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SU VIDA Antonio López nació en Tomelloso, un importante núcleo rural de La Mancha, en la España interior, en 1936, pocos meses antes del comienzo de la Guerra Civil. Primogénito de cuatro hermanos, sus padres eran labradores más o menos acomodados. El destino natural del joven Antonio hubiera sido continuar esa tradición, pero su temprana facilidad para el dibujo llamó la atención de su tío Antonio López Torres, un pintor local de paisajes que le dio sus primeras lecciones. Gracias a él, obtuvo apoyo familiar para dedicarse a la pintura, y, con apenas trece años, se instala en Madrid para preparar el ingreso en la Escuela de Bellas Artes. Entre 1950 y 1955 lleva a cabo los estudios de Bellas Artes de forma brillante, acaparando buen número de premios. De la Escuela proceden sus amistades en el mundo de las artes; allí coincidiría con María Moreno -también pintora, con la que se casará en 1961-, Lucio Muñoz o Enrique Gran -cuya carrera ha discurrido después ligada a la abstracción-, así como con los escultores Julio y Francisco López Hernández. Estos dos últimos, junto con Amalia Avia, Isabel Quintanilla y el propio Antonio López, integran un grupo realista afincado en Madrid que empieza a ser reconocido como tal a partir de los años sesenta, por más que ellos insistan siempre en que su relación es amistosa más que programática. En 1955, una beca le permite viajar a Italia con Francisco López y allí surge una cierta decepción ante la pintura italiana del Renacimiento -por la que hasta el momento sentía gran interés-, revalorizando la pintura española que había podido ver a sus anchas en el Museo del Prado, especialmente Velázquez, una referencia constante, junto con Vermeer, de su concepción artística. El proceso de Antonio López ante el lienzo quizá es poco sistemático; no hay estudios previos, cada etapa del cuadro es el boceto de la siguiente en una permanente superposición de materia temporal. El artista concibe la ejecución como una encarnizada batalla con el motivo, siempre sobre tabla o lienzo encolado, porque necesita que “la superficie tenga rigidez y consistencia, que aguante todo lo que viene después (…). El proceso es una larga

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SU VIDA

Antonio López nació en Tomelloso, un importante núcleo rural de La Mancha, en la España interior, en 1936, pocos meses antes del comienzo de la Guerra Civil. Primogénito de cuatro hermanos, sus padres eran labradores más o menos acomodados. El destino natural del joven Antonio hubiera sido continuar esa tradición, pero su temprana facilidad para el dibujo llamó la atención de su tío Antonio López Torres, un pintor local de paisajes que le dio sus primeras lecciones. Gracias a él, obtuvo apoyo familiar para dedicarse a la pintura, y, con apenas trece años, se instala en Madrid para preparar el ingreso en la Escuela de Bellas Artes.

Entre 1950 y 1955 lleva a cabo los estudios de Bellas Artes de forma brillante, acaparando buen número de premios. De la Escuela proceden sus amistades en el mundo de las artes; allí coincidiría con María Moreno -también pintora, con la que se casará en 1961-, Lucio Muñoz o Enrique Gran -cuya carrera ha discurrido después ligada a la abstracción-, así como con los escultores Julio y Francisco López Hernández. Estos dos últimos, junto con Amalia Avia, Isabel Quintanilla y el propio Antonio López, integran un grupo realista afincado en Madrid que empieza a ser reconocido como tal a partir de los años sesenta, por más que ellos insistan siempre en que su relación es amistosa más que programática. En 1955, una beca le permite viajar a Italia con Francisco López y allí surge una cierta decepción ante la pintura italiana del Renacimiento -por la que hasta el momento sentía gran interés-, revalorizando la pintura española que había podido ver a sus anchas en el Museo del Prado, especialmente Velázquez, una referencia constante, junto con Vermeer, de su concepción artística.

El proceso de Antonio López ante el lienzo quizá es poco sistemático; no hay estudios previos, cada etapa del cuadro es el boceto de la siguiente en una permanente superposición de materia temporal. El artista concibe la ejecución como una encarnizada batalla con el motivo, siempre sobre tabla o lienzo encolado, porque necesita que “la superficie tenga rigidez y consistencia, que aguante todo lo que viene después (…). El proceso es una larga lucha poco programada, un debatirse con el lenguaje de la pintura, con la materia, poniendo, quitando constantemente, hasta que esa superficie, esa piel, tiene una expresividad que, junto a todos los demás elementos que construyen el cuadro, son la equivalencia de lo que veo”.

