trabajo consumismo y nuevos pobres
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Andrés Márquez Noriega09/12/2012
Trabajo, consumismo y nuevos pobres: Ensayo
Introducción
Decidí hacer mi ensayo final de la materia El pensamiento sociológico de
Carlos Marx acerca del texto Trabajo, consumismo y nuevos pobres del “neo-
marxista” Zygmunt Bauman por varias razones: Primero que nada, la pobreza es,
sin duda, uno de los temas que me parecen más interesantes de analizar, ya que,
en mi opinión, una de las consecuencias más graves del neoliberalismo; y
pareciera que como es un concepto “tan fácil” de entender (es decir, ¿qué tan
difícil de entender parece una definición de pobreza que engloba únicamente la
falta de recurso económico y la carencia de derechos sociales?), pocos se
preocupan comprenderla realmente: ¿Qué significa ser pobre hoy en día? ¿Es lo
mismo que hace cincuenta, cien o doscientos años? ¿Por qué son pobres los
pobres? ¿Cuál es la función de los pobres? ¿Por qué la sociedad los excluye,
margina y rechaza? ¿Qué papel juega el Estado?
Estas son algunas preguntas que me parecen fundamentales para el
entendimiento de la pobreza dentro del sistema en el siglo veintiuno y me parece
que Bauman, uno de los pensadores sociológicos más ilustres vivo, nos ayuda a
responderlas de manera muy completa en este libro publicado en el dos mil. Ya
que, para nuestro autor, “si bien en otra época ser pobre significaba estar sin
trabajo, hoy alude fundamentalmente a la condición de un consumidor expulsado
del mercado” y en éste libro, Bauman se esforzará por explicar el desarrollo del
cambio producido a lo largo de la época moderna, así como sus consecuencias,
para poder entender y enfrentar la pobreza en su forma actual.
Así pues, el presente ensayo tratará de resumir, de manera general, las
ideas del autor contenidas en el texto con el objetivo de poder responder a las
preguntas iniciales, aunque sea de manera muy ligera, de acuerdo a la opinión del
polaco. El ensayo estará estructurado en tres partes: introducción, cuerpo del texto
(dividido a su vez en tres partes, una por cada “libro”) y conclusiones. Cabe
resaltar que, toda cita que no especifique su fuente fue tomada del texto en
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
cuestión y, para mayor claridad de éstas o cualquier idea plasmada en el presente
ensayo, se recomienda leer directamente al autor.
Sin más preámbulo, pasamos a lo siguiente…
Libro uno.
¿Qué es la ética del trabajo?, ésta es la primer pregunta que Bauman se
plantea en el texto, y la explica a través de dos premisas fundamentales de ésta:
una primera que afirma que para conseguir lo necesario para vivir una vida feliz,
es necesario hacer lo que los demás consideran valioso y digno de pago y una
segunda, que fundamenta que “está mal, es necio y moralmente dañino”,
conformarse con lo que uno tiene y no buscar más. Y es que el trabajo es un valor
en si mismo: “trabajar es bueno, no hacerlo es malo”.
Esta idea surge, según el autor, en las primeras épocas de industrialización,
donde los políticos, filósofos y predicadores utilizaron la ética del trabajo para
desterrar de una vez el hábito que vieron como principal obstáculo para “el nuevo
y espléndido mundo que intentaban construir”, para convencer a los obreros –
quienes una vez cubiertas las necesidades básicas, no encontraban el sentido a
seguir trabajado- de resistirse al ritmo de vida fijado por el capataz, el reloj y la
máquina.
La aparición del régimen fabril, puso fin al romance entre el artesano y su
trabajo y, el propósito de la cruzada moral era recrear, dentro de una fábrica y bajo
la disciplina impuesta por los patrones, el compromiso pleno con el trabajo
artesanal (que ahora ya no lo será), la dedicación incondicional al mismo y el
cumplimiento de las tareas impuestas pero, ¿Cómo se logró que la gente
trabajara?, esta será la segunda pregunta que el autor nos tratará de responder.
