argentina en el bicentenario: un país preconstitucional

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Ricardo Lafferriere Argentina en el Bicentenario Un país preconstitucional 2010 1

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La ley es, en la Argentina, una simple guía de acción. No tiene fuerza obligatoria, ni vinculante. A pesar de eso, el país existe, funciona, sueña y sufre. Pero también queda atado al puerto, sin soltar amarras, con toda su gente tensa y preocupada por lo que le deparará el destino, al día siguiente, cada día.

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Ricardo Lafferriere

Argentina en el Bicentenario

Un país preconstitucional

2010

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Título original: Argentina en el Bicentenario – Un país preconstitucional

Editado por Ricardo Lafferriere en español.9 780 5 5 7 466 6 6 5I S B N 978- 0- 557- 466 6 6 - 5Primera edición, Argentina.

Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografia y el tratamiento informático, sin citar expresamente su fuente.

© 2010 Ricardo LafferriereAmenábar 2116, 1º, Buenos AiresEmail: [email protected]

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723Impreso bajo el sistema “Impresión bajo demanda”

Libro de edición argentina

Editado por el autorImpresión por demanda

Buenos Aires, 2010

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Índice

El país preconstitucional (7)En el Estado, la política y el gobierno (13)En la vida cotidiana (25)“Izquierdas vs. Derechas” o “populismo vs. Democracia republicana” (33)¿Particularidad argentina o fenómeno mundial de la posmodernidad (41)Crecimiento o distribución: el alfa y el omega del drama argentino (53)Modernidad, premodernidad... y magia. Las opciones argentinas (67)Hacia el ordenamiento político. De la preconstitucionalidad a la posmodernidad (79)Nos falta el radicalismo (89)¿Puede volver el radicalismo? (99)Populismo, peronismo, radicalismo (109)Hacia la renovación del pacto constituyente (125)

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A modo de presentación

Esta obra contiene una recopilación corregida de algunos artículos seleccionados por su unidad temática, publicados por el autor entre 2005 y 2008 en diversos medios.

Su tesis central, que atraviesa los diferentes enfoques contenidos en la obra, es que los argentinos conviven desde 1930 en un marco pre-constituyente, entendiendo por tal la inexistencia de normas claras y estables, sino por el contrario, la curiosa vigencia de normas lábiles, que adquieren y pierden virtualidad según modas y coyunturas, y en el que las instituciones sólidas brillan por su ausencia.

En la visión del autor, esa falencia institucional neutraliza esfuerzos positivos, al obligar a los protagonistas a vivir en un especie de “ley de la selva” en la que no hay derechos garantizados y en la que cada logro debe ser defendido en forma individual, o en todo caso generando complicidades que no están previstas en ninguna norma constitucional o legal.

Esta situación tiene dos consecuencias negativas. La primera es la inseguridad permanente, que se traduce en incertidumbres sobre alternativas que debieran ser previsibles y que obligan a los ciudadanos a hacerse cargo no ya de prever su futuro, sino también los riesgos cotidianos incrementados con respecto a los que debieran ser los naturales en una sociedad con el grado de desarrollo de la Argentina. La segunda es

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que deben destinar gran parte de su energía en defenderse de eventuales arrebatos a su derechos y patrimonios, no sólo de otras personas sino de la discrecionalidad de las corporaciones –gremiales, empresariales y políticas- adueñadas del aparato estatal, transfiriendo ingresos no ya para cumplir con los fines imprescindibles del Estado –sociales, educativos, infraestructura- sino en beneficio propio.

Como conclusión, el autor afirma que el problema argentino prioritario no es de “izquierdas” contra “derechas”, sino de culminar las tareas de la modernidad implantando un real estado de derecho. Y que el verdadero problema argentino en consecuencia no es ideológico sino institucional, cuya solución requiere una especie de nuevo acuerdo constituyente que incluya a izquierdas y derechas, radicales y peronistas, liberales y socialistas, partidos nuevos y viejos, comprometiéndose todos al escrupuloso respeto de la Constitución Nacional.

Logrado ese consenso, las discrepancias serán provechosas. Mientras no se logre, la Argentina estará condenada a repetir fracasos y a una historia circular, como lo viene sufriendo desde 1930.

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El país preconstitucional

“En los dieciocho años del retorno democrático, la república liberal no pudo establecerse en la Argentina. Tal estrepitoso fracaso dio origen a otro sistema político, que vivimos desde 2002: la asociación corporativa, el regreso a los pactos implícitos entre caudillos y grupos de poder para dividirse el país entre ellos.

“Eduardo Duhalde fue la expresión acabada de la primera etapa del nuevo sistema: la modalidad feudal, conducida en la cúpula por un presidente provisional sostenido por una liga de gobernadores-caudillos, por una oposición política complaciente y disgregada y por sectores económicos internos vueltos mágicamente productivos por meras ventajas cambiarias.

“Hoy, Néstor Kirchner expresa la segunda etapa del nuevo sistema, ya en neta contradicción con la primera: su modalidad monárquica, encargada de volver a concentrar el poder en una sola instancia superior, expropiando las partes del mismo concedidas durante el duhaldismo a sus coyunturales aliados. Los gobernadores han sido conculcados de todo poder mediante el incremento colosal de impuestos no coparticipables, que obligan a las provincias a mendigar recursos a su casi exclusivo poseedor, el gobierno nacional, que

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los otorga como dádivas a cambio de la más completa cooptación. El Congreso ha delegado todos los poderes que le dan razón de ser. Y la oposición política ha quedado en manos de algunas estructuras sin cabeza y de algunas cabezas sin estructura, ambas imposibilitadas de llegar al poder o de lograr la gobernabilidad si pudieran alcanzarlo. La única oposición política cierta que el nuevo sistema aún no ha podido eliminar es la interna dentro del partido oficial, pero ahora va por ella”.

Los párrafos pertenecen a la nota denominada “El retorno al país preconstitucional”, de Carlos Salvador La Rosa, publicada en La Nación del 29 de setiembre de 2005 y ponen en escena un interrogante que nos invade a muchos al observar el desenvolvimiento nacional: ¿vivimos los argentinos en un estado de derecho?

En oportunidad de la visita a nuestro país del dirigente e intelectual español Alfonso Guerra, en 2005, sostuve justamente la tesis de que la Argentina se había convertido en un país preconstitucional, utilizando similares argumentos, junto a otro menos vinculados a la política y más a la observación sociológica: la evidente y continua ignorancia de normas constitucionales y legales claras, es decir, no de normas interpretables, tanto por parte de gobernantes como de gobernados, ignorancia aceptada con naturalidad –sería

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excesivo decir “con placer”- por la mayor parte de los ciudadanos.

No se trata, en efecto, de la caída en una “dictadura” (quizás lo más parecido sería la deformación constitucional del “unicato” de Juárez Cellman, aunque agravado por la aceptación ciudadana mayoritaria que parece notarse en nuestros días). Tampoco de la violación de libertades civiles básicas. Está claro que esa no es la situación del país a comienzos del siglo XXI, y quizás sería imposible imaginar o concretar una situación de esa naturaleza en el estado actual de opinión y balance de poder social.

El fenómeno es otro, y se relaciona más bien con la certeza de que gran parte de la legalidad formalmente vigente no lo es materialmente, y que numerosas normas de raíz constitucional o legal carecen por completo de virtualidad sin que a la mayoría de los ciudadanos ésto le parezca mal, o una situación anómala que deba corregirse.

Esto, que debiera ser una especie de selva incomprensible para ciudadanos formados en un estado de derecho, es sin embargo el marco en el que efectivamente con-vivimos cuarenta millones de argentinos. El orden normativo se asemeja a un mix de una especie de “common law” al “uso nostro”, que muestra normas no escritas con más vigencia que las leyes, con islotes de vigencia de

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las leyes formales, aplicables o no según misteriosos ciclos cuya emergencia no está del todo clara, pero que lleva a que en ciertos momentos tomen virtualidad normas a las que, poco tiempo antes, nadie consideraba vinculantes, aunque su existencia formal hubiera comenzado hace décadas. El colmo caricaturesco de esta realidad la presentó el proyecto legislativo que, entre otras cosas, disponía –adviértase: por ley- ... ¡que el Poder Ejecutivo hiciere cumplir normas legales vigentes en el área de las comunicaciones!

Sin embargo, en el marco de esta confusión jurídica, el país existe, trabaja, sueña, convive. Cierto que lo hace en una cada vez mayor cerrazón sobre las vidas privadas, aunque sin negar espacios a la solidaridad personal y hasta a proyectos personales de largo plazo. Ese país –o lo mejor de ese país- no se desalienta por la suma de obstáculos adicionales que implica vivir en una sociedad sin reglas de juego claras y estables, pero eleva su nivel de desconfianza recíproca desperdiciando la mayor herramienta de potenciación que han tenidos las sociedades exitosas en toda su historia, cuál ha sido que sus ciudadanos confíen los unos en los otros y todos en su destino común, característica destacada ya por Aristóteles en su “Política”1 y en tiempos actuales por Puntnam2 con su concepto de “capital social”.1 Aristóteles, “Política”, Libro VIII, Cap. IX2 Puntnam, Roberto, “Solo en la bolera – Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana”, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2002.

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La disfumación del consenso en un destino compartido, que aqueja a los argentinos desde hace mucho tiempo, condiciona los comportamientos individuales, que se concentran en las metas personales aún en la política. La labilidad del marco normativo –y su debilidad coercitiva- diluye el autocontrol que impone respetar los derechos de los demás. La convivencia pierde la igualdad jurídica que garantizan las leyes, para reemplazarla por la desigualdad inherente a las relaciones de poder, desde una negociación o situación privada hasta la definición de medidas de gobierno. En cada situación conflictiva, el triunfo no es el de la legalidad o la razón, sino de quien tiene el “poder puro”, desmatizado de juridicidad.

El tema no es menor. La juridicidad fue una conquista de la ilustración para defender a los débiles y limitar a los poderosos (Artículo 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –Paris, 1789-, entre nosotros: “todos los habitantes de la Nación son iguales ante la ley...” –art. 19 C.N.-) La negación de la juridicidad, sea por parte del gobierno, sea en las relaciones entre particulares, nos coloca en un estado preconstitucional, inestable e imprevisible, que a la postre decantará hacia algún lado, pero que en el corto plazo tiene como consecuencia una convivencia tensa y conflictiva, tanto como la que vive la Argentina a partir de la crisis del 2002. Tampoco es menor en sus consecuencias políticas: cuando el estado de derecho retrocede al estadio

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preconstitucional, los debates políticos e ideológicos no muestran límites ni reglas. “Ergo”, establecer esas reglas es previo a desencadenar el choque de ideas garantizando la supervivencia de los contendientes cualquiera sea el resultado. Sólo la democracia y la sociedad abierta han demostrado en el mundo ser compatibles con el cambio virtuoso y el debate sobre los perfiles de la convivencia y los rumbos del conjunto.

Es que un estado de derecho con base constitucional es el resultado de dos soportes fundamentales, que se dan en forma independiente o combinada en diferentes grados: el consenso de la gran mayoría de la sociedad sobre su vigencia –al ejemplo de los cantones suizos o la democracia directa-; o la capacidad de coerción del Estado para imponer el marco normativo –como en los gobiernos dictatoriales o revolucionarios-. La democracia republicana es una obra de arte que combina la representación libre de los ciudadanos a través de sus representantes y por los métodos establecidos fruto del consenso, con la fuerza coactiva que se le otorga al Estado, en cuanto representante de los ciudadanos, para aplicar las leyes. Si no existe ni una cosa ni la otra, ni consenso ni capacidad de coerción, no existe constitución, ni estado de derecho, sino un inestable devenir que en algún momento será catalizado por algún emergente político o social que termine con la incertidumbre. En todo caso ese es el peligro, y es tema de otras reflexiones.

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En el Estado, la política y el gobierno

¿Cuál sería el resultado de un “escaneo” de la Constitución Nacional destinado a precisar las normas de la Carta Magna que no se aplican, sin que la mayoría de la opinión pública se sienta agredida por ello?

Comencemos:

Atribuciones exclusivas del Congreso, art. 75:

1.Legislar en materia aduanera (inc. 1). Esa facultad ha sido parcialmente delegada en el Poder Ejecutivo, que puede establecer gravámenes a las exportaciones y modificar los existentes a las importaciones, sin conformidad expresa del Congreso. Es conocido el efecto incertidumbre que esta realidad implica para quien quiera comenzar una actividad económica y requiera formalizar compromisos de mediano o largo plazo, de inversión o de venta. 2.Establecer el régimen de distribución de impuestos (inc. 2). Esa facultad es ejercida de hecho por el Poder Ejecutivo, ante la ausencia de una norma legal ordenada por la Constitución. Son conocidos los “criterios” con que se realiza esta distribución –o, más

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precisión, “asignación de recursos”, y a cambio de qué “contraprestaciones”. 3.Establecer y modificar asignaciones específicas de recursos coparticipables, por una ley que requiere mayoría especial (inc. 3). El Poder Ejecutivo ejerce esta facultad discrecionalmente porque no se ha dictado esa ley, a pesar de la disposición constitucional. 4.Contraer empréstitos sobre el crédito de la Nación (inc. 4). Esta facultad es ejercida por el Poder Ejecutivo desde hace décadas. 5.Arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación (inc. 7). La facultad mencionada se entiende “cumplida” con la asignación genérica de la Ley de Presupuesto, pero es el Poder Ejecutivo el que efectivamente dispone de ella. 6.Aprobar anualmente el presupuesto de recursos y gastos y aprobar la cuenta de inversión (inc. 8). Esta facultad está efectivamente desvirtuada por la delegación de la potestad de variar las partidas presupuestarias, que se atribuye al Poder Ejecutivo. Sólo en el año 2004, existieron Ciento quince (115) modificaciones presupuestarias realizadas por el Jefe de Gabinete de Ministros, en virtud de la delegación de facultades que le realizó el Congreso, invocando la situación de “emergencia”. En este aspecto, la situación es agravada por el discrecional uso de fondos públicos que realiza el Poder Ejecutivo, sin el

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adecuado control de la Auditoría, de los fondos fiduciarios ($ 3.340 millones en el 2004, y previsión de $ 3718,1 millones para el 2005). 7.Acordar subsidios del Tesoro Nacional a las provincias (inc. 9). En la práctica, tanto los subsidios como la construcción de obras públicas son decididos por el Poder Ejecutivo, a su exclusivo criterio, formando también parte de las negociaciones que no se basan en las necesidades públicas o el interés general, sino en el sólo interés del poder –respaldos recíprocos, compra de voluntades, apoyos parlamentarios, etc-. 8.Dictar planes de instrucción general y universitaria (inc. 18). Esta facultad está delegada en el Poder Ejecutivo que, de hecho, la ha “redistribuido” con las provincias.

Frente a esta situación cabría preguntarse: ¿para qué está entonces el Congreso?.

La respuesta a esta pregunta la podemos encontrar en los diarios: para organizar festivales y entregas de premios a artistas y deportistas, en la búsqueda patética de un remedo de popularidad mediante el acercamiento a figuras que cuentan con la simpatía popular. Y también para violar algunas prohibiciones.

Prohibición expresa al Congreso –art. 76-:

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Quizás lo más ilustrativo sea transcribir la norma: “Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazos fijados para su ejercicio y dentro de las bases determinadas para la delegación que el Congreso establezca.” ¿Sería necesario algún comentario?

Sí. Cotejar ese artículo con la prohibición que establece el artículo 29 de la Constitución Nacional: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.”

Pero veamos ahora otra norma cuya sola lectura recuerda su ineficacia: el artículo 99, inciso 3, que reglamenta las facultades presidenciales. Dice en su parte pertinente que el Presidente de la Nación “...no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos

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por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros.” Y prosigue la norma: “El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso”.

No hubo nunca Ley hasta 2006. Y cuando se sancionó, no fue el resulado de un consenso amplio y mayoritario –como hubiera sido aconsejable y necesario, al tratarse de un tema constitucional- sino la imposición de la mayoría política circunstancial. Como tal, se asegura de preservar la validez de los decretos elevados por la presidencia, alterando suncialmente el mecanismo de relojería establecido por la Constitución Nacional para la sanción de las leyes, el que contempla la complejidad de un Estado

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Democrático Republicano y Federal. Bastará con la sanción de una sola Cámara para convertir al decreto legislativo en ley vigente.

En el uso cotidiano, estas normas alcanzan a temas que no son necesarios ni urgentes. Como muestra de la amplitud de temas que el Poder Ejecutivo entiende encuadrados en las “circunstancias excepcionales” que “hicieran imposible seguir los trámites ordinarios” bastan dos ejemplos: por el “DNU” 917/04, se cambió el destino de 4300 millones de pesos en el presupuesto de ese año, y por el “DNU” 811/03, se trasladó el feriado del 12 de octubre del año 2003. Sin que muchos se molestaran.

Pero agreguemos más: la Constitución Nacional, en su artículo 82 prohíbe de manera terminante la “aprobación ficta” del Congreso. Eso es lógico, porque con la aprobación ficta se burlarían todas sus disposiciones sobre mayorías comunes o especiales en la aprobación de normas legislativas. Pues bien: el artículo 4 de la ley 25.790 incorpora específicamente la aprobación ficta cuando el Congreso no se expidiera en el plazo de 60 días sobre la renegociación de contratos que hubiere llevado adelante el Poder Ejecutivo Nacional. En este caso fue le propio Congreso, una vez más, quien sancionó la norma inconstitucional, promulgada por supuesto por el Poder Ejecutivo, y sin que el Judicial –ni la mayoría de los ciudadanos- se sintieran

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especialmente afectados. Agreguemos que, al no haberse reglamentado los “DNU” con la ley respectiva, tácitamente se está considerando como aprobados los dictados en el interín, que suman centenares y de los temas más variados.

Y ya que estamos en las atribuciones y deberes presidenciales, podemos recordar otro, esta vez establecido por el inc. 11 del mencionado artículo 99: recibir a los ministros extranjeros (o sea, a los Embajadores destacados en el país por una potencia con la que tenemos relaciones diplomáticas). Esta formalidad traduce al derecho positivo una práctica más que centenaria, milenaria, de la comunidad internacional: el respeto recíproco. Un enviado de una nación extranjera con la que se mantienen relaciones debe ser recibido por la máxima autoridad nacional. Ésto es así desde que existen misiones diplomáticas, y no es un arcaísmo del rey de España, la reina de Inglaterra o el presidente de los Estados Unidos: los chinos, los asirios, los persas, los romanos, los babilonios, los griegos, todos los reyes medievales y modernos y todos los países actuales cumplen con esta cortesía. En la Argentina, la práctica está incorporada a la Constitución y su cumplimiento no depende de que al presidente de turno le guste o no el protocolo: es una obligación que la Constitución le impone y que han cumplido todos los presidentes de la Nación, desde Rivadavia hasta Duhalde. Salvo el actual, en un escalón más de degradación

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institucional, cuya consecuencia es la degradación del nivel de nuestros propios embajadores en el exterior –por el principio diplomático, también milenario, de la reciprocidad, aunque los otros países, por buena educación, no lo hagan público-.

