te despido, amor
Post on 31-Dec-2015
43 Views
Preview:
DESCRIPTION
TRANSCRIPT
[1]
Te despido, amor
Ruth María Ramasco
Yerba Buena, 27 de diciembre de 2013
Es extraño hablar en público sobre un hombre privado, tan privado como
lo fue Lucho. Porque la escritura hace eso: su hechura de palabras
entrama los dichos, los hechos, las personas, en ese tornasol tejido de lo
público.
Mi escritura entregó su niñez y juventud a nuestras hijas, a algunos de sus
amigos más queridos, a mis propios amigos, a mis alumnos. Todos me
dijeron que terminara mi historia. Por distintas razones, por distintos
motivos.
Me conmovió el pedido de sus amigos, o mejor dicho, de un amigo suyo,
más que el de los demás. Porque mis hijas recordaban mil historias, mil
gestos y palabras, pero su memoria los anudaba siempre a nuestra vida
juntos. Mis amigos, mis alumnos, se habían relacionado con él a través de
mí, y siempre, aún sin querer, lo verían sesgado por mi vida y mis ojos.
Siempre sería yo su amiga, su profesora, y él, aquél a quien yo amara.
Pero sus amigos provenían de él y se le parecían: hombres de vida privada,
más hechos a lecturas, a música y silencios; más hechos a amistades
íntimas y palabras que se dicen entre pocos. Algún amor, alguna tristeza,
alguna risa, algún recuerdo. Los hombres privados no se muestran a
muchos, no se dejan tocar por multitudes, despliegan su vida en pequeños
espacios (aunque recorran mundos); guardan su casa, sus personas, sus
tiempos. Los hombres públicos tienen muchos escribientes: son ellos
quienes registran sus dichos, sus enojos, sus decretos; hasta sus deudas y
sus propiedades. Los hombres privados no tienen nada de eso, pero tal
vez tengan un amigo, o un hijo, o una mujer amada. Alguien que haya
llegado a conocerlos y guarde en su retina sus figuras. Y los ame con un
amor tan fuerte que les haga el regalo de su voz y sus ojos. Quizás alguien
que escriba, quizás alguien que hable. Tal vez alguien que habite este
[2]
inmenso espacio desamparado de las letras y escriba con el cuerpo, con la
piel, con los huesos. Pues es verdad: los hombres privados no tienen
escribientes, pero el hombre al que amé tendrá mi voz y mi memoria
enamorada. Como tuvo mi mirada prendida de su vida; como tuvo mi
mano entre sus manos, como su cuerpo tuvo la risa de mi cuerpo
apaciguado.
Completaré mi historia, su historia, a mi manera. No la sacaré tan sólo de
recuerdos. O haré eso quizás en otro tiempo. La extraeré ahora de mí,
pues, de modos insondables, sé que yo soy su secreto y su relato.
Permítanle a mi pena que hable sobre él, no se enojen si es ella la que
cuenta. Porque la pena también esboza rostros, porque la pena también
narra relatos.
Lejos de mí pensar que hayamos sido diferentes a tantas parejas que se
han amado. Como todas, algo en nosotros tuvo mucho de la alegría de dos
niños perdidos que se encuentran; como muchas, abrimos, curamos y
vendamos antiguas heridas, las que venían de atrás, las que provenían de
su mundo, de mi mundo. Por el ministerio de esa trama ceñida de
nuestros dolores, sé que no fue sólo mi compañero, mi amante, mi
alegría: sé que también fue mi hermano, mi padre, el hijo que no tuvimos.
Y aunque estoy segura de que se reiría con la mirada cargada de sexo y
diría que jamás podría mirarme ni como hermana, ni como hija, ni como
madre, me consta que batalló contra mí aquellas batallas que había
dejado inconclusas con su madre y me exigió siempre una incondicional
ternura; estoy también segura de que recorrió en mi vida, con burla de
hermano, los laberintos del mundo femenino; y totalmente cierta de que
me enseñó a confiar y a no temer, con la misma tranquila paciencia con la
que un padre enseña a su hija a andar en bicicleta o ausculta su rostro
para descubrir su alegría o su sufrimiento.
