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1 Revista ÁPICES DIGITAL REDACCIÓN Magdalena Cámpora Susana Fernández Sachaos Diego Ribeira Luis H. Biondini Luis Ángel Della Giovanna Raúl Lavalle Editor responsable: Raúl Lavalle Dirección de correspondencia: Paraguay 1327 3º G [1057] Buenos Aires, Argentina tel. 4811-6998 [email protected] nº 3 - 2009

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Revista ÁPICES DIGITAL

REDACCIÓN

Magdalena Cámpora Susana Fernández Sachaos

Diego Ribeira Luis H. Biondini

Luis Ángel Della Giovanna Raúl Lavalle

Editor responsable: Raúl Lavalle Dirección de correspondencia:

Paraguay 1327 3º G [1057] Buenos Aires, Argentina tel. 4811-6998

[email protected]

nº 3 - 2009

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ÍNDICE

Mercedes Schaefer. Sobre el Áyax de Yannis Ritsos p. 3 Claudia Moliné. El viaje de Penélope p. 8 Luciana Romano. “Tomo del mundo” p. 13 Horacio Eduardo Ruiz. La reescritura mitológica de Adán Buenosayres en la dramaturgia argentina p. 14 Luis Ángel Della Giovanna. Tiempo, voces y resonancias en “La lección de canto” de Katherine Mansfield p. 21 María Inés Almazán. Kikí Dimulá: “Señal de reconocimiento” p. 25 Diego Ribeira. Frank T. J. Mackey, ¿discípulo de Ovidio? p. 30

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SOBRE EL ÁYAX DE YANNIS RITSOS

MERCEDES SCHAEFER

Cuando en 1948 Laurence Olivier dirigió el film Hamlet, presentó una de las obras más complejas y significativas de la literatura universal, afirmando, meramente, que lo que el espectador tendría ante sus ojos sería la tragedia de un hombre que dudó, This is the tragedy of a man who could not make up his mind. Muchas consideraciones, definiciones y argumentaciones es posible observar siempre en torno a las obras merecidamente consagradas. Sin embargo, y consecuentes con el ejemplo del director, intentaremos arribar también a un aserto breve y esencialista de una de las tragedias primeras conservadas de Sófocles, su Áyax. Áyax Telamonio, el protagonista de esta obra, encarna aquí al hombre que prefirió la muerte antes que la renuncia al ideal que sostenía y que, atento a sus circunstancias, no podía ya seguir siendo mantenido. Para llevar a cabo su obra, Sófocles extrajo la fuente de la tradición épica que consideraba a este héroe, guerrero esforzado y valeroso, digno merecedor, por sus gloriosas acciones en las filas del ejército, de honra y fama eternas. Pero el amplio universo representado en la épica sólo puede, por su misma naturaleza, otorgar una imagen potencial del mundo interno del héroe. Fue la tragedia, principalmente, el género que humanizó a aquellas figuras imbatibles y obstinadas, al centrar su atención en la cualidad reflexiva de sus protagonistas. Es mi intención presentar, o bien, destacar la reelaboración que el poeta griego Yannis Ritsos realiza de esta obra más de quince siglos después al crear su propio Ayax1. Pero, dado que no sería éste sin el otro, recordaremos someramente al Áyax del genio griego. El drama de Sófocles comienza in medias res, dando por supuesta la asamblea en la que se debate la posesión de la armadura de Aquiles tras su consabida muerte en la guerra de Troya. El hecho de no ser favorecido en este juicio encoleriza enorme pero justificadamente a Áyax, quien se decide a arremeter contra los jefes del ejército aqueo, que lo han deshonrado de una manera absolutamente ignominiosa. Sin embargo, un dios interviene en este asunto y desvía al héroe de su objeto; en pleno convencimiento de que se lanza contra sus enemigos pero presa, en realidad, de una ciega locura enviada por Atenea, realiza una matanza feroz no entre sus adversarios griegos –como creía– sino 1 RITSOS, Yannis. 2008. Áyax. Barcelona, Acantilado, trad. Selma Ancira. He omitido las citas en original griego; en algún caso empleo alguna breve transliteración según la pronunciación erasmiana; apunto junto a cada cita en castellano la numeración de la página correspondiente, a fin de que el lector pueda remitirse fácilmente al texto de la edición citada más arriba, si así lo desea.

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entre los rebaños y reses del ejército. Vuelto a sus facultades y al caer en la cuenta de su absurda acción y del modo en que ha sido burlado, ya no sólo por mano humana, ve en la muerte la única salida capaz de salvar su honor mancillado. La conducta del Áyax de Sófocles es comprensible si se tiene en consideración la pervivencia dentro del carácter trágico, del ideal heroico al que el personaje continúa aferrado y del cual es, a la vez, defensor y representante. En el momento en que el héroe conoce que ha sido humillado, adquiere inmediata conciencia de la insignificancia de una vida sin honra y elige, entonces, el suicidio. En noviembre de 2008, es publicado póstumamente el Áyax del poeta y dramaturgo griego Yannis Ritsos, nacido en Monemvasia en el año 1909 y muerto en Atenas en 1990. Enmarcado dentro de una estructura dramática, Ritsos expone en boca del propio Áyax un monólogo ininterrumpido que abarca casi la totalidad del contenido de la obra. Al acabar el héroe el soliloquio que pronuncia la madrugada antes de morir, la voz del narrador se manifiesta brevemente en una didascalia final en cuya escena irrumpe un marinero para anunciar la muerte de su patrón. En el drama de Ritsos, el argumento extraído del material mítico es idéntico al de su antecesor. También aquí el ilustre guerrero ha sido desplazado en la herencia de la armadura aquilea y también ha atacado los rebaños de las tropas al intentar y creer ir contra Odiseo y los jefes del ejército aqueo. Pero estas circunstancias decisivas en la vida presente del héroe dan ocasión a que éste se detenga a contemplar, indagar y cuestionar su pasado. Si en el Áyax de Sófocles el presente deshonroso no podía sostenerse por resultar incongruente frente a un pasado colmado de gloria, aquí, también el pasado visto desde la perspectiva de quien se entrega voluntariamente a la muerte pierde el sentido y se torna insignificante e intrascendente. El Áyax de Ritsos no se suicida, como el de Sófocles, porque la condición trágica y patética del presente arrasa con el ideal épico distintivo del pasado sino porque ni siquiera el pasado heroico justifica la existencia; así, movido por las circunstancias externas que le suceden, el protagonista discurre y reflexiona sobre el universal humano. La obra de Ritsos se abre con la imagen del héroe recluido en un espacio cerrado, enfermizo, que se corresponde e incluso configura a partir de la propia visión de este hombre que, profundamente aturdido, sufre violentos delirios y es asaltado por los fantasmas de su imaginación que produce continuos desvaríos. El hombre que surge a las claras ante el espectador, y que permanecerá en escena hasta el momento final en que huye para darse muerte, es presentado en deplorable estado, yaciendo en el suelo entre cacerolas, platos rotos, bueyes y corderos degollados, vistiendo una túnica manchada de sangre; pero es, no

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obstante sus circunstancias, megalósomos, ‘grande en cuanto al cuerpo’, y polydýnamos (p. 6), ‘de mucha fuerza.’ Aunque el Áyax de Ritsos nace en un contexto temporalmente reciente, las palabras que escoge para su obra, que es predominantemente lírica, parecerían evocar, incluso revivir, aquella otra edad en que se sitúa su modelo. Este héroe desvalido, como se observa en la misma didascalia inicial, tiene en su rostro una expresión de impotencia y de tristeza, que es málista anármoste; que está en gran desarmonía con las dimensiones de su cuerpo. Conocemos de sobra la capital importancia que para el griego tenía el sentido de la simetría y la proporción, el hecho de que la perfección consistía no en la superación de lo físico como instancia obstaculizadora del desarrollo espiritual sino en la necesaria juntura de las partes que, como un conjunto de piezas disímiles, se ensamblan y acomodan en aras del justo equilibrio. Pero el antiguo héroe, que había combatido impetuoso en las filas aqueas, yace ahora anarmostós, desarmonizado, discordante. Tiempo después del amanecer, preso en el interior de su tienda, Áyax comienza su monólogo:

