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Romeo César – Antígona y el regreso de la Esfinge Antígona y el regreso de la Esfinge 1 En Variantes de la cura-tipo, Lacan compara a Ana Freud con Antígona. Lo hace, diría, en términos duros. La mismísima figura de la heroína tebana parece quedar allí mal parada. Quiero, pues, discurrir hoy sobre esta alusión llamativa que corre a contrapelo de la imagen más convencional de una Antígona heroica y ejemplar. No pretendo hacer una charla erudita de filología griega, aunque algún que otro dato de erudición nos hará falta. Mi interés se centra en el hecho de que podemos estar viviendo en tiempos de un retorno de la Esfinge y eso me ha planteado algunas preguntas. Entre ellas, la más obvia: si hay tal retorno, ¿qué puede significar? Haré mi charla sobre la base de dos textos: uno de Jean-Joseph Goux sobre Edipo y otro de Richard Kent sobre la Esfinge 2 . 1 Conferencia dada en el Instituto Oscar Massota de Comodoro Rivadavia en junio de 2003. 2 J.-J. GOUX, Edipo filósofo, Bs. As., Biblos, 1999; R. KENT, “The Sphynx once again” en A. ATWOOD (ed.), On Oedipus Myth. New Remarks, NY, Labyrinths, 1981, 167-192.

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Texto del filósofo Romeo Cesa.

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Romeo César – Antígona y el regreso de la Esfinge

Antígona y el regreso de la Esfinge1

En Variantes de la cura-tipo, Lacan compara a Ana Freud con Antí-gona. Lo hace, diría, en términos duros. La mismísima figura de la heroína tebana parece quedar allí mal parada. Quiero, pues, dis-currir hoy sobre esta alusión llamativa que corre a contrapelo de la imagen más convencional de una Antígona heroica y ejemplar.

No pretendo hacer una charla erudita de filología griega, aunque algún que otro dato de erudición nos hará falta. Mi interés se cen-tra en el hecho de que podemos estar viviendo en tiempos de un retorno de la Esfinge y eso me ha planteado algunas preguntas. Entre ellas, la más obvia: si hay tal retorno, ¿qué puede signifi-car? Haré mi charla sobre la base de dos textos: uno de Jean-Jose-ph Goux sobre Edipo y otro de Richard Kent sobre la Esfinge2.

Ana/AntígonaCiertas similitudes entre Ana Freud y Antígona son, por cierto, im-pactantes y conmovedoras. Algunas de las más “gruesas” son es-tas:

Ana, soltera, acompaña a su padre, Sigmund, viejo y enfermo al exilio en la capital del imperio marítimo de esa época, Londres, rechazado por los poderes políticos de su patria (los nazis habían quemado libros suyos en las calles). Antígona, virgen, acompaña

1 Conferencia dada en el Instituto Oscar Massota de Comodoro Rivadavia en junio de 2003.2 J.-J. GOUX, Edipo filósofo, Bs. As., Biblos, 1999; R. KENT, “The Sphynx once again” en A. ATWOOD (ed.), On Oedipus Myth. New Remarks, NY, Labyrinths, 1981, 167-192.

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a su padre, Edipo, viejo y ciego, al exilio en Colono, situado en te-rritorio de Atenas, que iba a ser con el tiempo capital de un impe-rio marítimo (y lo era cuando Sófocles escribió la tragedia). Edipo también fue rechazado por los poderes políticos de su patria, des-preciado por hechos nefandos inadmisibles para ellos.

Las semejanzas entre ambas son sorprendentes. No es, pues, de extrañar que el Alto Comisionado para los Refugiados de las Na-ciones Unidas también las compare en su página de Internet (www.acnur.org).

Pero la originalidad, lo novedoso, del planteo de Lacan al paran-gonarlas (desconozco si se inspiró o no en otro autor, pero el da-to, creo, no tiene mayor importancia) es el hecho de que Antígo-na, “la celestial Antígona” como la llamó Hegel, sea presentada con un rasgo sombrío y funesto.

En el pasaje citado del artículo sobre la cura-tipo, Lacan transcri-be unas afirmaciones de Ana Freud, en The ego and the mecha-nisms of defense, donde ella sostiene que en ciertos períodos del desarrollo de la ciencia psicoanalítica, el interés teórico concedido al Yo del individuo era abiertamente desaprobado.

Toda ascensión del interés desde las capas más profundas ha-cia las más superficiales de la vida psíquica, y asimismo todo viraje de la investigación del Ello hacia el Yo eran considera-dos, en general, como un comienzo de aversión hacia el análi-sis. (323)

En estos intentos de volver a una psicología del yo, Lacan ve el retorno a una ideología del tipo más reaccionario que ha entrado en quiebra. En el sonido ansioso de tales intentos, que preludian el advenimiento de una nueva era, uno escucha, dice él a conti-nuación textualmente,

la música siniestra en la que Eurípides inscribe, en sus Feni-

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cias, el lazo místico del personaje de Antígona con el tiempo de retorno de la Esfinge sobre la acción del héroe. (323)

Este cotejo de Antígona con Ana es, por cierto, incómodo, pertu-bador. Curiosamente, para hacerlo usa Las Fenicias de Eurípides y no la Antígona de Sófocles, innegablemente la más conocida. En esa tragedia Antígona no muere ni enfrenta altiva las órdenes de Creonte. En cambio, toma la decisión de acompañar a su padre al destierro en Colono. ¿Qué lado “siniestro” de ambas mujeres qui-so mostrar Lacan con esta alusión?

Pareciera que la analogía no deja lugar a dudas. Así como Anna implica un regreso a planteos reaccionarios, una vuelta a tiempos superados por su padre (superación que hizo por sí sólo, sin de-masiados apoyos en saberes previos o desentendiéndose de ellos), así también Antígona implica el retorno a tiempos supera-dos por su padre Edipo (quien venció a la Esfinge por sí sólo, sin apoyos en saberes tradicionales ni con ayuda de los dioses). En un caso se anuncia una nueva era indeseable; en otro, se au-gura una vida en el destierro signada por el triunfo de la Esfin-ge.

¡Qué distinta se muestra aquí la figura convencional, frágil pero tenaz, de Antígona! Ni desobedece los mandatos ni es condenada a muerte, ni se suicida. Nada de eso. Cuando elige acompañar a su padre al exilio, y renunciar definitivamente al matrimonio, que-da vinculada a un tiempo lúgubre, luctuoso, horrendo: el tiempo de la expatriación, el tiempo de la soledad y el aislamiento, el tiempo de la ruina de la casa real de Tebas, el tiempo de la ce-guera vacilante y desdichada de su padre, el tiempo del retorno victorioso del monstruo que, aterrando a los jóvenes tebanos con sus enigmas indescifrables y letales, asolaba sus comarcas y ale-daños…

Pero, en este pasaje, Lacan destaca un aspecto de Edipo muy po-

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co frecuentado por el psicoanálisis: la prueba de la Esfinge. Por lo visto, Lacan no desconoce, la importancia de ese encuentro en el mito de los Labdácidas. En esta cita parece testimoniarlo. Lo con-vencional, casi trillado, es aludir a su parricidio o a su incesto.

