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Antonio y Cleopatra Entre el poder y la pasión William Shakespeare Versión novelada de Martín Casillas de Alba

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Antonio y Cleopatra

Entre el poder y la pasión

William Shakespeare

Versión novelada deMartín Casillas de Alba

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A MANERA DE EXPLICACIÓN

ANTONIO Y CLEOPATRA FUE ESCRITA en 1606 por William Shakespeare (1564-1616), justo en la fron-tera de sus “últimas obras”, donde el dramaturgo cambia su estilo y propone nuevas formas de expre-sión en la escena. En esta obra hace algunas pruebas con su nuevo estilo, pues cuenta con dos persona-jes de primera: Antonio, el triunviro romano en el Oriente, y una mujer ingeniosa, caprichuda y buena actriz, como era Cleopatra, la reina de Egipto.

Ésta es una versión novelada que pretende, sobre todo, ser más accesible para los lectores en es-pañol, de tal manera que puedan descubrir la ener-gía que está en el interior de esta trama. La idea de publicar esta versión surge justo después de haber coordinado un taller sobre Shakespeare en la Uni-versidad Pedagógica Nacional, donde descubrí por qué los jóvenes no leían a Shakespeare: en primer lu-gar, porque no sabían inglés. En segundo, porque se necesita cierto entrenamiento y disciplina para leer una obra de teatro —cuando lo hacemos, parece que caminamos por el empedrado— y, para colmo de todos los males, las versiones que hay disponibles en español, usan el idioma de manera anacrónica, lo que nos impide entender con claridad la trama, los

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sucesos y sus metáforas. A los alumnos les pedí que me trajeran la versión de Romeo y Julieta que iban a leer durante el taller. Cuando la leímos en voz alta, ninguno de los que estábamos ahí entendió lo que decía Romeo, mucho menos lo que decía su Julieta, pues el traductor logró hacerla ilegible. No recuerdo qué editorial lo había publicado.

Sabemos que al traducir a Shakespeare perde-mos el ritmo, la melodía y el juego de palabras, sí, está bien, pero podemos quedarnos —si las obras es-tán bien traducidas, en un español moderno, como el que usamos en estas latitudes—, con las imáge-nes y sus símbolos, las metáforas, la trama y, sobre todo, con el conocimiento profundo de sus persona-jes para que, con todo esto, disfrutemos de la obra y nos sirva de espejo para vernos en los personajes.

Ese día decidí escribir una versión en un es-pañol más cercano al que usan los jóvenes para que, ojalá, la entiendan mejor, la gocen más y forme par-te de su repertorio cultural.

He respetado la secuencia original y, en este caso, he añadido lo que podría ser oportuno para que los lectores conozcan mejor el contexto de la obra y sus sucesos.

La historia de Antonio y Cleopatra precede al Imperio Romano y a la época de Augusto; se lle-va a cabo durante el gobierno del segundo triunviro, del que Antonio era el gobernador del Oriente, con sede en Alejandría, donde vivía la reina Cleopatra. El joven César Octavio era el otro de los triunviros con sede en Roma. Él, después de haber heredado la fortuna de Julio César, su tío abuelo, se fue adue-ñando del imperio hasta dominar todo el escena-

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rio como el primer emperador romano. El tercero en ese gobierno tripartita fue Lépido, quien estaba a cargo del gobierno de África.

Es una obra que trata sobre los prolegómenos del Imperio Romano y, principalmente, de la vida deAntonio en Alejandría, quien era un poderoso ge-neral que decidió vivir entre la espada del poder y la pared de su pasión por la reina de Egipto, descui-dando así sus obligaciones con Roma y dejando que todo el poder lo asumiese el joven César Octavio. Antonio se dejó envolver por las dulces sábanas del erotismo y los brazos de Cleopatra.

Al fi nal de esta obra hemos publicado algu-nas citas tomadas del original, por si alguien quie-re practicar su inglés o pulir su conocimiento de Shakespeare.

Ojalá los lectores disfruten, en esta versión, de la genialidad del dramaturgo y poeta William Shakespeare (1564-1616) y que, de alguna manera, estos personajes se integren a sus vidas y les hagan recordar las anécdotas de esa época y las metáforas de esta obra para que, algún día, las apliquen para li-brar las difi cultades que a veces se nos presentan en la vida.

La obra está basada en “Demetrio y Antonio” de las Vidas paralelas de Plutarco (50-125). Compa-ra la vida de Plutarco con la de Demetrio, un general griego, en este paralelismo entre el poder y la pasión, presente en la última etapa de la vida de Antonio, quien había sido el favorito de los lugartenientes de Julio César durante la guerra de las Galias.

Tal como empieza la obra, parece que Anto-nio “se ha pasado de la raya”, como comentan sus

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soldados cuando lo ven en medio de una bacanal en el palacio de Alejandría, cuando ya no era aquel “co-razón de capitán que hacía estallar las hebillas de los petos, en medio del fragor de las batallas, pues aho-ra parece ser que ha perdido su temple y sólo sirve como fuelle y abanico para ventilar la lujuria de esta egipcia”.

Al mismo tiempo, vamos a observar al jo-ven frío y calculador, César Octavio, quien hace lo que tiene que hacer para obtener el poder absoluto y convertirse en el primer emperador de Roma, don-de dejó una huella importante en la historia de Oc-cidente y una marca en la línea del tiempo.

