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53 arca de noé F RANCISCO RANCISCO C ARRANZA ARRANZA R OMERO OMERO cabo de leer el libro de Luis Millones Perú indíge- na (Fondo Editorial de Congreso del Perú, Lima, 2008). El autor expone con argumentos claros y con datos precisos la política y la actitud de las autoridades gubernamentales frente a la población indígena que desde 1532 defiende sus tierras comunales ante la ambición de los conquistadores españoles, criollos, mestizos, clérigos, milita- res, empresarios, etcétera. Referencias históricas Desde que Cristóbal Colón llamara erróneamente “indios” a los pobladores de las islas del Caribe porque pensó que había llegado a las Indias, esta palabra fue mal usada. Más tarde, cuando comprobaron que ese territorio no eran las Indias, lla- maron Indias Occidentales a todo el continente. Y por esa avi- dez de enriquecerse con el trabajo y las riquezas de los nuevos conquistados recurrieron a los intelectuales de entonces para que justificaran la conquista y la colonización. En 1550 los dominicos Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas (obis- po de Chiapas) polemizaron sobre la legitimidad de la con- quista y colonización. Sepúlveda defendió la legitimidad de la dominación de los civilizados cristianos sobre los incivilizados por ser estos bárbaros, incultos, inhumanos, paganos, gentiles e infieles. Las Casas, que compartía la vida con los indígenas americanos por décadas, los defendió valientemente bajo el principio de la igualdad del género humano. Pero, como los poderes político y religioso estaban en santa alianza, su voz crítica fue desechada y calificada de “leyenda negra”. Para la corona española los indígenas significaron: nuevos tributa- rios y nueva mano de obra. Para la iglesia católica los indíge- nas significaron: nuevos creyentes y nueva mano de obra pa- ra las parroquias. Millones también opinan que la rápida despoblación de América no fue sólo el resultado de la sobreexplotación de los indígenas en las minas, cultivos y obrajes; fue también por la carencia de antígenos ante las nuevas enfermedades como sarampión, viruela, peste bubónica, influenza, etcétera. El decreto del libertador José de San Martín en 1821: “En adelante no se denominarán aborígenes, indios o natura- les: ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de PERUANOS deben ser reconocidos”, es un gesto de muy buena voluntad. Sin embargo, la independencia del Perú no mejoró la situación del indígena. En 1823 se reconoce que el sufragio es universal, pero en 1828 se establece que el derecho de sufra- gio es para los que tienen el ingreso anual superior a 800 pesos, una indirecta forma de descartar a la población pobre de indígenas. En 1854 Ramón Castilla declaró la libertad de los esclavos afroperuanos. A los indígenas, después de la Guerra del Pací- fico, se les aumentó el tributo y el trabajo obligatorio para mejorar la economía del gobierno. Por eso, en 1885 estalló la rebelión indígena en el Callejón de Huaylas (Áncash). El gober- nante Miguel Iglesias mandó al ejército para que acabara con los rebeldes. Pedro Pablo Atusparia y Pedro Cochachín Celes- tino, líderes indígenas muertos en desigual lucha, sobreviven en la memoria histórica de los pueblos andinos. “A los ojos de los limeños del XIX, los indígenas eran la causa del retraso de la nación y cuyo proceso de integración tenía que pasar por la destrucción de su modo de vida, o bien por su reemplazo por “razas mejores”. Lo que dice el historia- dor y antropólogo Millones no es ninguna novedad. Para mu- chos racistas, la “mancha india” era la causa del atraso. En el siglo XX, siguiendo este criterio los hacendados arrebataron tierras, ganados y convirtieron a los indígenas en siervos. El gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, propulsor de la reforma agraria, (1970) prefirió llamarlos “campesinos”. Sin embargo, esta denominación sólo hace contraste con la urbe, evade el asunto cultural. A

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53

arca de noé

FFRANCISCORANCISCO CCARRANZAARRANZA RROMEROOMERO

cabo de leer el libro de Luis Millones Perú indíge-

na (Fondo Editorial de Congreso del Perú, Lima,

2008). El autor expone con argumentos claros

y con datos precisos la política y la actitud de las autoridades

gubernamentales frente a la población indígena que desde

1532 defiende sus tierras comunales ante la ambición de los

conquistadores españoles, criollos, mestizos, clérigos, milita-

res, empresarios, etcétera.

Referencias históricas

Desde que Cristóbal Colón llamara erróneamente “indios” a

los pobladores de las islas del Caribe porque pensó que había

llegado a las Indias, esta palabra fue mal usada. Más tarde,

cuando comprobaron que ese territorio no eran las Indias, lla-

maron Indias Occidentales a todo el continente. Y por esa avi-

dez de enriquecerse con el trabajo y las riquezas de los nuevos

conquistados recurrieron a los intelectuales de entonces para

que justificaran la conquista y la colonización. En 1550 los

dominicos Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas (obis-

po de Chiapas) polemizaron sobre la legitimidad de la con-

quista y colonización. Sepúlveda defendió la legitimidad de la

dominación de los civilizados cristianos sobre los incivilizados

por ser estos bárbaros, incultos, inhumanos, paganos, gentiles

e infieles. Las Casas, que compartía la vida con los indígenas

americanos por décadas, los defendió valientemente bajo el

principio de la igualdad del género humano. Pero, como los

poderes político y religioso estaban en santa alianza, su voz

crítica fue desechada y calificada de “leyenda negra”. Para la

corona española los indígenas significaron: nuevos tributa-

rios y nueva mano de obra. Para la iglesia católica los indíge-

nas significaron: nuevos creyentes y nueva mano de obra pa-

ra las parroquias.

Millones también opinan que la rápida despoblación de

América no fue sólo el resultado de la sobreexplotación de los

indígenas en las minas, cultivos y obrajes; fue también por la

carencia de antígenos ante las nuevas enfermedades como

sarampión, viruela, peste bubónica, influenza, etcétera.

El decreto del libertador José de San Martín en 1821: “En

adelante no se denominarán aborígenes, indios o natura-

les: ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de

PERUANOS deben ser reconocidos”, es un gesto de muy buena

voluntad.

Sin embargo, la independencia del Perú no mejoró la

situación del indígena. En 1823 se reconoce que el sufragio es

universal, pero en 1828 se establece que el derecho de sufra-

gio es para los que tienen el ingreso anual superior a 800

pesos, una indirecta forma de descartar a la población pobre

de indígenas.

En 1854 Ramón Castilla declaró la libertad de los esclavos

afroperuanos. A los indígenas, después de la Guerra del Pací-

fico, se les aumentó el tributo y el trabajo obligatorio para

mejorar la economía del gobierno. Por eso, en 1885 estalló la

rebelión indígena en el Callejón de Huaylas (Áncash). El gober-

nante Miguel Iglesias mandó al ejército para que acabara con

los rebeldes. Pedro Pablo Atusparia y Pedro Cochachín Celes-

tino, líderes indígenas muertos en desigual lucha, sobreviven

en la memoria histórica de los pueblos andinos.

“A los ojos de los limeños del XIX, los indígenas eran la

causa del retraso de la nación y cuyo proceso de integración

tenía que pasar por la destrucción de su modo de vida, o bien

por su reemplazo por “razas mejores”. Lo que dice el historia-

dor y antropólogo Millones no es ninguna novedad. Para mu-

chos racistas, la “mancha india” era la causa del atraso. En el

siglo XX, siguiendo este criterio los hacendados arrebataron

tierras, ganados y convirtieron a los indígenas en siervos.

El gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, propulsor

de la reforma agraria, (1970) prefirió llamarlos “campesinos”.

Sin embargo, esta denominación sólo hace contraste con la

urbe, evade el asunto cultural.

A

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En 1993 el gobierno hace referencia del respeto a la

comunidad campesina.

En 1994 el gobierno hace el convenio con la Organización

Internacional de Trabajo, y crea la Unidad de Asuntos Indígenas,

y lo ubica dentro del Ministerio de Trabajo. Se crea una institu-

ción sin autonomía y que depende de la burocracia estatal.

En 1995 habla de la inversión privada en las tierras comu-

nales. Pero, el acuerdo de la inversión sin la participación de

las comunidades campesinas crea problemas.

En 2000 sale la Resolución Ministerial No. 159: “Directiva

para promover y asegurar el respeto a la identidad étnica y cul-

tural de los pueblos indígenas, comunidades campesinas y

nativas a nivel nacional” (Ministerio de la Mujer y del Desarro-

llo Humano). Los indígenas y discapacitados pasan al Minis-

terio de la Mujer.

En 2001 se promulga la Ley 27425 que “oficializa los fes-

tivales rituales de identidad nacional”. Los legisladores apoyan

los festivales indígenas porque atraen a los turistas extranjeros.

Y las grandes agencias de turismo son prósperos negocios que

venden la imagen indígena del Perú.

Tantas leyes imprecisas y sin una planificación real con-

vierten a los indígenas en partes del paisaje turístico, en entes

sin voz ni representación en el congreso. Y la legislación del

Perú del Siglo XXI no sabe cómo llamar a los indígenas; y esto

demuestra la incapacidad o la falta de voluntad para resolver el

problema siquiera en el plano lingüístico. Por último, no se

sabe en dónde ubicar el asunto.

Los indígenas demuestran su existencia real cuando

defienden la propiedad comunal (tierra, agua) y la práctica de

su cultura, y se enfrentan a la oficialidad que los ignora. Los

inmigrantes pueden quejarse y pedir apoyo acercándose a sus

embajadas; pero los indígenas, ¿ante quién pueden expresar

sus quejas? Y las universidades, que deberían de responder

ante este problema nacional, forman profesionales que no

pueden comprender su realidad porque viven con la mira-

da puesta en el extranjero.

La rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional

en Chiapas (México) y la muerte de miles de indígenas que-

chuas, víctimas de los guerrilleros y del ejército peruano, son

claras muestras que desde el siglo XVI hasta el XXI muchos

siguen repitiendo la teoría de Ginés de Sepúlveda: la civiliza-

ción debe imponerse a la barbarie.

Todos somos indígenas

Hace algunos años escribí el artículo “Todos somos indígenas”,

publicado en una revista de México (Universo de El Búho) como

respuesta a una revista peruana que calificaba de “indio” al

presidente Alejandro Toledo. En el artículo demostraba, lin-

güísticamente, que todos somos indígenas de algún lugar por-

que esta palabra compuesta significa: originario, natural del

lugar (inde: del lugar, de allí; gena: originario), por eso hay:

terrígena (natural de la Tierra), alienígena (natural del territo-

rio ajeno a la Tierra). Con este criterio decimos indígenas

de Europa, indígenas de Asia, indígenas de África, indígenas de

Oceanía, indígenas de América. Sin embargo, muy pocos usua-

rios de la lengua castellana tienen conocimientos sincrónicos

y diacrónicos de la lengua que usan. Por esa ignorancia hablan

despectiva y prejuiciosamente cuando se refieren a los hablan-

tes de lenguas nativas o a los que tienen manifestaciones cul-

turales diferentes de los europeos.

Ante esa actitud despectiva, los mismos indígenas prefie-

ren calificarse de quechuas, aymaras, campas, huitotos, cashi-

nahuas, boras, etcétera. No aceptan los adjetivos indígena,

amerindio, indoamericano, aborigen, nativo.

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Margarita Cardeña

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MM ARTHAARTHA BBÁTIZÁTIZ ZZUKUK

uando yo era niña, salir en la televisión y tener

acceso a algún micrófono en la radio (o a ser publi-

cado en un medio impreso respetable), no era fácil.

Había que tener una cierta preparación (quizás no siempre

para hacer telenovelas, pero sí para conducir otro tipo de pro-

gramas o emisiones noticiosas), y recuerdo que entre mis

compañeros estudiantes de teatro se hablaba con respeto de

quien tenía una licencia de locutor de radio. Obtener una im-

plicaba un trámite no sólo largo, sino retador. Pero ahora no.