Una música siniestraAntes de entrar en el asunto de la Esfinge haré dos o tres comen-tarios sobre la mención a una música siniestra unida a esa figura.

La alusión a la música vinculándola con la Esfinge aparece más de una vez en las Fenicias. Hay dos pasajes decisivos. El primero, entre los versos 785-810, canta el coro de las Fenicias al dios Ares, señor de la guerra que conduce a los hombres en un cortejo sangriento y a la muerte. Un dios que no baila en coros de mu-chachas con la cabellera al viento, ni modula su canto al son de las flautas, los típicos instrumentos de la música báquica. De he-cho - como le reprochan las fenicias - es hostil a ellas, las detes-ta3. Es, pues, Ares un dios marginado de las fiestas de Dionisos: el ruido estremecedor y horrendo, crispante y ensordecedor de la batalla, carente totalmente de ritmo y armonía, no se ajusta a ninguna música de los rituales dionisíacos. En el estruendo del combate se quiebra todo orden melódico. Es una música “loca” de destrucción y muerte.

Y, refiriéndose a la Esfinge, el coro se lamenta:

3 Es sabido por Tucídides que los espartanos y algunos otros pueblos iban a la batalla acompañados por músicas de flautas. Lo que aquí se afirma es que en la batalla misma cesaban las flautas y el fragor de la lucha quebraba todo ritmo y armonía, todo “orden” musical. A Platón no le gustaban las flautas y las elimina de su ciudad (República 399d). Aristóteles las deja en Política VIII para los espectáculos que buscan la catarsis; pero desecha el modo frigio (admitido curiosamente por Platón en la República a pesar de haber estado unido a la flauta y al delirio báquico), y adhiere sólo al dorio, a su gusto más sereno y viril.

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Ojalá que nunca hubiera llegado la doncella alada, el monstruo de las montañas, azote de este país, la Esfinge, con sus cantos fu-nestos, hostiles a las musas.

También el canto de la Esfinge en la tragedia de Eurípides carece de ritmo y melodía, y su son lúgubre y horripilante es preludio de la muerte. Es una música no musical, sin musa…4

En el segundo pasaje que quiero destacar, se nos muestra a Antí-gona presidiendo el cortejo fúnebre en que van los cuerpos muer-tos de su madre y sus dos hermanos. Ella exclama allí (v.1489-1507):

Soy bacante de los muertos por lo que dejo volar mi cabellera y me visto de fiesta con ropa azafranada. Fiesta de la muerte y la desdicha que yo vengo capitaneando […] ¿Qué canto o qué la-mento melodioso voy a invocar llorando sin consuelo, ¡oh casa, oh casa!, al traer estos tres cuerpos familiares, una madre con sus hi-jos, ensangrentados, para alegría de la Erinis? Esa que destruyó entera la mansión de Edipo, desde que supo descifrar la tonada indescifrable de la feroz Esfinge y dio muerte a la cantora[…] Con este lúgubre lamento lloro de antemano la existencia en soledad que llevaré para siempre entre raudales de lágrimas.

Bacante de la muerte, se declara Antígona. También ella busca una melodía para entonar en el entierro de su madre y sus her-manos, consciente además de que su mansión familiar ha queda-do definitivamente destruida por la Erinis, la furia vengadora de los crímenes y los hechos execrables que se han cometido en la casa real de Tebas. Pero no encuentra ese tono melodioso desea-

4 Así comenta Ruth Padel la comparación entre la música de Ares y la de la Esfinge: “El ruido de la batalla, varones matándose entre sí, horrible música sin flautas, se convierte en los enigmas destructivos de un dáimon femenino. Ambos son “música no musical”: ruido, ‘apartado’ de la música, que niega la armonía del canto” (A quien un Dios quiere destruir, antes lo enloquece, Bs. As., Manantial,1997, 172).

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do. Sólo le queda un llanto fúnebre, un lúgubre plañido. Una mú-sica sin musicalidad, sin melodía, apartada de las musas (pará-mousos) como la de Ares, como la de la Esfinge, que preludia y presagia la muerte en vida.

La música “siniestra” del daimon (de esta palabra viene la caste-llana “demonio”5) surge, entonces, de un “orden” no humano, de un orden que quiebra todo ordenamiento a la medida de cual-quier mujer u hombre. Nace de un orden que ellos no pueden or-denar ni controlar. Ni siquiera tiene la melodía alocada de los ri-tuales orgiásticos que el son de las flautas induce el entusiasmo y el trance de posesión. Al carecer de ritmo, de orden rítmico, se torna indefinido. Esta falta de límites, para algunos, transformaba su música en un sonido “desagradable e ininteligible”6. Una músi-

5 Daímon, basándonos en el uso más antiguo de la lengua, era en sus inicios en buena medida sinómino de theós, lo divino en su relación con el ser humano mortal. Es algo así como la faz divina del destino humano, o si se prefiere el aspecto de lo divino en que este aparece al ser humano como su destino ineluctable.6 Cf. ARISTÓTELES, Retórica, 1408 b 25-27. La clasificación de las músicas en Aristóteles es algo confusa. Él distingue tres clases de armonías: las éticas, las prácticas y las patéticas (Lacan hace mención a ellas en el Seminario 7). Las éticas, cuya finalidad es educativa, tienen como efecto la modelación del carácter (éthos), o sea de las conductas, maneras acostumbradas y reacciones esperables en alguien que pertenece a la etnia helénica (al *swe de los griegos) y fue educado de forma deseable y acertada. Las prácticas (menos valiosas que las anteriores) persiguen un fin utilitario, por ejemplo el entretenimiento o el descanso divertido, unas de las tantas formas del placer, hedoné. Las patéticas buscan suscitar conmociones anímicas (pathoi), con objetivos que pueden ser muy diversos: purificación ritual (katharsis), curación (iatreia), alivio (kouphisma), o simplemente la alegría inocente, que no daña (khara ablabe). Entre las patéticas y las éticas pueden situarse las músicas que producen enthousiasmós, entusiasmo. Esto último ha producido confusión pues en algunos pasajes de la obra aristotélica las entusiásticas son sinónimas de las patéticas. De todos modos, en Política 1340 a 11-12 hablando de melodías éticas, como las de Olimpo, que producen almas entusiastas, sostiene que “el entusiasmo es una conmoción anímica (pathos) del carácter (ethos) relativo al alma”. Por tanto, según este pasaje, el entusiasmo es un pathos ético, una conducta que marca el

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ca, por ende, enloquecedora que comunicando sin palabras gol-peaba lo humano. Un sonido anómalo al que se prefiere no oír, y del que prima facie nada o poco se puede decir, salvo resaltar su carácter inquietante y perturbador. Una música que era preanun-cio del desastre, o del daño irreparable, o de la violencia homici-da, o del golpe mortal.