Martín Casillas de Alba

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QUE SE HUNDA ROMA EN EL TÍBER!

“LA VERDAD, NUESTRO GENERAL YA se pasó de la raya” —fue el comentario que le hizo Filón a Deme-trio, su compañero, mientras veían, y les daba pena ajena, cómo hacía el ridículo jugando con la reina Cleopatra en una de esas fi estas que terminaban más bien en una bacanal, como las que se organizaban en la corte de Alejandría con cualquier pretexto.

—Esa mirada que tenía cuando desfi laba con sus tropas o cuando pasaba revista en el campamen-to antes de iniciar la batalla, ese guerrero que brilla-ba como si fuese un Marte dorado, ahora, ¡ve nomás cómo se inclina sobre el rostro moreno de esa egip-cia! Y aquel corazón de capitán que, en medio de los ardores de la batalla hacía que se rompieran las hebillas de los petos, ahora sólo sirve como fuelle y abanico para enfriar la lujuria de esta gitana —decía molesto Filón a su compañero, mientras su capitán jugaba en la corte, entre copa y copa—. Obsérvalo bien y podrás comprobar cómo uno de los tres pila-res del mundo se ha transformado en el bufón de esa ramera. Fíjate bien y observa lo que sucede... —ter-minó diciéndole a su compañero, al mismo tiempo que Antonio y Cleopatra se integraban a la fi esta.

Antonio era uno de los tres hombres más

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poderosos de Roma, era un triunviro romano. Los otros dos eran César Octavio y Marco Emilio Lépi-do y, entre los tres, se hicieron cargo del gobierno de Roma desde el año 43 a. C., después de haber derro-tado en Filipos, Macedonia, a las tremendas fuerzas de Casio y Bruto, dos de los conspiradores y asesi-nos de Julio César.

El poder de los triunviros era superior al que poseían los demás hombres en ese gobierno demo-crático. Tenían toda clase de libertades y, cada uno, dentro de sus territorios, gozaba de un poder ilimi-tado. Eran nombrados por un periodo de cinco años y ése era, en principio, el control que tenía el Senado sobre estos representantes, pero también sabían que ese periodo podía ser renovado, como sucedió a fi -nales del primer quinquenio, en el 38 a. C.

Hubo un primer triunviro que, en su tiem-po, estuvo constituido por Cayo Julio César, Cneo Pompeyo Magno y Marco Licinio Craso. Eso fue en el año 60 a. C. Desde entonces habían descubierto que ésta era una manera de compartir el poder. El segundo triunviro duró hasta el año 31 a. C., des-pués de que las fuerzas de César Octavio vencieron a las de Antonio y Cleopatra, en Alejandría.

Tal como decía Filón, Antonio había cam-biado el amor a la vida militar por la lujuria que le ofrecía la reina Cleopatra en la remota Alejandría mediterránea. Poco a poco, Antonio abandonó las riendas del poder para regodearse entre los brazos de la reina, dedicarse a beber todo el vino que corría a cántaros por la corte egipcia y pasársela jugando con ella todo el tiempo que podía. Así era Antonio en esta época de su vida: una especie de desbocado sen-

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sual que traía consigo su harén y la diversión que le proporcionaba en otros tiempos de guerra cuando acompañaba a Julio César.

Con Cleopatra tuvo tres hijos: Cleopatra, Se-lene —en honor de la Luna—, que se casó con el rey Juba II de Mauritania, Alejandro Helios —en honor al dios Sol—, y, el menor, llamado Ptolomeo Filadelfo. De estos últimos dos no se supo bien su paradero: unos dicen que se fueron a vivir con Se-lene a Mauritania para protegerse de los romanos y otros afi rman que César les cortó el hilo conductor de su vida.

Cuando llegó la pareja a la sala del palacio, lo hizo con las dos damas de compañía de la reina: Carmiana e Iras. Iban seguidos de los eunucos en-cargados de abanicar a la reina. Cleopatra quería ju-gar. Por eso le preguntó a Antonio en voz alta:

—Dime, Antonio... si en verdad me quieres mucho, dime, ¿cuánto me quieres?...

Antonio se detuvo, se acercó para abrazarla y contestarle feliz de la vida, sabiendo lo que que-ría su reina:

—Pobre es el amor, mi reina, que se mide y se calcula.

Y, sin más, ella se paró de puntitas para be-sarlo, pero le insistió que tenía que saber hasta dón-de la amaba.

—¡Ah! —le contestó Antonio, haciéndole el juego y separándola un poco—, ¡ah!, entonces, mi reina, tendrás que descubrir un nuevo cielo y una nueva tierra, porque en ésta no cabría la cantidad que representa lo que te amo... —y así, siguió jugan-do su juego como a ella le gustaba, haciendo señas al

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copero para que le llenara su copa, creyendo que con eso la dejaría feliz y satisfecha.

En eso, entró un mensajero que venía de Roma. Antonio, distraído como estaba y más aten-to a su copero para que le llenara el vaso de vino, al-canzó a verlo de reojo y le hizo un gesto con la mano para que se fuera de ahí.

