada, permitiéndole efectuar una nueva clasificación general de los valores líricos, y ofreciéndole una llave que puede abrir para siempre esta caja de mil fondos llamada hombre, y le disuade de emprender la

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huida, por razones de simple conservación, cuando, sumida en las tinieblas, se topa con las puertas externamente cerradas del «más allá», de la realidad, de la razón, del genio, y del amor. 8 Si me creo en el deber de insistir tanto en declarar el valor de estas dos operaciones, ello no se debe a que considere que constituyen en sí mismas, únicamente, la panacea intelectual tan esperada, sino que, para un observador avezado, se prestan menos que cualesquiera otras a la confusión y al error, y a que todavía son lo más idóneo que se ha podido descubrir en orden a dar al hombre una justa idea de sus recursos. No hay que decir que las circunstancias en que se desarrolla la vida, actualmente, obstaculizan la práctica ininterrumpida de un ejercicio del pensamiento, aparentemente tan gratuito como éste. Quienes se hayan entregado a él sin reservas, por bajo que algunos hayan caído después, no habrán en vano sido proyectados en plena maravilla interior. Después de haber gozado de tal maravilla, la re-adopción de cualquier actividad premeditada del espíritu, por mucho que complazca a la mayoría de sus contempo-ráneos, únicamente ofrecerá ante su vista un triste espectáculo. Estos medios directísimos, que están al alcance de todos, y que insistimos en propugnar siempre que se pretenda no ya producir obras de arte, sino iluminar la parte no revelada, y, sin embargo, revelable de nuestro ser en la que brilla de manera intensa toda la belleza, todo el amor, toda la virtud de que somos capaces, estos medios inmediatos, decía, no son los únicos. En especial, parece que actualmente cabe esperar mucho de ciertos procedimientos de falsa impresión pura que, aplicados al arte y a la vida, pueden producir el efecto de fijar la atención, no ya en lo real o en lo imagina-rio, sino en el reverso de lo real, y valga la expresión. Bello nos parece imaginar novelas sin posible final, al igual que estos problemas que no tienen solución posible; imaginar otras novelas en las que los personajes, bien definidos merced a unas particularidades mínimas, se comportarán de manera perfectamente previsible en vistas a un resultado imprevisible; a la inversa, otras en que la psicología renunciará a atosigarnos, a expensas de los seres y los acontecimientos, con el cumplimiento de sus inútiles deberes, a fin de penetrar verdaderamente, durante una fracción de segundo, en una imperceptible grieta, y en su interior, sorprender a los gérmenes de los incidentes; otras en las que la verosimilitud del escenario dejará, por vez primera, de ocultarnos la extraña vida simbólica que los objetos, incluso los más definidos y usuales, únicamente tienen en los sueños; e incluso aquellas otras en que la construcción será simplicísima, pero en las que una escena de rapto será descrita con palabras fatigadas, o una tormenta relatada con precisión, pero en alegre, etc., etc. Todos aquellos que estimen llegado el momento de terminar de una vez con las insensateces del «realismo» no tendrán dificultad alguna en multiplicar los ejemplos cual los anteriores.

Día llegará en que la generalidad de los humanos dejará de permitirse el lujo de adoptar una actitud altanera, cual ha hecho, ante estas pruebas palpables de una existencia distinta de aquella que habíamos proyectado vivir. Entonces, se verá con estupor que, pese a haber tenido nosotros la verdad tan al alcance de la mano, hayamos adoptado en general, la precaución de procurarnos una coartada de carácter literario, en vez de adoptar la actitud de, sin saber nadar, tirarnos de cabeza al agua, sin creernos dotados de la virtud del Fénix penetrar en el fuego, a fin de alcanzar aquella verdad [...]. [...] Estoy convencido de que el surrealismo se encuentra todavía en el periodo de los preparativos, y me apresuro a añadir que posiblemente este periodo durará tanto como yo dure (tanto como yo en la débil medida en que todavía no estoy en disposición de admitir que un tal Paul Lucas haya coincidido con Flamel en Brousse a principios del siglo XVII, que el mismo Flamel, acompañado de su mujer y su hijo, haya sido visto en la ópera, en 1761, y que hiciera una breve aparición en París, en el mes de mayo de 1819 (época en la que, según se dice, alquiló una tienda en el número 22 de la calle de Clery, en París). Lo cierto es que, hablando en términos muy generales, los preparativos a que me he referido son de carácter «artístico». Preveo que llegará el momento en que terminarán y, entonces, las ideas trastornadoras que el surrealismo lleva en sí aparecerán, acompañando su aparición un estruendo de inmenso desgarramiento, y comenzarán a desarrollarse libremente. Todo dependerá de la moderna disposición de ciertas voluntades por venir, de las que cabe esperarlo todo; al imponer su fuerza en el mismo sentido que las nuestras, serán más implacables que éstas. De todos modos nosotros quedaremos satisfechos de haber contribuido a haber dejado claramente establecida la inanidad escandalosa del pensamiento todavía existente en el momento de nuestra aparición, y de haber sostenido —solamente sostenido— que era necesario que lo pensado sucumbiera al fin al empuje de lo pensable. Cabe preguntarse a quién pretendía Rimbaud desanimar al amenazar con el embrutecimiento y la locura a cuantos pretendieran seguir sus pasos. Lautréamont comienza dando el siguiente aviso al lector: a menos que no lea con una lógica rigurosa y una tensión mental que iguale o supere a su

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desconfianza, las mortales emanaciones de este libro — «Cantos de Maldoror»— penetrarán su alma cual el agua penetra el azúcar. Pero tiene buen cuidado de añadir que únicamente unos pocos podrán saborear sin peligro este amargo fruto. Este problema de la maldición, que hasta hace poco tan sólo se prestaba a comentarios irónicos o superficiales, tiene ahora más actualidad que en cualquier otro instante. El surrealismo únicamente saldrá perjudicado si pretende alejar de sí esta maldición. Es de suma importancia reiterar y mantener en nuestro caso, el «Maranatha» que los alquimistas ponían a modo de prevención en la portada de sus obras, a fin de alejar de ellas a los profanos. Y me parece de la mayor urgencia hacer comprender esto a algunos de nuestros amigos que parecen estar excesivamente interesados en la venta y difusión de sus cuadros, por ejemplo. No hace mucho, Nougé escribió: mucho me gustaría que aquellos de entre nosotros cuyo nombre comienza a destacar un poco, lo ocultaran. Sin saber exactamente en quién pensaba Nougé, considero que no es ningún exceso pedir a todos, a unos y a otros, que dejen de actuar y exhibirse con tanta satisfacción en escenarios de tres al cuarto. Debemos ante todo huir de la aprobación del público. Si queremos evitar la confusión es indispensable impedir que el público entre. Y añado que es necesario mantenerle, mediante un sistema de provocación y reto, exasperado ante la puerta. EXIJO LA OCULTACIÓN PROFUNDA Y VERDADERA DEL SURREALISMO. En esta materia, proclamo al derecho a la severidad absoluta. No hagamos concesiones ni perdonemos a la gente. Conservemos en la mano nuestra terrible mercancía. ¡Abajo quienes den el pan maldito a los pájaros! (André Bretón, Manifiestos, cit., p. 162 ss.)