¿Qué ves, mujer? Cierra las puertas, cierra las ventanas, pon la tranca en la valla, tapona las rendijas, entran malos bichos, lagartijas, entran grandes moscas, risas disimuladas. (p. 8)

Si bien el prolongado soliloquio del personaje va originándose y cobrando relieve de acuerdo al modo en que las palabras se presentan en su mente, es posible observar un orden estructurado en el discurso; Áyax intenta recorrer espacial y temporalmente desde el presente ciertas situaciones, recuerdos, lugares, que, como dijimos, no sólo no justifican la existencia sino que revelan su insubstancialidad y su vacío. La obra de Ritsos, nacida en pleno siglo XX, es interesante en cuanto que rescata la figura de un héroe de gran estatura para desocultar al espectador el cariz oscuro del heroísmo, para destacar y desplegar lo más propio de este tipo de hombres: la soledad. También Sófocles hace visible la soledad de los héroes mientras franquean el límite que los conduce al autoconocimiento trágico. Pero Edipo es recompensado tras su muerte en Colono y a Áyax se le brinda la negada sepultura. La soledad del Áyax moderno es absoluta pero también eterna. El personaje no encuentra refugios ni cabos de donde asirse y hasta agentes cósmicos parecen propugnar y acelerar su caída.

¿Qué es atrás? ¿Qué delante La luna había encalado ya el camino;

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resplandecía el camino y parecía yo inmenso; de todos lados me veían. ¿Cómo volver? Aún mi sombra me desamparaba. (p. 16) La luna inmensa iba trazando círculos , abriendo pozos secos para que yo cayera. No podía caminar ni estarme quieto. (p. 16)

El héroe sofocleo sufre la deshonra; padece la infamia que resulta, primero, del desaire en la entrega de la armadura aquilea y luego, del desatino de haber atacado los rebaños del ejército. En este sentimiento tan pleno de la deshonra reside acaso su grandeza. Por el contrario, el carácter del último Áyax se funda sobre al pequeñez, sobre el terror. También éste se descubre a sí mismo, pero en este develamiento conoce que se ha pasado la vida sosteniendo una identidad falsa, una identidad que le era altamente ajena. Y se siente entonces ínfimo, incapaz de estar a la altura de lo que se ha forjado sobre sí:

Ah, aguza el oído –no sea que pase alguien, que pase y que patee el escudo por descuido y el

ruido del metal, al lado de tu oreja, clang-clang, ¡qué estruendo! (p. 40)

ese sonido lo oigo, se

apodera de mí como traición de mi propio yo a mi propio yo mismo a ese yo modelado y embarnecido con el engaño y el orgullo del valor invicto -¿qué valor si estamos dominados por nuestra vida y nuestra muerte ajenas? (p. 40)

Las armas devienen símbolo de aquella otra falsa identidad anterior de la que quiere deshacerse por completo y la afrenta obrada sobre él no lo induce al suicidio sino que le manifiesta una terrible verdad: su ser auténtico y la conciencia de que la muerte o quizá los dioses manejan a su antojo los destinos de los hombres: “no hay victoria ni derrota que sea nuestra” (p. 42). Así, sobre un modelo único y común, Sófocles y Ritsos construyen figuras que encarnan valores distintivos de dos épocas

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diferentes y que, sin embargo, resultan alumbradoras de otros tiempos, permanecen. Pero el Áyax del siglo de Pericles evoca antes de morir a su patria, el esplendor de Salamina, el suelo sagrado de su tierra y la ilustre Atenas. El Áyax de Ritsos es acaso, la tragedia del total desamparo. El héroe también recuerda su patria en Salamina pero sólo “sus mañanas demacradas con niebla y con llovizna” (p. 40).

Quién pudiera hacerse pequeño, pequeño, más pequeño, permanecer inmóvil, hecho un ovillo, tapado, oculto, cobijado, bajo el escudo caído, también él oxidado por la lluvia y la sal, con las antiguas leyendas heroicas borradas, y así, de dentro, tirar de la correa hacia el suelo hasta ser uno con la tierra. (p. 41)

MERCEDES SCHAEFER

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EL VIAJE DE PENÉLOPE

CLAUDIA MOLINÉ

Un día Penélope se cansó de tejer. Perdió también el interés por

la costura y el bordado. En realidad, ya no era necesario, porque Odiseo había vuelto de sus viajes por el mundo y ya la vida era la misma que antes de que partiera. Él se dedicaba a las actividades propias de la tierra y no del mar: al pastoreo, a la siembra y a la confección de vinos. El mar, sin embargo seguía presente cuando, dejando de lado su papel de rey, Odiseo gozaba del vino producido y se reunía de tarde bajo la parra para recordar aventuras con sus compañeros navegantes.

A esa hora, cuando Odiseo estaba con sus amigos y Helios

comenzaba a descender con sus rosados corceles a su merecido descanso, Penélope subía la colina aquella en que Eva había conversado tantas veces con Adán. Ahí extendía las velas. Odiseo le había pedido que las lavara ella misma, y que las pusiera a secar en ese lugar sagrado, para borrar las huellas que pudieran en el futuro ser siniestras. Velas como esas lo habían llevado con el viento a los lugares extraños de los que le contaba cada noche, cuando yacían en el lecho.

Era una tarde calma y no corría siquiera una brisa leve. Penélope

extendió las velas sobre las rocas y colocó una piedra sobre cada esquina. Sabía que en poco tiempo se secarían. El sol acariciaba con calor aunque pronto sería de noche. Penélope lo sintió sobre la piel, que le quemaba, y se sintió cansada después de subir la cuesta con la canasta llena. Transpiraba. Sabía que podría haber delegado la tarea en su esclava Dafne, pero secar las velas era algo que hacía con placer. Se sentó junto a la higuera a esperar. No había sombra, pero ella gozaba el momento de soledad, allí en la colina, mirando hacia donde Odiseo había ido, detrás de donde se escondía el sol. Abajo veía entrar en la bahía los últimos pesqueros. En la playa los pescadores guardaban las redes y los niños colgaban los pescados a secar en fila. Si la vista no la engañaba, por la senda iba Alcis, el amigo de su hijo Telémaco, con el burro de su padre cargado de leña fina. Bajo la parra los hombres conversaban. Hasta creía distinguir a Odiseo gesticulando con los brazos, siempre tan efusivo. La vida parecía estar detenida y en paz.

Sin embargo, Odiseo le había contado que no muy lejos, hacia

Occidente, había seres gigantescos y gigantes monstruosos de un solo ojo, y monstruos devoradores de hombres y de ganado, y ninfas que devoraban con voces de encantamiento… Cada noche, bajo las ramas del

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olivo que era su lecho nupcial, Odiseo luchaba, ya no contra esos enemigos, sino contra sus pesadillas y su insomnio y, para vencerlos le relataba a Penélope todo lo vivido. Y ella lo sostenía en brazos amorosos mientras él revivía aterrado sus recuerdos y hablaba y hablaba hasta que el agotamiento lo obligaba a cerrar los ojos.

