arfuch- historias de vida, subjetividad, memoria y narracion

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Historias de vida: subjetividad, memoria, narración Leonor Arfuch 1 Para citar este artículo: Arfuch. Leonor (2005) “Historias de vida: subjetividad, memoria, narración”. En Diploma Superior en Lectura, escritura y educación. FLACSO Virtual, www.virtual.flacso.org.ar Presentación El tema que desarrollaré tiene que ver con la investigación que he venido trabajando en los últimos años en torno de lo que he denominado “el espacio biográfico”, que va mucho más allá de los géneros considerados “canónicos” –biografías, autobiografías, memorias, diarios íntimos, correspondencias, etc.- para incluir diversos géneros mediáticos, de la entrevista al reality show; modalidades de escritura y de investigación en ciencias sociales –tales como entrevistas en profundidad, testimonios, historias y relatos de vida-, tendencias del teatro, del cine documental y de las artes visuales, en fin, una verdadera proliferación de narrativas que focalizan en la experiencia vivencial de los sujetos – célebres o comunes- cuya diversidad de formas, soportes y estilos hacen pensar en una peculiar (re)configuración de la subjetividad contemporánea. ¿Cómo empecé a interesarme en este tema? Curiosamente, no fue a partir del análisis de biografías o autobiografías de notables –el abordaje más tradicional para el caso- sino de un género discursivo en cierto modo transversal, la entrevista, forma sin duda privilegiada en los medios de comunicación, gráficos y audiovisuales. Así, en el curso de una investigación semiótica multidisciplinaria, se fue desplegando ante mis ojos un corpus muy amplio, una variedad de usos, de la entrevista política a la científica –y más allá de las típicas chismografías del jet set-, donde la persona, la personalidad, la historia de vida o el anecdotario del entrevistado –político, funcionario, artista, pensador y hasta “gente como uno”- adquirían especial relieve o terminaban siendo el eje de la conversación. Varias cuestiones se jugaban en esa particular forma discursiva, que remedaba la conversación cotidiana pero con reglas estrictas de funcionamiento: lo público y lo privado, la atracción de lo íntimo, la relación comunicativa cara a cara –modelo por excelencia de la interlocución-, la voz “en directo” de la persona, como garantía de la 1 Leonor Arfuch es Doctora en Letras de la Universidad de Buenos Aires, Profesora Titular e investigadora de la misma Universidad. Trabaja desde una perspectiva semiótico-cultural sobre análisis de géneros discursivos y mediáticos, cuestiones de subjetividad, identidades, arte y memoria. Su proyecto actual, con sede en el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales, es “Identidades narrativas: historia, experiencia y contemporaneidad”. Sus últimos libros son El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea y, como compiladora, Identidades, sujetos y subjetividades, ambos publicados en 2002, además de numerosos artículos en revistas nacionales y extranjeras. Ha sido Profesora invitada de la Universidad de Essex, Inglaterra, de la UNAM, México y de la British Academy.

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“El espacio biográfico”, que va muchomás allá de los géneros considerados “canónicos” –biografías, autobiografías, memorias,diarios íntimos, correspondencias, etc.- para incluir diversos géneros mediáticos, de laentrevista al reality show; modalidades de escritura y de investigación en cienciassociales –tales como entrevistas en profundidad, testimonios, historias y relatos de vida-,tendencias del teatro, del cine documental y de las artes visuales, en fin, una verdaderaproliferación de narrativas que focalizan en la experiencia vivencial de los sujetos –célebres o comunes- cuya diversidad de formas, soportes y estilos hacen pensar en unapeculiar (re)configuración de la subjetividad contemporánea.

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Historias de vida: subjetividad, memoria, narración

Leonor Arfuch1

Para citar este artículo: Arfuch. Leonor (2005) “Historias de vida: subjetividad, memoria, narración”.

En Diploma Superior en Lectura, escritura y educación. FLACSO Virtual, www.virtual.flacso.org.ar

Presentación

El tema que desarrollaré tiene que ver con la investigación que he venido trabajando en los últimos años en torno de lo que he denominado “el espacio biográfico”, que va mucho más allá de los géneros considerados “canónicos” –biografías, autobiografías, memorias, diarios íntimos, correspondencias, etc.- para incluir diversos géneros mediáticos, de la entrevista al reality show; modalidades de escritura y de investigación en ciencias sociales –tales como entrevistas en profundidad, testimonios, historias y relatos de vida-, tendencias del teatro, del cine documental y de las artes visuales, en fin, una verdadera proliferación de narrativas que focalizan en la experiencia vivencial de los sujetos –célebres o comunes- cuya diversidad de formas, soportes y estilos hacen pensar en una peculiar (re)configuración de la subjetividad contemporánea.