Hace años que la televisión se convirtió en todas partes –gracias

a los gringos y un mal entendido concepto de democracia– en

un circo hecho por gran parte del público que lo consume, y el

triunfo (o caída) a la velocidad del sonido y los dólares (o deva-

luados pesos) son el show que nadie quiere perderse y en el

que todos sueñan con tener un estelar. Dinero fácil, notorie-

dad fácil, y más fácil todavía el olvido; por esos quince minu-

tos de fama la gente es capaz de perder hasta la última célula

de dignidad que alguna vez tuvo. Y en la radio ahora cualquie-

ra puede “locutear,” razón por la cual la mayoría de los pro-

gramas son no sólo superficiales sino tóxicos para el intelec-

to. Los oligofrénicos con iniciativa están por todas partes y

aquí y allá buscan su micrófono: una manera de hacer pú-

blica su nada relevante opinión. Conste que no estoy di-

ciendo que lo que piense la gente no cuenta, sino que no

todo mundo debiera externar su opinión públicamente sólo

porque puede hacerlo. Las opiniones son válidas y bienve-

nidas si se comparten en casa o con amigos –o por medio

de cartas bien pensadas y redactadas a los editores de los

diarios, por ejemplo–, pero a mí me enervan cuando se con-

vierten en estandarte del yoísmo e himno a la mediocridad.

Pongamos como ejemplo los foros de periódicos como

El Universal. Está bien que el diario quiera dar un espacio a

sus lectores, pero cuando uno se asoma a ver lo que dicen

algunos de los comentarios, dan ganas de llorar. No sólo hay

faltas de ortografía y sintaxis al por mayor, sino que parece

que la gente necesita de estos foros para manifestar su senti -

miento de grandeza, especialmente cuando de criticar a al-

guien famoso se trata. Y no digo famoso tipo Paris Hilton, que

no tiene mérito alguno. Pero, por ejemplo, cuando hubo la

polémica en torno a Ana Guevara, la mayoría de los comenta-

rios eran malintencionados, de ínfimo nivel, calificándola de

perdedora e insultándola. Muchos toman los espacios dispo-

nibles en la red como un ladrillo para despegarse del anoni -

mato, como si eso les concediera también una cierta jerarquía

C

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social de la que obviamente carecen fuera de la pantalla del

computador. Lo terrible es que al subirse a ese ladrillo se marean,

vomitan por escrito, y lo contaminan todo de mediocridad y

cizaña. Yo no tengo problemas si alguien con una carrera simi-

lar en éxitos a la de Ana Guevara da su opinión sobre su

desempeño. Bueno, hasta la crítica especializada –sobre todo

si de verdad es especializada–, se agradece, porque de eso se

aprende. Pero la crítica de quien en su vida diaria no ha

hecho nada sobresaliente, o cuya trayectoria no se puede

comparar a la de la persona que señala e injuria, no me

parece válida. Y mucho menos relevante. Me molesta que

los diarios y las revistas en México ofrezcan esa apertura

para que cualquiera pueda criticar, porque no hace más que

alimentar egos inexplicables, y la cangrejez que nos caracte-

riza como nación: este afán eterno de hundir al que sobre-

sale, al que es mejor que uno; esta felicidad que da sentirse

grande nada más porque alguien que era mejor se tropezó.

En México tenemos muchísimos problemas, pero ninguno

se soluciona –de verdad, ninguno– a través de estos foros. Lo

único que hacen es ventilar malos humores y sentimientos, y

dejar en evidencia la pobreza intelectual del ciudadano común.

Que no es ningún secreto, dicho sea de paso, pero es insopor-

table no solamente tener que luchar en contra del analfabetis-

mo sino en contra de la tendencia, igualmente peligrosa, de

creer que porque ya está uno alfabetizado ya puede hilar

pensamientos por escrito con coherencia o ser escritor. Uno

tendría que esforzarse, en estos tiempos de recesión, en

enfatizar lo positivo. Y si no se puede hacerlo, entonces por

lo menos concentrarse en una crítica constructiva. Y si ésta

no va bien cimentada, con argumentos sólidos y conoci-

miento de causa, externarla en privado. Ya bastante tene-

mos con las cosas absurdas que dicen nuestros políticos,

como para también tener que tolerar las que rebuzna el

resto de nuestros compatriotas con acceso a internet y ho-

ras de ocio.

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Ma. Emilia Benavides

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MM IGUELIGUEL VVALERAALERA HHERNÁNDEZERNÁNDEZ

ARRANQUILLA, Colombia. Alexandra

baila mapalé como pez fuera del agua. Era

todavía una niña cuando descubrió en un

bullerengue que sus movimientos ponían arrechos a

los hombres. A los 26 años, la herencia de ese baile

que nació a la orilla del río Magdalena, le ayuda a

ganarse la vida en Lucitania, un centro de table dance de

la carrera 44 en esta ciudad convertida en carnaval.

El mapalé transforma a Alexandra. Su cuerpo pa-

rece entonces poseído por un dios africano que la re-

corre e intenta salirse por los brazos, por las tetas,

por las caderas.

El ritmo de tambora detiene el tiempo. El tun-

tun-tun, tun-tun-tun arroba los sentidos, trastocados

ya por el ron Medellín. La botella de un cuarto de litro

que cuesta 22 dólares cuando en la calle vale 10, viaja

de mesa en mesa como el humo de cigarrillo y coloca

en estado límbico a quienes están convencidos de que

carnaval es “fiesta de la carne” y lo festejan esta no-

che en uno de los cabarets mas conocidos de Ba-

rranquilla.

Alexandra tiene el poder sobre el escenario. Su

carne vibrante, firme, negra, se confunde con la pe-

numbra. El sudor de su cuerpo sirve de proyector a la

intermitente lluvia de luz que enloquece con los abun-

dantes espejos en el salón de baile.

Vestida con diminuta falda en tela color leopardo

y un sostén que grita descanso o más elasticidad, la

mujer parece observarse en los espejos, pero sobre

todo busca el reflejo en las pupilas excitadas de los

clientes. Al centro de sus abundantes pechos un dora-

do crucifijo parece ver la escena desde otra perspec-

tiva, desde la mirada del dolor, el flagelo, la resigna-

ción y el sufrimiento. El Cristo del turgente pecho

calla mientras la mujer goza y hace gozar.

Cuando Alexandra baila los hombres parecen no

moverse, no respirar, no parpadear. La mirada de la

negra los atrapa. Aquí no hay vudú, no hay burun-

danga, no hay conjuro. La magia que envuelve a los

lucitanios emana de la fuerza de la mirada de Ale-

xandra. Con ella invita a mapalear, a seguir el intenso

ritmo afrocolombiano, que los habitantes de San Ba-

silio de Palenque imitaron de un pez que tuvo triste

destino: estar fuera del agua.

Sus blanquísimos dientes lanzan un tercer deste-

llo. La sonrisa se suma a la arrecha aventura de cuer-

po, movimiento, sudor y luces. Como en todas las

strippers, la de Alexandra es una sonrisa que más bien

podría asemejarse a una “mueca”.

Pero en Barranquilla no sólo se baila mapalé para

los caníbales nativos y extranjeros que buscan algo

más que danza y espectáculo en el carnaval.

Si para Alexandra el mapalé excita a sus clientes,

para la niña Yoryeris Pérez Fruto –integrante del gru-

po Raíces de Nueva Colombia– la tambora le calienta

B

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la sangre y la transforma. En Alejandra hay intencio-

nalidad lasciva. En Yoryeris hay inocencia. En la pri-

mera hay un interés provocativo. En la segunda un

interés cultural promovido por su madre la profesora

Yilda Fruto Marimón.

La tambora me calienta la sangre, dice Yoryeris.

De pie, en un piso rojo con grietas que bien podrían

ser brazos del Río Magdalena, Yoryeris danza en el

barrio Nueva Colombia, una zona de negros en Ba-

rranquilla.

A lo lejos, un vallenato suave –villancico, le dicen

los colombianos– llega empujado por el aire enrare-

cido del mediodía a una casa de la calle 75C. En la

entrada, un cartón amarillento tiene marcado el nú-

mero 22A-197. El cuarto, que funciona como habita-

ción para una familia de cinco miembros, es también

sastrería, centro de ensayo y coreografía de la danza

Raíces de Nueva Colombia .

Y ahí está, al centro, Yoryeris, tímida, sonriente,

emocionada porque este año participa en su octavo

carnaval. Su madre prepara el vestuario. Dos líneas de

rafia cruzan el espacio. De ellas cuelgan trozos pe-

queños color salmón que serán las faldas para las

niñas mapaleras en la comparsa del carnaval del sur

occidente. El padre observa en la pantalla de una tele-

visión que ha perdido el color, El chavo del ocho y me

dice en una palabra casi imperceptible que se llama

Miguel. Ever es el más pequeño de la casa y empieza

a moverse con la tambora. Yuley, la mayor, va y viene

con la rafia color salmón.

Para la familia Pérez Fruto participar cada año en

el carnaval de Barranquilla es un rito casi sagrado. La

liturgia empieza justo el miércoles de ceniza. Apenas

sepultado el gran Joselito Carnaval los barranquille-

ros ya están listos para organizar la fiesta del próxi-

mo año.

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Fotografía de: William Fernando Martínez

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A sus diez años, Yoryeris no sabe bien a bien qué

significa eso de “patrimonio oral e inmaterial de la

humanidad”, según declaración de la UNESCO para el

carnaval. Yoryeris lo único que sabe es que la tambo-

ra le calienta la sangre, le hace vibrar, moverse de los

pies a la cabeza. Su madre, con raíces en San Basilio

de Palenque, ha promovido las danzas negras en este

barrio de migrantes palenqueros.

Yilda recuerda que sus abuelos tenían tradiciones

muy marcadas con danzas dedicadas a la fertilidad,

a la naturaleza, al nacimiento, la lluvia, la cosecha, la

iniciación sexual y la muerte.

En la casa, de tablas de madera y lámina de asbes-

to, iluminada por el sol de mediodía, se respira alegría

y fiesta carnavalera. En la parte superior del quicio

de la puerta un llamador colgado pareciera un fetiche

protector. Yilda sonríe mientras le digo que el cua-

dro de la sala me recuerda a Miró africanizado. El sofá

azul, el único de las tres piezas de una sala común,

desgastado por el paso del tiempo, nos recibe para la

conversación. El único orden de ese cuarto es que no

hay orden y que el carnaval está por comenzar.

–¿Has visto cómo se mueve un pez fuera del agua?

–Sí, claro.

–Pues así es el mapalé. E imagina que ese pez te

lo comes y aún así sigue moviéndose dentro de tu

cuerpo.

–Si los negros no hubieran llegado a la costa del

Caribe el carnaval de Barranquilla no sería igual, me

insiste Yilda con la seriedad de quien cree poseer una

verdad absoluta.

Casi todos los negros llegaron de Palenque o

Cartagena. Los primeros se instalaron en Barrio Abajo

y los segundos en Nueva Colombia.

Protegida por una imagen de bulto de la Virgen del

Carmen, la carrera 22 D de Nueva Colombia es una

muestra de la pobreza del barrio. Una niña sin blusa,

en calzones, moquienta, con zapatos rojos, juega con

un peñón en la mano y persigue a un niño no menos

afortunado. Las casas de bloques, sin repellar, o de

madera pintadas de verde y gris, son abrazadas por

árboles de mango para contener la inclemencia del

sol. El polvo de la calle me lleva hasta una vivienda

en donde dos jóvenes negras, casi azules, cuentan con

toda naturalidad que ellas también saben bailar ma-

palé sin estar en ninguna comparsa de carnaval. En

otra casa de una sola pieza con 10 personas entre

señoras y niños, una pequeña me abraza mientras

intento no rechazarla para no verme contaminado por

su moquienta nariz.

“Me llamo Daniela Bornasere. Él es mi hermano

José Luis”, me dice otra niña que parece también vivir

hacinada en esa pieza de cuatro por cuatro.

–A nosotros también nos gusta rumbear. En el car-

naval nos la pasamos bien chévere.

–¿Y a qué desfiles van?

–Vamos al del sur occidente, que está aquí cerca,

porque a veces no tenemos dinero para llegar hasta la

40, al desfile principal.

Un niño, que quizá no pueda ir al carnaval este

año, intenta levantar una cometa –papagayo le dicen

acá– ante la negativa del viento que parece sentir el

letargo del sol de la tarde.

La pobreza no es impedimento para el carnaval.

“En Barranquilla hay rumba mientras el mundo se

derrumba”, me diría Libardo Barros, un reconoci-

do antropólogo, al charlar sobre la pobreza en esta

ciudad. –¿Pero acaso se les podrá quitar la fiesta a los

pobres cuando ya casi les han quitado todo?, le co-

mento.

Pero los vecinos olvidan la pobreza y la crisis mun-

dial, frase temeraria para quienes han vivido siempre

en la línea de la supervivencia.