Entonces era cuando ella, Penélope, no lograba dormir. Y era porque cuando Odiseo le entregaba sus historias, ella las guardaba bien dentro de sí, para que no pudieran lastimarlo más, pero ahí quedaban y la llamaban. Desde hacía un tiempo Penélope sentía una inquietud desconocida hasta entonces, que le quitaba el gusto por el tejido, que le pedía irse, que le daba alas a sus sandalias. Desde hacía un tiempo lo único que quería era correr a la colina y mirar hacia el mar. Lo lejano la llamaba. Quería llegar a esas islas flotantes, quería sentir el perfume de la flor de loto, aunque le hiciera daño, quería conocer a Calipso, la ninfa que había retenido a su marido tantos años. Quería preguntarle cómo lo había hecho. Pero más que nada, quería escuchar el canto de las sirenas. Odiseo le había contado sobre aquel canto que sólo pudo escuchar atado al mástil mientras sus marineros guiaban la nave con los oídos sellados con cera. Era un canto sobre el que Circe lo había prevenido, y Penélope sabía que su marido estaba con ella porque no se había dejado seducir por ese canto melodioso. Pero cuando Odiseo lo recordaba, entonces sus sueños no eran pesadillas, sino sueños en los que compartía los secretos con los dioses del Olimpo. En esas ocasiones se levantaba de un salto, iluminado, y buscaba su espada y su escudo y se preparaba para salir a navegar, llamado por esas voces encantadoras. Recién al rato, cuando despertaba por completo, comprendía que ya sus años de navegante habían terminado, y entonces le sobrevenía una tristeza mayor que el temor a los otros monstruos recordados y Penélope debía acunarlo en sus brazos como a un bebé en desconsuelo. Aunque sabía que el canto de las sirenas era nefasto, Penélope no podía dejar de pensar en él. Ella era mujer, y realista, sin embargo. Los largos años de espera la habían hecho así. Sabía que las mujeres no tenían la libertad de salir a navegar. Ni siquiera tenía en mente la idea de libertad. La intuía todavía, como Eva. Sabía que, aunque se le ocurriera escapar vestida de hombre, no tendría ni la fuerza ni la habilidad para manejar ni las velas ni los remos. Si decidía irse tendría que ser con la ayuda de Euriclea, la vieja nodriza. Ella podría, mediante engaños, abastecerla con un barco ágil y liviano, y con los remeros necesarios. No era un sueño imposible, se atrevía a pensar Penélope cuando estaba ahí arriba, secando velas sobre la colina. Al fin y al cabo era reina, y había sabido imponer su autoridad ante los pretendientes que habían querido seducirla durante los años de ausencia de Odiseo. Lo malo era que ahora

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que él había vuelto todos los esclavos respondían a la autoridad de él, y ella reinaba sólo en su mundo de mujeres, en la intimidad de sus habitaciones. Pero, desde que escuchaba las historias de Odiseo, esas habitaciones se le hacían cada vez más pequeñas, más encerradas. La conversación, cada vez más aburrida, la vida cotidiana, cada vez más estrecha. Había días en que no podía ni sostener la aguja del bordado, tan grande era la inquietud que la invadía. Odiseo, mientras tanto, con el tiempo parecía haber perdido el espíritu que lo impulsaba al mar. O lo había visto todo. Ella, en cambio, ansiaba conocer. No era más la Penélope que tejía y destejía la mortaja de Laertes para engañar a los pretendientes y para envolver en ella sus temores. Ahora sabía que Odiseo, a pesar de los peligros vividos, había vuelto y, si él lo había logrado, ¿por qué no ella también? Con el auxilio de Atenea, la de los brillantes ojos y protectora de los valientes, podría hacerlo. Penélope miraba el mar y soñaba con un día de navegación. Sólo uno. Odiseo había dicho que en sólo veinticuatro horas se alejaba el barco lo suficiente como para encontrarse con islas donde vivían Cíclopes de un ojo, barcos piratas, gigantes que tragaban a hombres, y sirenas. Sirenas que encantaban como ella quería saber encantar. O como quería que la encantaran, por lo menos una vez en la vida. No ansiaba muchas ni grandes aventuras como las de Odiseo. Sólo una. Ansiaba, más que nada en el mundo, escuchar y aprender el canto de las sirenas. Sabía que no estaba hecha para la lucha con monstruos, ni para las actividades guerreras, pero había demostrado cierta astucia y con ese don se animaba a ir en busca de las sirenas de voces melodiosas. Helios había ya descendido a su oscura barca y el camino de la colina se escondía en la sombra. Las velas estaban secas y Penélope debía volver al palacio. Ya era imposible ver a los hombres que bebían en la península, pero el viento traía sus voces animadas hasta ahí arriba, y se mezclaban con el canto del ciprés que se mecía con el viento. Penélope recogió las velas, las guardó en la canasta, cargó la canasta sobre la cabeza y emprendió la bajada. Iba contenta, aunque desde el fondo de su pensamiento ciertas voces que no quería escuchar gritaban por encima del viento, por encima de la voz de su marido que contaba sus aventuras, por encima de sus propias esperanzas. Esas voces le recordaban que era reina, que Odiseo, su marido y Telémaco, su hijo, volverían a comer esa noche. Que la mesa debía estar dispuesta. Que a Odiseo no le alcanzaba con hablar de sus hazañas con sus amigos. Que necesitaba contárselas a ella. A veces se preguntaba Penélope si todo lo

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que relataba era verdad. Odiseo, ella lo sabía, tendía a exagerar, pero a ella le divertía que lo hiciera. La cena. Debía llegar rápido para poder perfumarse a tiempo y estar lista para recibir a los hombres. Debía estar en casa para escuchar. Mañana, mañana hablaría con Euriclea. Tendría que hacerlo con extrema discreción. Tendrían que planear el viaje y organizarlo con lentitud. Una vez tomada la decisión, Penélope sabía que no le sería difícil la espera. Había aprendido a esperar. Para que las horas no se le hicieran tan largas tomó esa misma noche una decisión: bordaría un tapiz. Diría a todos, incluso a su marido, que en él plasmaría imágenes de los viajes de Odiseo, pero su sueño era poder ilustrar su propio viaje, y hacerlo especialmente para su hija Febe, la de la soleada sonrisa, la que nadie cantó ni conoció. Al día siguiente, cuando aún no había asomado la Aurora sus rosados dedos, ya Euriclea partía en busca de los tintes y los hilos de colores y los géneros para comenzar el tapiz. Dispusieron un espacio para las labores en la sala que miraba al mar de Occidente, a la playa a la que había llegado Odiseo. Él vio con beneplácito que Penélope volviera a mostrar placer por la costura y el tejido. Lo halagó el creer que sus viajes quedarían plasmados en la obra para sus hijos y sus nietos. Penélope no planeó antes las imágenes, porque no sabía cuáles iban a ser. Se lanzó el primer día al mar, y lo cosió azul y luego bordó las olas negras, amenazantes y fuertes que Poseidón fabricó en su reino submarino. Después, muchos días de tejido después, agregó cielos de lluvia helada y, con cordel de fuego y oro, atrapó los relámpagos terroríficos de Hefestos. Meses después, con ayuda de Euriclea y de Dafne, surgieron monstruos marinos y sirenas de cabelleras cuyos rulos fueron hechos con el brillo del raro estaño, traído de hilanderías de islas lejanas. La nave fue lo último que bordaron, y apareció tenue, escondida entre la niebla espesa que mandó Atenea para protegerla. Las personas en la nave se veían pequeñas, y no se supo a qué reino pertenecían. No quedaba claro siquiera si eran hombres, mujeres o un género extraño de deidades: ni ninfas, ni faunos, ni centauros. Quienes vieron el tapiz y lo contaron hablaron de ánimas marinas que guiaban el barco por esas aguas de peligro. El tapiz, como todo cuadro, no emitía sonido, pero cuentan también, que cuando miraban los labios de las sirenas de cabellera de

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estaño oían una canción leve, casi imperceptible, tenue, en un idioma desconocido hasta entonces. Los buscadores de tesoros han tratado de hallar el tapiz de Penélope durante años. Ciertos cantos de autores anónimos lo mencionan, pero se ha perdido. Hace unos años se encontraron testimonios escritos que mencionan un tapiz donde una mujer hacía de timonel, erguida con orgullo en la proa de una nave que cruzaba el agua embravecida. De las olas cerúleas surgían unos seres monstruosos con cuerpo de ave y cabeza de mujer que hechizaban con sus voces, pero la mujer timonel tenía el tobillo sujeto al ancla con una gruesa cadena. Los remeros remaban con la vista fija hacia adelante y parecían no oír ni ver más que su destino. Odiseo permaneció en el hogar hasta su muerte, no se sabe si por amor, por cansancio o por encantamiento. Penélope vivió el fin de sus días también ahí, en Ítaca, como reina fiel junto a su marido. Si lo bordado fue vivido o sólo un deseo, nunca se sabrá, pero cierta historiadora cree que Odiseo no salió nunca más al mar porque Penélope, de algún modo, con su astucia, aprendió el arte del encantamiento. Quizás Odiseo le enseñó lo que oyó de las sirenas. Quizás ella pudo escucharlas.