Y hablando de obligaciones, debemos mencionar otra: la del artículo 101, impuesta al Jefe de Gabinete de Ministros, que textualmente dice: “El Jefe de Gabinete de Ministros debe concurrir al Congreso al menos una vez por mes, alternativamente a cada una de sus Cámaras, para informar de la marcha del gobierno, sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 71. Puede ser interpelado a los efectos del tratamiento de una moción de censura, por el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cualquiera de las Cámaras, y ser remotivo por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las Cámaras.” Otra norma que tampoco tiene “virtualidad” sin que ésto provoque, al parecer, demasiados reclamos.

Podría seguir, y seguir, y seguir. No sólo con la Constitución, sino con innumerable cantidad de leyes adecuadas a las necesidades del “puro poder”, como la manipulación de la legislación electoral, la utilización de fondos públicos para las campañas electorales, la identificación del gobierno con una parcialidad que mostró, por ejemplo, al Presidente haciendo campaña en 2005 por la candidatura senatorial de su esposa con más

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intensidad que la propia interesada, en una endogamia política escasamente republicana y en una grosera violación del art. 64 bis, ter y quater del Código Electoral Nacional...

Veamos otro: “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes.... toda... reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste comete el delito de sedición” (art. 22). Aplicar este artículo... ¿será “criminalizar la protesta”, y por lo tanto, excluido de las obligaciones asumidas por el presidente? ¿Es compatible la letra de esta norma constitucional con los cortes de calles y rutas, la interrupción forzada, durante años, de un cruce internacional por un grupo de vecinos, la interrupción del tránsito por estudiantes en protesta? Obviamente, la respuesta es clara, lo que no impide que los hechos ocurran y sean tolerados tanto por la mayoría de los ciudadanos como por las autoridades encargadas de “ejecutar” las normas vigentes.

Por fin, luego de esta somera revisión, ¿podemos decir que la “... Constitución, las leyes que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación?...

Podría abrir un capítulo completo sobre la tan promocionada “renovación de la Corte”. Apoyado en el gravísimo desprestigio de la Corte anterior, el

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presidente Kirchner desató, apenas asumió, una auténtica caza de brujas para cambiarla por nuevos jueces, que si bien implican “aire nuevo”, son el resultado de una especie de “Comité de Salud Pública” de la Revolución Francesa, organizando parodias de juicios políticos sin que los acusados tuvieran ninguna garantía de sus derechos de defensa. El caso más patético lo constituyó el del Juez Boggiano, quien fue removido por no defender los intereses del Estado, como si su función fuera defender al Estado y no –justamente- a los ciudadanos frente a las arbitrariedades del Estado...

El tema de la forma no es menor, pues notificó a los jueces –nuevos y viejos- que si fallan sin mirar de reojo a la Casa Rosada, ese puede ser también su destino...

Y el toque final lo dio el entonces Canciller Bielsa, quizás como una “gaffe”, o como un acto fallido, cuando en el debate que mantuvo con sus rivales Carrió y Macri en oportunidad de su debut electoral como candidato a Diputado Nacional, convocó a los ciudadanos a “completar el ciclo” con el argumento de que “ya está el Ejecutivo, ya está el Judicial, ahora falta el Legislativo”. Es decir: quiere los tres poderes. Es curioso que a los numerosos analistas políticos se les haya escapado la “perlita”, quizás como una prueba más de que el estado pre-constitucional no es privativo del poder y del gobierno, sino de la mayoría de la sociedad.

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Creo, más bien, que con los casos mencionados se avala suficientemente los puntos centrales de mi tesis:

1) No es la Constitución Nacional escrita, promulgada y publicada la que rige la convivencia política, ni tampoco “las leyes que en su consecuencia se dicten”.

2) No es ese texto el que se considera como “acuerdo social básico” para la conformación del poder del Estado y su ejercicio.

3) No son esas normas las que regulan efectivamente los ingresos y gastos de la Nación, esencia del poder político moderno.

4) No es el Congreso ni las leyes quienes regulan la convivencia.

5) A pesar de ello, el país funciona aceptando mayoritariamente esas conductas y esos comportamientos del poder, sólo incordiados por algunos reclamos de muy pocas voces opositoras, reducidas por la manipulación electoral y de la opinión pública, a un mero matiz testimonial; y diseñando, “de hecho”, por parte de la propia sociedad en forma autónoma, las verdaderas “normas de convivencia”,

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inestables y sujetas a una permanente negociación de acuerdo a cada situación, coyuntura o poder relativo de los protagonistas.

Sin embargo, estas realidades no se terminan en el campo del Estado, la política y el gobierno. Alcanzan a otros aspectos de la convivencia ciudadana, menos “épicos” pero no por eso menos sintomáticos de la pre-constitucionalidad de nuestra convivencia.

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En la vida cotidiana

Decía en los capítulos anteriores que una Constitución (entendida en un sentido jurídico amplio, es decir como base normativa última del orden jurídico vigente en una sociedad) se apoya en un mix de dos aspectos que, según las características de cada sistema político, ofrecen diferentes grados de presencia:

1) el consenso de la mayoría de la población sobre la subordinación a ese orden jurídico-político, que actúa como marco fundamental de la convivencia –el caso más puro de este extremo lo daría la democracia directa o casi directa, como ha sido el de algunos cantones suizos-.

2) La detentación por parte del organismo estatal del suficiente poder de coerción para disciplinar al orden jurídico vigente a la mayoría de los ciudadanos. El caso extremo es el de las dictaduras o procesos revolucionarios –el caso más puro puede ser el estalinismo, o la situación actual de Cuba, de Somalia, Corea del Norte o de otras organizaciones estatales de Asia o África.

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La democracia, decía, es una obra de arte que combina delicadamente el consenso mayoritario sobre la vigencia de normas básicas de convivencia, con la asignación de la totalidad del poder coactivo al poder constituido según esas normas para mantener el orden público y ejecutar el programa social definido por los sistemas de toma de decisiones elaborados en las Constituciones –formales o tácitas- que le dan sustento. Cuando hay democracia, el estado de derecho o constitucional se califica en su calidad, porque el poder coactivo no se pone en manos de la pura discrecionalidad de quien detenta el gobierno, sino del sistema jurídico con sus contrapesos y frenos, a fin de garantizar la vigencia y defensa de los derechos de las personas.

Consenso y autoridad. Una u otra –o una y otra- deben existir. No existe Constitución –ni estado de derecho- en una sociedad en la que están ausentes tanto el consenso como la asignación monopólica de la coerción al aparato estatal. Y ése es el caso de la Argentina actual, en el que un gran número de normas, constitucionales y legales, a pesar de formar parte del digesto jurídico vigente, no tienen virtualidad y el aparato estatal carece de poder para aplicarlas. Es más: está sometido a una permanente presión negociadora con diferentes sectores de poder que le permiten aplicar las normas parcialmente hasta una medida que forme parte del acuerdo sectorial que se logre.

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En capítulos previos se hace un breve recuento de las normas constitucionales sin vigencia en el campo del Estado, el poder y la política. En ésta, me propongo dar algunos ejemplos de esa ignorancia en la vida cotidiana.

Derechos y garantías individuales clásicos y “nuevos derechos”

1. “Entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino”, (art. 14). Se trata de uno de los derechos fundamentales conquistados al poder por parte de los movimientos revolucionarios liberales de la edad moderna. Antiguamente, la posibilidad de transitar estaba limitada fuertemente por el poder territorial de los señores feudales, la iglesia y diferentes autoridades locales de las que conformaban el entramado caótico pero funcional de la Edad Media. La gran mayoría de los seres humanos estaba en su casa o en su trabajo, y el lugar público era ajeno a su potestad. Fueron las revoluciones burguesas las que agregaron al nuevo “haz” de derechos de las personas la comunidad sobre los espacios públicos, y la prohibición de que los mismos fueran espacios de exclusión para nadie. Ese derecho no existe hoy en la Argentina. No es posible desplazarse con la seguridad de un Estado de Derecho en muchos ámbitos de la geografía argentina, dominados por mafias delictivas que atormentan y aterrorizan a los moradores. No es posible tener la tranquilidad de un desplazamiento en un servicio público, sujeto al

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capricho de cualquier persona o grupo de personas que se le ocurra que impedir su movimiento es una forma de expresión. Y en ocasiones, hasta es imposible circular en el propio vehículo o caminando por las zonas que –nuevamente- a un grupo de personas se le ocurra adueñarse temporalmente excluyendo su uso por los demás. A pesar de que ese sea un delito, previsto por una ley formalmente vigente –nada menos que el Código Penal-, pero sin que el Estado tenga capacidad para hacer cumplir.

2. “Usar y disponer de su propiedad”, (art. 14). Fue una de las reivindicaciones centrales de la ilustración. La negación de la propiedad individual ha sido la herramienta final que ha cerrado el círculo de dominación en las sociedades cerradas y autoritarias. Baste pensar en la ausencia total de alternativas para quien se le niegue el derecho a ser dueño de su vivienda, sus herramientas o su negocio, para comprender la importancia de su vigencia. En nuestro caso, desde el Estado con normas apropiatorias de la propiedad de los productores –como el caso de las retenciones a las exportaciones definidas por la discrecionalidad del Poder Ejecutivo- hasta la impotencia frente al despojo de propiedades rurales o urbanas por parte de bandas armadas o regimentadas sin que el Estado tenga capacidad para garantizar a los ciudadanos el ejercicio de su derecho. O a la ocupación o bloqueo de actividades –sin derecho alguno- por parte de sindicatos como los

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camioneros con las empresas sobre cuyos trabajadores pretenden tener “competencia”. Destaco que no se trata del derecho de huelga, de raíz constitucional, sino del derecho a la patota, que no está en ninguna ley y conforma un delito, sin que el Estado -¿de derecho?- tenga capacidad para neutralizar, corregir y eventualmente sancionar. Omito la consideración de la violación salvaje de la propiedad que significó expropiar los ahorros o reducir las reservas jubilatorias de millones de argentinos, a quienes se les aplicó la curiosa teoría de que quienes habían tenido comportamientos austeros –en previsión de su vejez, o para garantizar el estudio de sus hijos, o simplemente para mejorar su capital- debían ser expropiados para financiar a grandes empresas crónicas deudoras, al FMI –al que se le pagó religiosamente no sólo su capital, sino los intereses pactados- y a la renta política del clientelismo y los aparatos.

3. “...iguales ante al ley...”, (art. 19) ¿Por qué a algunos argentinos les “toca” recibir electrodomésticos gratis, y otros deben pagarlos religiosamente o privarse de ellos? ¿qué ley vigente, aprobada por el Parlamento, dispone que esos gastos deban ser realizados con fondos extraídos de otros argentinos, sin debate, explicación o justificación alguna prevista en el orden jurídico vigente? O... ¿por qué es tan diferente la situación de tantos argentinos frente al sistema previsional y de seguridad social? No se

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trata de cuestionar decisiones a las que obliga una lascerante emergencia, producida por la expropiación de los ingresos de muchos compatriotas, o de la propia responsabilidad política y social del Estado, pero sí que sean el resultado de la simple voluntad del presidente de turno o algún funcionario, y no luego del necesario debate democrático. No antes de ese debate y mucho menos por parte de algún funcionario sin responsabilidad alguna, que dispone de fondos ajenos como si fueran propios, y de acuerdo a su sólo criterio.

4. “...trabajar y ejercer toda industria lícita...”, (Art. 14) Es conocido el incordio que significa comenzar una empresa para un pequeño emprendedor. No se trata de no pagar impuestos: se trata del verdadero impedimento que significa para el ejercicio de este derecho la parafernalia inventada por los diferentes organismos públicos, previsionales, asistenciales, impositivos, municipales, provinciales, de ejercicio de poder de policía, etc. etc. etc. que anulan este derecho para quienes deseen comenzar a “trabajar y ejercer una industria lícita” en el marco de las leyes escritas. La consecuencia es obvia: si es posible ignorar la ley, se lo hace.

5. “...El Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de integral e irrenunciable. En especial, la ley establecerá: el seguro social obligatorio, que estará a cargo de

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entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera...; la protección integral de la familia; la compensación económica familiar y el acceso a una vivienda digna” (art. 14 bis) ¿Es necesario comentar el alcance de este artículo, que si bien es programático exige al menos la definición de adecuados planes para su puesta en vigencia? ¿Podemos afirmar que rige para los ciudadanos comunes? ¿Da el Estado el ejemplo de cumplir con sus obligaciones, para que los ciudadanos se sientan moralmente obligados a cumplir con los suyos?. Por el contrario: la gran mayoría de los empleados públicos cobran “en negro” una parte sustancial de sus ingresos; el 60 % de los argentinos que no tendrán jubilación; los cientos de miles sin vivienda; los niños en la calle y las familias desprotegidas, ¿se sienten abarcadas por la Constitución Nacional, el Estado, el gobierno y la política?

6. En 1994 se incorporaron en la Constitución varios nuevos derechos, entre los cuales se destaca el de un ambiente sano (art. 41). Tres lustros después es necesaria la intervención de la Corte Suprema para obligar al Estado a poner en marcha la recuperación del Riachuelo, y nada se hace para avanzar en el control de emisiones tóxicas por el transporte de colectivos y tránsito en general, especialmente grave en la ciudad de Buenos Aires, la preservación de las aguas potables subterráneas o la reglamentación del tratamiento de residuos urbanos, entre otras conductas contaminantes que

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violan el derecho todos los ciudadanos “a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano...

Nuevamente, y como en la nota anterior, estas normas son apenas algunas de un larguísimo inventario que sería posible continuar por varias páginas, de normas formalmente vigentes pero virtualmente inexistentes. Las mencionadas se relacionan con la base constitucional, pero existen centenares de otras normas de carácter legal que son tan lábiles como las mencionadas, o más.

Baste recordar las normas de tránsito, de cuyo plexo existen oleadas de vigencia para algunas cuya obligatoriedad real es reclamada por períodos y que luego vuelven a ser inexistentes (el respeto a las “cebras” para cruce de peatones, la preferencia de paso en las bocacalles, la reglamentación del estacionamiento, los límites de velocidad, la forma de sobrepaso en las rutas o en las calles, la prohibición de utilización de teléfonos celulares por parte de quien conduce un vehículo o la utilización obligatoria del cinturón de seguridad, para nombrar las más comunes), o las normas para trámites administrativos –que a pesar de tener la misma base legal, cada repartición aplica como mejor le parece-. Y muchas más.

¿Hay sanción para quienes violan la ley? Observemos los efectos de las sanciones aplicadas por los jueces, no ya por los delitos económicos

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como defraudaciones o emisión de cheques sin fondos, sino hasta por lesiones graves: al día siguiente de ser condenados a prisión en suspenso y prohibición de concurrencia a espectáculos deportivos, “hinchas” de fútbol que habían atacado salvajemente y lesionado gravemente a otras personas partidarias de un equipo rival no sólo concurrieron –y concurren regularmente- a los Estadios, sino que hasta realizan declaraciones televisivas pavoneándose de sus conductas y ridiculizando a los jueces.

Son nuevamente ratificaciones de la tesis sostenida en este libro acerca de la pre-constitucionalidad de la convivencia argentina, que no está asentada en un Estado de Derecho sino en el balance coyuntural de poder detentado en cada relación personal o decisión política o administrativa.

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¿”Izquierda vs. derecha” o “populismo vs. democracia republicana”?

En las páginas anteriores, observamos la característica pre-constitucional de la convivencia. Aclaro, antes de proseguir, que el término pre-constitucional pretende dar la idea de un estadio de convivencia cualitativamente imperfecto, en el que algún nivel de constitucionalidad ha sido alcanzado –sea en términos históricos, sea en términos jurídicos- pero que en la realidad actualmente existente no puede encuadrarse en forma estricta en el concepto de “estado de derecho” o “estado constitucional”.

A diferencia de lo que ocurre en una situación “anti-constitucional”, en el caso de una sociedad pre-constitucional, aunque existen las normas, no existe consenso social sobre la obligatoriedad de su vigencia, lo que sí ocurre cuando se califica a una situación –particular o general- de anticonstitucional. En este último caso, en efecto, existe consenso social acerca de una situación disvaliosa y existe también el reclamo, la exigencia o el pedido de que la normativa existente sea reinstaurada. En una sociedad pre-constitucional, las normas no pugnan por volver a regir: al contrario, permanecen depositadas en una especie de “limbo” jurídico, del que despiertan

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esporádicamente, sin que pueda determinarse con total precisión ni los motivos ni los momentos en que renacerán, coexistiendo en ocasiones con costumbres, convencionalismos o hasta normas éticas, de las que toman algunas de sus características en forma sucesiva o simultánea, esperando el momento de volver a convertirse en normas jurídicas o, sencillamente, desaparecer.

Podría sostenerse que siempre ha sido así, y que en la historia de la humanidad se han visto muchas veces normas sometidas al “desuetudo” –es decir, su anulación por el no uso-. Sin embargo, en esos casos, se ha tratado de situaciones puntuales y delimitadas y nunca con la extensión generalizada existente en la Argentina, donde abarca a normas constitucionales, legales, y reglamentarias, muchas de ellas definitorias de las características del estado de derecho como tal. Tal es el caso de las referidas al funcionamiento del poder, la extensión de la discrecionalidad y ausencia de controles, la dilución de la formalidad jurídica y el debilitamiento de los organismos encargados del cumplimiento de la ley, como la justicia y la propia policía del estado en sentido amplio.

En el desuetudo, por otra parte, las normas vigentes derogadas por el uso lo son normalmente en forma definitiva. No es el caso de la situación pre-constitucional, en el que las normas pueden recuperar vigencia, “despertarse”, en forma

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permanente o esporádica, cuando la relación de poder social sea favorable a su vigencia y algún sector la invoque y hasta consiga su revitalización.

Tampoco se trata de una situación “pre-constituyente”. En efecto, no hablamos de una sociedad “no constituida”, al estilo de la existente, por ejemplo, antes de la sanción de la Constitución de 1853. Nadie en su sano juicio sostendría que la Argentina no es un país “constituido”. Tiene sus autoridades que la representan frente a la comunidad internacional, tiene un Estado que aunque en retroceso, cumple con determinadas funciones, su población comparte una etérea sensación de pertenencia a un colectivo ficcional –aunque sólo se exprese con sentimientos compartidos en ocasiones de identificarse con la Selección Nacional de fútbol-. Sin caer en la utopía romántica del nacionalismo, es evidente que aún existen en la Argentina el Estado, el poder, algunas funciones básicas y la capacidad de la coerción, aunque no monopolizada por el orden jurídico, y un estado de conciencia –cada vez más lábil- de identificación con la ficción de la “nacionalidad”. Se trata de un Estado “a medias”, de un orden jurídico “a medias”, de una sensación de destino compartido “menos que a medias” y de la aceptación mayoritaria de una situación de hecho en clara discordancia con gran parte de la normativa sancionada por los diferentes niveles del Estado en diferentes épocas. La pre-constitucionalidad se refiere entonces a esta

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característica de falta de plenitud o imperfección del orden jurídico formal –existente, pero sin virtualidad- para regir la convivencia general, en el marco de una muy difusa necesidad de que las normas existan –o vuelvan a existir- pero sin que esta necesidad se traduzca en demanda política u objetivos fuertes de sectores importantes o mayoritarios que pugnen por esa meta.

