andrea, la niña descomplicada

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Andrea, la niña descomplicada El oficio de ser maestro (cuentos) eNRIQUe aRAUJoVIEDO, Junio 2014 Andreita, ¿quien no recuerda a Andreita? Esa niña descomplicada, delgadita, pelirubia con unos ojazos semiverdes, semiazules, siempre con una sonrisa a flor de labios? Tenía una naricita respingada y pómulos salientes; la barbilla se perdía entre esa bufanda a cuadros que le cubría el cuello y parte del pecho. Quien la mirara despreocupadamente diría que era una niñita desgalamida. Y sí, vista de arriba a abajo, no tenía gracia. Pero ella era de esas niñas que tienen un no sé qué en no sé dónde para las que la apariencia no dice nada de esa belleza interior que poseen a borbotones. Ella era como una caverna de esas que aparecen en discovery channel. Desde lejos ves una oquedad en plena falda de la montaña, cuando te acercas se vuelve inmensa pero siempre oscura. Si te atreves a entrar, pasado el primer tramo encuentras que la caverna se ensancha y su oscuridad se desvanece con un resplandor interno que no se sabe de dónde sale y que ilumina un cascada ondulante que se desvanece en rugidos y espuma en un inmenso lago cristalino rodeado de verdor y flores de miles de colores sobre las que serpentean colibríes y toda suerte de avecillas que con su trinar hacen eco a la cascada. Nadie puede decir que conoce a Andrea, es una sorpresa permanente. Así como te dice sin inmutarse “psicorígido” te suelta una carcajada hilarante por un chiste a mediocontar. Es maravillosa, te enamoras a la primera. Y todos los niños de Tercero A estábamos enamorados de ella. Bueno no todos. La verdad, yo solito. La miraba en el salón y me hacía detrás suyo o en el pupitre contigüo. En el descanso me le acercaba temerariamente hasta el punto de estirarme para oler sus cabellos rubios. Adriana jamás se dió por enterada y si lo hizo, fue lo suficientemente discreta para no hacerlo notar. No sé si me habré delatado en mis temerarias aventuras de tomarle un dedo en la fila de la caseta de la tienda escolar. O de aparecer de repente cuando se le caía el lápiz del pupitre, tomándolo en el aire a la velocidad del rayo, colocándolo sobre su mano y volviendo a mi puesto a la velocidad de la luz. Me le robé las galletas de la lonchera para saber a qué sabían sus labios y su saliva. Pisé sus pisadas en el barro del camino que tomaba para su casa; llegué a su casa y la espié por la ventana con el corazón a punto de saltar del pecho. Saltó de verdad y hasta casi me oriné del susto cuando tomando un gladiolo de su jardín, se abre la puerta y sale su mamá quien me pilla en el acto, me reconoce y me invita a seguir para después de unas galletitas con leche reprenderme por mi villanía. Justo en ese momento bajaba las escaleras Andreita y … Dios mío, trágame tierra! Me miró con esos ojos azules que a veces eran verdes o color miel, según su temperando y día de la Esperanza. Miró en mis manos el gladiolo, se dió media vuelta y subió las escaleras corriendo. Sólo alcancé a distinguir sus botines rojos cuando soltó el llanto. Lloraba por el floricidio que había cometido. Era un criminal ambiental ante los ojos verdiazules de Andreita. Por Dios, todo menos eso. Quiero que me ame, que le haga tanta falta como respirar y lo único que consigo es tener la boca llena de galletas entremezcladas con leche, sin poder decir ni mú. En una mano tenía el vaso de leche y en la otra aún sostenía el cuerpo frágil del gladiolo que se abatía hacia un lado

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Andrea, la niña descomplicada