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TOMO DEL MUNDO

Tomo del mundo el gajo pulposo camino las semillas siembro la sed por los objetos el minuto y su reconstrucción imposible un territorio olvidado para verlo de nuevo evitar el ojo rutinario. Dejo señas las de nunca saber dónde estoy la del índice transparente siempre el disco en su nulo revés. LUCIANA ROMANO1

1 Agradecemos a la autora, escritora galardonada por sus cuentos y por un guión cinematográfico, el permiso para publicar este bello poema, que dice loas al misterio de la belleza. Ella se goza en el instante y en la búsqueda cuidadosa. Lo tomamos de: Luciana Romano. Vapor de foto. Buenos Aires, Alhucema, 2006, p. 40.

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LA REESCRITURA MITOLÓGICA DE ADÁN BUENOSAYRES EN LA DRAMATURGIA

ARGENTINA1

HORACIO EDUARDO RUIZ A las puertas del tercer milenio el campo de los estudios literarios se enfrenta con una realidad mutante y acelerada, la que, lejos de instaurar referentes, tiende a virtualizarse. Ante esta situación, los estudios comparatísticos intentan recuperar como objeto de reflexión el conjunto de fenómenos históricos (textos literarios) a través de sus complejas y dinámicas relaciones con la cultura y con otros textos no necesariamente literarios. En el curso de las Primeras Jornadas Nacionales Leopoldo Marechal, creadas por el Programa de Investigación del Instituto de Literatura Argentina Ricardo Rojas (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires) y por la Fundación Leopoldo Marechal, consideramos fundamental delimitar un área de trabajo de carácter expansivo que ponga de relieve temas o géneros mediante relaciones de contacto, interferencia o circulación de discursos. La propuesta “comparatística” está representada en estas Jornadas fundacionales por la Dra. Teresita Frugoni de Fritzsche y por quien habla, y jerarquizada por la Comisión de Investigadores del Programa de Investigación L.A.C., todos ellos integrantes de las Primeras Jornadas Internacionales (1995) y de las Segundas Jornadas Internacionales (1997). En síntesis, compartimos con la Fundación Leopoldo Marechal, representada por la Sra. María de los Ángeles Marechal, el honor de haber organizado estas Primeras Jornadas, un proyecto esbozado desde hace aproximadamente dos años y concretado durante este histórico viernes 21 de noviembre de 1998,en un centro neurálgico de Buenos Aires como lo es la Casa de la Cultura. Un texto-faro Adán Buenosayres se constituye en un referente privilegiado para la puesta en marcha de una indagación comparatística transmodalizada (transposición de género literario). Se origina de esta manera un “diálogo” entre la obra marechaliana y cierto “corpus” de la dramaturgia

1 Publicado originalmente en: Fundación Leopoldo Marechal – Universidad de Buenos Aires. Cincuentenario de Adán Buenosayres; Estudios, testimonios, bio-cronologías (I Jornadas Nacionales de Leopoldo Marechal; 20 y 21 nov. 1998). Buenos Aires, 2000. Agradecemos al autor y a la señora María de los Ángeles Marechal, hija del escritor, el habernos permitido incluir aquí este artículo.

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nacional mediante el recurso mitológico vertebrador y su registro humorístico/paródico.1 La reescritura mitológica de AdánBuenosayres se hace evidente en la dramaturgia argentina apartir de los años ’50. esta articulación se realiza en relación con el entrecruzamiento de códigos y la incorporación de ideologemas. Se puede advertir que el “texto-faro”2 marechaliano aporta a otro género (teatral) una multiplicidad de “mitologemas”,3 y que ya desde su propia génesis propone una concepción del mundo como representación. En su meditación sobre la Edad de Hierro, Adán reflexiona acerca del misterio de la tierra: “…como si este globo no fuera sino el ‘teatro de una comedia divina’, cuyo escenario se cambiaba según lo requería el libreto. ¿Y ahora? Un final de acto, sin duda: El cielo será retirado como un libro que se arrolla” (Adán Buenosayres, 111-112). La cosmovisión marechaliana es “neobarroca”, en el sentido de categoría metahistórica del espíritu, en concordancia con la idea que Eugenio D’Ors había elaborado sobre lo barroco. De tal forma, al mundo como representación teatrales le suma la conformación del confuso laberinto, el caos (Buenos Aires babilónica) y aspectos teratológicos (Adán monstruo dual, Polifemo, Paleogogo).4 Fiestas públicas, máscaras, payasos y disforías adquieren un valor de camouflage en el itinerario adánico, en donde actores y espectadores se fusionan en el infierno cacodélphico en una extraña alquimia. En la segunda espira de Cacodelphia, la de la lujuria, el petiso Bertini analiza el problema sexual de Buenos Aires en un ámbito cinematográfico-teatral, ante un vasto auditorio, “las tres cuartas partes de la ciudad” (Adán Buenosayres, 365), según el astrólogo Schultze. En la octava espira (Ciudad de la Soberbia) Frank y Amundsen, el ventrílocuo y su autómata, el Homo Sapiens, “discurren” sobre la evolución de la humanidad; aquí el teatro está descrito como “una

1 La concepción marechaliana humorístico-paródica la consideramos un sistema de estrategia discursivas, un sistema perspectivante de su discurso que vertebra un sentido. 2 Considero texto-faro no a un modelo o a una fuente preestablecidos. Se trata de una herramienta de trabajo que al transmodalizarse (me refiero estrictamente a este estudio) adquiere un valor concreto, a pesar de que su valor instrumental es potencial; un “agujero negro” o región que debido a su enorme intensidad gravitatoria conlleva la capacidad de “capturar”. Singularidad-texto de cuyo horizonte de sucesos no es posible escapar. Sería interesante, en la literatura argentina, realizar un relevamiento de textos-faro, lo cual, indudablemente, nos induciría a re-pensar ciertos textos desvalorizados o marginados. 3 Los mitemas o unidades mínimas de significado mítico, al construir un esquema localizable en otras obras, general mitologemas. 4 La teratología, practicada por Marechal casi como una ciencia social, requeriría un estudio especial a lo largo de toda su producción.