Primero que nada, hay que saber, que bajo la ética del trabajo se promovía
también una ética de la disciplina: ya no importaba el orgullo, el honor, el sentido o
la finalidad. El obrero debía trabajar con todas sus fuerzas, por todas las horas de
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todos los días de todo el año, aunque no viera el motivo de su esfuerzo y fuera
incapaz de ver el sentido último. El problema central con que se enfrentaban los
“pioneros de la modernización”, como ya dijimos, consistía en obligar a la gente a
tornar su habilidad y su esfuerzo en el cumplimiento de tareas que otros le
imponías y controlabas, en lugar de utilizar su trabajo para darle sentido a sus
propias metas, por lo tanto, había que habituar a los obreros a obedecer sin
pensar, el nuevo régimen no necesitaba personas, necesitaba “pequeños
engranajes sin alma integrados a un mecanismo más complejo”, por tanto, la
imposición de la ética del trabajo implicaba la renuncia de la libertad. En otras
palabras, la cruzada por la ética del trabajo era la batalla por imponer el control y
la subordinación: “una batalla por obligar a los trabajadores a aceptar, en
homenaje a la ética y la nobleza del trabajo, una vida que ni era noble ni se
ajustaba a sus propios principios morales”.
Otra característica de la ética del trabajo era que, para la nueva y audaz
visión del mundo maravilloso y milagrosamente abundante, una vez rotas las
cadenas de la tradición, surgiría como resultado la invención humana y ante todo
el dominio del hombre sobre la naturaleza –aunque desde el siglo diez y siete el
lenguaje utilizado para referirse a la “naturaleza” estaba saturado de conceptos y
metáforas militares-, ya que la victoria final sobre la naturaleza era bueno y
resultaba, en última instancia “ético”, porque servía a largo plazo para el
“progreso” de la humanidad.
Cabe resaltar además, que para la modernidad, tradición era una mala
palabra, los enemigos declarados de la ética del trabajo eran, “la modestia de las
necesidades de los hombres” y la “mediocridad en sus deseos”. Se liberaron
verdaderas batallas, explica el autor, contra la resistencia de esa mano de obra
potencial para que sufriera los dolores y la falta de dignidad de un régimen de
trabajo que no deseaba ni entendía y que, por sus propia voluntad, jamás alguien
habría elegido.
La ética del trabajo serviría para dos cosas: una primordial era que se creía
que resolvería la demanda laboral de la industria naciente y la otra es que
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desaparecerían todos aquellos que no se acoplaran a las nuevas condiciones para
ganarse la vida. Brian Inglis explica que en la época, fue ganando posición la idea
de que se podía prescindir de los indigentes fueran o no culpables de sus
situación, posteriormente, en 1837, Thomas Carlyle explicó la manera más
efectiva para deshacerse de ellos: “Si se les hace la vida imposible,
necesariamente se reducirá el número de mendigos, […] Son como las ratas…” Y
después de todo, la ética del trabajo afirmaba la superioridad moral de cualquier
tipo de vida con tal de que se sustentara en el salario propio del trabajo.
En consecuencia, en las décadas de 1820 y 1830, para los reformistas de la
“Ley de los pobres” había sólo una alternativa: limitar la asistencia a los sectores
indigentes de la sociedad al interior de las poorhouses, casas para pobres donde
se explotaba a los mendigos a cambio de mala comida y un espacio miserable
para dormir, y esto generó dos “soluciones”: por una lado separó a los “verdaderos
mendigos” de los “falsos”, ya que sólo un verdadero mendigo aceptaría vivir en
éstas condiciones deplorables y, en segundo lugar, la abolición de toda ayuda
externa obligaba a los pobres a pensarse dos veces si era cierto que la ética del
trabajo “no era para ellos” y, el resultado, fue que, efectivamente, hasta los
salarios más miserables y la rutina más extenuante y tediosa dentro de la fábrica
parecieron soportables (y hasta deseables) en comparación con los hospicios.
Pero ya fuera en las poorhouses o en las fábricas había un problema
práctico en común y la alternativa era una: imponer un patrón único, neutralizar o
anular las variadas costumbres e inclinaciones humanas y alcanzar un modelo de
conducta único para todos.
“Para promover la ética del trabajo, se recitaron innumerables sermones
desde los púlpitos de las iglesias, se escribieron decenas de relatos moralizantes y
se multiplicaron las escuelas dominicales destinadas a llenar a las mentes jóvenes
con reglas y valores adecuados; pero, en la práctica, todo se redijo a la radical
eliminación de opciones para la mano de obra en actividad y con posibilidad de
integrarse al nuevo régimen”. Además, se elogiaba el trabajo duro como una
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experiencia enriquecedora: una elevación del espíritu que sólo podía alcanzarse a
través del “servicio incondicional al bien común”.