¿Cómo empecé a interesarme en este tema? Curiosamente, no fue a partir del análisis de biografías o autobiografías de notables –el abordaje más tradicional para el caso- sino de un género discursivo en cierto modo transversal, la entrevista, forma sin duda privilegiada en los medios de comunicación, gráficos y audiovisuales. Así, en el curso de una investigación semiótica multidisciplinaria, se fue desplegando ante mis ojos un corpus muy amplio, una variedad de usos, de la entrevista política a la científica –y más allá de las típicas chismografías del jet set-, donde la persona, la personalidad, la historia de vida o el anecdotario del entrevistado –político, funcionario, artista, pensador y hasta “gente como uno”- adquirían especial relieve o terminaban siendo el eje de la conversación. Varias cuestiones se jugaban en esa particular forma discursiva, que remedaba la conversación cotidiana pero con reglas estrictas de funcionamiento: lo público y lo privado, la atracción de lo íntimo, la relación comunicativa cara a cara –modelo por excelencia de la interlocución-, la voz “en directo” de la persona, como garantía de la

1 Leonor Arfuch es Doctora en Letras de la Universidad de Buenos Aires, Profesora Titular e investigadora de la misma Universidad. Trabaja desde una perspectiva semiótico-cultural sobre análisis de géneros discursivos y mediáticos, cuestiones de subjetividad, identidades, arte y memoria. Su proyecto actual, con sede en el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales, es “Identidades narrativas: historia, experiencia y contemporaneidad”. Sus últimos libros son El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea y, como compiladora, Identidades, sujetos y subjetividades, ambos publicados en 2002, además de numerosos artículos en revistas nacionales y extranjeras. Ha sido Profesora invitada de la Universidad de Essex, Inglaterra, de la UNAM, México y de la British Academy.

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verdad de sus dichos, la afectividad mostrada al hablar de sentimientos, sensaciones, recuerdos, y entonces, la identificación con ese otro, notorio o al menos visible en el espacio público, que, pese a las diferencias de estatus, “podría ser yo”, en tanto expresaba inquietudes o vicisitudes comunes. (Arfuch, 1995)

Esta comprobación, rotunda en cuanto a figuras de la arena política –donde era evidente que importaba mucho más la vida privada de los candidatos, por ejemplo, que sus pautas programáticas- me llevó a una indagación más amplia en el terreno de la subjetividad, donde fue perfilándose poco a poco ese interés creciente en la vida de los otros, esa insistencia en las narrativas del yo, que configuran un espacio biográfico no como una mera sumatoria de géneros diversos, “nobles” o “plebeyos”, sino como un horizonte de inteligibilidad para leer, sintomáticamente, tendencias de la cultura y de las formas de ser y hacer de nuestro tiempo.

¿Qué es lo que nos apasiona de las vidas ajenas? ¿Cómo influyen esas narrativas en la conformación de nuestra propia subjetividad? ¿Qué relación hay entre las historias de vida y la configuración de identidades? ¿De qué manera las biografías singulares expresan y traducen identificaciones colectivas? ¿En qué medida aportan a la construcción de la memoria? Estos interrogantes –que les propongo compartir- van a pautar nuestro recorrido, que se desarrollará sobre tres ejes principales: 1) una línea genealógica, donde la escritura autobiográfica se emparenta al nacimiento mismo del sujeto moderno, 2) una indagación teórica en torno de concepciones de sujeto, lenguaje, discurso y narración y 3) una articulación entre lo individual y lo colectivo, en términos de historias, memorias, valores e identificaciones compartidos.

I. Genealogías

Hace ya muchos años, cuando leí por primera vez al gran lingüista francés Émile Benveniste (1977), tropecé con una frase que contenía toda su concepción sobre el lenguaje y que no dejó de producirme cierto estupor: “no es que podemos decir lo que podemos pensar sino que podemos pensar lo que podemos decir”. Siguiendo sus huellas –que suponen que es la lengua que hablamos la que conforma nuestro pensamiento- podríamos decir hoy que la vida, como una unidad inteligible, no es algo que exista antes del relato sino justamente un producto de la narración y que esa narración, valga la paradoja, es esencial para la vida.

De este papel configurativo de la lengua y la escritura –configurativo de la persona, el sujeto, la interioridad- da cuenta el nacimiento mismo de los géneros autobiográficos que hoy llamamos “canónicos”, indisociable del afianzamiento del capitalismo y del mundo burgués. En efecto, pese al “mito de eternidad” (Lejeune, 1975) que acompaña a la narración de una vida, estos géneros tienen una datación histórica precisa -el siglo XVIII-, y hasta un punto de “origen” comúnmente aceptado: Las Confesiones de Rousseau -cuya primera parte se terminó en 1766-, donde por primera vez se asumía un “yo” con las tonalidades de la afectividad y se desplegaba, en sus mínimos detalles, la interioridad -la libertad- de un mundo privado como opuesto a la tiranía de lo social. Más allá de sus invocaciones retóricas a Dios, al Lector y a sus enemigos, y de la promesa exaltada de sinceridad, un yo profundo del filósofo se expresaba allí, no sólo en los meandros de su vida amorosa, sino en relación a dos cuestiones fundamentales: la convicción íntima y la intuición del yo como criterios de validez de la razón -lo cual daba a la autobiografía una relevancia filosófica-, y la tensión entre secreto y revelación, entre el desapego virulento

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de los “otros” -la sociedad, los enemigos, las conductas- y el deseo de su reconocimiento. Doble restricción de la que nunca pudo escapar el sujeto moderno y que esa “rebelión del corazón” de Rousseau, como la llamara Hannah Arendt (1974), diera un carácter fundacional.