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entrada igual a la de los cinematógrafos de barrio (…) una platea desbordante de público que aguardaba en silencio frente al corrido telón del escenario” (Adán Buenosayres, 542). Transmodalización de mitologemas Observamos que a partir de los años ’50 comienza a perfilarse en la dramaturgia nacional un acercamiento al ancestro mitológico desde diferentes ópticas. La reescritura de mitos se adscribe a una tendencia “no naturalista”, a la postración de una realidad más profunda entroncada con lo mitológico aludido/oculto. Desde el texto propuesto como “faro”, y sin dejar de reconocer las resonancias en la Argentina de escritores como Anouilh, Giraudoux o Gide, indagaremos en lo que Javier de Navascués reconoce como un “entrecruzamiento de códigos”: “La mezcla de códigos, el épico culto y el porteño popular contrastan humorísticamente hasta en el lenguaje de los dioses (…) la comicidad del pastiche heroico-cómico viene dada, en buena medida, por el choque del estilo.” Si a esta consideración le añadimos un “efecto”, elaborado por Marechal en Cuadernos de navegación en su teoría de la “catarsis cósmica”, nos situamos en una coordenada propicia para focalizar esos aspectos en una parte importante de obras teatrales. Adán Buenosayres, cuya intención épica es indubitable, impele al mito vertebrador de un doble movimiento: desacralización de lo mítico y mitificación de lo humano. En el Libro Sexto, la aparición del “linyera” (hombre de la cruz; Adán Buenosayres, 315-316) “mediatiza” dichos movimientos y es en este poder mediador donde radica, a nuestro juicio, la gran fuerza de Adán Buenosayres. El texto-faro, como potencialidad, es “transmodalizado”, en lo que G. Genette denomina “transposición formal” y es reescrito por medio de transposiciones diegéticas (transformaciones témporo-espaciales) y pragmáticas (modificaciones de la acción). Las transposiciones diegéticas aluden a la constitución de un “imaginario social”1 y en un proceso histórico podemos incluir las Antífonas de Anouilh, del propio Marechal (estrenada en 1951) y la más reciente Antígona furiosa (1922) de Griselda Gambaro. Se trata pues de construcciones (o reconstrucciones) de “ideologemas” encubiertas por la herencia mitológica y se recurre, de manera oblicua, a translaciones arquetípicas, a fin de eludir –como ocurrió en la Argentina– sistemas represivos y censuras medievales. En consecuencia esta estrategia discursiva llega con fuerza incluso a los años ’90 con La casa sin sosiego de Griselda Gambaro, obra de múltiples códigos expresivos convergentes. Reconocemos aquí un heterotexto que se apropia y

1 La teratología, practicada por Marechal casi como una ciencia social, requeriría un estudio especial a lo largo de toda su producción.

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transforma otros textos, construido a través del tema de los “desaparecidos” durante la última dictadura militar. En un itinerario plagado de símbolos, Juan-Orfeo, el protagonista de la obra, intenta echar luz a la oscuridad que envuelve la desaparición de Teresa-Eurídice. El guía del viaje es un personaje cuyo nombre es Bobo, una verdadera caricatura del astrólogo Schulze, el “raro Virgilio” marechaliano. La inserción del ideologema “represión” re-instala en la sociedad argentina (en otro tiempo escritural) la vigencia estratégica del registro mítico-paródico y G. Gambaro re-edita el mito orfeico como práctica transtextual, como “confrontación y parodia de los discursos precedentes”, en concordancia con la postura del crítico Valentín Cricco. Es necesario efectuar un relevamiento de ciertos códigos e ideologemas presentes en la dramaturgia nacional a fin de re-actualizar el texto-faro. En 1956, con La peste viene de Melos de Osvaldo Dragún (en un registro más sombrío que irónico) se denuncia, mediante mitemas relevantes, un espacio social y político; en este marco, la misma “dialoga” con una obra fundamental del siglo XIX: El gigante Amapolas de Juan Bautista Alberdi, de intención política contra el régimen rosista, aunque sin el substrato mitológico de aquella. En 1949, Eduardo Mallea en La representación de los aficionados1 recurre al artificio de una obra dentro de otra, de dos tramas paralelas que se armonizan en contrapunto. Sugestivamente, la obra seleccionada por los aficionados lleva por título “Todo está permitido”, creándose un paralelismo humorístico entre la Roma imperial y la Buenos Aires de la época peronista. La apelación a diversas formas de humor, profundizando y morigerando el “signo trágico” de los acontecimientos (Cuaderno de navegación, 165-169) adquiere vigencia en autores como Dragún, Monti o Somigliana.2 El desgranamiento de características y modalidades del teatro clásico en la dramaturgia nacional no se presenta esquematizado. Desde el texto-faro se recrea un “universo teatral” a través de la sátira, la farsa, la caricatura o la menipea. La transposición se evidencia en tres aspectos: la nominalización arquetípica (Orfeo, Apolo, Musas, Circe), la utilización de elementos formales (elementos corales) y la tematización de unidades simbólico-míticas. Orfeo, en un itinerario metafísico-ideológico, es el referente de mayor proyección nacional.

1 El “juego” propuesto por Eduardo Mallea, estructurado polifónicamente, se traducen un polemismo sin resolución de los conflictos; es decir, se afirma la horizontalidad ideológica de las conciencias. 2 Carlos Somigliana se inicia en el teatro con Amarillo, ingeniosa evocación de la Roma de los tribunos y de la audaz Cornelia Graco. En esta atmósfera renueva temas y personajes de su actualidad.

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En 1964, Alberto Rodríguez Muñoz con Los tangos de Orfeo reinstala la simbiosis danza popular/mito orfeico, lo cual ya había sido esbozado por el mismo autor dos años antes (El tango del ángel).El “pobre Orfeo de bolsillo”, parodia marechaliana, adquiere en la obra de Rodríguez Muñoz un matiz irónico y expresionista. Marechal desnuda a sus antihéroes arrabaleros de su carnadura mítica dentro de una poética que propone una “sátira del malevaje”. La reflexión sobre el tango se impregna, de este modo, de cierta nostalgia metafísica: “En aquel instante profirió Del Solar su grito de alarma y en ese punto fue donde Pereda comenzó a silbar el tango La Chacarita, señal de cuidado en él, ya que lo silbaba pocas veces y sólo cuando recorría las calles nocturnas de La Paterna o de Villa Soldati, meditando en las futuras encarnaciones del taita porteño” (Adán Buenosayres, 140). Se advierte aquí la voluntad fundacional de Marechal, que es también propia de las vanguardias: la recuperación de los mitos de origen. En efecto, el tango (mito de lo porteño) se convierte en “mediador” entre lo profano y lo metafísico, en el doble movimiento señalado. Como afirma Ángel Núñez, “El Adán Buenosayres toma ese corpus poeticum tanguero, lo reelabora, cargándolo de una dimensión religiosa (doña Cloto) y lo critica en la Excursión al Suburbio, cuyos personajes centrales son los compadres orilleros Juan José Robles, Rivera, Flores y Di Pasquo (que integran el Parnaso de la Criolledad) (…) La burla del Parnaso queda a cargo de Adán, Schultze, Tesler y Amundsen, quienes, bastante entrados en copas, se ríen de los que consideran falsos héroes.” Se produce, en consecuencia, lo que Julia Kristeva designa con el nombre de “parapragmatismo”,1 una “confrontación” entre defensores/detractores de la música popular, y esta situación es re-elaborada por el dramaturgo Rodríguez Muñoz frente a la incipiente crisis tanguera de los años ’60. La reescritura de elementos corales, dentro de un registro humorístico, es otro rasgo destacado en varios autores teatrales. En Adán Buenosayres aparece un pastiche del coro humorístico de Las ranas de Aristófanes (hipotexto) que tiene por finalidad establecer un “diálogo” entre la música coral y Adán. En El reñidero (1964) el dramaturgo Sergio De Cecco traslada el mito de Electra a una casa de Palermo de principios de siglo. La obra mantiene el planteo y los personajes del teatro antiguo: Electra-Elena, Clitemnestra-Nélida, Agamenón-Pancho Morales. La acción se ubica en el arrabal porteño: el Palermo de 1905 y el grupo de malevos que conforma el coro otorga cohesión, de manera irónica, a la permanencia