El oficio de ser maestro (cuentos) eNRIQUe aRAUJoVIEDO, Junio 2014 Andreita, ¿quien no recuerda a Andreita? Esa niña descomplicada, delgadita, pelirubia con unos ojazos semiverdes, semiazules, siempre con una sonrisa a flor de labios? Tenía una naricita respingada y pómulos salientes; la barbilla se perdía entre esa bufanda a cuadros que le cubría el cuello y parte del pecho. Quien la mirara despreocupadamente diría que era una niñita desgalamida. Y sí, vista de arriba a abajo, no tenía gracia. Pero ella era de esas niñas que tienen un no sé qué en no sé dónde para las que la apariencia no dice nada de esa belleza interior que poseen a borbotones. Ella era como una caverna de esas que aparecen en discovery channel. Desde lejos ves una oquedad en plena falda de la montaña, cuando te acercas se vuelve inmensa pero siempre oscura. Si te atreves a entrar, pasado el primer tramo encuentras que la caverna se ensancha y su oscuridad se desvanece con un resplandor interno que no se sabe de dónde sale y que ilumina un cascada ondulante que se desvanece en rugidos y espuma en un inmenso lago cristalino rodeado de verdor y flores de miles de colores sobre las que serpentean colibríes y toda suerte de avecillas que con su trinar hacen eco a la cascada. Nadie puede decir que conoce a Andrea, es una sorpresa permanente. Así como te dice sin inmutarse “psicorígido” te suelta una carcajada hilarante por un chiste a mediocontar. Es maravillosa, te enamoras a la primera. Y todos los niños de Tercero A estábamos enamorados de ella. Bueno no todos. La verdad, yo solito. La miraba en el salón y me hacía detrás suyo o en el pupitre contigüo. En el descanso me le acercaba temerariamente hasta el punto de estirarme para oler sus cabellos rubios. Adriana jamás se dió por enterada y si lo hizo, fue lo suficientemente discreta para no hacerlo notar. No sé si me habré delatado en mis temerarias aventuras de tomarle un dedo en la fila de la caseta de la tienda escolar. O de aparecer de repente cuando se le caía el lápiz del pupitre, tomándolo en el aire a la velocidad del rayo, colocándolo sobre su mano y volviendo a mi puesto a la velocidad de la luz. Me le robé las galletas de la lonchera para saber a qué sabían sus labios y su saliva. Pisé sus pisadas en el barro del camino que tomaba para su casa; llegué a su casa y la espié por la ventana con el corazón a punto de saltar del pecho. Saltó de verdad y hasta casi me oriné del susto cuando tomando un gladiolo de su jardín, se abre la puerta y sale su mamá quien me pilla en el acto, me reconoce y me invita a seguir para después de unas galletitas con leche reprenderme por mi villanía. Justo en ese momento bajaba las escaleras Andreita y … Dios mío, trágame tierra! Me miró con esos ojos azules que a veces eran verdes o color miel, según su temperando y día de la Esperanza. Miró en mis manos el gladiolo, se dió media vuelta y subió las escaleras corriendo. Sólo alcancé a distinguir sus botines rojos cuando soltó el llanto. Lloraba por el floricidio que había cometido. Era un criminal ambiental ante los ojos verdi­azules de Andreita. Por Dios, todo menos eso. Quiero que me ame, que le haga tanta falta como respirar y lo único que consigo es tener la boca llena de galletas entremezcladas con leche, sin poder decir ni mú. En una mano tenía el vaso de leche y en la otra aún sostenía el cuerpo frágil del gladiolo que se abatía hacia un lado

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desvanecido cual largo era su tallo. Oh, no! Mira, yo … qué podía decir con la boca llena? Balbucee algo y sonó a mascullar con la boca abierta mientras ella desapareció escaleras arriba. No se hizo esperar la reprimenda de la madre: Niño, con la boca llena no se habla!. Pasaron las semanas, los días y las horas. Tac, tac, tac hacía el reloj del salón. El tiempo era inmensamente lóbrego sin Andrea. No había vuelto a la Escuela desde ese magnifloricidio cometido por mí. Cómo decirle que ese no era yo; que esa mano que sostenía el vaso era la mía, pero la otra la que sostenía el falleciente gladiolo era de otro; que no era mía. Que tenía vida propia y se mandaba sola. Pero nada. No llegó. A la semana supimos que tenía sarampión. La mamá vino a informar a la profesora y pedirle que le enviara los deberes. Cómo quise ir a visitarla. Me nacieron unas ganas inmensas de consentirla, de servirle una sopa calientita a cucharaditas. Mi mente voló, me sentí en el rellano de su antejardín pegando con cinta transparente el gladiolo a su tallo y ver cómo Andreíta se asomaba por la ventana con esa sonrisa infantil que le llenaba todo el rostro de una inmensa alegría, aprobando mi resarcimiento con Natura. Una vez reivindicado, me invitaba a tomar leche con galletas y hablábamos y hablábamos. El tiempo se detenía en un último Tac y, ella y yo corríamos por el andén cogiendolos de los postes para hacer