-André Breton, “Psiquiatría frente a surrealismo”, 1930. pp. 436- 439. PSIQUIATRÍA FRENTE A SURREALISMO (1930) ANDRÉ BRETÓN «[...] ¡Pero me levantaré e invocaré la infamia para el testigo de cargo y lo cubriré de vergüenza! ¿Puede concebirse acaso que exista un testigo de cargo? [...] ¡Qué espanto! ¡Sólo la humanidad podría dar tales muestras de monstruosidad! ¿Habrá barbarie más refinada, más civilizada, que el testimonio de cargo? [...] Dos guaridas hay en París: una, la de los ladrones; otra, la de los asesinos. La de los ladrones es la Bolsa; la de los asesinos, el Palacio de Justicia.» (Pétrus Borel.) Según mis noticias, diez periódicos (Les nouvelles littéraires, L'Oeuvre, Paris-Midi, Le Soir, Le Canard enchainé, Le Progrés medical, Vossische Zeitung, Le Rouge et le Noir, La Gazette de Bruxelles, Le Moniteur du Puy de-Dome) se han hecho eco de la polémica suscitada por la «Société Médico-Psychologique» a propósito de un párrafo de mi libro Nadja: «Sé que si estuviera loco, a los pocos días de ser internado aprovecharía una remisión de mi delirio para asesinar fríamente a quien cayese entre mis manos, con preferencia al médico. Con ello al menos conseguiría que me encerrasen en una celda individual, como a los locos furiosos. Quizás entonces me dejarían en paz». La mayor parte de estos periódicos, preocupados fundamentalmente por sacar un partido humorístico de este asunto, se han limitado, sin embargo, a comentar la ridícula réplica de M. Pierre Janet: «Las obras de los surrealistas son confesiones de obsesos y escépticos», y a repetir las bromas que entran en juego cada vez que el psiquiatra pretende estar obligado a quejarse del loco, el colonizador del colonizado y el policía de aquel al que, azarosamente o no, ha detenido. Pero nadie ha tomado en cuenta la atolondrada pretensión del doctor De Clérambault, quien, resultándole insuficiente en esta ocasión solicitar de la «autoridad» protección frente a los surrealistas, individuos que según él no piensan sino en «ahorrarse el esfuerzo de pensar» [sic], no se recata en sostener que el psiquiatra ha de ser protegido del riesgo de ser jubilado prematuramente... en cuanto se le antoje matar a un enfermo fugado o en libertad por el que se juzgue amenazado. En ese caso debería entrar en juego una fuerte indemnización. Por lo visto, los

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psiquiatras, acostumbrados a tratar como perros a los locos, se maravillan de que no se les autorice a cazarlos, incluso fuera de servicio. De acuerdo con sus declaraciones, se concibe que M. de Clérambault no haya podido encontrar un lugar más apropiado para ejercer sus brillantes facultades que las cárceles, y uno se explica que posea el título de médico en jefe de la enfermería especial del dispensario adjunto a la Comisaría de policía. Sería sorprendente que una conciencia de ese temple y un espíritu de tanta calidad no hubiesen encontrado el medio de ponerse por completo a disposición de la policía y la justicia bur-guesas. No obstante, ¿se me permitirá decir que ahí precisamente radica, en opinión de algunos, compromiso suficiente como para que no se pueda, sin injuriar a la ciencia, tener por sabios a hombres que, como el escandaloso señor Amy, del asunto Almazian, no tienen otra función que servir de instrumentos a la represión social? En efecto: sostengo que es preciso haber perdido todo sentido de la dignidad (de la indignidad) humana para osar comprometerse en un Tribunal, con la pretensión de jugar el papel de experto. ¿Quién no recuerda la edificante controversia entre expertos psiquiatras a propósito del proceso contra la suegra criminal Mme. Lefévre, en Lille? Durante la guerra comprobé el caso que la justicia militar hacía de los informes médico-legales o, debería propiamente decir, lo que los expertos psiquiatras toleraban se hiciese con sus informes, puesto que seguían declarando a pesar de que las condenas más pesadas sancionaban a veces sus infrecuentes peticiones de absolución, basadas sobre la aceptación de la irresponsabilidad «total» del procesado. ¿Puede acaso suponerse que la justicia ordinaria es más clara, que los expertos están moralmente en mejor situación, cuando ocurre: 1.°, que el artículo 64 del Código Penal no admite la inocencia del acusado sino en el caso en que se admita que éste «se encontraba en estado de locura al actuar o haya sido violentado por una fuerza a la que no se pudo resistir (texto filosóficamente incomprensi-ble); 2.°, que la «objetividad» científica, que se presenta como auxiliar de la «imparcialidad» ilusoria de la justicia, es por sí misma, en el campo que ahora nos ocupa, una pura utopía, y 3.°, que parece claro que, pues la sociedad no intenta precisamente castigar al culpable, sino al peligroso social, se trata ante todo de satisfacer a la opinión pública, esa inmunda bestia incapaz de aceptar que no se ha de reprimir la infracción, pues quien la cometió no estaba enfermo sino durante esa infracción, de suerte que el secuestro médico, admitido en rigor como sanción, no tiene ya ningún valor? Digo que el médico que en semejantes condiciones acepta declarar ante los tribunales, y no precisamente para concluir una y otra vez la absoluta irresponsabilidad de los acusados, es un imbécil o un canalla, lo que viene a ser igual. Si por otra parte consideramos la reciente evolución que, desde un punto de vista estrictamente psicológico, toca a la medicina mental, podremos constatar que su progreso principal consiste en la denuncia cada vez más abusiva de lo que, a partir de Bleuler, recibe el nombre de autismo (egocentrismo), una de las más cómodas denuncias burguesas, puesto que permite tachar de patológico todo aquello que no concuerda con la adaptación pura y simple del hombre a las condiciones de vida vigentes y puesto que pretende secretamente agostar todos los casos de oposición, insumisión y deserción que hasta ahora parecían, o no, dignos de atención: poesía, arte, amor-pasión, acción revolucionaria, etc. Autistas son hoy los surrealistas (para los señores Janet y Claude, desde luego). Autista fue ayer aquel joven agregado de física examinado en Val-de-Gráce porque, una vez incorporado al [...] regimiento de aviación, «no había tardado en manifestar su desinterés por el ejército y había comunicado a sus compañeros su horror por la guerra que, en su opinión, no era sino un asesinato organizado». (Este sujeto presentaba, según palabras del profesor Fribourg-Blanc, quien publica el resultado de sus observaciones en los Anuales de médecine légale del mes de febrero de 1930, «tendencias esquizoides evidentes». Y señala además: «Búsqueda de aislamiento, interiorización, desinterés por toda actividad práctica, individualismo morboso, concepciones idealistas de fraternidad universal».) Autistas serán mañana, según el infame testimonio de estos señores, poco constantes para seguir el camino que su sola conciencia les señala, es decir, confiscables a voluntad, todos aquellos que se obstinen en no vitorear las consignas tras las que nuestra sociedad se enmascara para intentar hacernos participar en sus fechorías.