SU OBRA

Tras la guerra civil española se produce la apertura de nuestro país a las corrientes artísticas internacionales de vanguardia y, entre ellas, a lo que constituyó la tendencia más generalizada, la abstracción. Si bien esta corriente fue adoptada por la mayoría de los mejores artistas españoles jóvenes de los cincuenta, Antonio López supo resistirse a ella y su obra seguirá por caminos diferentes, aunque esto no significa que no existan relaciones con algunas de las vanguardias. A pesar de esto último, su carrera ha sido una trayectoria solitaria, sin parangón en la escena artística contemporánea.

Antonio López es un pintor realista y, como tal, aspira a dar fiel testimonio pictórico del mundo que le rodea: la ciudad en la que vive, los espacios íntimos, los objetos insignificantes de su entorno cotidiano. Sin embargo, en la primera etapa de su obra –entre 1957 y 1964, aproximadamente- domina una veta fantástica de cierto cariz

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realista. Aunque el artista abandona esa línea a mediados de los años sesenta, su simple presencia advierte de una actitud que pretende desvelar con la pintura significados más hondos que los de la mera representación. La crítica, de hecho, siempre hace hincapié es ese trasfondo de misterio que trasluce en su pintura. Igual que en los bodegones de Zurbarán o Sánchez Cotán, esa manera precisa de recrear los detalles aparentes de objetos cotidianos les proporciona tal intensidad expresiva que los hace inquietantes.

Tras terminar su formación como pintor llega el momento de plantearse la importante pregunta: que pintar. Su primera vacilación le lleva a refugiarse en su tierra, en su pueblo, con su gente, con el universo íntimo de los objetos familiares. Pinta a sus familiares, a sus amigos, a sus conocidos. Pinta los rincones de la casa, los objetos del hogar, pero también la naturaleza, las naturalezas muertas, que son naturalezas inmóviles.

Recién terminada la escuela, en 1955, Antonio López recorrió Italia, a la que acudió con fervor de peregrino. Tanto fervor que, como él mismo ha declarado, fue luego acompañado por una inevitable decepción. En cualquier caso, fue una experiencia constructiva porque le ayudó a precisar sus intereses pictóricos, retrayéndole en lo sucesivo de todos esos excesos retóricos que se van produciendo a lo largo del proceso histórico de desarrollo de la pintura moderna, desde el siglo XVI en adelante.

Pensando en ello, es inevitable asociar esta experiencia, que llevó a Antonio López hacia atrás, hacia el contacto con los llamados primitivos, con ciertos recorridos similares, que se han ido sucediendo sucesivamente en momentos culminantes del arte contemporáneo. Por ejemplo, el primitivismo de Ingres o el de Cézane. Este último pintor, en principio tan aparentemente apartado de la imagen de Antonio López, guarda con él una relación subterránea muy fuerte, relación que se hace más evidente cuando pensamos en la primera etapa del pintor español.

En este período serán fundamentales sus retratos, que quizá culminen con el soberbio retrato Carmencito con traje de primera comunión (1960), y otra serie diferente que se corresponde con lo que se ha dado en llamar realismo mágico o realismo surrealizante, y que, cronológicamente, se extiende entre la segunda mitad de los cincuenta y principios de los sesenta. La forman un variopinto conjunto de obras, pinturas, dibujos y, también, relieves escultóricos, en lo que lo sobrenatural e insólito se introduce en el escenario de la vida cotidiana.

Dentro de este apartado, hay que incluir obras como La alacena (1961-1962), Mari en embajadores (1962), Atocha (1964) o Figuras en una casa (1967), etc. En todas ellas, efectivamente, irrumpe de alguna manera lo maravilloso o, cuanto menos, lo excepcional. Gracias a estas producciones se hizo por primera vez popular el estilo de Antonio López, y es que, lo que no puede pasar desapercibido en esta incursión de sus primeros momentos por la senda de lo fantástico es su originalidad. Es cierto que la vanguardia española se acomodó siempre bien al surrealismo, incluso después de la guerra civil, pero la atmósfera surrealizante de Antonio López poco o nada tuvo que ver con el surrealismo español de antes o después de la guerra. Y es que, además de no estar adscrito a ningún código programático, ese realismo mágico de Antonio López reflejaba un universo poético absolutamente personal e intransferible.

Tras esta primera etapa, y desde los años sesenta hasta la actualidad, se produjo lo que podríamos llamar el acceso a la madurez artística de Antonio López. En general, podemos decir que el autor rompe con el estilo anterior, lo que se comprueba, por ejemplo, con el abandono del realismo mágico, que es como se ha dado en llamar lo que realiza a lo largo de su primera etapa.