ruedas y zarandas. Al llegar al final de la calle, como no sabíamos cruzarla nos devolvíamos, entrabamos al antejardin y jugábamos a las escondidas. Tenía los ojos cerrados y había comenzado a contar: y uno, y dos, y tres … cuando la voz de la profesora interrumpió intempestivamente: otra vez soñando en clase, señor Araújo? Vea, aprenda de la Señorita Lozano. Ella sí se concentra y está atenta …. su voz se perdió en una reverberación que se fue apaciguando hasta desaparecer. ¿Está aquí? ¿Dónde? Miré para dónde indicaba con su mirada la profesora y la ví junto a la ventana refulgiendo con el sol. Casi que no la podía ver por los destellos que provenían de la ventana. Ella se perfilaba con esos haces de luz que emanaba de todos lados, cubriendola. Escasamente podía ver su respingada nariz y sus verdiazulados ojos. Y su sonrisa, esa maravillosa sonrisa que detendría en seco un tifón. ¿Andreaaa…? sentía mi voz escapando sin musitar, sin decir. Se veía como una diosa, como esas imágenes del libro de religión que flotan entre nubes y huelen a azahares. ¿Huelen a azahares? Pero si los libros no huelen! Entonces porque esa mezcla de rosas, campo fresco y azahares? No, el olor era otro… era un delicioso olor a fresas. Andrea me olía a fresas! Qué ricura, qué delicia, qué aroma. Justo en ese momento caían fresas del techo y nos cubrían a todos mientras Andreita con sus manos extendidas como el niño dios del 20 de julio ascendía suavemente sin ser tocada por ninguna fresa y despidiendo sus rayos de luz. Y veía cómo la profesora desaparecía en ese mar de fresas que llenaban el salón. Señor Araújo? Toc, toc. Qué hay en esa cabecita? Aquí planeta Tierra, llamando al Araujonauta, cambio, ... cambio … Andrea llegó tres semanas después, como si nada. Como si se hubiera ido ayer a la salida a casa. Estaba rebosante de energía, pero nadie parecía notarlo. A ella tampoco le importaba mucho lo que pensaran los demás. Mirá tiene la cara llena de granos… No, de huecos! El sarampión deja huecos! Mi mamá dice que cuando a uno le da sarampión es como si uno fuera

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de esas ranas multicolores … La mía dice que a esa niña le dió sarampión porque Dios la castigó por ser, … por ser, … bueno, diferente. Que Dios no castiga ni con palo ni con rejo sino con la carne ­bajó un poco el tono de la voz y, murmulló: ­ del mismo pendejo. Huy, no. Ella podrá ser todo lo que usted quiera, pero ella no es engreida, a mí me consta. siempre me presta los colores. Y a mí el borrador. Y dibuja maravilloso. Bueno, siempre y cuando tenga el modelo. Y eso qué significa? No sé, ella dice que dibuja si tiene el modelo. O sea que es como esos artistas que tienen que tener a una persona empelota al frente? No tontín, que debe mirar lo que va a dibujar. Si quiere dibujar un pájaro debe tener uno para mirarlo. Por eso, si tiene que dibujar una persona debe tener una empelota al frente. Que no, que ud. no entiende. Mejor dejemoslo así, hablar con personas que a todo le ven el lado negativo, no me gusta. Y lo que dice Cami, ella podrá parecer antipática, pe…. ¿están hablando de Andrea? Si. ¿que no es antipática? Claro que lo es, a Maria le dijo que era psicodélica. Psicorígida, le dijo que era psicorígida. Y qué es eso? No lo sé, pero es algo así como que no se puede cambiar. ¿La ropa? Qué se yo, la ropa, la manera de vestir, la forma de ser … Pero no, si María siempre está a la moda. Pero vea quien lo dice, la muy atrevida ésta. Mírela siempre flaca. Y qué tiene que ver eso con lo otro. Pues que es flaca. Yo no entiendo. Yo tampoco; ni yo. Pues que la Andreita esa, es una mosquita muerta! Lo que pasa es que ud. le tiene bronca porque no puede ser como ella. Y cómo es ella, haber? Pues ella es. ella es … descomplicada. Ay sí, pues: ¡Andrea, la niña descomplicada! Te mueres de la envidia Camila! Araújo está tragado!, Gritó Camila a voz en cuello. Araújo está tragado! Araújo está tragado! Gritaron todos acompañando en coro a Camila. Para qué decir que no, si sí. Me enamoré de ella desde el primer momento que la ví: tan frágil, tan menudita, tan traviesa, tan despierta, tan, pero tan diferente a las demás que … uf! Dios. Hiciste tu obra más maravillosa y la pusiste en mi salón! ¿cómo