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Tenemos en esta ocasión el honor de ser los primeros en mostrar ese peligro y en alzarnos contra el insoportable y creciente abuso de poder de una gentuza en quien menos reconocemos a médicos que a carceleros y proveedores de presidios y patíbulos. En nuestra condición de médicos no consideramos que sean más excusables que los demás por asumir indirectamente esas bajas faenas de verdugo. Por muy surrealistas o «procedistas» que les parezcamos no sabríamos cómo sugerirles con la fuerza suficiente que, aun en el caso de que algunos caigan accidentalmente bajo los golpes de aquellos a quienes intentan manejar a su capricho, tengan la decencia de callarse. (Publicado en Point de Jour, 1930.) -René Crevel, “El surrealismo”, 1932. pp. 441-443. EL SURREALISMO (1932) RENE CREVEL A fin de situar históricamente el surrealismo, es preciso constatar que este movimiento (antes incluso que ocupara un lugar en el marco vivo del materialismo dialéctico) ya había arrojado una buena rociada explosiva sobre el bazar de la Realidad capitalista y clerical, de esa Realidad que nos pretendía imponer para siempre el realismo de forma agresivamente piadosa o laica, desde el escepticismo pasivo hasta la fanfarronada conformista. El bazar de la Realidad se consume en el mismo fuego que la Caridad, su gemelo en hipocresía, que desde hace bastantes lustros corrompe a la flor de la aristocracia. Habrá de tener, por consiguiente, como esta última, sus beneficiarios, sus víctimas, y también sus héroes. Hijos e hijas sometidos a sus intereses más burdos y actuales, sacerdotes y vestales de un culto más allá de cuyo límite se sentirán perdidos, creyendo todavía, antes de desaparecer, que de todos esos escombros va a renacer un templo de Fénix. Se queman los dedos, abrasan lo que tienen más delicado: su piel suave. Qué importa. Sufren su purgatorio en la tierra. Todo ello con la esperanza de salvar no sólo sus almas, sino también la noción clásica, limitada, impermeable, petrificada, de persona, sin la cual no sabrían vivir. La idea de Dios, nació, vivió y sigue existiendo a costa del obscurantismo. Ahora bien, en tanto que no sea expulsado Dios del Universo como una bestia hedionda, no dejará de provocar desconfianza ante todo y, en primer lugar, ante el conocimiento, el conocimiento aplicado, la Revolución, que es la única capaz sin esfuerzo de expulsar a Dios. En estas evidencias los escépticos profesionales verán los correspondientes dilemas. ¿Por qué nos importa la hidra escolástica? Como ya lo escribió Lenin no se acabará con el idealismo a través de silogismos. En muchos lugares ya se han librado de Dios. La URSS, profundamente atea, hace tres lustros era todavía la Rusia de los progroms, la Santa Rusia ortodoxa y zarista, digna aliada de esta bella Francia, en la que bajo la apariencia de una estricta separación, la Iglesia y el Estado se entienden mejor que nunca para organizar, a golpes de sable e hisopo, con el arte militar, civil y religioso que se les reconoce, la represión policíaca en la metrópoli y, en colonias, bonitas masacres de indochinos a la par que de expediciones punitivas acá y allá. Los misioneros (recordad el pabellón de misioneros en la Exposición colonial y aquellas mujeres-curas que en las casetas hacían trabajar a los negros bajo la mirada entusiasmada de los bobos) tienen como misión exhortar a que los perseguidos continúen dejándose perseguir. Así, como ministros de Dios en la tierra, se dedican a infundir en los espíritus la esperanza de un mundo mejor. Las pretensiones de objetividad de tantos intelectuales, los autodenominados neutrales en literatura, poética, filosofía y demás, no son a fin de cuentas sino el resultado de siniestras alianzas entre quienes hacen profesión de pensar y un estado de hechos que precisamente hace pensar que el pensamiento debería comenzar por renunciar a esos hábitos de ridículo confort y de adormecimiento, que son la causa de tolerar lo intolerable. El surrealismo, por la interpretación de tal o cual obra individual y, sobre todo, por su actividad colectiva, sus encuestas sobre el suicidio, la sexualidad, el amor, por sus justísimas injurias a Francia cuando se produce la guerra de Marruecos, por sus panfletos con ocasión de la Exposición-