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En este sentido, los años sesenta tuvieron para Antonio López una importancia excepcional. Son los años de transición, de cambio, en los que todavía los mundos no están por completo deslindados, y, por es mismo, no es posible apreciar mejor el debate en medio del cual le tocó vivir. En ellos, por de pronto, comenzaron a fraguarse algunas series capitales, como las de los paisajes urbanos y los nuevos interiores, así como la nueva concepción de la figura humana.

Madrid visto desde Vallecas (1960-1963) , Vista de Madrid (1965-1970), en lo que se refiere a paisajes panorámicos; Mujer en la bañera (1968) en cuanto al tratamiento de la figura; y La nevera (1966-1967), Lavabo y espejo (1967) o La colada (1968), son los títulos de algunas de las obras más significativas que reflejan la transformación que se está produciendo. El rasgo más común a todas ellas es, quizá, la progresiva despersonalización, entendida como creciente depuración de lo anecdótico y de lo afectivo. Las cosas imponen su inexorable ley objetiva.

En el arranque de los años setenta, el dibujo parece cobrar una significación especial en la evolución de Antonio López, que realiza entonces una serie cuya complejidad revela una altísima ambición artística. Son dibujos todos ellos que plantean problemas escenográficos de perspectiva, tanto de exteriores como de interiores. El titulado Centro de restauración (1969-1970) se inscribe en esa línea renacentista de perspectivas urbanas ideales al modo de Piero della Francesca y del Rafael joven, pero son, sobre todo, los que dedica a las visiones panorámicas de su estudio, al interior de habitaciones y a una nueva versión, más luminosa, del ya tratado tema del interior del baño, las más impresionantes. La luz en todos ellos es cuestión fundamental.

LO REPRESENTADO

LA PRESENCIA HUMANASalvo raras excepciones, los retratos y cuadros protagonizados por la figura humana en la obra de Antonio López representan siempre a familiares y personas de su entorno más próximo. Estas obras son más frecuentes en la primera mitad de su carrera; después preferirá, en general, la escultura como soporte de investigaciones acerca de la figura. Sobre todo en las obras más tempranas, Antonio López busca poses poco expresivas en sus modelos, ateniéndose a esa idea de buscar enlaces con una cierta memoria iconográfica colectiva aunque respetado la identidad individual del retratado, sin convertirlo en un tipo anónimo. La presencia de sus personajes es siempre sólida y rotunda, no en vano Antonio López siempre ha declarado su interés por el valor táctil de la figura, por su condición volumétrica y exenta.

MEMORIA DE TOMELLOSOAntonio López salió por primera vez de su pueblo natal en 1949 para iniciar sus estudios en Madrid. Hasta 1961 alternó las estancias en Madrid y Tomelloso, y en esa fecha se instala definitivamente en la capital, aunque nunca rompió los vínculos con su tierra. La temprana presencia de motivos relacionados con su pueblo, incluso en los años en los que parece más interesado por una pintura más narrativa y fantástica, revela su necesidad de dar testimonio de su experiencia, de los objetos y escenarios de su vida y de su tiempo.

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LO REAL EN ANTONIO LÓPEZLa crítica ha empleado el calificativo de realismo mágico –hoy un tanto en desuso- para referirse a lo más significativo de la obra de Antonio López entre finales de los años cincuenta y mediados de los sesenta. Se aludía así a la fidelidad en la representación de objetos y espacios conjugada con mecanismos surrealistas de asociación conflictiva de imágenes y situación de éstas fuera de contexto. Vista esta etapa desde la obra posterior de Antonio López, cobra un sentido diferente: de alguna forma, estas pinturas buscan significados ocultos en la realidad percibida, sugieren una vertiente misteriosa. Ahora bien, si al principio el pintor manchego intenta representar los fantasmas que la realidad oculta, después será la realidad entera la que se interprete como fantasma.

EL OBJETO Y LA IMAGEN“El hombre –dice Antonio López- siempre ha necesitado conocer a través de la mirada la experiencia de otro ser humano”. Al plasmar un motivo determinado en la pintura, el artista cede, en cierto modo, su mirada al espectador; como el propio Antonio López dice a propósito de Vermeer, “los ojos del contemplador son en apariencia los ojos de Vermeer mirando aquella escena, pero sabemos que es un cuadro, una invención de unas leyes complejísimas, impregnadas de su espíritu”. En su pintura esa dualidad se manifiesta en los rastros evidentes que la lucha con el motivo deja sobre la superficie pictórica en forma de evidencia matérica, de zonas inacabadas. La tensión entre el objeto y su imagen pintada prueba la radical modernidad de su realismo al partir de un concepto conflictivo y nada complaciente de la realidad que el artista aborda.