Sin embargo, - y esto hemos de tomarlo muy en cuenta – también podía esa música convertirse en preanuncio del golpe de la for-tuna, de la vida feliz (o eudaimonía), de un cambio de suerte o del pase a un estatuto vital y social diferente y mejor. Su ruido, entonces, al quedar indefinido, abría posibilidades formidables: algunas inquietantes y aterradoras, otras, en cambio, venturosas y de buen agüero. El golpe “daimónico” (de lo real) no siempre implicaba que era para mal. Era siempre, eso sí, hermético, enig-mático, dual. Del orden de lo oracular7.

alma griega, al menos en ciertos momentos o experiencias de su vida de duración variable (incluso efímera). El entusiasmo es especie del género patético, como el miedo, la tristeza o la congoja. Pero es una conmoción anímica distinta por su intensidad, por la circunstancia en que se inserta (en general, ritual), por el tipo de música arrebatadora (sagrada) que lo produce, por el objetivo que se persigue al suscitarla. Asimismo, no es un pathos para todos; sólo para algunos.7 Así expone E. R Dodds la ambivalencia de los daimones (Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1999, 24): “Pero el rasgo más característico de la Odisea es el modo en que sus personajes atribuyen toda suerte de acontecer mental (así como físico) a la intervención de un demonio, ‘dios’ o ‘dioses’ innominados e indeterminados. Estos seres vagamente concebidos pueden inspirar valor en una crisis o privar a un hombre de su entendimiento, exactamente como lo hacen los dioses en la Ilíada. Pero reciben además el crédito de una amplia esfera de intervenciones que podemos llamar de modo laxo, ‘moniciones’. Siempre que alguien tiene una idea especialmente brillante, o especialmente necia; cuando alguien reconoce de repente la identidad de una persona o ve en un relámpago la significación de un presagio; cuando recuerda lo que podría haber olvidado u olvida lo que debería haber recordado, él, o algún otro, suele ver en ello, si hemos de tomar literalmente las palabras, una intervención psíquica de alguno de esos

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Hago esta última aclaración porque en realidad el carácter nefas-to o afortunado en el encuentro con los daimones (y la Esfinge era uno de ellos) dependía de la forma en que se entraba en con-tacto con ellos y se los trataba. No obstante, entre la época de los relatos homéricos y las tragedias de Esquilo (época denominada “arcaica” por los estudiosos y situada entre los siglos VII y V) los daimones, que siguieron desempeñando un papel importante en la creencia popular, se hicieron más persistentes, más insidiosos, más siniestros, más malignos, más temidos (Dodds, o.c., 51). Eu-rípides que podía ser “arcaico” cuando lo creía necesario (lo mis-mo Sófocles), participaba, según parece, de esta visión negativa.

Ahora, si aceptamos la propuesta de Jean-Joseph Goux, el mito que relata el encuentro de Edipo con la Esfinge, un triunfo que lle-va al desastre, añade un problema: se trataría de un mito anóma-lo. Registra una desviación respecto de los mitos “regulares” in-sertos en ritos de pasaje a la masculinidad o a la investidura real. Estos son mitos relativos al destino y el deseo masculino, y pre-sentan una estructura similar. Estructura de la que el relato de Edipo se aparta de una forma perturbadoramente llamativa con consecuencias trágicas para su protagonista.

El monomitoSiguiendo una sugerencia de Joseph Campbell (a su vez inspirado en Joyce), Goux denomina monomito a una especie de protomito del que son versiones ejemplares conocidas las narraciones refe-ridas a Belerofonte, el matador de la Quimera, a Perseo, el mata-dor de Medusa, la gorgona, y a Jasón, el matador del dragón o la dragona de la Cólquide (el sexo ha quedado indefinido) que custo-diaba el vellocino de oro. En síntesis, este monomito presenta la siguiente secuencia de acciones:

anónimos seres sobrenaturales”.

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1. Por la predicción de un oráculo, un rey teme que un hombre más joven o a punto de nacer tome su lugar (rey persecutor);

2. El futuro héroe escapa a un plan para eliminarlo;3. Se encuentra mucho después con otro rey que le impone una

prueba peligrosísima en la que normalmente se pierde la vida (rey ordenador o demandante)8; prueba viril, violenta, que ne-cesita todas las fuerzas del cuerpo y del alma;

4. La prueba es un combate contra un monstruo hembra, al que el héroe vence con ayuda de un dios, de un sabio y en algún caso de su futura esposa (Medea ayuda a Jasón);

5. Habiendo superado la prueba, matando al monstruo, se casa con la hija de un rey (rey dador).

6. La victoria es definitiva.

Aunque el mito de Edipo guarda alguna semejanza con este pro-tomito, característico de rituales de iniciación, presenta sin em-bargo diferencias notables que lo vuelven irregular, anómalo.

No hay en esta narración reyes distintos sino uno solo, que para colmo es su padre. Mata al rey sin saberlo. El combate con el monstruo hembra, la Esfinge, no es un combate físico con armas y ayudas divinas y humanas. Es una justa intelectual, lingüística, sin ayudas de ningún tipo. Para llegar a la “resolución” de un enigma se apoya en su propia reflexión9; en el análisis que hace

8 A veces el héroe, por altanería o petulancia fija indirectamente y sin saberlo la prueba que le será impuesta como si ella correspondiera a su más profundo deseo.9 Por este triunfo lingüístico de la razón autodidacta y “atea”, Edipo puede ser visto como el prototipo, el primer modelo del filósofo. Hegel compara a Sócrates y a Descartes con él. En términos rituales, no existe la formación de un neófito sin un maestro cuya palabra es respetada y su sabiduría reconocida y venerada. Edipo es el modelo de aquel que pretende saber por su propia reflexión, sin ritual de purificación, sin recurso a la sabiduría de los antepasados, ni solicitando ayuda a los dioses. Este rechazo del pátrios lógos se expresa en un ideograma mítico: el parricidio. Cf. Goux, 141. Este autor sugiere (146-

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por sí mismo, utilizando sólo su ingenio o agudeza10. Tampoco ma-ta a la Esfinge: esta se arroja a sí misma al abismo. No se casa con la hija de un rey sino con la viuda de otro… que es su madre. Su victoria fue su ruina y trajo como consecuencia la destrucción de la casa real tebana.

J.-J. Goux sostiene que la trama del mito de Edipo constituye un relato de iniciación no lograda o evitada, con las consecuencias terribles que eso tiene:

1. aquel a quien no le ha sido impuesta la prueba por un rey de-mandante mata a su propio padre11;

151) que el peligro edípico se encuentra permanentemente en el pensamiento de Platón pero en el campo de lo no dicho; que el rey-filósofo puede ser visto como una tentativa metódica por proponer la antítesis del tirano Edipo. Para él el tirano intenta vivir en la realidad aquello que los demás sólo osan soñar. En su irritabilidad colérica, dice Platón, no dudará en matar a su padre (República, 569 c) y en su impulso erótico sin freno hará lo que otros sólo hacen en sueños: unirse a su propia madre (571 c). Tal cual. Pero está claro que los actos de Edipo son involuntarios; el tirano de Platón es, en cambio, un perverso. En esto se oponen. Ahora, cuando una y otra figura cometen los mismos crímenes, la tragedia radica en que en el fondo sea lo mismo lo que parece diferente.10 Análisis en griego significa la acción de desatar, de desanudar. Por eso mismo quiere decir también rescate, liberación, al romper vínculos que encadenan y esclavizan. El verbo griego “analyein” significa desligar, disolver un vínculo como solvere en latín (soltar, liberar, absolver). Solutio y resolutio tienen asimismo el sentido de anulación de un compromiso (por ejemplo, el pago de una deuda) y, claro, la solución de un problema o enigma.11 En la pág. 43, Goux hace una sugerencia en la que vale la pena pensar: “La oposición entre autoridad de tipo paterno y deseo no se encuentra en el monomito. El rey ordenador impone una peligrosa prueba. Esta imposición tiene como función, si se atiende a ella, de una distracción del incesto, pero con un alcance y una significación muy diferente a la prohibición, pues la idea de prohibición sugiera una obediencia que va contra el deseo. Pero el joven héroe, en lugar de escapar a este requerimiento que lo conduce a la probable muerte, lo acepta como desafío. Pues el honor de ser un hombre (vir, anér) es más fuerte que él. Llegar a ser un “hombre” por medio de asumir el riesgo de la prueba es el deseo

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2. aquel que no mata al monstruo hembra en sangriento comba-te tiene por destino desposar a su propia madre12.