No se trata, entonces, de una situación “anti-constitucional” ni de un país en estadio “pre-constituyente”, pero es indudable que estamos conviviendo en una sociedad pre-constitucional en el que las normas no están claras, con todo lo que ésto significa para deteriorar los niveles de seguridad general en todos los sentidos: personal, jurídico, económico y político.

La pregunta inmediata es ¿cuál es el objetivo más urgente ante esta situación? ¿Es necesario priorizar la “constitucionalización” del país con prelación a las demás demandas sociales? ¿O esta demanda debe subordinarse a otros capítulos que la sociedad considera más urgentes, conviviendo mientras tanto con la pre-constitucionalidad como base de la convivencia?

Hay quienes piensan que es necesario reformular las identidades políticas nacionales para encolumnar a los argentinos en dos grandes bloques: la “izquierda” y la “derecha”, sosteniendo que ésto sería un paso hacia la modernización del

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sistema político nacional. Y hay quienes sostienen por el contrario que, previo a ello, es imprescindible la reconstrucción en plenitud del estado de derecho y la constitucionalidad, ya que de otra forma la ausencia de normas haría correr el riesgo que el debate político careciera de límites –por definición, inexistentes- y la selva retornara a la Argentina cuando la situación económica y social vuelva a tensarse, pasado el momento de bonanza que brinda la coyuntura internacional, a la vez que esa misma ausencia de normas conspiraría contra las decisiones de inversión, llave maestra de cualquier crecimiento.

La respuesta que demos a esta pregunta nos indicará si en la actual coyuntura argentina es necesario apuntar a un agrupamiento político-social de “vertientes ideológicas” alrededor de las percepciones de “izquierda” y de “derecha”, o si por el contrario, los agrupamientos deben centrarse en la construcción de un bloque democrático republicano, inclusivo de los perfiles de “izquierda” y “derecha”, frente a las opciones populistas autoritarias de débil compromiso institucional-democrático.

El primer camino sería una novedad en el escenario político nacional basado en el supuesto de que el problema principal de la Argentina es de distribución de riqueza y no de crecimiento, mientras que el segundo sería asumir que en el entramado de las reglas de juego de la economía

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globalizada, las formas republicanas, el estado de derecho y la juridicidad son fundamentales y excluyentes para generar las decisiones de inversión imprescindibles para el crecimiento pero que recelan de sistemas de poder sin garantías de independencia judicial y respeto a los derechos de las personas.

Los ejemplos regionales –aún bordeando los extremos y el peligro de la caricaturización - están a la vista. Chile es un modelo, Venezuela el otro. En el caso de Chile, un bloque político-social integrado por izquierdas y derechas de convicciones republicanas y democráticas está conduciendo al país desde hace casi dos décadas en forma ininterrumpida con gran suceso, elevados estándares de calidad institucional, notable tolerancia interna, sólidas garantías jurídicas y amplia apertura externa e inserción internacional. Venezuela ha asumido el otro camino: intolerancia política interna, baja calidad institucional, cerramiento exterior, endebles garantías jurídicas a los ciudadanos y muy débil perfomance económica-social a pesar de su inmensa renta petrolera, en el marco de una fuerte definición ideológica “de izquierda”.

En la historia contemporánea argentina el peronismo ha canalizado al bloque “populista” y el radicalismo al “bloque republicano-democrático” (incluyendo en su seno, como la Concertación chilena, un arco ideológico abarcador del

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pensamiento político de la modernidad). La crisis del radicalismo, sin embargo, ha dejado a este bloque disperso entre sus vertientes más izquierdistas, derechistas y centristas pero sin la fuerza centrípeta que las articule, lo que permite al bloque populista autoritario disputar en exclusividad la titularidad del poder entre sus propias variantes internas.

El dilema es interesante, pero en mi opinión debemos llegar a él incorporando como elemento de análisis la evolución del mundo. El “argento-centrismo”, pocas veces mencionado pero protagonista central de nuestra historia desde la propia Revolución de Mayo –que consiste en creer que quienes vivimos en los márgenes del Plata somos el ombligo de la humanidad y que nadie en el planeta hace nada sin antes dirigir su mirada a nuestras latitudes- ha ocasionado demasiado daño en la historia argentina como para repetirlo a comienzos del siglo XXI. Hoy ningún país piensa su marcha al margen del mundo, ni los más grandes, ni –por razones obvias- los más pequeños. Una mirada a las características económicas y sociales de la posmodernidad es imprescindible, y hacia allí dirigiremos la reflexión de los próximos capítulos.

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¿Particularidad argentina, o fenómeno mundial de la posmodernidad?

Curiosamente, una característica del mundo global apuntada por pensadores contemporáneos es la creciente debilidad del Estado para garantizar las funciones que les eran propias –seguridad, justicia, educación, un piso redistributivo-, lo que le ha quitado paulatinamente legitimación en todos lados, pero con más claridad en los países periféricos. El efecto más fuerte de la globalización ha sido desplazar el poder de los estados nacionales –fuente conceptual de la política, apoyados en la capacidad de decisión sobre los procesos económicos- hacia el plano internacional, conformando una especie de sociedad globalizada en su plano superior, coexistente con una sociedad fuertemente “localizada” en los planos inferiores.

La nueva sociedad internacional, o mejor dicho la elite de decisión sobre los procesos económicos que importan, ha generado una solidaridad interna y un sentido de pertenencia a la sociedad global con la que comparte desde ideologías y creencias hasta el convencimiento de que el mundo de las naciones-estado ya terminó. Su compromiso con el lugar del mundo en el que viven se ha reducido al mínimo o directamente ha

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desaparecido, y ello genera un aislamiento creciente del entorno social que no tiene cabida en esa sociedad de elite. Su traducción urbanística son los barrios cerrados, los “countries”, los estilos de vida que han rearmado los lazos de convivencia modernos, rompiendo unos y creando otros.

A la reflexión de que en los nuevos “guettos” también viven pobladores que no pertenecen literalmente a esa elite internacional, cabe responder que lo que sí comparten es la sensación de pertenecer o la aspiración a lograrlo, con la idea de que se trata de ingresar a un escalón de la humanidad para el que los límites –y solidaridades- nacionales son cada vez más lábiles y las solidaridades que cuentan son las que se apoyan en la cercanía ética y estética con el modo de vida global. Detalles como la celebración de las “noches de brujas” o del “día de acción de gracias”, aunque simbólicos, hablan claramente de esta absorción de pautas culturales y costumbres novedosas, no sólo por los aspirantes al ingreso a la nueva comunidad mundial, sino hasta por las propias antiguas elites locales. Esta pertenencia al mundo global y a sus normas no es compartida por los “de afuera”, que quedan más sujetos que nunca a un terruño empobrecido, con sus limitaciones y sus impotencias.

Poco pueden hacer los Estados ante este nuevo estadio de la evolución del mundo si pretenden actuar con su viejo arsenal de

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herramientas ideológicas o políticas. Su fuerza real –el dominio del territorio, la aplicación de sus normas a las fuerzas económicas, el disciplinamiento del capital a criterios redistributivos- se “licuó” al compás de la capacidad de desplazamiento personal, económico e intelectual que otorga a las personas el avance científico tecnológico y la propia interdependencia e internacionalización de los procesos económicos.

Cualquier intento de forzar la redistribución con medidas coactivas será respondido con el traslado de la riqueza al lugar del mundo en que se la trate mejor, y con el vacío a nuevas inversiones. En este aspecto, Internet ha reforzado el fenómeno, ya que ayuda a la globalización de las elites sin siquiera forzarlas al desplazamiento personal. Antes, la globalización financiera les había permitido realizar opciones de inversión en los lugares del mundo más rentables, escapando desde bases operativas de paraísos fiscales internacionales a la posibilidad del cerco de los Estados, pero hoy pueden ya trasladar a los guetos en los que se edifica y funciona “lo lindo”, los estilos de vida internacionalizados, desde centros comerciales hasta universidades, desde Clínicas equipadas con lo más avanzado del “primer mundo” hasta oficinas de profesionales exitosos, alejados de cualquier preocupación por lo público. Afuera quedan los que no ingresan, con sus dramas, problemas de empleo, aspiraciones de sobrevivencia, polución ambiental, deterioro de la

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infraestructura, desfinanciamiento de la salud y la educación pública, inseguridad en trabajos con raquíticos ingresos, en síntesis, todo “lo feo”, fuertemente reclamante de “lo público” al que la nueva realidad le ha raquitizado sus posibilidades niveladoras.

Me apresuro a decir que estas observaciones no son realizadas descalificando a los que logran entrar al mundo de “lo lindo”, pertenezcan o no a las élites. Lejos estoy de postular la nostálgica reafirmación del pasado nacionalista cerrado del mundo que se muere, o el retroceso de la historia. Simplemente describo una realidad al parecer universal –a estar por las reflexiones de pensadores posmodernos de diferentes países-, pero agravada hasta el paroxismo en nuestro país ante la ausencia de debate y audacia creativa de la mayoría de la intelectualidad criolla, reducida al rol de balbucear consignas de hace décadas con la voz impostada y la descalificación pronta, absorbiendo el rudimentario discurso de barricada de las luchas políticas de mediados del siglo XX.

En efecto, hay otra visión que mira el cambio con optimismo. Se sostiene que en la nueva realidad el éxito no se mide por la suma cero que implica desplazar a otros del goce de los bienes y riqueza generada, sino por la capacidad de creación apoyada en la inteligencia y la capacidad de innovación. El cambio hacia el mundo posmoderno no significa la resignación ni la

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impotencia definitiva de la acción pública tendiente a abarcar e incluir a las mayorías en los frutos del maravilloso avance tecnológico logrado por la humanidad: lo que sí ha cambiado son las herramientas.

El nuevo paradigma no ha terminado de instalarse, pero así como rompe las viejas hormas, también edifica las nuevas. La Red de Compromiso Global de la nueva economía con las nuevas realidades, convocada por el Secretario General de Naciones Unidas Kofi Annan en el 2000, es un ejemplo. Nuevas empresas se edifican con nuevos comportamientos, asumiendo la protección del ambiente, los derechos humanos, la promoción permanente de la capacitación de sus trabajadores, el respeto a las normas vigentes, el desarrollo de la investigación y la inteligencia. Esas nuevas empresas no necesitan negociar acuerdos espurios con las dirigencias políticas, sino que recelan de ellos. No se benefician con protecciones estatales, sino que se perjudican. Las viejas conductas estatales obstaculizan su desarrollo y alargan en todo caso la agonía de la industria de subsistencia, de bajos salarios, trabajo embrutecedor, contaminación ambiental y superexplotación, cuya supervivencia requiere alianzas de respaldo recíproco con la vieja política del clientelismo, la violación de las normas, la prepotencia, el aislamiento y la persistente mediocridad. Las nuevas actitudes estatales virtuosas son, por el contrario, el respeto escrupuloso a las normas, la capacitación

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permanente de la población, la vinculación internacional tecnológica, comercial y financiera, la edificación de entornos favorables de infraestructura y servicios, la protección ambiental, la previsibilidad y la seguridad jurídica.

La política, por su parte, se debate en la confusión. Abandonada por la reflexión creativa de los intelectuales –que han interrumpido al parecer en forma definitiva su rol filosófico “legislador” inaugurado al nacer la edad moderna-, hoy yace en un devenir inercial en el que su definición pugna entre dos extremos estériles: reproducirse a sí misma, defendiendo sus estructuras sin interacción ninguna con los ciudadanos y sus problemas, pero sí con los sectores “protegidos” de la economía junto a los que conforma un bloque hegemónico; o ser un instrumento de incorporación acrítica en la nueva sociedad global, adaptando las normas a las nuevas realidades pero sin comprender cabalmente el rumbo ni los efectos de ese cambio. Ambos extremos la aíslan cada vez más de los ciudadanos, que la consideran una actividad parasitaria, sin efectos positivos concretos sobre sus condiciones de vida, ámbito ideal para la corrupción y espacio reservado para quienes no tienen capacidad para “pelear la vida” fuera del presupuesto público. El viejo respeto por quienes sirven a los demás se transforma en el nuevo desprecio por quienes son visualizados como sirviéndose “de” los demás, en muchos casos para poder lograr “entrar” individualmente en el mundo de “lo lindo”, sea edificando sus nuevas mansiones en los lugares

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exclusivos, sea costeando con fondos públicos costosos viajes de lujo y compras exclusivas en sofisticadas capitales del mundo desarrollado, sea simplemente por el goce de ejercer el poder autoritario sobre los demás.

Es que la tercer posibilidad, la que volvería a legitimarla ante los ciudadanos y a considerarla nuevamente como una herramienta positiva, valorada y respetada, sería la de reconvertirse en un espacio con capacidad de comprender el cambio global y conducirlo –no negarlo-, volviendo a reelaborar en el mundo posmoderno las ilusiones de la modernidad: la igualdad de oportunidades, la liberación del ser humano a partir de su igualdad de derechos y obligaciones, la posibilidad de todos de participar en la creación de riqueza y su disfrute, la auto-responsabilidad como base de la convivencia y la excepcionalidad del poder, cuya única justificación es garantizar las condiciones igualitarias de los puntos de partida. Claro que ello requeriría asumir las características de la globalización económica, política, cultural y comunicacional, y encontrar los “intersticios” por donde ingresar al nuevo mundo de “lo lindo”, y eso demanda pensar, indagar, elaborar, crear y actuar en terrenos novedosos, tarea que requiere descartar la pereza intelectual, reconocer la duda y comprometerse con la indagación tanto como con la elaboración creativa.

Hoy se trata entonces de encontrar nuevas bases interpretativas para comprender y definir líneas de acción tendientes a diluir los aspectos

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más lacerantes de la nueva realidad y a aprovechar las potencialidades y oportunidades que brinda el nuevo escenario. Para ello, se impone la construcción de un edificio conceptual que vuelva a generar la responsabilidad en “los de adentro” que viven cerca –ya que no a forzarlos, porque el mundo global les ofrece demasiadas escapatorias a cualquier intento coercitivo, y porque además su prosperidad ya no depende de la pobreza de otros, como en el mundo anterior- y a diseñar vías de ingreso a “los de afuera” para que acceder a las ventajas de la sociedad global no les resulte una quimera, sino una utopía visible.

Este punto merece destacarse. Ejemplos exitosos –como Irlanda, Chile, Nueva Zelanda o los propios países del sudeste asiático incluyendo China- han mostrado que, a diferencia del viejo mundo industrial y su relativamente rígida división del trabajo, el mundo de la posmodernidad atraviesa horizontalmente regiones y sociedades completas y que es posible aprovecharse de las reglas de juego del mundo global para crecer, a condición de interpretar con lucidez sus motores de crecimiento y distribución.

No se trata, como en los tiempos colonial o imperialista, salvo casos muy extremos, de países que “dominen” a otros como condición de su prosperidad. Hoy se puede ser próspero sin explotar a nadie, porque la nueva materia prima –la inteligencia aplicada- ha convertido en innecesario explotar a los países proveedores de las materias primas requeridas por el viejo mundo

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industrial. Al contrario, hoy el peligro es que países con riquezas básicas repentinamente valorizadas corran el riesgo de verse “embotados de riqueza”, disimulando tras los buenos precios de sus materias primas sus raquíticas perfomances de fondo y no adviertan el futuro, de tanto festín de presente. Les pasa a varios países árabes y a la propia Venezuela. O de convertirse en indiferentes para las corrientes globales de comercio, inversion, tecnología, finanzas y cultura.

Hoy hay sectores de extrema pobreza en los países centrales, mientras es posible encontrar prósperas elites transnacionalizadas aún en los países menos favorecidos. No es necesario viajar mucho para comprobar el fenómeno: alcanza con recorrer el Gran Buenos Aires desde San Isidro hasta La Plata, para observar lo mejor y lo peor del mundo posmoderno. Es evidente que ni todos los que viven en “lo lindo” son imperialistas explotadores de los pobres, ni todos los que viven en “lo feo” están siendo explotados por chanchos burgueses que se quedan con el fruto de su trabajo o se sienten condenados para siempre a la exclusión. En un caso, podemos ver muchos ejemplos de dinámicos emprendedores de sectores medios que han encontrado la forma de insertar sus vidas en procesos exitosos, y en el otro a admirables esfuerzos de emprendimientos que partiendo de las condiciones de pobreza más extremas han logrado vías de ingreso al mundo global “rentabilizando” conocimientos y actividades –en ocasiones, ancestrales- mediante

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su adaptación a las reglas que rigen la economía y el comercio por encima de nuestra voluntad. También podemos ver sus opuestos: desde empresarios de la economía protegida bajo el ala del estado populista, hasta beneficiarios clientelistas de planes “sociales” vegetando como carne de cañón de batallas electorales para que sectores rentísticos o parasitarios logren preservar el dominio del Estado.

Las vías de acceso, entonces, deben ser efectivos puentes que permitan volver a integrar la sociedad en forma compatible con un marco global que no cambiaremos desde un país pequeño y periférico como el nuestro pero al que –curiosamente- podríamos ingresar todos, con nuestras particularidades, historias y libertades, si fuéramos exitosos en imaginar y construir los caminos de acceso por encima de consignas que sean vistas simplemente como nuevos cercos ideológicos neutralizadores “ad aeternum” de la posibilidad de lograr una vida mejor.

Esto está muy relacionado con una política pública decisiva y renovada, cuya prioridad se declama hasta el cansancio: la educación. No se trata sin embargo de la obsoleta discusión sobre buenos salarios docentes, más días de clase y adecuados comedores escolares (que debieran darse por descontados), sino de un nuevo concepto de capacitación permanente, una nueva educación para un nuevo mundo, con un actualizado sistema de captación, elaboración, reelaboración y difusión de conocimientos y con posibilidades de

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readiestramiento permanente a quien lo desee o lo necesite. En síntesis, la educación clásica, como sólida base de conocimientos y valores, y el adiestramiento para la indagación, la comprensión y la creatividad como herramientas permanentes de un mundo en constante recreación. El tema fue ya debatido por Alberdi y Sarmiento. “En Paraguay todos saben leer y escribir –sostenía Alberdi- pero no da muestras de salir de su indolencia. En varios países de Europa y aún de Estados Unidos hay muchos analfabetos, sin embargo industriosos, con capacidad de iniciativa y de progreso”. Los impulsos alberdiano (“Gobernar es poblar”) y sarmientino (“Educar al soberano”) movilizaron el debate en los años densos de nuestras definiciones originarias, hasta confluir en el gigantesco proyecto modernizador de la generación del 80. Ya hablaremos de eso.

Compromiso renovado para unos y vías de acceso viables para otros, parecieran ser, entonces, los objetivos. Queda indagar si es posible lograrlos mientras se reconstruye la constitucionalidad de la convivencia, asumiendo otra verdad de perogrullo: ninguna sociedad del planeta ha conseguido su superación sin la vigencia escrupulosa de las normas que desate la sinergia de los esfuerzos individuales, en lugar de neutralizarlos en la prevención generalizada creada por la desconfianza recíproca. Si se logra, ello implicará que toda la sociedad puede tener acceso al mundo del futuro. Si no se logra, los cercos que aíslan “lo lindo” de “lo feo” seguirán creciendo en altura,

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rodeados por multitudes sin destino y sin esperanzas que convertirán la convivencia en una selva cada vez más violenta, más sanguinaria, más desesperada.