—¡Me aburres! Así que, si hay algo urgente, hazme un resumen.

El mensajero se quedó desconcertado. No se imaginaba que al triunviro Antonio le aburrieran y no le importaran los asuntos de Roma.

Cleopatra se acercó a donde estaba el mensa-jero y fue luego con Antonio, pues lo conocía muy bien. Así que, a su manera y con calma, le pidió a su señor que escuchara lo que traía el mensajero, con ese tono de voz burlón que siempre usaba para jugar con Antonio y que la escuchara.

—No, Antonio, escúchalo... —le advirtió, y para que no pareciera una orden, con ese tonito que tanto hacía reír a su corte, le dijo: —Quizá Fulvia está de mal humor, o quién sabe, a lo mejor César, el imberbe, te envía su mandato soberano, como rayo que truena, diciéndote: “¡Haz esto o haz aquello!... ¡Conquístame este reino y este otro... libéralo! ¡Haz como te digo o te condeno!”.

—¿Qué dices, amor? —se volteó extrañado Antonio, ahora con el ceño fruncido, como si le hu-biera picado una mosca, sin entender que se trataba de una broma al mismo tiempo que lo provocaba y le picaba la cresta.

—¿No crees que te mande estos recados? —le preguntó Cleopatra—, no, no, pero es muy probable

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que así te los haya mandado decir, como también te podría haber mandado decir que ya no te puedes quedar más tiempo en Alejandría, pues, no lo du-des… que será el mismo César el que un día te qui-te el poder y te deponga. —Y, haciendo una pausa, concluyó: —Por favor, Antonio, escucha al mensaje-ro, pues qué tal si te amenaza Fulvia, quiero decir... César, es decir... ¡bueno!, los dos... ¡Total!, ándale, llama al mensajero para que oigas las noticias. Te prometo que así como soy reina de Egipto sé que te vas a sonrojar y, con esa señal, no me cabe la menor duda de que le estarás rindiendo un homenaje a Cé-sar. ¿O es que no te pones colorado cuando te riñe Fulvia, tu esposa? —y, dicho esto, llamó a los men-sajeros para que volvieran a entrar.

Antonio no podía aceptar las verdades que le había dicho esta bruja de mujer, sobre todo sabien-do que estaban por ahí algunos de sus soldados. Ne-cesitaba contestarle algo para que supieran bien a bien cuál era su posición y el rechazo que sentía por Roma, así como el amor que le tenía a su reina. Por eso exclamó gesticulando con las dos manos:

—¡Que se hunda Roma en el Tíber y que los anchos arcos y los tres pilares que sostienen al impe-rio se desplomen! Mi lugar está aquí. Los reinos son de barro y bien sabemos que nuestra fangosa tierra nutre igual a los hombres que a las bestias. La noble-za de la vida consiste en hacer esto... —y, sin más, tomó entre sus brazos a la reina para besarla—, sí, señor, y cuando una pareja es así, cuando dos seres pueden hacer esto... por eso, exijo que el mundo de-clare, bajo pena de castigo, que tú y yo somos in-comparables.

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Después de recibir ese beso y de oír lo que le dijo Antonio, la reina gozosa, que siempre lograba seducir al más pintado, le contestó con una sonrisa:

—¡Ay, Antonio! Ésta es una buena engañifa. A ver, ¿por qué te casaste con Fulvia si no la amabas? Tal vez parezco ingenua, pero sabes que no lo soy y, sin embargo, tú siempre serás el mismo.

—¡Sí! —dijo Antonio—, soy el mismo, pero ahora vivo apasionado por esta reina. Por favor, te lo suplico, Cleopatra, por el amor al amor y por sus dulces horas, no sigamos perdiendo el tiempo con estas estupideces. Bien sabes que no hay que dejar pasar ni un solo momento de nuestra vida sin dis-frutar de sus placeres. Así que... Cleopatra, dime... ¿qué se te ocurre hacer esta noche?

La reina sabía qué quería hacer Antonio y le contestó:

—Primero vamos a escuchar lo que dicen los embajadores...

—Hazte a un lado, provocadora, que todo se te va en refunfuñar, en reír o sollozar, mientras cada una de tus pasiones luchan dentro de ti para hacer-te cada vez más bella y admirada. ¡Qué mensajeros ni qué nada! Mucho menos a estos embajadores, ex-cepto a ti misma... vamos, salgamos disfrazados de alejandrinos a vagar por las calles de esta ciudad para observar algunas de las extrañas costumbres de tu pueblo... vamos, mi reina —le dijo en un tono que-jumbroso—, que anoche era justo esto lo que querías que hiciéramos. ¿Por qué no hacerlo ahora?

En eso Antonio volteó hacia la puerta para ver si el mensajero había vuelto a entrar y, al com-probarlo, le dijo:

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—¡Ya te dije que no nos hables! ¡Lárgate!Tomó de la mano a la reina y se salieron de la

sala abandonando a sus invitados. Los soldados de guardia descansaron y se vol-

tearon a ver, una vez más, para confirmar si en reali-dad estaba sucediendo lo que presenciaban.

—¿Viste cómo no le importa a Antonio lo que le diga César? —dijo Demetrio.

—Compañero —comentó Filón—, algunas veces, cuando deja de ser el gran Antonio y se le va la onda, pierde esa dignidad que siempre lo había acompañado.