Resolver un enigma, dar con su explicación intelectual, no es una prueba completa, acabada, perfecta, que otorgue la plena capaci-dad, aceptada por los dioses, de casarse con la princesa u obte-ner el trono (el título de la tragedia de Sófocles es en griego Edipo el Tirano, no Edipo Rey como solemos titularla. “Tirano” es aquel que accede al poder máximo de la ciudad sin completa o verda-dera legitimidad).

Comenta Goux (p. 33):

Hay que combatir con costo de sangre en una lucha en la que toda la energía del ser está puesta en juego. Hay que decapitar o atravesar el horrible y peligroso monstruo hembra, el ser te-ratológico nacido de la mujer-serpiente, la inmortal Equidna. En la aventura de Edipo falta ese encuentro mortal.

Debiéramos admitir, sin vergüenzas de teoría, que la Esfinge, co-

íntimo y poderoso […] De este modo en el monomito la autoridad de tipo paterno (el mandato real) no se opone al deseo radical del sujeto masculino sino que permite su reali -zación […] ‘Buscar la prueba’, arriesgarse audazmente (y esto está en juego en la arro -gancia de Perseo o de Belerofonte), resulta más constitutivo [del mito regular] que la prohibición; justamente en la acción de buscar la prueba, por desafío, el joven héroe en -contrará la muerte iniciática (la ‘castración’ simbólica, si se la entiende así) que le permi-tirá renacer, animado de un deseo nuevo, no incestuoso, pues tiene a ‘la novia’ como ob -jeto”. Y en la página siguiente concluye: “El mito de Edipo no es un mito de prohibición paterna sino un mito de ausencia del rey que impone la prueba”. Goux está convencido de que mientras Freud hace del padre el agente de la amenaza de castración, Lacan en cambio comenzó a sospechar que esta castración paterna (de rostro humano) dispensa de una castración más radical en la que está en juego la verdad profunda del deseo mascu-lino: el encuentro angustioso, frente a frente, con la Cosa, la Chose, Das Ding. En la Es-finge no hay lugar para ninguna ley paterna. Cf. p. 44-45.12 El monomito regular se habría inscrito en contextos de matricidio ritual.

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mo su madre Equidna, madre también de tantos otros monstruos, como la Quimera y el monstruo de la Cólquide, han quedado sin interpretar en el psicoanálisis freudiano. Son para él lo no pensa-do, un enigma no resuelto. Y lo curioso es que este mitologema del encuentro y de la lucha del héroe con el monstruo hembra y el consiguiente “monstruicidio”, está en el primer plano de casi todas las culturas.

En este caso, la gran prueba iniciática, en la que el postulante arriesga la vida para salir de la infancia y convertirse en un “hombre” tiene lugar en lugares apartados, con frecuencia en profundidades oscuras y cavernosas. La victoria contra el monstruo es una hazaña típica de innumerables héroes de la mi-tología. Aquí tiene el sentido de un matricidio, para cortar los la-zos con el cariño “reptil” de la madre oscura, envolvente, que fas-cina y atrapa pero, opresiva y devoradora, asfixia. La victoria da el acceso, en nupcias legítimas, a lo femenino no maternal.

La EsfingeEx profeso, he presentado “enigmáticamente” a la Esfinge. Es ahora el momento de hablar de esta figura mítica, ubicada en el centro de la vida de Edipo, en el centro del encono de Antígona, y en el centro de la cita de Lacan con la que inicié esta charla. Se-guiré basándome en Goux.

La Esfinge tenía cuerpo alado de leona (o perra), y cabeza de mu-jer. Cumplía funciones en ritos de pasaje de iniciación a la edad viril adulta, en rituales funerarios (psicopompo), y eventualmente en ceremonias de investidura real. Era una típica entidad sagrada ambivalente: por un lado, destructora y mortal, por otro, dadora de vida y salvadora. Más exactamente, salvadora y benéfica por cumplir funciones de destrucción y muerte.

Pertenecía al grupo de daimones monstruosos, “terioantropomór-

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ficos” como la Quimera, la Medusa y la Hidra de Lerna: en parte bestia animal, en parte figura humana. Integrantes éstas de ritua-les iniciáticos, imponían a los neófitos (sus víctimas) tres tipos de pruebas: seducciones y caricias, golpes en combate a muerte; preguntas y acertijos. A la Esfinge se la conoce por esta triple función (congruente con la cosmovisión tripartita de los indoeuro-peos si nos atenemos a Dumézil): peligrosa seductora sexual, ca-paz de llevarse a los jóvenes muchachos en un rapto erótico mor-tal; puede convertirse en brutal asesina (cortadora de cabezas, comedora de carne cruda); impone enigmas difíciles o aparente-mente insolubles que pertenecen al saber tradicional, o sea al pa-trimonio sapiencial, sagrado, de los ancestros. Los que pasan la prueba, ayudados por alguna divinidad, acceden a una nueva vi-da. Mueren a su estado anterior para resucitar a un nuevo estado que implica la posibilidad de nupcias lícitas y legítimas, la condi-ción de guerrero, y la posesión del lado secreto del saber tradicio-nal.

Tengamos en cuenta que la Esfinge, la Quimera, la Medusa son hembras, que de alguna u otra manera tienen relación con la ser-piente (Equidna, la mujer-serpiente, ya mencionada, que vivía en el submundo cavernoso, fue madre de las dos primeras según al-gunos relatos – en algún otro la Esfinge es hija de la Quimera). Este dato es importante porque son divinidades preolímpicas y fungen en el momento ritual del matricidio, cuando el niño ha de matar simbólicamente a la madre para poder merecer en nupcias legítimas a la mujer no maternal. El enfrentamiento con el mons-truo-hembra supone el coraje de afrontar la propia muerte para renacer en un estado de vida superior. Algo ha de ser cortado: un poderoso lazo vital, un cordón umbilical ha de ser arrancado dolo-rosamente y sin retorno. O sea, lo que es cortado es siempre una cierta relación con la dimensión de la madre.