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¿Crecimiento o Distribución? El alfa y el omega del drama argentino

Volviendo por un instante a la reflexión planteada en la nota IV, en la que dejábamos instalado el dilema interpretativo sobre si el agrupamiento eficaz para avanzar en la Argentina de comienzos del siglo XXI era “izquierdas vs. derechas” o por el contrario, el dilema correcto es “populismo autoritario vs. democracia republicana”, me gustaría realizar una vista a vuela de pájaro sobre la evolución nacional de los últimos 80 años.

Ubicar el punto de inicio en 1930 no es caprichoso, ni voluntarista. Por el contrario, se trata de una fecha en la que se provocó la ruptura de dos procesos virtuosos que habían instalado a la Argentina como la sorpresa del medio siglo que corrió entre 1880 y 1930: el económico y el político.

En el plano económico, 1927/1930 marcó en dólares constantes, el hito del ingreso “per cápita” argentino durante este período, cerrando un espectacular ciclo de medio siglo de crecimiento.

En efecto: según el estudio realizado por Gerchunoff y Llach, realizado en pesos de 1992 –momento de paridad con el dólar en situación de

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relativo equilibrio- en 1930 el PBI argentino “per capita” –si cotejamos el PBI con una población estimada de diez millones de habitantes- fue de US$ 3750. Gobernaba Hipólito Yrigoyen. Setenta y tres años después, al culminar el proceso de inestabilidad política iniciado en 1930 con la mayor crisis sufrida por la Argentina en la historia contemporánea, el ingreso por habitante se ubicaba en US$ 3650. Gobernaba Eduardo Duhalde. Durante las siete décadas que van de 1930 al 2000, el ingreso por habitante osciló levemente, mostrando un estancamiento que contrasta con su crecimiento constante entre 1880 y 1930, en el que ascendió de US$ 1800 a US$ 3650 por habitante, a pesar del enorme incremento poblacional provocado por la inmigración. Este último fue aproximadamente el mismo ingreso por habitante de Perón (US$ 3815, 1950), subiendo lentamente con Frondizi (US$ 4200, 1960), Illia (US$ 5700, 1965), el “proceso” (US$ 7370, 1980), de Alfonsín (US$ 6127, 1985), y Menem (US$ 6992, 1995). Cerrar esta menos que mediocre perfomance con un retorno al comienzo de siete décadas atrás, con US$ 3650 en el 2003, no parece precisamente un logro del que podamos enorgullecernos.

Es cierto que en 1930 el mundo cambió y que podría achacarse ese estancamiento al cambio mundial. Sin embargo, cambió para todos, aunque el estancamiento sólo afectó a nuestro país. En ese mismo lapso, y con los mismos valores de referencia, Brasil cuadruplicó su ingreso por

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habitante, España y Australia lo multiplicaron por cinco, Francia por seis, Gran Bretaña por ocho y Estados Unidos por diez. Dicho en otros términos, si la Argentina hubiera tenido en estos 75 años el ritmo de crecimiento de Estados Unidos, el PBI por habitante sería de 36.500 dólares. Si hubiéramos acompañado a Francia, nuestro PBI p/h sería hoy de US$ 22.000. Si nuestro ritmo hubiera sido el de España, o Australia, el PBI p/h sería de US$ 18.250; si la economía argentina –mirando más cerca-, simplemente hubiera crecido al ritmo de Brasil, el PBI p/h de comienzos del siglo XXI se acercaría a los US$ 15.000; pero caímos en el 2002 a sólo US$ 3.650. El mismo que en 1930.

En ese mismo lapso, la Argentina probó todos los “modelos”: regulaciones, economía cerrada, apertura indiscriminada, estatismo rígido, “mix” de todos con todos, privatizaciones, estatizaciones, controles de precios, liberalizaciones parciales y totales, crédito controlado o nacionalizado, mercado financiero libre, financiarse con deuda externa, hasta decidir no pagarla o pagarla mientras se dice que no se paga. No estaba entonces por ahí, en los “modelos económicos” periódicamente reiniciados o descubiertos, evidentemente, la llave de oro para crecer. Curiosamente, en sus pronunciamientos políticos nadie se “hace cargo” de las diferentes etapas. Un liberal afirmará que el estancamiento es el resultado de tantos años de estatismo y

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economía cerrada, un “nacionalista popular” sostendrá que el estancamiento es el resultado de tantos años de liberalismo y neoliberalismo. Difícilmente alguien reconozca alguna “culpa” propia que pueda rozar su dogmática creencia ideológica.

En el plano político, 1930 implicó la ruptura del proceso virtuoso de perfeccionamiento democrático que venía dándose desde la sanción de la Constitución Nacional, en 1853. Luego de la incorporación de Buenos Aires a la Confederación y el comienzo de la edificación del Estado Nacional, superadas las luchas civiles, se dictó y modernizó la legislación –Código Civil, Código de Comercio, etc.-; se organizaron los tribunales de justicia; se generalizó la educación popular -ley 1428 "Láinez"-; se amplió la democracia con la sanción de la Ley “Sáenz Peña”; se reformó la Universidad y se abrieron las puertas a una participación política popular amplia, con reconocimiento legal creciente de la organización obrera, agropecuaria, estudiantil y de los sectores de servicios. Ello se interrumpió en la fecha mencionada.

Fue, en efecto, a partir de 1930 que se debilitó crecientemente esta columna, la del orden jurídico e institucional estable que diera seguridades a las decisiones individuales y de ahí en adelante, completar las tareas de la modernidad. Desde el nefasto ejemplo de la ruptura de las

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reglas políticas iniciada con el golpe de 1930, hasta las intervenciones en la economía con justificaciones cada vez más nimias, está claro que la labilidad de la seguridad jurídica del propio derecho de propiedad fue creciendo, con el beneplácito de toda la sociedad política que sólo, como en una calesita, esperaba que le “tocara el turno” de quedarse con algo de lo ajeno.

Pero a diferencia del cuestionamiento clásico de la izquierda sobre el derecho de propiedad (según Marx, la concentración inexorable provocada por el capitalismo lleva a la necesidad de su transformación en “propiedad colectiva” de los trabajadores), entre nosotros la propiedad principalmente burlada fue la de los trabajadores, clases medias y emprendedores pequeños y medianos, en favor de quienes manejaban los resortes políticos y económicos principales del país, quienes usaron este atajo para concentrarla cada vez más.

Al margen del tema ético, la consecuencia práctica fue evidente: la acumulación de capital se hizo cada vez más débil, mientras que el ahorro en divisas o directamente en el exterior fue cada vez mayor. El “sistema económico” nacional fue crecientemente considerado como un mero espacio territorial para generar riqueza, pero un peligroso espacio para permanecer o reciclar inversiones. Hecha la ganancia –urgente, amplia- la sabiduría empresarial y popular aprendió que rápidamente

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debía ser ocultada, fuera del alcance de quienes manejaban, en su turno respectivo, la “calesita”. El “círculo virtuoso” de “ganancia-ahorro-inversión-crecimiento-ganancia” se reemplazó por el “círculo vicioso” de “apropiación rentística-especulación-seguridad en el exterior-estancamiento-nueva apropiación rentística”.

Más que un tema ideológico o de “redistribución”, la rapiña tuvo el común denominador de castigar la producción creadora para premiar las relaciones políticas, sindicales, militares o empresariales parasitarias, con el detentador circunstancial del poder. Así fueron vaciadas las cajas de jubilaciones rifando ahorros de los previsores y confiados; así se expropió al sector agropecuario con la imposición de “retenciones” a sus precios, no para volcar inversiones a la industria o la infraestructura sino para financiar salarios bajos –o sea, ganancias extraordinarias- a los dueños de empresas protegidas; así se condenó a la población a comprar productos caros –nuevamente, favoreciendo a los mismos-; así se generó la deuda, abonada con el presupuesto –o sea, con impuestos o con inflación, ambos pagados con ingresos fijos- para beneficiar contratistas, compras de armas o negocios financieros; así se liquidó el capital público realizado con la venta de los activos de las empresas del Estado o se expropió a los depositantes de las “AFJP” que habían –otra ingenuidad- confiado en la protección

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de la ley argentina para entregar al “sistema” la custodia de sus ahorros jubilatorios: así se “manotearon” reservas del BCRA, cuya propiedad no es pública sino de los ciudadanos, con la función de respaldar el valor de la moneda, o sea de su riqueza particular.

En el interín, muchos creyeron –hace años me conté entre ellos- que una acción virtuosa del Estado podría alterar el rumbo del proceso, asignando recursos con sentido de progreso: inversiones, acumulación nacional, redistribución forzada desde el Estado, modernización científico-técnica. Pero no se advirtió que el error estaba justamente en el diseño del razonamiento que desconocía leyes económicas de extrema rigidez, renunciando a explorar la sutileza de una política creativa imprescindible en un mundo en el que la interrelación de la economía no deja espacio para las decisiones arbitrarias ni siquiera para quienes tienen poder militar y político para imponerlas.

Las sociedades que llevaron hasta el extremo este razonamiento terminaron implosionando, luego de haber llevado a sus pueblos dictaduras inhumanas, violaciones a derechos fundamentales de las personas, instituidos campos de concentración para disidentes, anulando libertades civiles y políticas y negando a sus ciudadanos la posibilidad de participar de la gigantesca modernización que protagonizó el mundo democrático.

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A comienzos del siglo XXI el único sistema económico vigente en el mundo es el capitalista. Viven bajo sus normas más del 90 por ciento de los habitantes del planeta, desde Estados Unidos hasta China, desde Brasil hasta la India, desde Rusia hasta Chile, desde toda Europa hasta el Africa. Los conflictos internacionales abiertos no tienen que ver con un cuestionamiento al sistema, sino con disputas territoriales, religiosas o de poder. Ni siqueira los más extremos terroristas internacionales, como Al Qaeda, cuestiona el capitalismo como sistema económico y de hecho no lo hace ninguno de los países del Islam.

Esto no significa que no deba existir la política, como actividad humana destinada a prevenir, morigerar y neutralizar los efectos negativos a que conduce el capitalismo librado a sus propias reglas hasta sus últimas consecuencias. La política debe hacerlo, sabiendo que lo que está fuera de su acción son las normas básicas de la economía asentadas en características antropológicas esenciales a todos los seres humanos.

El error del comunismo, al imaginar un sistema que negara esa antropología, llevó a suponer un hombre inexistente, el “hombre nuevo”, cuya ausencia debió ser reemplazada por la coerción extrema y la negación de sus derechos fundamentales al viejo y conocido hombre común. La economía edificada sobre esa ficción se

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derrumbó como un castillo de naipes, no sin antes provocar los daños inhumanos a varias generaciones.

La forma de atenuar los efectos negativos y aprovecharse del proceso virtuoso del capitalismo es diseñar normas de alcance general, estables en el tiempo, que garantizcen a todos el derecho al mismo punto de partida, mientras se completa a paso firme el programa de la modernidad: estado de derecho, construcción de ciudadanía, salud y educación pública universal y eficiente, seguridad e inserción capacitada en la vida laboral. Sobre esa base de edificaron los sistemas económicos exitosos del siglo XX No lo hicimos en la Argentina, y la consecuencia fue alejarnos del pelotón de países de vanguardia.

El error es más grave cuando es cometido por quienes, advertidos del mismo, persisten cerrilmente en el rumbo; allí deja se ser “error” para transformarse en complicidad cuando la persistencia es a conciencia de sus consecuencias. Pero esto es una digresión. Volvamos al argumento.

No hay crecimiento sin acumulación de capital. Ésta puede hacerse en cabeza de los empresarios, o en cabeza del Estado. Este último camino ya probó su fracaso con el derrumbe del “bloque socialista”. Sólo queda el otro, con todos sus matices. Ese otro camino exige como

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condición de éxito, seguridad jurídica. Si no la tiene, el capital exige ganancias rápidas, con altas tasas, para compensar el riesgo. Y producida la ganancia, ponerla a salvo en algún lugar del mundo global.

Cuanto más inseguro jurídicamente sea un país, más rentabilidad exigirá el capital como compensación. Ello implicará menores salarios y también menor inversión. Acto seguido se invocará como imprescindible la acción estatal, para forzar la inversión, y ello aumentará la concentración de poder y la corrupción. No se puede descubrir la pólvora de nuevo. El círculo vicioso queda instalado. El gran círculo vicioso que, iniciado en 1930, se ha cerrado sobre sí mismo más de siete décadas después en el mismo punto de inicio.

La seguridad jurídica, el estado de derecho, la impecabilidad constitucional, no es pues un capricho de viejos liberales obsesionados por las meras formalidades democráticas: es la ineludible condición de base para comenzar un círculo virtuoso de crecimiento. Con un ingreso estancado, y sin reglas de juego consolidadas, el resultado de la lucha por la distribución del ingreso está “cantado” de antemano: ganarán siempre los ricos y poderosos. El desafío argentino es consolidar el estado de derecho para poder crecer y para hacerlo con equidad igualando a todos ante la ley.

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El país preconstitucional nunca podrá dar el gran salto adelante si no logra subir al escalón cualitativamente superior del verdadero estado de derecho, respetado por el poder y por los ciudadanos. Por eso he sostenido que el gran dilema argentino no es “izquierdas vs. derechas”, sino “democracia republicana vs. populismo autoritario”. Cuanto más demoremos en entenderlo, cuantos más atajos busquemos como país, más prolongaremos las siete décadas de agonía y más países hermanos pasarán a nuestro flanco dejándonos detrás mientras miran de reojo nuestras frustraciones. Aunque descubramos nuevos “imperialismos” y conspiraciones del FMI, aunque intelectuales y políticos se desgañiten culpando al “neoliberalismo”, que en su imaginación pareciera existir como condena sólo para la Argentina, y no para Chile, Brasil, Nueva Zelanda, España, Irlanda, o el sudeste asiático.

La herramienta para cumplir el programa de la modernidad sigue siendo el Estado democrático. Su reconstrucción es la llave de oro, y no implica un mero incremento presupuestario del gasto público. Por el contrario, hoy el gasto público se despilfarra en cuevas semiocultas en los alrededores de la Casa Rosada, edificadas en tantas décadas de crecimiento aluvional y cambios de administración, totalmente inútiles; en reglamentaciones de funcionamiento de la administración que en lugar de premiar la capacitación, la castiga y premian la grisitud e

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indolencia; en una educación en la que la excelencia docente ni siquiera figura en la agenda de debate ni del gobierno ni de los gremios; en una salud pública que sigue despilfarrando recursos por superposición mientras descuida la remuneración de sus actores, el equipamiento y la infraestructura digna; en una política militar subordinada a clichés ideológicos de hace décadas, mientras se ignoran las necesidades de modernizar nuestros sistemas de seguridad y defensa para prever y enfrentar los peligros cada vez más sofisticados del mundo de hoy, y se desperdicia por recelos infantiles la excelente capacitación de miles de cuadros militares.

Sostengo entonces firmemente que el intento de agrupar “izquierdas” frente a “derechas”, en la situación actual del país, es un camino equivocado que llevará a seguir dividiendo falsamente, esterilizando esfuerzos nacionales y disimulando en lugar de aislar al verdadero problema que es el de la falta de respeto a las normas y la situación de pre-constitucionalidad. Ésta es condenable, la realice la izquierda o la derecha. Y es, por el contrario, saludable agrupar a todos quienes quieren terminar de una vez el ciclo de la organización nacional iniciado en 1853 con la instauración de una democracia republicana, representativa y federal plena con los derechos y garantías de las personas y los contrapesos y frenos de poder que se imaginara hace más de un siglo y

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medio, cuando la Argentina decidió organizarse como Estado.

El verdadero enemigo del gran salto adelante para la Argentina es el populismo autoritario, tenga el disfraz de izquierda o de derecha. A ése es al que hay que aislar, combatir y derrotar, si queremos conservar las esperanzas de lograr ser alguna vez el país que soñamos. Terminar de una vez por todas con la Argentina pre-constitucional y entrar de lleno a completar las tareas que debieron ser encaradas en el siglo XX, para lanzarnos al siglo XXI más preparados para enfrentar los nuevos retos posmodernos.

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Modernidad, premodernidad... y magia: las opciones argentinas

En los países centrales, el ataque fragmentador de la posmodernidad encuentra sociedades maduras, sólidamente edificadas alrededor de consolidados aparatos estatales, quizás los logros político-sociales más portentosos de la racionalidad moderna. Los desgajamientos posmodernos en estos casos son apenas epifenómenos de un “core” social casi inmutable, que sigue conviviendo según las normas surgidas de esos aparatos estatales, en todos los casos apoyados en el mayoritario consenso social –silencioso o electoral- y absorbiendo los esporádicos estertores sin grandes conmociones.

Los “nuevos colectivos” –ecologistas, globalizadores y antiglobalizadores, nuevas formas de relaciones familiares y sexuales, ONG’s de diversos fines, iniciativas autogestionarias, etc.- “agregan” a la sociedad moderna requerimientos adicionales de reconocimiento, sin cuestionar –salvo muy puntuales excepciones- la integralidad de la legitimación político-social que, por el contrario, intentan ampliar incluyendo en ella a sus respectivas reivindicaciones. Lo vemos en el “incendio francés”: los jóvenes que incendian autos no cuestionan el sistema, sino que piden ser incluidos en él.

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Es que, como lo analiza magistralmente Ulrich Beck (“La Sociedad de Riesgo Mundial”) la nueva agenda es el resultado del éxito de la modernidad en el plano universal, alcanzando incluso a aquellas regiones que no han atravesado sus estados primitivos. La polución del ambiente es el resultado del éxito de la industrialización. La crisis de la seguridad social es el resultado del éxito de los avances científicos médicos que alargan la vida y alteran el balance demográfico entre activos y pasivos. Las crisis de los Estados de Bienestar es el resultado del éxito en diseñar organizaciones de asistencia médica y previsionales generalizadas. Esos –y muchos otros- conflictos se enfrentan al dilema de renunciar a los objetivos de la modernidad para defender sus instituciones –económicas, políticas, sociales-; o defender sus principios, aún a costa de transformar las instituciones que la llevaron adelante. Son los desafíos del nuevo estadio de desarrollo humano.

En el caso argentino, por el contrario, ese ataque se encuentra con un aparato estatal semi-impotente, que se ha demostrado incapaz de lograr y preservar los ideales de la propia modernidad –estado de derecho, garantías individuales, seguridad jurídica, racionalidad económica, educación pública universal y eficiente, equilibrio social-. Los ataques posmodernos se acumulan a las propias demandas modernas no alcanzadas, sobre un cuerpo social también crecientemente desarticulado, pero no sólo por las demandas de

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los nuevos tiempos –como en los países centrales-, sino además por deficiencias de cumplimiento del programa modernizador, en una sociedad que no terminó nunca de construir un estado de derecho y de someterse al entramado normativo racional, diseñado en lo formal pero incumplido en la realidad. En nuestro caso, el Estado es cuestionado por diferentes sectores antes de terminar de formarse, o de re-formarse, luego de su desarticulación en las décadas anteriores.