1 La absorción de una multiplicidad de textos es designada por Julia Kristeva como “parapragmatismo.”

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de valores y tradiciones e informa al espectador de un “estado de crisis.” En efecto se experimenta un cambio de perspectiva socio-política y se desmitifica la figura del guapo palermitano, que había perdido entidad en aquella época y que, a diferencia del de otros arrabales (influidos por la inmigración), se lo rescataba en “estado de pureza.” Observamos el tono irónico con resabios cáusticos que adquieren las voces (el malevaje-coro) frente al ataúd del “caudillo y taita” don Pancho Morales: VOCES: –Con sus más y con sus menos, don Pancho Morales supo ser un varón bien templao… –En taba, nadie le mataba el punto (…) –En las elecciones del 95, el diputado don Lucio Salcedo se hacía lenguas al mentar su coraje (…) –¡Pucha que estaba bien relacionao el finadito! –A rey muerto… rey puesto. (Primer Acto, Cuadro I, 27-28) Las nueve tías de Apolo (estreno en 1958) es, en la construcción de mitologemas, la obra que más se aproxima a Adán Buenosayres. Su autor, Juan C. Ferrari, la define como “una pieza que bordea la farsa, el apólogo moral y la comedia de costumbres.”1 En la transposición del mitema “cruce del umbral” y del mitologema “la aventura del héroe” esta obra se vincula estrechamente con el texto-faro marechaliano. Las visiones trágicas de ambos héroes (Adán/Apolo) tienen su punto de partida en la condición de “viajeros.” Según Joseph Campbell “el hombre inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios naturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos.” Sin embargo en el itinerario de Adán la historia ingresa en otra dimensión y esta “transgresión” la explicita el propio Marechal, dado que “una resurrección no se opera según el arte humano, sino el divino” (Cuaderno de navegación, 13). En Las nueve tías de Apolo las musas/tías de Apolo Garmendia eligen para éste el ideal de “perfección por la perfección misma.” Apolo se erige entonces en el elemento unitivo entre las Musas del Olimpo y las Musas de Temperley. La pluralidad de registros, la intercalación de textos en verso y el registro paródico aproximan esta obra a la menipea. La menipea criolla de Villa Crespo se encarna en una vieja quinta del sur bonaerense, generándose un espacio peculiar: Olimpo, Infierno y Tierra. En el cruce de dos mundos, uno perfecto, el otro degradado, Apolo Garmendia cumple su viaje de iniciación con todos los ritos 1 A fin de deslindar la farsa del grotesco, consideramos que en la primera se observa una confluencia de elementos cómicos y trágicos; el grotesco, en cambio, las fusiona (como en el teatro de Armando Discépolo).

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“modernos” (pantalón largo a los quince años, motocicleta, un partido político) y su aventura, como la de Adán, asume la forma de un viaje simbólico. Como expresa Juan Cirlot, “desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de la búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se derivan del mismo. En consecuencia, estudiar, investigar, buscar intensamente lo nuevo y profundo, son modalidades de viajar o, si se quiere, equivalentes espirituales y simbólicos del viaje. Los héroes son siempre viajeros, es decir, inquietos.”1 En este viaje, el mitema “cruce del umbral del regreso” (en el caso de Apolo Garmendia) deja atrás los obstáculos, las “pruebas” en los campos de concentración, la muerte de su madre y el rescate de su reloj empeñado. El “regreso” del “héroe transfigurado” (hijo de Apolo) traduce pues un desdoblamiento, reconocido por el hijo-Prometeo: VOZ DE PROMETEO: Y mientras los ojos aún vivaces se iluminan con las termina la historia de mis nueve tías, que con su bondad egoísta creían en la ciencia y en el arte, en la agilidad y la belleza, olvidando que de nada sirve la divina perfección de Apolo sin la humana inquietud de Prometeo. (Cuarta Época, Sexto Cuadro, 117) Sin llevar a fin este itinerario de catábasis y anábasis, Adán Buenosayres realiza una misión de éndeixis y de allí es innecesario el retorno. Adán Buenosayres despertó como si regresara Al comienzo de la novela, tras el sueño de Adán, acaece un despertar mitológico que metafóricamente se expande y circula en otros discursos; despertar que, transmodalizado, se reescribe (parcialmente) en la selección de obras teatrales investigadas. En tal sentido, la articulación entre el texto-faro y el discurso teatral mitológico-paródico, lejos de agotarse, inaugura una propuesta vasta de trabajo que pretende explorar una “mitografía” literaria, generar nuevas “modalidades” de lectura y last but not least, describir nuevos mapas culturales.

HORACIO EDUARDO RUIZ

1 Partiendo del Diccionario de símbolos de Juan Cirlot, elaboré en forma pormenorizada la teoría del viaje simbólico, en el trabajo “Poética del exilio y fin de siglo”, XII Simposio Internacional de Literatura, Instituto Literario y Cultural Hispánico, Los Ángeles, 1995.

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TIEMPO, VOCES Y RESONANCIAS EN “LA LECCIÓN DE CANTO” DE KATHERINE MANSFIELD

LUIS ÁNGEL DELLA GIOVANNA

Katherine Mansfield (1888-1923) nació en Nueva Zelanda y pasó en Londres parte de su breve vida, complicada por problemas de salud, asuntos amorosos, rebeldías y desafíos. La escritora demostró sus dotes narrativas y estilísticas con una mirada por momentos transgresora, por momentos captadora de los secretos que encierran los instantes más fugaces. Críticos y lectores le han otorgado un lugar de privilegio en el podio de las grandes narradoras inglesas. Seleccionamos aquí uno de los cuentos pertenecientes a La fiesta en el jardín (1922), último texto publicado en vida, en el cual se consolida la capacidad creadora en conjunción con un particular enfoque femenino. En “La lección de canto” Mansfield nos presenta a la Señorita Meadows, profesora de canto en una escuela de niñas, que “acaba de recibir una carta en la que su prometido le comunica que no puede casarse con ella. Su desesperado estado de ánimo se refleja en la manera en cómo da la clase, en el modo cruel en que trata a las niñas del coro y las fuerza a cantar una canción lúgubre y deprimente.”1 En este cuento, que bien podríamos rotular como psicológico, el tiempo juega un papel destacado, especialmente si nos referimos al tiempo enuncivo o tiempo narrado2: 1. En primer término, cabe señalar que el orden temporal se quiebra

con constantes saltos en el tiempo que son traídos a la memoria de la protagonista y que tienen que ver con su problema amoroso; se dan en forma simultánea con el desarrollo de la clase de canto, cuyo avance es lineal. Es posible, además, observar la aparición de racconti dentro de los racconti, lo cual pone en evidencia otro manejo de lo narrado a través de estas manifestaciones anacrónicas de la temporalidad.

2. En segundo lugar, nos detendremos en la velocidad del relato, caracterizada como su duración, según Genette. 3 Por momentos el tiempo se hace lento, marcando “pausa”, por ejemplo cuando la

1 Mansfield, Katherine (2005). Un viaje imprudente y otros cuentos. Buenos Aires, Losada. 2 Filinich, M. (2007). Enunciación. Buenos Aires, Eudeba. 3 Genette, G. (1972). Figures III. Paris, Seuil.

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Señorita Meadows indica a sus alumnas cómo deben entonar los versos de la canción, casualmente un “lamento” –nada más acorde con su estado anímico– y, a su vez, evoca momentos vividos con su prometido y lamenta la ruptura de la relación. El ritmo narrativo también se enriquece con los diálogos y las elipsis.

3. Por último, la frecuencia temporal en este relato, que lo hace por momentos “repetitivo”: el contenido de la última carta de Basil repercute en diferentes instantes en que la profesora intenta dar su clase.

De acuerdo con los estudios de Ricoeur, debe considerarse “la

experiencia ficticia del tiempo” 1 que constituye el tiempo vivido, lo cual va más allá de la distinción clásica entre tiempo objetivo y subjetivo. Las agujas del reloj avanzan lentamente y la introspección es el mecanismo apropiado para retardar el avance de la acción; no obstante el narratario es trasladado al pasado al mismo tiempo que historia progresa.