La iniciación es un pasaje y un corte: de una pertenencia estre-

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cha con el mundo de la madre a una unión no incestuosa con una mujer (exogamia) por la intervención de los antepasados (Goux, 51)

Pero claro, el asesinato de la dimensión posesiva, sofocante, de-voradora, de la madre (que impide el desarrollo vital de manera peligrosa y mortífera) es al mismo tiempo el suplicio del asesino. El corte de la madre-serpiente es el asesinato de la dragona y a la vez el sangriento sacrificio del hijo-de-la-madre. El héroe es si-multáneamente asesino y víctima13. Deberá morir por su asesina-to, pero esta muerte será, no obstante, su victoria y su renaci-miento como hijo de los antepasados. Renacimiento, pues, que exige su propia pérdida desgarradora y horrorosa (ib. 53).

Sin embargo, como ya adelanté citando a Dodds, para los tiem-pos arcaicos entre los siglos VII y V la figura del daimon había ido perdiendo su fisonomía benéfica y salvadora para quedar reduci-da a un ser lúgubre y odioso, nefasto y letal.

Y con esto volvemos al texto de Lacan, cuando alude a “la música siniestra en la que Eurípides inscribe, en sus Fenicias, el lazo mís-tico del personaje de Antígona con el tiempo de retorno de la Es-finge sobre la acción del héroe”. Les transcribo el pasaje que se-gún yo creo es el aludido:

Has venido, has venido, alada, engendro de la tierra y de la in-fernal Equidna, raptora de tebanos, que traes ruina y lamentos sin número. Virgen semihumana, monstruo terrible de furiosas

13 Así lo expresa Propp: “sólo se puede matar al monstruo tragador si se es tragado…”. El novicio es muerto y engullido por el animal primordial pero terminará venciéndolo de manera heroica para apropiarse de todas las propiedades que el monstruo simboliza, o para acceder a los dominios que él protege. En la esfera ritual el vientre del monstruo se identifica con el otro mundo o el mundo de los muertos. El descenso in inferno o in utero (o en general bajo tierra o adentro de una caverna) posee significación idéntica.

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alas, de garras ávidas de carne cruda. La que antaño arrebata-bas a los jóvenes de las riberas del Dirce [río de Tebas], con un canto sin lira, y como una Erinis funesta traías angustias de sangre a su patria. Sanguinario era entre los dioses el que deci-dió tales hechos. Los alaridos de las madres, los alaridos de las doncellas sonaban en los hogares. Gritos y llantos de lamentos llenaban la ciudad. Parecidos al rugido del trueno era sus lloros y clamores cada vez que la virgen alada hacía desaparecer a un joven.

En esta descripción de Eurípides, sostiene Goux, no falta nada pa-ra evocar el rapto ritual de los neófitos, en manos de un mons-truo, acompañado por los llantos de las madres y las doncellas de su casa en duelo. El dios exige que los varones adolescentes se vuelvan guerreros y hombres; los padres también. A las madres, por tanto, se les quita sus hijos: de allí el rito de su aflicción y desconsuelo. Pero ése es el destino daimónico de los varones, por doloroso que sea para ellos y para sus madres.

Ahora, ¿cuál es ese lazo místico que, en opinión de Lacan, une a Antígona con el retorno de la Esfinge? Creo que consiste en resig-narse a aceptar un destino divino, doloroso y cruel, contra el que el hombre no puede poder. Un destino “demoníaco”, indescifra-ble, fuera de todo sentido, incomprensible, que golpea sin piedad y aniquila. No es un “bien” para ella combatir poderes que son superiores a los hombres. Poderes en muchos casos terribles, atroces, crueles, y la Esfinge es uno de ellos.

Cuando uno cree haberlos vencido, ellos triunfan con su aparente derrota: la tragedia se desata con la ceguera, en la visión distor-sionada que caracteriza a la locura y al desvarío. Lo que parece un bien, es un mal (en Antígona de Sófocles esto está dicho textualmente en los versos 620-25). La supuesta liberación de un maleficio termina convirtiéndose en fatal desgracia. Un poder que

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no se domina (theós), dice allí el dramaturgo ateniense, conduce la mente (frénas ágei) a la ruina y a la perdición (áte).

Antígona reconoce que el “triunfo”, efímero, de su padre, ante la perra cantora es una ilusión. Esa victoria (engañosa) ha sido su derrota y su infortunio, y trajo la ruina definitiva a la casa real te-bana. Antígona se entrega, entonces, con decisión inquebrantable a ese sino fatídico que la daña y la sume en su propia desdicha y dolor: decide acompañar a su padre al exilio y compartir su des-gracia (áte), renunciando a su matrimonio para siempre. Así lo confiesa:

Antígona: La Erinis, esa que destruyó entera la mansión de Edipo, desde que supo descifrar el enigma indescifrable ento-nado por la feroz Esfinge y venció a la perra cantora. Ese enig-ma fue su ruina (1504-1507)[…]Creonte:¿Qué es lo que anhelas para dejar de lado las bodas?Antígona: Partiré al destierro junto a mi desdichado padreCreonte: La nobleza que hay en ti es una especie de locuraAntígona: Y moriré con él, para que te enteres todo (1677-1682)

Y cuando Edipo se lamenta de su infortunio y su destierro, su hija con lucidez femenina lo llama a poner los pies sobre la tierra:

Antígona: ¿Infortunio, infortunio? ¡La Justicia no ve a los mal-vados ni castiga las locuras de los hombres.Edipo: Vedme ahora… Yo que alcancé las cumbres de la sabi-duría y podía resolver los enigmas de la Virgen feroz…Antígona: Evocas la afrenta hecha a la Esfinge… Evita procla-mar tus éxitos de antaño. Lo que has de padecer, lo que te es-pera, ¡oh padre!: eso debes mirar. ¡Desterrado de tu patria, pa-ra morir en cualquier lugar!

La Esfinge retorna cuando en definitiva se la declara vencedora.

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Ella tiene así la última palabra. Los tiempos “superados” por Edi-po aparecen siendo ilusos, una mera obcecación que él terminó pagando caro. Tiempos ambivalentes, ambiguos, entre la catás-trofe y la transformación liberadora, entre la perdición y una vida plena y verdadera. La Esfinge retorna cuando vuelven los tiempos del enigma, los tiempos de la prueba para obtener el pasaje a otro estado (metabainein)14.

La nueva eraEsta vuelta a dioses oscuros, que supuestamente habían sido erradicados por Edipo, anticipo del hombre racional moderno, ¿es una especie de regreso a una era que hoy caracterizamos, un tanto imprecisa y quizás equivocadamente, como New Age o algo parecido? ¿Una creencia en potencias sobrenaturales, que huele a superstición y paganismo, a religiones de raíces africanas o a una versión occidentalizada de antiguas creencias de la India o de la China, o “algo así”?

La respuesta a esto, nos dice Kent (o. c., 168) depende de cómo se conciba y se use la metáfora de la figura de la Esfinge (cuando ésta aparece con funciones rituales). La respuesta no es sencilla. Está sujeta a valoraciones previas y a ignorancias acerca de fenó-menos sacro-rituales que ya escapan a nuestra comprensión. Si-guiendo ideas muy difundidas entre pensadores europeos de su época, Lacan mismo, p. ej., estaba convencido que “ya no sabe-mos para nada qué son los dioses”. Lo dice literalmente en el Se-minario 7 sobre La ética del psicoanálisis (p. 311)15.