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colonial, o acerca de la quema de conventos a manos de los revolucionarios españoles, por todo ello, el Surrealismo ha sabido estropear el banquete del oportunismo contemporáneo, que no era, por lo demás, como se sabe, sino un vulgar plato de mantequilla. El surrealismo combate y combatirá los problemas que sólo son eternos por el miedo que no han dejado de inspirar al hombre. Sus propios hechos, gestos y obras no han detenido su marcha o, si se quiere, sólo la de aquellos surrealistas que la ambición, la estupidez, el narcisismo han arrastrado a los bordes de las charcas complacientes, de manera que se han convertido en literatos, según la imagen convencional al uso, es decir, empeñados en buscar, en las primeras ciénagas salidas al paso, los reflejos mortecinos de sus ruines personas, en lugar de aceptar el dejar fluir, en la superficie y en el fondo de sí mismos, el mundo, sus luces, su vida. Por lo demás, mediante un ataque contra todo lo que la teoría del arte por el arte había deificado, a propósito de las cosas escritas y pintadas, fue como Dada, precursor del surrealismo, comenzó el trabajo de teoclastia. Extraer de sus abismos lo que el hombre había consagrado como Tesoros, precisamente porque la cantidad de ignorancia, olvido y rechazo que había interpuesto entre su consciencia y sus sedicentes tesoros le permitía únicamente considerarles como tales; traer al mundo de los fenómenos por los medios que tenía al alcance (sueño, transcripción de sueños, escritura automática, simulación de delirios netamente caracterizados) aquello que, bajo el espesor que lo había recubierto, cada criatura consideraba su núcleo noumérico; remover el inconsciente, hasta entonces madriguera donde los deseos del hombre se ajaban, se deformaban ante el temor de avalanchas homicidas; en la tierra que parecía condenada a los escombros, abrir grandes avenidas claras, luminosas; poner en circulación todo lo que era zona prohibida, trazar nuevas vías de comunicación para aquellos espíritus que, pretendiendo poner buena cara a la mala suerte, se esfuerzan en sacar provecho, típico orgullo de un aislamiento cuya estúpida miseria fingen tomar por una patética indiferencia; estos puntos de vista eran también puntos de relación con Marx y Engels, para quienes la cosa en sí, en vez de permanecer como lo inasible de la filosofía Kantiana, el tabú de los últimos reductos metafísicos, debía, por el contrario, metamorfosearse en cosa para los demás. De esta manera, de lo humano desecado el surrealismo resucitaba al hombre, el hombre que no se puede sentir vivo sino en un mundo vivo. En el primer manifiesto del surrealismo Bretón escribió: «Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar las de la superficie y de luchar victoriosamente contra ellas, es importantísimo captarlas primero para someterlas a continuación al control de la razón.» Esta voluntad de no permitir bajo ningún concepto que se pierdan las fuerzas, ¿no era acaso la misma que hacía escribir a Marx en su segunda tesis sobre Feuerbach?: «La cuestión de saber si el pensamiento humano es objetivamente verdadero es una cuestión práctica y no teórica. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la veracidad, es decir, la realidad, el poder, la base de un pensamiento. Toda discusión sobre la realidad o irrealidad del pensamiento es puramente escolástica.» (De Le clavecín de Diderot, Editions Surrealistes, París, 1932.)

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4. NUEVOS SENTIDOS DE LA FIGURA Y DEL OBJETO: -CHIPP,

4.1-Fernand Léger, “Un nuevo realismo: el objeto”, 1926, p. 302. Fernand Léger, "Un nuevo realismo: el objeto", 1926* Todo esfuerzo relativo al espectáculo o al cine debe concentrarse en los valores del objeto, incluso a expensas del tema y de cualquiera de los restantes llamados elementos fotográficos de la interpretación, sean los que sean. Todo el cine actual es romántico, literario, expresionista, histórico, etc. Olvidemos todo esto y consideremos, por favor: Una pipa, una silla, una mano, un ojo, una máquina de escribir, un sombrero, un pie, etc., etc. Consideremos esas cosas por lo que ellas pueden contribuir a la pantalla tal como son —aisladas—, con su valor realzado quién sabe por qué medios. En esta enumeración he incluido conscientemente partes del cuerpo humano con objeto de poner de relieve el hecho de que en el nuevo realismo el hombre, la personalidad, es muy interesante sólo en esos fragmentos, y que esos fragmentos no deben ser considerados como más importantes que los demás objetos de esa lista. La técnica así puesta de relieve consiste en aislar el objeto o fragmento de un objeto para presentar en la pantalla los primeros planos a la mayor escala posible. El aumento enorme de un objeto o de un fragmento le da una personalidad que nunca ha tenido antes, y de este modo puede ser un vehículo con una fuerza lírica y plástica enteramente nueva. Sostengo que antes de la invención del cinematógrafo nadie sabía las posibilidades latentes de un pie, una mano, un sombrero. Tales objetos, sin duda, se sabían útiles; se les veía, pero no se les miraba. En la pantalla se les puede mirar —pueden ser descubiertos—, y se halla que tienen una belleza plástica y dramática cuando se les presenta de modo apropiado. Vivimos en una época de especialización, de especialidades. Si los objetos manufacturados están, en conjunto, bien hechos, notablemente bien terminados, ello se debe a que han sido fabricados y controlados por especialistas. Propongo aplicar esta fórmula a la pantalla y estudiar las posibilidades plásticas latentes en el fragmento aumentado, proyectado (como un primer plano) en la pantalla, especializado, visto y estudiado desde todo ángulo posible, en movimiento o inmóvil... Repito —pues el punto de vista del presente artículo es éste—: la poderosa fuerza, el efecto espectacular del objeto es ignorado hoy por completo. * De The Little Review (París), XI, 2 (invierno de 1926), pp. 7-8.

-Salvador Dalí, “El objeto, tal y como se revela en el experimento surrealista”, 1931, p. 446. En mis fantasías, me gusta tomar como punto de partida de los experimentos surrealistas el título de un cuadro de Max Ernst, Revolución nocturna. Si además de tener en cuenta qué próximos a los sueños y qué abrumadores fueron en un principio esos experimentos se considera también el poder nocturnal, espléndidamente cegador de esa palabra que más o menos resume nuestro futuro, la palabra "revolución", nada puede ser más subjetivo que esa frase, "Revolución nocturna". Después de todo, deber tener algún significado el que la revista que durante varios años ha ido dando cuenta de los experimentos se titule La Révolution Surréaliste. El tiempo ha modificado el concepto surrealista de objeto del modo más instructivo, mostrando de qué manera en una imagen la visión surrealista de las posibilidades de actuar sobre el mundo exterior ha estado y sigue estando sujeta a cambios. En los primeros experimentos de incitación poética, escritura automática y narraciones oníricas, objetos reales o imaginarios aparecían como dotados de auténtica y propia vida. Todo objeto era considerado como un inquietante y arbitrario "ser", y se le atribuía una existencia por completo independiente de la actividad de quienes realizaban el experimento. Gracias