Así como hablamos de un tiempo interior, también la percepción

del espacio resulta significativa. En cuanto al lugar real, por así llamarlo, en el cual se lleva a cabo la acción es una escuela, aparentemente de principios del siglo pasado, sitio que a su vez permite observar otros recortes espaciales específicos: un aula, en la que transcurre la mayor parte de las secuencias, los pasillos, la oficina de la directora. Pero desde estos espacios constantemente somos llevados al mundo interior de la señorita Meadows, donde afloran otros territorios ligados a su relación con su prometido, sus cartas, la decisión del joven de interrumpir la relación, los recuerdos…

Otro aspecto a tener en cuenta en “La lección de canto” es la polifonía. Mansfield pone de manifiesto su habilidad para manejar los hilos de diferentes voces narrativas, que permiten al lector integrarlas y relacionarlas en pos de ir construyendo / reconstruyendo la historia:

� El narrador en tercera persona: “Niñas de todas las edades, sonrosadas por el aire y desbordadas por esa alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una hermosa mañana de otoño, se apuraban, brincaban, se agitaban…”

� La señorita Meadows: “–Ahora ya lo conocen, y lo haremos con expresión. Con tanta expresión como puedan. Piensen en las palabras, niñas. Usen su imaginación… Y luego, en el segundo

1 Ricoeur, P. (1965). Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato de ficción. Tomo II. México, Siglo XXI.

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verso, la tristeza del invierno, hagan sonar la palabra tristeza como si un viento frío soplara a través de ella.”

� El lamento (reflejo del estado anímico del personaje en casi toda el texto):

“¡Rápido! ¡Ah, las rosas del placer se marchitan tan rápido! Pronto el otoño se rendirá a la tristeza del invierno.

� Las voces de la protagonista y su enamorado: –La mujer del director insiste en invitarme a cenar. Es un fastidio. No dispongo de una noche para mí solo en ese lugar. –¿No puedes negarte? –Bueno, sí, pero a un hombre en mi situación no le convendría caer mal.

� La carta de Basil: “Estoy más y más convencido de que casarnos sería un error. Y no es porque no te quiera. Te quiero tanto como soy capaz de amar a una mujer pero, a decir verdad, he llegado a la conclusión de que el matrimonio no es para mí…”

� La señorita Wyatt: “–Debo advertirle que aquí no les está permitido a las maestras recibir telegramas en horas de clase, salvo que se trate de algo sumamente grave como algún fallecimiento, un accidente grave o algo por el estilo. Las buenas noticias, señorita Meadows siempre pueden esperar, y usted lo sabe.”

� La canción habitual de la página 32 (reflejo del estado de ánimo del personaje al final del texto):

“Aquí venimos hoy de flores colmadas Y canastas de frutas con cintas adornadas Pa-a-ra felicitar…”

Es de destacar cómo el narrador evidencia conmoción ante los

sentimientos de la protagonista y carga su relato de tristeza o alegría: “¡Cielo santo, qué podría ser más trágico que ese lamento! Cada

nota era un suspiro, un sollozo, un gemido de horrible pesadumbre.” “En alas de la esperanza, del amor, de la alegría, la señorita

Meadows voló de regreso al salón de música, subió por el pasillo y los escalones hasta el estrado donde estaba el piano.” A medida que avanzamos en la lectura del cuento, descubrimos una serie de elementos que cobran importancia: las cartas, las canciones

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que las niñas deben interpretar, los momentos de felicidad vividos por los enamorados. Pero repararemos en un objeto en especial: el crisantemo amarillo. Según el diccionario de símbolos, el “crisantemo” es “ante todo un símbolo solar”, “…mediador entre el Cielo y la Tierra”; “otras homofonías permiten asociarlo a las nociones de duración, de permanencia, de estabilidad y también de la totalidad. Símbolo de alegría, belleza y perfección.”, “emblema de la sencillez, de la espontaneidad natural y discreta de los taoístas…”1 Por su parte, el color amarillo está considerado como el color de la eternidad, como el oro es el metal de la eternidad; el color de la luz y de la intuición. En “La lección de canto”, cada vez que la señorita Meadows ingresaba al salón de música una alumna la recibía con un crisantemo amarillo que la profesora colocaba en su cinturón y agradecía muy amablemente (la luz del amor…). Pero en la clase en cuestión, teñida por las penas de amor de la docente, el crisantemo es ignorado por completo (ausencia de la luz del amor). Al final, la señorita Meadows “recogió el crisantemo amarillo y se lo llevó a los labios para ocultar su sonrisa” (la luz del amor). Cierto es que este cuento pretende, de algún modo, ser una lección de vida, acaso permitiéndonos que tomemos conciencia de lo que no es conveniente hacer, y nos abre un abanico de interrogantes: ¿Es tan sencillo llegar al trabajo y dejar nuestros problemas en la puerta sin que los demás no lo noten? ¿El casamiento está unido a la felicidad? ¿Qué es el verdadero amor?

LUIS ÁNGEL DELLA GIOVANNA

1 Chevalier, Jean (1993). Diccionario de los símbolos. Barcelona, Herder.

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KIKÍ DIMULÁ: “SEÑAL DE RECONOCIMIENTO”

MARÍA INÉS ALMAZÁN SEÑAL DE RECONOCIMIENTO

Todos sin vacilar te dicen estatua, yo sin vacilar te llamo mujer. Adornas algún parque. A la distancia engañas. Uno cree que te has sentado lentamente recordando un bello sueño, animándote para revivirlo. De cerca, el sueño se aclara: tus manos están atadas detrás con una cuerda de mármol y tu actitud muestra el deseo de que algo te ayude a escapar de la angustia de estar cautiva. Así te encargaron al escultor: cautiva. No puedes ni siquiera pesar la lluvia en tu mano, ni siquiera una ligera margarita. Atadas tus manos atrás. Y no es sólo de mármol el Argos. Si algo pudiera alterarse en la marcha de los mármoles, si comenzaran las estatuas a luchar por la libertad y la igualdad, como los esclavos, los muertos y nuestro sentimiento, tu marcharías dentro de la cosmogonía de los mármoles con las manos atadas aún, cautiva. Todos sin vacilar te dicen estatua, yo de inmediato te digo mujer. No porque te entregara como mujer el escultor al mármol, porque prometan tus caderas

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generaciones de bellas estatuas, buena cosecha de inmovilidad. Hace muchos siglos que te conozco y por las manos que tienes atadas te digo mujer.1 KIKÍ DIMULÁ

El texto pertenece a la poetisa griega Kikí Dimulá, nacida en Atenas en l931. El yo lírico se presenta como un observador que contempla una estatua que se encuentra en el espacio abierto de un parque, a la intemperie. Este “artefacto” es una producción artística hecha por un hombre. La observadora se muestra engañada en un primer acercamiento creyendo que ve una mujer sentada en actitud de recordar. La mención de un sueño en cierto sentido es como una raya, la línea divisoria que sirve como umbral que desdobla a la hablante quien se identificará con la escultura de piedra. Es la imagen de una mujer con las manos atadas. Tan exacta es la copia, que el observador especula con estar frente al ser natural que pide que alguien la ayude a escapar de ese cautiverio. Desde los versos iniciales el enunciador cuya mirada está reflexivamente frente al cuerpo de belleza perfecta, recalca que mientras todos le dicen estatua, “yo sin vacilar te llamo mujer”. Especularmente, la construye, le reconoce su esencia, a la vez que se traduce en su condición de mujer y de cautiva de ese todos, entre los cuales se encuentra el artista, intérprete del mandato masculino, quienes consideran a la mujer el Otro. La perfección de la escultura es el correlato de la ley, la norma, las imposiciones que la sociedad patriarcal ha cincelado sobre el cuerpo de la mujer: inmovilidad, sueños desvanecidos, gritos silenciosos y silenciados. Siempre sometida al poder de la mirada del ojo normativo jurídico, religioso, étnico, laboral. El mármol de las cuerdas es la marca de la imposibilidad de ser ella quien pueda escribir y dar a conocer su mundo interior. Es una misión que queda a cargo de la enunciadora quien encuentra en la hoja-mármol el espacio de enunciación para re-significar desde su mirada de mujer las relaciones con los otros y declara: “porque eres cautiva / te digo mujer”. Será la enunciación en el blanco del papel lo que libere esas manos, y sea ideal de libertad en plena esclavitud, símbolo de cautividad pero abierto a esa libertad de cambiar según el ánimo de los que la contemplen en distintas épocas. Se ha invertido el epígrafe: “estatua de mujer con las manos atadas” en esos versos finales.