Demetrio le hizo una seña a su compañero para que salieran a la terraza a respirar un poco de aire fresco como el que había durante la primavera en Alejandría.

—En verdad que estoy confundido. Pues con esto Antonio da pie para que hablen mal de él en Roma. Este mensajero ha visto cómo reacciona nuestro general, tal como lo vimos nosotros. Espero que mañana se comporte de otra manera... Bueno, Filón —le dijo su compañero, antes de separarse—, ¡que pases buenas noches y que descanses lo mejor que puedas!

Conocían bien a su general y recordaban cuando anduvieron con él, cuando era el lugarte-niente de Julio César. Eran otros tiempos. Entonces tenía treinta y ocho años de edad y andaba por las Galias logrando una que otra proeza militar, y co-metiendo uno que otro abuso, siempre acompañado de sus generosidades y, al mismo tiempo, la indecen-cia que siempre lo rodeaba y que el mismo César le reclamaba a veces, pues, a pesar de ser un hombre li-

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beral y queriéndolo como lo quería, se escandalizaba por ese harén, de hombres y mujeres, con el que car-gaba Antonio, inclusive en los campos de batalla.

Antonio era una especie de aristócrata, me-dio bruto e ignorante, amoral, pero era un buen sol-dado de su época, un hombre fuerte y valiente, un guerrero sanguíneo, un buen estratega y militar y también, quién lo dudaba, parrandero, pendencie-ro y jugador.

Cicerón fue uno de los oradores más grandes e influyentes de su época y utilizó sus aptitudes en la retórica para atacar a este general romano. Aportó al latín un léxico abstracto, tradujo varios términos del griego y convirtió el latín en una lengua culta. Es-cribió las catorce Filípicas contra Antonio, donde lo criticó hasta el cansancio. Después de la muerte de Julio César, Antonio se encargó de que Cicerón fue-se torturado y muerto cuando trataba de huir.

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FULVIA HA MUERTO

CUANDO CARMIANA SE QUEDÓ EN la sala con parte del séquito de la reina, se le ocurrió jugar un rato a las predicciones y augurios. Por eso se le acer-có al viejo Alejo para pedirle que por favor llamara al Adivino a fin de que le dijera su futuro, ahora que no tenían nada que hacer.

—Señor Alejo, dulce Alejo, el más absoluto de todos los Alejos, ¿dónde está ese Adivino del que tan bien has hablado frente a la reina? ¡Quisiera sa-ber si un día existirá ese marido que, según dices, debería tapar sus cuernos con muchas guirnaldas!

—¿El Adivino? —preguntó el sirviente y, sin esperar más, volteó al rincón donde estaba un grupo de personas y, una vez que lo reconoció, le gritó:

—¡Adivino! —haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.

—¿Qué quieren? —preguntó éste al llegar a donde estaban Alejo y las damas.

—¿Es éste el hombre a quien te referías? —le preguntó Carmiana a Alejo y, simulando estar un poco nerviosa, le dijo al Adivino—: ¿Usted, se-ñor, es el que sabe de las cosas del porvenir?

El Adivino, con una voz de bajo profundo, le contestó:

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—Puedo leer un poco en el libro infinito donde la naturaleza guarda sus secretos —le dijo con una mirada que parecía que le leía a Carmia-na los malos pensamientos en lo más profundo de su mente.

Alejo, que ya conocía el oficio de este hom-bre, le dijo a Carmiana que le mostrara la palma de la mano al Adivino. En ese momento entró Enobar-bo a la sala y se integró a este grupo de damas. Era el lugarteniente de Antonio, una especie de segundo de abordo. Antes de entrar al juego que había inicia-do Carmiana, se acercó al viejo Alejo para ordenarle que preparara rápido un banquete.

—Por favor, Alejo, te pido que haya suficien-te vino para brindar con Cleopatra.

Mientras, Carmiana le mostraba la palma de su mano al Adivino y le hacía unos ojitos. Así, de broma, le pedía que le dijera su buena fortuna.

—Buena fortuna no puedo darla, sino prede-cirla —le contestó en seco este hombre barbado de rostro adusto.

Sin perder el sentido lúdico, Carmiana le vol-vió a pedir, coqueteando y sonriendo:

—Bueno, entonces, te lo ruego, señor, predí-ceme una buena fortuna, como tú dices.

El Adivino examinaba la línea mayor de la palma de la mano y, con el dedo índice, seguía con detalle el trazo largo de la M mayúscula.

—Serás más bella de lo que eres —le dijo.—Quieres decir, ¿más bella en carne y cuer-

po? —le preguntó Carmiana.Entonces Iras, la otra dama de compañía, le

dijo siguiendo un poco la broma:

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—No, Carmiana, lo que te está diciendo es que, cuando te hagas vieja, serás más bella porque usarás el mejor y más moderno maquillaje que haya en Egipto.

—¡Prohibidas las arrugas! —le contestó Car-miana, siguiendo su juego.

Fue entonces cuando el viejo Alejo le llamó la atención a Carmiana, diciéndole que no estuviese jugando, porque el Adivino podría impacientarse.