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a las imágenes obtenidas con El cadáver exquisito2, este estadio antropomórfico confirmó la mágica idea de la metamorfosis —vida inanimada, continua presencia de imágenes humanas, etc.—al tiempo que se manifestaban rasgos regresivos determinando estadios infantiles. Según Feuerbach3, "primitivamente, el concepto del objeto no es sino el concepto de un segundo ser; así, en la infancia todo objeto se concibe como un ser que actúa libre y arbitrariamente". Como se verá después, los objetos muestran gradualmente ese carácter arbitrario conforme avanza el experimento surrealista; cuando ocurre en los sueños, crecen adaptándose a las más contradictorias formas de nuestros deseos, y por último quedan subordinados —de modo muy relativo, es cierto— a las exigencias de nuestra propia acción. Pero hay que insistir en que antes de que el objeto se pliegue a dicha exigencia, pasa por una fase nocturnal y sin duda subterránea. Quienes hicieron los primeros experimentos surrealistas se encontraron arrojados a los corredores subterráneos de la Revolución nocturna, corredores en que podrían haber ocurrido los misterios de Nueva York; de hecho, corredores oníricos todavía identificables hoy. Se encontraron arrojados a la libre calle posmecánica, donde de la más hermosa y alucinante vegetación brotan esas flores eléctricas que todavía decoran, con el "Estilo Moderno" [Art Nouveau], las entradas del metro de París. Fueron sorprendidos por el olvido, y debido a la amenaza de cataclismos no deseados, se transformaron en autómatas altamente desarrollados, lo que los seres humanos corren ahora el peligro de llegar a ser. Durante toda la noche, unos cuantos surrealistas se reunían en torno a la gran mesa utilizada para los experimentos, con los ojos protegidos y cubiertos con unas tablillas mecánicas, delgadas pero opacas, en las cuales la curva cegadora de los convulsivos trazos aparecería intermitentemente con momentáneas señales luminosas; al cuello llevaban un delicado aparato de níquel como un astrolabio, con membrana para registrar, por medio de la interpenetración, la aparición de cada capricho poético; tenían el cuerpo sujeto a la silla por medio de un ingenioso sistema de correas, de modo que sólo podían mover una mano de cierta manera, y la sinuosa línea trazada se iba inscribiendo en unos apropiados y blancos cilindros. Mientras tanto, sus amigos, conteniendo la respiración y mordiéndose los labios en reconcentrada atención, se inclinaban sobre el aparato registrador y aguardaban, con las pupilas dilatadas, el esperado pero desconocido movimiento, frase o imagen. Sobre la mesa, unos cuantos instrumentos científicos de los empleados en un sistema de física ya olvidado o todavía por elaborar, inundaban la noche con las diferentes temperaturas y los diferentes olores de sus delicados mecanismos, algo enfebrecidos por el refrescante y frío sabor de la electricidad. Había también un guante femenino de bronce y otros objetos perversos, como "esa

especie de medio cilindro esmaltado, blanco, irregular, con protuberancias y huecos aparentemente sin sentido", mencionado en Nadja, o lo que después Bretón describe en Los pasos perdidos [Les pas perdus, 1924]: "Recuerdo cuando Marcel Duchamp reunió a varios amigos para mostrarles una jaula que no parecía tener pájaros, pero que estaba medio llena de terrones de azúcar. Les pidió que levantasen la jaula, y quedaron sorprendidos por lo que pesaba. Lo que habían creído terrones de azúcar eran en verdad pequeños, trozos de mármol que Duchamp había hecho cortar para tal propósito y a un gran costo. En mi opinión, el truco no es peor que otro cualquiera, e

2 El experimento conocido como El cadáver exquisito fue idea de Bretón. Una tras otra, varias personas tenían que escribir palabras para formar una frase de acuerdo con un modelo dado ("El exquisito/cadáver/beberá/el espumoso/vino"); cada uno de los participantes desconocía la palabra que el siguiente tenía en su mente. O bien, varias personas tenían que trazar, una tras otra, las líneas que formarían un retrato o una escena, cada una sin saber lo que la anterior había dibujado, etc. En el ámbito de las imágenes, El cadáver exquisito produjo asociaciones poéticas sorprendentemente inesperadas, que no hubieran podido lograrse por otro procedimiento, asociaciones que todavía escapan al análisis y sobrepasaban en valor como arrebatos a los más raros documentos relacionados con las enfermedades mentales. [S. D.]. 3 Ludwig Andreas Feuerbach (1804-1872), filósofo naturalista alemán que pensaba que el estudio de la filosofía era el del hombre definido por la experiencia.

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incluso diría que vale más que todos los trucos artísticos juntos".

Valentine Hugo, André Bretón, Tristan Tzara, Paisaje ("El cadáver exquisito"), c. 1933. Tiza sobre papel.

La semioscuridad de la primera fase del experimento surrealista permitía ver varios maniquíes sin cabeza, y una forma envuelta y atada con bramante que, no siendo identificable, pareció después muy inquietante en una de las fotografías de Man Ray (ya entonces ello sugería otros objetos envueltos que se quería identificar tocándolos para descubrir que no eran identificables; su invención, sin embargo, sería posterior). Mas ¿cómo hacer sentir la oscuridad que recubría todo aquello? Sólo recordando hasta qué punto los surrealistas se sentían atraídos por los objetos que brillaban con su propia luz; en suma, objetos fosforescentes, en el correcto o incorrecto sentido de esta palabra. Se trataba de papeles recortados, decorados con orejas hechas de espigas de trigo; vaciados de mujeres desnudas colgando de las paredes; escuadras y galletas que formaban un "interior metafísico" a lo De Chirico. Carece de importancia el que algunas de tales cosas hubiesen sido recubiertas con esa pintura luminosa que se utiliza en las esferas de los relojes para que las manecillas y los números brillen en la oscuridad. Lo que cuenta es la forma en que los experimentos expresaban el deseo por el objeto, el objeto tangible. Deseo que buscaba a cualquier precio sacar al objeto de la oscuridad, llevarlo a la luz y hacerle parpadear y aletear como una llama en pleno día. Así es como Bretón invocaba a los objetos del sueño en su Introducción al discurso sobre la pobreza de la realidad [Introduction au discours sur le peu de réalité, 1927]. En tal ocasión dijo: Es preciso comprender que sólo nuestra creencia en una cierta necesidad nos impide conceder al testimonio poético el mismo crédito que damos, por ejemplo, a la narración de un explorador. El fetichismo humano está dispuesto a ponerse un tupé blanco o a tocarse con gorro de piel, pero tiene una actitud totalmente distinta cuando regresamos de nuestras aventuras. Para aceptar lo que se le dice, exige que haya realmente sucedido. Por ello señalé no hace mucho que hasta donde ello es posible habría que manufacturar algunas de las cosas que sólo encontramos en los sueños, cosas difícilmente justificables tanto por lo que se refiere a su utilidad o al placer que pueden proporcionar. La otra noche, durmiendo, me encontré en un mercado al aire libre cerca de Saint-Malo, donde me topé con un libro más bien extraño. Su contraportada era un gnomo de madera con una barba blanca de tipo asirio que le llegaba hasta los pies. Aunque la estatuilla era de un grosor normal, no había dificultad alguna en pasar las páginas del libro, de espesa lana negra. Me apresuré a comprarlo, y cuando me desperté lamenté no encontrarlo junto a mí. Sería relativamente fácil manufacturarlo. Quiero hacer unos cuantos objetos similares; su efecto sería muy sorprendente e inquietante. Cada vez que regalo uno de mis libros a alguna persona elegida, incluyo algún objeto semejante. De este modo puedo participar en la demolición de esos trofeos totalmente odiosos de lo concreto y contribuir al descrédito de las gentes y de las cosas "racionales". Podría incluir máquinas ingeniosamente construidas que no sirvieran para nada, y también mapas con ciudades tan inmensas