1 Kikí Dimulá. 31 poemas (sel., intr. notas y trad. Nina Anghelidis y Carlos Spinedi). Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1998, p. 37.

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En la escritura de la poetisa se registra la figura de la mujer-reflejo según estas lo han sido a través de la historia, una imagen en el discurso falocéntrico. Por lo tanto en su enunciación recurre a las imágenes de la estatua o la pintura para reflejarse en Otro y, en la inversión que ejerce el ojo en el proceso de mirar –en este caso imagen ecfrástica1– se apropia de los cuerpos escritos por el discurso de voz masculina. Ellos se convertirán en el espacio desde el cual construirán su escritura de mujer. Al emerger el discurso feminista, surge la voz femenina. Las escritoras re-construyen las imágenes que han heredado de la literatura masculina y encuentran el espacio de enunciación para re-significar, a través de su mirada de mujer, el mundo, las cosas, sus relaciones con los otros.

El mito de la escritura de las mujeres dedicadas a la literatura como un acto sentimental, y no resultado de un desarrollo intelectual, sólo manifiesta el pensamiento logocentrista que se sustenta en las oposiciones masculino/femenino, cultura/naturaleza, activo/pasivo. En otras palabras, el escritor es un intelectual; la escritora, una mujer.

Si se retoma la imagen usada por Sor Juana Inés de la Cruz en su

soneto,2 tomada a su vez de un soneto gongorino,3 se puede aseverar la inclusión de la mujer en la tradición literaria y decir que no hay escrituras sin lecturas.

Conocedoras de la relación que existe entre saber-poder del

discurso (según Foucault) hacen uso del mismo para tratar de lograr la afirmación de sí como mujer, lo cual significa posicionarse en el orden del discurso, en virtud de la diferencia, con respecto al discurso androcéntrico; es incorporar la totalidad de su experiencia (social, psicológica, espiritual y estética), en textos que van desde la denuncia hasta lo lírico intimista.

Tomar la poesía de Kikí Dimulá es presentar tanto al hombre

como a la mujer en su oficio de escritores, artistas de la palabra cuyas producciones pueden a su vez dialogar entre sí. Otro caso de la ékphrasis literaria. Haciéndonos eco del concepto de Jessica Benjamin sobre

1 Esto es, relativa a la ékphrasis, voz griega que designa una descripción literaria de una obra plástica. El ejemplo más conocido es el del escudo de Aquiles, que Homero describe en la Ilíada. 2 Nos referimos al que comienza: “Este que ves, engaño colorido.” Puede verse: http://www.poesiaspoemas.com/sor-juana-ines-de-la-cruz/este-que-ves-engano-colorido. 3 Nos referimos al que comienza: “Mientras por competir con tu cabello.” Puede verse: http://users.ipfw.edu/jehle/poesia/mientras.htm.

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sujetos iguales, objetos de amor (1997), queda planteada la posibilidad de restablecer y entrar en la relación yo/tú, seres sociales, en relación dialógica cultural.

Dimulá ofrece su yo en el mundo a través del trabajo con la

palabra estética, pero asumiéndose no como ser especial, sino como el aquel que dialoga con el universo y logra la integración de poesía, Hombre y mundo. Mientras tanto, sus producciones también entran o continúan en diálogo con las clásicas.

MARÍA INÉS ALMAZÁN

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FRANK T. J. MACKEY, ¿DISCÍPULO DE OVIDIO?

DIEGO RIBEIRA

Los hombres y las mujeres cambian de acuerdo con el tiempo y el lugar que les toca vivir. Cambian, sí, pero es un cambio de vestido, de maquillaje, porque hombre y mujer siguen saliendo del mismo molde del que han salido siempre. Esta certeza, que podría nacer de innumerables observaciones, nace hoy de una en particular: la manera en que hombres y mujeres se entregan a la tarea de conquistar.

Porque cuando el showman Frank T. J. Mackey –de la gran

película Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999)– proclama en su espectáculo Seduce and destroy las técnicas de conquista masculinas, no está haciendo otra cosa que recrear algunas de las que Publius Ovidius Naso (43 a. C.-17 d. C.) reveló a sus contemporáneos dos mil años antes, pues su Ars amatoria es esencialmente una guía práctica sobre cómo ligar en la Roma de Augusto. Lamentablemente (o por suerte), la película no se detiene demasiado en esos consejos, pero un puñado de ejemplos nos bastará para arriesgar una calificación a priori de Frank como discípulo –algo decadente, eso sí– de Ovidio.

En nuestro primer ejemplo, Frank aconseja:

“listen up, that is not to say that we don't all need females just as friends, because we'll learn later in chapter twenty-three having a couple of chick friends comes in real handy in setting jealousy

traps.”

Ahora veamos lo que aconsejó Ovidio:

Sed prius ancillam captandae nosse puellae Cura sit: accessus molliet illa tuos. Proxima consiliis dominae sit ut illa, videto,

Neve parum tacitis conscia fida iocis. (I, 351-354)

(“Pero ante todo debe preocuparte trabar conocimiento con la esclava de la mujer que debes conquistar. Ella hará que tu acceso sea más fácil. Te enterarás de en qué grado está próxima a las resoluciones de su ama,

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y no poca importancia hay en que sea cómplice fiel de tus callados deseos”)1

Tanto Frank como Ovidio, pues, advierten de la importancia de

trabar amistad con otra mujer, si esa mujer es capaz de acercarnos a nuestro verdadero objetivo. Sólo que el primero usará esa amiga para dar celos, mientras el gran poeta del amor en la literatura romana la usará como cómplice.

En un segundo momento, Frank introduce este nuevo consejo: “form a tragedy…” Explica luego que crear una tragedia sirve para enternecer a la presa, y representa una situación práctica en la que él acaba llorando en brazos de ella. Veamos ahora el consejo de Ovidio:

Et lacrimae prosunt: lacrimis adamanta movebis: Fac madidas videat, si potes, illa genas. Si lacrimae (neque enim veniunt in tempore semper) Deficient, uda lumina tange manu. (I, 659-662)

“Con las lágrimas tú conmoverás al diamante. Haz que ella

vea, si puedes, tus mejillas mojadas. Si te faltan las lágrimas (y es cierto que no siempre se presentan a tiempo), frótate los ojos con la

mano humedecida.”

Y en nuestro último ejemplo, Frank se pregunta: “How to fake like you are a nice and caring person."

El fingimiento de la bondad, la virtud y el sentimiento de amor es

otra de las ideas que Ovidio desarrolla en diferentes partes de su obra. Para Ovidio, un buen amante debe fingir ser una buena persona, mostrando interés por todo lo que a la amada le gusta (II, 295-300), manifestando ser esclavo de su amor (II, 197-202), o repartiendo regalos tanto a ella como a sus esclavos (II, 250-258).

Y así, según vemos, en el discurso de Frank está vigente una pequeña parte de lo que Ovidio enseñó dos milenios antes. Pero no pensemos que Frank está repitiendo enseñanzas de un viejo maestro al que tal vez ni siquiera conoce.

Basta cambiar el foro, el circo o el anfiteatro por un cine, una

discoteca o un centro comercial, la toga por los jeans, el latín por el

1 Sigo la traducción de Juan Antonio González Iglesias en Ovidio: Amores – Arte de amar, Madrid, Cátedra, 2000.

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inglés o español o lo que fuere, para darnos cuenta de que en realidad, y en contra de nuestra primera hipótesis, Frank no es discípulo de Ovidio. Lo que sucede es que no hemos cambiado en lo esencial, que nuestros pasos de baile siguen siendo los mismos de siempre.

DIEGO RIBEIRA