Por todo lo anterior, estar sin trabajo significaba la desocupación, la
violación de la norma, “A ponerse a trabajar” o “Poner a trabajar a la gente” eran
exhortaciones que se esperaba, pondrían fin al mismo tiempo a problemas
personales y males sociales. Cabe resaltar, que estos eslóganes resonaban por
igual en las dos versiones de la modernidad: el capitalismo (donde el trabajo era el
eje de la vida personal y el orden social, así como la garantía de supervivencia en
la sociedad) y el comunismo (Donde “el que no trabaja, no come”).
Comenzando por el eje de la vida individual, el trabajo aseguraba el
sustento, pero el tipo de trabajo definía el lugar al que podía aspirar, tanto con sus
vecinos como con la sociedad: el trabajo se convirtió en el principal factor de
ubicación social y evaluación individual, llegando a un mundo donde la respuesta
a la pregunta “¿Quién es usted?”, se respondería con el nombre de la empresa o
el cargo que ocupaba dentro de ésta. La carrera laboral pues, marcaba la pauta de
la vida y ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una
persona; convirtiendo el trabajo en el lugar central, tanto en la construcción de su
identidad como en su defensa.
Y en cuanto a la regularización del orden social, la mayoría de los hombres
pasaban en 1850 (según Roger Sue), el 70% de las horas de vigilia trabajando,
por lo que el lugar donde se trabajara era el ámbito más importante para la
integración social, era también el lugar donde se esperaba, se instruyera en los
hábitos esenciales de obediencia a las normas y en una conducta disciplinada.
Allí, se formaría el “carácter social”, al menos en los aspectos necesarios para
perpetuar una sociedad ordenada. Junto con el servicio militar obligatorio –“otra de
las grandes invenciones modernas-, la fábrica era la principal “institución
panóptica” de la sociedad moderna. Las fábricas pues, producían numerosas y
variadas mercancías, todas ellas, además moldeaban a los sujetos dóciles y
obedientes que el Estado moderno necesitaba.
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Y “si la sujeción de la población masculina a la dictadura mecánica del
trabajo fabril era el método fundamental para producir y mantener el orden social,
la familia patriarcal fuerte y estable, con el hombre empleado como jefe absoluto e
indiscutibles, era su complemento necesario”.
Por último, el poder coercitivo del Estado, servía ante todo para
“mercantilizar el capital y el trabajo”, es decir, para transformar la riqueza en
capital y generar plusvalía. El crecimiento del capital activo y del empleo eran
objetivos principales de la política.
En resumen, el trabajo ocupaba una posición central en los tres niveles de
la sociedad moderna: el individual, el social y el referido al sistema de producción
de bienes.
Pero desde un inicio, el trabajo de convirtió en un medio más que en un
valor en si mismo: era el medio para hacerse rico, independiente, para dejar la
desagradable necesidad de trabajar para otros; un medio para dejar de ser
explotado y comenzar a ser explotador. Y poco a poco, el trabajo dejo de ser el
camino para tener una vida moralmente mejor y se convirtió en una herramienta
para ganar más dinero. “Ya no contaba el ‘mejor’, sólo contaba el ‘más’”.
Y así fue como empezó la transición de la sociedad moderna que dejó de
ser una comunidad de productores para convertirse en una de consumidores. Se
dio el salto de la “ética del trabajo” a la “estética del consumo”1.
Bauman explica, que si bien todas las sociedades humanas han sido
consumidoras, también los han sido productoras. La diferencia radica en que al
inicio de la sociedad moderna sus miembros se dedicaron principalmente a la
producción y, del mismo modo, en esta sociedad “postmoderna” la tarea principal
de los integrantes es consumir, es la norma que se les impone: la de tener
capacidad y voluntad de consumir.
1 Los consumidores deberán ser guiados por intereses estéticos, no por normas éticas.
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Sin embargo, esta obligación de consumir se plantea a la sociedad como un
ejercicio de libre voluntad2. Se crean tantos productos y se exponen de manera tan
“libre” que los consumidores piensas que a la hora de comprar, ellos son quienes
mandan, juzgan, critican y eligen de entre la infinita fama de alternativas que el
mercado ofrece; pero lo que no pueden es rehusarse a elegir entre ellas. El
camino para llegar a la propia identidad, a ocupar un lugar en la sociedad humana
y a vivir una vida que se reconozca como significativa exige visitas diarias al
mercado.