Quizás por todo ello, cuando Lucho murió y mi conciencia no pudo
soportar la noticia, sentí que un hachazo me separaba de mis raíces de un
solo golpe, tan fuerte, tan seco, tan imprevisto, que sólo pude caer sin
sentido. No había ya la savia que ascendía por mi tronco y mis ramas; no
había aire, ni viento ni sol: sólo la tierra y un trozo de un tronco caído. Al
entrar a la sala donde su cuerpo ya no vivía, en esa impudicia del rostro
[3]
desfigurado por la pena frente a todos y el grito que no podemos contener
porque es sólo el gemido de la especie ante la muerte insoportable, vi que
era él el tronco caído y no yo, que había muerto él y no yo. Recuerdo lo
único que mi pensamiento repetía hasta el cansancio, mientras lo miraba:
― ¡Llevame, llevame con vos! No me importan las chicas, ni los nietos, ni
el trabajo, ni nada. ¡Llevame con vos, por favor!
Esa fue la única letanía de mi pena durante casi tres meses. Ni siquiera
podía decírsela a Dios: se la decía a él, a él que siempre había querido
estar conmigo. Creo que durante esos meses, sólo fui un animal salvaje en
una cueva, con una madera clavada; un animal que no dejaba que nadie
se acercara ni nadie tocara la herida ni el instrumento de tortura, porque
esperaba poder morir, porque no entendía por qué no moría aún. Jamás
fui dócil a la muerte; sin embargo, cuando me transformé en animal
salvaje, por la fuerza de la tristeza, sentí, de muchas maneras, que ya era
hora de terminar, de dejar de pelear con ese oscuro impulso de muerte
que nos atraviesa, que ya podía entregarme a él y vivir según su oscura
ley. Como dijo Boecio, inmerso en la celda que lo acercaba a la muerte,
aquellos que se transforman en bestias, aún conservan la apariencia de
hombre, para recordar lo que han sido.
A veces llegué a pensar que agotamos las fuerzas en una batalla tan
cruenta y tan dura que hasta tuve la vanidad y la pena inmensa de
acusarme por su muerte. Pero sabía que si me escuchara decir esto,
levantaría la mirada de algún libro sostenido por sus manos y me diría,
como tantas veces me dijo: ―Gordita, Ud. tiene demasiada imaginación.
Haga lo que crea que tiene que hacer y deje de pensar tantas tonteras.
Extraño esas palabras; extraño su falta absoluta de fantasía, su mirada
llena de acontecimientos del mundo y de una aprendida serenidad. O sus
ojos enojados por mi imprevisibilidad permanente. Pues enojado o
calmado, para mi mundo tan sin límites, tan lleno de vaivenes y preguntas
y pasiones, él fue siempre la medida y la paz. Aún no acierto a darme lo
que él ponía en mis manos todos los días: la certeza, los proyectos
factibles, la rutina. Aún despierto muchas mañanas sin saber qué quiero
hacer en ese día. He perdido hasta el ritmo de la vigilia y del sueño,
porque, aunque fuera yo quien se despertaba primero, era él quien
[4]
mantenía el horizonte del día que ya comenzaba y era él quien miraba mi
desordenada actividad nocturna para hacerme acordar que al día
siguiente tenía que trabajar. Como me diría ahora, que es tan tarde.
He quedado a distancia de toda secuencia lineal de hechos y
acontecimientos. Como es mi vida sin él: mil puntos que no forman
ninguna línea, porque antes de lograr formarla se han disparado ya hacia
imágenes y símbolos; mil puertas que se abren a la vez, sin que yo pueda
saber por dónde entrar o por dónde salir. ¡Y esa loca sensación de la
embriaguez, donde todo gira, y no puedo abrir los ojos y depositarlos en
un punto fijo! Porque así soy yo, embriagada de vida, y ya no puedo abrir
los ojos y encontrar su figura.
Tardé meses en recuperar la escritura, más allá de los trazos en las redes
sociales que hoy se me antojan haber sido esas pequeñas cañas huecas a
través de las cuales respiré mientras sentía que moría con su muerte. Más
acá de las hijas, de los niños, de los amigos, del trabajo. Porque, al no
estar Lucho, todas las personas me quedaban muy lejos. Aunque todos los
días, con infinita ternura, pusieran a la entrada de mi cueva el alimento y
el agua que yo no podía darme. Aunque me llamaran y estiraran las manos
para ver si tocaban mi cuerpo. Apenas podía acercarles mis manos.
Porque hacerlo era saber que estaba sola; saber que ya no estaba el amor,
entrañable y cercano.
Cuando escribí en junio sobre su niñez y su adolescencia ―esos tiempos
de su vida sobre los que habíamos hablado incansablemente―, supe que
era verdad que había muerto. Las sílabas, las letras me lo contaron. Ese es
mi mundo, esas son las voces que yo escucho; a veces las únicas voces que
han podido hablar a mi soledad. No sólo a la de ahora, a la de siempre. A
esa soledad que durante años el amor me había hecho olvidar. Sin que
sepa cómo pude volver a escribir ―aunque crea que el afecto y la oración
de los míos lo consiguió para mí, aunque crea que la vida es más fuerte
que la muerte―, sí sé que la escritura arrancó el insoportable madero
muerto de mi cuerpo y me devolvió mi humanidad (¿o acaso no son las
palabras lo humano del hombre?).
