antecedentes de la pena de muerte

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ANTECEDENTES DE LA PENA DE MUERTE

La pena de muerte o pena capital ha existido a la par con la humanidad, es bien sabido que los griegos tuvieron gran influencia cultural en Roma, si bien los romanos destacaron por su vasta jurisprudencia y aquellos por ser grandes filósofos, binomio que hizo surgir la filosofía del Derecho, de ahí la regulación de las relaciones entre los hombres y el Estado, así como consecuente castigo a quienes cometen violaciones a las leyes impuestas por este último. Ya los hebreos dejaron testimonio de la existencia de esta sanción.

En Roma el primer delito castigado con la pena de muerte fue el de Perduellio, por traición a la patria, más adelante, en las XII Tablas, se reglamentó también para otros delitos y era esta, la pena imperante; un tiempo después y aunque sin ser abolida cayó en desuso, restableciendose posteriormente con los emperadores. Así pues esta sanción es conocida desde los primeros tiempos de la humanidad, y puede decirse que en todas las culturas, teniendo algunas variantes como por ejemplo el tipo de delitos por los que se imponía, siendo el más común el delito de homicidio. Se imponía, igualmente por los delitos que actualmente conocemos como patrimoniales, delitos sexuales, delitos contra la salud (como lo era la embriaguez consuetudinaria) delitos del órden político, así como militar, lo mismo para lo que hoy conocemos como delitos del fuero común y federal.

Las formas de ejecución de la pena fueron muy variadas de acuerdo a los usos y costumbres de los diferentes pueblos, había entre otras: la lapidación, la rueda, el garrote, la hoguera, todas eran formas muy crueles ya que su finalidad consistía en imponer el mayor sufrimiento al delincuente condenado a dicha pena.

Durante la vigencia de las XII Tablas, la autoridad podía dejar la aplicación del Talión al ofendido o a sus parientes, sin embargo existían también funcionarios encargados de la ejecución.

La pena de muerte inicialmente fue concebida como una aflicción, retributiva originada por la comisión de un delito apareciendo así en las leyes antiguas.

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Posteriormente, al llegar el cristianismo que predicaba el amor por el prójimo el carácter divino de la vida, sentó las bases de las tendencias abolicionistas de esta sanción.

Por lo que respecta a las sociedades precolombinas , se sabe que aplicaban las penas consistentes en palo tormentos o la muerte, siendo el gran sacerdote quien las imponía, ordenaba las ejecuciones y se cumplian.

Entre los aztecas , las leyes se caracterizaban por su estricta severidad, entre las penas existentes, se encontraba, la lapidación, el descuartizamiento, la horca y la muerte a palos o a garrotazos, y aún cuando las cárceles no tuvieron ninguna significación también existia la pena de la pérdida de la libertad.

También en el pueblo de los tarascos existía la pena de muerte y en los delitos como adulterio, la pena era impuesta no sólo al adultero, sino que esta trascendía a toda su familia.

En cuanto al pueblo maya ,al traidor a la patria se le castigaba con la pena de muerte, y existían también otras penas como la lapidación, si bien existieron algunas diferencias en cuanto a los delitos por lo que se aplicaba, así como la forma de ejecutarla, se puede afirmar que fue común a todas las culturas en la antiguedad.

Ya en el México independiente, al consumarse la independencia en 1821, las leyes principales seguian siendo las mismas vigentes en la época colonial, es decir, la pena de muerte seguía presente y era aplicada principalmente a los enemigos políticos.

En el siglo XX la pena de muerte se aplicó a discreción en la mayoría de las sociedades americanas, sin embargo, la prevalencia del casicazgo político, el ejercicio indiscriminado del poder por dictadores al servicio de las oligarquías nacionales y de ciertas potencias, que vieron en esa situación oportunidades para justificar y consolidar sus pretensiones imperiales, es decir el abuso de esta sanción, motivado por la injusticia social, trajo como consecuencia la confusión entre los criterios humanistas

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radicales que pugnan por la necesidad no de disminuir su aplicación sino de su abolición, desconociendo su utilidad y justificación.