El agrupamiento indiscriminado de reclamos en una sociedad desacostumbrada a los matices y a la racionalidad llena de tensión la convivencia. Un ejemplo patético fue el apoyo dado hace algunos años por parte del sindicalismo argentino –con Moyano a la cabeza- al reclamo de José Bové, líder agrario francés, que atacaba a la globalización porque implicaría eliminar los subsidios agrícolas que tanto daño causan a la economía argentina. O los reclamos “anti-ALCA” de grupos “antiimperialistas bolivarianos” que en modo alguno aceptan que América Latina negocie su acceso al mercado norteamericano, ocultando que Venezuela coloca la totalidad de su petróleo a precios de oro en dicho mercado; o el propio apoyo de la dirigencia gremial –nuevamente con Moyano a la cabeza- al eventual acuerdo de libre comercio con China, que produce con salarios miserables, y a la vez la fuerte oposición al ALCA en cuyo mercado más importante, los Estados Unidos, se pagan salarios del primer mundo y en el

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que –consecuentemente- es más accesible competir desde nuestros costos internos.

Las consecuencias de estas posiciones son inexorables: encarecimiento del costo de vida para los pobres y ganancias concentradas cada vez mayores para los ricos. Sin embargo, ello no es obstáculo para sumar consignas seudo-ideologizadas que, al retirar los matices del análisis, devienen en caricaturescas piruetas generadoras de tensión no sólo inocuas para cualquier cambio social sino –por el contrario- ratificatorias del rumbo decadente.

De ahí a la confusión en las élites intelectuales y políticas acostumbradas a copiar y mimetizarse a destiempo con las modas de los países centrales hay sólo un paso: la asincronía queda patéticamente mostrada con la teoría que parece querer abrirse paso en el debate argentino actual, anunciando la conveniencia de reemplazar los viejos agrupamientos políticos por uno que “como en Europa” encolumne a “izquierdas” por un lado y a “derechas” por el otro... en un momento en que en Europa, Blair (¿de “izquierda”?) no mostró reparo alguno en encolumnarse con Bush (¿de “derecha”?) a la vez que Chirac (¿de “derecha”?) hizo lo propio con Schroeder (¿de “izquierda”) cuando convino a sus respectivos intereses nacionales.

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Vale decir: mientras en los países centrales las diferencias “ideológicas” son sólo un anacronismo al que la dinámica política se aferra sólo por su valor nostálgico, intrascendente al momento de fijar políticas públicas, entre nosotros se pretende mostrar este inocuo encolumnamiento como una panacea cuya consecuencia será ignorar –desde otro estadio- el problema central del país, que es consolidar la democracia republicana y la convivencia en el marco de un estado de derecho. Así lo ha hecho Chile con singular éxito, en una experiencia que nada tiene de parecido con el alineamiento de “progresistas” frente a “neoliberales”, que suele proponerse en Argentina.

La Concertación Chilena no fue un “frente progresista”. Fue y es un frente “democrático-republicano”, en el que convive el centroizquierda socialista con el centroderecha demócrata cristiano. Y tuvo vigencia mientras existieron los herederos de Pinochet con posibilidades de acceso al poder. Cuando éstos ya no tuvieron importancia, es decir cuando la democracia republicana se sintió absolutamente consolidada en Chile, surgieron otros alineamientos.

Volviendo al análisis, los países desarrollados pueden procesar los cambios hacia el mundo posmoderno porque lograron en plenitud su estadio anterior. Para poder procesar adecuadamente los nuevos reclamos, es imprescindible contar con la sólida base de una

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convivencia integrada, lo que sólo se puede lograr garantizando el piso de ciudadanía que pueden ofrecer las sociedades modernas, democráticas, abiertas y de derecho. Es decir: hay que “desarrollarse”, incorporando por supuesto los avances de los nuevos derechos del hombre, pero sabiendo que entre ellos está la seguridad jurídica y personal para todos, la educación para todos, la salud para todos, la posibilidad de trabajo para todos. Es decir, un país en crecimiento, apoyado en un fuerte proceso de inversión.

No hay ningún ejemplo en el mundo –salvo China- de un país que haya logrado este crecimiento en un marco autoritario, sin normas jurídicas vigentes; o lo haya logrado dependiendo de la voluntad de circunstanciales mayorías eligiendo en forma aluvional y no articulada en un plexo de pleno estado de derecho a autoridades convertidas poco menos que en monarquías absolutas plebiscitarias, pre-modernas porque no se sujetan a la ley, y a la vez pos-modernas porque renuncian a la coherencia y a la axiología de la modernidad. Y que durarán lo que dure el estado de ánimo de esa sociedad balbuceante, manipulada hasta el hartazgo por un complicado sistema de comunicación masiva en cuya definición tampoco existe racionalidad democrática sino un descarnado e inescrupuloso mercado de poder. La excepción China confirma la regla, por las particularidades que dificilmente se encuentren en sociedades occidentales, como la subordinación de

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sus trabajadores a condiciones de vida miserables y la aceptación de la población de la descarnada dictadura del Partido Comunista.

En todo caso, la incógnita es qué puede ocurrir con los exigentes reclamos fragmentadores posmodernos sumados a los reclamos de la modernidad, cuando se realizan sobre una sociedad pre-moderna en cuyo seno hay testimonios de la propia segregación de la posmodernidad y no existe (“ya” o “aún”) la centralidad social del Estado democrático, fuente y garantía del orden jurídico y ejecutor del programa de la modernidad.

La primera reflexión que surge, en este sentido, es el riesgo que a falta de los sólidos marcos del estado de derecho para procesar esos conflictos, se busque en atajos caudillistas, ideológicos, nostálgicos, románticos, nacionalistas, mágicos o hasta integristas las anclas sicológicas o intelectuales que aseguren siquiera un mínimo de identidad, seguridad y estabilidad. Esa no es precisamente una posibilidad entusiasmante, ya que nos condenaría a persistir en el mito de Sísifo, aunque lamentablemente se presenta como la más probable.

La otra posibilidad es que los ideales de la modernidad se encarnen en algún colectivo político-social con la suficiente fuerza como para sostener e impulsar la instauración plena del estado de derecho y la reconstrucción del Estado sobre

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bases democrático-republicanas, asumiendo los objetivos pendientes que dejamos de buscar en el siglo XX y con la capacidad –y habilidad- necesarias para potenciar los aspectos positivos del mundo actual neutralizando los dañosos. Nuevamente: como en Chile. Es más entusiasmante, pero lamentablemente improbable.

Qué es lo que efectivamente ocurrirá, es impredecible. La bonanza internacional favoreció entre 2003 y 2008 la persistencia y consolidación de un atajo oficialista personalista-autoritario inescrupuloso, con respetable base electoral pero de escaso respeto a las normas democrático-republicanas, que se apoyó en la hegemonía política personal-mágica-ideológica del presidente Kirchner y su esposa, aparentemente sólida pero con base de barro y que durará lo que dure la situación internacional favorable. Ese auge se proyectó hasta la gigantesca movilización ciudadana de 2008, en que las clases medias urbanas acompañaron el movimiento reivindicatorio impulsado por las organizaciones agropecuarias.

El tradicional “aparato político” modernista de la política argentina, la UCR, por su parte, corrió riesgo de disolución por no terminar de definir si reasumir su rol de contención y articulación de todas las vertientes democrático-republicanas con una propuesta amplia y abarcadora de los diferentes coloridos

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“ideológicos” persistentes en muchos actores de la política argentina, o limitarse a intentar sobrevivir en una agonía indiferente para la mayoría de los ciudadanos. Dentro de su seno parecen expresarse diferentes ideas, pero no alcanza a notarse con claridad ninguna que vea la necesidad de retomar su rol histórico y sí los esbozos de un novedoso sectarismo ideológico que conlleva el peligro de aíslarla de sus tradicionales electores y banderas. En efecto: su utilidad en la política argentina era su capacidad para incluir y articular la vocación popular de Yrigoyen con el racionalismo moderno de Alvear en un potente marco democrático. Sin el radicalismo, esas vertientes son empujadas a una acción centrífuga, que fragmenta el frente democrático republicano y debilita la fuerza de la modernidad constitucional.

Así, por el lado de la “izquierda” democrática-republicana, que abrevó de ciudadanos tradicionalmente contenidos por el viejo radicalismo descontentos con su acercamiento a sus antiguos rivales populista-autoritarios, se transmite la sensación de que su disposición a entender la dinámica profunda del drama argentino es centralmente ideológica en el sentido de la vieja geometría política europea, y muestra escasa disposición a la confluencia con otras expresiones de la modernidad, “que no sean de izquierda”. Y desde el otro andarivel, el de –siguiendo nuevamente vieja geometría- la nueva “centroderecha”, aparecen mensajes con

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disposición a un trabajo conjunto para la construcción de una alternativa al bloque populista-autoritario, pero sin generar hasta ahora la suficiente confianza o poder convocante en los otros imprescindibles socios.

Aunque no sea agradable para quienes pensamos con sentido de progreso, la lealtad intelectual lleva a reconocer que por el momento es la “nueva centro-derecha” quien parece entender mejor la naturaleza del drama preconstitucional de la Argentina, aunque deja la incógnita sobre su capacidad de atracción hacia los demás actores dirigenciales del espacio democrático-republicano, o eventualmente su capacidad de incidencia y articulación con el electorado con tendencias naturales hacia el “centro-izquierda”, aunque tal cosa quiera decir muy poco.

Los próximos tiempos dirán si esta expresión política, que también abreva en antiguos electores del radicalismo, evita ser cooptada por las tradicionales dirigencias elitistas, minoritarias y tradicionalmente sectarias de la “vieja centroderecha” –continuando la fragmentación opositora, como quisiera obviamente el gobierno- o si prosigue su actitud abierta y convocante hacia las demás vertientes democráticas republicanas tendientes a construir una alternativa viable de gobierno, procesando con la madurez que le falta a la “centro-izquierda” esa fuerte demanda de la

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modernidad con base en el auténtico centro político de la Argentina: la Constitución Nacional.

Nada en sus programas impediría un acercamiento entre la UCR, el PRO, el ARI, el socialismo y fuerzas liberal-conservadoras de auténtica vocación democrática y republicana. Nada impediría –salvo sus respectivos sectarismos- su articulación en una gran coalición alternativa al modelo populista-autoritario, con eje en el respeto irrestricto a la Constitución Nacional y como contenido, la consolidación de un país moderno, inclusivo, abierto, tolerante, solidario y dinámico. De hecho, la historia argentina ha dejado constancia de la posibilidad de grandes acuerdos trascendentes. La propia Constitución Nacional es el resultado de acuerdos estratégicos entre antiguas rivalidades localistas e ideológicas, unitarios y federales, porteños y provincianos. La tarea de articular estas fuerzas reflejaría un compromiso auténticamente patriótico, y debiera comenzarse en un trabajo parlamentario de acercamiento, en el recíproco apoyo a iniciativas compartidas, el respeto al pensamiento diverso y el diseño de las bases del consenso a ejecutar posteriormente desde el gobierno, en el que debieran participar todos con su respectiva cuota de poder y responsabilidad, con confianza en la iniciativa y madurez de los argentinos y con el liderazgo democrático –ni personal, ni caudillista, ni excluyente- que elija la ciudadanía.

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El populismo autoritario garantiza que continúe el proceso de las últimas ocho décadas, el de la pre-constitucionalidad con altibajos dependientes del ciclo externo determinando nuestra economía y nuestra política, de bajo vuelo y cortos estertores de interminables ajustes y reactivaciones. La recuperación del camino abandonado en 1930, de mejoramiento continuo del estado de derecho y perfeccionamiento constitucional, por el contrario, permitiría colocar a la Argentina en un círculo virtuoso, porque retomaríamos el comportamiento maduro de una democracia plena, en condiciones de analizar los matices de un mundo complejo y retomar el manejo de nuestro propio futuro.

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Hacia el reordenamiento políticoDe la preconstitucionalidad a la posmodernidad

Hacia mediados de 2008, los movimientos en el escenario son densos. Se notan en el espacio oficial y también en el opositor. Se reacomodan los alineamientos y se imaginan nuevas alianzas en uno y otro lado. Sin embargo, pocos parecen advertir que el cambio mayor que está ocurriendo en la política argentina se encuentra en la conciencia de los ciudadanos.

¿Es una visión voluntarista? Más bien es una observación cauta, aunque desde la objetividad, sobre los temas que conforman la agenda de la vida cotidiana de los sectores más dinámicos, que se expresaron con claridad y masividad durante la “batalla del campo”.

Lo que parece estar produciéndose en lo profundo de la visión de los argentinos sobre su política es un doble fenómeno: por una parte, una reivindicación del espacio ciudadano no delegado en la política, reorientando en forma copernicana una tendencia iniciada en 1930 cuya dirección había sido –con uno u otro signo y virtualmente en todos los procesos políticos incluyendo a los militares- hacia la justificación del creciente poder del Estado frente a los ciudadanos. La “línea

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demarcatoria” constitucional establecida en el capítulo I de la Carta Magna (“Declaraciones, derechos y garantías”) protegiendo los derechos de las personas no delegados en el Estado fue cediendo posiciones a favor de la política. Su justificación fue un presunto y fantasmagórico “interés general”, introducido de contrabando a partir del golpe de 1930, interpretado a su turno en forma diversa por quien ocupara el poder pero siempre limitando crecientemente los derechos ciudadanos, en la moda de la primera mitad del siglo XX en todo el mundo. Esta reivindicación alcanza a todos. Y por otra parte, un escrutinio más cercano sobre los movimientos “del escenario”, en el que se mueven los representantes políticos, gremiales, empresariales y de las diversas estructuras funcionales al proceso mencionado en primer término, que integró una red de complicidades con las crecientes potestades –y justificación ideológica- del Estado y la política.

En el primer campo, los ciudadanos comenzaron a dibujar nuevamente los límites. Como ocurre a menudo en los procesos políticos-sociales, el detonante fue fiscal (las “retenciones”). Pero ese detonante desató un proceso al que se sumaron masivamente casi todos. El voto de Cobos tuvo diferentes valores semióticos casi para cada argentino. Por supuesto, quienes estaban directamente involucrados en el conflicto lo entendieron como un apoyo a su lucha. Pero también expresó a ciudadanos indignados por la

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violencia verbal –y hasta física- con que comenzó a tratarse a opositores al gobierno, a otros también indignados por la soberbia con que eran considerados por los voceros oficiales, a otros indignados por la creciente inflación generada por las autoridades que les expropia día a día sus ingresos, a otros preocupados por el aislamiento argentino del mundo que importa y las dificultades que ello conlleva para numerosas actividades económicas, culturales y sociales en cuyas redes están inmersos con independencia del gobierno, etc. etc.

La síntesis de todos estos valores podría englobarse en un reclamo: no se metan con mi vida. Sería quizás aventurado sostener que existe –como diría Marx- “conciencia para sí” en esta nueva actitud ciudadana, pero lo que es innegable es que reapareció la “conciencia en sí”, que venía en retroceso y que se instaló –afortunadamente- para dar un nuevo impulso hacia la modernidad política y económica contenida en el programa modernizador de 1853, cuyo rumbo fue abandonado en 1930. Con una diferencia: antes se trataba de un proyecto modernizador de las élites que participaban. Hoy se trata de la acción masiva de personas comunes que viven su vida y la defienden, quizás hasta sin conocer los textos constitucionales.

El segundo aspecto es menos directo y más complejo. Se relaciona con la reconstrucción de la

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mediación política. Es complejo porque la gran mayoría de la dirigencia nacional, también virtualmente de todos los partidos, razona y actúa sobre el supuesto de la “primer modernidad” –Ulrich Beck dixi3t- o de la época de los “intelectuales y políticos legisladores” –Bauman dixi4t-. Cuando el mundo feudal, -lleno de supersticiones, creencias ancestrales, mitos, privilegios transmitidos durante centurias, estructuración contractual de las relaciones de poder- comenzó a ser reemplazado por las monarquías constructoras de los Estados Nacionales abriendo el camino de la modernidad, los consejeros reales –precursores de los parlamentarios modernos- se dieron a la tarea de destrozar el complicado mundo antiguo y a imaginar las sociedades basadas en la razón, con normas iguales para todos, sujetas sólo al poder del Rey sin distorsiones intermedias. Esa “primer modernidad” diseñó las sociedades modernas “desde arriba”. La ley, los Códigos, el conjunto de normas dictadas primero por los reyes y luego de las revoluciones burguesas por los representantes del pueblo, decidirían cómo tendrían que organizarse las sociedades y cómo tendrían que vivir las personas, objetos de decisiones ajenas. Pues bien: en ese mundo, con sus más y con sus menos, creen estar viviendo aún la mayoría de los dirigentes argentinos, de los que los “K” 3 Beck, Ulrich, “La sociedad de riesgo mundial”, 4 Bauman, Zygmund, “Legisladores o Intérpretes – Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales”, UNQ, 1992.

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simplemente expresan su sublimación. Pero no sólo eso: también están convencidos que el escenario les pertenece y pueden hacer en él lo que les plazca. La estatización de Aerolíneas, mamarracho escatológico que dispone arbitrariamente de ingentes recursos de los ciudadanos por simple capricho o juego de poder al margen de cualquier prioridad ética, social o lógica, es una muestra.

Claro que el mundo siguió avanzando, corrió mucho agua bajo el puente y aunque la Argentina congelara su debate en varias décadas atrás, la democracia contemporánea debió adaptarse en el mundo a una creciente demanda de libertad ciudadana, potenciada por las características del nuevo paradigma global basado en las redes, en el protagonismo creciente de las personas comunes, en la dilución de las intermediaciones y en la exigencia cada vez mayor de respeto a la vida, la libertad, los bienes, la producción y los derechos de las personas. Este fenómeno no es ya sólo “occidental”. Se vivió en Japón, se vive en Rusia y China, crece fuertemente en la India, y es el común denominador de la sociedad global. Ese nuevo mundo que ha diseñado la producción transnacionalizada, la liberación comercial inherente a su base productiva, la mundialización del comercio y el exponencial desarrollo científico técnico, también es intolerante no sólo con las violaciones a los derechos humanos –convertidos en demanda

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universal- sino con las limitaciones arbitrarias a los derechos y libertades en cualquier lugar que se produzcan. Y llegó así la “segunda modernidad” –nuevamente, Beck dixit- o “posmodernidad” –entre otros, Bauman, para seguir nuestro relato-. No deja atrás a la primera sino que se edifica sobre ella. Los intelectuales y políticos pasan de ser “legisladores” a cumplir el papel de “intérpretes”. Ya no se tolera que “manden”. Se espera de ellos que representen personas y grupos, sepan articular intereses complejos, generen consensos y construyan acuerdos que permitan la convivencia en paz.