[5]
Supe que podía salir de esa cueva a la que me había arrojado el dolor y
aceptar que la vida volviera a hacerme feliz. Porque algo estaba bien, muy
bien. Porque encontrarnos y vivir juntos había sido hermoso y bueno. Y no
tenía ninguna razón para renegar de ello sólo porque hubiera terminado.
Había acabado, había sido hermoso. Ambas cosas eran verdad. No sentí
pena por lo que no pude darle, porque le di todo lo que estuvo en mis
manos dar. Ni tristeza por lo que no recibí de él, porque sólo no me dio lo
que no tuvo. Nuestra vida mutua fue sin deudas, sin pagos retrasados, sin
vencimientos imposibles. Nunca hubo entre nosotros reclamos infinitos.
No los había tampoco ahora. Ya no estaba conmigo, pero es verdad que
estuvo. ¿O acaso alguien puede retener a otro y hacer que no exista la
muerte?
Yo no soy alguien complicado. Si algo es para mí verdad, no lo sabe
simplemente mi cabeza. Lo sienten mis encías, mis tobillos, asoma sin
reparo en mi mirada. Dejé que mi cuerpo bebiera la felicidad de mis
recuerdos, aunque de a ratos, o de improviso, una vieja sed me
destrozaba. Me acordé de su rostro el domingo antes de su muerte,
después de almorzar. ―Estar a solas con vos para mí siempre ha sido el
paraíso― eso me dijo, sin pensar en despedirse, sino feliz de su vida y su
morada. A mis oídos, que retenían las voces de conflictos y palabras de
quienes lo acusaban, despiadadas; a mi memoria de trabajos y de
esfuerzos, de días de cansancio, de límites y restricciones. Como cuando
de soltero vendió sus libros de semiótica para comprarse zapatos; como
cuando quiso estudiar todo y sus padres se negaron. Como cuando
postergó sus anhelos por veinte años, porque entendía que no podía
decidir lo que quería sin bastarse a sí mismo. Como cuando, ya casados, se
despertaba siempre de la siesta a las cuatro de la tarde, tomaba su
cuaderno y sus libros de derecho y estudiaba. Como cuando me preguntó
en el auto, unos meses antes de casarnos: ― ¿Vas a poder vivir con tan
poco?
Dejé que la imagen de su sonrisa fuera más fuerte que todas las otras,
porque sé, con la certeza vanidosa de una mujer inmensamente amada,
que él abría los ojos y veía el paraíso. Que murió en medio de alegrías y
esperanzas. Eso me basta. Y si no es suficiente para otros, para mí sí lo
[6]
fue. Y salí de mi cueva, sin miedo, sin penurias, con mi dócil tristeza y una
fresca mañana.
A veces, sobre todo en este tiempo, tengo la sensación de que estos
últimos tres o cuatro meses fueron como una suave marea cuyas olas han
vuelto a depositarme en la playa, con un cuerpo ahora sin miedo a sus
heridas, cubierto por el agua y sus reflejos de sol. En el agua, en el sol, en
la belleza, encuentro la alegría de su vida en la mía, como si se tratara del
mar del que he salido, cuya espuma aún me humedece y me hace brillar. Y
creo que su barca y su óbolo fueron mi cuerpo y mi vida, mi risa
interminable, mis ojos abrevados en lunas y letras, mi abrazo cautivo en el
Misterio. No el gesto amenazante de Caronte: mis ojos que sonríen y el
recuerdo de mis manos en las suyas. Porque jamás busqué llevarlo hacia
ningún lugar, pero sí quise regalarle mi esperanza.
Mi pena ya ha narrado al que conoce: ahora quiero que hable mi legado.
Me di cuenta, me doy cuenta ahora, que el nuestro fue el encuentro de un
luchador solitario y casi desapercibido en sus batallas con alguien que
tenía miedo, pero necesitaba aprender a pelear. Sólo un encuentro y un
legado Pues si alguien me preguntara qué es lo más importante que he
recibido de sus manos, diría, sin vacilar, que Lucho alejó de mi vida el
temor y me enseñó a pelear.
Siempre reí cuando alguien alababa su calma. Me reía y le decía: ―Vos no
sos sereno: sos un serenado. A fuerza de música y de libros, nada más.