LA CIUDAD Y SU TIEMPOQuizá las vistas de Madrid, iniciadas en 1960, lo más conocido de la obra de Antonio López. Se trata de cuadros de gran formato, generalmente horizontales, realizados minuciosamente a lo largo de amplios espacios de tiempo y siempre con el motivo delante. En ninguna obra como en éstas es posible distinguir lo que Calvo Serraller llama “intento verdaderamente límite de tratar de fundir la temporalidad del tema con los tiempos pictórico y psicológico”, algo esencial para entender la obra del artista manchego. La ciudad, escenario de la vida por excelencia, es un verdadero modelo de realidad: estructura permanente en sus calles y edificios, pero, al tiempo, cambiante y polimorfa. La mirada del pintor siempre se produce en el presente, un presente que se dilata en los largos periodos de ejecución a la vez que se concentra en una luz y unas horas concretas, justo aquellas en que Antonio López pinta en cada caso.

LOS ESPACIOS ÍNTIMOSAntonio López ha dicho en más de una ocasión que elige los temas que, por distintas razones, le emocionan o le interesan de manera persistente. Pero su selección de motivos está condicionada además por las exigencias que impone su concepción de la pintura: objetos, escenas y espacios que el artista pueda tener todo el tiempo ante los ojos mientras los pinta. De ahí su decantación por lugares y acontecimientos de su entorno doméstico: su familia, el taller, casas de amigos. Reaparece así la compleja relación de su pintura con el tiempo, de forma que vemos crecer a sus hijas, la acción del paso del tiempo sobre las paredes de la azotea de su amigo Lucio Muñoz o los

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rastros de actividad en su estudio vacío. La pintura condensa el tiempo en un presente inmóvil que revela súbitamente la naturaleza enigmática, conflictiva e inaprensible de la realidad. Tal como empezaron a hacer los pintores abstractos americanos de posguerra, Antonio López suele optar por formatos de gran escala, que resulta ser, a la postre, la verdadera escala del hombre; aquella en que la representación se acerca más, y de forma más inquietante, a la percepción cotidiana.

EL JARDÍNEl jardín de su casa es una de las fuentes inagotables de motivos pictóricos para Antonio López. Desde sus inicios, había mostrado su gusto por pintar flores, plantas y árboles frutales observados muy de cerca, con una intensidad inédita en los pintores que han cultivado este género. Esos motivos, que integran una de las facetas menos conocidas de su producción, le dan oportunidad de ensayar en otra escala el encuentro con la realidad física. Las plantas son organismos vivos, cuyo ciclo está ligado, además, a las estaciones del año, con lo que de nuevo aparece en escena la constante relación de la pintura con el tiempo. Esa fue la razón que llevó a Víctor Erice a filmar en 1992 el largometraje El sol del membrillo, donde se recoge la lucha, que siempre termina en productiva derrota, del pintor con el tiempo en el intento de pintar un árbol de membrillo, uno de sus motivos vegetales favoritos. Aunque estos cuadros tengan apariencia de estudios, el artista no los afronta con afán instrumental, sino como obras con sentido plenamente autónomo.

ANTONIO LÓPEZ, ESCULTORNo creo ser un verdadero pintor, un pintor puro –dice el artista-. Desde siempre, la forma de las cosas, su volumen, su materia, la distancia entre los diferentes términos, han sido, más que el color, los estímulos a partir de los que he elaborado el cuadro, y todo eso, seguramente, es lo que me ha permitido hacer escultura”. Antonio López empezó a modelar en bulto y en relieve desde el principio de su carrera. Aunque su fascinación por la estatuaria egipcia y griega arcaica es patente, los relieves, a veces pintados, suponen un estadio intermedio entre ambas disciplinas al que saca insospechado partido. Como en los cuadros, el artista trabaja directamente sobre la obra, sin bocetos ni estudios previos, y a escala real. Los temas son los mismos que en la pintura, aunque con mayor incidencia en la figura humana.

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María, 1972.

Casa de Antonio López Torres, 1972 – 1975.

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Mari en Embajadores, 1962.

Lavabo y espejo, 1967.

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Gran Vía, 1974 – 1981.

La parra, 1955.

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Hombre y mujer, 1968 – 1990.

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Bibliografía. Grandes pintores del siglo XX, volumen 30. Editorial Globus. Madrid, 1995.

www.epdlp.com

www.artelibre.com

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ANTONIO

LóPEZ

Nuria Lázaro Fernández.

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Estudios de Historia del Arte desde 1900.