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que nunca podrían existir si los seres humanos siguen siendo como son; sin embargo, pondría en su lugar las grandes capitales existentes y del futuro. Podría también hacer autómatas ridículos, pero perfectamente articulados, los cuales, aun sin hacer nada humano, nos darían ideas apropiadas para la acción. Es posible que las creaciones del poeta estén destinadas muy pronto a asumir tal tangibilidad y tal rareza que desplacen los límites de lo llamado real. Creo, sin duda, que no debemos menospreciar el poder alucinatorio de ciertas imágenes ni el poder imaginativo que algunas personas poseen, al margen de la capacidad para recordar. En la segunda fase del experimento surrealista, quienes participaron en él manifestaron el deseo de interferir en el proceso. Este elemento intencional tendía a una más y más tangible verificación, y subrayaba las posibilidades de una creciente relación con lo habitual. A la luz de esto fue como surgió la encuesta sobre el soñar despierto, en que el amor es algo preeminente (La Révolution Surréaliste, núm. 12). Es significativo que la encuesta se hiciese en el preciso momento en que el surrealismo daba un sentido todavía más concreto a la palabra "revolución". En tales circunstancias, no puede negarse que hay una potencialidad dialéctica en el

hecho de convertir el título del cuadro de Max Ernst, Revolución nocturna, en Revolución diurna (¡un lema tan apropiado para la segunda fase del experimento surrealista!), entendiendo y subrayando que "diurno" quería decir exclusivamente el día del materialismo dialéctico.

Pietà o Revolución nocturna, Max Ernst, 1923

Óleo sobre lienzo 116 x 89 cm. Tate Gallery, Londres.

La prueba de que existía el deseo de intervenir y del elemento intencional (mal intencionado) recién mencionado, la constituyen las abrumadoras afirmaciones que André Bretón hace en el Segundo manifiesto (véanse las páginas 26 y siguientes del presente número de This Quarter), con la seguridad propia de quien ha llegado a ser totalmente consciente de su misión de corromper malignamente las bases de lo legítimo, afirmaciones que de modo necesario afectan al arte y a la literatura. Lo que dije en La mujer visible [La femme visible, 1930] acerca de que eran inminentes ciertos logros, me llevó a

escribir, de modo totalmente individual y personal sin embargo, lo que sigue: "Creo que llega el momento en que, gracias a un progreso paranoico y activo de la mente, será posible (junto con el automatismo y otros estados pasivos) sistematizar la confusión y contribuir así a desacreditar por completo el mundo de la realidad". Lo cual me ha hecho manufacturar muy recientemente algunos objetos todavía no definidos que, en el ámbito de la acción, ofrecen las mismas oportunidades conflictivas que los más remotos mensajes de los médiums ofrecen en el ámbito de la receptividad. Pero la nueva fase del experimento surrealista tiene un carácter en verdad vital, definida como simulaciones de enfermedades mentales, que en La Inmaculada Concepción [L'Immaculée Conception, 1931] André Bretón y Paul Eluard contrastaron con diferentes estilos poéticos. Gracias a la simulación en particular y a las imágenes en general, hemos podido no sólo establecer una comunicación entre el automatismo y el camino hacia el objeto, sino también regular el sistema de interferencias entre ellos, sin que el automatismo haya por ello disminuido, sino que se ha, como se dice, liberado. Por medio de la relación así establecida, nuestros ojos ven la luz de las cosas del mundo externo. Por consiguiente, sin embargo, se ha apoderado de nosotros un nuevo temor. Desprovistos de la compañía de nuestros habituales fantasmas, que garantizaban nuestra tranquilidad mental, nos orientamos hacia el mundo de los objetos, hacia el mundo objetivo, como el verdadero y manifiesto contenido de nuestro sueño.