—Ponte más atenta, Carmiana...—¡Silencio! —pidió la dama de compañía.Y cuando lo hubo, escuchó lo que le decía el

Adivino:—Más que amada, serás tú la que ame.—¡Ah!, por eso, mejor me caliento el hígado

con un poco más de vino —respondió la dama, pi-diendo al copero que llenara su vaso.

—¡Sí, Carmiana, pero mejor escucha bien lo que te sigue diciendo! —insistió el viejo Alejo.

—¡Por Dios —le dijo la dama al Adivino, viéndolo y haciendo ojitos misericordiosos—, pre-díceme una buena fortuna! —y lo dijo para que la oyeran los que estaban en la sala, que se rieron de las locuras que se le ocurrían a esta mujer a propó-sito del futuro—. Por favor, ¡cásame con tres reyes en una sola mañana!, y... también, dime que pronto enviudaría; hazme tener un hijo a los cincuenta para que Herodes de Judea le rinda homenaje... encuen-tra la manera de que me case con César Octavio, te lo suplico, para llegar a ser como mi señora.

Después de una breve pausa, el Adivino la volteó a ver a los ojos y le dijo:

—Vivirás más que aquellos a los que sirves.

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—¡Ah! —contestó Carmiana, sin esperar un solo instante—, eso está buenísimo: la longevidad me gusta más que los higos frescos.

El Adivino seguía las líneas de la palma de la mano y levantó los ojos para decirle:

—Hasta ahora has visto y has probado una mejor fortuna que la que tendrás en el futuro.

Sin tomar con seriedad estas predicciones —caras vemos, corazones no sabemos—, Carmiana seguía jugando. Por eso le dijo:

—Entonces, mis hijos no tendrán nombre... por favor, dime... ¿cuántos hijos e hijas tendré?

El viejo Alejo intervino, levantó los ojos al cielo para decirle como si fuese el mago:

—Si todos tus deseos tuviesen vientre y cada uno de ellos fuese fértil, tendrías más de un millón de hijos.

Cuando Carmiana escuchó esto, en medio del jolgorio que se había organizado a su alrededor, lo amonestó con un cariñoso gesto:

—¡Hazte a un lado y vete de aquí! Sí, vete y te perdono porque también eres un brujo...

Y Alejo, más por viejo que por brujo, le dijo:—¿Tú crees que sólo tú y tus sábanas conocen

tus secretos? ¡Vamos, Carmiana!—Tal vez —le contestó mientras volteaba a

ver al Adivino y para cambiar la conversación le pi-dió que mejor predijera el futuro y la fortuna de su compañera Iras.

—Ahora mejor dile cuál es su futuro a mi amiga Iras —le pidió al Adivino.

Enobarbo, que sabía cómo jugaba la bella Carmiana, intervino diciendo:

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—¿Les digo cuál va a ser la fortuna de todos los aquí presentes? ¡Esta noche… nos vamos a ir a dormir todos borrachos! ¿Qué les parece?

Con lo que dijo Enobarbo, Iras pensó que se había librado de que le leyeran su futuro enfrente de todo el mundo. Por eso, entusiasmada, le siguió la corriente y dijo:

—Eso sí que es como leer la palma de una ma-no santa donde se presagia claro, por ser de una mu-jer casta.

—O como las inundaciones del Nilo —dijo Carmiana—, ésas que presagian la carestía. Por favor, querida amiga... tú no puedes hacer ninguna clase de presagios. No, si con esa palma sudorosa no pue- de presagiar la fertilidad, ni rascarme la oreja. ¡Por fa-vor! —insistió Carmiana al Adivino—, dígale cuál sería su fortuna en un día cualquiera de su vida.

—Su futuro se parece —dijo el Adivino seña-lando a las dos damas.

—¿Cómo que se parece? —preguntó sorpren-dida Iras—, a ver, dame un poco más de detalles.

—¡He dicho! —contestó en seco el Adivino. Parecía que se había enfadado con esas bro-

mas y porque no lo tomaban en serio.—¿Mi fortuna no es ni siquiera un poquito

mejor que la suya? —insistió Iras, antes de que se fuera el Adivino.

Carmiana, cuando vio que el Adivino se daba la media vuelta y salía del salón, trató de calmar a su compañera y por eso le dijo:

—No te preocupes, que si tu fortuna fue-se mejor que la mía, aunque fuese por una pulgada —le dijo Carmiana, haciendo una seña extraña con

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sus dedos para que entendiera que todo esto era so-lamente un juego—, ¿dónde quisieras que estuviese esa pulgada?

—Por favor, que no sea en la nariz de mi es-poso, que ya de por sí… —le contestó Iras, sin po-der impedir que los demás se rieran del albur.

—¡Que el cielo nos impida tener estos pen-samientos! ¡Alejo!, ahora nos toca conocer cuál es tu fortuna —dijo Carmiana volteando y señalando con el dedo índice al viejo Alejo—, sí, ¡tu fortuna!, ¡tu fortuna!... —empezó a corear en voz alta para que las demás siguieran el juego—, ¡ya!, ya la ten-go —haciéndose la adivina— y… tu fortuna es ésta —dijo Carmiana cerrando los ojos como si estuvie-ra concentrada en lo que imaginaba—. Que te cases con una mujer con la que no puedas hacer el amor. ¡Oh!, dulce Isis, te lo ruego que lo hagas y, luego, haz que se muera esa mujer y dale otra peor y, luego, una tras otra, cada una peor que la otra, hasta que la peor de todas lo siga muerta de risa hasta su tumba con todo y su cornamenta de por lo menos cincuenta as-tas. Buena Isis, escucha esto que te imploro, aunque me niegues otros deseos… —y no había terminado de hacer su predicción cuando los demás, burlándo-se, no se aguantaron la risa al imaginarse la pesadilla que esperaba al viejo sirviente.