La segunda modernidad tiene una agenda crecientemente global, también asumida en la Argentina por las personas que disfrutan de los celulares, la televisión mundial a través del cable, la terminal de Internet en sus hogares, computadoras portátiles y hasta teléfonos y que atraviesa a todos los sectores sociales. Quien observe el paisaje porteño nocturno verá familias de cartoneros luchando por su subsistencia, quizás con los ingresos más humildes de la escala, con varios de sus integrantes con el celular en la cintura. La televisión por cable, por su parte, no se detiene en el asfalto: el setenta por ciento de los argentinos usa este sistema, que pone directamente en su vivienda la comunicación del mundo.

Esos argentinos estuvieron masivamente “con el campo”, aunque no supieran qué es una “retención”. Simplemente, querían dibujarle al

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poder “el límite” que estaban dispuestos a tolerar. Y están observando el comportamiento del “escenario”, sin adherir con el entusiasmo de otrora a divisas ni dirigentes, sino siguiendo el comportamiento de todos con el espíritu alerta y la mirada crítica.

Frente a esa realidad, resultan ingenuas las filigranas dirigenciales invocando viejas lealtades, partidarias o ideológicas. El mundo que viene no tiene relación alguna con la Carta de Avellaneda del radicalismo, ni con las Veinte Verdades peronistas, ni mucho menos con el “Manifiesto Comunista”, biblia de la izquierda. Su agenda es la del calentamiento global y el cambio climático, la inclusión de los excluidos, la democratización de la revolución tecnológica, revertir el deterioro ambiental, superar el agotamiento del petróleo con nuevas fuentes energéticas primarias, terminar con la inseguridad en la vida cotidiana, regular las nuevas formas de trabajo, prever las migraciones y el peligro de nuevas pandemias, prever el terrorismo internacional como fin, más que como método, combatir el crecimiento de las redes delictivas de tráfico de personas, armas, estupefacientes, falsificaciones y lavado de dinero ilegal, las mafias “glo-cales” (globales-locales) imbricadas con complicidades internacionales y locales. Antiguos rivales se asocian, de cara a esta nueva agenda, en alianzas impensadas hasta hace pocos años. Empresas petroleras aliadas con organizaciones ambientalistas en busca de nuevas

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alternativas energéticas, las primeras porque al acabarse el petróleo se les acaba el negocio y las segundas por su preocupación ante el cambio de clima. Rusos y norteamericanos acuerdan acciones contra el terrorismo internacional, que los alcanza a ambos por igual. Chinos y norteamericanos acuerdan tácita o expresamente líneas conjuntas de acción para evitar la profundización del desbalance económico global. Y así hasta el infinito. El propio Mercosur –en retroceso a raíz de la incapacidad de la administración kirchnerperonista- fue un lúcido anticipo de esta nueva etapa, convirtiendo una tradicional y secular rivalidad regional en un espacio de trabajo conjunto por la nueva agenda...

Una nueva agenda, en el mundo y en el país, anima a los viejos y nuevos actores. ¿Cómo creer que las viejas consignas y divisas limitarán su expresión ciudadana? Si hasta “izquierdas” y “derechas” –con sus amplísimas y difusas extensiones- dejan de definir los valores e intereses que mueven a las personas en los nuevos dilemas...

Dos movimientos, entonces. Ambos similares al de las placas tectónicas que dan forma al planeta. Uno, hacia el fortalecimiento de los derechos de las personas, que implica completar la primer modernidad –estado de derecho, respeto al ciudadano, política enmarcada en la Constitución, Estado subordinado a los contrapesos y frenos-. El otro, hacia la nueva agenda, en busca de su mejor articulación con la acción política. Y entre ambos,

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una creciente indiferencia ciudadana por las viejas divisas, lo que no significa dejar de usarlas si aciertan a responder a los nuevos problemas. Pero por esto último, no por lo que fueron en la historia. Las que sepan interpretar en forma inteligente los nuevos desafíos, tendrán lugar en el nuevo escenario, junto a las nuevas que surjan. Las otras pasarán a ser primero memoria y luego, simplemente historia.

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Nos falta el radicalismo...

La Argentina se encuentra culminando un ciclo ascendente, recuperándose del pozo al que fue impulsado por el conglomerado populista-autoritario en diciembre del 2001 aprovechando la dramática situación internacional de entonces y la disolución del poder generado por la crisis política de la alianza de gobierno.

La licuación de deudas de grupos económicos y comunicacionales prebendarios fue financiada con la expropiación de los ahorros e ingresos de miles de argentinos y depositantes de buena fe del resto del mundo, a la vez que se aseguró a los socios del complot la licuación de sus deudas y el escrupuloso pago de sus acreencias, hasta el último centavo: ningún presidente argentino en la historia ha abonado en recursos líquidos al FMI tanto como Kirchner.

Ese ciclo ascendente se apoya en un fuerte viento internacional favorable que la Argentina no tenía desde hace muchas décadas: buenos precios de sus cosechas, alto precio del petróleo con su derrame en las finanzas públicas, tres años sin pagar deuda, tasas internacionales en baja... Si ese escenario internacional se hubiera dado en el 2001, posiblemente Fernando de la Rúa hubiera terminado su mandato, y hasta hubiera continuado

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vigente la convertibilidad aprovechando el derrumbe del dólar frente al Euro y el gran salto de las commodities... pero llegó tres meses tarde y lo aprovechó Duhalde, sus socios y sucesores.

Las ventajas que ofreció y ofrece al país la situación externa permitía augurar una larga etapa de crecimiento consolidado, a condición de tener la sabiduría política necesaria para fijar planes de largo plazo compartidos por la mayoría del país (política, intelectual, empresaria, gremial). Luego de la caída, se abrían dos caminos: aprovechar la situación para corregir lo que estaba mal y provocó el derrumbe; o aprovechar la situación para disimular lo que estaba mal, evitando los cambios.

La coincidencia de fechas entre el inicio del “renacimiento argentino” –abril del 2002- y el comienzo de las condiciones internacionales favorables tuvo, además, un efecto político curioso: el de llevar a muchos argentinos a creer que la reactivación fue el resultado de la política económica de Duhalde y de Kirchner, así como que el derrumbe lo habría sido de la política de Menem-Cavallo y el propio de la Rúa. El escenario regional es el mejor testimonio de que no fue así, ya que, con políticas radicalmente diferentes, tanto Chile, como Uruguay y el propio Brasil pudieron sortear la crisis sin ningún estallido, sin la “pesificación asimétrica”, sin duplicar su número de pobres y con un crecimiento similar al argentino.

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Si bien la mayoría de los argentinos no tenía la obligación –aunque hubiera sido conveniente- de analizar y comprender en profundidad las causas y consecuencias de este proceso, sí la tenían los intelectuales y los políticos. La mayoría de unos y otros mostraron no mostraron, sin embargo, lo mejor de sí mismos, sino una interesada y rudimentaria repetición de consignas de hace décadas, cuando el mundo era otro y las opciones podían ser diferentes. El camino asumido fue, lamentablemente, el de disimular los errores dejando sembrado con ellos la semilla de una futura –e inexorable- crisis, haciendo coro a los “pesificadores” y sumándose a la bochornosa demonización de personajes y programas de gobiernos que no sólo habían integrado sino de los que fueron protagonistas, entre otros el propio Néstor Kirchner.

El “impasse” que abrió la caída –con el default ya decretado y convertido en un hecho- y el fuerte impulso de la excelente coyuntura del precio de las materias primas permitía augurar –como ocurrió- un respetable lapso de tolerancia externa. El dramatismo social del 2001 y la espectacular recuperación de la producción agraria abrieron una excelente opción para volcar recursos a la modernización y masificación educativa, a la reconversión tecnológica, a la reforma del Estado, a la recuperación de la confianza externa, a la reinserción del país en los circuitos mundiales de la economía, la inversión, la tecnología y el

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comercio. El momento era óptimo para avanzar hacia un sistema político transparente, renovado y una convivencia reconstruida sobre la base del respeto a la ley, modificando la práctica pre-constitucional mantenida durante estas siete décadas y media.

Sin embargo, en lugar de eso, se recomenzó con el re-endeudamiento en el mismo momento del derrumbe, primero aprovechando la justificación brindada por las urgencias sociales para volcar ingentes recursos en la edificación del gigantesco aparato clientelista (aprovechado por Duhalde para entronizar a Kirchner y más adelante por Kirchner para defenestrar a Duhalde), y luego con la ilusión de mantener el “dólar alto” para seguir beneficiando al empresariado parasitario. Por el camino adoptado, el país regresó a una deuda pública equivalente a la previa al default –o máyor, si le agregamos los juicios en el CIADI generados por la devaluación, y los “hold out” que no aceptaron el canje-, pero con un PBI nominal reducido en un tercio, una acentuada concentración del ingreso y un desprestigio y desconfianza internacional sustancialmente mayores.

La inversión –por el lado del capital- y la capacitación –por el lado del trabajo- no muestran cambios, el aparato estatal sigue cooptado por los intereses que lo sujetan desde hace décadas, la naturaleza de la transferencia de ingresos del Estado no cambia sino que refuerza los gastos

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parasitarios y clientelísticos y nada muestra que se esté revirtiendo el proceso de siete décadas para consolidar los cimientos sólidos de una economía sana: infraestructura, reglas de juego que incentiven la iniciativa individual, inserción internacional, modernización tecnológica.

La conducta del gobierno y de la sociedad exhibe desembozadamente su pre-constitucionalidad. Leyes violadas, corrupción descarada, decisiones autoritarias del poder, prepotencia e inseguridad en la calle, jueces que pretenden legislar, legisladores sin facultades ni perspectiva de tenerlas...

Y –lo que es peor-, la más raquítica formalidad jurídica desde 1930.

El crecimiento económico muestra la vitalidad de los argentinos, a pesar del gobierno. Su incapacidad de gestión se ha traducido en la ausencia de imprescindibles políticas públicas –la necesaria inversión en infraestructura y el aumento de la capacidad productiva-. Desde la política se continuó la práctica de sembrar conflictos gratuitos, alterando discrecionalmente las reglas de juego, transfiriendo ingresos a voluntad entre sectores sin debate ni decisión parlamentaria (como el caso de la modificación de los reintegros a las exportaciones o la amenaza permanente del cambio en las irracionales retenciones a la

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exportación), el “control social de precios” o la manipulación del precio de la divisa.

Es indiscutible que gran parte de la responsabilidad por la situación preconstitucional de la Argentina la tienen quienes, capacitados para pensar, prefieren la cómoda repetición de consignas sin asumir como obligación la responsabilidad de reflexionar el país en el complejo escenario mundial de estos tiempos. Gran parte de los políticos, intelectuales, educadores y periodistas, por su pereza intelectual, son los principales responsables de la decadencia argentina, al reducir su mirada, su pensamiento y su acción a la conservación de pequeños privilegios del país que se disuelve, o a la preservación de cotos de poder cada vez más pequeños de la vieja sociedad corporativa, dejando a las mayorías sin referentes profundos y confiables tanto en su representación institucional como en la elaboración de sus modelos culturales y de pensamiento adecuados al mundo del siglo XXI.

En nada exime de esta responsabilidad la acción de los factores económicos de poder, sobre los que muchas veces pareciera querer volcarse toda la responsabilidad: ellos existen en todos los países, pugnan por sus intereses –económicos, gremiales, profesionales- y no pueden requerírseles que no lo hagan porque sería pedirles que renunciaran a su esencia. Ello no ocurre con

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políticos, intelectuales, docentes y periodistas, cuyo compromiso con la visión general del bien común debiera ser la de procesar la realidad actual y pasada desde una mirada global, imparcial, veraz en la descripción de los hechos y honesta en su interpretación, sólo interesada en el conjunto de una sociedad integrada, fortaleciendo las normas que permitan el debate transparente, la imaginación creativa, la visión de futuro y el respeto a la ley. Ese es su papel central y responsabilidad mayor en una sociedad democrática.

Todas estas incertidumbres serían inexistentes con un estado de derecho funcionando plenamente, con la superación del estadio pre-constitucional y el respeto escrupuloso a las normas. Ello implicaría un presidente sujeto a la ley, un parlamento con plenitud de facultades y responsabilidades políticas, un poder judicial con tranquilidad e independencia cuyos fallos fueran respetados y tuvieran fuerza para hacerse obligatorios, una prensa no deformada por las influencias oficiales, operaciones negociadas o ambiciones de poder corporativo... en fin, un país “en serio”, como reclamaba la campaña electoral del luego presidente y entonces candidato Néstor Kirchner.

Concluiré entonces este capítulo con una reflexión adelantada repetidas veces a lo largo de la obra: el verdadero dilema argentino no es de

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“izquierdas contra derechas”. Es la opción de hierro que se da entre un país pre-constitucional, tolerante con las conductas inescrupulosas autoritarias-populistas e indiferente a vivir sin normas claras, y un país en el que rija plenamente el estado de derecho, que exija al poder el respeto a las formas republicanas y la aplicación inexorable de las leyes, exigiendo y mostrando una ética pública transparente.

En ambos “conglomerados” existen “izquierdas” y “derechas”, como lo demuestra la creciente cantidad de funcionarios kirchneristas que lo fueron de Menem. La diferencia es que el populismo autoritario, escasamente republicano, no tiene dudas sobre su objetivo: mantener el poder a cualquier precio y sin escrúpulo alguno, mientras que las fuerzas democráticas republicanas no consiguen vencer su recíproco sectarismo ideológico para confluir en un bloque de gobierno alternativo.

La fragmentación de fin de siglo generó un magnífico colorido político, que se dio principalmente en el campo democrático-republicano. La fragmentación no ayudó, sin embargo, a procesar adecuadamente el fundamental problema argentino, el de su encuadramiento definitivo en el estado democrático de derecho. Por el contrario, fue funcional a la preservación de una organización política autoritaria, sin marcos de debate, populista

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en la naturaleza de su relación con la sociedad y deformada por la corrupción sistémica. La potente imbricación de todas estas propiedades generó un conglomerado de poder disciplinante que alcanzó hasta intelectuales de vieja prosapia, absorbidos por el maniqueismo y presos del consignismo de la segunda mitad del siglo XX.

El colorido disperso de las diferentes visiones en las que se fragmenta la idea de futuro se encuentran sin sin marco de debate racional y de toma de decisiones y con su consecuencia directa, la impotencia. El pandemonio en que se embolsa la opinión no populista obstaculiza su articulacion en una visión básica compartida para culminar con el proceso de modernización, base imprescindible para atacar los problemas de la posmodernidad.

En síntesis: la Argentina necesita al viejo radicalismo, con su rol de articulación de progresistas y moderados resolviendo sus diferencias en el marco institucional del estado de derecho.

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¿Puede volver el radicalismo?

El futuro, por definición, está abierto, incluso a los imprevistos más rotundos. Cualquier pronóstico deberá pasar el filtro de la realidad. Sin embargo, parecen dibujarse algunas tendencias que –bueno es destacar- no merecen aún el calificativo de “consolidadas”.

Al momento de escribirse estas líneas (mediados de 2008), los argentinos están reformulando su representación ensayando formas de articular la compleja realidad nacional con las demandas de una agenda adecuada a los nuevos problemas.

Como se mencionó anteriormente los movimientos de opinión parecen marchar en dos direcciones con la fuerza de placas tectónicas: la primera, retomando la marcha interrumpida en 1930, orientada hacia el cumplimiento del programa de la primera modernidad: estado de derecho, calidad institucional, respeto a los derechos de los ciudadanos, homologabilidad de la gestión pública, federalismo, honestidad. Es una agenda que incluye ponerle límites al Estado frente al ciudadano, potenciar la autonomía de las personas frente al poder y distribuir claramente ese poder entre las jurisdicciones previstas en la Constitución –nación, provincias, municipios-

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dentro del sistema de contrapesos y frenos propios de la democracia y el estado de derecho.

La segunda mira más al futuro, o como se dice en estos tiempos, hacia la “posmodernidad” o “segunda modernidad”. Incluye la agenda que atraviesa todo el mundo global, desde el justo tratamiento a las nuevas formas de trabajo e ingreso y piso de dignidad para los excluidos, hasta el cuidado del ambiente; desde extender la salud pública a todas las personas hasta prevenir las nuevas enfermedades y pandemias; desde reorganizar la educación para garantizar la adecuación de sus contenidos a la dinámica actual de la globalización y la revolución científico técnica y su accesibilidad universal hasta ubicar a algunos de nuestros centros de altos estudios en el nivel de excelencia planetaria –en cuyos quinientos primeros lugares no aparece ninguna universidad argentina-; y desde aprovechar en plenitud los avances tecnológicos de difusión masiva, hasta participar creativamente en el entramado generador de ciencia y tecnología universal.

La Argentina debe reconstruir su infraestructura. Debe diseñar un sistema de transporte que optimice el consumo energético, esté al alcance de todos e integre el territorio, y debe garantizar a todos los argentinos el acceso a los servicios públicos de agua potable, saneamiento, energía, comunicaciones e Internet. Debe conseguir nuevas fuentes primarias de

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energía ante el agotamiento del petróleo y sumarse al combate contra el calentamiento global. Y debe prepararse adecuadamente frente a las nuevas amenazas, desde garantizar la seguridad ciudadana sin tolerancia a ninguna clase de delitos, hasta desmantelar las redes de complicidades de varios escalones “glo-cales” (globales-locales) que trasladan la violencia global a la vida cotidiana de los argentinos.

Esas dos direcciones son una expectativa vigente y atenta en los ciudadanos, aunque no se vean reflejadas en la acción actual de la dirigencia, impregnada en diversos grados por el ideologismo retardatario impuesto por el régimen “K” al debate argentino. Ese ideologismo es funcional al entramado decadente de sindicalistas enriquecidos y empresarios protegidos, de burocracias políticas ligadas a la corrupción policial y judicial del conurbano bonaerense y a engañosas “ONGs” de consignas falsarias actuando, como los partidos revolucionarios en los 70, de vasos comunicantes con un juego geopolítico ajeno a los intereses nacionales. Ideologismo que no calza en ninguna de las categorías actuales de “izquierdas” y “derechas” sino que responde a la más cruda pre-modernidad, ajena a la democracia, desconfiada de los ciudadanos y justificatoria de la violación de los derechos de las personas cuando conviene a sus objetivos políticos.

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En ese escenario debe ubicarse la reflexión sobre el renacimiento del radicalismo. Partido instrumentador de la “primera modernidad”, tuvo un papel significativo en la articulación del debate nacional masificando la democracia. El radicalismo logró que los ciudadanos encarnaran el sistema político alberdiano, con la herramienta del sufragio, incorporando al funcionamiento institucional a las grandes mayorías. Su rol no fue “ideológico”, sino culminador del proyecto constitucional.

Nunca se identificó totalmente con las ideologías que motorizaron el siglo XX, porque el país nunca alcanzó a completar el programa del siglo XIX, y renació con fuerza cada vez que la democracia era mediatizada, negada o violada y los ciudadanos extrañaban su vigencia. Incluyó en su seno alas “progresistas” y “moderadas”, los Yrigoyen y los Alvear, procesando sus visiones en el marco democrático y de esta forma consolidó un espacio democrático-republicano frente a las visiones más autoritarias y populistas, menos apegadas al proyecto modernizador.