Y resulta que en los años recientes, los economistas “intelectuales”, el
espectro político, etc. hablan de una “recuperación de la economía dirigida por los
consumidores” y al mismo tiempo, las actuales tendencias en el mundo dirigen las
economías hacía la producción masiva de lo desechable y hacia lo precario
(empleos temporarios, flexibles y de medio tiempo). Sumado a esto, la nuestra es
una comunidad de tarjetas de crédito, no de libretas de ahorro, es una sociedad de
“hoy y ahora”, una sociedad que desea no que espera.
Y bajo esta nueva estética del consumo, los trabajos ya no conservan el
supuesto valor ético que se les asignaba antes, sólo serán elegidos
voluntariamente por gente que todavía no se incorpora a la comunidad de
consumidores, por quienes se ven en la necesidad de vender su mano de obra a
cambio de una mínima subsistencia.
Una característica más de la sociedad actual, consiste en borrar la línea
que separa el trabajo del ocio, del hobby, de la recreación, para elevar el trabajo
mismo a la categoría de “entretenimiento supremo y más satisfactorio que
cualquier otra actividad”. Hoy abundan los workaholics que se esfuerzan sin
horario fijo, obsesionados por los desafíos de su tarea durante las veinticuatro
horas del día y los siete días de la semana. Y no son esclavos, al contarios ¡Se
cuentan entre la élite de los afortunados y exitosos! En síntesis: el trabajo como
vocación se ha convertido en un privilegio de unos pocos, en marca distintiva de la
élite, en una forma de vida que la mayoría observa, admira y contempla a la
2 El no hacerlo, generaría una condición profundamente insatisfactoria, triste, aburrida y monótona.
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
distancia, “pero experimenta en forma vicaria a través de la literatura barata y la
realidad virtual de las novelas”. A la mayoría se le niega la oportunidad de vivir su
trabajo como una vocación.
Uno de los últimos servicios que la ética del trabajo dejó a la nueva
sociedad de consumidores, consiste en cargar la miseria de los pobres a su falta
de disposición para el trabajo y, de ese modo, acusarlos de degradación moral y
presentar la pobreza como un castigo por los pecados cometidos.
La pobreza implicará siempre mala nutrición, escasa protección contra los
rigores del clima y falta de una vivienda adecuada; todas, características que
definen lo que una sociedad entiende como estándares mínimos de vida. Pero la
pobreza no se reduce, sin embargo, a la falta de comodidades y al sufrimiento
físico. Es también una condición social y psicológica: puesto que el grado de
decoro se mide por los estándares establecidos por la sociedad y, la imposibilidad
de alcanzarlos genera angustia mortificación y zozobra. Ser pobre significa está
excluido de lo que se considera una “vida normal3”, es “no estar a la altura de los
demás”. Esto genera sentimientos de vergüenza o de culpa, que producen una
reducción de la autoestima. La pobreza implica, también, tener cerradas las
oportunidades a una “vida feliz”. Ser pobre significa también estar “aburrido”, no
gozar de la “alegría” que genera consumir4. La consecuencia es resentimiento y
malestar, sentimientos que, según Bauman, al desbordarse se manifiestan en
forma de actos agresivos o autodestructivos, o de ambas cosas a la vez.
Y de nada sirve estar a la altura de los que rodean a uno; el estándar es
otro y se eleva continuamente, lejos del barrio, a través de la lujosa publicidad y
mercadotecnia televisiva, etc. que durante las veinticuatro horas del día
promociona las bendiciones del consumo.
“Ser pobre, significa ser un consumidor defectuosos, frustrado, imperfecto,
deficiente, expulsado del mercado. En otras palabras, incapaz de adaptarse a
nuestro mundo”.
3 En una sociedad de consumo, la “vida normal” es la de los consumidores4 No estar aburrido jamás, es la norma en la vida de los consumidores.