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La Pena de Muerte en el lenguaje ético contemporáneo (4/4)

4. El animus necandi y la dignidad de la persona humana

Finalmente, corresponde atender un último aspecto. En el lenguaje jurídico penal, el animus necandi o deseo de matar suele asociarse con los criminales que fallaron en su intento de quitar la vida a sus víctimas. Yo no usaré el término en ese sentido. Con él quiero referirme más bien, desde una perspectiva psicológica, a una dosis de ese deseo que, bajo formas controladas y mucho menos peligrosas, hay en mayor o menor medida en cualquier ser humano, por alejado que éste se encuentre de los hábitos y las actividades criminales. Inserto en la carga genética y oculto en la gran mayoría de los casos a la propia conciencia, el deseo de matar busca formas de aflorar y, por lo general, cuando finalmente aflora, lo suele hacer resguardando su carácter oculto, es decir, aparece revestido de decencia. Como se sabe, en los casos más severamente patológicos el deseo de matar suele volcarse incluso contra el propio sujeto.

No es mi intención extenderme en este tipo de análisis, que no son de mi competencia. El punto al que quiero llegar es éste: En cualquier caso, el animus necandi es un sentimiento que no sólo atenta contra la dignidad ajena, sino que es contrario a la dignidad propia. Por lo tanto, es un imperativo de la ética individual ejercer una auto-vigilancia constante. Lo que el principio de la dignidad proclama es que no es digno de un ser humano actuar como si fuera el amo arbitrario de la vida, propia y ajena, ya sea que estemos hablando de un suicida, de un asesino o de un administrador de la justicia formalmente

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establecida. Dicho de otro modo, para todos los casos, quitar arbitrariamente la vida al ser humano se percibe en el lenguaje ético contemporáneo como contrario a la dignidad.

Se dirá que al usar la palabra ‘arbitriamente’ estoy dejando abierta la posibilidad de que haya alguna manera legítima, y por lo tanto tolerable, de quitar la vida a un ser humano. Doctrinalmente nunca se ha cerrado esa posibilidad en la cultura filosófica, jurídica y política de Occidente. De otro modo no hubieran podido darse las justificaciones clásicas de la legítima defensa ni la del tiranicidio, ni sería posible el debate actual sobre la eutanasia. Pero la pregunta de la ética contemporánea respecto de la pena de muerte es si se la puede incluir bajo esos mismos regímenes de excepción. La respuesta es negativa, porque no es una decisión voluntaria de carácter humanitario ni resiste el sustento de las excepciones clásicas, es decir, la necesidad que tienen el Estado y la sociedad de evitar la muerte inminente de personas inocentes. Casuísticamente es imposible demostrar que, para este último fin, que no haya más alternativa que matar, sobre todo si se tiene en cuenta que la pena será aplicada a alguien que está purgando cárcel.

En otras palabras, es muy difícil no asumir un animus necandi cruel en quienes pretenden aplicar la pena de muerte a una persona que está encarcelada, es decir, que ya no es una amenaza para los demás. ¿Qué sentido tiene eso como penalidad? ¿Qué significado adquiere el castigo? ¿Qué revela acerca del ejercicio del poder? Estas son las cuestiones que la Ética de la dignidad plantea a partir de la convicción de que la pena de muerte atenta no sólo contra la dignidad, sino contra todos y cada uno de los principios éticos que hoy norman nuestra conducta. Es una medida discriminatoria que coloca a unos seres humanos en posición de decidir sobre la vida de otros. Disfrazada de defensa del Estado liberal y de la sociedad libre, es el más violento atentado contra la libertad individual. Como acto extremo e irreversible, es la forma más grave de desvirtuar el sentido del castigo en la administración de justicia. Finalmente, como respuesta violenta del Estado y la sociedad, es una ofensa a la Cultura de Paz.

Salvando las grandes distancias morales que, desde luego, sería

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injusto desconocer, los defensores de la pena de muerte se igualan, sin embargo, al menos en un punto específico, con los criminales: No han llegado a comprender qué significan y qué implican la dignidad humana y la igualdad de todos los seres humanos en dignidad. Esto los pone bajo sospecha. Despejar esa sospecha hoy sólo puede pasar por una vía ineludible: La investigación, el debate abierto y la demostración pública de que la pena de muerte es la única vía posible para librarnos de un mal que todos quisiéramos ver erradicado de nuestra sociedad.