El siglo XX fue testigo de su incomodidad frente a los debates ideológicos y a la forzada interpretación de sus epopeyas por unos u otros, sin lograr encontrar las divisiones ideológicas claras en sus numerosas épicas. Alem fue revolucionario en 1890 junto a Mitre y otros próceres de la generación del 80. Alvear, que

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protagonizó junto a Alem la Revolución del 90, acompañó a Yrigoyen en la revolución de 1905. Yrigoyen fundó YPF y Alvear le dio su primer gran impulso enviando al Congreso la Ley de Nacionalización del Petróleo, que no pudo ser aprobada. Alvear fue un luchador sin cuartel contra el fraude de la década de 1930 y hasta los hasta hace poco denostados Tamborini y Mosca levantaron un programa avanzado (bueno es recordarlo: elaborado por el Partido Socialista) que convocó a la opinión democrática-republicana, con socialistas y comunistas, ante lo que se sentía como llegada al país de la oleada autoritaria de la primera mitad del siglo XX. Hoy vemos sus consecuencias.

Sus errores fueron también los errores de gran parte de la intelectualidad argentina. Fue en 1945 que algunos de sus pensadores se sumaron al naciente peronismo, inaugurando el “entrismo”que luego intentara la izquierda hasta su reciente experiencia “K”, en un camino que busca el éxito sin las molestias de la lucha, dirigentes “de la mesa servida y la gloria barata”, como se dijo en esos tiempos. Quienes resistieron a la tentación del poder se refugiaron, como tantas veces, en el republicanismo democrático, en la Constitución que ya Yrigoyen definiera como “programa partidario”. Y hubo de sufrir muchas veces las ironías y juicios despectivos de intelectuales de diversas generaciones por su limitada programática. Hasta que se enseñoreaba el

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autoritarismo y el país volvía la mirada al viejo partido.

Siempre tuvo dos prevenciones. De un lado, a quienes había vencido en 1916, los de la “democracia sin pueblo”. Del otro, a quienes lo vencieron en 1945, los del “pueblo sin democracia”. Y siempre intuyó que el programa modernizador debía completarse incluyendo a unos y otros en una república democrática. Ni unos ni otros terminaron –ni terminan- de comprenderlo. Para unos, se trata de un partido que no comprende “las leyes de la economía” a las que conciben sin frenos, orientaciones ni límites y no comprenden que la democracia fue diseñada por los hombres para neutralizar los efectos más salvajes a que llega la economía libre cuando no tiene la orientación de la política. Para otros, se trata de un partido de miedosos, que no se anima a ejercer el poder cuando lo tiene, sin comprender que la democracia no da todo el poder a la política, sino que está apoyada en el respeto fundamental a los derechos de los ciudadanos, entre los cuales la libertad económica es tan importante como el resto de sus libertades personales, al punto que es la que permite el crecimiento económico y con él, las discusiones sobre la distribución. Lo que el peronismo ve como “temor” es “responsabilidad democrática republicana” en el ejercicio del poder.

Por supuesto que muchas veces se equivocó. Entre otras, cuando privilegió sus

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conflictos internos –y llego hasta dividirse- o cuando exageró sus afinidades ideológicas –y se hizo internamente intolerante-. Esos errores lo debilitaron en su principal misión en la política argentina: consolidar la democracia constitucional.

Mientras tanto, el mundo se hizo más complejo y la Argentina se estancó en su debate de hace décadas. En ese escenario, el radicalismo busca hoy su papel indagando su utilidad para los tiempos que vienen.

En ese “movimiento de placas tectónicas” a que hacía referencia más arriba, hay uno que tiene en el radicalismo, su ética y sus valores, un componente esencial: el programa de la modernidad. Los ciudadanos que han votado alguna vez al radicalismo, por ejemplo, se alinearon sin duda alguna en respaldo a la lucha del campo, aún los que habían votado a Cristina Kirchner esperando que corrigiera los desatinos de su esposo. El voto de Cobos en el Senado los representó, y condensó en ese instante decisivo la historia radical. No hubiera podido ser entendido un voto distinto, salvo una renuncia a la historia y los valores de su pertenencia identitaria.

Ese pronunciamiento reabrió el debate de la necesidad –o utilidad- del reagrupamiento. Tomando distancia, pareciera que tal camino será necesario –o útil- si fuera necesario profundizar el reclamo democrático republicano, en una actitud

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que no puede agotarse en la confluencia, sino que requiere ampliarse a partir de allí a todo el arco político. La democracia necesita que todos los actores del país la abracen con sinceridad. El radicalismo será imprescindible, aunque insuficiente.

El triunfo mayor del radicalismo sería encontrarse en el mismo escenario constitucional, funcionando limpiamente y sin deformaciones, con sus viejos rivales conservadores y peronistas. Cuando ello ocurra, el país habrá entrado en el mundo moderno, habrá soldado su unidad alrededor de la Constitución Nacional. En esta tarea los tres son co-responsables. Si no lo hacen, los ciudadanos buscarán –como lo están haciendo- otros cauces políticos.

Pero no agotará la demanda de los ciudadanos. Porque lo que sigue, inmediatamente –y me atrevería a decir, paralelamente- es encarar la agenda del nuevo siglo. Será un nuevo desafío, para cuyo éxito será imprescindible despegarse de las “durezas ideológicas” del siglo XX. Los nuevos desafíos reclaman nuevos tipos de alianzas, incluso de viejos rivales. Y requieren elaborar marcos conceptuales adecuados, más en línea con los debates que enfrenta el mundo global, del que la Argentina coma parte aunque su dirigencia se resista a tomar nota. Pero la mayoría de los argentinos lo saben: es una etapa de menos estructuras y más ciudadanos.

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El radicalismo podrá ser útil en esta nueva etapa si levanta la mirada a los años que vienen y prevé los desafíos que enfrentará el país en ese mundo global: educación, ambiente, energía, articulación económica adecuada al nuevo paradigma global, piso de inclusión social, desarrollo científico-técnico, nuevas amenazas internacionales, delito global y complicidades “glo-cales” que traen el infierno a la vida cotidiana de la mano de las redes de tráfico de estupefacientes, armas, personas, lavado de dinero y marcas falsificadas; participación en la “alta gerencia” internacional –en cuyas puertas ya se encuentra Brasil, invitado periódico al G 8-. Las respuestas a esos problemas no están en la Carta de Avellaneda, como no lo están en las “Veinte Verdades Peronistas”, el Manifiesto Comunista o el “Consenso de Washington”. Son nuevos problemas, propios del éxito de la modernidad –no de su fracaso- que deben ser analizados desde la “modernidad reflexiva”. La Coalición Cívica lo está entendiendo, al igual que el Pro. Ambas son formaciones con menos anclaje en el pasado y más frescas en su representación política.

Si el radicalismo reduce su debate al limitado escenario de las anécdotas, perderá su ventaja. Podrá discutir si es adecuado sancionar una “amnistía” interna –que no dejará satisfechos ni a unos ni a otros, porque todos están convencidos de haber actuado correctamente- o si

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“abre las puertas” de la vieja estructura a Julio Cobos –como si a la sociedad le interesara la vieja estructura... -. Perderá el tiempo y perderá la historia, porque mientras tanto es probable que los ciudadanos busquen –y seguramente encuentren- expresiones políticas nuevas, que no miren tanto al siglo XX sino a las apasionantes posibilidades que se abren en el siglo XXI. Expresiones políticas que, como vimos, ya están asomando.

Por el contrario, si el radicalismo sobre la base de la tolerancia democrática republicana se proyecta en foro de debate, reflexión y decisiones para esos nuevos problemas; si se convierte en un faro de luz y atracción a quienes se sienten apóstoles de la democracia republicana e ilumina el complicado escenario de los años que vienen; si se dedica a articular sin sectarismo, cual columna vertebral, las distintas visiones del pan-radicalismo y desde allí a confluir en un amplio consenso estratégico con otros actores –nuevamente, como lo ha hecho en S.S. de Jujuy, Bariloche, Río IV y Santa Rosa-; si actúa con la madurez de comprender que el papel de una organización política sólo se legitima si le sirve a los ciudadanos y a la sociedad, como lo ha hecho tantas veces en su historia, entonces sí tendrá muchos años por delante de utilidad y servicio a los argentinos y a la democracia.

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Populismo, peronismo, radicalismo.

¿Es el populismo una propiedad exclusiva del peronismo?

¿Existe peronismo sin populismo?¿Es compatible el populismo con la

democracia republicana?Estas preguntas recorren las indagaciones

de políticos y analistas desde hace décadas, impregnadas de los debates propios del “escenario”. Sin embargo, limitar el tiempo histórico del análisis al proceso político iniciado en 1945 impide observar lo más interesante: la existencia de formas populistas que se insinúan desde el fondo de nuestra historia, en los tiempos fundacionales.

Alguna vez he sostenido que la primera expresión del populismo en lo que sería nuestro país fue la “Asonada del 5 y 6 de abril de 1811”. En ese episodio, los “saavedristas” que predominaban en los cuarteles y en los arrabales organizaron una movilización del pueblo de las orillas, motorizada por Tomás Grigera –Alcalde de Extramuros, lejano ancestro de los punteros del conurbano- quién incitó a gauchos y marginales a tomar virtualmente la aldea que era en ese tiempo Buenos Aires, tras un petitorio que pretendía neutralizar al morenismo, de gran influencia en la Junta Grande. Joaquín Campana fue el “doctor”

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que pasó a la historia como el mentor intelectual y político de la asonada.

El tenor del documento muestra un nivel de conciencia política dificilmente imaginable en las masas de arrabales y está más cercano a la pluma ilustrada del propio Campana y de prestigiosos oficiales saavedristas –Martín Rodríguez, Juan Ramón y Marcos Balcarce, entre otros-, que observaron desde dentro de los cuarteles, seguramente regodeándose, cómo las calles y plaza de Buenos Aires eran tomadas por jinetes desbocados y gente del “bajo pueblo”, sembrando de terror a la sociedad porteña.

El reclamo pedía, entre otras cosas, la destitución y enjuiciamiento de Belgrano como jefe militar por la mala perfomance de la expedición al Paraguay, la destitución y el exilio de los patriotas morenistas (Larrea, Rodríguez Peña, Vieytes, French, Berutti), la anulación de las promociones realizadas por el gobierno revolucionario en los meses previos, y la formación de un Tribunal de Seguridad Pública que controlara la subordinación total de todos los funcionarios a la orientación política del gobierno. Como ocurre en todos los procesos populistas, no podía faltar el chauvinismo: se reclamaba hacer recaer en los españoles residentes en el país toda la carga económica del proceso independentista y expulsar de Buenos Aires a todos los extranjeros, de cualquier clase y condición.

La asonada fue parcialmente exitosa. Su ejecutor, Tomás Grigera, fue designado por

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Saavedra Alcalde Mayor de Buenos Aires, el abogado Joaquín Campana logró asumir como Secretario de la Junta hasta que la reacción de los adversarios derrotados lograra su destitución y confinamiento seis meses después. Este primer “golpe populista” de base cívico-militar, a pesar de ser exitoso, tuvo la característica de que nadie se hizo cargo histórico y todos negaron haber tenido vinculación.

Un salto en el tiempo nos ubica en otro período populista y lo refleja el cuento canónico de la literatura nacional, “El Matadero”, de Esteban Echeverría. Cuesta separar la imagen del carnicero Matasiete y del Juez del Matadero, matando por diversión al jóven unitario nada más que porque hablaba bien y estaba correctamente vestido, de las actuales patotas de barrabravas y mafias del conurbano en estos umbrales de la posmodernidad.

El populismo como reflejo de la alianza social entre actores de sectores altos y muy bajos en la que las víctimas son justamente personas de clases medias tiene, entonces, historia en Argentina. También en otros lugares del mundo, ya que no es un invento criollo. El bonapartismo es un lejano pariente francés. Las mafias demócratas del sur de los Estados Unidos en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX son otros. Y más lejos aún, la “demagogia” contra la que alertaba Aristóteles como vicio de la “democracia” tiene su similitud cercana con nuestro conocido populismo.

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Es cierto, entonces, que el peronismo no puede ser identificado con el populismo. ¿Es, sin embargo, su expresión moderna en la historia argentina? Tampoco está claro. Hubo populismo en el aparato electoral mitrista, en la segunda mitad del siglo XIX, tal como en el radicalismo de los tiempos de Yrigoyen. También en las estructuras caudillistas provinciales conservadoras, antes y después de la organización nacional –aunque antes fuera organizando milicias y después manipulando comicios en base a eficaces aparatos electorales-. Siempre los mismos componentes, siempre los mismos afectados.

El rival del populismo es el institucionalismo democrático y republicano, asentado históricamente en las clases medias, sean éstas trabajadoras, productoras o ilustradas. El institucionalismo democrático-republicano, de vocación cosmopolita, cree en la apertura y el comercio. Con fuerza transformadora, descree del quedantismo y la actitud rentística; con valores solidarios, es esquivo a utilizar las necesidades ajenas como forma de construir poder. Respeta la educación y todas las expresiones de la inteligencia. No lo atrae la unanimidad ni los “alineamientos” y defiende la pluralidad de visiones, el diálogo y la búsqueda de acuerdos entre quienes piensan diferente. Concibe al poder como una actividad normada por la Constitución y las leyes y siente un recelo visceral frente a la discrecionalidad y al poder sin normas. Es sostenido por personas confiadas en sí mismas,

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celosas de su autonomía y defensoras instintivas de su libertad de pensamiento, expresión y acción.

El populismo, entonces, aunque haga su nido principal en el peronismo, atraviesa en forma transversal gran cantidad de organizaciones y actividades sociales, amenazando a varias. Sin embargo, en ninguna ha logrado una imagen de identificación como con el peronismo.

Entonces.... ¿es posible el peronismo sin el populismo?

Aunque teñido de las modas políticas en tiempos de su nacimiento, a mediados del siglo XX, el peronismo fue, al igual que el radicalismo, una herramienta de inclusión social, no siempre populista. Es cierto que su perfil ha sido más autoritario que su rival radical, pero también lo es que recién luego de la crisis del 2001, con la irrupción del duhaldismo primero y el kirchnerismo después encontró la perfección de su simbiosis con el populismo. Y, al igual que en el radicalismo, en el peronismo existe la fuerte tensión interna entre sus dirigentes de las zonas productoras, de las que se extrae la riqueza para construir clientelismo, y los beneficiados por el sistema populista con base principal en el conurbano bonaerense.

El peronismo tiene durezas conceptuales históricas que debe pulir para encajar en el juego democrático, pero el populismo es un cáncer que lo ha impregnado en los últimos tiempos. En todo caso, el peronismo debe asumir la existencia de límites constitucionales al ejercicio del poder, la

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inviolabilidad de derechos ciudadanos y la saludable acción del debate. Pero es cierto que la mayoría del peronismo en todo el país tiene esos puntos en claro, y que soporta más que beneficiarse de las deformaciones populistas de su sector metropolitano, aún a pesar de su mal ejemplo modélico hacia sus formas de acción política en todo el país.

Es un partido que supo entender la modernización que llegaba con la industria y que abrió caminos de integración económica y social a los trabajadores. Estos aspectos incorporaron a la política argentina novedades que, aunque reclamen hoy una actualización de perfiles de cara a las demandas del nuevo paradigma global, ayudaron a la marcha hacia la modernidad. Su enfretamiento histórico con la otra gran fuerza política del país, el radicalismo, no se dio, en todo caso, por diferencias fundamentales sobre estos temas, sino por la forma de ejercicio del poder y el respeto a derechos y libertades constitucionales de los ciudadanos, que en pleno siglo XXI podrían ser saldadas con una conducta nacional e internacionalmente homologable.

El “espíritu de época” de sus tiempos fundacionales impregnaron las características políticas del peronismo. Aunque en forma tardía, significó la llegada al país de las modas totalitarias de la primera mitad del siglo XX, que se habían entronizado con los fascismos europeos. España, Portugal, Italia, Alemania, mostraban el aparente éxito de los estados fuertes, autoritarios, frente a

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las también aparentemente agotadas formaciones democráticas incapaces de garantizar una base de orden compatible con el progreso.

También el espíritu de época de sus tiempos fundacionales habían impregnado al radicalismo, cuando el liberalismo positivista mixturándose con el romanticismo imponían su creencia en la capacidad de los seres humanos, su autonomía y el avance científico y técnico para tomar las riendas de su historia. Garantizar la libertad de las personas en un marco jurídico sólido como forma de lograr la prosperidad personal y la justicia, tal su convicción básica, compatible con la jerarquización del federalismo, la vida municipal y los derechos constitucionales.

Pero en todo caso, así como el radicalismo desconfió del Estado y confió más en las personas, nunca fue “liberal” en el sentido conservador. Y aunque el peronismo desconfió de la libertad y confió más en el Estado, tampoco nunca llegó a ser “fascista” en el sentido europeo. Respetando la libertad, el radicalismo de Yrigoyen y de Alvear hizo cumplir al Estado un rol decisivo –como las leyes de arrendamientos, la creación de YPF, el proyecto del Código del Trabajo-. El peronismo, por su parte, magnificó siempre su creencia en el Estado y las corporaciones –más que en las personas- para impulsar su idea de justicia social, lo que alimentó la brecha política que signaría su enfrentamiento secular con la mirada radical, pero también ayudó al desarrollo de la idea del Estado

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como un botín de guerra para beneficiar a una creciente “corporación política”.

En tiempos actuales, la incógnita es el futuro.

El nuevo escenario global se desliza hacia la posmodernidad. Ello implica superar las antiguas construcciones ideológicas, lo que no significa renunciar a los valores que subyacen en ellas sino someter a una crítica reflexiva el enfoque de las consecuencias no deseadas del éxito de la modernidad, tanto como las convicciones instrumentales de otros tiempos.

Esta “modernidad de las secuelas” exigirá abordar el deterioro ambiental y el agotamiento de los recursos naturales producidos por el industrialismo (exitoso, en cuanto incorporó a la economía formal y sacó de la pobreza a centenares de millones de personas); la crisis de los sistemas de pensiones (exitosos, en cuanto por primera vez en la historia humana previó un futuro medianamente digno para quienes abandonan la edad activa); la disminución inexorable del trabajo formal (éxito del desarrollo científico y técnico modernos aplicados a la economía); la violencia terrorista (resultado no querido del éxito de las sociedades capitalistas desarrolladas, construyendo su prosperidad sobre la explotación de recursos naturales de ex-colonias gobernados por oligarquías autoritarias); y muchas otras secuelas económicas, ambientales y de seguridad del mundo “de riesgo”.

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Para el nuevo abordaje, será necesario reformular ciertas construcciones institucionales de la modernidad que han llegado al límite de sus posibilidades: será la única forma de preservar e incluso potenciar los valores que la identifican, que son los permanentes: la libertad, el estado de derecho, la expansión del concepto de ciudadanía, el progreso económico y social, la construcción de pisos de dignidad humana que incluye garantizar similares puntos de partida en salud, educación, vivienda y calidad de vida.

Son los desafíos a problemas generados por el éxito del mundo moderno como “secuelas no buscadas”: el deterioro ambiental, la violencia con complicidades “glo-cales”, la disminución del trabajo estable, el terrorismo internacional, la necesidad de nuevas fuentes energéticas primarias renovables, las políticas de género y políticas direccionadas a la protección de las minorías, etc. Es necesario imaginar y construir nuevas instituciones de reemplazo, orientadas a resolver los nuevos problemas pero comprensivas de los nuevos límites.