Iras, que ya se había apaciguado, entró al jue-go con su compañera y agregó:

—¡Sí, que así sea, buena diosa! ¡Escucha las oraciones de mi amiga Carmiana y de tu pueblo! Pues así como es descorazonador ver a un hombre guapo con una mujer que no le hace caso, también duele que no le pongan los cuernos a un maldito

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canalla que engaña a su mujer. Por eso, Isis queri-da, deja el decoro y dale la fortuna que merece este hombre.

—¡Amén! —dijo Carmiana antes de que Ale-jo le contestara a media voz:

—Si dependiera de ustedes hacerme cornu-do, estoy seguro de que se irían de putas con tal de conseguirlo.

En eso estaban cuando se abrió la puerta de par en par. Todos voltearon a ver quién entraba. Era la reina Cleopatra y lo hacía con paso firme.

Al verla, todos abandonaron el juego y se des-hizo la bola. Como si no pasara nada, la reina les preguntó si no sabían dónde estaba su señor.

—No, mi señora —contestó Enobarbo.—¿No estaba aquí? —les preguntó Cleopatra.—No, señora —dijo Carmiana.—No sé qué pasó que de pronto, cuando pa-

recía que estaba dispuesto a divertirse, le asaltó un pensamiento romano. ¡Enobarbo!

—Dígame, señora.—¡Búscalo y que venga aquí! ¡Alejo!, ¿dón-

de estás?—Aquí estoy, señora, a sus órdenes —le con-

testó de inmediato el viejo y fiel sirviente, quien se hizo presente.

En eso se oyeron unos pasos en la entrada de la sala. La reina sabía que eran como los de su señor y, por eso, les dijo a sus damas:

—Ahora ya no quiero verlo. Así que, ven-gan conmigo —y dándose la vuelta, Cleopatra y su séquito salieron de la sala cuando entraba Antonio con los mensajeros. Uno de ellos le decía:

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—Fulvia, su mujer, fue la primera en descen-der al campo—. Era el primero de los mensajeros que le traía noticias de Roma.

Sexto Pompeyo estaba en España y había em-pezado una nueva revuelta bloqueando el envío de las cosechas que mandaban de la península Ibérica a Roma. Por eso, la ciudad estaba con una serie de pa-ros y cundía el desorden, la inflación amenazaba y el Senado estaba de mal humor. Para calmar al pueblo como fuera, César Octavio había acudido al soborno. Por si esto fuera poco, traían información de que Ful-via, la mujer de Antonio, en su intento para deshacer los hechizos de Cleopatra y pensando de qué manera podría César reclamar la presencia de su marido para que regresara a Roma, había organizado un complot uniéndose a Lucio, su cuñado, alistando ejércitos e intentando rebelarse contra César por todo el terri-torio romano. Tuvo que intervenir Agripa, el lugarte-niente de Octavio, para acabar con la rebelión.

—Sí, Fulvia descendió al campo contra Lu-cio, pero la guerra terminó pronto, pues las circuns-tancias los ayudaron para que se convirtieran en amigos. Uniendo sus fuerzas, se declararon contra César, pero su victoria, tras el primer encuentro, le permitió expulsarlos de Italia.

—Bien —dijo Antonio, midiendo los gra-dos de dificultad de todas estas situaciones. Conocía bien los humores del joven César y hasta dónde po-dían llegar los celos de Fulvia.

En esto se acercó otro mensajero, más páli-do que la blanca harina de trigo. La naturaleza de las malas noticias sabemos que infecta a quien las dice y lo hacen parecer como si estuviera enfermo.

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El mensajero sabía lo que tenía que comuni-car y, por eso, tenía ese rostro que podemos poner cuando nos encontramos a media noche a un loco en un callejón o cuando de pronto nos toca ver un asesinato en la calle.

—Sigue —le dijo Antonio—, que ya no me importan las cosas pasadas. Yo soy así —le dijo a este pálido mensajero—, el que me dice la verdad, aunque se trate de asuntos que tienen que ver con la muerte, lo escucho como si me estuviera adulando.

—Está bien —dijo el mensajero quien, antes de decir lo que tenía que decir, tomó una bocanada de aire—. Quinto Labieno, aquel seguidor de Bruto y Casio (éstas son malas noticias), recorre y saquea con un ejército de partos, bajo las órdenes de Paco-rus, el hijo de Orodes, quien ha conquistado Asia y ondean sus banderas victoriosas por todo el Éufra-tes, desde Siria hasta Lidia y de ahí, hasta Jonia... mientras que...

—¡Mientras qué! —lo interrumpió Anto-nio—, mientras que... ¿Antonio?... ¿eso ibas a de-cir, verdad?