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Libro dos
El concepto de “Estado benefactor” encierra la idea de que una de las
obligaciones del Estado es la de garantizar a toda la población de “bienestar”, esto
significa mucho más que una simple supervivencia, significa una supervivencia
con dignidad, entendida tal como cada sociedad la entiende en su propia época. El
principio de bienestar público, en su forma más pura, supone igualdad ante la
necesidad, equilibrando las desigualdades existentes en cuanto a capacidad de
pago.
El bienestar se relaciona con las ideas centrales de la ética del trabajo de
dos maneras opuestas y difíciles de conciliar: por una parte, los partidarios de
garantizar colectivamente el bienestar individual reconocieron siempre el carácter
normal de una vida sostenida por el trabajo; señalaban sin embargo, que la norma
no es universalmente válida ya que no todos lograban un empleo permanente, por
otro lado, al garantizar como derecho una vida decente y digna para todos, esto
sólo se podía obtener a través de un empleo. La ética del trabajo, pues,
transformaba el derecho a una vida digna en cuestión de ciudadanía política más
allá que de desempeño económico.
Claus Offe explica esta contradicción diciendo que “el desconcertante
secreto del Estado benefactor es que, si su impacto sobra la acumulación
capitalista puede resultar destructivo… su abolición sería sencillamente
paralizante… La contradicción es que el capitalismo no puede existir ni con ni sin
el Estado benefactor”.
Este pensamiento duró casi doscientos años sin ser refutado, sin embargo,
de unas décadas para acá, la eliminación de un Estado benefactor se ve como
una alternativa viable y en camino de transformarse en realidad en todas las
sociedades ricas y “económicamente exitosos”.
Además, ofrecer una asistencia social “focalizada” sobre quienes realmente
la necesitaran resultó ser también un mal negocio. La consecuencia general de
“investigar los ingresos” para proporcionar asistencia social, genera división, no
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integración: la exclusión en lugar de la inclusión. Una de las razones es el
veredicto indignado y moralista que sostiene que “se le saca dinero a los
energéticos, exitosos y previsores para dárselo a los ociosos, fracasados e
indolentes”.
El Estado benefactor vino a cumplir un papel de fundamental importancia en
la actualización y el mejoramiento de la mano de obra como mercancía: al
asegurar la educación de buena calidad, un servicio de salud apropiado, vivienda
dignas y una alimentación sana para los hijos de las familias pobres, brindaba a la
industria capitalista un suministro constante de mando de obra calificada.
Esto sucedió por mucho tiempo, hasta que la situación cambió. Hoy, la
mayor parte de las ganancias surge de los “gastos iniciales” que no incluyen el
agregado de mano de obra adicional. Ahora, la mano de obra dejo de ser un activo
para convertirse en pasivo. Por ejemplo, el director del CMB, recibió un
reconocimiento y una retribución de nueve millones de dólares anuales por su
papel en la eliminación de diez mil puestos de trabajo.
Ahora, la función de la mano de obra es cada vez menor en el proceso
productivo mientras aumenta, al mismo tiempo, la libertad de las empresas en sus
emprendimientos multinacionales y, valorando la importancia del desempleo, a los
“Mahomas” del capital les conviene –y les sale más barato- trepar a las montañas
donde está la mano de obra que convocar a esas montañas hacia sus
tradicionales centro de producción. En consecuencia, los gobiernos que insisten
en mantener intacto el nivel de beneficios se ven acosados “por el temor a una
catástrofe por partida doble: la multiplicación de los desheredados y el masivo
éxodo de capitales”.
Y entonces llegó la democracia y el principio del Estado benefactor parecía
seguro y, durante casi un siglo, la lógica visible de la democracia hizo pensar que,
aunque algunos necesiten más servicios sociales que otros, la existencia de esos
servicios y su disponibilidad universal benefician a todos… pero, ¿la mayoría está
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
satisfecha? O ¿cómo es posible que en una comunidad democrática la mayoría de
los votantes apoye el aumento de la desigualdad?
Una buena razón, para el autor, es que los pobres e indolentes, siempre
fueron una insignificante minoría en lo político. Era además, muy difícil que se
presentaran a votar en las mesas electorales y siempre resultó más fácil descuidar
sus intereses y deseos.
Por otro lado, la mayor parte de los votantes medios parecen sentirse más
seguros si ellos mismos administras sus asuntos y, si bien necesitan un seguro de
“mala suerte”, suponen que el tipo de seguro que pueden comprar en forma
privada les ofrecerá más y mejores beneficios que los servicios de baja calidad
que el Estado les proporcionaría.