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Los vecinos olvidan las carencias al escuchar el

improvisado grupo de Millo en la casa de Yilda Fruto

para el ensayo de la tarde. El llamador, el Alegre y la

tambora se apropian del escenario. Falta la caña de

millo y el wache. El ritmo de la tambora que toca Ro-

drigo Fruto posee a Yoryeris y a Pedro, otro niño que

ya está listo para danzar.

“Al sonar la tambora se mete el ritmo en la san-

gre”, dice Pedro. Su rostro apiñonado contrasta con el

acentuado negro del de Yoryeris.

En sus movimientos hay fuerza y sensualidad.

Yoryeris y Pedro no piensan en lo erótico del baile sino

sólo en la fuerza que emana de la naturaleza, en la

sangre que es impulsada por la sístole y diástole del

tumbo de la tambora. Los niños se mueven agitados,

impulsan sus manos, sus pechos y sus caderas. Pedro

queda tirado debajo de Yoryeris y se mueve con pies y

manos.

Angélica Herrera Miranda, investigadora del fol-

clor afrocolombiano, cree que la imitación de los

movimientos del pez mapalé significan “las ganas de

seguir viviendo” ante “los latigazos” que recibían los

esclavos de la época colonial que en el siglo XVII logra-

ron levantar una empalizada para protegerse de sus

perseguidores y convertir a San Basilio de Palenque en

el primer pueblo libre de América Latina.

“En el mapalé hay alegría, ganas de vivir, fiesta en

el cuerpo y al mismo tiempo recuerdo del dolor que se

vivió entre el pueblo de negros”, añade.

Quizá Yoryeris y Pedro saben poco de historia pero

tienen claro que el mapalé es de ellos, lo llevan en la

sangre y durante estos días de carnaval lo gritan al

mundo como un patrimonio de los barranquilleros.

El sol cae a plomo sobre la casa de Yilda y su fami-

lia. Un par de palmeras contienen la inclemencia del

astro rey. La comparsa de Yilda se une al carnaval

del sur occidente y los niños, incansables, recorren las

calles de barrios populares de Barranquilla.

Mientras el carnaval avanza y las comparsas mul-

ticolores se refrescan por la brisa vespertina, en Lu-

citania Alexandra se prepara para mostrar otro rostro

de la fiesta, el de los excesos, el de la permisividad,

el de la transmutación de los valores en donde todo se

vale siempre y cuando se llegue con la cruz de la ceni-

za el miércoles a mediodía a casa.

Johny, un taxista evangélico que me traslada al

hotel del Prado para una entrevista con el jefe de la

policía del Atlántico, me marca con una frase contun-

dente: “Aquí el carnaval lo único que deja son peladi-

tas embarazadas. Venga usted en nueve meses y verá

cuántos niños nacen”. Su frase me corrobora un car-

tel visto en la marcha de sur-occidente: “Unidos por

un Atlántico sin embarazos a temprana edad”.

Pero el dato daría para más cuando Sebastián

Guzmán, asistente del rey Momo me enterara de

que él mismo es hijo del carnaval porque nació en no-

viembre.

El taxista evangélico me aclara: “bueno, ése es mi

punto de vista personal, no religioso”, mientras me

permite hojear su biblia Reina-Valera con forro negro,

maltratada por el uso. Al puro estilo de Cantinflas me

dice que el carnaval ni le beneficia ni le perjudica, sino

todo lo contrario. Al final acepta que sus ganancias

son abundantes en estos días, pero critica los excesos

sexuales. “Ya ve que el lema es ¡quien lo vive, es quien

lo goza! “, anota.

Exceso y folclor, exacerbación y cultura, el mundo

al revés, mapalé y table dance, así es el Carnaval de

Barranquilla.

*Trabajo realizado en el marco del taller de Crónica cultural de laFundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) “ dirigido por el perio-

dista argentino Cristian Alarcón.

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HHUGOUGO E. SE. SAÉZAÉZ

e dice que alguien somatiza cuando en la di-

námica de su cuerpo se refleja alguna idea o

sentimiento. Enrojecer como síntoma de ver-

güenza sería, en ese sentido, una modalidad de somati-

zación suave. Sin embargo, en este breve escrito pre-

tendo utilizar el verbo “somatizar” con un significado

algo diferente. Me apoyo en la fabulosa pastilla de la

felicidad que Aldous Huxley llamó “soma” y que carac-

terizó como “religión del pueblo”. Sabemos que en ese

mundo feliz bastaba ingerir esa gragea para adquirir un

estado de bienestar y placer insuperable. En consecuen-

cia, entiéndase somatizar como el acto de acceder a la

diversión y el entretenimiento por medios artificiales;

es decir, un estado emocional e intelectual que no deri-

va de procesos internos del individuo sino que es indu-

cido por alguna droga.

En primer lugar, también cabría advertir que droga

aquí no se identifica sólo con lo que los exámenes toxi-

cológicos revelan como tal, es decir, el LSD, la marihua-

na, la heroína, el crack y las numerosas e inacabables

variedades que se comercian en el mercado. Con un cri-

terio amplio, se abarcará como droga a la actividad pre-

dominante de los medios de comunicación como agen-

tes de una política de masas tendiente a generar su pa-

rálisis intelectual y social. Ya lo dijo ese extraño gurú

canadiense que analizaba los mensajes televisivos: el

medio es el masaje (Marshall McLuhan). Sí, un masaje

relajante que acaricia la conciencia y que se brinda

como un paliativo de las desgracias y los afanes cotidia-

nos. Muchos se preguntarán “¿y qué hay de malo en

relajarse?” Bastante más de lo que supone un sujeto

normalizado por el sistema.

De hecho, el masaje normalizador promueve princi-

palmente el mecanismo del olvido como estrategia de la

felicidad. Encerrarse en una cápsula de disfrute ocasio-

nal a través de la telenovela o del deporte convertido

en causa del orgullo nacional, o bien utilizar el celu-

lar sin darse cuenta de que estamos dialogando con

una máquina, son conductas que enmascaran una rea-

lidad plena de agresiones en la que se desarrolla una

guerra sucia y sin cuartel en diversos frentes. Y ya

sabemos que en la guerra cualquier arma es lícita. Has-

ta las personas más cercanas devienen en recursos

para obtener los propios objetivos. Por ende, la men-

tira y la corrupción se expanden a niveles insospecha-

dos. No se trata de asuntos morales, se trata de estra-

tegias perversas para la supervivencia en un contexto

donde la única salida es continuar vivo a cualquier

precio.

S

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Una arista original de la película Los olvidados es

que muestra la violencia en que se hallan presos los sec-

tores más miserables de la sociedad. Entonces se ma-

nifiesta la traición, el engaño, el asesinato, el robo, la

crueldad, como el pan cotidiano en que se enfrentan

familias sometidas a la misma marginalidad. Resaltar

este aspecto implica enfrentarse a la idealización del

lodo que genera la pobreza, como acostumbran a ponti-

ficar algunos devotos del padre Maciel. La crisis será

caldo de cultivo de una guerra de pobres contra pobres.

En el otro extremo, los ricos, custodios de los resortes

del poder, ponen a resguardo los recursos obtenidos por

tortuosos caminos y se dedican a exportar capitales

hacia los grandes centros financieros al tiempo que los

banqueros se adjudican millonarios bonos de compen-

sación con la gasolina que mueve la economía, o sea,

el dólar o el euro. Quizá en un futuro próximo el yuan

chino.

Precisamente, la crisis mundial de la que tanto se

habla y se escribe sin cesar ha revelado que estamos

metidos en un sistema planetario manejado por cíni-

cos dirigentes que chupan como Drácula la sangre, el

sudor y las lágrimas de las multitudes. No esperemos

de ellos una solución equitativa para los acuciantes

problemas que ya se están revelando, como el desem-

pleo, el hambre, las enfermedades. Primero se preo-

cuparán de diseñar planes de rescate para rescatarse

a sí mismos.

Quienes en este drama jugamos el papel de las

masas estamos obligados a deshacer el efecto hipnótico

de los medios. La versión de la vida como el paraíso

creado por el prozac o el viaje a Disneyworld se ha

expandido con fuerza entre las generaciones que asisten

a universidades privadas y que se adjudican el derecho a

manejar el destino del planeta. Y el efecto de esas ambi-

ciones se contagia hacia abajo como modelo de existencia

exitosa. Luego, el combate en contra de la somatización

(¿o sodomización?) inducida por los medios desencade-

nará energías para ubicar los auténticos intereses de las

masas, que no necesariamente se expresan en las orga-

nizaciones políticas actuales. Ya hemos asistido a ver-

gonzosas declinaciones de dirigentes de izquierda afec-

tados por el virus del soma. No estoy brindando una

fórmula mágica que ante iluminados teóricos podría

parecer ingenua. Estoy advirtiendo que los medios

constituyen un objetivo primordial de las clases hege-

mónicas para impedir que las masas desarrollen accio-

nes orientadas a modificar las relaciones de fuerza que

favorecen a figuras deformes como las de algunos líde-

res sindicales y políticos o de narcotraficantes que son

glorificados en corridos de lamentable factura. Los me-

dios tienden los barrotes invisibles para encerrarnos en

una cotidianidad miserable y así domesticar las ansias

de libertad.

62

Del Prado

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63

MM AXAX MMENDIZABALENDIZABAL

Honorable Congreso de la Unión:

n estos tiempos de paz, democracia y justicia en que

vivimos, noble es mi propuesta. Pocos monumentos

de nuestra amada patria expresan contenidos pro-

fundos a sus habitantes, que si acaso los contemplan, es para

escudriñar en ellos motivos burlescos. Les pintan logotipos de

bandas punks, les pegan propaganda de salones de belleza,

de médicos que curan gonorreas, de partidos políticos, de

buscadores de jóvenes de ambos sexos, como si no les basta-

ra con uno.

En Coyoacán, Miguel Hidalgo sostenía hace poco una

botella de Coca Cola. Si de bustos se trata, les dibujan bigotes

o los protegen de la lluvia con sombreros raídos. Hace poco,

un prócer en Paseo de la Reforma mostraba labios pintados de

un rojo frenético. Si el material de la obra es endeble, cemen-

to pongamos por caso, los rayan, los dejan tuertos o ciegos,

los desnarizan y sirven de blanco a todo tipo de proyectiles.

Eso no es todo… ciertos ciudadanos suponen que los monu-

mentos se erigen para orinarse en sus pedestales. Pero eso sí,

cuando los homenajeados han despreciado al pueblo, éste se

enoja y dinamita la ofensa hasta acabarla. Por estos motivos

es requisito esencial que la erección de monumentos conten-

gan un valor místico inobjetable.

Acudí con mi proyecto a la Asociación de Escultores,

donde me tildaron de imbécil. Hablé con pintores, que se

declararon incapaces de efectuar una obra de tal magnitud; no

tenían idea de cómo representarla. Dialogué con políticos que

se disgustaron, con dirigentes de centrales obreras, de sindi-

catos; con agrupaciones médicas que me ignoraron y con aso-

ciaciones de abogados a quienes agradó mi propuesta, pues

dijeron estar metidos hasta el tuétano en el asunto, pero de

modo inconsciente. Las televisoras rechazaron plantearlo y lo

mismo sucedió con los periódicos. Honestos camaradas lan-

zaron una convocatoria en Internet, carteles y volantes que

hemos repartido y ha tenido una acogida excelente entre el

verdadero pueblo.

Por ello, egregios representantes populares: apelo a su

tradicional inteligencia; respalden esta propuesta nacida de las

entrañas palpitantes de nuestra raza hija del Sol, y hagan

suyos los siguientes considerandos.

¡MEXICANOS!:

Considerando que la Chingada ha estado presente en

toda nuestra vida, desde nuestro primer llanto hasta que mori-

mos, y en ocasiones, por nuestras obras, aún después de la

muerte.

Considerando que desde niños hemos sido enviados a

ella a cada instante y que ella nunca se negó a acogernos

como cariñosa madre.

Considerando que para millones de ciudadanos fue casi

su primer nombre debido a sus travesuras infantiles: “¡Cómo

chinga este escuincle!”

Considerando que las encuestas confirman que fue la pri-

mera palabra que pronunciamos, acobardando a nuestros

enemigos al mandarlos a la Chingada.

Considerando que al mencionar: “Esto está de la

Chingada, mándalo a la Chingada, ya me llevó la Chingada”,

etc., las motivaciones que la invocaron se disipan como por

encanto, sin duda, por ser ella milagrosa.

Considerando que siendo tan comprensiva, ayuda a

satisfacer la diversión popular por excelencia: la agresividad,

“...me queda la palabra”

E

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evitando males mayores, como el adentrarnos en un urgente

cambio de gobierno.