Público y privado se definían así tempranamente en la literatura como espacios antitéticos del mundo burgués, que venían a articularse a otros dualismos: sentimiento/razón, cuerpo/espíritu, hombre/mujer. La sensibilidad del sujeto moderno -el “yo siento” como correlato del “yo pienso”-, su inquietud de la temporalidad, la invención de la soledad, podríamos decir -su dimensión espacial, en la vivienda unifamiliar, su dimensión espiritual, en la escritura- se afianzaba en una trama de géneros -diarios íntimos, autobiografías, correspondencias, novelas epistolares- esenciales para el afianzamiento del individualismo como uno de los rasgos de Occidente. Géneros literarios que, por otra parte, ponían de manifiesto el carácter paradójico de la separación entre ambas esferas: lo privado sólo podía adquirir existencia a través de su despliegue público, es decir, a partir de la institución de un otro –lector, coetáneo, interlocutor- del discurso.

La circulación literaria a través de libros, periódicos, folletos, literatura de cordel, cartas, así como la conformación de un “raciocinio literario”, indisociable del “raciocinio político” –ambos, ancestros de la “opinión pública” burguesa- en la discusión y el intercambio grupal en salones, clubes, cafés, casas de refrigerio, definian una verdadera gestión colectiva de la interioridad emocional. (Habermas, 1990)

¿Qué se expresaba prioritariamente en esas escrituras? La pasión amorosa, la exaltación sentimental, el desahogo del corazón, el asombro frente a emociones nuevas, como por ejemplo, la amistad, la contrariedad, el despecho, los umbrales del decoro, lo permitido y lo prohibido, la singularidad de una familia cambiante, una moralidad menos ligada a lo teologal, en definitiva, una nueva libertad del pensar, el hacer y el sentir. La necesidad dialógica de esta experiencia se manifiesta asimismo en una especie de furor epistolar: cartas entre amigos, para ser publicadas en los periódicos, cartas de lectores, cartas literarias, novelas epistolares con visos de autenticidad y también “hallazgos” de manuscritos "verdaderos". Es la época del Robinson Crusoe, la Pamela de Richardson, La nueva Heloísa, de Rousseau, Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos…

Si hubiera que definir en pocas palabras el sentido de estas prácticas autógrafas, podríamos hablar de veridicción y autenticidad: a través de la primera persona, el narrador se presentaba como garante de sus enunciados, una especie de testigo de la verdad de la experiencia, aportando de este modo al juego especular de identificación y auto/reconocimiento. La constitución subjetiva requería tanto de la autorreflexión como de la confrontación con otros. “La vida”, ese cúmulo de sensaciones, vivencias, recuerdos, percepciones, pulsiones, en perpetua vibración, se transformaba así en un tópico literario, en educación sentimental, según el inspirado título de Flaubert, en narración. Y entonces, como orden narrativo, daba forma –y por ende, sentido- a aquel flujo heteróclito que no la tenía por sí mismo: hacía de la multiplicidad caótica, inaprensible, del acontecer (de la vida) una unidad.

II. Teorías: sujeto, lenguaje, narración

¿Qué queda de aquellas inflexiones, de aquellas primeras retóricas de la subjetividad moderna? Casi nada y casi todo, podríamos decir, depende del punto de vista. Casi nada,

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si pensamos en la sinceridad exaltada, al estilo Rousseau, o en la promesa de una verdad absoluta en el relato de la propia vida. Los desarrollos de la lingüística, la teoría literaria y el psicoanálisis, así como el propio devenir de la ficción, que ha trabajado justamente en la confusión de los límites, han conspirado contra tales creencias: nos han desengañado de la ilusión de transparencia, de la verdad como adecuación referencial “a los hechos”, de la intencionalidad del autor y hasta de la identidad. Ya no somos tan proclives a creer que quien habla de sí mismo pueda contar la versión más auténtica de la historia, que el (propio) decir conlleve necesariamente la espontaneidad y hasta podemos dudar de que la “vida” que se cuenta exista en algún lugar por fuera del relato.

Pero ¿a quién corresponde este “nosotros”? porque por otra parte, en los tiempos que corren, casi todos los géneros, literarios, mediáticos, cinematográficos, del documentalismo a la ficción, parecen no buscar otro efecto que el de "vida real", atestiguada, para mayor certeza, por los ojos incansables de las cámaras. En efecto, aquella inmediatez de la experiencia autobiográfica clásica que distinguía al yo de autor de otras formas de escritura y de ficción, esa coincidencia existencial, “en la vida”, del sujeto del enunciado y el de la enunciación, ese “contrato de identidad sellado por el nombre propio”, como garantía de autenticidad para el lector, al que P. Lejeune llamó “el pacto autobiográfico”, no solamente no ha perdido su vigencia sino que está hoy, aunque transformado, más firme que nunca.