Además, la reducción de impuestos resulta mucho más factible para “la
clase no vulnerable” que la utilización de la asistencia del Estado que cada día es
peor5, es decir “no rinde el dinero que cuesta”. Por la misma razón, la necesidad
de asistencia indica el fracaso para vivir al nivel de la mayoría, que no parece
tener dificultades para alcanzarlo.
Por otro lado, en la sociedad de consumo y cultura consumista, como ya
habíamos aclarado, valor la libertad de elegir, por lo tanto, una situación sin
elección (donde todos asistan, por ejemplo a los servicios de salud del estado) en
consecuencia genera el antivalor en la sociedad de consumo. Por todo eso, la
ordenada institución del Estado benefactor está en contradicción absoluta con el
clima reinante en la sociedad de consumo.
-
5 Como es de esperarse, una vez que reservados los servicios sociales sólo para quienes lo necesitan, ya no sufren de “presión política” por aquellos que no lo necesitan y por esto, la calidad está llegando a un nivel tan bajo que, para la mayoría del electorado, cualquier cifra destinada a ellos es dinero arrojado a la basura.
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La nueva “clase marginada”6 es una categoría de personas que está por
debajo de las clases, fuera de toda jerarquía, sin oportunidad ni siquiera de
remitirse a la sociedad organizada. Es gente sin una función, que ya no realiza
contribuciones útiles para la vida de los demás y no tiene esperanza de redención
(como los homeless, mendigos, pordioseros, pobres adictos al alcohol o a las
drogas, criminales callejeros, inmigrantes ilegales, miembros de pandillas
juveniles, madres solteras que dependen de la asistencia social, etc.). Y, las
demás población, no encuentra razón para que existan, aunque, en lo más
profundo, la clase marginada está formada esencialmente, por personas que ante
todos, son temidas7.
Pero hay otro efecto que tal vez tenga más profundas consecuencias: la
anormalidad del fenómeno de la marginalidad “normaliza” el problema de la
pobreza. Ya que, “los pobres sólo están pasando por una mala racha, pero son
gente deseable que, de esforzarse, puede salir de ésta condición”.
De la mano con esto, viene la criminalidad de la pobreza y para el autor es
un resultado lógico y también legítimo. Ya que, en este mundo consumista se nos
ha hecho creer, como ya había dicho, que el tener más cosas es lo que te genera
un valor como persona y, quienes también han sido seducidos pero no pueden
acceder a esos “beneficios” se ven en la necesidad de robar, asaltar y hacer
cualquier cosa, con tal de conseguir los medios para obtener el fin: el consumo.
Esto genera entonces que la pobreza deja de ser tema de política social
para convertirse en asunto de justicia penal y criminal. “Los pobres ya no son los
marginados de la sociedad de consumo, son los enemigos declarados de la
sociedad”. Quienes viven de los beneficios sociales son el campo de reclutamiento
de las bandas criminales: financiarlos es ampliar las reservas que alimentarán el
delito. 6 Resulta necesario distinguir este término de otros parecidos como “clase obrera” y “clase baja”. La clase obrera corresponde a la “mitología” de una sociedad en la cual las tareas y funciones de los ricos y pobres son diferentes pero complementarias. La clase baja alude a las personas arrojadas al nivel más bajo de una escala pero que todavía puede subir y abandonar su transitoria situación de inferioridad.7 Y, cómo sabemos, el miedo es indispensable para el control del Estado, por lo que el autor casi podría afirmar que si no existiera una clase marginada, sería necesario inventarla.
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
Vincular la pobreza con la criminalidad tiene otro efecto: ayudar a desterrar
a los pobres del mundo de las obligaciones morales de la demás sociedad. Al
convertirse en criminales –reales o posibles-, los pobres dejan de ser un problema
ético y nos liberan de aquella responsabilidad. Claro, hasta las ferias de caridad,
donde todos “compran indulgencias” donando lo que les sobra a “los que lo
necesitan”.