no enamorarse de Andrea? Tiene que ser uno ciego: tiene la personalidad más maravillosa, la sonrisa más fresca, la mirada más dulce y hasta cuando tiene ronquera su voz suena melodiosa. Sabe de Artes, de matemáticas. de sencillez y de vida, de cariño y fantasía. Pero ante todo, ella respira esperanza. De otro lado, es clara y directa: lo que tiene que decirte, te lo dice, sin anestesia. Cada vez que la miro me suena a Serrat: “la mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche en agua bendita…” Con todas esas virtudes, de seguro algún día será profesora de Primaria. ¿Profesora? No no, señora. Yo le estoy prestando atención. ¿qué qué dijo? ¿qué dijo Santos, cuénteme qué dijo …!? Sí señora, ya le llevo el cuaderno. Me cae a la salida, Santos. Los reglazos no dolieron, no sé si por las pestañas que alcancé a ponerme en la palma de la mano

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o porque Adriana apareció en la ventana a contraluz como en la ensoñación. Me senté. Un autómata se hubiera visto mejor. Andrea detuvo su mirada en mi. Imagino que piensa algo así como !ahí está el muchachito ese arranca­gladiolos, el matarife ambiental….”. No, Dios. Tengo que cambiar mi imagen. Ella debe conocer mi verdadero yo; si me conoce, si sabe de mis buenos sentimientos seguro se enamora como yo lo hé hecho de ella. Dios, ayúdame, haz que ella sepa de mí. No, pero no así. Te pido que toda devoción que me hagas el milagro: quiero que ella se enamore perdidamente de mí, que desde que amanezca hasta que anochezca sólo piense en mí. No, no. Mejor, no. Así me veo como un egoísta. Que se enamore no más, como yo me he enamorado de ella. Ay, Dios! Si yo no dejo de pensar en ella desde que amanece hasta que se oscurece y hasta en sueños se me aparace son sus ojos azuliverdosos. Hola, eres Araújo ¿verdad? Dios existe, dios existe!!! Se me cumplió el milagro. La tengo al frente y está hablándome …. Eres un niño que no tiene corazón porque matas las flores, flores que no te han hecho nada; que lo único que hacen es ayudarte a respirar; porque habrás de saber que ellas toman el dióxido de carbono que nosotros botamos en la respiración y nos proveen oxígeno … eres un niño malo. Personas como tú no deberían existir. Si Dios existiera, clamaría por un castigo para tí. Pero qué lástima seguirás impune como todos los demás criminales de la Naturaleza. Lo decía tan seria, tan despacio que hasta memoricé cada una de sus palabras. Pero yo, … No pude decir más, me dió la espalda y se marchó. Se veía tan hermosa dándome la espalda. Se veía tan hermosa alejándose de mí. Se veía única. Ella era única. El miércoles amaneció sombrío. Era un 18 de junio como cualquier otro; los profesores habían proclamado una marcha para promover un paro. El viernes, dos días después, saldríamos a vacaciones de mitad de año. La mamá de Andrea le había dicho a la profesora que después de las vacaciones, Andrea se trasladaría a otro Colegio. Andrea no vuelve! Dios, ¿dónde estás? ¿qué pasó con mi milagrito? ¿Andrea, no vuelves? ¿Te trasladas? Me miró con asombro. ¿Y éste? Con esa firmeza que siempre la ha caracterizado me dijo: “floricida, sí me traslado; me voy para el campo.” ¿El campo? Yo también quiero irme para el campo, amo el campo! Imposible, el campo tiene su propio lenguaje y tú no hablas su idioma. Yo aprendo lo que sea. Para que te enteres estoy metido de narices en el proyecto de la Huerta Escolar … Yo te hé visto por la Huerta Escolar, lleno de tierra e inundándo las matas, ahogándolas! Tú no puedes aprender a amar el campo porque no tienes corazón. Pero si yo tengo un bonito corazón que hace pum, pum, pum! con mucha fuerza …. por tí. Se lo dije. Fuí capaz de decirselo. “Ahora no la vaya a embarrar Araújo ...” ­ pensé. Quedó boquiabierta. Sus labios estaban algo resecos cuando se los humedecí con los míos. Hubo un momento de silencio que no supe si fue un segundo o una eternidad. Esperaba un Plás, Plás! que me pusiera las mejillas rojicalientes por mi atrevimiento, pero nada. No pasó nada. Abrí los ojos. Me imaginé por un instante que ya no estaba ahí, pero sí, ahí estaba parada frente a mí con sus ojos verdiazules color miel mirándome y con una sonrisa pícara me dijo: “me das otro? Me supo a fresa”.