Esta transformación es, ante todo, mediática. El “yo”de la escritura, atestiguado en la inscripción gráfica, al que toda la experimentación literaria del siglo XX se encargó de perturbar, enmascarar, subvertir -desdoblamientos de la identidad, autobiografías apócrifas, autorías fraguadas, trampas, acertijos y más recientemente autoficciones- 2 fue atrapado en la reduplicación sin límites de la imagen: el derecho de autor se tornó derecho de escuchar, de ver, de conocer al autor, de lograr una intimidad con él, más allá del carácter de su obra. Se consumó así, en nuestra sociedad mediatizada, el concepto foucaultiano de autoría, ese deber de “hacerse cargo de lo dicho, aun en el inquietante mundo de la ficción, pero articulado a la propia vida, a la experiencia personal que lo vio nacer (1980: 25) (el subrayado es mío). No importa entonces hoy si la obra de alguien es autobiográfica: se transformará irremisiblemente en tal a través del contacto, las entrevistas, las apariciones, las historias “reales” que la máquina periodística le obligará a contar.

Pero no solamente nos interesará la vida del autor -artista, cineasta, videasta, etc.- como creador de otras vidas de ficción sino la de cualquier mortal. En el escenario contemporáneo, lo sabemos, no hay límite a la voracidad por las vidas ajenas: biografías autorizadas o no, autoficciones, novelas autobiográficas, memorias, testimonios, historias de vida, un énfasis creciente en los diarios íntimos, las correspondencias –que se venden a veces contra la voluntad de alguna de las partes, al mejor postor-, los cuadernos de notas, de viajes, los borradores 3, los recuerdos de infancia, la entrevista, en

2 La autoficción se define como un relato que no pretende dar cuenta de “la verdad de lo ocurrido” ni ajustarse a criterios cronológicos, testimoniales o probatorios sino dejar abierta la ambigüedad del juego entre el nombre propio y la posible veracidad de algún suceso o personaje y la fabulación, la deriva e incluso el trabajo interpretativo del (psico)análisis.3 Para tomar sólo un caso reciente, comenzaron a publicarse colecciones de inéditos de Roland Barthes, notas de cursos y seminarios, comentarios al margen de lecciones, “simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos”, como reza la tapa de Cómo vivir juntos (Barthes, 2002).

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todos sus registros, y además, conversaciones, retratos, perfiles, anecdotarios, indiscreciones, confesiones propias y ajenas, viejas y nuevas variantes del show -talk show, reality show-, la video política y hasta ciertos dominios de la investigación y la escritura académicas. Cada vez más interesa la palabra del actor social, se multiplican las entrevistas “cualitativas”, se va tras los relatos de vida, se persigue la confesión antropológica o el testimonio del “informante clave”. Pero no sólo eso: también asistimos a ejercicios de “ego-historia” (Nora et Alt. 1987), a una abundancia de autobiografías intelectuales, a la narración autorreferente de la experiencia teórica (Todorov, 2003) y también a la autobiografía como materia de la propia investigación (Fraser, 1987; Passerini, 1988), sin contar la pasión por los diarios íntimos de filósofos, poetas o científicos, publicados también, algunas veces, contra su voluntad testamentaria explícita: es el caso, por ejemplo de los Diarios secretos de Wittgenstein (1993).

¿Qué es lo que lleva a tamaña expansión de lo biográfico? ¿Qué diferencia, qué suplemento de valor o de sentido ofrecen los relatos de personas “reales” versus los personajes de ficción? ¿Por qué, pese a que somos ya espectadores y lectores avezados, expertos en las “trampas” de la comunicación –la manipulación de la noticia, de la imagen, de las tecnologías, de las declaraciones de prensa, de los engranajes publicitarios- siempre nos atrae la voz, el cuerpo, el gesto, el nombre, la presencia de alguien que conocemos –y/o admiramos- o bien, que intentamos por esos medios conocer? Después de todo, no hace tanto tiempo que a un autor se lo conocía sólo por sus libros, lejos de la escenografía de las Ferias, los shows televisivos, las giras o las charlas en teatros a sala llena.

Si Foucault advirtió que la autoría se sostiene, más allá de la letra, con el cuerpo y con la “propia” experiencia, Derrida no dejó de anotar que las tecnologías digitales, ese modo de producción mediático al que llamó artefactualidad (1996) -ojo perpetuo, pretensión de “directo” absoluto, de cobertura “total”, una de cuyas expresiones paradigmáticas fue Gran Hermano- se inscriben justamente en la obsesión de la presencia, un rasgo de la vieja metafísica, que sobrevive en nuestras sociedades de fuerte incredulidad, ligado a la ilusión de completitud, autenticidad, verdad, que encuentra en el sujeto –la persona- un anclaje esencial. Ver o escuchar a alguien “en persona” da cuenta de ese mito, quizá universal.

Esta ilusión, quizá imprescindible para el autorreconocimiento, resiste incluso a los saberes del psicoanálisis, ampliamente compartidos, respecto de la existencia y de la ajenidad del inconciente, que hace a un sujeto constitutivamente incompleto, marcado por una falta, un vacío originario –la represión-, modelado por el lenguaje, y que tiende a llenar ese vacío con actos de identificación –con otros, con las vidas e historias de otros-, y entonces, abierto a una dimensión dialógica, al intercambio especular, a la refracción de las miradas (mirar/ser mirado). Hablar de subjetividad en este contexto, será entonces hablar de intersubjetividad.