Considerando que toda su parentela de derivaciones:

chingón, chingáos, chingonerías, chinga, chingada madre,

chingonsísimo, chingando, chingaderas, chin (que es su hijito

más pequeño), chingue, chingaderita, chingáis (exclusivo para

españoles), chingononón: maximización de chingo, chingado,

chingaquedito, chingo y las que se me olviden, han sido raíces

de nuestro acervo cultural, de nuestras armas comunicativas,

clavadas intrínsecamente en cada alma mexicana hasta que

nos lleve la Chingada.

Considerando que se ubica en multiplicidad de formas,

desde animales hasta presidentes (perdón por la redundancia),

gobernadores, padres, hijos, autoridades, patrones, subalter-

nos, infiltrándose en todas las capas sociales.

Considerando que nos invita a la reflexión filosófica: “son

chingaderas”, a la interiorización de nuestros pesares; “¡qué

chinga!”; a la alabanza sin eufemismos: “es un chingón”; a la

autocalificación de nuestros errores sin insultarnos: “¡chin!”; al

desconcierto ante lo extraño: “¡Ah chingá!”; a la síntesis de

nuestro leitmotiv civil y político: “Chingáos los unos a los

otros”; a reclamar a quien nos ha perjudicado: “Ya ni la chin-

gas”; al imperioso mandato para que un inferior obedezca: “Tú

chíngale”; a la curiosidad: “¿Quién chingados eres?”; a la sor-

presa: “¡Ah chingao!”; a esforzarse para alcanzar una meta difí-

cil: “Hay que chingarse”; a resignarse con sabiduría frente a los

acontecimientos: “¡Ya me llevó la Chingada!”; a explotar de

pura y sana alegría: “¡Está chingonsísimo!”, y a infinitas cir-

cunspecciones anímicas.

(Entre paréntesis, un conspicuo historiador nos hizo apre-

ciar que existen otras acepciones acerca de este término tan

dilecto y distinguido por nuestra sociedad:

Quien constantemente nos molesta es un chingón.

El que destruye, porque está chinga y chinga.

El adverbio de cantidad: chingo, igual a mucho.

Chin Gon, dueño de un café de chinos por Peralvillo).

Considerando que es aplicable a cada actividad de los

mexicanos.

Considerando que su presencia inspira la inmensa cul -

tura e inteligencia de nuestros presidentes y políticos en

general.

Considerando, finalmente, que la Chingada es Tonantzin

misma, diosa y madre de todas las razas del país desde la auro-

ra de los tiempos…

Por todo lo que antecede, más lo que se acumule,

P R O P O N G O:

1. Que la sensitiva sociedad mexicana corrija su injusto

olvido, erigiendo, ya que no es posible en cada hogar, aunque

sería lo apropiado,

¡UN GRANDIOSO MONUMENTO A LA CHINGADA!

2. Convocar a un concurso donde el pueblo entero desig-

ne el proyecto ganador.

3. Omitir opiniones de los estetas, cuya heterogeneidad ha

imposibilitado acuerdos, pues cada uno de ellos imagina a la

Chingada de manera distinta. (Puntualizamos al respecto que

hubo propuestas para que se pareciera a determinados políti-

cos nefastos, a lo cual esta Comisión se opuso, pues resulta

claro el feminismo de la Chingada, madre de todos, dueña y

señora de nuestros actos).

64

Margarita Cardeña

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4. Desairar a quienes incomprendiendo la profundidad

idiosincrática de la Chingada la suponen atroz. Por ello des -

cartamos la sugerencia de ciertos maestros que pretendieron

que tuviera el pelo pintado de rubio y ojos saltones. Hubo un

artista plástico que al bocetar un monstruo, fue llevado por la

Chingada ese mismo día mediante un camión que se pasó un alto.

Al respecto, podemos asegurar que insignes guías de la

cultura nacional se hallan despistados en lo concerniente al

tema: Octavio Paz escribió:

“La Chingada, a fuerza de uso, de significaciones contra-

rias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por

gastarse, agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra

hueca. Es la Nada”.

Ante tal incongruencia, preguntamos: ¿No es la nada la

existencia actual del mexicano? Y el desgaste referido por el

Nóbel, ¿no es el apolvamiento de nuestra carne y nuestros

huesos de los cuales surgirán nuevos seres? Objetivamente,

la Chingada es tan constante como lo es la vida.

“...blasón de la raza... resumen de la historia: santo y

seña de México: tu palabra”, dice Carlos Fuentes, y agrega en

La Muerte de Artemio Cruz identificando lo que somos con lo

que ELLA es: “Nacidos de la chingada, muertos en la chinga-

da, vivos por pura chingadera”. Fuentes reconoce nuestro ori-

gen y se acompleja: “...nadie quiere caminar cargado de la

maldición, de la sospecha, de la frustración, del resentimien-

to, del odio, de la envidia, del rencor, del desprecio, de la

inseguridad, de la miseria, del abuso, del insulto, de la inti -

midación, del falso orgullo, del machismo, de la corrupción

de tu chingada... matemos esa palabra que nos separa, nos

petrifica, nos pudre con su doble veneno de ídolo y cruz; que

no sea nuestra respuesta ni nuestra fatalidad”.

Esto es, Fuentes proclama la negación del yo freudiano,

la negación de la negación de la dialéctica materialista, la

abjuración de la realidad presente en nuestra sangre, en

nuestros genes. Ingente el desbarre del novelista. ¿Por qué?...

porque la Chingada eres tú, yo, ustedes, nosotros, sin transi-

ción, irremediable como el vivir en el de efe, en Tlatelolco

para acabarla de chingar. Apostatar de ella es apostatar de

nuestra existencia. Ver lo positivo, dicen los teóricos del

modernismo; ELLA es buena, es hermosa: suave Chinga; la

Chingada te ama; Chingada, creo en ti; Arriba y a chingarlos;

La solución es chínguense todos, Solidaridad chingadera; El

bienestar de la familia, a la Chingada; Él sabe como hacer...

chingaderas; la Chingada Hoy, hoy, hoy… no desaforemos a

la Chingada.

Y por si no bastara: Un chingado en cada hijo te dio es

realista y humano. El canal de las chingadas se apega a la ver-

dad; Sufragio Efectivo, no chingaderas; perdone las molestias,

estamos chingándolo a usted; Tratado de Libre Chinga; ¿Quién

dice que no se puede seguir chingando? Viajero: has llegado a

la región más chingada del aire.

Fuera de filosofías, retomemos el asunto: un famoso con-

certista sugirió que una composición musical la reflejaría

mejor, no obstante, a la música se la lleva el viento, por lo tanto

debe representarse con un artificio concreto, tangible, repro-

ducible en videos, estampitas, estatuillas, spots televisivos,

prendedores, estampados en camisas, encendedores, cenice-

ros y en cuanto objeto el amado pueblo pueda llevar a su casa

o porte en su vestimenta y en sus automóviles. Rescatamos, en

cambio, la idea de un Himno a la Chingada que se cantaría dia-

riamente en las escuelas y forme parte del repertorio coral de

la nación.

Resumiendo: Chingada, con mayúscula, es la expresión

máxima del Amor y del improperio; de la camaradería y la aver-

sión; sintetiza, en dialéctica perfecta, el Ying y el Yang, el Todo

y la Nada, la unión de los contrarios, como ningún otro voca-

blo habido y por haber.

La ubicación del monumento será en el mejor espacio

de la república, y de ser posible, de cada ciudad y pueblo del

país, aunque chingue a otra escultura. Quien pretenda

dañarla sabe que se chingaría a sí mismo. Si algún malévo-

lo sugiere que el monumento pudiera competir con símbo-

los tradicionales inmersos en el corazón de nuestro pueblo,

diremos convencidos: no hay contradicción; hay comple-

mento.

Respetuosamente:

Comisión Pro Monumento a la Chingada.

Se agradecerá su donativo: Banco HSBC Cta. 6151033314

[email protected]

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66

HHERNÁNERNÁN BBECERRAECERRA PP INOINO

n esos momentos desperté de la nostalgia, treinta y

tantos años después. Me encontraba en el autobús.

Mi compañera, la platicadora, se encontraba toda-

vía durmiendo. Estábamos llegando a la ciudad de San Sal-

vador, eran las ocho de la noche. Arriba de la Terminal Puerto

Bus hay un hotel. Subí las escaleras y pregunté por la tarifa,

son treinta y seis dólares me contestaron. Lo sentí caro pero

yo ya me había informado de un hotel a media cuadra de ahí,

que se llama Villa Florencia y con casi los mismos servicios. El

otro costaba doce dólares, y a mí me lo dejaron en once. Allí

me recibió un hombre muy amable llamado don Serafín Li-

nares López Dórigan.

Al otro día tomé un bus ruta 29 A que pasa por la puerta

del hotel y me llevó al centro de San Salvador. A siete cua-

dras de ahí me bajé y caminé, según indicación del motorista

(chofer), dos cuadras a mano izquierda y me encontré la famo-

sa catedral de San Salvador, de estilo románico bizantino. Es

una obra de arquitectura moderna. En este lugar reposan los

restos de monseñor Óscar Arnulfo Romero, mártir de la guerra

de El Salvador. Poco después fui a conocer el antiguo pala-

cio del presidente de la República.

En la noche regresé cansado al hotel, me bañé y fui al res-

taurante del mismo. Servían a la vista lo que uno deseara. Pedí

de inmediato casamiento, que son arroz y frijoles, y se llama

así porque está unido el arroz con el frijol. También había

tamales de pollo, plátanos fritos y frijoles volteados, huevos

picados y papas con ayayai (huevos), café con leche y pan.

Al otro día fui a conocer la capilla de Guadalupe, lugar

donde asesinaron arteramente a monseñor Óscar Arnulfo Ro-

mero. Me recibió la madre María del Socorro Yrabata,

carmelita, misionera de Santa Teresa y me dijo: “Era el obis-

po de San Salvador. Vivió aquí los tres años del arzobispa-

do, cuando lo nombraron obispo. La oligarquía le ofreció un

palacio en la famosa y elegante colonia Escalón. Le hicieron

muchas ofertas pero él no aceptó. Quiso seguir auxiliando a

los enfermos para estar cerca del dolor, estar cerca del que

sufre. Ya usted sabe que aquí se auxilia a los enfermos de

cáncer, eso era lo que él quería. Sufría cuando veía sufrir

a alguien. Al ver la masacre que hacía el ejército, sufría

mucho.”

–Madre, ¿usted presenció la muerte de monseñor Óscar

Arnulfo Romero?

–Sí –contesta con gran solemnidad.

–¿Usted es la única sobreviviente?

–Sí.

Entrevisté también a la madre Luz Isabel Cuevas, mexica-

na. Vive en Santa Tecla. Ella era la madre superiora de la casa,

en ese entonces y era muy amiga de monseñor. Está ahora a

cargo del Hogar de Niños Huérfanos.

–Cuénteme su vivencia, sus recuerdos.

–¿Se puede imaginar un caso como ése? A él lo amenaza-

ban continuamente y cuando llegó aquí sentimos un gran ali-

vio. Lo mataron en un momento tan sublime como es el de la

consagración. El que lo hizo no pensó que lo iba a elevar a un

terreno más grande. No cualquiera tiene la dicha de morir al

pie del altar. Con eso lo glorificaron. Monseñor no consagró

con el pan y con el vino sino con su propia sangre.

–¿Usted vio cómo lo mataron?

–Llegué cuando él estaba tirado en el suelo. Hay un libro

que se llama La palabra queda. Lo venden en la UCA. Ahí están

todos los libros autorizados por la iglesia. La UCA es la Uni-

versidad Católica Simeón Cañas.

–Fue muy impactante.

–Claro, para cualquiera, porque no esperábamos que lo

vinieran a matar en su propia casa.

Me despedí y caminé rumbo a la calle donde tomé mi

camión que me llevó justo frente a mi hotel. Estaba nervioso

ya que estaba empezando a oscurecer y temía por mi integri-

dad física. Alrededor de la iglesia había monte como si estu-

viéramos en el campo. Esa noche era 31 de diciembre y me fui

E

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a acostar temprano pero para mi sorpresa me avisó don Serafín

que bajara a cenar, que él iba a traer pavipollo. Y así fue, a las

doce de la noche estábamos cenando los huéspedes del lugar

una sabrosa cena compuesta por el mencionado pavipollo, una

ensalada tropical, unos canelones… Es nada menos que la

hospitalidad centroamericana, pensé.

