anhelo desahuciado

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Desahucio La noche avanzaba a pequeños pasos. Temerosos pasos para no tropezarse con la luz. La tersa y excitante naturaleza con la que sucedían las cosas en Venecia fascinaba a María. Aquella velada de otoño bajó al vestíbulo cinco minutos más temprano de lo habitual. Caminó hacia la mesa del rincón, donde no llegaba el chirriante reflector del bar aledaño, y con un histrionismo impropio de una dama exigió un Martini al camarero. Al otro lado del salón un hombre con gabardina larga, guantes de cuero y bombín oscuro le dedicaba asiduamente una mirada profunda. Ella, consciente de su presencia, al cabo de diez minutos decide levantarse, dejar la copa a medio acabar y retirarse a su habitación. En el ascensor intenta acelerar el trámite de las cosas, pero su inútil perspicacia se ve truncada por el maligno diseño de los elevadores rústicos. Mientras la compuerta se cierra alguien obstruye su curso. Al abrirse, el panorama de María se resume a observar como el efecto contraluz le añade dramatismo a la escena, mientras, pese a lo mal iluminado que estaba el hall, lentamente se desvela el rostro de tez morena y ojos claros de aquel señor. Su corazón latía como un mugriento chofer intentando escapar del accidente. Allí supo que no podría huir más de su pasado. El hombre sonrió a oscuras, sin sonreír y se plantó a su lado. Un silencio cortaviento absorbió el espacio y el elevador se detuvo en el octavo nivel. “¿Quiere hacer esto ahora?” inquirió el hombre. “Prefiero enfrentarlo con media copa arriba, así será más sencillo, ¿no cree Gastón?”

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Cuento narrativo corto.

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Page 1: Anhelo desahuciado

Desahucio

La noche avanzaba a pequeños pasos. Temerosos pasos para no tropezarse

con la luz. La tersa y excitante naturaleza con la que sucedían las cosas en

Venecia fascinaba a María. Aquella velada de otoño bajó al vestíbulo cinco

minutos más temprano de lo habitual. Caminó hacia la mesa del rincón,

donde no llegaba el chirriante reflector del bar aledaño, y con un

histrionismo impropio de una dama exigió un Martini al camarero. Al otro

lado del salón un hombre con gabardina larga, guantes de cuero y bombín

oscuro le dedicaba asiduamente una mirada profunda. Ella, consciente de

su presencia, al cabo de diez minutos decide levantarse, dejar la copa a

medio acabar y retirarse a su habitación. En el ascensor intenta acelerar el

trámite de las cosas, pero su inútil perspicacia se ve truncada por el

maligno diseño de los elevadores rústicos. Mientras la compuerta se cierra

alguien obstruye su curso. Al abrirse, el panorama de María se resume a

observar como el efecto contraluz le añade dramatismo a la escena,

mientras, pese a lo mal iluminado que estaba el hall, lentamente se desvela

el rostro de tez morena y ojos claros de aquel señor. Su corazón latía como

un mugriento chofer intentando escapar del accidente. Allí supo que no

podría huir más de su pasado. El hombre sonrió a oscuras, sin sonreír y se

plantó a su lado. Un silencio cortaviento absorbió el espacio y el elevador

se detuvo en el octavo nivel. “¿Quiere hacer esto ahora?” inquirió el

hombre. “Prefiero enfrentarlo con media copa arriba, así será más sencillo,

¿no cree Gastón?” aseveró María. Retiró de su bolsa de piel morada la

llave, acto seguido sacudió la puerta al abrirla y se postró sobre el chalet.

Al pasado siempre será mejor encararle sentada.

“No suelo retractarme de mis decisiones” afirmó con certeza. “Sin

embargo, antes de que digas algo más, empacaré mis cosas y volveré. Creo

que por primera vez me toca a mí” añadió. Se levantó de golpe para llegar

al mini-bar, levantó la mirada, arqueó las cejas y se acordó de su

inverosímil educación. “¿Qué toman los oficinistas?” inquirió para sí. “Ah,

cierto, vino. Qué horrible, pero muy italiano” exclamó. Sirvió una copa de

Page 2: Anhelo desahuciado

Merlot a Gastón Rossi y conversaron por horas. Rozando el amanecer el

caballero se despidió, acusando tener que asistir a la misa vespertina

dominical. Al abrir la puerta, la rencilla de viento levantó el vestido negro

de María, quién sin pudor alguno no tuvo reparo en despedirle casi en

paños menores. Al día siguiente, mientras apenas clareaba el cielo, María

Bupatini tomó un tren rumbo a Calabria. Mientras recorría por el camino

ferroviario los pastosos montes italianos, bañados por el rocío de la brisa

septembrina, sintió una emoción algo triste, como si hubiese estado

desposada de un puritano fanático alguna vez. Ah, cierto, realmente lo

estuvo. Por veinticinco años. Veinticinco miserables años.

Arribando a Calabria tuvo tiempo de lavarse y cambiarse para la ocasión,

vestía falda y blusa. Negra, cómo más. Descendió del tren y cruzó la

estación para abordar el Mini Cooper que la esperaba junto al maloliente

chofer de turno. Inclinó el torso y le acercó un pedazo de papel rasgado

con una dirección en él. Sin preámbulos, el conductor puso marcha. Tras

apenas quince minutos de viaje María indicó con el gesto del ceño que

habían llegado. Sin mediar palabra apuró a pagarle al hombre y bajar del

auto. Caminó tres cuadras a la redonda hasta llegar a una decrépita casa

de madera. El anuncio colgante en la fachada titulaba “Dónde se cuida la

ilusión infante. Casa de asilo para niños lisiados”. Se asomó por la ventana

frontal y vio a tres niños alrededor de una pequeña mesa de plástico,

postrados sobre sillas de ruedas, rellenando planas de caligrafía con aínco.

Sin gallardía para entrar se retiró con una lágrima en la mejilla. Acto

seguido escuchó el retumbar de las campanas de la basílica y decidió

acudir a la última misa del día domingo. Al salir le pidió al padre Doménico

que rezara por su alma para salvarse del purgatorio. Aquel hombre,

presagiando una tragedia, decidió seguir a la inconsolable mujer mientras

los feligreses cuchicheaban entre sí. Finalizada la persecución en el rincón

de la calle quinta, observó a María sacar una daga de su bolso y cortarse

las venas sin frialdad alguna. Prefirió evitarse problemas con la policía y se

retiró sin más, mientras el cuerpo de la joven mujer yacía sobre el frío

pavimento.

Page 3: Anhelo desahuciado

María Bupatini falleció a las dos y cincuentaicinco de la tarde. A su

entierro, un mes después, sólo asistió su ex-esposo, quien desde entonces

es un asiduo residente del confesatorio. A aquel hombre sólo se le escucha

gemir junto al cura de turno: “Yo la obligué a entregarlos, yo la obligué a

huir”.