También podemos hablar, con Benveniste (1977), de la intersubjetividad en el lenguaje, donde un yo, el enunciador, instituye ante sí a un tú, inaugurando así el acto de enunciación, que es a la vez un proceso dialógico de comunicación. El “yo” será entonces también una marca gramatical que opera en la unidad imaginaria del sujeto: “es Ego quien dice Ego”, afirma el lingüista, y es ese significante el que reúne, aún de modo efímero, una multiplicidad existencial que escapa en verdad a toda determinación.

Retomando estas líneas argumentales –y volviendo asimismo a la impronta que dejara lo

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autobiográfico en los albores de la modernidad- podríamos entender mejor el papel configurativo de las narrativas del yo, de esas historias de vida –o, simplemente, de esos “momentos” autobiográficos, como los definiera el teórico Paul de Man (1974), que pueden acontecer en cualquier escritura- que suscitan identificaciones imaginarias inmediatas, juegos de espejos donde cada uno puede encontrar su otro –o su otro yo.

Pero ¿no es posible identificarse también con personajes de ficción? de hecho, cada uno de nosotros ¿no podría reconocerse en la figura de algún personaje de la literatura, el cine, el teatro, la pintura? Sin duda, así como nos identificamos también con ideales, sabores, colores, paisajes, objetos…Sólo que, y ahora vamos a desarrollar este punto, las identificaciones con personajes “reales” parecen tener otro valor –enfático, simbólico, afectivo, aleccionador…

La teoría literaria se ha interrogado repetidas veces sobre esa diferencia, esa especificidad de la autobiografía –y sus formas vecinas- respecto de las obras de ficción. Una explicación posible, sustentada en un principio por Philippe Lejeune –a quien ya hemos aludido-, es la fuerza de la primera persona y del nombre, la identidad entre autor y personaje, la búsqueda de sentido de la propia vida... Pero apenas formulada, la teoría presenta flancos débiles: hay autobiografías en 2da, 3era persona, oblicuas, enmascaradas, que no prometen “la verdad de los hechos”, que no pretenden una autojustificación…Advirtiendo estos “tropiezos” clasificatorios Lejeune pasa luego de una condición intrínseca del texto a la dimensión pragmática de la lectura: es el “pacto” con el lector, que el autor sella con su nombre “propio” lo que marca la orientación de la lectura e instaura su diferencia. Lo que allí se cuente tendrá una mayor restricción referencial que una novela -hechos, fechas, datos- y un compromiso de “veracidad” que para la ficción es inexistente.

Sin embargo, no todo el problema está resuelto, queda aun la cuestión de la temporalidad: ¿de qué “identidad” puede hablarse cuando alguien narra, hacia el final de su vida, sus vivencias de infancia? ¿Quién “habla” allí? Y por otra parte, ¿cómo creer que aquello que se cuenta perdura, nítido y “real” en la traza esquiva, en la bruma de la memoria? Y aún, ¿cómo recortar aquello que se ha salvado del olvido y que ha sido elegido para ser narrado, como la “vida” de alguien?

Es Mijaíl Bajtín (1895-1975), un gran teórico ruso que les recomiendo muy especialmente leer por su concepción ética y dialógica del lenguaje, la comunicación, la cultura, el que aporta un concepto que me parece esencial para el tema: el de valor biográfico. Dice Bajtín: “un valor biográfico no sólo puede organizar una narración sobre la vida de alguien sino que además ordena la vivencia de la vida misma y la narración de la propia vida de uno, este valor puede ser la forma de comprensión, visión y expresión de la propia vida” (1982:134) (el subrayado es mío) Valores que pueden ser cotidianos o heroicos, estar ligados a los afectos, a la simplicidad de la vida, o a las grandes pasiones, gestas, acontecimientos…

Dos conclusiones pueden extraerse de esta cita: en primer lugar, que vida y narración no son equivalentes por más que una hable de la otra, por ende, no hay “identidad” entre autor y personaje, aún en la autobiografía: el que escribe deberá tratar su materia del mismo modo que un escritor de ficción, interponiendo una distancia, utilizando los mismos procedimientos retóricos, “objetivando” la historia a relatar (por eso, para Bajtín no hay diferencia sustancial entre el biógrafo y el autobiógrafo). En segundo lugar, es la narración la que impone un orden –una forma- a la vida misma (concepción trascendente), a la del

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que narra, pero también a la “vida de uno”, la del lector, permitiendo una “forma de comprensión” de esa vida.