—¡Mi señor!—Nada, háblame con franqueza y no le res-

tes lo que andan diciendo por ahí. No seas cobarde y dime cómo le dicen en Roma a Cleopatra; búr-late de mí, como dicen que lo hace Fulvia cuando reprueba mis faltas… Te doy permiso para que lo hagas con toda la malicia y la sinceridad que pue-das tener, pues ya sabes que cuando la mala hierba crece, es porque nuestra mente, ágil por naturaleza, se ha adormecido. Pero cuando nos cantan nuestras desgracias, es como si arrancáramos esa mala hierba

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de cuajo... bueno..., está bien, basta, déjame por lo pronto. Vete de aquí.

—Como usted quiera —le dijo el mensajero mientras se despedía apresurado.

Antonio se acercó a una de las ventanas de la sala para ver a la distancia el azul del mar, como si haciéndolo se asentaran los rumores y el ruido que lo tenía despierto por las noches con estas noticias dando vueltas en su cabeza.

En esto estaba cuando llegó otro de los men-sajeros de Roma. Antonio escuchó que alguien en-traba, volteó para ver quién era y lo reconoció.

—¿Traes noticias de Sición? —le preguntó Antonio, que cuando decía “Sición” se refería a Ful-via, pues ése era el nombre de la ciudad del Pelopo-neso donde se había separado de ella hacía años.

Antonio tenía la boca seca, pues había intui-do, como el relámpago en el cielo anuncia la tor-menta, que pronto tendría que romper las trampas egipcias para atender los asuntos de Roma o se per-dería más en el fondo de ese mar de lujuria y pe-tulancia.

El mensajero le dijo tal cual, directo, aunque bajando la cabeza y sacando de su bolsa una carta se-llada para entregársela:

—Fulvia, tu esposa, ha muerto —le dijo sin más preámbulos.

Antonio, confundido y un poco desconcerta-do por el trueno de la noticia, le preguntó:

—¿Dónde ha muerto?—En Sición, señor. Después de una larga en-

fermedad. De esto, como de otros asuntos más se-rios, se escribe aquí, señor —y diciendo eso, le alargó

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el papiro enrollado para entregárselo, tal como le ha-bían ordenado que lo hiciera.

Antonio tomó el rollo y le pidió que lo deja-ra solo. Dando la espalda a la puerta de salida, veía, a través de la terraza, el quieto azul del Mediterráneo y, a lo lejos, el faro que iluminaba por las noches a los barcos que navegaban por esas aguas para que no se perdieran. Tenía que desahogarse después de recibir esta noticia. Por eso, meditando, dijo entre dientes:

—¡He aquí un alma grande que ha partido! Aunque esto lo había deseado, ahora entiendo cómo funcionan los deseos: cuando queremos que algo su-ceda y que se alejen de nosotros, a la hora que suce-de y los perdemos, quisiéramos volver a tenerlos. El placer del presente parece que se debilita y, con el tiempo, llega a ser lo opuesto de lo que era: ahora que ya se ha ido, parece que era buena y, la mano que la rechazaba, ahora quisiera, en este instante, acercar-la una vez más.

Hizo una pausa larga, como si tuviera que en-frentar la realidad. Sin perder de vista el horizonte, concluyó:

—Debo romper con esta reina hechicera. Mi pereza ha incubado diez mil desgracias peores que los males que conozco.

Cruzó los brazos y sostuvo el papiro con la mano apretada para que no se le cayera. En eso llegó alguien a sus espaldas. Sabía que se trataba de Eno-barbo, su fiel lugarteniente y amigo, que había lle-gado justo en el momento que lo necesitaba, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

—¡Ven aquí, Enobarbo! —le dijo sin mover-se de su lugar.

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—A tus órdenes, señor —se acercó afable este hombre hasta el lugar de la terraza donde estaba Antonio.

—Enobarbo, tengo que irme de aquí y pron-to —le dijo mientras lo tomaba del brazo para en-trar en la sala, sentarse, tomar una copa y que se le quitara el sabor de boca que traía.

—Muy bien, señor. Si dices que tienes que irte, nada más te suplico que tengas en cuenta que vamos a matar a nuestras mujeres, pues tú y yo sabemos que si con algo menos fuerte sienten que se mueren, ¿te imaginas ahora que has decidido irte? Nada más de pensarlo, pienso en la muerte. Eso es lo único que me viene a la cabeza: la muerte.

—Debo irme, Enobarbo —insistió Antonio, como si no hubiera escuchado la explicación de su lugarteniente, mientras le escanciaba un poco de vino a su amigo. Ese día Enobarbo parecía dispues-to a filosofar con Antonio. Por eso, hizo una pausa, se pasó la mano por la cabeza, tomó un buen tra-go de su copa de vino y, con calma, trató de expli-carle cómo veía las cosas desde que había llegado a Egipto.

—Cuando la ocasión lo requiere, señor, deja-mos que mueran hasta nuestras mujeres. Pero sería una pena echarlas de nuestro lado nada más así por-que sí, aunque, si nos dan a elegir entre ellas y un buen pretexto, son ellas las que no valen nada. Pero, nada más te digo que si Cleopatra oyera algo de esta conversación, si oyese el menor rumor de esto que me estás proponiendo, seguramente moriría de gol-pe y porrazo. La he visto morir veinte veces por co-sas menos importantes... por eso creo, señor, que

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en ella la muerte es una especie de pasión que se convierte en voluptuosidad. Tal vez por eso es tanta su premura para morirse… —y, cuando terminó de decir esto, se quedó pensativo, dándole de vueltas a esta retórica mientras bebía su vino.