14 Enigma tiene en griego la raíz de algo terrible, que amenaza (ainós), pero su solución se transforma en una sabiduría mayor, que participa en la sabiduría de los ancestros. Esta dualidad del enigma se relaciona con el laberinto, su análogo espacial. Y también con la metáfora (Cf. ARISTÓTELES, Poética 1458 a 24-30 - un enigma “conecta imposibles ha-blando de existentes” - y Retórica 1405 a 37 ss).15 A renglón seguido se refiere ceremonias de iniciación en el mundo antiguo - y aún ac -

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Si valoramos positivamente la derrota y desaparición de aterra-dores dioses que tenemos por meramente imaginarios, tendere-mos a ver en el episodio en que Edipo resuelve el enigma de la Esfinge un paso del que ya no se debe volver atrás. Cualquier re-troceso en ese sentido será visto y juzgado como la vuelta a tiempos tenebrosos de los que “nuestro dios Logos” nos habría li-berado. Habiendo Edipo atravesado, con su sola inteligencia, de manera autónoma y autodidacta, las tinieblas del enigma, ha-biendo disuelto la fantasmagoría de la pregunta al resolverla sin apoyos en saberes tradicionales engañosos y sospechosamente funcionales al poder, consideraremos que es bueno que los mie-dos ancestrales retrocedan. Y se abismen en las tinieblas abisales para siempre…

Si valoramos positivamente recuperar un tiempo arruinado por el hombre moderno, cuya infatuación racional lo ha vuelto ciego y alocado, si valoramos positivamente recuperar sabidurías ances-trales que no debimos haber perdido pues nos ayudan a ser más sensatos en la manera de establecer vínculos humanos (y en el trato de la Tierra), valoraremos el episodio de Edipo con la Esfin-ge como el comienzo de una era engreída y violenta, incapaz de admitir la ofuscación y el extravío, los prejuicios y alucinaciones, la violencia y el desatino que le son propias16. Entonces, cualquier vuelta a esos tiempos anteriores, juzgados más sabios, más razo-nables y cuerdos, será vista como una necesidad y una bendición.

tualmente, en Brasil por ejemplo - en las que en durante su transcurso “se pueden encon -trar bajo la forma de trances o de fenómenos de posesión, en los que un ser divino se ma-nifiesta por boca de quien le presta, si puede decirse, su concurso […] En otros términos, ese campo ya no nos es accesible más que desde el punto exterior de la ciencia, de la ob -jetivación…” (ib.) 16 Kent (o. c. pág. 176) recuerda aquí un texto del Fausto de Christopher Marlowe (1604) en la escena I del acto I: “ebrio de ciencia y presunción/sus alas de cera volaron a zonas prohibidas/y el fuego del cielo determinó su caída”.

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Quizás no estemos en condiciones de superar estos dilemas. Ca-da uno se situará donde sus convicciones lo coloquen. El tiempo, la historia lo irá diciendo. A cada época la asedian sus errores y supersticiones crónicos, tercos, insalvables. ¿Cómo podemos saber nosotros que no nos sobrevendrá el daño y la ruina irrepa-rables, que no seremos golpeados por la ate “que sigue a todo lo-gro humano”, como nos recuerda Dodds hablando de esta creen-cia de los antiguos griegos (o. c., 58). Todo conocimiento, toda sabiduría, toda creencia, toda convicción tiene sus cegueras y su miopía, su obstinada obcecación y sus desvaríos delirantes. Y nuestras certezas más firmes también “tienen lo suyo”.

La propia convicción lleva a llamar “supersticiones” a las convic-ciones ajenas en las que uno no cree. Y lleva a no admitir bajo ninguna circunstancia que se califique de “superstición” a las convicciones en que uno cree, y a las que adhiere con fervor inte-lectual.

La propia convicción lleva a tomar de manera literal las metáfo-ras ajenas, con lo que suelen aparecen ridículas, increíbles, sos-pechosas de ignorancia supersticiosa y merecedoras de que se las combata (no necesito explicitar que estos convencimientos han estado y están siempre justificando proyectos imperiales o genocidas); en cambio, toma sus metáforas como lo que son y las juzga una muestra evidente de su ingenio y sutileza, de su pene-trante lucidez en el conocimiento y expresión de las cosas.

La propia convicción - Kent insiste una vez más - lleva a creer que no hay otra forma de nombrar las cosas que la de uno. Y lleva a creer que los demás hablan mal porque no expresan las cosas co-mo corresponde: o porque están equivocados, o porque no son lo suficientemente lúcidos, porque no lo hacen en la lengua adecua-da, o porque no han superado etapas como lo ha hecho uno y es-

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tán sumergidos en ignorancias no sólo pueriles sino para colmo dañinas y peligrosas, o por lo que sea…

La propia convicción, pues, es un juicio porfiado sobre la verdad que la asiste y otro igualmente intransigente sobre la falsedad ajena. Y es fuente de la ceguera y obstinación que a cada uno golpea inexorablemente. Esta situación insalvable vuelve imposi-ble una solución en el presente.

Las convicciones de teoría, se sabe, sólo mueren cuando lo hacen sus adeptos. Ellas se convalidan a sí mismas. Difícilmente algún argumento en su contra, alguna nueva evidencia sea capaz de desarticularla desde adentro. Hay que esperar, pues, al juicio de la historia…

De hecho, Antígona se hace vocera del juicio de los tiempos. “Evi-ta proclamar tus éxitos de antaño”, le dice a su padre, “lo que te espera, eso debes mirar”. La vanagloria de él es pura fatuidad. Cuando Edipo en Edipo Rey declara egõ phanõ, “haré la luz”, “sa-caré a la luz al criminal”, no se da cuenta del doble sentido de su afirmación; en realidad, de su profecía. Esa sentencia en griego también puede decir: “saldré a la luz”, “me descubriré a mí mis-mo”. Edipo se hace oráculo de su propio destino17.

17 Como todo oráculo, y siguiendo la sugerencia de Heráclito, la afirmación de Edipo es ambigua: no revela claramente en su decir (légei), ni oculta (krýptei), sino que da señales o signos (semaínei). No habla con claridad, no habla revelando directamente la verdad pero tampoco la esconde. De todos modos, anuncia por anticipado el acontecimiento en forma oblicua. Uno, entonces, se puede precaver y prepararse. Sin embargo, el oráculo se cumplirá tal y como había sido predicho pero no lo hará exactamente como se esperaba (el engaño se da en la expectativa que suscita su oblicua “malicia”). La profecía se cumple ineluctablemente y el acontecimiento se produce pese a todos los esfuerzos y ardides por impedirlo. En realidad, se produce justamente por las precauciones tomadas para evitar su realización. Uno es la pieza de un juego que no domina. Querer salir del juego es un movimiento posible dentro de él para jugarlo. No querer jugarlo es ser el

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Doble ceguera, sobre sí y sobre la ambigüedad de su jactancia, de la que no está exento ni Edipo ni nadie, por inteligente y sagaz que se crea o sea, ni ninguna época antigua ni moderna por ilus-trada y lúcida que se proclame. El desarrollo de la tragedia será la eliminación progresiva del doble sentido. Pero una vez descu-bierta la verdad, el hijo de Layo seguirá estando ciego a las con-secuencias de su supuesta victoria sobre la Esfinge (o lo que ella represente). Antígona, en Las Fenicias, se lo hecha en cara: “No evoques la afrenta hecha a la Esfinge… Mira lo que has de pade-cer, mira tu destierro”. Como decían nuestras abuelas, no hay que proclamar victoria antes de gloria…