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El drama del poeta, tal como lo expresa el surrealismo, se ha hecho mucho mayor. Otra vez nos enfrentamos con un nuevo temor. En los límites del naciente cultivo del deseo, nos parece sentirnos atraídos por un nuevo cuerpo, percibimos la existencia de mil objetos que parecían olvidados. Que ese probable desdoblamiento de la personalidad pueda deberse a una pérdida de memoria es sugerido por lo que dice Feuerbach, para quien el objeto es primitivamente sólo el concepto de un segundo ser, a lo que añade Feuerbach: "El concepto del objeto se produce, por lo general con la ayuda del 'tú', que es el 'yo objetivo'". De acuerdo con ello, debe ser el "tú" el que actúe como "medio de comunicación", y podemos preguntarnos si lo que hoy inquieta al surrealismo no será ese posible cuerpo que puede encarnarse en dicha comunicación. El modo en que el nuevo miedo surrealista asume la forma, la luz y el aspecto de ese cuerpo terrorífico del "Yo objetivo" debe obligarnos a pensar así. Opinión que además se ve apoyada por el hecho de que el próximo libro de André Bretón, equivalente a un tercer manifiesto surrealista, llevará el título tan claro como un meteoro magnetizado, un meteoro-talismán: Los vasos comunicantes [Les vases communicants, 1932]. Hace poco incité a los surrealistas a considerar un esquema experimental cuyo desarrollo definitivo tendría que ser tarea colectiva. En su estado actual es todavía individual, sin sistematización y meramente indicativo, un simple punto de partida. 1. La transcripción de las fantasías. 2. Experimento acerca del conocimiento irracional de las cosas: respuestas intuitivas y muy rápidas a una única y muy compleja serie de preguntas sobre objetos conocidos y desconocidos, como una mecedora, una pastilla de jabón, etc. Acerca de cada uno de esos objetos hay que decir si es —del día o de la noche —paternal o maternal —incestuoso o no incestuoso —favorable para el amor —sujeto a transformación —dónde está cuando cerramos los ojos (frente a nosotros, a la derecha o a la izquierda, lejos o cerca, etc.) —qué sucede si se le pone en orina, vinagre, etc., etc. 3. Experimento acerca de la percepción objetiva-, a cada uno de los participantes se le da un despertador que sonará a cierta hora no conocida. Con el reloj en el bolsillo hace su vida habitual, y en el preciso instante en que se dispara la alarma, debe anotar dónde está y qué es lo que más impresiona sus sentidos (ver, oír, oler y tocar). Gracias al análisis de las notas tomadas, puede verse hasta qué punto la percepción objetiva depende de la representación imaginativa (el elemento casual, la influencia astrológica, la frecuencia, la coincidencia, la posibilidad de una interpretación simbólica a la luz de los sueños, etc.)- Podría por ejemplo ocurrir que a las cinco fueran frecuentes formas alargadas y perfumes, y que a las ocho fuesen formas sólidas e imágenes puramente fototípicas. 4. Estudio fenomenológico colectivo en sujetos que en todo momento parecen tener oportunidades surrealistas. El método que puede utilizarse de manera más general y sencilla es el basado en el análisis que Aurel Kolnai hace de la fenomenología de la repugnancia. Gracias a este análisis es posible descubrir las leyes objetivas aplicables científicamente a campos considerados hasta ahora como vagos, fluctuantes y caprichosos. En mi opinión sería de especial interés para el surrealismo llevar tal estudio a las fantasías y al capricho. Podría llevarse a cabo casi por completo utilizando encuestas polémicas, que sólo necesitarían completarse por medio del análisis y de la coordinación. 5. Escultura automática: en toda reunión de discusión o experimental, cada participante ha de ser provisto de una cantidad igual de material maleable para trabajarlo de modo automático. Las formas así resultantes, junto con las notas de cada uno (sobre el tiempo y las condiciones de producción), se reúnen y analizan después. Puede utilizarse la serie de preguntas acerca del conocimiento irracional de las cosas (véase propuesta número dos, más arriba). 6. Descripción oral de objetos percibidos sólo tocándolos. Al sujeto se le pone una venda en los ojos y describe, mientras lo toca, un objeto ordinario o especialmente manufacturado; cada descripción es comparada después con la fotografía del objeto en cuestión. [No hay número 7 en el original. Ed.]. 8. Manufactura de objetos según las descripciones obtenidas de acuerdo con la propuesta precedente. Los objetos serán fotografiados y comparados con los anteriormente descritos.

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9. Examen de ciertas acciones arriesgadas debido a su irracionalidad y que producen profundas corrientes de desmoralización y serios conflictos de interpretación y de práctica, por ejemplo: a) Conseguir que participe una viejecita y arrancarle un diente. b) Conseguir un pan enorme (de doce metros de largo) y dejarlo una mañana en una plaza pública; hay que anotar la reacción de la gente y todo lo que ocurra hasta que el conflicto termine. 10. Inscripción de palabras en objetos, palabras que hay que decidir. En la época de Calligrammes la disposición tipográfica se hacía siguiendo la forma de los objetos, una manera de adaptar la forma de esos objetos a la escritura. Lo que aquí propongo es que lo escrito tenga la forma de los objetos, y escribir directamente sobre éstos. No cabe la menor duda de que surgirán novedades específicas gracias al contacto directo con el objeto, de esta tan fundamental y nueva unificación de pensamiento y objeto: el nuevo y continuo florecimiento del fetichista "deseo de verificar" y del nuevo y constante sentido de la responsabilidad. ¿No es cierto que la poesía escrita en abanicos, tumbas, monumentos, etc., tiene un estilo muy particular, muy claramente distinto? No quiero exagerar la importancia de tales precedentes ni del error realista a que han dado lugar. No estoy pensando, sin duda, en poemas de ocasión, sino, por el contrario, en escritos desprovistos de cualquier relación evidente o intencional con el objeto en el que se leen. Este tipo de escritura excedería los límites de la "inscripción" y cubriría por completo las complejas, tangibles y concretas formas de las cosas. Podría hacerse sobre un huevo o una rebanada de pan toscamente cortada. Sueño con un misterioso escrito con tinta blanca y cubriendo por entero las extrañas y duras superficies de un Rolls-Royce totalmente nuevo. Que el privilegio concedido a los profetas del pasado sea ahora de todos: que todos puedan leer en las cosas. En mi opinión, esta escritura sobre las cosas, este acto material de devorar las cosas llevado a cabo por la escritura basta por sí mismo para ver hasta donde hemos llegado desde el cubismo. Sin duda, durante la época cubista nos acostumbramos a ver cosas con las más abstractas, intelectuales formas; laúdes, flautas, frascos de mermelada y botellas buscaban la forma de la kantiana "cosa-en-sí", supuestamente invisible tras los desórdenes de las apariencias y los fenómenos. En Calligrammes (cuyo valor sintomático no ha sido todavía comprendido) eran sin duda las formas de las cosas las que buscaban tomar la forma de la escritura. Sin embargo, hay que insistir en que si bien esta actitud constituye un cierto paso hacia lo concreto, pertenece todavía al plano de lo teórico y contemplativo. A la acción del objeto se le permite ejercer alguna influencia, pero no se intenta actuar sobre el objeto. Por otro lado, este principio de actuar y de tomar parte práctica y concreta es lo que preside en todo momento los experimentos surrealistas, y es nuestra sumisión al mismo lo que nos hace producir "objetos que funcionan simbólicamente", objetos que cumplen la necesidad de estar dispuestos a la acción gracias a nuestras manos y que se mueven de acuerdo con nuestros deseos16. 16 Típicos objetos surrealistas que funcionan simbólicamente: Objeto de Giacometti.—Un cuenco de madera con una concavidad femenina, cuelga, por medio de una fina cuerda de violín, sobre un croissant, uno de cuyos extremos roza el hueco. El espectador se siente instintivamente impelido a mover el cuenco de un lado a otro, pero la cuerda de violín no es lo bastante larga para poder hacerlo sino mínimamente. [Bola suspendida (1930-193D, colección particular]. Objeto de Valentine Hugo. —Dos manos, una con un guante blanco y la otra de color rojo y ambas con bocamangas de armiño, están colocadas sobre una ruleta de paño verde de la cual han sido arrancados los cuatro últimos números. La mano enguantada está con la palma hacia arriba, y entre el dedo pulgar y el índice (los únicos móviles) sujeta un dado. Todos los dedos de la mano roja son móviles, mano que se ase a la otra y que tiene su índice dentro de la abertura del guante, ligeramente alzado. Las dos manos están enredadas en hilos blancos como en una telaraña, hilos sujetos al paño de la ruleta con chinchetas rojas y blancas mezcladas.