Después de una pausa, los dos amigos segu-ramente estaban pensando en el histrionismo carac-terístico de la reina, y tal parecía que Antonio estaba de acuerdo con su lugarteniente. Por eso le dijo:

—La reina es más astuta que lo que un hom-bre puede imaginarse.

—No, señor, no lo creo —contestó Enobar-bo—, sus pasiones están cimentadas con la parte más fina del amor más puro. No podemos llamarle vientos y lluvias a sus suspiros y lágrimas: son como unos huracanes o unas tormentas tropicales mayores que las que aparecen en el almanaque. No es astucia, pues si lo fuese, sería capaz de provocar tantas preci-pitaciones como Júpiter, nuestro dios del cielo y de los elementos, el dios de todo romano bien parido.

—¡Ojalá no la hubiese visto nunca! —se que-jó Antonio, demostrando con un suspiro los efectos nocivos de la noticia recibida.

—¿Qué dices, señor? —le preguntó su amigo Enobarbo— ¡Que ojalá no la hubieses visto nunca! Nada más te digo que si así hubiese sido, entonces no habrías contemplado a una de las obras maestras de la naturaleza y, de no haber tenido ese privilegio, dejarían de tener sentido todos los viajes que has he-cho en tu vida.

Los dos amigos, apesadumbrados, volvieron a quedarse callados un momento, como si le dieran vueltas a su vida.

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De pronto, Antonio dijo casi murmurando:—Fulvia ha muerto.—¿Señor?—Fulvia ha muerto.—¿Fulvia?—Muerta.Enobarbo, sin dejar de esbozar una sonrisa,

pues sabía lo que pensaba su señor respecto a esa ro-mana, le propuso lo siguiente:

—Muy bien, señor. Por lo pronto, ofrece a los dioses un sacrificio en agradecimiento, pues cuan-do les place a las divinidades quitarle la mujer a los hombres, se comportan como los sastres de la na-turaleza y luego nos ofrecen una consolación: si un traje se hace viejo o se gasta o pasa de moda, ¡nada!, se hace uno de uno nuevo y listo. Si no hubiese otras mujeres y sólo existiese Fulvia, eso sí que sería una tragedia, pero como no es el caso, entonces, este do-lor por su pérdida lleva en sí mismo una consola-ción, pues una vez perdida la vieja camisa, te podrás poner una nueva... sí, y luego, nos ponemos a llorar cuando cortemos las cebollas.

—Las intrigas que ella hizo en Roma no me permiten estar ausente más tiempo, Enobarbo —le dijo Antonio como si estuviese pensando en los efec-tos de esa muerte y el nuevo plan de acción.

—¿Y la que te has abrochado aquí? —le pre-guntó su amigo Enobarbo—, esa que, bien sabes, no podrá estar bien si no estás encima de ella, espe-cialmente como sabemos que es Cleopatra que, para poder sobrevivir, tiene que soportar todo tu peso.

Antonio se levantó de la tumbona y le dijo con un cambio de humor inesperado.

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—¡Basta, Enobarbo, con estas frívolas respues-tas! Haz que nuestros oficiales sepan cuáles son mis propósitos, que yo me encargaré de dar a la reina las razones de nuestra partida. No es solamente la muer-te de Fulvia, sino que hay también otros motivos de mayor urgencia que nos fuerzan a hacerlo; tengo cartas de algunos amigos en Roma que nos apoyan y que nos piden que regresemos. Desde Sicilia, Sexto Pompeyo, el hijo menor de Pompeyo el Grande, se ha dedicado a la piratería y ha tomado el control de todo el comercio que navega por el Mediterráneo y ha desafiado a César con su imperio naval. El pue-blo, que ya lo conoces cómo es, huidizo, como los peces en el agua, nunca le ofrece su amor a quien se lo merece, no sin antes hacerlo pasar por el desierto. Ahora empiezan a vestir al hijo de Pompeyo con to-das sus glorias y él, notable en fama y en poder, más célebre por su sangre y por su vida, se alza como el mejor de los soldados, y esta fuerza pone en peligro al mundo. Se están incubando muchas cosas, Eno-barbo, tal como les sucede a las crines de los caballos cuando se quedan mucho tiempo en el agua o en el estercolero: las crines se transforman en serpientes. Di a los oficiales que están bajo tus órdenes que se preparen porque pronto nos vamos a ir de aquí.

Enobarbo, al escuchar el tono con que Anto-nio le dijo esto, que más bien parecía una orden que otra cosa, se levantó de la tumbona y volvió a ocu-par el papel que le correspondía como lugarteniente y comandante de las fuerzas del Oriente. Sin dudar-lo un solo instante, le contestó que así lo haría y que supiera que él y sus oficiales estarían listos a la bre-vedad posible.

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Y diciendo esto, salió de la sala del palacio don-de dejó solo y su alma a Antonio planeando cómo le iba a decir a su reina de su próxima ausencia.

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