Al otro día, San Salvador estaba en completo silencio. Uno

de los clientes llamó a su chofer y nos llevó a un alemán y

al de la tecla al Puerto de la Unión y a una playa cercana, donde

me bañé mientras el anfitrión y los demás tomaban cervezas.

Las playas de El Salvador son bellas, y lo pude comprobar en

ese momento. Venía de vez en cuando una ola que me elevaba

y me acercaba a la playa. Este mar me recordó, guardando las

proporciones, desde luego, aquella playa de Hawai llamada

Waikikí beach en donde me había bañado hacía algunos años.

El sol estaba esplendoroso. Pensé, “tienen razón los salvado-

reños de sentirse orgullosos de su país.” El Salvador lo tiene

todo, playas, montañas, zonas cafetaleras, altiplano… Des-

pués, regresamos a San Salvador, nos fuimos a comer y ya en

la tarde fuimos al impresionante Suchitoto que fue para nos-

otros una verdadera revelación. Suchitoto es un bello pueblo

colonial, el más antiguo de este país. En la pequeña plaza esta-

ban vendiendo atole agrio y pan. Fui a comprar la sabrosa

bebida y ese pan hecho a la antigua usanza. Les convidé a los

amigos y después nos fuimos a tomar un rico café a una cafe-

tería de los portales. Visitamos la casa de un director de cine y

fuimos a conocer la presa que está a los pies de este puebleci-

to. Nos cayó la noche y fue hora de regresar a descansar

al hotel.

Este día lo dediqué para ir a conocer la ciudad de Santa

Anna. Salí lo más temprano que pude en dirección de la

Terminal del Norte y de ahí me enrumbé para la bella ciudad.

Abordé un camión guajolotero, me acomodé y durante todo el

trayecto estuve mirando el paisaje por la ventana. Al poco

tiempo pasamos por Santa Tecla, pequeña ciudad donde la

gente dice que aquí mataron a esta mártir, y que sus reliquias

se exhiben en un nicho en el parque central. No nos detuvimos

mucho tiempo en este poblado, seguimos nuestro camino “a

mata caballo”. Al fin llegamos a Santa Anna, impactante ciudad

que sorprende por su belleza. Me fui caminado desde la termi-

nal hasta llegar a la catedral, lugar donde entré a meditar un

momento. Al salir me dirigí rumbo al famoso teatro de la ciu-

dad, monumento arquitectónico que construyó la oligarquía

cafetalera. Hasta parece que estás en Nueva Orleáns o en una

página de la novela El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Di

mi cooperación voluntaria y entré a recorrer ese bellísimo tea-

tro, lleno de recuerdos y de historias. Estilo arquitectónico ita-

liano. Aquí me di cuenta que los azulejos eran como los que

todavía, milagrosamente, quedan en la casa de mi madre, allá

en Tapachula. Estos azulejos fueron traídos de Italia y entraron

por Puerto Barrios, Guatemala y se diseminaron por Centroa-

mérica. Llegaron a Tapachula, porque esta ciudad perteneció

en algún tiempo a Centroamérica. Esos azulejos entraron por

década y décadas a nuestro terruño.

[email protected]

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Rruizte

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RROBERTOOBERTO BBRAVORAVO

Donde abreva el tiempo

sabel Quiñónez nació el 17 de julio de 1949 en San

Pedro Sula, Honduras, Centro América, pero jamás

pasó por su mente no ser mexicana, para ella Hon-

duras era como Veracruz, Chiapas o cualquier otro estado de

la República. Llegó a La Ciudad de México en 1952 con su her-

mana y su mamá, luego de que sus padres se separaron. Su

nombre completo fue María Isabel Quiñónez Castellanos. Sus

padres fueron el Sr. Miguel Ángel Quiñónez y la Sra. Marina

Castellanos, ambos hondureños. Alguna vez me dijo Isabel

que el verdadero primer apellido de su papá era Celaya o

Zelaya, pero había sido registrado como Quiñónez al ser

adoptado por una de sus tías. El Señor Quiñónez tenía una

tienda de regalos donde también vendía libros. La Señorita

Castellanos daba clases de francés o inglés (dominaba ambas

lenguas) en un colegio. Por decisión del padre de doña Ma-

rina, cuando el matrimonio se disolvió, ella y sus hijas volaron

hacia México, y se alojaron en una pensión.

Para una mujer adolorida como estaba por su ruptura,

privada de su casa (vivían las tres en un cuarto), en una ciu-

dad donde era una desconocida y no una dama de sociedad

como lo había sido en San Pedro Sula, y además, dependiente

de su padre para vivir y sostener a sus hijas, fue muy difícil

aceptar su nueva realidad. Una depresión se hizo presente

y esa temporada la vivió la niña Isabel como un infierno. La

ausencia del padre, ver y sufrir a su madre en ese estado du-

rante su niñez fue el germen de su visión de la vida como un

lugar demasiado frágil donde acecha el peligro, los malos tra-

tos, la tristeza, las expectativas inciertas y sin esperanzas. Un

lugar donde no es posible ser sin que esto tenga funestas con-

secuencias, porque a donde quiera que fuese y estuviera a la

alegría inicial seguía esa desolación interior que la acompañó

desde niña.I

Morten Keller

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El Señor Miguel Ángel escribía a la niña Isabel y más gran-

de, cuando ella aprendió a leer le mandó libros. Leer aquellos

libros le proporcionó la posibilidad de otros mundos donde la

vida y la dulzura eran posibles, además de establecer un diálo-

go con el padre ausente, y con ello se arropó una parte impor-

tante de su vida.

Una vez, recién casada otra vez, doña Marina se ausentó

dos días con su esposo, e Isabel, al ver marcharse a su mamá,

permaneció sentada en un sillón manteniendo los ojos fijos en

una lámpara de la sala. Allí la esperó hasta su regreso y nadie

pudo moverla. ¿A qué tenía miedo Isabel? ¿Cuál era su pavor?

Sé solamente que algunos animales lloran cuando ven a sus

dueños alejarse, y brincan de alegría cuando los ven regresar.

Sé también que ella se sentía una niña tan sola, y su madre era

quien sostenía su contacto con la vida. Sé también que las per-

sonas no son iguales, y que algunas sienten más que otras y la

luz de aquella lámpara le permitió no sentirse perdida, fue un

árbol en quien buscó protección, un antiguo totem a quien

acudió buscando refugio.

A la muerte de su abuelo, el padre de Doña Marina, ésta

heredó, y con esa fortuna compró una casa en Polanco, en la

calle de Hesiodo, y dio rienda suelta a una de sus pasiones: via-

jar. Anduvo por todo el mundo (literalmente) con su esposo,

hasta que la riqueza menguó.

Isabel, quien fue siempre una de las mejores estudiantes

de las escuelas en donde estuvo, se refugió en la lectura y la

comida y se convirtió en una niña pasada de peso, dulce e inte-

ligente que amaba a los gatos, a las plantas del jardín, y huía

del contacto social.

Una hora después del desayuno, pensaba lo que comería

en el almuerzo, y después de la comida imaginaba la cena. A

cada rato iba al refrigerador a buscar algo y comía el día com-

pleto leyendo acostada en su cama.

Doña Marina, que la quería dueña de sí misma, y no tími-

da, ni pasada de peso la emprendió contra ella para componer

las deficiencias de Isabel, quien refugiada en su mundo inter-

no se enfrentó a ella con la que fue su característica funda-

mental: Una callada y tenaz resistencia a no dejar que influye-

ran y metieran la nariz en sus cosas y en su vida.

Le gustaba leer biografías de los grandes hombres y muje-

res que han contribuido al buen desarrollo de la humanidad.

Desarrolló en ese tiempo la parte de su naturaleza que era soli-

daria con los débiles, a estar contra las causas injustas. Su vo-

cación fue aparte de las letras, creer que el mundo podría ser

mejor, habitable para todos, los pobres, los inteligentes, los

que se apartan de un comportamiento social “adecuado”, los de

una sensibilidad fuera de lo común como era la suya. Amaba

las cosas bien hechas, el arte en su expresión tanto tormen-

tosa como delicada en todas sus manifestaciones. Creía en el

arte como una forma que manifiesta lo mejor que tenemos, y

hace amable la vida.

Isabel Quiñónez, estudió en la Universidad Iberoameri-

cana, ciencias y técnicas de la información, y fue una alumna

que se distinguió por sus altas calificaciones.

Cuando lo consideró necesario, espoleada por el senti-

miento de sentirse gorda, inició su lucha por bajar de peso y

como todo lo que se propuso en la vida, lo logró, dejó de serlo

y se convirtió en una mujer atractiva, bonita para cualquiera.

La belleza la heredó de su madre quien además de ser hermo-

sa, era distinguida y de una fuerte personalidad.

La joven Isabel, comenzó a hacer lo que las señoritas de

su edad hacían, y eso dio pie para sostener una nueva lucha

con su madre, quien la hostigó con los conceptos sobre mora-

lidad que ostentaban las personas de su generación, e Isabel

decidió salirse de su casa con una de sus amigas que le ofreció

asilo en la de sus padres. A pesar de ser de impecables moda-

les, se fue pronto de ese lugar, e inició su lucha por la inde-

pendencia. Puso un departamento más tarde cuando empezó a

trabajar, primero como vendedora de publicidad para una

revista o una empresa, y después de abandonarlo desempeñó

otros empleos, hasta que entró como correctora de estilo al

Instituto Nacional de Antropología e Historia. Después pasó a

ser investigadora adjunta, luego investigadora titular A, B, y C.

Cuando murió le faltaba ser solamente investigadora emérita.

Cuando se enamoraron el caricaturista Carlos Dzib y ella

pusieron un departamento. La visión despreocupada y simpá-

tica de la vida que tenía Carlos le dio tranquilidad y seguridad,

atenuó su visión trágica de la existencia, le hacía despertar por

69

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las mañanas con una sonrisa por las bromas del artista que la

hacían reír cuando daba un sesgo amable y hacía chistes de los

problemas que se les presentaban.

Durante ese tiempo formó parte del grupo de poetas que

hicieron las revistas El Oso Hormiguero y El Ciervo Herido

(1976-1978), y publicó Extracción de la piedra de la locura

(1979). Asiste a los talleres literarios de los poetas Carlos

Illescas y Juan Bañuelos, y sale Alguien maúlla (1984), dedica-

do a Carlos. Elabora también una antología de Literatura Co-

lonial y hace un curso de literatura oral en la Universidad de

Filadelfia en Estados Unidos.

Primero el divorcio la separó de su padre, después, la

muerte le quitó a Carlos (1985). Una enfermedad crónica hizo

detener su corazón. Isabel sabía que iba a ocurrir desde un año

antes.

Los poemas que siguieron a la muerte de Dzib los reunió

en Esa forma de irnos alejando (1989). Si puede afirmarse esto

de la obra tan pareja de Isabel, diremos que la pena por la

muerte de su amado Carlos, lleva su poesía a un nivel superior

de humanidad. Delicadeza, reticencia, reposo, intensidad e inte-

ligencia penetran el significado secreto del sufrimiento:

VII

Buena es la muerte

Termina el dolor

y el miedo

la dulce muerte

Ilumina apacible,

no destroza;

el horror

que la prosigue

es obra de la vida.

Carlos e Isabel no se casaron ni tuvieron hijos. Dzib, quien

había contraído nupcias antes de conocerla, no pudo obtener

el divorcio a pesar de los años que vivieron juntos.

Conocí a Isabel dos años antes de la desaparición de

Carlos, andaba con su amiga Leticia Hülsz por los jardines

de un hotel de Cuautla, Morelos, donde nos habían hospedado

los organizadores de un encuentro de escritores. Caminaba,

como siempre lo hizo, abstraída, viendo el piso, o la punta de

sus zapatos, mientras Leticia le hablaba. Me pareció muy bella

y pregunté a quien estaba conmigo que quién era. Me dijeron

su nombre, y también que era pareja de Carlos. Cuando me

enteré del deceso de Dzib, tres o seis meses después, procuré

un encuentro con ella, y la invité, yo trabajaba en el INBA y

colaboraba en la elaboración de las listas de participantes a los

encuentros de escritores. No es necesario aclarar que en su

caso no se trataba de ningún favoritismo, ella fue siempre rea-

cia a participar en esos eventos. Nos encontramos en Puebla, y

la invité a salir, lo hicimos dos veces en esa ciudad, y un mes

después, a llamado mío, me citó a tomar café y a la presenta-

ción de un Libro de José Joaquín Blanco, a quien ella admira-

ba. Se tardó demasiado platicando con José Joaquín después

de la lectura, que, cuando volvió conmigo los posibles cafés a

donde podíamos ir estarían cerrados. Me sonrío apenada dis-

culpándose, y me preguntó:

–A dónde vamos, los café deben estar cerrados.