¡Les voy a mandar una fotito de tus ojos a la mañana, cuando estás furioso
conmigo por algo! Dos piedras ardidas en las que puede asarse cualquier
cosa.
Lucho también se reía de mi ancestral violencia. Sostenía que yo tenía un
alma nacida con el saber inmemorial de la guerra de guerrillas, y agradecía
al cristianismo que me tuviera sujetada: ―Por eso los irlandeses
conservan con tanta fuerza el catolicismo― me decía― Es lo único que
puede contener tanta transgresión, tanta pasión, tanta fantasía sin
medida― ¡Y se deshacía en carcajadas frente a mis observaciones sobre
atentados posibles y agresiones impensables!
[7]
¿Que no es lucha la vida? No lo creo. ¿Que nadie nos recela, nos rechaza,
nos odia? ¿Que basta simplemente mirar hacia otra parte? Jamás aceptaré
tanta ingenuidad, o tanta cobardía en la mirada. ¿Qué hay que
mantenerse imperturbables? ¡Quédense otros con ese mundo huero de
pasiones: yo elijo mi enojo, mi furia, mi esperanza! ¡Que no se anime
nadie a decir que no quiero la paz! Pero quiero la paz a sabiendas de un
mundo de guerras. No, no quiero la calma. Sé que siempre se lucha. Por
eso agradezco mi herencia y mi legado.
Algunas personas te entregan su forma de ver la vida. Él hizo mucho más
que eso: volvió a regalarme mis ojos y me enseñó a no tener miedo de lo
que estos veían. Porque los ojos sin valor son ojos ciegos. Lucho me
enseñó que nada puede verse sin coraje, porque nuestro miedo lanza
cobertores y fundas sobre lo que deseamos que no aparezca; aprendí
junto a él que no podemos enamorarnos ni elegir el amor si la
pusilanimidad nos domina, porque la atracción es de todos, pero el coraje
de la elección, de muy pocos; y más si nos atrae quien podría
transformarse en el amor. Supe que no hay frutos para el intelecto, a
menos que nuestras palabras se animen a la franqueza y la desnudez, sin
miedo a la exposición, sin temor a que alguien pueda enemistarse con
nosotros, puesto que enemigos siempre tendremos y más vale que
conozcamos su rostro y su rechazo. Aprendí a dejar pasar peleas, a
advertir las formas implícitas de desprecio con las que algunos comienzan
desmereciendo a sus adversarios, a saber de antemano cuánto estoy
dispuesta a perder: ―Pensá siempre qué es lo peor que te podría pasar y
preguntate si estás dispuesta a eso― me decía.
Con la astucia de Ulises, que sabe que debe llevar a Aquiles a Troya y a la
guerra, a Aquiles oculto en un mundo de mujeres, Lucho desplegó frente a
mis manos y mis ojos su envoltorio de batallas, erizado de espadas y
cuchillos, de escudos y yelmos de cuero, de asfixiantes corazas. Tal vez
porque frente a las luchas que nos pertenecen no somos ni varones ni
mujeres: sólo seres humanos, esperados por la arena y el combate. La
verdad es que sé que me enseñó su guerra solitaria, las ciudades que caen
a fuerza de paciencia y un implacable ataque, la cabeza levantada y
orgullosa después de las derrotas. Aprendí sobre guerras y miedos
[8]
aferrada a su cuerpo y recibí mis primeras heridas, mis primeras heridas
de guerra, rodeada por sus brazos.
Pero no es verdad que aprendí a pelear por amor a las guerras; tampoco
era eso lo que movía a mi marido. Aprendí a pelear porque me enamoró
de la libertad. De esa austera libertad de su vida: vivir desde sí mismo,
elegir a quien amar, no dejar que ningún hombre o mujer le impusieran su
vida, no esperar la aprobación de nadie para obrar. Y si eso significaba
estrecheces, límites económicos, falta de oportunidades, soledad, riesgo…
bueno, nada de eso era importante frente a la libertad.
Jamás dejaré de agradecerle con cuanta fuerza, con cuanta paciencia,
rompió la atmósfera de amenaza y catástrofe que me atravesaba, el
oscuro fatalismo, la sensación permanente de abandono y de pérdida que
yo llevaba adentro después de la muerte de mi padre. ― No te ha
abandonado, amor: se murió, es otra cosa. Yo tampoco me iré nunca,
salvo que muera.