Volviendo a viejo escrito (anexo para dilettantes)Esperar el dictamen de la historia… A este respecto, Kent nos re-cuerda (o. c., p.186) la sentencia de Anaximandro, el primer texto escrito en prosa filosófica y en plena era arcaica que ha llegado hasta nosotros y que ha sido comentado entre otros por Heide-gger en un conocido y famoso trabajo suyo del año 194618. Dice Anaximandro en ese fragmento:

de donde se da la generación para las cosas, allí encuentran necesariamente su destrucción; pues unas a otras se hacen justicia y dan reparación de su injusticia según el ordenamien-to del tiempo

ejecutor de la propia perdición. Uno y el mismo es el gesto del esquive y el gesto fatal. Por eso la tragedia de Edipo en Sófocles no es una tragedia de la ambigüedad sino de la coincidencia de dos sentidos en el que el único interpreta al segundo: el que no se oye o no se quiere oír es el que revela el significado del que se oye o se cree oír. Cf. C. ROSSET, Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, Barcelona, Tusquets, 1993.18 “La sentencia de Anaximandro”, en Sendas Perdidas, Bs. As., Losada, 1969, 265-307 Buscando algún antecedente bibliográfico sobre una posible relación entre el filósofo de Mileto, discípulo de Tales, y Antígona, di con un libro de Lucas Soares, Anaximadro y la tragedia, cuyo subtítulo es La proyección de su filosofía en la Antígona de Sófocles (Bs. As., Biblos, 2002). Remito a su lectura.

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La sentencia ha dado mucho que escribir. Es un tanto enigmáti-ca… ¿Qué demonios se nos dice en ella? Hay allí inscripto algún destino nuestro que no alcanzamos a captar? Vaya uno a saber…

Me place usarla aquí, siguiendo alguna sugerencia de Kent, para abrir alternativas de análisis y así liberar significaciones posibles que nos hagan pensar.

a) Una forma de sacarle algún jugo teórico es apoyarse en la su-gerencia de Reinhardt referida a la estructura de “tragedias con doble destino”. En opinión de este autor, podría resumirse la in-tención básica de Sófocles en querer mostrar la excentricidad de los “centros humanos” (p. ej., Ayax, Edipo) respecto del centro constituido por el “complejo divino”. Así, el drama suele presen-tarse bajo la forma de un rechazo violento, de un aislamiento destructor19. Sin embargo, puede ocurrir también que dos figuras humanas, ambas igualmente excéntricas respecto del invisible centro de lo demónico y divino, se pongan en movimiento en torno a éste y pierdan ambos su equilibrio y mesura al girar en torno a él. Es el caso de Antígona y Creonte, por ejemplo. A esta clase de tragedias la llama Reinhardt de doble destino20.

Entonces, si tomamos a la Esfinge y a Edipo como dos personajes

19 En el Seminario 7, Lacan sostiene, matizando a Reinhardt, que el aislamiento de los héroes sofocleanos es consecuencia de su estar situados en una zona límite, entre la vida y la muerte, arrancados de la estructura en algún punto (pp. 325-27). Yo añadiría que la desmesura (hybris) de ese estar fuera de la estructura en algún punto es la que desencadena el drama (trágico) para que tal exceso, tal excentricidad sea “castigada”. Lo espantoso y enloquecedor del caso radicaba, para la subjetividad ateniense del siglo V a. C., en que esa excentricidad se debía a un destino marcado por el daimon: se pagaba una injusticia cuya asignación por el Destino se percibía “injusta”… 20 Sobre esto, se puede consultar la “Introducción” de L. Pinkler y A. Vigo a la edición de la Antígona de Sófocles de Editorial Biblos (Bs. As., 1994)

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que giran excéntricamente respecto de un fondo “divino” (así lla-ma Anaximandro a aquello de donde todo emerge, “de donde se da la generación para las cosas”), ambos correrán a su destruc-ción en última instancia, y el tiempo terminará dictaminando su sentencia, correspondiendo el triunfo final a la fuente originaria de lo real. O sea, el mismo principio que origina y rige el orden del mundo, es el mismo que origina y rige la destrucción de lo que se da en él.

Esto es, la Esfinge y Edipo, “dos órdenes de legalidades contra-puestas” (Soares), que se enjuician y condenan mutuamente, ter-minarán ambos corriendo hacia su muerte porque están regidos por el orden de ese fondo ilimitado que todo lo abarca. Cada uno de ellos lleva dentro de sí el germen de su propio desorden y ani-quilación. Y el enfrentamiento mutuo colabora en ese proceso de ruina y destrucción pues mutuamente se señalan la ceguera, el desorden, el crimen que a cada uno habita y anima, y, denun-ciando en el otro su excéntrico estar fuera de la justicia (la de ese fondo “divino”), reclaman la necesidad de reparar esa injusticia.

b) Otra forma de arrancarle sentido a la sentencia de Anaximan-dro es identificar a la palabra del mythos como la palabra verda-dera que revela la estructura de su apeiron, la realidad originaria, que rige el devenir de todas las cosas que en él se originan21. Bajo esta perspectiva, el “oráculo” engendró a Edipo, marcándole su destino; y con su ruina y destrucción le dio cumplimiento.

El orden del tiempo da así su veredicto: el orden racional - que cree vencer las tinieblas y el horror mortal de la Esfinge - ha de pagar el crimen de su vanagloria, ha de reparar su infatua-ción. Ese orden de lo apeiron surge de un fondo cuyos confines no puede atravesar el logos humano y está siempre a su merced.

21 El apeiron, “el que no se puede atravesar” porque no tiene límites, es principio de todo, omniabarcante y de carácter divino (theios) e inmortal (athananatos).

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Querer escapar a su poder es una forma de ser su prisionero.

Pero también podemos identificar a la palabra del logos como la palabra verdadera que revela la estructura del apeiron. En ese caso, devela al enigma y engendra al (significado del) mito - in-cluido el mito de la razón - como una forma simbólica imaginaria que prefigura defectuosamente lo verdadero. Bajo esta perspecti-va, el mythos y la racionalidad moderna, hecha mito e incondicio-nal, se transforman en algo tenebroso y detestable cuya destruc-ción da cumplimento a la condena que merece su destino por el desorden y el daño que introducen.

Entonces el orden del tiempo da su veredicto: la Esfinge sinies-tra ha de sumergirse en el abismo al que pertenece, sea esa esfinge figura del mito, es decir, su representante en el esce-nario de la tragedia, o sea esa esfinge figura del discurso racio-nal que asuela la Tierra y las ciudades, especialmente con su fu-ria tecnológica devastadora, decapitadora de hombres y devora-dora de carne cruda…

Pese a quien pese, el dios Logos de Europa está seguro de ven-cer, está seguro de ser la palabra que, por sí sola, autónomamen-te, irá venciendo las tinieblas del mito, de la superstición, de los prejuicios, de los miedos, de la ignorancia, de los engaños de la conciencia, de las locuras de la tecnología, de los proyectos de dominio universal, de la ceguera “de todo el mundo”. Lo hará en nombre del ser o de la nada, de lo pleno o del vacío, del orden o del desorden, de la necesidad o del caos y el azar, o lo que fue-re… Pero siempre será él, el Logos victorioso, el dios invicto el que nos aclare nuestra “condición humana”, y cómo ha de pensar todo el mundo lo que funda esa condición o lo que la desfonda y la deja suspendida sobre el abismo del vacío y de la nada.