Es en esta complejidad especular, donde la narración nos enseña a entender “la vida” y nuestra propia vida, donde se juega, en mi opinión, la mayor eficacia, la fuerza simbólica del espacio biográfico. Hay valor biográfico por cierto en la novela y otras formas de ficción, en la medida en que toda narración compromete una ética de la vida, pero son las formas biográficas, en su diversidad, las que aportan lo que podríamos llamar un “plusvalor”. Esa vida de alguien verdadero, existente, incluso más allá de la “verdad de los hechos”, conlleva la marca de una experiencia acontecida y entonces opera, de manera inmediata, en aquello que valoramos en extremo en nuestras sociedades, la “propia” experiencia.

Quizá ahora pueda entenderse mejor ese enunciado, un tanto tautológico, del comienzo de la clase: “la vida, como una unidad inteligible, no es algo que exista antes del relato sino justamente un producto de la narración y (que) esa narración, valga la paradoja, es esencial para la vida.”

III. Lo individual, lo colectivo: identidades, historias, memorias

¿Cómo se articula el espacio biográfico, poblado de experiencias singulares, a la vivencia de lo colectivo? ¿Qué papel juega en la relación entre público y privado? ¿De qué manera incide en la configuración de identidades?

Ante todo, en mi perspectiva, no hay una oposición dicotómica entre lo individual y lo social: ambos son momentos, instancias de la dimensión existencial, indisociables e interrelacionados. Nada hay de verdaderamente “individual” en comportamientos, hábitos, creencias, valores, ni siquiera los territorios de la intimidad permanecen ajenos a las pautas de la conducta, esencialmente social, que es para Hannah Arendt una invención nada feliz de la modernidad, tendiente a uniformizar la diversidad y en definitiva, a restringir la libertad natural del individuo. Sometidos desde la más tierna infancia a toda suerte de regulaciones, instituciones, normas de cortesía y sociabilidad, decálogos morales, mandamientos en torno de lo permitido, lo prohibido, lo tabú, vivimos además en lo que algunos llaman el “estado terapéutico”, es decir, un estado que se ocupa –y se preocupa- de nuestra salud mental, afectiva, alimentaria, sexual…(está claro: a nivel de las normas, no quizá –o no siempre- a nivel de las políticas que aseguren esa salud en términos de derechos…)

Dada esta imbricación, toda biografía es en cierta medida colectiva, en tanto habla siempre de una pertenencia: a una familia, a una clase, a un grupo, a una comunidad, a una nación…Autores que han estudiado por ejemplo autobiografías de escritores y ensayistas argentinos y latinoamericanos, como Adolfo Prieto (1982) y Sylvia Molloy (1996), destacan el hecho notable de que en ellas lo que prima no es tanto la historia personal sino el modo en que la construcción de la nación y la nacionalidad marcó sus propias vidas de manera indeleble.

Así, los géneros biográficos canónicos y también algunos más recientes, como la entrevista –cuyo origen hipotético puede situarse en Francia, hacia fines del siglo XIX- se transforman también en Historia, en tanto dan cuenta de un ámbito social en el entramado entre experiencias personales y contextos de época. La pasión por las correspondencias

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de poetas, filósofos, escritores, políticos, por ejemplo, tiene que ver con eso: la trama secreta en la cual se tejen las ideas, los intercambios, las rivalidades, los resortes intangibles de la creación. Imágenes de una interioridad que excede los límites de aquello pensado para el dominio público –otras textualidades- aunque los ya famosos en vida también escriban a veces géneros íntimos –cartas, diarios, memorias- precisamente para ser publicados. Ese juego entre secreto y revelación es también uno de los fuertes atractivos del espacio biográfico.

Si el autobiógrafo quiere sobre todo dejar huella, anticiparse a la muerte y al relato de sí que hagan los otros, si el diarista intenta detener algo de lo que se lleva implacablemente cada día, lo que se juega aquí para nosotros, en tanto lectores, es no sólo un interés intelectual, cognoscitivo, sino también la curiosidad, cierto voyeurismo que anida naturalmente en cada ser, esa pasión escópica del ver y el mirar –asomarse a la interioridad, podría decirse- que también forman parte del valor biográfico. Una dinámica de interacción donde lo individual y lo colectivo se articulan sin cesar.

En esta dinámica también se construyen identidades, es decir, afinidades, confrontaciones, diferencias. Si la “vida” como unidad aprehensible, puesta en forma y en sentido, es producto de la narración, también las identidades se definen, performativamente4, en la trama simbólica: discursos, narraciones, imágenes, imaginarios, ritos, mitos, cuerpos, todo lo que construye y sostiene una pertenencia, individual y colectiva.

Esta concepción narrativa de la identidad supone una redefinición en términos no esencialistas: no ya como una sumatoria de atributos predeterminados e inmutables –raza, color, sexo, clase, etnia, nacionalidad, etc.-, sino como una posicionalidad relacional, una confluencia de discursos –“discursos” en sentido amplio, como prácticas significantes no sólo verbales- donde se actualizan diversas posiciones de sujeto no susceptibles de ser fijadas más que temporariamente ni reductibles a unos pocos significantes “claves”. Dicho de otro modo: la identidad no como un “ser” sino como un “devenir”, sujeta a los cambios de la temporalidad y a la propia “otredad del sí mismo”, aquello ajeno que Rimbaud condensara en un adagio feliz: “Yo es otro”.