En el que estábamos ponían las sillas sobre las mesas.

–A mi casa, está cerca de aquí. Podemos tomarnos un

vaso de vino.

Contraria a mis expectativas aceptó. Y nos fuimos.

Esa noche platicamos de música oyendo discos y de poe-

sía leyendo poemas, con el vino que aflojó nuestras lenguas, y

la emoción de ella, a momentos, por la tristeza. A las tres de la

mañana yo no podía más y le dije que iría a mi recámara a des-

cansar. Ella me pidió quedarse, seguir escuchando música, leer

de mis libros y beber más vino. Que estaba en su casa le seña-

lé y me fui a acostar.

La sala del departamento tenía un ventanal grande que

daba a los cerros del Ajusco, junto a él, había un sofá. Hincada

en el mueble, viendo el amanecer tras los montes, escuchando

las Harmonías poéticas y religiosas de Liszt, y escribiendo en

una hoja suelta que apoyaba sobre un libro, la encontré des-

pués de despertar. No la interrumpí, estaba terminando un

poema, el penúltimo de Esa forma de irnos alejando. Cuando

se dio cuenta que estaba atrás de ella, sonrío y me pidió per-

miso de pasarlo a máquina:

70

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LIII

También la densidad de las raíces puntea desde

sí misma,

y en su forma busca y se adelanta, como una nube

opaca hacia la noche;

sin luna, sin luces, espera un resplandor que se alce en

la mitad del cielo.

Nada se oye todavía cuando la media luna se le ofrece,

con una claridad que apenas se aleja de sí misma.

Las raíces buscan en los cerros, no razones del peso

que sostienen, sino alimento;

comen de su lento hundirse, de estar con grietas y

barrancos, bajan por pendientes de sombra.

Y hay un canto de gallo que aligera ese enterramiento.

Nada se oye, y sin embargo, el aire es una música en

silencio,

un contemplar los troncos que se alzan, una quietud

de hojas.

¿Qué es luz sino el sonido, una suavidad para las

nubes?

En la delgada claridad ascienden las raíces, y son

ramas;

hoja entre hoja aguardan a los pájaros;

así despiertan: no cansadas de ser vasos colmados de

materia, y contemplan.

Violáceo el cielo que se abre. No hay dolor ahora que

las nubes trazan cantos de geranio;

con esa melodía los árboles se inclinan, se

desprenden en pájaros, son alas;

las palabras amanecen humildes, en sus cuerpos; se

alegran, abren en paz a su tristeza.

El horizonte azul y verde se distiende. El sol es la tierra

que vuelve hacia sí misma;

y las raíces amanecen porque son fruto,

naranjas ya cuando eran ciegas y obsesivas en la

noche;

dulce esplendor nacen, pudriendo, su semilla

71

Alberto Calzada

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¿Qué no habrá jugadode niño al médico

y los soldaditos?Son tantas las ocasiones en

que Felipe Calderón se ha ha-

bilitado de médico y de solda-

dito, que lo menos que cabe

esperar es que de niño no ha-

ya jugado al doctor y que tam-

poco le hayan permitido jugar

a los soldaditos.

En el 68, una caricatura

genial de Abel Quezada, con

motivo de los crímenes de

lesa humanidad que cometió

Gustavo Díaz Ordaz, presen-

taba a éste en el diván del psi-

coanalista en el momento en

que este último le pregunta-

ba: ¿Qué de niño no jugó a

los soldaditos?

Hoy no hace falta el se-

guidor de Freud para estable-

cer el diagnóstico.

Primero apareció FC de

militar con un traje sobrado

y un quepí que le bailaba en

el cráneo y más tarde vistió

a sus hijos de soldaditos, tal

vez para que no sufrieran el

mismo trauma que hoy aque-

ja al padre.

Pero luego comenzó a

hacer sus prácticas clínicas

y diagnosticó, antes de que

los médicos forenses expli-

caran qué había causado la

muerte de la señora oaxaque-

ña Ernestina Ascensio Ro-

sario, que había fallecido

de “una gastritis crónica no

atendida”, cuando las prue-

bas indicaban que había su-

frido una violación tumultua-

ria por presuntos elementos

del ejército. Los miembros del

gabinete y hasta el Ombuds-

man federal, José Luis Sobe-

ranes, avalaron el diagnóstico,

que ni el Doctor House habría

hecho a distancia.

Luego en Nueva York el

mismo Felipe del Sagrado

Corazón de Jesús, aseguró el

25 de septiembre del año

pasado que la gripe económi-

ca de Estados Unidos no pro-

vocaría pulmonía en México.

72

Perla Estrada

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Antes, mucho antes, el 20 de abril

de 2007 aventuró –según despacho de

Notimex– que la diabetes y las enferme-

dades cardiovasculares, pueden evitarse

con la práctica de los deportes, como

si no se supiera que verdaderos atletas

han muerto de infarto o han sufrido de

diabetes.

El 31 de enero de este 2009, en Da-

vos, Suiza, tuvo que recular y aceptar

que “a México le puede dar neumonía

(pulmonía)”, el mismo día que dicen que

dijo el católico recalcitrante que “gober-

nar es el infierno”.

El 13 de febrero de este año, Excél-

sior informó que Calderón había persis-

tido en sus analogías médicas al señalar

que “un infarto a la economía estaduni-

dense impide una buena irrigación san-

guínea hacia México”.

Y en nueva faceta de arúspice meti-

do a meteorólogo, aseguró después que

al finalizar el verano –luego de las elec-

ciones, desde luego (“Voten por mi pro-

yecto”)– ya habrá terminado la crisis.

¡Cuánta sabiduría de médico frus-

trado se desperdició, nomás porque no

lo dejaron ser médico!

Si lo hubieran dejado ser médico...

Si a Felipe Calderón lo hubieran dejado

ser médico, el mundo se habría benefi-

ciado con un gran clínico y el país habría

gozado de una ventaja histórica: ningún

médico aspirante se ha convertido en

Presidente de la República, salvo el ca-

so de Valentín Gómez Farías, aunque eso

fue en el siglo XIX; en el XX los que lo

intentaron fracasaron.

A lo mejor hubiera podido progre-

sar en la medicina y con buena suerte

(¡Aunque con esos diagnósticos…!) ya

tendría su propio hospital y México un

buen presidente que no habría sido él.

En Estados Unidos se acusó a los

críticos de cine de haber provocado que

Ronald Reagan se lanzara a la política.

Si no hubieran insistido en que era un

pésimo actor, no habría buscado en la

política un mecanismo de compensación

y el mundo se habría librado de un

gobernante con una enfermedad dege-

nerativa del cerebro.

Lo malo de no leer...

¿Quién creen que escribió lo siguiente?

“Con las derechas en el poder, la

mano velluda y macilenta de la Iglesia se

exhibiría desnuda, con toda su codicia

de mando, con ése su incurable oscu-

rantismo para ver los problemas del país

y de sus hombres reales. La Iglesia per-

seguiría a los liberales, los echaría de

sus puestos, de sus cátedras; les negaría

la educación a sus hijos; los liberales,

en suma, pronto serían víctimas de un

ostracismo general…”

“…me parece claro que Acción

Nacional cuenta con tres fuentes únicas,

aunque poderosísimas de sustentación:

la Iglesia Católica, la nueva plutocracia y

el desprestigio de los regímenes… Acción

Nacional se desplomaría al hacerse

gobierno. ¿Tendría, llegado ese momen-

to, algo más para vivir por sí misma y

guiar al país? No cuenta ahora ni con

principios ni con hombres y, en conse-

cuencia, no podría improvisar ni los

unos ni los otros…”

“¿Y quiénes son los hombres de

Acción Nacional? No tienen sex appeal

para el pueblo mexicano: ninguno de sus

dirigentes procede de él, ni siquiera del

campo o de la aldea: son de la clase

media alta, y sus intereses y experiencias

están confinados dentro de las paredes

de la oficina o la penumbra de la iglesia.

No conocen más aire libre que el vaho

que despiden las calles asfaltadas de las

grandes ciudades. Son los que el porfiris-

mo llamaba personas decentes, lo cual

quería decir, en la forma, una reminiscen-

cia muy lejana del vestir inglés y en el

fondo una mentalidad señoritinga”.

Fue escrito hace 63 años, en 1946

por Daniel Cossío Villegas, economista,

filósofo y abogado, historiador, hom-

bre de letras, en un ensayo que podría

ser actual hasta en el título: “La crisis

de México”. Pero por no leer a este sin-

gular profeta intelectual, se empezó por

dar “el voto útil” y se terminó entregan-

do el poder a un partido que “se desplo-

maría al hacerse gobierno”.

Si hasta Servitje se ha dado cuen-

ta de que Calderón va a terminar su perio-

do de gobierno antes de lo previsto…

¿Juega Marcelo

a la memoria y el olvido?Dicen los que creen que saben, que los

estropicios y el caos vial que está cau-

sando en el DF Marcelo Ebrard con sus

obras viales: hoyos por aquí, calles

cerradas por allá, colonias prácticamen-

te sitiadas como la Escandón y la

Condesa (¡y eso que en ella vive el Jefe de

Gobierno!), obedece a una estrategia

política que espera le dé resultados posi-

tivos en sus aspiraciones presidenciales.

Ahora todo mundo truena contra

él porque cierra el Circuito Interior, las

laterales del mismo, no deja pasar por

73

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aquí ni por allá a los automóviles par-

ticulares, taxis, microbuses, camiones de

pasajeros, combies, levanta el asfalto

de una avenida, reduce carriles, impide

llegar a citas, dificulta la entrada al tra-

bajo y en fin provoca que contra él y su

progenitora se lancen ajos y cebollas.

Pero apenas es el 2009. Para el 2010

estará arreglado y concretado el Circuito

Bicentenario, los puentes estarán funcio-

nando, los túneles (o “deprimidos”) da-

rán su mejor servicio, los Metrobuses

habrán mejorado, la miel correrá sobre

hojuelas y ya nadie recordará estos ma-

los momentos, al igual que ahora todos

aprovechan el segundo piso del Periférico

y ya olvidaron los anatemas contra López

Obrador y aún las profecías en el sentido

de que no iban a servir de nada y en más

que pronto se iban a caer.

Y para el 2011, cuando ya se piense

en “la grande”, Marcelo estará bien “posi-

cionado” y ya la gente habrá olvidado los

desbarajustes en la circulación que hoy

maldicen.

¿Será?

¿Qué se traen contra el beso?Primero fue el abad de Guanajuato… no,

parece que se trata del presidente muni-

cipal, un tal Romero Hicks, hermano del

muy culto y científico director de Co-

nacyt… bueno, ese presunto alcalde, pro-

puso que se castigara a los besucones

que se anduvieran chupando el alma en

público.

Luego, el Marqués de Horcaci-

tas, que dirige a los vasallos del Seguro

Social, mandó publicar un nuevo edicto

por el cual se advierte a la población

súbdita que el hecho de besarse en la

boca puede traer maldición eterna, pues

la trampa labial esconde virus de la gripe,

bacilos de la tuberculosis, bacterias, her-

pes y gérmenes variaditos que pueden

conducir a la discapacidad o a la muerte.

Todavía no han enjuiciado a Marcelo

Ebrard por su atrevimiento del sábado

14 de febrero, al invitar a toda la gente a

besuquearse en público de la gente y en

función de permanencia voluntaria, pero

bien podrían acusarlo de genocidio, si es

que de ese encuentro bucal se desprende

una pandemia zocalera que sea letal pa-

ra los más débiles practicantes del beso.

A ver si un día la mochería del PAN se

pone a investigar cuántas enfermedades

contagiosas trasmite el hecho de besarle

la mano al cura o el anillo al Papa. Y a ver

si luego difunden los resultados.

De otra manera será apreciable que

lo único que no quieres es que la gente

se dé uno de esos besos indecentes que

llegan hasta la campanilla. Los otros, res-

petuosos y sumisos, que no sean de

boca a boca, serán bienvenidos, pues al

no haber intercambio de fluidos (sali-

va) no habrá riesgo de contagio (ni posi-

bilidades de emoción).