Libro tres
Hay muchos modos de ser humano; cada sociedad elige el que prefiere o
tolera. Esta elección se reduce a un orden (una imposición) y una norma (su
consecuencia) para todos. Así queda en tu elección ir de acuerdo al orden o no irlo
y hacerlo o no hacerlo implicara romper o no una norma. A través de sus acciones
pues, los excluidos “eligen” su propia desgracia: “quedar excluido aparece como el
resultado de un suicidio social, no de una ejecución por parte del resto de la
sociedad”.
Este pensamiento ignora la posibilidad, de que los excluidos puedan ser las
víctimas de fuerzas a las que no tuvieron la oportunidad de resistir, menos aún de
controlar. Están excluidos quizá, por las características que los definen pero que
no eligieron, es posible que los que no se “ajustan a la norma” no es que carezcan
de voluntad para hacerlo, sino porque les faltan recursos necesarios para
hacerlos, recursos con los que otros cuentan.
En conclusión a esto, “Los pobres son, ante todo, personas que no se
“ajustan a la norma”, y esa norma es la capacidad de adecuarse a los parámetros
que la definen”.
Ahora bien, toda sociedad conocida ha tenido pobres, y en casa sociedad
los pobres han tenido una función distinta, pero de cierto modo “indispensable”
para la sociedad en la que se encontraban, ya sea en defensa y reproducción del
orden social, como en el esfuerzo por preservar la obediencia de la norma. Pero
pronto, se agregó una nueva amenaza: los pobres que aceptan mansamente su
desgracia como decisión divina y no hacían esfuerzo alguno por liberarse de la
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
miseria, también inmunes a las tentaciones del trabajo en las fábricas y se
rehusaban a vender su mano de obra una vez satisfechas las escasas
necesidades que consideraban, por costumbre milenaria, “naturales”.
Ante esto, los salarios debían mantenerse en el borde de lo mínimo, sólo
así, cuando tuvieran empleo, los pobres se verían obligados a seguir viviendo al
día y a estar siempre ocupados para poder sobrevivir.
En el pasado, tenía sentido –tanto en lo político como en lo económico-
educar a los pobres para convertiros en los obreros del mañana, esto ha dejado
de ser cierto en nuestra sociedad “postmoderna” y, ante todo, de consumo. La
economía actual no necesita una fuerza laboral masiva.
De ahí que, por primera vez en la historia, los pobres resultan lisa y
llanamente una preocupación, una molestia. Son una mala inversión, que muy
probablemente jamás será devuelta, ni dará ganancias: un agujero negro. Donde
la sociedad los considera inútiles, no espera nada de ellos, no los tolera, cree que
la sociedad estaría mejor sin ellos. No necesitan a los pobres, no los quieren, se
les puede abandonar a su destino sin el mayor remordimiento. No hay lugar para
un “Estado benefactor” que consienta a los holgazanes, adula a los malvados y
encubre a los corruptos.
Y el panorama no pinta nada bien para la mayoría: la única elección que la
sabiduría económica actual ofrece a los gobiernos es la opción entre un
crecimiento veloz del desempleo, como en Europa, y una caída aún más veloz en
el ingreso de las clases bajas, como en EUA. Y no falta mucho, para que se
confirme que la pobreza es, ante todo, y quizás únicamente, una cuestión de ley y
orden, y que se le debería combatir del mismo modo que se combate cualquier
otro tipo de delito.
¿Qué alternativa queda? Para el autor son necesarias tres cosas: la primera
y más sencilla es no que la sociedad no deje de cuestionarse a sí misma
situaciones como: “se logra el crecimiento económico, es cierto; pero ¿crecimiento
de qué, para quién, a qué costo, para llegar a dónde?”.
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
La segunda es la idea que propone Claus Offe de que “el derecho a un
ingreso individual puede ser disociado de la capacidad real de obtener un ingreso”
y la tercera es, sumarle a esto, la idea de disociar el trabajo del mercado de
trabajo, es decir, evaluar no sólo el trabajo remunerado sino todos trabajo en sí,
como el de las amas de casa, los artesanos, etc.
No sería pues, dice el autor, la primera vez en la historia en que nos
encontramos en una encrucijada. Y los cruces de caminos exigen decisiones, la
primera es aceptar que hay más de un camino para seguir adelante y que, a
veces, la marcha hacia el futuro (cualquiera que sea este) supone giros violentos.
¿Por qué estamos tan seguros de que una economía que no sea esclava del
mercado es una incongruencia y que la desigualdad creciente no puede ser
frenada? Estar seguros de esto, es tan acertado como un romano creyendo que
no es posible una vida sin esclavos.