Identidad y memoria también se entrelazan, tanto en lo personal como en lo colectivo.La memoria es justamente la materia esencial de los géneros biográficos, de ella se nutren para cobrar forma y a ella aspiran para su posteridad. Memoria, testimonio, testigo: tres figuras en las cuales se desdobla el sujeto de la enunciación, respecto de sí mismo, como actor protagónico, que despliega su subjetividad, respecto de su época, que es el horizonte en el cual se recorta y también respecto del lector, con quien el texto establece, de manera explícita o quizá ambigua, una relación inclusiva. Aquí también se juega un “algo más” que en los géneros de ficción, una promesa de autenticidad no

4 La noción de “performativo” o “realizativo” (del inglés to perform, realizar, llevar a término, ejecutar, etc.) fue acuñada por el filósofo inglés John Austin para designar en principio aquellas expresiones del lenguaje que “cumplían la acción que enunciaban” –prometer, bautizar, felicitar, jurar, declarar abierta la sesión, etc.- en la primera persona singular del indicativo –yo (le) prometo que…/lo felicito/ Sí, juro/ le ordeno que… etc.). En un segundo momento de su reflexión esa cualidad de cumplir acciones con el uso del lenguaje se transformó en una característica del lenguaje en general (lo que podría denominarse su “segunda tópica”), lo cual lo llevó a afirmar que el lenguaje no “representa” estados de cosas sino que crea estados, situaciones, relaciones, que no existían antes de su enunciación. Su libro más famoso se llama justamente Cómo hacer cosas con palabras. (Austin,1981)

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necesariamente ligada a la “verdad” del decir sino al decir mismo, a esas estrategias de autorrepresentación que el auto/biógrafo ha elegido para mostrarse ante los otros. Silencios, olvidos, cesuras, énfasis, iluminaciones súbitas, oscurecimientos: toda modulación será relevante al momento de dibujar –como en la pintura- un auto/retrato. Así, nunca habrá “una vida” sino múltiples, según el momento y la focalización que proponga cada relato.

Justamente en el ejercicio de la memoria pública, en tiempos de gran intensidad memorial – las dos últimas décadas fueron particularmente sintomáticas en este sentido, por el afloramiento de una memoria sostenida respecto de las grandes tragedias del siglo XX, el Holocausto, la segunda guerra, el estalinismo, diversas guerras étnicas y civiles, masacres, dictaduras- el espacio biográfico tiene un papel preponderante. Porque, más allá de que los estados o gobiernos impulsen políticas públicas al respecto –museos, memoriales, monumentos, documentos, prácticas artísticas o literarias- y si bien es posible hablar de “memoria colectiva”, sólo los individuos recuerdan, como señalara con acierto Maurice Halbwachs (1992). Y es ese recuerdo de las experiencias vividas, de las vicisitudes, miedos, emociones, lo que torna al autobiógrafo en testigo de aquello de lo cual sólo él puede dar testimonio: “no hay testigo para el testigo”, afirmaba Derrida en una inolvidable conferencia en 1995 en Buenos Aires, marcando de este modo la singularidad de la vivencia, aún cuando se trate de traumas compartidos.

Una vivencia que, en su definición filosófica, también debe su origen a la literatura biográfica: se considera que su uso frecuente en el ámbito alemán (Erlebnis) recién se da en los años ‘70 del siglo XIX, precisamente como un eco de su empleo en la literatura biográfica. Según el rastreo que hace Gadamer, Su término de base (Erleben) ya era utilizado en tiempos de Goethe, con un doble matiz, el de “comprensión inmediata de algo real, en oposición a aquello de lo que se cree saber algo, pero a lo que le falta la garantía de una vivencia propia” y el de “designar el contenido permanente de lo que ha sido vivido”. Es justamente esa doble vertiente la que habría motivado la utilización de Erlebnis, en primera instancia en la literatura biográfica. Más adelante, en el empleo filosófico que se hace de ella no sólo aparecen ambas vertientes –la vivencia y su resultado-, sino que adquiere además un estatuto epistemológico, por cuanto pasa a designar también la unidad mínima de significado que se hace evidente a la conciencia, en reemplazo de la noción kantiana de “sensación”.

La vivencia, pensada entonces como unidad de una totalidad de sentido, es algo que se destaca del flujo de lo que desaparece en la corriente de la vida. “Lo vivido es siempre vivido por uno mismo, y forma parte de su significado el que pertenezca a la unidad de este ‘uno mismo’ (...) La reflexión autobiográfica o biográfica en la que se determina su contenido significativo queda fundida en el conjunto del movimiento total al que acompaña sin interrupción”. Analizando este doble movimiento, Gadamer distingue “algo más que pide ser reconocido (...): su referencia interna a la vida”. Pero esa referencia no es una relación entre lo general y lo particular, la unidad de sentido que es la vivencia “se encuentra en una relación inmediata con el todo, con la totalidad de la vida”. La vivencia estética, por su impacto peculiar en esa totalidad, “representa la forma esencial de la vivencia en general” (los subrayados son míos). (Gadamer, [1975] 1977: 96 /107). Singularidad, permanencia, destello fulgurante y al mismo tiempo totalidad: he aquí una concepción trascendente que también puede explicar lo que percute, como inquietud existencial, en las narrativas auto/biográficas.