De los besos más abajo (cunnilin-

güis o fellatio), ni hablar. Esos no son

besos, son manifestaciones de satánica

concupiscencia, de los que no es pru-

dente hablar en público de la gente. Si

los de boca a boca pueden conducir a la

cárcel, al hospital o al cementerio, los

otros llevan directamente al infierno.

Cursos de Pascua

Ya viene la Semana Santa.

Y luego la semana de Pascua.

En la primera, los padres que estén

a salvo de la crisis, tal vez lleven a sus

hijos de vacaciones, pero la posterior,

regalito sindical para los profes, los ni-

ños tendrán que quedarse en casa, por-

que ni los papis tendrán más recur-

sos para pasearlos ni siquiera el tiempo

libre, ya que las dos semanas de vacar

son sólo para los escolares.

¿Qué hacer con esos niños, para que

no se la pasen alelados ante la tele o bien

obnubilados por los video-juegos?

El Taller Abrapalabra ofrece desde

hace varios años la posibilidad de brin-

darles diversión que educa y entreteni-

miento que informa en un curso ayurvé-

dico de seis días, lunes a sábado, en el

que se les proporcionan dos horas de

atención al intelecto, dos dedicadas a la

actividad corporal y otras dos a las artes

manuales, con lo que se cubre el propósi-

to de cubrir los campos de la mente, del

cuerpo y del espíritu.

Habrá, por lo tanto clases de le-

tras, ciencia, artes, cine, música, compu-

tación, pero también de gimnasia, artes

marciales, teatro, danza de cuadrillas

y pintura, dibujo, escultura, caricaturas,

origami, manualidades y serán imparti-

das por maestros reconocidos en su área.

El cupo está limitado a 16 alumnos y

por lo tanto hay que reservar con antici-

pación, ya que aunque parece lejana la

fecha (del 13 al 18 de abril), es mejor ase-

gurar el lugar para el niño o los niños,

pues si se inscriben de dos en dos

(hermanos, amigos, vecinos, compañe-

ros), hay un descuento muy importante

de 2 por 1 y medio.

Informes a los teléfonos 5553-2525

y 5522-0992, celulares: 04455-1699-8085

y 04455-1700-7273 o a los correos elec-

trónicos: [email protected]

o bien [email protected]

Página web: www.abrapalabraha.com

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MMARCOARCO AAURELIOURELIO CCARBALLOARBALLO

Para Luisito Carreño, a quien ya le develaron un busto, je je.

Por quién dobla la campanilla

u artículo sobre el plagio, estimado René Avilés

Fabila, me pareció un recuento minucioso de lo

sucedido en esa materia. Terminé de leer la nota

sobre la multa a Alfredo Bryce Echenique, por haberle plagia-

do dieciséis textos a quince colegas, y sentí en las sienes el

repique de la campanilla. Me refiero a la campanilla de los

boxeadores que al escucharla saltan del banquillo, sin darse

tiempo a pensar en calidad de qué volverán a su esquina cuan-

do doblen de nuevo.

De golpe se me ocurrió aporrear el teclado cuyo remate

sería un exhorto al admirado maestro para que me plagie. De

tal manera que un juez deposite en mi tarjeta de débito 3, 530

dolarucos. Cuando dividí 56,500 dólares entre quince repa-

ré en que a uno de ellos le tocaría el doble. ¿Quién será ese

cuate? Humillado por los tabuladores, pensé también, que po-

drían plagiarme buen número de ocasiones a mitad de precio.

¿Procederá? ¿No recibiré una segunda humillación, ahora del

juez? La multa ¿es multa o es indemnización?

Pospuse el tecleo del texto en espera de una entrevista

con declaraciones del autor de La vida exagerada de Martín

Romaña, y del juez y del autor de los dos artículos. En el colmo

de la ilusión esperaba opiniones de autores, editores y exper-

tos en derechos de autor. Sé apenas lo elemental. Si acreditas

lo que te fusilas ¿qué tanto incurres en el plagio? También ¿qué

tanto gana el acreditado porque aumentan sus puntos acadé-

micos? ¿Cuáles se consideran casos de intertextualidad?

¿Quiénes son y cómo operan los rastreadores de falsifica-

ciones en Internet? Tema vastísimo. Yo hubiera querido infor-

mación para lanzar por Internet la propuesta a Bryce.

Por tu artículo, René, me entero de que han sido acusa-

dos de plagio desde Reyes hasta Fuentes, pasando por el lobo

mayor Paz. Pero qué necesidad. Ahora bien, sé distinguir un

texto de Bryce de uno de Vargas Llosa, por citar a dos paisa-

nos entre sí. Con el primero me deleito, con el segundo pien-

so. Lo cual, como lector, me hizo decidir que no perdería el

tiempo leyéndole al primero de ellos ningún plagio. Pero ¿qué

hago con mis otros autores favoritos? Si desde el principio me

desagrada el texto, ¿debo sospechar un plagio? ¿No suponer

ya que tuvo mala tarde como los toreros? Odio el sospecho-

sismo.

El guarura está furioso

El libro ahí va a pesar de que su autor está como embrujado o

maldito, querido maestro. Algunos cuates me han hablado

para preguntarme dónde comprarlo. En la Gandhi, de Miguel

Ángel y Quevedo, en el estante de Comunicación, sin haber

pasado por la mesa de novedades. Es que se llama Morir de

periodismo (Axial). A tres metros de los baños y de espaldas, es

decir, puedes ubicarlo en ese rubro al salir del baño. La libre-

ría que frecuento. Ya te imaginarás lo que significó para mí

buscarlo con el disimulo del autor pudibundo.

Otros ya lo leyeron. No comían y casi no dormían has-

ta terminarlo, como Alberto Carbot, nuestro director en Gen-

T

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tesur. Raúl Torres Barrón lo había leído en tres días, dijo, pero

luego aclaró que en una semana. A Guillermo Esquinca Ba-

llinas le gustó más la segunda parte (?). Algunos lo disfrutaron

y otros están molestos. Pedro Valtierra lo ha comprado y obse-

quiado. Pero BP, dijo Pedro, está molesta y amagó con propi-

narme de bastonazos donde me encuentre.

El guarura del director también está furioso, me escribió

Carlitos Reinaldos, y va a demandarme. Le contesté que tres

despachos de abogados podrían defenderme. Ese personaje,

contó Carlitos, perdió una pierna en una batalla a tiros y ahora

es periodista. Escribe de “justicia”. Como colegas, le contesté

a Carlitos, él y yo podemos llegar a un acuerdo. Algo así co-

mo el acuerdo entre Joyce y Hemingway, ¿recuerdas? Joyce le

enseñó a escribir a Hemingway y éste al otro a boxear. Si el ex

guarura me enseña a tirar con pistola yo le pasaría unos trucos

sobre el oficio periodístico. Claro, quién sabe cómo me vaya a

mí en un duelo, de los muchos pendientes. Podría perder un

brazo y convertirme en el Cervantes II. No escribo “sin falsas

modestias” porque nadie quiere ser un segundón... Al ex gua-

rura debe irle mal porque cuando les digo a mis hijos cuánto

gano como articulista no saben si reír o llorar.

Un colega preguntó dónde compraba mi libro porque iba

a regalárselo a un doctor en letras. Le dije dónde y le di las

señas. Quince días después encontré al colega por casuali-

dad en una cafetería. Aún no lo compraba, dijo. El doctor debe

estar dándole gracias a sus diosas porque podría ser como José

Emilio Pacheco y como otros muchos. Pacheco declaró que no

le gusta que le sugieran lecturas. Sin embargo el entrevistador

no ahondó en ese punto. Bueno ni en ése ni en otros.

¿Tú eres así? Yo también. Vamos por esta dimensión

encontrando y hallando a nuestros autores. Uno te lleva a otro.

Las reseñas también, no tanto la crítica. Por eso nunca reco-

miendo nada. Sólo si me preguntan y con insistencia. He des-

cubierto cuando menos a un autor, al inglés-pakistaní Hanif

Kureishi, entre los libros regalados por ti. Le he leído todo en

español. En uno de sus libros, Mi oído en su corazón (Alfa-

guara), Hanif cuenta cómo veía tecleando a su padre, mañana,

tarde y moda. Jamás tuvo éxito como escritor. Ni siquiera le

publicaron, parece. Es como sin duda me ven mis hijos a mí.

Pero ellos no quieren ejercer esa especie de venganza contra el

destino como lo hizo Kureishi. ¿Tú me diste el primer libro de

John Fante o lo descubrí yo? He leído los ocho publicados en

español.

Salvo excepciones, me ha ido de maravilla con los estu-

diantes. Compran veinte, treinta ejemplares de mi libro, voy a

su escuela y me someto a las preguntas. Por ingenuos (ellos),

siento ganas de quedarme tres días y platicarles todo, pero

todo. Para evitarles lo que pasamos tú y yo, o cuando menos

sepan a qué atenerse. Son nada mamones, aunque luego a

estos los encuentres fuera de la escuela. ¿En qué momento se

metamorfosean? ¿De qué charco saltarán? ¿De las universida-

des de paga?

Odio a las conferencias

Eso hago ahora, maestrazo Arnulfo Rubio, reporteo la vida.

Pinche vida. La compu señala que he bajado el PDF del Expreso

de oriente, tu revista, y ¡no lo hallo! Lo bajo pero quién sabe

adónde. Le preguntaré a mis hijos con la humildad que corres-

ponde a la soberbia de ese par de guerrilleros de 16 y 18 años.

Lo haré cuando regrese al DF.

76

Adolfo Mexiac

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Estoy en Tapachula invitado a dar una conferencia. Asis-

tieron tres adultos y como cincuenta acarreados preparatoria-

nos desmadrosos. Los bien desayunados porque otros durmieron

la siesta del perrito, la de entre el desayuno y la comida, como

si fueran unos curulecos, diputados omisos. La capacidad del

auditorio es como para trescientas cincuenta personas. Tú eres

de secundaria, le dije a una chicuela como de un metro diez

centímetros, caquéctica, aunque de ojos verdes. No, dijo ella,

soy de prepa. Entre los adultos estaba una señora desconoci-

da y una prima mía, la Chachis.

Esa prima estaba ahí por su esposo, el maestro de cere-

monias y catedrático Guillermo López Ríos. Así que pedí abrir

la sesión. Había llevado ejemplares de Morir de periodismo

(Axial), mi séptimo mamotreto, en una maleta con rueditas. Los

organizadores iban a ponerlos a la venta. Aparte de mi primo

no había ningún representante de la Universidad. Le pedí que

me disculpara porque yo de ahí saldría pitando hacia el aero-

puerto. Pude haber vendido la maleta, sin duda porque está fla-

mante, pero ningún libro.

La disculpa era con los otros conferenciantes, un sociólo-

go, un antropólogo y una señora de apellido alemán, Kobe. El

tema para mí fue el de “Identidad, periodismo, literatura y el

Soconusco”. A los chamacos iba a importarles un diputado si

yo me quedaba o no. De reojo vi a los compañeros de me-

sa como deprimidos por el auditorio de caballada tan flaca.

Desde luego al leer mis diez cuartillas lo hice como un profe-

sional. Espero haber despertado vocaciones aletargadas para

que se inclinen por la escritura. Aunque nuestros respectivos

casos, a manera de ejemplos, podrían más bien invitar a que

nadie tome ese incierto y sinuoso camino en penumbras y

sembrado de trampas. Te agrego a mi costal, maestro Rubio,

por mera intuición no porque estés llegando a estas alturas de

la fiesta al estado escéptico en el cual a veces caigo. Aunque los

lingotazos de vodka, o de ginebra en tu caso, nos levanten

nomás el ánimo, je je.

Alma de mercachifle

Al volver al DF de mi Taller de Narrativa en Tuxtla Gutiérrez (TG)

traje ejemplares de Soconusquenses. Crónicas y semblanzas

(SCS). Años sin publicar y de pronto, ¡zas!, dos mamotretos. Si

tuviera agente me dirían como a Charles Fountain, publica

cada dos años. ¿Cómo dosificar la edición de tus libros si tie-

nes ochenta años de edad? Importa escribir. Un adicto suyo le

leería cien novelas en dos años a dos horas diarias.

Coneculta-Chiapas editó mil ejemplares de SCS. De rega-

lías recibes cuatrocientos setenta y cinco ejemplares. Te retie-

nen veinticinco para promoción. El Consejo se queda con la

mitad y veinticinco más para promoción.

(www.conecultachiapas.gob.mx). Necesitaría hacer ocho

viajes a TG.