Me curó de palabra, como dicen las viejas. O me curó de amor y de
confianza, de promesas cumplidas; me curó de miradas. Ya no temo
perder, ya no temo cortar, ya no temo romper. Ni siquiera temo volver a
amar, aunque sepa que la muerte puede volver a atravesarme. No puedo
hacerlo porque he sido feliz, feliz y enamorada. Porque vivir con él ha sido
un privilegio, como dijo una vez una amiga. O porque me recibió frágil y
con miedo y me dejó erguida, franca, dispuesta a la vida y a la muerte. O
porque simplemente entendió mi alegría y sopló mi tristeza.
― ¡Un poco enloquecida! ―diría mi marido― Le gusta zigzaguear a la par
de todos los abismos; abre las jaulas para ver de cerca a las fieras salvajes.
Busca el peor camino y no mira los pozos. Se sube a ómnibus viejos y deja
que la conduzcan por caminos de montaña. Cree que alguien la va a
esperar en medio de la noche y baja con su bolso a medio hacer y su risa
de amiga.
Es verdad, así soy yo, definitivamente imperfecta y cambiante. Las formas
y los límites no se adaptan a mi cuerpo. Tomo pocas previsiones y me
gustan demasiadas cosas. Hago mil planes, porque la vida me desborda, y
[9]
no me resigno a dejar de inventar otros. Pero alguien me amó así, y no era
como yo.
Lucho era privado y su mundo era privado: su trabajo, sus amigos, sus
parejas. No mucha gente, no muchos vínculos; conversaciones sobre
política, literatura, historia, economía. La música que escuchaba, el cine
que veía, los libros que compraba. Recién al conocerlo ―o hasta más justo
sería decir, recién ahora que he rumiado nuestra vida juntos, llevada por
la muerte y por la ausencia―; recién ahora me doy cuenta que, en tanto
su vida estaba anudada a una larga experiencia de privacidad y de
anonimato, la mía, en cambio, tenía los hábitos, los genes, la naturalidad
de lo público. Porque mi mundo siempre fue una marea de seres
humanos, siempre en crecimiento; una marea que mil veces desborda mi
vida. Sentir, frente a quinientos o a mil, que hablo con cada uno, feliz e
íntima, es para mí la consistencia de cualquier exposición pública. O de la
escritura, de la mía al menos: escribir es como invitar a mi casa y
conversar largamente, con un vino en la mano, la mesa puesta y la alegría
de recibirlos; o como llevar a gente a vivir a tu casa y darles una llave para
que puedan entrar y salir con libertad. Mi mundo nunca queda lejos ni
está callado: siempre habla, sugiere proyectos, se enoja, seduce, inquieta.
Mi marido amaba un mundo pequeño de vínculos; los recintos cerrados
de la existencia, la vida que se desarrolla con límites; las largas amistades
a las que sólo a veces o nunca invitas a tu casa, porque una conversación
al azar y en una esquina basta para sostenerlas. Hablar era, para él,
conversar en grupos también pequeños, en cafés con amigos y amigas
entrañables, en vehementes discusiones políticas en ámbitos reducidos y
sin expectativas de organización ni de propuesta. Leyó literatura durante
años con quienes eran parecidos a él; en un bar, con las fichas que hacían
en las manos, enamorados del mundo de los libros y entregándoles sus
vidas sin pedir nada más que el gozo de sus textos, de su mundo de
autores, de una frase que da vueltas la vida. Invirtió en libros sin que
hubiera materias que lo obligaran. Tan sólo porque eran valiosos. Pues no
tenía ningún interés en participar en nada que fuera mayor que eso; en
parte, por su escepticismo frente a lo colectivo; en parte, porque
[10]
reservaba su tiempo para hacer lo que amaba y estar con quienes amaba.
El mundo, el ancho mundo, era lo que debía ser comprendido y estudiado.
Mi mundo nunca fue así, ni siquiera durante los largos años en los que
crecía, ni siquiera cuando anclé mi vida en su mundo privado porque
estaba enamorada de él y quería estar con él (siempre nos reímos de las
miles de preguntas que tanta gente se hace para saber si ama o no:
nosotros sólo aceptamos la certeza sencilla de que queríamos estar juntos
porque nos sentíamos felices) Como me guardé en su vida, como él se
abrió a mil cosas y personas en la mía, jamás terminamos de darnos
cuenta que él era tan privado, que yo era tan pública. Lo sé ahora. Lo sé
ahora que necesito despedirme en renglones y letras.
Te despido, mi amor, a mi manera.
En medio de la gente,
en urdimbres de sílabas,
volviéndote palabra.
Te despido, mi amor,
a tu amor, que narra mi alma.
top related