Hasta aquí parecería que sólo acceden al espacio biográfico los que escriben, o son

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convocados por los medios de comunicación –como figuras célebres, como “gente común”, como víctimas o testigos, como representantes de la voluntad, de la protesta o movilización popular- o bien los que son objeto de investigación cualitativa en ciencias sociales –los famosos “informantes clave”-, a través de entrevistas o relatos de vida. En verdad, todos nosotros construimos nuestro espacio biográfico día a día, aun sin marca en el papel, en la más corriente de las formas discursivas, aquella que no requiere especialización alguna: la conversación cotidiana. Si lo pensamos, nuestros diálogos e intercambios con quienes nos rodean –familia, amigos, colegas, compañeros de viaje o de trabajo- están plagados de alusiones biográficas: el relato del acontecer –hechos, encuentros, peripecias, sentimientos- va tejiendo nuestra propia historia de vida. Y ese hablar –y el tener con quien hablar- es lo que permite dar un orden, una forma, y por ende, un sentido a aquello que nos pasa. Muchas veces descubrimos alguna clave de esa historia sólo cuando lo relatamos ante un otro, lo cual es una demostración más de la necesidad del diálogo, de la interlocución: hablar (narrar) es también esencial para la vida.

Como no podía ser de otra manera, la inquietud biográfica también ha llegado al campo de la educación. Cada vez más se valora el papel de la biografía en el aula, la necesidad de atender y entender las singularidades, de dar cabida a experiencias diferentes, de conciliar la multiplicidad existencial, la diversidad cultural, con el imaginario igualador de la institución educativa. También éste es un trabajo de configuración de identidades, en la tensión entre regulaciones y normas que rigen para todos y los rasgos particulares que comparten sólo algunos. El giro hacia la subjetividad, hacia aquello que aparece como el mundo privado pero que se pone en juego en la dinámica del grupo puede ser esencial para el entendimiento intergeneracional, tan conflictivo a veces. También las posiciones respectivas de educador y educando se reconfiguran, en la perspectiva dialógica de ser con un otro, en términos de mutuo protagonismo y reconocimiento. El valor biográfico adquiere así, en la escuela, en la universidad, singular relevancia.

Por último, también hay un uso político del espacio biográfico, ligado a la afirmación de identidades colectivas. Las llamadas “minorías” –sexuales, de género, culturales, étnicas, religiosas, etc.- descubrieron tempranamente la importancia de la narración autobiográfica para su afirmación ontológica en tanto diferencias. Así, el relato vivencial fue decisivo para los feminismos, por ejemplo, por cuanto permitió advertir que aquellos rasgos que primariamente eran asumidos como infortunios de índole personal formaban parte en realidad de comunes avatares de una condición de dominación y subalternidad.

Algunos autores vieron, en el énfasis en torno de la subjetividad y sus “pequeños relatos” una tendencia negativa, una “caída” en el narcisismo y la banalidad, un desbalance respecto de la distinción clásica entre público y privado, una pérdida del espacio de lo público/ político causada justamente por el desborde de la privacidad. Sin negar que muchas veces esta opinión se vea corroborada por los hechos –y nos enfrentemos incluso al pudor, a la vergüenza ante lo que nos es insólita y quizá innecesariamente revelado- parece ser sin embargo una explicación bastante unilateral. Nuestro recorrido intentó mostrar la multiplicidad de factores en juego y también la diversidad de géneros, cada uno con su propia función, su estética y su ética. El hecho de reunirlos en un mismo “espacio” no supone una equiparación valorativa ni una renuncia a la crítica: no es lo mismo, evidentemente, una biografía erudita, una autobiografía literaria o un testimonio del horror que el programa de indiscreciones o el talk show. Pero no es una taxonomía de géneros “altos” y “bajos” lo que nos proponíamos hacer aquí sino una lectura sintomática, que enhebrara precisamente hilos de diversa textura y color, hilos que quizá no se encontrarían nunca por sí mismos y dibujara con ellos una “figura en el tapiz”, tomando el

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título del famoso cuento de Henry James, que dé cuenta de ambigüedades, paradojas, contradicciones y desvaríos, esa pulsación alocada que también podríamos llamar “un aire de época”.

¿Y qué dejaría ver esa figura en el tapiz? ¿Qué síntomas podrían leerse en ella? ¿Qué tipo de interpretaciones podrían postularse? Podría pensarse quizá, que más allá del valor biográfico, presente en toda época, la escalada de subjetividad que nos rodea respondería compensatoriamente –y paradójicamente en la sociedad de la comunicación- a faltas, fallas, carencias, soledades, anonimatos, rutinas asfixiantes, realidades virtuales, esperanzas frustradas, incertezas, desencantos de las vidas prometidas por el otrora Estado de bienestar, desamparos en una sociedad cada vez más inequitativa… múltiples interpretaciones son posibles y ése es el camino que quisiera dejar abierto para vuestra propia reflexión.

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