¿Por qué en lugar de hablar de utopía –como el lugar que no está en
ningún lugar- no hablamos de pantopía –el espacio de todos los lugares-, como lo
propone Fernando Ainsa? Después de todo, como dijo Patrick Curry, “la voluntaria
inconciencia de todos se está convirtiendo en la única alternativa posible frente a
la falta de solidaridad colectiva”.
Conclusiones
Me gustaría destacar, antes de concluir, un párrafo que me parece un
pronóstico bastante acertado que el autor plantea:
“Hoy, los empleos permanentes, seguros y garantizados son la excepción. Los
oficios de antaño, “de por vida”, hasta hereditarios, quedarnos confinados a unas
pocas industrias y profesiones antiguas y están en rápida disminución. Los nuevos
puestos de trabajo suelen ser contratos temporarios, “hasta nuevo aviso” o en
horarios de medio tiempo. Se suelen combinar con otras ocupaciones y no
garantizan la continuidad, menos aún, la permanencia. El nuevo lema es
flexibilidad, y esta noción cada vez más generalizada implica un juego de
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
contratos y despidos con muy pocas reglas pero con el poder de cambiarlas
unilateralmente mientras la misa partida se está jugando”
Y si es necesaria una prueba de su veracidad, basta con analizar la
Reforma Laboral recientemente aprobada por las autoridades mexicanas, que
recorta los derechos de los trabajadores y los pone cada vez más, en la línea
divisoria dentro de la norma, para tal vez, terminar de expulsar a todos de una vez
por todas.
¿Y qué esperanzas vemos? Según una serie de encuestas acerca de los
temores y preocupaciones de los europeos contemporáneos realizadas por MORI:
el principal temor de la mayoría es la falta de trabajo. Y hay evidencia necesaria,
para suponer que la misma situación la viven todos los miembros de sociedades
capitalistas, es decir, la mayoría de los seres humanos.
Y es evidente también, que el Estado benefactor se encuentra en retirada
de la mayoría de los países en la actualidad y en aquellos que permanece se les
advierte del “recalentamiento de la economía”, etc. Y para el Estado, pareciera
que no hay mejor dicho que el que afirma que “así como en otros tiempos un buen
indio era un indio muerto, actualmente un buen pobre es un pobre invisible, una
persona que se atiende a sí mismo y nada pide. En pocas palabras, alguien que
se comporta como si no existiera…”
Podemos concluir, por ende, que la evolución del capitalismo al
neoliberalismo, de la modernidad a la postmodernidad, de la ética del trabajo a la
estética del consumo, ha traído consecuencias severas, sobre todo en la
generación de pobreza. Y no sólo eso, sino también ha distorsionado la
percepción del “resto de la sociedad” ante ésta (criminalizando la condición) y,
peor aún, las excluye a un nivel tal, que ya ni siquiera son necesarias, en ningún
sentido para la sociedad de consumo, las personas que viven en esta situación.
Pareciera que se nos olvida precisamente esto: al final son personas como
nosotras, que como enfatiza el autor, no han tenido la libertad de elegir, de qué
lado del tablero quieren jugar. Y a la mayoría de la sociedad, no le importa si
Andrés Márquez Noriega09/12/2012
tuvieron, tienen, van a tener o no la elección de cambiar de posición y, aunque la
tuvieran, esto no terminaría con el problema si la sociedad de consumo persiste.
Esta postmoderna sociedad ha convertido todo en bienes de consumo con
una etiqueta: la salud, la vivienda, la alimentación, el vestido, los medios de
transporte, la tecnología de comunicación, el cine, la música, el arte, el deporte, el
agua, las papitas, la droga, la tecnología en general, la cultura, las vacaciones, la
navidad, la literatura, el aprendizaje… ¡pareciera que todo!
No me queda más que comulgar con la idea de una reinvención de la
sociedad, una reinvención creativa que asegure el bienestar de todos los
miembros que conformemos esa sociedad, así como del ecosistema que nos
envuelve: parafraseando a Eduardo Galeano, pudiera parecer que es una utopía
que, como el horizonte, al caminar cinco pasos hacia ella se aleja diez, sin
embargo, tiene una función indirecta: te obliga a seguir caminando.
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