Ya tienes tu dotación, dijo Petunia. Ahora ¿qué? Podría

ofrecerlos en Gandhi, pero es un lío. Hace años acompañé al ex

combatiente Enrique Maldonado. Le aceptaron la novela Entre

el amor y la guerra. Sus experiencias en la segunda guerra mun-

dial y su paso por Japón donde le abrieron la barriga a lo ancho

con un corte fino de bayoneta. Agotó el libro. Quiso cobrar. No

tenía facturas.

¡El Metro! Antes escribiría media cuartilla para aprendér-

mela de memoria y ejercitar el tono cadencioso del vendedor

ambulante. No tengo alma de mercachifle. Puedo estar culia-

tornillado horas escribiendo gratis, pero vender es como ir a

dar a uno de los círculos del infierno.

El primer ejemplar de SCS se lo regalé al administrador

del Gran Hotel Humberto. Dos a los simpáticos y diligentes

empleados de la Cafetería Avenida. Diez a los talleristas. Uno

a Édgar Miranda, todólogo del Coneculta-Chiapas. Él va por

mí al aeropuerto y me lleva de regreso. Quise obsequiarle

uno al empleado de la línea aérea, pero lo vi jetón porque

yo intentaba abrir con las manos el paquete flejado con

la ominosa cinta canela, para sacar cuatro ejemplares y dar

el peso.

Nunca eché una botella con nada escrito a ningún mar.

Estaba esperando Internet, creo. Pero llegó y me pescó abstraí-

do tecleando mamotreto tras mamotreto y crónica tras cróni-

ca. Cuando mi agente, Petunia, se dio cuenta de que no vendía

nada y si vendía no cobraba, renunció y buscó chamba. Los

dos niños aceptaron dichosos vender mis libros en las presen-

taciones a cambio de la comisión del diez por ciento. Gracias a

ese entrenamiento de hace diez años ahora quieren ser todo

menos reporteros o narradores.

marcoaureliocarballo.blogspot.com

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CCARLOSARLOS BBRACHORACHO

TRANCO I

uestro ínclito y nunca bien ponderado colaborador,

el maestro Carlos Bracho, envía a este siete veces

H. Consejo Editorial, un escrito que a nosotros, lec-

tores consumados que somos, nos ha parecido que es un docu-

mento que bien vale la pena leerlo, no una vez, sino tres o más

veces, de veras, vale la pena. Nuestras amables y dicharache-

ras lectoras sabrán apreciar, desde luego mejor que nosotros, el

contenido de este Tranco. Léanlo:

Hacía un frío de los mil demonios. El aire, repartido en ráfa-

gas pequeñas, se incrustaba a través de la ropa y eran dagas que

herían la piel y provocaban espasmos violentos. Luego el viento

levantaba un fino polvo que también molestaba mis ojos, a pesar

de los lentes que usaba. El sol estaba allá arriba, sí, pero las

nubes maloras tapaban la mayoría de sus rayos. El resultado era

que el cuerpo se congelaba; apresuré mi caminar y tomé la direc-

ción correcta. Sí, le acertó al blanco, estimada y bella y bailadora

amiga, entré apresurado a Mi Oficina y María –bella mujer nativa

de Xochimilco y con unos ojos más que pispiretos y cuyas pier-

nas son dos columnas que claman por las caricias vespertinas y

de un espíritu jocoso y libertario– puso en mi mesa que mira a la

calle, una ringlera de tequilas, del blanco, del que raspa, del que

sabe todavía al tequila que en mis años mozos bebí en Arenal

y en Tequila, Jal. El primer caballito –doble que tomé, me cayó

como agua al matorral del desierto de Atacama. Al segundo la

chamarra de cuero salió volando por los aires y la camisa era

la prenda más adecuada para aguantar el fuego de la bebida.

Luego la muy coqueta de María –cada vez que a mi mesa se

acerca, por cualquier motivo, para limpiar, para poner los plati-

llos, para reponer servilletas– se agacha tanto que su escote libi-

dinoso deja ver el par de paricutines en plena explosión, ella, la

muy endina, me mira de soslayo y me lanza una sonrisa pícara

y sensual. Usted, lectora insumisa, comprenderá que ante ese

espectáculo, ante las bebidas lascivas y ante aquella mujer, no

me queda más que salir de los fríos y entrar a la etapa bella del

calor interno. Afuera, a pesar del frío ya comentado, una colum-

na de campesinos marchaba elevando su voz de protesta y de ira

y de enojo ante la grave situación en la que los tienen sumidos

los gobernantes pripanistas, y en especial dominaban las mantas

en donde se plasmaba ese enojo ancestral, unas decían: “Muera

el mal gobierno”, otra rezaba: “Gobierno fascista y represor”, la

de más allá: “¡Basta de aumentos al agua, a la luz y a los alimen-

tos”, y otra: “Zapata vive, Zapata nos va a vengar!. María, de

reojo, miraba esas expresiones plasmadas en las telas. Observé

que una pequeña lágrima salía de cada uno de sus bellos ojos

–ojos de color capulín– , con discreción sacó su pañuelo y limpió

su rostro, volteó a verme y le lancé una mirada de amor y de soli-

daridad. Sí, qué podemos hacer los hombres y las mujeres de a

tierra, los que no estamos en los círculos dorados de la burocra-

cia, qué podemos hacer los que no estamos encaramados en las

curules que detentan los cínicos y desvergonzados políticos

mexicas, que han destruido en las últimas décadas todo el idea-

rio de Morelos, de Juárez, y por supuesto del espíritu de la

Constitución del 17… qué puede hacer el obrero que no tiene

trabajo, ante la ola de aumentos a la canasta básica, qué puede

hacer el indígena que es víctima de los terratenientes pripanistas

y de los soldados y de los policías, qué puede hacer el ama de

casa que recibe del esposo un miserable salario mínimo, qué

puede hacer el estudiante que apenas tiene para comer frijoles y

café, qué puede hacer el familiar el minero que ha sucumbido en

las minas explotadas por los favorecidos del sistema capitalista,

qué puede hacer el maestro ante la miseria que lo rodea y ante el

despotismo y ante los planes “modernizadores” de las vázquez-

motas. María me puso luego un molcajete con aguacate, con

unos chiles verdes y con unas rajitas de queso de Cotija, al lado,

envueltas en una servilleta, había unas tortillas de maíz morado.

María me miró complacida. Yo le hablé y le dije que hoy en la

noche, a las doce, pasaría por ella, que la noche fría requiere de

cuerpos calientes para que el desasosiego no los acabe, para que

las pieles sigan vivas, para que los ojos bailen de gusto, para

que las manos no se entumezcan, para que las piernas se mue-

van al ritmo de las danzas de Quetzácoatl, para que las bocas

cumplan el ciclo del amor y del canto dionisiaco. María movió un

N

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poco su cabeza en señal de aceptación a la propuesta maquiavé-

lica que este ser desvalido –yo– le hacía. Sí, esa noche pasaría por

ella, esa noche me olvidaría de las represiones calderonistas, esa

noche María y yo nos olvidaríamos de las viudas de los mineros

muertos bajo toneladas de oscura y fría tierra, esa noche nos olvi-

daríamos de los montieles, de los bribiescas, de las sahagunes, de

los jueces de la suprema, de los poderosos, de la clase gozadora

del poder omnímodo; esa noche María y yo viajaríamos por los

caminos más recorridos del mundo, los caminos de la piel,

los caminos hechos por los pasos de los dedos, los caminos

hechos por las lenguas voraces, los caminos hechos por el cami-

nar de las caricias cotidianas, los caminos hechos por los hombre

y por las mujeres libres. Cuando salí de Mi Oficina, los campesi-

nos permanecían en la calle frente al obsceno Palacio de Covián.

Las caras, las tristes caras, las caras llenas de angustia, plenas de

rabia ancestral miraban a la nada. Sí, la nada será la respuesta a

las demandas de estos hombres y de estas mujeres que sólo tie-

nen un pedazo de tierra para tratar de vivir la vida. La respuesta

será negativa, la respuesta será una carga de granaderos, o una

paliza de los policías encargados de mantener el orden estableci-

do: los privilegios de la clase en el poder son intocables. La res-

puesta para estos luchadores de siglos será la cárcel, será la

metralla de la soldadesca, será el repudio de la gente bien, será

la respuesta de siempre; olvido, marginación, pobreza, mazmo-

rras… ¿Hasta cuándo el pueblo, el otro pueblo, el que permanece

indolente y apático, pero que por igual es atacado y vejado deja-

rá la indolencia? ¿Hasta cuándo dirá ¡Ya basta! no lo sé? Pero el

señor que despacha en Los Pinos, por mientras, gastando, viajan-

do con su señora esposa, divirtiéndose de lo lindo en las tardes de

Toros, con los funcionarios panistas ganando sueldos millonarios,

con los priistas haciéndoles el caldo gordo, con ambos partidos

–PRI–PAN– partiendo al pueblo. Ah, cómo añoro que llegue la noche

para decirle a María que ella es el contento de la raza, que muchas

Marías son necesarias para paliar los golpes del salvaje capitalis-

mo, que necesitamos a Genaro, a Ho, a Che, a Lucio.

Afuera, mientras camino con María rumbo a su casa, la

noche está más negra que nunca y el frío pega más que otras

veces. Afuera, que conste, en los pueblos, en los ranchos, en

las minas, en las playas crece el descontento, crece el malestar,

crece la ira… Vale. Abur.

www.carlosbracho.com

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Carlos Bracho

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RR ICARDOICARDO PPALACIOSALACIOS RROJASOJAS

a cultura de cada sociedad es fundamental para la

construcción de sus valores y visión del mundo.

Las distintas formas de esparcimiento, los usos y

prácticas dentro de una sociedad dan parte de un sentido ori-

ginal y muy especial; hacen ver diferente a cada pueblo con

respecto de los demás.

Las formas simbólicas y los rituales que realizan las dife-

rentes culturas pasan de generación en generación y forman

un lazo invisible pero firme. Se expresan en las tradiciones,

formas sociales y hábitos; inclusive en el ejercicio de la prácti-

ca de la política y en las formas de persuasión de la gente para

tal fin.

El desarrollo del capitalismo ha llevado a mercantilizar la

cultura, al reproducir de manera industrial, por ejemplo, las

artesanías, que ahora se fabrican mediante procesos indus-

triales, desplazando así las formas originales de elaboración,

que en su mayoría provenían directamente de las manos de los

artesanos, obligándolos a separarse del oficio que han adqui-

rido de generación en generación.

En la mayoría de los medios masivos, la cultura mediáti-

ca utiliza algunos símbolos y absorbe elementos de la cultura

popular para hacer espectáculos, historias, reportajes, novelas,

películas, etcétera. Estas formas de expresión son inseparables

para los medios, debido, entre otras cosas, a su rentabilidad.

En contraparte, se importan símbolos del extranjero, que con

el tiempo se integran como parte de la cultura, y transforman

gradualmente la sociedad en su raíz.

Los medios masivos son muy penetrantes. Se han conver-

tido en un elemento de la vida diaria, a través de su incesante

bombardeo de imágenes, palabras, imitaciones de otras cultu-

ras, modismos, formas de vestir e incluso, mediante la confor-

mación de estereotipos de cómo deben ser las personas.

La transmisión cultural que los medios realizan cada día,

y la apropiación de símbolos tomados de la cultura popular no

son negativas por sí mismas, el problema resulta cuando se

omiten elementos esenciales como el contexto, y desvirtúan la

concepción original.

Las ilusiones económicas de los empresarios han trans-

formado la cultura, al someterla y amenazar los usos y cos-

tumbres populares, bajo el enfoque primordial de una pasión

por la ganancia. Las tradiciones del pueblo les interesan por

cuestiones económicas. Explotar las tradiciones en las indus-

trias culturales es un gran negocio, pero la trasgresión que

los medios hacen de la cultura afecta la identidad de los pue-

blos y propicia así la conformación de una sociedad más frag-

mentada entre sí.

Hoy en día, los medios masivos son de gran utilidad. Nos

proporcionan información que ocurre en otras partes del mun-

do, que de otra forma no podríamos conocer. Nos llevan a

lugares en los cuales nunca podríamos estar, por medio de

imágenes o descripciones escritas.

No obstante, repensar las formas en cómo puedan inte-

grarse las industrias culturales y la cultura popular, sin afec-

tar los intereses de la sociedad, es problema de todos, y es

necesario que nuestros gobernantes tomen en cuenta este

problema, pues va en juego nuestra identidad como una cul-

tura especial y diferente del resto del mundo.

L

Luis Garzón