Con muy distintas figuras de sí, el logos ha querido y quiere ma-

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nejar lo deinós, lo inquietante, lo pavoroso, lo aterrador22. ¿Qué es lo que enseña, en cambio, el mythos? Que cuando los hombres pretenden razonablemente, sin locura, dominar y manejar lo deinós, como hizo Edipo, son más aterradores y pavoro-sos que nunca23. Quedan presos de la adversidad, del torbellino, del vórtice que los desbarranca en las tinieblas del abismo donde todo se confunde y se pervierte, y donde (sin saberlo) se cometen los peores crímenes en nombre de lo más puro y sacrosanto. No se puede luchar demasiado tiempo contra un enemigo sin aseme-jarse a él en aspectos por los que uno lo combate.

Lo curioso es que si queremos volver a un posible sentido “primi-tivo” del mito de la Esfinge debemos reconocer que ese lado te-nebroso, alarmante y estremecedor es sólo un aspecto. Atrave-sar, en el rito del pase a la edad madura, el lado letal de la Esfin-ge, era alcanzar la catharsis, la purificación, en que se accedía al deseado nuevo estado; estado exigido por los varones adultos de la etnia (ethnos) o de la comunidad (polis), conforme a lo que, si-guiendo a la costumbre ancestral (ethos), los mayores, espera-ban de sus jóvenes.

Pero hay un paso más posible. Es que el mythos también nos en-seña que hay una forma de alcanzar la cordura. ¿Cómo? Sabiendo reírse, junto con la divinidad, de la forma demasiado humana con

22 Han sido numerosas y disímiles las traducciones de la palabra deinós en el coro de Antígona de Sófocles (versos 332-333). Se puede consultar sobre esto a Breno ONETTO M., “El destino del hombre. Antígona y el otro helenismo”, en el sitio web correspondiente.23 Ya se sabe: la guerra no nace sólo de la locura, sino también de la actividad racional cuyo único objetivo es prevenirla, aduciendo el logro de una sensatez razonable en las relaciones de conflicto. La tragedia, justamente, muestra la inversión de la conducta prudente en acción belicosa no deseada y la perversión de su proyecto. Sobre esto recomiendo la lectura del libro de A. GLUCKSMANN, El Discurso de la Guerra, Barcelona, Anagrama, 1972.

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que los hombres entienden sus relaciones con lo divino. El drama satírico que, en los concursos teatrales de las Dionisíacas, suce-día a las tragedias era una reliquia de ese momento ritual… He-mos perdido este sentido del equilibrio del rito porque ya no sa-bemos qué demonios es.

Quede este tema como un enigma por dilucidar en otra ocasión…

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Addenda

PostcriptumEn nuestra época nos enfrentamos a un dilema: tenemos que de-finirnos ante los desafíos que nos plantean propuestas, discursos y creencias que abogan por conocimientos que muchos habían considerado (y todavía consideran) cosas del pasado. Creencias que con frecuencias se califican de supersticiones, supercherías, fetichismos, propios de tiempos anteriores a la modernidad, de

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tiempos anteriores al psicoanálisis, a la ciencia, a la filosofía ra-cional.

Conocimientos de base mítico-ritual, que hoy proliferan en mani-festaciones religiosas de raíces africanas, en convicciones funda-das en la sabiduría tradicional de la India o la China, en nuevas revelaciones referidas a seres extraterrestres o en apocalipsis más o menos cercanos. Incluso, asistimos a una oferta llamativa-mente extendida de doctrinas relativas a vidas pasadas o a los ángeles, o a una exposición de feligresías devotas de cultos góti-cos afines a ritos sangrientos y a figuras emparentadas con lo de-moníaco y, en el extremo, al satanismo. Etc.. El fenómeno es de-masiado conocido como para abundar en él.

Simplificando las opciones ex profeso (ay, las simplificaciones que gustan mucho a los lectores medios y disgustan tanto a los eruditos puntillosos, en especial cuando viven intelectualmente compitiendo), simplificando, digo, podemos hacer el siguiente cuadro de convicciones con sus correspondientes valoraciones:

ESFINGE EDIPO

Figura siniestra Figura insigne Metáfora de creencias míticas Metáfora del hombre mo-derno, falsas, supersticiosas, disuelve las supersti -ciones funcionales al poder racionalmente

ESFINGE EDIPO

Figura bienhechora Figura peligro-sa Emblema de sabidurías Emblema del logos que destruye ancestrales no occidentales sabidurías étnicas no occi-

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dentales

ESFINGE EDIPO

Figura de espanto y muerte Figura de lucidez y libe-raciónFuente de resurreción y nueva vida fuente de ceguera, ruina y muerte

ESFINGE EDIPO

Figura en ritos de pasaje a la adultez Figura de la razón autó-noma Marca el destino de Edipo Disuelve el terror de la Es-finge ESFINGE EDIPO

La vieja forma del conocimiento La nueva forma de la creencia Muestra el rostro de Edipo El terror y la superstición nuevos

ESFINGE EDIPO

Habitante de los abismos Habitante de las alturas urá-nicas Señora del vértigo y el vacío Fuera de sí ante la tiniebla abisal

Cada término de la oposición presenta su posible lado benéfico y positivo, así como su posible lado dañino y mortífero. Cada tér-mino, según cual sea la convicción que lo sostiene, puede poner de manifiesto la diferencia que lo opone al otro. Pero también, para una apreciación externa a ambos, puede revelarse los ras-gos comunes que los hace a uno un doble del otro, gemelos cu-yas identidades se confunden y terminan siendo idénticos. Lo que

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parece opuesto no lo es. Según qué perspectiva se adopte, pue-den presentar aspectos tan similares que se vuelve imposible dis-tinguirlos entre sí.

Desde otro ángulo, podemos preguntarnos si Edipo, habiendo re-suelto el enigma que le planteó la Esfinge, no pasa él a ser el enigma; un enigma que ya no puede resolver. Si tal fuera el caso, Edipo se convierte en la nueva Esfinge, una forma invertida de su retorno, su “reencarnación” más astuta.

Edipo, figura del logos, de la palabra verdadera que resuelve (y disuelve) los enigmas, que revela el sentido (o el sin sentido) del acontecimiento - que imprevistamente irrumpe - o hace conocer el cumplimiento inexorable de un proceso, ¿se transforma así, co-mo la Esfinge, en un mito, en una figura del pasaje a la edad adulta, en el inquisidor cruel que desafía con nuevos enigmas, en un provocador de experiencias sexuales transgresoras, en un de-vorador de carne cruda, en una esperanza salvífica y renovadora, en una instancia de una vida nueva mejor, sin miedos ya al vacío y la muerte? Es, creo, para pensarlo…

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Bibliografía

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