Pero nuestra necesidad de participar activamente en la existencia de esos objetos y nuestro anhelo de llegar a constituir un todo con ellos ha demostrado ser algo enfáticamente material, gracias a nuestra consciencia repentina de sentir un nuevo tipo de hambre. Pensando en ello, descubrimos de

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improviso que no nos parecía suficiente devorar los objetos con la vista, y que nuestra ansiedad de unirnos activa y efectivamente a su existencia nos llevaba a querer comerlos. La persistente presencia de comestibles en las primeras obras pintadas por De Chirico —croissants, macarrones y galletas entre complejas construcciones de escuadras y otros utensilios no catalogados— no es más sorprendente a este respecto que la aparición en las plazas públicas, que es lo que son sus cuadros, de algún par de alcachofas o de racimos de plátanos, los que, gracias a una excepcional cooperación de circunstancias, constituyen por sí mismos y sin aparente modificación auténticos objetos surrealistas. Pero el predominio de comestibles o de cosas que pueden ser ingeridas se presta al análisis en casi todos los objetos surrealistas (peladillas, tabaco y sal gorda en los de Bretón; tabletas medicinales en Gala; leche, pan chocolate, excrementos y huevos fritos en los míos; salchichas en los de Man Ray; cerveza en los de Crevel). El objeto que desde este punto de vista me parece más sintomático —y precisamente a causa de su indirecta complejidad— pertenece a Paul Eluard, aunque en apariencia no sea comestible: una pequeña vela. Sin embargo, la cera no es sólo una de las sustancias más maleables, y que por lo mismo invita a hacer algo con ella; también solía comerse en tiempos pasados, como sabemos gracias a ciertos cuentos orientales; además, leyendo algunas historias catalanas medievales puede verse que la cera era utilizada en la magia para hacer metamorfosis y para conseguir deseos varios. Como es bien sabido, la cera era casi el único material para hacer figuritas embrujadas en las que se clavaban agujas, lo que nos permite suponer que eran verdaderas precursoras de objetos que funcionan simbólicamente. Y también, el significado de su consustancialidad con la miel hay que buscarlo en el hecho de que ésta se usa mucho en la magia con propósitos eróticos. Por lo tanto, la vela puede tener el papel de una metáfora morfológica intestinal. Por último y por extensión, el comer cera sobrevive hoy en un proceso estereotipado: en las sesiones de hipnotismo teatral y en los conjuros que todavía tienen alguna supervivencia mágica es muy común el deglutir velas. De la misma manera, el significado comestible se descubre en uno de los recientes objetos de Man Ray: un objeto en medio del cual hay una vela que basta encender para que se prendan fuego diferentes elementos (una cola de caballo, cuerdas, un aro) y provoque el hundimiento del conjunto. Si se tiene en cuenta que la percepción de un olor es equivalente en la fenomenología de la repugnancia a la percepción del sabor del objeto que tiene ese olor, el elemento intencional, qué es el incendio del objeto mencionado, puede interpretarse como un deseo oculto de comerlo (y de este modo apoderarse de su olor e incluso de su humo, que se puede inhalar); así puede verse que quemar algo es equivalente, Ínter alia, a hacerlo comestible. Objeto deAndré Bretón. —Un receptáculo de loza lleno de tabaco, sobre el cual hay dos peladillas de color de rosa, está colocado encima de un pequeño sillín de bicicleta. Una esfera de madera bruñida que puede girar en el pivote del sillín hace que, al moverse, el extremo de éste entre en contacto con dos antenas de celuloide de color naranja. La esfera está conectada por medio de dos brazos del mismo material con un reloj de arena en posición horizontal (con lo cual la arena no se mueve) y con un timbre de bicicleta que suena cuando una peladilla verde es lanzada contra el pivote gracias a una catapulta situada detrás del sillín. Todo montado sobre un cartón cubierto por una vegetación espesa que aquí y allá deja ver un empedrado de pistones; en una esquina del cartón, cubierta con más hojas que el resto, aparece un pequeño libro de alabastro, decorado con una fotografía satinada de la torre de Pisa; cerca del libro puede verse, si se mueven las hojas, un pistón ya disparado, el único en tal condición: está bajo la pezuña de una liebre. Objeto de Gala Eluard. —Dos antenas metálicas oscilantes y curvadas. En sus extremos, dos esponjas, una de metal y otra natural; ambas tienen forma de pecho femenino, con huesecillos repintados. Al empujar las antenas, una de las esponjas toca la harina que hay en un cuenco; la otra, ásperas limaduras metálicas. El cuenco está colocado sobre una caja inclinada que contiene cosas correspondientes a otras representaciones. Hay una membrana roja y elástica, estirada, que vibra por largo tiempo al más ligero contacto, y un pequeño y flexible muelle de color negro que parece una cuña triangular cuelga en una cajita roja. Una brocha y un tubo de cristal de los usados por los químicos dividen la caja en compartimentos. Objeto de Salvador Dalí. —Dentro de un zapato de mujer, y en el centro de una pasta blanda y coloreada que parece excremento, hay un vaso de leche caliente. Un terrón de azúcar, en el que se ha dibujado el zapato, ha de ser mojado en la leche, hasta que pueda verse cómo se disuelve y con él la imagen del zapato. Varios elementos más (vello púbico pegado a otro terrón de azúcar, una

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pequeña fotografía erótica, etc.) completan el objeto, que ha de ir acompañado por una caja con más azúcar y una cuchara especial, utilizada para revolver dentro del zapato trocitos de plomo. S. D. Para resumir. El objeto surrealista ha pasado hasta ahora por cuatro fases: 1. El objeto existe fuera de nosotros, sin que participemos en él (objetos antropomórficos). 2. El objeto asume la inflexible forma del deseo y actúa sobre nuestra contemplación (objetos del estado de sueño). 3. El objeto es movible, de tal modo que es posible actuar sobre él (objetos que funcionan simbólicamente). 4. El objeto tiende a producir nuestra fusión con él, y nos hace buscar una unidad con él mismo (hambre por un objeto y objetos comestibles).