Ulrich Beck sugiere que ante el agotamiento de las estructuras para proyectar los valores, se impone la decisión de qué defender, pero también nos enfrenta a las consecuencias de esa decisión. Hay ocasiones en las que defender las estructuras significa renunciar a los valores, y por el contrario, que la defensa de los valores implica poner en cuestión las estructuras. Lo cierto es que si se reconoce el cambio en la concepción de los

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Estados Nacionales o la posibilidad de modificación de las propias Constituciones, no parece que sea imposible debatir la reforma de las instituciones de la seguridad social, de la educación, de los gremios o de las empresas públicas.

Esa construcción debe realizarse en clave cosmopolita, entendiendo que no existe forma de resolver los problemas de la nueva agenda con medidas de alcance local o nacional, y que el cosmopolitismo de hecho forma parte de la vida cotidiana a través de los productos consumidos, de la cultura global, de las acciones ciudadanas en el tercer sector, del movimiento de las finanzas y las inversiones, del destino de productos intermedios o finales cuyos mercados son globales, y hasta de solidaridades, simpatías u odios a distancia por circunstancias alejadas de los intereses directos de las personas propios de la primer modernidad, pero que conmueven su sentimientos y hasta desatan sus acciones políticas. No otra cosa fueron, por ejemplo, las manifestaciones populares por temas que no afectaban directamente a sus protagonistas, como contra la guerra de Irak, en las que participaron ciudadanos de todo el mundo condenando la violencia y las decisiones bélicas como opción, o las campañas contra la superexplotación de recursos minerales, o contra la extinción de especies en peligro, impulsadas por organizaciones no gubernamentales de implantación global.

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Ni uno ni otro programa son posibles sin romper con las arcaicas formas populistas. Pero tampoco sin crear marcos de diálogo respetuoso entre las diferentes visiones, que llevarán en muchos casos a alianzas coyunturales tras objetivos compartidos, aún entre viejos rivales. Volviendo a Beck, en su bien logrado concepto: la segunda modernidad trae consigo “el fin de lo obvio”, con su consecuencia directa: la posibilidad de empezar de nuevo5.

Oposición, entonces, muy clara, al populismo y confluencia para recuperar la vigencia constitucional, con todos quienes sinceramente crean en la necesidad de culminar esa etapa nacional. Lograr esa tarea significará más de la mitad del camino de un proyecto para una generación.

A partir de allí, sentido común y modernidad reflexiva para acordar un programa de concreciones en los temas centrales: energía, ambiente, infraestructura –en transportes, comunicaciones, agua potable, servicios públicos igualitarios, seguridad social, nuevas formas de ingreso- en todo el territorio nacional, ocupación del territorio, inserción internacional. En todos esos temas es posible encontrar consensos que pasan por encima de las viejas identidades de la primera modernidad y enfoques similares originados en antiguos adversarios. Y hasta puede ocurrir, por el contrario, que dentro de los mismos

5 Beck, Ulrich, “La sociedad del riesgo mundial”, Barcelona, 2008.

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bloques conceptuales de otrora se presenten diferentes enfoques sobre los nuevos problemas que encolumnen en campos diferentes a antiguos viejos cofrades. Las intransigencias sólo se justifican con quienes prefieran ubicarse fuera del consenso neo-constituyente institucional.

Los partidos, como categorías históricas, son simples marcos de referencia que, en el nuevo escenario, deberán resignarse a la imposibilidad de grandes construcciones totalizadoras. Seguirán unidos por viejas épicas y por valores permanentes, pero serán sometidos –aún en su seno- a fuertes tensiones en la forma instrumental de concretarlos, entre ellos, nuestros tradicionales partidos nacionales. Radicales y peronistas han cumplido en la dinámica política y social argentina el papel de herramientas sustantivas de integración, más que discursos adjetivos de ideologías. Por definición, uno y otro se han sentido molestos ante los intentos de encuadramiento en la geometría política de la vieja Europa. Sus posiciones se han dirigido a integrar a la sociedad, uno con las banderas de la ética y la democracia y el otro con el reclamo de la justicia social, y en sus propósitos han sido aceptablemente exitosos, pero han utilizado herramientas conceptuales diversas en etapas diferentes de la historia.

Ambos constituyen valiosas herramientas para la reconstrucción del sistema político, a condición de que asuman –principalmente, el peronismo, más atacado por los vicios populistas-

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el obstáculo irreversible del comportamiento populista para que el país dé el gran salto adelante. Y que ambos adopten en sus marcos conceptuales una percepción cosmopolita, abarcadora de una realidad que hace tiempo superó la mirada exclusivamente “nacional”.

El radicalismo tuvo esta visión en sus años iniciales, en su período alemnista, anteriores al surgimiento del nacionalismo exacerbado del siglo XX en todo el mundo. El peronismo lo ensayó en forma desmatizada en los años de Menem, pero en forma inconsciente y provocando graves daños al entramado social. Ambos subsistirán en tanto asuman como método de análisis y diseño de propuestas el cosmopolitismo consciente. Cosmopolitismo, porque no hay otra forma de relacionarse con el mundo. Consciente, porque el proceso deberá tener en cuenta la necesaria transición que neutralice los daños y optimice el ritmo, el diseño y los beneficios para los ciudadanos y el país.

Si lo logran, estarán forjando el principal consenso estratégico del país del bicentenario sobre la regla de oro de no demonizar al adversario, sino respetar en él a un igual en la convivencia nacional.

En este escenario será necesario introducir una nueva cultura del relacionamiento político. Es probable –y necesario- que cada objetivo muestre alianzas políticas o sociales diferentes, sin que por esto se altere la solidaridad básica en las líneas estratégicas. Fuerzas políticas que quizás coincidan

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en algunas metas, pueden discrepar en otras –o en los tiempos adecuados para ellas- y formular diferentes alineamientos, fortalecerán la ductibilidad y efectividad de la democracia al servicio de los ciudadanos. Así funciona la política en las democracias maduras y ello no conmociona al sistema, sino que lo robustece, al reconocer la primacía de la libertad de los ciudadanos, sus iniciativas, sueños, esfuerzos y luchas, por sobre cualquier cosmogonía que pretenda imponerse a su libre opinión. El papel de los “verdes” y los liberales en Alemania, o de los partidos “nacionalistas” en España, acordando con uno u otro partido nacional para formar gobierno, es un ejemplo.

La política deberá tomar nota del nuevo protagonista social: el hombre común, que puede decidir no formar parte de las grandes organizaciones partidarias pero ejercer su ciudadanía en forma activa en los temas de su interés. Recordar que ese ciudadano –y todos ellos- son los dueños últimos de la sociedad y del sistema debería ser un ejercicio de memoria y reflexión permanente para las organizaciones partidarias y dirigentes políticos, cuyo poder se deriva de la voluntaria aceptación y decisión de las personas.

La base de la sociedad es la persona humana y la célula de la sociedad política es el ciudadano. No el Estado, ni los partidos, ni los gremios, categorías históricas que, por definición, son sólo herramientas a su servicio. Una nueva protección a su libertad debe reforzar las anteriores

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visiones de las libertades “negativas”, ratificando sus viejos contenidos y reforzándolos con la edificación del piso de ciudadanía que permita desarrollar con la máxima autonomía posible su esfuerzo por mejorar su nivel y calidad de vida. Ideas novedosas, como el Ingreso Ciudadano universal6 o el trabajo cívico7 avanzan en esa línea, buscando la construcción de una nueva ciudadanía, superadora de los ya estrechos límites económico-sociales de las formaciones clásicas de la sociedad industrial de la primer modernidad, basadas en el trabajo estable –de inexorable declinación- y las instituciones de la primer modernidad.

Las nuevas formas de interacción y específicamente la interacción virtual deben ser incorporadas al funcionamiento político a fin de facilitar la participación de quienes deseen opinar, comprometerse y participar de las cuestiones públicas. Un sistema de consultas permanentes, de foros de debate y de encuestas “on line” sobre diferentes temas permitirá seguir las tendencias de los ciudadanos y guiar a sus “intérpretes”, representantes formales en el gobierno y cuerpos representativos, en el mejor ejercicio de su función. Y una visión abierta a la globalidad, a los seres humanos que comparten el planeta en otras latitudes pero con los que estamos cada vez más relacionados, a los intereses de otros con los que deberemos trabajar en conjunto para lograr una

6 http://www.ingresociudadano.org/7 Beck, Ulrich, “Un nuevo Mundo Feliz”, Paidós, Barcelona, 2007.

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casa planetaria más segura, menos polucionada, más libre, más equitativa.

Una política constitucional con visión global. La política cosmopolita. Una política que, como punto de inicio, debe renovar el pacto constituyente entre sus principales actores, a fin de contar con cimientos suficientemente sólidos como para edificar un camino en el que los necesarios conflictos y debates que inexorablemente debe dar la sociedad no se transformen en batallas campales que neutralicen sus efectos positivos.

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Hacia la renovación del pacto constituyente

A lo largo de estas páginas ha campeado la idea de la “preconstitucionalidad” de la convivencia argentina. Se ha sostenido que el término no define la situación “pre-constituyente”, vivida por el país antes de 1853, ya que es obvio que la República Argentina es, a pesar de todo, un país cuya existencia, en todo caso, es cercana a lo milagroso si tenemos en cuenta la ausencia de marcos legales sólidos, de Fuerzas Armadas, de justicia independiente, de un sistema previsional previsible, de una educación general y una salud pública al alcance de todos... pero es un país que con sus problemas, dramas, inconsistencias y frustraciones, está aquí, mostrando diariamente millones de personas conviviendo y luchando por vivir mejor.

Tampoco es una sociedad que viva en una situación total de “anti-constitucionalidad”. Este concepto puede resultar discutible si tenemos en consideración la cantidad de normas no respetadas, incluso la mayoría de las normas de base constitucional. Mi punto de vista es, sin embargo, que las leyes no se respetan porque no se tienen en cuenta, no porque exista la decisión de violarlas. Se trata de una especie de consenso tácito en la labilidad de las leyes, y la prioridad de estilos y formas de convivencia con más potencia que las propias normas. Hasta podría afirmarse que son

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estas reglas heterónomas sin formalidad las que conforman el entramado más vigente para normar las acciones cotidianas, no sólo entre las personas sino hasta en la propia relación con el poder.

¿Cómo reconstruir entonces el marco institucional virtuoso que canalice la potencialidad creadora de los ciudadanos, convoque a la actividad económica, incite la inversión y el comercio, garantice la prosperidad del que invierte y trabaja, ordene las relaciones laborales, prevea la situación de los necesitados y de los excluidos y ponga en marcha las políticas públicas estables requeridas por una sociedad exitosa?

El punto de partida está claro: no existe respeto reverencial por el marco jurídico por parte de los actores sociales –individuales ni corporativos-. El neo-institucionalismo nos enseña que sin la vigencia de instituciones estables apoyadas en leyes respetadas que funcionen en una red armónica y articulada de relaciones objetivas alejadas de la discrecionalidad, es imposible un camino exitoso.

El desafío es comenzar la reconstrucción de ese entramado institucional, hacia el que la Argentina dio pasos agigantados desde 1983 en adelante, hasta el momento de la irrupción populista del 2002.

A partir de esa fecha y durante toda la primer década del siglo el retroceso fue constante, aunque disimulado por la bonanza económica ajena a las decisiones propias. En lo que interesa,

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la construcción institucional, el deterioro fue progresivo.

Retroceso en el primer equilibrio constitucional, el referido a las facultades de los ciudadanos frente al poder. Un permanente “estado de excepción” fue configurando limitaciones al ejercicio de los derechos personales en todos los órdenes, tolerados por una administración que en todo caso utilizó esas violaciones en beneficio de su concentración de poder. Se enseñoreó la inseguridad personal, se toleró la prepotente interrupción de la circulación, se aceptó la instalación de mafias y redes de corrupción en espacios privados y públicos con complicidad de actores públicos, se renunció al monopolio de la fuerza por parte del Estado y se renunció a la conducta modélica por parte de los funcionarios, renuncia llevada a niveles orgiásticos por los propios presidentes Kirchner y Fernández de Kirchner. El latrocinio y la malversación fueron convertidos en moneda corriente, contagiando a todos los niveles de la administración, pero restando también importancia y condena social a las arbitrariedades cometidas por quienes ejercían fuerza directa en la vida social.

Los ciudadanos perdieron gran parte de la protección legal a sus derechos y creció su vulnerabilidad a la prepotencia de los más fuertes, de las corporaciones y de la delincuencia. Como contrapartida, se incrementó la discrecionalidad del poder institucionalizado, y la capacidad de presión del poder extrainstitucional.

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¿Cómo condenar la actitud impositiva evasiva de las empresas o su predisposición al atesoramiento externo de sus ingresos, si a la vez se mira con indiferecia actitudes sindicales ilegales –como las tomas de fábricas, los “levantamiento de peajes” en las rutas o “liberación de molinetes” en los subtes, por citar algunas claras actitudes delictivas-? ¿Cómo condenar los cortes de rutas de trabajadores que reclaman la vigencia del derecho de asociación gremial reconocido por la Constitución, la Suprema Corte y los tratados internacionales, frente a la indiferencia del gobierno cuando se le reclama ese derecho? Estos interrogantes son simples ejemplos, de los que hay cientos, que muestran la anomia impulsora de los ciudadanos hacia la ley de la selva y de la propia autodefensa.

Retroceso también en el segundo equilibrio constitucional, el referido a la distribución de facultades políticas entre el Estado Nacional y las provincias. En el plano impositivo el retroceso de las jurisdicciones locales fue constante, al punto de alcanzar a menos del 30 % del total del gasto público consolidado y a pesar de que sobre ellas recaen los principales servicios prestados a los ciudadanos: seguridad, educación, justicia, salud pública, acción social y gastos municipales. Este retroceso implicó una reducción de la vida política local, convirtiendo a las legislaturas y concejos deliberantes municipales en poco más que foros declamatorios. La decisión sobre obras públicas e infraestructura se trasladó a la jurisdicción

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nacional, que mantiene además la facultad de autorización de última instancia en la capacidad de endeudamiento de las jurisdicciones inferiores.

En este campo, la situación es comparable a la existente antes de la sanción de la Constitución Nacional, o hasta peor, ya que en aquellos tiempos las provincias al menos contaban con fuerzas propias y aranceles interiores. Cabe imaginar una comparación, para asumir la dimensión del problema en plenitud, con otros estados federales (Estados Unidos, México, Brasil, Suiza) o de funcionamiento federal (España) para comprender la dilución de los poderes locales, convertidos en meros símbolos vaciados de contenido político. La consecuencia está a la vista: en el conglomerado bonerense viven trece millones de habitantes (el 40 % de la poblacion nacional) hacinados en 4000 kilómetros cuadrados (3250 habitanes por km.2) mientras que en resto del territorio nacional (2.800.000 km2) viven Veintiocho millones de argentinos (el 60 % restante) a un promedio de ---¡diez habitantes por km2! Esa tendencia fue reforzada por la facultad delegada a la Nación en forma definitiva por la Consitución de 1994 de recaudar los impuestos más importantes (ganancias e IVA), sin establecer a la vez la forma de distribución de los impuestos coparticipados que, en falta de ley, lo son por la discrecionalidad del Poder Ejecutivo Nacional.

Retroceso, por último, en el equilibrio de los tres poderes del Estado entre sí. El Congreso delegó gran parte de sus facultades de control, pero

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también su facultad legislativa. La reglamentación del instituto constitucional de los “Decretos de Necesidad y Urgencia” constituyó una renuncia inconcebible al equilibrio legislativo de ambas Cámaras del Congreso Nacional, desnaturalizando el mecanismo de relojería diseñado por los constituyentes en el procedimiento de sanción de las leyes, en el que desaparece, por sanción legal, el complejo juego de las mayorías especiales y las facultades exclusivas de cada Cámara. Este tercer equilibrio a favor del poder administrador se consolida por la presencia institucional y política del Poder Ejecutivo en el Consejo de la Magistratura, convertido en una especie de parodia del “Comité de Salud Pública” de los tiempos del terror, en la Revolución Francesa.

El Poder Ejecutivo Nacional concentra entonces no sólo las facultades que la Constitución se asina como propias, sino también del Congreso, del Poder Judicial, de las provincias y de los ciudadanos. La distorsión del pacto constituyente es lapidaria.

Para reiniciar la marcha es imprescindible, entonces, reconstruir estos equilibrios para, a partir de esa base, diseñar el entramado institucional adecuado para los tiempos actuales y para responder a la agenda del mundo global, del que la Argentina forma parte aún sin tomar plena conciencia.

La forma de hacerlo no puede obviar a las fuerzas políticas, que deben ser sus principales actores. Desaparecido el poder militar, el desafío a

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la reconstrucción institucional se presenta ahora como la falta de compromiso en actores políticos y sociales sobre la eficacia del marco constitucional para encauzar la convivencia. El punto de partida para esta recuperación no puede ser otro que la gestación expresa o tácita de un acuerdo de renovación constituyente del que deben participar la mayoría clara de la representación política.

No puede, en efecto, ser el resultado de una competencia electoral. Debe ser pre-electoral, acordando en la emergencia una autolimitación del poder y la disposición a la cultura de las coaliciones, asumiendo todos que los limites del ejercicio del poder existen y son los expresados en el articulado de la Carta Magna. Radicales y peronistas, Pro, Coalición Cívica y fuerzas de izquierda y provinciales deben adoptar en forma tácita o expresa este nuevo “ethos” que implica limitar y encauzar su acción, demandas y discursos en las normas de la Constitución.

Puede sonar a tautología. Sin embargo, el deterioro de la convivencia institucional en el país es de tal dimensión que sin explicitar este cambio será muy difícil reencauzar la convivencia y mucho más difícil lograr una exitosa perfomance nacional.

Sobre esta base, pueden darse los alineamientos más diversos para competir por el ejercicio del poder y ello no dañará el entramado político –al contrario, responderá a la diversidad de la opinión ciudadana-. Sin esta base, cualquier diferencia sonará a “un mundo que se derrumba”,

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por no tener reaseguros que limiten las consecuencias de las luchas.

Curiosamente, como a mediados del siglo XIX, las enunciaciones señaladas en el Preámbulo se asemejan a un mandato para los problemas de la Argentina de hoy: “... constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad”. Este conjunto de metas encuadra con plena vigencia, entrando en el siglo XXI, un pacto fundacional en el que pueden coincidir radicales y peronistas, izquierdas y derechas, liberales y estatistas, obreros y empresarios, piqueteros y autónomos, activos y jubilados, jóvenes y viejos.

Reconvertir el país preconstitucional en una Argentina plena de instituciones. Tal es el desafío de las generaciones del bicentenario para ingresar con posibilidades de éxito en el complejo mundo de la posmodernidad. Y en esa tarea, el rol que puede cumplir el radicalismo (uniendo el pueblo con la ley y la ley con los ciudadanos) es singularmente trascendente.

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